lunes, 2 de septiembre de 2024

La discusión de las ranas

 








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En el parque de mi casa, por la noche, sobre todo en las noches de verano, cuando el sol deja su estela negra de calor invisible sobre el pasto, sobre los techados que han absorbido durante todo el día el calcinante fuego de la estrella más cercana a nuestra alma, se escucha la conversación de las ranas.

      Digo que el sol es lo más cercano a nuestra alma no por trillados efectos literarios, aunque así resulta al fin de cuentas, refiriendo el calor que alimenta al cuerpo humano, o las trivialidades que todo poeta que intente hacer buena literatura debería evitar, sino a que el sol- quizá siendo Dios mismo, por ser el fuego en donde nuestros cuerpos se cocinan al crearse y se consumen al morir, las manos que despiden llamas como las de un superhéroe o villano de historieta, la boca y el cerebro que crean el mundo a cada instante, el minuto cero que a cada instante recomienza, porque el universo todo ha muerto ayer, o nunca ha existido sino desde hoy-, el sol, digo, está consumiéndose a expensas de nuestra vida. 

      Pensamos que somos cadáveres vivientes mientras transcurren nuestras vidas por el mundo, pero en realidad somos estrellas muertas que consumen la energía del sol bajo la piel. Somos fuego constante, latigazos sobre llagas vivas, verdugos de nosotros mismos, como curas inquisidores intentando lograr la confesión de los pecados, de las brujerías y los hechizos, de las artimañas del demonio en nuestras almas pecadoras desde el nacimiento, desde el mismo momento de la concepción. Porque nuestros padres nos engendraron bajo el signo del pecado, en las noches de luna, cuando los lobos aúllan llamando a sus congéneres semi-humanos, cuando hasta los vampiros de las leyendas medievales surgen para hacerse presentes en los escritos que el cerebro de Dios ha generado en las manos creadoras de los hombres. 

     Civilización, literatura. 

     Bases fundamentales para la expiación y la condena de los hombres.

     De eso hablan las ranas. De eso las he escuchado hablar durante largas noches de insomnio, donde el calor nocturno, el sudor bajo las sábanas, el rubor de los techos que descansan del vasallaje del sol sin piedad por las casas sobre las que duerme las extensas siestas del estío, no son la causa, sino meros acompañantes, excusas que intentan engañar la débil sapiencia y razonamiento del pobre idiota que intenta recuperar el sueño de muchas noches antes, desde que comenzó el verano, luego de las largas horas de oficina, de fábrica, de caminatas, de deambulaciones por los interminables recovecos de la economía doméstica y mundial. 

     La causa del insomnio es el ruido, el zumbido intermitente y constante, la música disonante, discordante, que retumba y se transforma en cuerpos que caen como lluvia desde el cielo de verano, limpio de nubes de tormenta, lleno de estrellas engañosas, disfrazadas de risa, con máscaras de luna en sus vestidos de mujeres preñadas, constantemente montadas por sementales pájaros nocturnos surgidos desde los agujeros negros de la noche, de los bestiales orificios donde se funden las artimañas de los dioses y surgen convertidos en deseos, en pulsiones inviolables, para violar bajo consentimientos tácitos las estrellas nocturnas bajo el claro de luna, estrella muerta, planeta estéril, que mira e ilumina los actos sexuales con envidia de esposa frígida, y más vieja que todas las estrellas vírgenes. 

      El croar de las ranas es un canto, un himno bajo los aullidos de los lobos y los ladridos de los perros, de los gritos de los gatos callejeros y los gemidos de las parejas que hacen el amor bajo los árboles en la plaza vecina, dentro de los autos que se bambolean con el peso de los cuerpos que, de un momento a otro, sentirán que Dios, no hombre ni imagen ni deidad, sino ellos mismos Dios, está en el auto, un instante pleno como la eternidad, para luego esfumarse lentamente, a medida que el corazón regresa a su ritmo normal, y los cuerpos se congregan para que el calor del mundo se conserve un poco más todavía en el interior de aquel auto: símbolo del mundo, cueva y refugio, célula que quisiera conservarse única eternamente, porque allí están los dos, los únicos necesarios: el núcleo y el plasma.

       Entonces me levanto de la cama, miro a mi mujer un instante, consciente de que ella no me mira, dormida bajo los efectos de la luz de la pantalla del televisor, lentamente, para que no se despierte, para no tener que darle explicaciones, para concederme un espacio en el tiempo en que seamos el mundo y yo uno solo, para que ella, mi mujer, sea el estrato en el cual yo pueda regresar como quien vuelve de una jornada de guerra, de un desierto sin agua, de un juicio perdido en los tribunales, de una condena irremediable. Sea ella el canon al cual recurrir: la irrefutable prueba de que Dios existe porque ha creado seres como manchas indelebles en el corazón de los machos. Manchas de tinta que las mujeres han volcado como salpicaduras de viejas plumas fuente, sumergiendo nuestros corazones en lagos de tinta púrpura, para levantarnos desde la superficie como entes nuevos recién creados. 

      Dejándola descansar, sin saber a ciencia cierta si sus párpados cerrados son una excusa que esconde la vigilia de sus ojos atentos a la penumbra de la noche, a los sonidos del cuerpo de su hombre sobre la cama, sobre el piso, acercándose a la ventana, preguntándose qué molesta al corazón de su esposo, preocupada, atenta, nerviosa, insatisfecha por la muerte que ronda el presente y el futuro, que da vueltas por los alrededores de la casa, acechando al hombre que ama, a los perros que protege y la protegen , a la casa que se derrumba bajo los signos de las lunas pretéritas. 

      Vuelvo la vista y los pasos hacia las ventanas, así desnudo casi, sabiendo que mi cuerpo es el espíritu sobre el cual rondan los pensamientos de ella, tal vez la mirada ahora definitivamente despierta de sus ojos sonámbulos vigilando, cuidando, trasnochada en el razonamiento, observándome la espalda dibujada contra las ventanas que iluminan las estrellas, y en el fondo la luna como un esqueleto de luz blanca, preguntándose, inquiriendo a las criaturas de la noche qué es lo que molesta a su esposo.

      Y yo, aquel quien yace en postura de estatua inquieta, parado frente a la ventana, corriendo un poco las cortinas para observar lo que apenas puede ser vislumbrado por ojos más tenaces que los humanos, pienso en el afuera y en el adentro. Pienso en los peligros que amenazan con destruir el precario equilibrio de mi mundo, en los sinsabores que nacen como gérmenes internos en la pesadilla nocturna de cada sueño de cada día. Me evado de tales pensamientos, como cuando escucho música. 

      Atento, entonces, más no carente de pesadumbre e inquietud, escucho la conversación de las ranas, que más bien es una discusión, un intercambio de ideas cotidianas, inteligentes unas, profundas muchas. Hasta convertirse en una diatriba monocorde y alternada, donde la conversación deja paso al razonamiento deductivo y a la extrapolación de ideas sobre planos sucesivos de conocimientos. Todo su canto versa sobre la condición de los hombres: la generosidad y la mezquindad, simples figurantes en el reparto de virtudes y maldades, actores secundarios podríamos llegar a llamarlos. Pero símbolos, alegorías que ellas, las ranas, utilizan para contarse su historia, como así nosotros utilizamos a los animales para contar historias a manera de fábulas. 

     Me pregunto si de ese modo, al utilizarnos como protagonistas de sus historias, hablarán de ellas mismas en realidad. No creo que sea de ese modo. Van más allá de la alegoría: pasan al mito. 

      Y las escucho como puedo, viajando por los laberintos de hormigueros escondidos, cerrados hace mucho por trabajadores municipales, donde los cuerpos de las hormigas son cuerpos humanos enterrados luego de ser asesinados por acción de armas manejadas por dioses exiguos. Enormes prados, campos, restos de escombros, cementerios de autos, baldíos de carne muerta, visitando a otros huéspedes habituales que no pagan ningún tipo de alquiler, sólo la carroña de sus propios espíritus. 

     Escucho la historia de la humanidad una noche de verano, y el aroma dulzón de la carroña amenaza con penetrar las rendijas de mi casa. Sabiendo de antemano que mi lucha es una guerra perdida, me preparo a defenderme, dispuesto a sudar y pelear hasta el agotamiento.

     Pelearé por mantenerlo afuera, pero ya está dentro, me digo, porque soy capaz de recordarlo. 

     El miedo se disfraza de muchos olores diferentes, pero en el fondo siempre huele igual.






2



¿Cómo describir lo que escuché de las ranas? Su canto se parecía a la diatriba de hombres entumecidos de espanto por el frío del invierno, como si la helada nocturna fuese algo más atemorizante que lo que acostumbra a ocasionar el miedo. Tal vez sea así, tal vez el frío sea lo único verdaderamente neutro en lo que se refiere a la muerte, es decir lo único capaz de la suficiente ecuanimidad a la que el pensamiento humano no está preparado para entender, y mucho menos para ejercer.

     Ellas hablaban del invierno como si hubiese llegado la hecatombe del mundo, el Apocalipsis decidido desde el comienzo del tiempo por un Dios exacerbado de bilis furiosa y atacado por una úlcera interna que lo obligara a permanecer cauta y briosamente enojado siempre con los ángeles, los hombres o los demonios de su propiedad. El invierno que todo lo tiñe de bruma y nieblas, que empaña los vidrios de mi casa y me impiden ver el jardín donde las ranas cantan, conversando, las impías declaraciones y sentencias sobre los hombres, en este caso, el hombre, yo. 

      Yo como un representante de la raza humana, mi mujer como otra individualidad que considerarán más como una víctima de mi parte que como alguien a quien juzgar. Tal vez ya ella las haya escuchado antes, y por eso no se levanta para ayudarme a entender el soliloquio intercambiable de las ranas, los diálogos y discursos en que se empeñan como si fuesen Descartes diciendo que mi existencia, y por lo tanto todo mi mundo, existe porque ellas me piensan, o más bien me pronuncian, declaran mi nombre y por ello me crean. Mi casa, mi esposa, mi auto, mi jardín, mis padres, mis futuros hijos, mis desgracias y mi fortuna, todo es porque ellas, las pensadoras más grandes porque carecen de toda iniciativa trivial o interesada, han decidido que yo sea el objeto de su pensamiento, de su croar. 

     Su sonido, más que la palabra humana, es el lenguaje más sutil, más directo y parecido a un pensamiento que cualquier otro sistema de comunicación inventado por el hombre. Ellas hablan de los dioses, y los dioses existen; hablan del hombre, y la humanidad existe; hablan del futuro verano, y éste existirá. Saben que el invierno del alma es eterno, pero el estío de los cuerpos vuelve y se regenera en cada estación por mérito de un ciclo natural que está más allá del pensamiento, como si pensamiento y alma fuesen un todo de formas mutantes, energía que se transforma y se traslada por los cuerpos distintos de la naturaleza. A veces, las ranas, otras los hombres. Por eso en ocasiones aparece un hombre llamado Kant buscando entre los pastos las pruebas de Dios, pasándose la vida con la espalda encorvada y los ojos de párpados entrecerrados, huyendo de la luz del sol para oscurecerse en la sombra sobre el suelo, acostumbrándose a la oscuridad para percibir mejor los destellos ocres de los cabellos que caen de la cabeza de Dios. 

      Sabe que el dios de nuestra invención está viejo y alicaído, que una calvicie hace largo tiempo prematura lo aqueja y lo hace sentirse iracundo, feo ante el espejo de las constelaciones, que no lo consuelan como a veces saben consolar a los hombres solitarios que pasean por las playas nocturnas, pensando en su finitud, regresando al sentimiento de humildad que disminuye la sensación de horror y humillación a la que toda experiencia nos lleva cada día, cada hora, cada minuto del día.

     No hay consuelo para Dios, y Kant lo sabe, pero busca pruebas como un detective, conversa con las ranas de su tiempo, que quizá son las mismas que yo escucho conversar en mi jardín, aunque no soy capaz de comunicarme con ellas. Me doy vuelta y veo la plácida y seria expresión de mi mujer, que sigue durmiendo, o haciéndose la dormida, porque sabe que yo pienso y la creo en esta habitación de esta casa que es mi mente. Y allá afuera, las ranas, como autores de un drama, de un folletín, de una novela televisiva que va cambiando día a día según los números de un rating medido por parámetros ya establecidos hace siglos por un dios que nunca supo lo que es la televisión, un dios que ha ido al teatro todos los días de su eterna vida hasta hacerse viejo entre los palcos y el polvo de los cortinados, escuchando cuchichear a los actores tras bambalinas, espiando el murmullo del público invisible de un teatro vacío pero siempre lleno de rumores.

      Y eso es lo que escucho desde mi cuarto, tras los vidrios empañados. El sonido me permite entrever, tras las brumas de la noche que ya se está retirando como un amante vencido, obsecuente, humillado y cobarde, las risas ocultas tras los abanicos, las sonrisas escondidas por palmas infantiles, los gestos de sorna, las manos alzadas en señal de conmiseración, los finales llamados a la cordura y la piedad. Veo los dedos señalándome, altos y apuntando como si de aquellas falanges fuera a salir un disparo como en los viejos dibujos animados de la Warner, un disparo a quemarropa, una bala no de utilería sino verdadera, y yo esperando levantarme otra vez a la escena siguiente, como todo personaje de ficción digno de llamarse tal, me veo sumido en la penumbra iluminada del suelo de mi casa, un amanecer.

     Los personajes de Dios no resucitan como los de Tex Avery. Los personajes de Dios no soportan los golpes, las caídas, los disparos, sin sufrir una pérdida irreparable. La pérdida no del cuerpo, sino de la endeble y pasajera existencia  en el pensamiento ajeno.

     Yo caigo, mi mundo muere.






3




¿Entonces cómo responder al llamamiento de las ranas, cuando ni siquiera sé si me están llamando? Lo más que siento es que hablan de mí como si yo fuese un papel a la deriva del viento de otoño, ya en camino del extenso letargo descendente hacia el suelo invernal, yacente pronto para ser pisoteado por las gotas del rocío nocturno, por la lluvia de la tarde, por la orina de los perros y los neumáticos de los autos. Indiferentes todos a mi mundo, llamados a execrarme como si de un reo se tratase, como de un cadáver vagabundo sobre las literas de la calle a la que da el desagüe de una fábrica deshechos.

       Mi casa huele a sahumerios, a comida recién hecha, a perfumes de baños y duchas, a jabones, a mierda otras tantas veces, a sudor, a sábanas sucias y a sábanas limpias. Huele a pasto, huele a muerte presentida, huele a dolor y a lágrimas. Huele a desmedro y humillación, huele a felicidad. 

      Por eso iré a matarlas. Quiero exterminarlas para que no jueguen con mi vida, para que dejen de juzgarme, para que abandonen sus papeles de dioses, de filósofos o de lo que sea que ellas se jacten. Yo soy mi propio dios, creador de la filosofía de mi vida. Quien crea mi felicidad y mi muerte. Mi cabeza se halla en la cima del mundo, en el centro del universo, en la generación espontánea de la energía que esclaviza y vitaliza todo a su alrededor. Soy el verdugo de mi esposa, del almacenero de la esquina, de mis hijos que me esperan a la vuelta de la esquina de mi vida, de los muertos que dejé abandonados en las calles de mi cerebro, de la madre que me ofreció la vida como quien ofrece un pedazo de su cuerpo, de mi padre a quien ofendí con la indiferencia y el olvido, más ofensivos que el escarnio y hasta el odio. 

     Yo, cazador de ranas, saldré al jardín de mi casa en pleno amanecer, descalzo, en ropa interior, con una pala, y comenzaré a aplastarlas, venciendo el asco que pudieran provocarme con sus cuerpos resbaladizos, con ese verde tan peculiar que las esconde entre la hierba, simulando que son lo que no son para sobrevivir. Utilizarán, lo sé, todos los recursos a su alcance: los saltos, la espuma por la boca, la orina que según los mitos infantiles deja ciego a quien sirve de objetivo. Pero nada más utilizarán, salvo, quizá, el pensamiento. Lo usarán para borrarme de la faz de la tierra, pero yo sé que el olvido llega con la indiferencia, y si ahora las ataco es para que el odio generado por el miedo y la ira se troque en permanente pensamiento. Así, yo existiré siempre, y mi mundo sobrevivirá.

      La alternativa inicial, matarlas, no deja de ser una tentativa atractiva. Sin ellas, los dioses dejarán de molestarme, y si muero con su pensamiento, esa muerte será sólo dentro de los parámetros de una filosofía que me niego a aceptar. Por eso, mi cerebro, más avanzado que el de ellas, creará su propio mundo, esparcirá la semilla de la creación a los cuatro vientos dentro de los contornos de mi casa-cerebro. Y sin embargo, les tengo miedo. Ellas hablan, ellas croan como crean mi devenir, la sinceridad de mis oídos es tan inclaudicable como la verdad de mis ojos. Las escucho murmurar ahora, las oigo decir entre labios húmedos que yo saldré con una pala para matarlas. Saben de mi plan, y me pregunto si yo lo habré develado con mi pensamiento, o habré hablado en voz alta. Se sabe que sus oídos son profundamente sensibles, que entienden el lenguaje humano, los gestos de los hombres, el olor, las vibraciones del placer o el miedo a través del aire que rodea sus pieles sensibles de reptiles.

     Dudo, pero debo salir para saber si ellas sobrevivirán. Dejarlas afuera  ya no es posible, porque pronto ya no me atreveré a salir, cuando el miedo a su juzgamiento sea tan grande que inhiba mi acción, aumente mi temor a límites tan enormes que me impidan levantarme de los cimientos de mis huesos y abrir los párpados al día luminoso de mi casa, donde el cuerpo de mi mujer yace como en el limbo del mundo, en los límites de lo posible. 

     Abro el ventanal que da al parque, siento en mi piel un escalofrío insoportable. Tiemblo y resisto, aguanto el temible croar anunciador de la muerte, y es como si el fin del mundo se avecinara de un momento a otro, como si más allá de la cerca que nos separa de la vereda no hubiese más que el helado y árido final del vacío, el silencio que trae el viento como un  silbido anunciador de profundidades.

     Y las ranas creciendo, no en tamaño sino en crueldad, en esa piedad llena de sarcasmo con que Dios se alimenta para continuar siendo el poderoso dios que siempre ha sido: la tristeza tras el velo de la melancolía, la lástima tras la misericordia, lo frío tras el fuego de un rescoldo, la nada tras la frágil cobertura del tiempo.














4




Salgo atravesando el ventanal, y es como si las manos de Dios aventaran el aire de por sí ya demasiado frío para ser soportado por hombre alguno. Manos ávidas por jugar con el aire para hacerlo viento huracanado que embista la frágil estructura humana, sus huesos, no sus casas ni edificios. Las construcciones resisten muchos siglos, el hombre no más que unos pocos años. Y el viento es su principal enemigo, un viento sin cerebro ni razonamientos, sin inquietudes ni sentimientos. Un instrumento de fuerzas mayores: el aire enviciado con el aliento de los muertos que resurgen de la tierra en cada jardín, cada plaza o metro cuadrado de una ciudad edificada sobre tumbas sin nombres.

     Y ellas, las ranas, cantan sobre la tierra removida, cantan su contento y su victoria entre recovecos formados por paredes de sonidos lúgubres, misteriosos, oscuros y sin nada más que el vacío como sustancia.

      Las enfrento con la pala en mis manos. Levanto los brazos y corro hacia ellas con un grito airado de venganza, de arrogante actitud sin dobles sentidos ni falsos compromisos, sólo el fin como meta, el fin de las ranas: sus espejismos reflejados en espejos: caras de caras sobre caras, como días sucesivos que dejan rasgos tenues y transparentes sobre las imágenes más nítidas de los días recientes, hasta que éstos también se van yendo, atrás en el tiempo, dejando un  residuo de figuras fantasmales que se superponen en imágenes bidimensionales. ¿Quién puede entenderlas, quién llegará a interpretarlas?, sólo aquel que reconstruya el tiempo con la paciencia e inteligencia de un ajedrecista pero con piezas de un rompecabezas.

       Piso con mis pies descalzos el pasto, no tan frío como creí. De algún modo es un consuelo reemplazar el helado y anestesiante frío de las baldosas por el más cálido temblor del pasto fresco. He visto a los perros dormir sobre el pasto en noches de pleno invierno, la tierra es cálida en lo más profundo, eso lo saben los muertos. Levanto la pala todo lo que puedo, con la vista fija en las ranas que me rodean, sintiendo a la vez sus cuerpos viscosos rozándome los pies. Dejo caer la pala sobre ellas, y sé que he matado a unas cuantas. Levanto la pala nuevamente y veo los cuerpos deshechos, rodeados de muchas otras ranas que saltan sobre sus hermanas muertas intentando escapar. Las persigo por todo el jardín, corro tras ellas dando golpes que repercuten sobre la tierra, y no sé si los vecinos me estarán mirando, y no sé lo que piensan. Pero ya nada me importa, porque he encontrado una razón que me domina, un movimiento que encuentro enervante y estimulante al mismo tiempo, algo que me hace vivir para poder vivir más adelante. 

      Sé que son mis enemigas, lo veo en sus cuerpos feos y groseros, en la fealdad que contradice todo sentido de natural belleza. Vocifero insultos mientras corro y aplasto dos, tres, cuatro ranas simultáneamente. Con el canto de la pala me detengo a veces a cortarlas en dos, y disfruto ver cómo ambas mitades persisten en un movimiento reflejo que lentamente va disminuyendo, y es en una de estas ocasiones cuando me doy cuenta que las restantes se han detenido para mirarme. Las veo con sus cuerpitos dirigidos a mí, quietas, señalándome con  algo que no son sus patas ni su boca, sino ese algo indefinido que he visto y oído en ellas desde dentro de mi casa.

      Entonces las veo dirigirse hacia allí, y atraviesan el ventanal.

      Mi mujer, pienso yo, está en peligro. Mi refugio está amenazado. Y cuando llego tras ellas, ya han invadido el cuarto, rodeado la cama, e intentan treparse por las paredes, pero no logran hacerlo.

     Yo grito y llamo a mi esposa dormida, yo canto un himno de horror y piedad. Un llanto que no es queja sino pesadumbre, íntima conmoción de reverberos inconsolables. Un poema que me llega de sitios ancestrales de las cuevas de mi mente enterrada en las fauces de un lobo muerto cuarenta siglos antes. 

      Desde allá lejos viene el grito, el llanto sin sonido porque es la suma de todos los gritos, y la suma da cero: es incapaz de engendrar.

      Corro pisando a las ranas, ya sin asco sino con odio. Me subo a la cama y abrazo a mi esposa, que sigue dormida o muerta. Siento cómo la cama ahora se mueve como sobre olas: es el mar de ranas que la desplaza en un movimiento de naufragio que no tiene principio ni fin.

      Somos los habitantes de una balsa sobre un inmenso mar de ranas croando, sonido de tormenta y truenos, sonido de olas encrespadas entrechocando.

      Y nosotros, último vestigio de una humanidad fenecida.




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