lunes, 30 de septiembre de 2024

Los oscuros








Cuando llegué a la casa, un grupo de chicos salía cargando cajas de témperas y carpetas de dibujo. Era una casona vieja en el barrio de Quilmes, con un balcón sobre la arcada de la puerta principal y un tejado muy corto que le daba sombra al pórtico.

     Los niños se alejaron por la vereda, y en el umbral, extremadamente bella mientras el sol del mediodía daba en su cara de tenues pecas, estaba Graciela, sola, mirándome como distraída. Luego pareció recordar para qué me había llamado, y abrió un poco más la puerta. La campanilla sonó con cada uno de sus movimientos indecisos.
     -¿Usted es el colocador de alfombras?- preguntó, tímida.
     -Sí, señorita. Vengo a tomar las medidas.
     Me hizo pasar a un salón pequeño, lleno de objetos y muebles, casi sin espacios libres ni nada que a primera vista pareciera inútil. Pero al habituarme al lugar, fui descubriendo cuántos adornos absurdos ocupaban espacios que habrían gritado de desolación de hallarse vacíos. Muñecos de porcelana y de estopa,  platos y tacitas de cerámica, flores de plástico, antigüedades de madera y bronce, animales de cristal.
     Subimos a la habitación de la planta alta, que tenía el balcón al frente. Era el único cuarto desordenado.
     -Hasta ahora lo uso como depósito para el material de trabajo.
     -¿Usted es pintora?
     -Bueno, soy profesora de dibujo y pintura. Pero quiero decorar este cuarto para poner mis cuadros.
     Tropecé varias veces con maderas, restos de marcos, telas, latas de pintura. Junto al ventanal, había cuadros apoyados sobre la pared. Después la miré a ella, iluminada por el sol del mediodía, y su cabello rojizo parecía una llama a punto de apagarse. No debía tener más de treinta años. Llevaba un solero de verano de color azul, el pelo arreglado con unas trenzas sujetas sobre la nuca.  
     Conversamos un rato de todo un poco, no hablaba demasiado, pero fue venciendo de a poco su desconfianza. Me apoyé de espaldas en el marco del ventanal con los brazos cruzados. Tuve ganas de besarla.
     -Son muy bonitos- me animé a decirle, mirando sus pinturas.- Si quiere puedo colgarlos en cuanto el revestimiento esté listo.
     -Es lo que iba a pedirle...- dijo ella entusiasmada, y parecía más feliz de lo que tal vez había estado en mucho tiempo.

     Al día siguiente traje las alfombras. Graciela mantenía la puerta abierta mientras yo llevaba los rollos desde la camioneta. Esta vez tenía el cabello suelto, y sus cejas rojas brillaban con el sol de la mañana. Los mismos chicos del día anterior entraron haciendo un bullicio al que la casa ya estaba acostumbrada. Un ruido vital de voces que aparecían para desaparecer luego a horas prefijadas.
     Recuerdo que esa fue la primera vez que me di cuenta de que faltaba algo en el saloncito, alguno de los cientos de objetos ya no estaba y hacía diferente la decoración, pero era imposible precisar cuál, y lo pasé por alto. Después de sus clases, subió a acompañarme.
     -¿Necesitás algo, Ricardo?
     -No, gracias.
     -Sí, te preparo un café- insistió.
     Graciela siempre encontraba un trabajo nuevo para encargarme. Tres semanas más tarde, las alfombras habían sido colocadas y el revestimiento casi terminado.
     -Decime cómo querés que ponga los cuadros- le sugerí entonces.
     Eligió la ubicación de cada uno, mientras yo, parado sobre la escalera, los apoyaba sobre la pared. Ella observaba de lejos cómo lucían. Trabajamos en esto una tarde tras otra, y los almuerzos y los cafés se sucedieron con un ritmo que ninguno de los dos se atrevió a detener. Recién después de colgar varios cuadros me di cuenta que un dibujo se repetía en todos ellos.
     -¿Qué quieren decir? Me refiero a estas figuras- le pregunté.
     Miró lo que le señalaba, dudando antes de contestarme.
     -Son los Oscuros. Seres de otro mundo muy lejano. Vienen todas las noches a visitarme, y me contaron que nos vigilan, nos controlan. De alguna manera vivimos gracias a ellos. Si quisieran, podrían matarnos.
     Creí que era una broma o una especie de fantasía artística que utilizaba como inspiración. Tres sombras masculinas se repetían en cada pintura, con fondos o paisajes distintos, pero siempre siluetas oscuras e indescifrables de hombres robustos caminando por el centro del cuadro. Por delante iba la figura principal, detrás y a los lados lo seguían otras dos sombras iguales.
     -Es verdad- siguió diciéndome.- Ellos me visitan. Sos la primera persona a la que se lo cuento, y podrían matarme por eso. Así que no se lo digas a nadie, por favor.
     Sonó el timbre y sus alumnos nos interrumpieron. Durante las horas que estuvo abajo dando sus clases, no dejé de pensar en lo que me había contado. Miré por la ventana, y vi a dos vecinas que me observaban desde la vereda, murmurando.
     Hoy me voy temprano, pensé, y no sé si vuelvo.

     Dos días después, supe que me había llamado al negocio para que fuera a terminar el trabajo. Esperaba con total sinceridad, y casi con desesperación, que me dijera que todo había sido una broma. Pero no era de esa clase de personas. Graciela hablaba siempre en serio, con una seguridad que rozaba la petulancia o la inseguridad extrema, no lo sé.
     -¡Qué te vas a meter con esa loca!- me aconsejaron mis amigos cuando les conté. Tenían razón. Por más hermosa que fuese, no necesitaba complicarme la vida.
     Pero tenía que cumplir con mi trabajo. Cuando volví, no hablamos por un buen rato. Era sábado, y ella se quedó en la cocina, haciendo ruidos con los platos y las cacerolas, golpeando las cosas para mostrarme su resentimiento. Yo le contestaba de la misma manera, dejando caer con brusquedad las herramientas sobre el piso. Luego subió y se puso a mirarme desde la puerta.
     -Los Oscuros estarían orgullosos del cuarto que les tengo preparado.
     No podía creerlo de mí mismo, pero sentí celos.
    -¿Y ellos son mejores amantes que los hombres?
     No me contestó, pero tampoco esperé que lo hiciera. Todas aquellas tardes en que fui incubando un sentimiento indefinido, explotaron en una bronca que parecía nacer de mis pantalones y perturbarme la cabeza hasta volverme loco. Fui hacia ella, tropezando con la escalera, me levanté y la vi riéndose con una risa angelical. La abracé y nos besamos con la desesperación de dos seres que han estado solos e incomunicados por mucho tiempo.

     -Así son los Oscuros- me contó la primera mañana que despertamos juntos.- Seres sombríos y estériles, brutales también. La hacen sentir a una agotada y sin esperanza. Van a terminar con el mundo, ¿sabías? Yo lo sé, aunque digan que no lo harán si somos obedientes. Van a matarme al final de todo.
     Dios mío, pensé, cuánta locura tiene esta mujer. Pero le di la razón y dejé que continuara hablando de ellos.
     Graciela ya no pintaba, sin embargo las imágenes que había plasmado de sus visitantes se fueron prendiendo en mi memoria hasta ya no poder deshacerme de su influencia. Llevamos la cama al cuarto nuevo. La luz de mercurio entrando por el ventanal iluminó las paredes cubiertas por los cuadros de los oscuros. A veces quería que me fuese a dormir a mi casa.
     -Por la independencia de cada uno-decía ella.
     Esas noches iba con mis amigos y les hablaba de todo esto.
     -Escuchen, ¿será posible que también me esté volviendo loco?
     Les conté entonces que la primera noche que dormí con ella, alguien había golpeado la puerta varias veces con un ruido ensordecedor. Cuando me asomé por el balcón, unas sombras desaparecieron con rapidez por la vereda. Tan rápido se fueron, que no estuve seguro de haberlas visto realmente. Pero sí oí los pasos alejándose, como si las sombras usaran zapatos.
     -Los Oscuros, son ellos, y están celosos-la escuché decir, acurrucada entre las sábanas, temblando de miedo.
     -Te lo dije, esa mina va a hacerte terminar mal.-Pero no quise escuchar más a mis amigos. Me fui a casa pensando en esos ruidos de zapatos, y en el chasquido de revólver que también había oído y no me atreví a confesarles.

     Dos meses más tarde, la habitación estaba terminada. No encontramos mucho más con qué adornarla, y fue cuando nos dimos cuenta de la cantidad de objetos que faltaban del saloncito.
     -Ellos se los llevan- me contestó, señalando las figuras de los cuadros, con calma y resignación.
     Nuestra cama quedó finalmente en el centro del cuarto, rodeada de sus pinturas, y de la sombra de los Oscuros. Entramos a esa habitación como a un túnel en el que no veíamos más que aquel sitio de encierro, parecido a un templo preparado para nuestra expiación o nuestra condena.
     Una mañana el noticiero de la televisión anunció que un tren había atropellado a un micro escolar en un paso a nivel, y dos de sus alumnos estaban muertos. Se puso a llorar sobre el mantel, y mientras yo le acariciaba el pelo, sin saber cómo consolarla, comenzó a decir que los Oscuros los habían matado.
     Esa tarde fuimos al velorio, y la vi abrazarse con los padres de los chicos tan desesperadamente como si ella hubiese sido la responsable. Nos despedimos con gestos mudos de pesar y desconsuelo. Había oscurecido, y el fresco de la noche me alivió de la pesada angustia de aquel lugar.
     Graciela temblaba, y me pidió que me quedara. Ella creía que los Oscuros estaban enfurecidos.
Esa noche me asomé al balcón antes de acostarnos. La luz de la calle frente a la casa se había apagado, y la otra, media cuadra más allá, enviaba una luminosidad precaria. Volví a escuchar los pasos que se acercaban, y tres sombras paralelas crecían hacia nosotros. Graciela se levantó y se paró detrás de mí. Sentí sus uñas clavándose en mis hombros al verlos pasar.
     -¡Me van a matar, se van a vengar de mi felicidad con vos!-decía, llorando.
     Las sombras dieron vuelta sus cabezas irreconocibles, pasaron justo frente al balcón, pero protegidos siempre por la penumbra. Su taconeo disminuyó por unos instantes, y continuaron después sin detenerse.
     -Borrachos- dije.- Este barrio está empeorando cada vez más.- E intenté consolarla.   
     -¿No me creés?
     -Creo que la policía debería vigilar más el barrio-le contesté, simplemente.


     Al final de nuestros tres meses juntos, ella estaba nerviosa e irritable. No la dejé sola durante las últimas semanas, y creo que llegó a aborrecerme, a pesar de que me rogaba cada noche que no me fuese. Continuaba insistiendo en su locura, sin perder sin embargo su tibia e ingenua belleza.
     El último día de noviembre tuve que hacer un trabajo lejos de la ciudad, y le dije que dormiría afuera. Pero esa mañana Graciela había leído la noticia de varias mujeres asesinadas en La Boca y arrojadas al Riachuelo, e insistió en que esa noche vendrían los Oscuros a buscarla. Yo no esperé esta vez a que siguiera hablando y me conmoviera con su llanto y sus ojos claros.
     -¡Estás loca!- le grité sin pensar, sin darme cuenta de que nunca antes la había llamado así. Entonces cerró la puerta sin mirarme, como una despedida.
     Estuve todo el día recriminándome mi actitud, y decidí pasar a verla. Regresé a las tres de la mañana. A pocos metros de la entrada vi dos sombras que huían hacia la esquina. Corrí detrás de ese taconeo familiar, pero no los alcancé. Fui hasta la casa gritando el nombre de Graciela. Ella estaba en nuestro cuarto, sentada en el piso con la espalda apoyada contra la cama, alumbrada sólo por la luz que entraba de la calle.
     Tenía la ropa interior desgarrada, sucia de saliva y cenizas de cigarrillos. La piel llena de quemaduras, y el cabello recortado y pegajoso. Gimiendo, con la mano izquierda formó la figura de un revólver encañonado sobre su cabeza.
     -Te matamos, me dijeron, si no te quedás quieta te matamos. Están celosos de vos, querido...- Se limpió la sangre que le caía de la nariz y con la otra mano me acarició una mejilla.
     En ese momento escuché el chasquido de un percutor desde el fondo de la habitación. Algo se movía con pasos muy lentos.
     Sólo dos hombres huyeron, pensé. El tercero aún estaba allí. De pronto, antes siquiera de poder levantarme, sentí un impacto fuerte y suave al mismo tiempo, como sólo un hombre y su sombra podrían hacer simultáneamente, derribándome al suelo junto a la cama. El ventanal del balcón se abrió, y la luz de mercurio se movió de un lado a otro del cuarto interrumpida por la sombra fugitiva. Luego saltó del balcón y las ramas del árbol se sacudieron.
      Cuando me levanté, prendí la luz. Pero no me fijé por mucho tiempo en la habitación, la sangre sobre la cama, el cuerpo de Graciela, su corpiño negro rasgado y sucio, ni en ese panorama desolador tan parecido al de sus pinturas, sino en la gran ausencia.
     De los cuadros faltaban las tres figuras de los Oscuros. En su lugar había un espacio blanco, un vacío incomprensible. Como si alguien las hubiese recortado de la tela.
      Pero la tela estaba intacta.






Ilustración: Gillian Hyland

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