lunes, 16 de septiembre de 2024

El juego







Clara ha regresado para casarse conmigo. Como si la humillación o el rencor hubiesen desaparecido, y lo único que quedara fuese algo más parecido al remordimiento que al amor. Lo cierto es que apenas nos vimos, ninguno quiso recordar la tarde en que todo comenzó.

     Era cerca de fin de año. Los chicos de la escuela salían a la cinco de la tarde. Con mis amigos Santos y Valverde nos juntábamos en la puerta del taller mecánico del padre de Aníbal. Éramos tres comerciantes prósperos, creo que vergonzosamente prósperos para aquella época. Fumábamos sentados sobre el baúl de algún auto, mirando a las maestras recién salidas del liceo, tímidas y serias, que caminaban hacia la parada del colectivo para volver a sus casas. Una de ellas en especial se llevó nuestras miradas durante más de un año: Clara Palacios. De a poco fue perdiendo su medida indiferencia. Cada tarde nos saludaba con una mirada extraña y bella. Porque era la más hermosa de todas las maestras del colegio, nosotros debíamos tenerla, poseerla de cualquier forma.
     Creo que entonces debió surgir el germen de aquella otra idea, aunque no nos diésemos cuenta, al verla caminar con su taconeo preciso y rítmico, con el movimiento suave del cabello castaño sobre el guardapolvo. El embriagante perfume a eucalipto que dejaba su rastro en la vereda nos sedujo hasta el punto de volvernos locos. Y todo puede resumirse en eso, me parece, locura y perdición.
     Intentamos conquistarla cada uno por separado, pero chocamos rotundamente con su negativa.
     -No puedo cenar con usted, Gustavo.- Le dijo a Valverde esa tarde, sosteniendo los libros con los brazos sobre el pecho, mientras el sol se ocultaba temprano detrás de la ciudad. Mi amigo la miró alejarse hasta la parada del colectivo, resentido, sabiéndose atractivo y sin embargo rechazado por primera vez. Regresó murmurando palabras a las que entonces no presté atención, y resultaron proféticas.
     -Ya va a ver lo que le espera.- Amenazó con un golpe de puño sobre la chapa del auto. Lo llevamos al bar de Santos para calmarlo.
     Unos días después, Santos nos dijo:
     -Esta vez lo intento yo.- Se sacó el delantal azul, y abrió un poco la camisa para mostrar el vello del pecho. Alisándose el bigote, se puso a esperar en la puerta.
     Desde la confitería vimos pasar a las maestras rodeadas de niños, distraídas en su mundo particular, separadas del nuestro como si existiese un abismo entre la vereda y el bar. Valverde y yo nos servimos cervezas y maní salado mientras mirábamos a Santos.
     A las cinco en punto pasó Clara. Iba sola. La saludó y conversaron. Ella hacía el mismo movimiento de siempre. Un gesto negativo con su cabeza perfecta, su rostro parecido al de una ninfa o una diosa. Unos chicos pasaron riéndose a escondidas. Clara se fue.
     Nuestro amigo se quedó un rato parado en el umbral, detrás de la ventana con el nombre del negocio. Entró acomodándose la camisa dentro del pantalón, y suspirando.
     -No sé para qué nos molestamos tanto.- Dijo con bronca contenida.- Es una maestrita de lo más común.
     -Vení, viejo. Sentate y olvidala.- Lo invitamos a tomarnos sus propias bebidas hasta hartarnos. Gritando obscenidades y confundidos, inconfesadamente perplejos.
     Una noche fuimos al taller, y Aníbal, que estaba cursando el último año del nacional, nos ofreció una rifa para la fiesta de fin de curso.
     -Sorteamos una cena en Buenos Aires, con visita guiada a toda la ciudad.
     -Andá a la mierda...- Dijimos los tres, pero después le compramos varios números cada uno. Entonces la semilla de aquella idea primigenia brotó allí, esa noche, entre autos desarmados, el olor a nafta, las herramientas y los naipes sucios. Todos miramos, sin planearlo, sin pensar por qué, la foto del almanaque en la pared. Esa chica desnuda e inaccesible nos empujó hacia el barranco del que ya no saldríamos. Valverde dijo de pronto: “Se me ocurrió un plan”, y no fue suyo exclusivamente, sino una expresión colectiva de cuatro cuerpos excitados y sin consuelo.
     -Antes tomábamos a las mujeres sin preguntas.- Siguió diciendo.- Las arrastrábamos hacia la oscuridad sin saber qué pasaba antes o después. ¿Y qué mal hay en eso? Tengo una teoría: los hombres somos animales, y las mujeres son humanos. Por eso nuestra voracidad debe superar a su inteligencia.
     Así Valverde fijó una posición irrevocable, y fue el mentor del juego que inventamos.

     Una semana después, mi encuentro con Clara no fue planeado. La vi aparecer por la puerta de la panadería con su trajecito gris y la blusa color salmón, cruzando sus rodillas con cada rítmico paso, en un vaivén que daba gusto contemplar. Me habría quedado allí, acodado sobre el mostrador, sin que el tiempo pasara, admirando su belleza eterna como la de una esfinge.
     -Buen día, Casas.- Me dijo, y se puso a buscar detrás de mí con la mirada.
     -¿Qué necesita, Clara?
     -Facturas, esta tarde llevo a los chicos a la plaza.
     Entonces le hablé sin pensar, me lancé al encuentro de lo fortuito sin planes ni estrategias.
     -¿Me deja acompañarlos?
     Me observó con curiosidad, ni molesta ni asustada. Su cabello bailaba con el aire del ventilador del techo, mientras miraba las cestas con el pan recién horneado. El aroma de la levadura se filtró por su nariz, y estiró una mano para tomar un dulce del frasco de caramelos.
     -Todos los que quiera, Clara.- La invité, separando la tapa. Nuestras manos se cruzaron, se tocaron como si la piel no fuese piel, sino un camino sin regreso.
     Esa tarde no tuvimos testigos más que los chicos de su clase, y los niños no ven si no sospechan. Por eso mis amigos no supieron de nuestro encuentro, ni de los que lo siguieron durante seis semanas hasta diciembre. Ella llegaba a la panadería media hora antes de entrar al colegio. Yo la iba a buscar cuando ya todos se habían ido, y se quedaba en el aula vacía, esperándome.
     -Perdoname.- Le decía entonces.- Tuve mucho laburo hoy.
     Después nos íbamos conversando lejos, donde el barrio fuese otro, y la gente casi desconocida. Creo que comencé a ocultarla en ese momento, cuando las cosas se hicieron irreversibles.
     Una vez nos cruzamos con Aníbal. Nos saludó con una mirada preocupada.
     -Buenas, señorita Clara, señor Casas.
     -¿Cómo van las rifas?- Le preguntó ella.
     Él y yo nos miramos callados, pensando que el silencio era una pared que podría protegernos de la culpa.
     -Bien, se venden bien.- Contestó, y se fue corriendo en dirección a la farmacia de Valverde.

     El diez de diciembre fue la fiesta de fin de año. Era una cena anual donde los chicos cantaban sobre el escenario, y una pequeña banda contratada interpretaba tangos para que los padres bailaran. A las doce de la noche se hacía el sorteo.
     Fuimos todos, el barrio completo. Los niños disfrazados repasaban sus actos, y los que no actuarían iban a robar comida de mesa en mesa, para escabullirse después hasta donde brillaba el fuego de la parrilla. El humo del asado se levantaba frente a las luces de mercurio de la calle.
     Era una noche espléndida y cálida. Varias veces le dije a Clara, antes de salir, que tenía cosas que hacer, que no me sentía bien, que no iba a ir. Pero ella insistió.
     Sus ojos, por Dios, sus ojos de inmensa belleza me conmovieron, me instaron a enfrentar lo que sabía iba a condenarme. Me puse el traje guardado con naftalina en el armario. Ella me abrazó sin importarle aquel olor, sonriendo, y me sentí como un ángel caído, un demonio bajo la piel de un panadero.
     -Estoy embarazada.- Me dijo justo antes de entrar por la puerta del colegio, y mirándome de reojo me tapó la boca. Se metió en el bullicio de la fiesta sin darme oportunidad de hablarle. Habíamos llegado juntos, no tomados de la mano, pero juntos como dos que diez minutos antes hubiesen estado acostados en la misma cama. Sin embargo todos parecían ciegos. Cuando sus compañeras nos rodearon, sólo la miraban a ella.
     -¡Qué hermosa, Clara, qué linda estás!- Y se la llevaron a su grupo.
     Me fui con mis amigos, que comían como animales. El aroma del vino rancio se elevaba desde las docenas de botellas esparcidas en un rincón del patio. Los niños nos pisotearon a cada rato en sus corridas, y la música sonaba estridente por los altoparlantes gastados.
     -A esa mina vamos a bajarle los aires de superioridad.- Me dijo Santos, borracho y con la barba sucia de grasa.
     Valverde observaba todo tranquilamente, controlado, como un vivisector que regula su tarea con minuciosidad. Los hombres, mis amigos y otros desconocidos, me guiñaron los ojos al mirarme. “La complicidad es tal vez el vínculo más indestructible del mundo”, pensé en voz alta, pero no me escucharon.
     La música, de pronto, se detuvo. La directora subió al entarimado y le pidió a una niña que la ayudara a sortear los premios. De una bolsa roja sacaron los números ganadores de las mesas servidas y al final el del viaje. Esto duró casi media hora; la gente miraba hacia todos lados con cada número cantado. Pero yo sentía la ansiedad, la expectativa que, como un fantasma, sobrevolaba el ambiente hastiado de calor y humo.
     Entonces Valverde subió al escenario. Algunos no sabían de qué se trataba, e hicieron silencio. Clara miró hacia allí, sin sorpresa, sin sospecha alguna. Agarré a Valverde de la punta del pantalón.
     -¡No!.- Le dije.- ¡No!.- Pero se desprendió y ya no pude detenerlo.
     -Ahora el sorteo final, con una gran sorpresa. Por favor, Clara, hacenos el favor de venir al escenario.- Y extendió su mano hacia donde ella estaba. La miramos, callados, mientras subía  intrigada.
     Los que nos sabían, al principio no entendieron. Los niños continuaban jugando sin hacer caso. Aníbal se fue corriendo, a esconderse, creo. Algunas voces hablaron tímidamente.
     -Éste es el premio más esperado.- Dijo Valverde.- La maestra más linda de la escuela.    
     Durante treinta segundos todo fue confusión. Luego Clara comenzó a llorar sin gemidos, sin ruidos, en un silencio parecido al llanto de un muerto. Y yo tan lejos, tan mudo ahora, me callé la boca y no detuve el drama.
     -¡Cuarenta!- Gritó Valverde. Era mi número. Aquel papel rosado del talonario me picaba en el bolsillo del traje. Lo busqué, quise destruirlo, tragármelo, deshacerme de la prueba del crimen. Necesitaba que la lluvia o la luna lo destruyeran ahí mismo con su magia legendaria. Escuché mi nombre.
     -¡Rodrigo Casas es el ganador! - Todos me observaron. Yo sudaba, y sin mirarla, supe lo que Clara hacía en aquel instante.
     Dio un grito pequeño, apenas audible, como una implosión que consume el alma. Sus ojos giraron desorbitados de un sitio a otro, sin detenerse. El pecho jadeaba con movimientos entrecortados. Luego se bajó, y se fue corriendo hacia la oscuridad, más allá de los reflectores, donde la luz de la fiesta no podía alcanzarla.
     Pero no la seguí. Sabía que estaba atada a mí de un modo inconfesable, y que un día iba a regresar. Vi su cabello prolijo balancearse en la noche, la cadena de oro en su cuello, y los zapatos bajos sonando atronadores sobre las baldosas, como el martilleo sentencioso de un juez.





Ilustración: Paul Cezanne


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