jueves, 19 de septiembre de 2024

La mujer de Casas







Algunos vecinos decían que Clara comenzó a frecuentar a mi tío Antonio poco después de saber que estaba enferma. Otros que lo hacía desde antes. Lo cierto es que ella, una noche de hace diez años, encontró al desvestirse una mancha roja y húmeda en su corpiño, y tuvo miedo.

     Recuerdo el día que regresó con Laura del hospital. Yo trabajaba en el negocio en ese entonces, y las vi entrar. Laura, alegre y despreocupada, con su cabello rubio, miraba con curiosidad el aspecto lívido de su madre. Clara en cambio, estaba pálida y muda, tanto que olvidó saludarme, dejó a su hija conmigo y se fue a la cocina. Se la veía muy blanca, con el pelo despeinado por el viento precoz de aquel otoño, y el tapado abierto dejando ver el vestido gris.
     Si le dijo algo a su esposo sobre la enfermedad, no lo sé. Es de suponer que así fue, porque Casas salió de la cocina dos horas después, y me dijo que iban a cerrar temprano.
     A la mañana siguiente vi a Clara detrás del mostrador, pálida aún de miedo, pero con una sonrisa que, aunque dibujada, era imborrable. 
     -Justo a vos, pobrecita- Intentaban consolarla las vecinas al enterarse, porque sabían de la dedicación que había puesto durante años en juntar dinero para las mujeres que llegaban a pedirle ayuda.
      Las enfermas venían de todas partes de la ciudad con sus senos tomados por el cáncer, y algunas ya mutiladas o sin esperanza. Los Casas se habían convertido en la familia más influyente de la zona, y  Clara tuvo la idea de recolectar plata para ayudarlas en su tratamiento. Organizaba ferias y quermeses, espectáculos y obras populares en la calle a beneficio de su pequeña fundación barrial.
     Desde aquel día, el matrimonio continuó trabajando sin demostrar inquietud. Él, con su delantal enharinado, se asomaba de vez en cuando por la puerta de la cocina para saludar a alguien. Ella seguía sonriendo beatíficamente, como cuando alguna de sus protegidas venía a quejarse de los dolores o a anunciarle su muerte. A Laura, sin embargo, nunca le dijeron nada, y a mí sólo me advirtieron:
     -Si Laurita te pregunta algo... -Murmuró Clara a mi oído.- Vos no sabés nada, ¿entendés?
     Entonces me limité a observar.
     Al mediodía vi a Laura parada en la vereda de enfrente. A esa hora salía de la escuela con su uniforme azul y los libros abrazados contra el pecho. Miraba con atención hacia la esquina, donde mi tío Antonio se veía inquieto, intentando tal vez mirar de lejos el interior del negocio. Después los dos entraron casi al mismo tiempo, pero él, siempre con su impecable traje negro, se adelantó para abrirle la puerta a Laura.
     -Gracias.- Dijo ella.
     “La estaba esperando, quería saber si mamá atendía hoy, estoy segura”,  me contó algunos días después, cuando su sospecha era ya casi una certeza.
     Cuando entraron, me sorprendió que Clara, de pronto, se diera vuelta para mirarse al espejo detrás de la máquina registradora. Se arregló el cabello y el vestido, y recién después saludó a mi tío.
     -Antonio, buenos días. ¿Cuándo abre la barbería ?
     -En un mes, Clarita.
     Eso me molestó, aquella confianza inesperada, obtenida quién sabía cuándo y de qué modo. También Laura lo escuchó, y enseguida debió pensar en su padre. Se quedó allí  parada, mirando abstraída los estantes con el pan recién horneado, pero con la mente dando vueltas alrededor de la figura de Casas.
     “Papá estaba tan cerca”, me dijo luego, “a pocos metros de su esposa, pero no la conocía realmente”.
     Desde aquella mañana las visitas de mi tío se hicieron más frecuentes. La gente del barrio comenzó a murmurar. Laura rehuía a las mujeres reunidas en la vereda, que la miraban siempre con una expresión de insoportable lástima.
     Mi tío Antonio era un hombre extraño. Yo casi no lo había visto en toda mi infancia, mientras él participaba en política y en sus reuniones de comité y viajes de campaña. Hasta que llegó a concejal cinco años antes, y  se hizo ya inaccesible. Rodeado de hombres altos y gordos, de trajes impecables y bigotes siempre sucios, llevaba bajo el brazo izquierdo su memorable revolver del año cuarenta y dos. Aquella reliquia que limpiaba todos los días, como a una joya cuya pérdida representara el extravío de su propia alma. Siempre decía que había matado a dos hombres con ella.
     -Quien me insulta no vive para contarlo.-Vociferaba en todos lados, en el comité, en el bar, en la calle o en la peluquería de damas, donde las mujeres reclamaban su presencia para escuchar las anécdotas y los chismes sobre las esposas de los políticos.
     En mi casa escuché que estaba empobrecido, después de perder su dinero en malas inversiones. Ahora, de regreso para abrir la barbería a dos cuadras del local de los Casas, pero nadie pudo decir de dónde había sacado el dinero. Tomó la costumbre de visitarnos antes de oscurecer, en una época en que las lluvias decrecieron y el frío se hizo más intenso. Laura lo veía llegar con su sobretodo negro y el mismo traje viejo.
     -Me van a enterrar con esta ropa.- Bromeaba al encontrarse con Casas, y luego se ponían a conversar.
     Laura concentraba su atención en percibir el más leve signo de agresividad, cualquier palabra, acto o gesto que fuese el germen de una discusión. Pero especialmente quería poner en evidencia la tensa expresión en la cara de su madre cuando los dos hombres se encontraban. Fue entonces cuando notó que la apariencia de Clara era diferente. Había adelgazado mucho y se quejaba de no tener hambre.
     Yo en cambio observaba a mi tío, a su  traje abultado bajo la axila por la masa metálica,  como un cáncer latente en el lado izquierdo. Aquella arma me intrigaba y le temía a la vez.

     Por varias semanas nada sucedió. Clara iba al médico todas las tardes, y a veces Laura la acompañaba sin entrar al consultorio.
     -Todo está bien, querida.-Le decía al salir, dejando atrás el aroma penetrante del hospital para tomar un helado antes de regresar a casa.
     Una tarde, sin embargo, Clara estaba más apurada que lo habitual al salir del consultorio. No había cerrado la puerta, y Laura vio la cara preocupada del médico.
     -Tu padre nos espera en el negocio.- Dijo Clara muy ansiosa, agarrándola de la mano sin detenerse ni hablar. Cuando regresaron, yo estaba de turno y les avisé que Casas había salido a encargar mercadería.
     -Quedáte entonces a ayudar a Oscar.- Le pidió a Laura. Tengo que preparar la cena antes que vuelva tu padre.
     Estaba nerviosa, y recogió su bolso con torpeza. “Hizo lo mismo en el hospital”,  me dijo Laura, “... tardó varios minutos en ordenar los papeles de la obra social, y enseguida escondió la receta del médico en la cartera.”
     Laura se quedó en el negocio pensando que algo muy malo estaba sucediendo. Frente a la registradora, jugaba con las teclas. Llegaron algunos clientes y los atendió distraída. Oscureció sobre la plaza y los niños la abandonaron pronto. Fue a encender las luces del frente, y vio a Antonio que cruzaba la calle. Él miró desde la vereda, buscando a Clara seguramente. Cuando se fue, Laura tuvo la certeza de que iba a verla. Se puso pálida, y su blancura aumentó al enfrentar el frío de la calle.
     -¡Salgo!- Me avisó, y se fue detrás de él.
     Debía estar pensando en su padre, en el hombre silencioso y a veces indiferente que era Casas la mayor parte del tiempo, y no dudó que su lealtad estaba con él. Las luces de mercurio ya habían sido encendidas. Antonio entró a la casa, ella lo hizo dos minutos después. Percibió el aroma a frituras de la cocina, vio el delantal rayado sobre la falda de su madre. Los brazos de mi tío rodeaban sus hombros.
     No me quiso contar lo que pasó más tarde. Laura estaba perturbada, su mente iba de un pensamiento a otro y estuvo distraída durante toda una semana. Faltaba a la escuela sin avisar y no quería dar explicaciones a nadie. Dejó de hablarle a su madre, y hasta se enojó conmigo.
     -Vos sos el sobrino, ayudáme a terminar con esto.
     -Mi tío no me agrada mucho, Laura, ¿pero qué vamos a hacer nosotros?- Sin embargo, supe al mirar sus ojos, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.

     El día en que se inauguró la barbería hubo música, comida y mucho de beber. La gente bailaba tangos al ritmo de un  viejo tocadiscos, las guirnaldas colgaban del techo y de los ventiladores. Un cartel de bienvenida estaba pegado con cintas al gran espejo de la pared principal. El local había sido remodelado completamente, y escuché cómo la gente murmuraba a espaldas de Antonio,  preguntándose cómo había obtenido el dinero.
      Fuimos todos esa noche: amigos y enemigos de mi tío, vecinos y contrincantes políticos. La familia Casas también estaba. Laura se había puesto un vestido de falda corta y el cabello suelto. Sonreía de una manera similar a su madre, a la expresión oscura e inaccesible que Clara tenía en ocasiones, cuando escondía algo. Habían pasado casi tres horas y algunos estaban ebrios y otros ya se iban a dormir.
     Entonces la puerta se abrió de pronto, y todos miramos a los policías que entraron empujando las mesas y derribando las botellas de sidra,  los vasos y los platos vacíos de copetines, que  estallaron sobre el piso. Las mujeres gritaban y algunos chicos escaparon.
     -Hay denuncias contra usted.-Dijo uno de los tipos.
     -Tengo todos los papeles en orden, señores.-Y Antonio desparramó sus documentos sobre la mesa sucia por los restos de tortas, con el aroma de la cerveza y la sidra envolviendo nuestras narices en un vaho nauseabundo.
     Enseguida se formaron dos grupos, uno alrededor de la mesa con los policías, mi tío y sus amigos; otro con el resto de los vecinos que cuchicheaban entre ellos, y las viejas que buscaban sillas para recuperarse del susto. Clara iba de un lado a otro del salón, arreglando las mesas con simulada pero nerviosa indiferencia. Laura la seguía con la mirada propia de una mujer vengativa, que contrastaba con su rostro de quinceañera. Se me ocurrió que tal vez había sido ella quien hizo la llamada anónima a la policía, que ya de mucho antes vigilaba a mi tío por sus antecedentes, esperando sólo una excusa para registrarlo. Pero ella jamás me lo confesó ni quiso reconocerlo.
     Escuché a mi lado la palabra “fraude”, apenas insinuada y murmurada por los labios silenciosos de la gente en aquel local lleno de humo, en medio del clima moribundo de una fiesta interrumpida. “Blanqueo”, dijeron otros. Dinero desviado, incontables sumas, definiciones y términos demasiado imprecisos para mi mente de adolescente.
     -¿Nombre de la sociedad?- Preguntó uno de los tipos.
     -Peluquería “El concejal”.
     -Socios...
     Mi tío no contestó.
     -Socios, señor, por favor.- Insistió.
     Antonio murmuró, casi deletreando, las únicas palabras necesarias.
     -Clara Palacios de Casas- Dijo, tan suavemente que no pudo escucharse más allá de unos centímetros de su boca. Pero el aire del cuarto lo anunció, condensándose como una figura de hielo entre las guirnaldas de la fiesta.
     -Esta señora tiene una fundación para minusválidas, ¿ no es cierto?
     -Sin fines de lucro.- Interrumpió una voz desde el grupo alejado, firme aunque no muy convencida.
     El inspector buscó el origen de aquella voz entre la gente, se sacó los lentes y exploró la tensión, la mirada ofuscada de todos los presentes. Entonces Clara dio un paso adelante. Algunos quisieron defenderla, pero los policías la separaron del grupo.
      Después de un rato en que interrogaron a ambos, el inspector se llevó a sus secretarios, y los policías se fueron. Todos nos quedamos en silencio. Casas permaneció en un rincón, absorto en sus pensamientos y destrozando un vaso de plástico entre sus manos, ahora aislado definitivamente de su mujer.
      Laura había pasado del estado de éxtasis vengativo al del trágico asombro, mientras observaba los movimientos indecisos de su madre en medio de aquella multitud acusadora. Porque la gente ya empezaba a irse sin saludarla, evitando la mirada casi implorante de la mujer de Casas. Entonces, cuando ya nadie la estaba mirando, Clara corrió hacia Antonio. Con toda la madura belleza que la había distinguido entre las demás mujeres del barrio, su cabello entrecano y la antes erguida espalda, se abalanzó sobre él y metió la mano entre su saco y la camisa. De inmediato oímos el disparo.
     Clara quedó inmóvil sobre el cuerpo de mi tío, que la retenía entre sus brazos. Vimos brotar la sangre lentamente, manchando el vestido como un papel secante. Y la mancha se hizo más amplia que la herida, pero no tan grande ni tan profunda como el dolor en los ojos de Laura.





Ilustración: Joseph Lorusso

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Max

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