domingo, 15 de septiembre de 2024

La invasión









Rosa y Gustavo estaban nerviosos, el guarda del tren ya había pasado tres veces mirándolos amenazante. De la bolsa de lona escondida bajo el asiento, salía un chillido agudo y estridente.

     -Falta poco.- Murmuró Gustavo mientras el tren abandonaba la última estación antes de La Plata. Un gorro tejido a mano le cubría las orejas, como si el frío matinal del campo le sobreviviese en el cuerpo. Tiritaba,  y el movimiento de la bolsa pasó a sus piernas para estremecerlo aún más.
     Con los brazos cruzados, Rosa se ajustó el abrigo sobre el pecho. Pero la mano derecha, siempre vendada desde que un animal la había mordido meses antes, comenzaba a dolerle con el frío, sin saber ya cómo protegerla. Una llaga constante se incrementaba con el tiempo, junto a la supuración transparente que la volvía loca con su olor penetrante.
     -Tus remedios ya no me sirven. Vamos a la ciudad a ver si me curan.-Le pidió ella muchas veces.
      Entonces debió resignarse a esa verdad, a que no podía o no sabía cómo detener la úlcera en la mano de Rosa. Él, que estudió tanto y curaba a sus vecinos en el pueblo, tuvo que aceptarlo, y decidieron mudarse a la ciudad. Llevaba en el bolsillo el contrato de alquiler para instalar una farmacia en los suburbios.
      Desde lejos vieron los hangares de la estación central, un enorme monumento de hierro que los deslumbró mientras entraban al andén. La gente comenzó a levantarse, a recoger las valijas y acercarse a las puertas. El repiqueteo del tren fue cesando, y el ruido de la muchedumbre crecía.
     -Debiste sedarlo más.- Protestó Rosa.
     -Cómo iba a saber que nos retrasaríamos tanto.- Dijo él, y agarró la bolsa que se agitaba incesantemente. Ya casi no había manera de disimular la presencia de la criatura. La gente los miraba mientras recorrían los pasillos del vagón. El tren se detuvo al fin, y a pesar del ruido de la estación, los gritos del animal sobresalieron, parecidos al jubiloso gemido del que despierta luego de un sueño de varias horas.
     Gustavo quiso abrir la bolsa.
     -Se va a ahogar con esta agitación.- Murmuró al oído de su mujer.
     -¿Estás loco?- Le dijo ella, reteniéndole la mano que estaba a punto de desatar el nudo.-Después, cuando hayamos llegado al negocio. - Pero él metió la mano en la bolsa para acariciar a la criatura y calmarla, mientras el animal jugaba con sus dedos mordiéndolos con suavidad.
     Al descender, el andén era una masa compacta de personas caminando con lentitud hacia los molinetes de salida, tan despacio que ambos comenzaron a sudar bajo los abrigos. Y la bestia, desesperada, terminó de deshacer el nudo y escapó de la bolsa.
     Él intentó detenerla agarrándola de la cola, pero oyó su chillido y la vio huir entre la gente, asombrada de aquel animal raro que pasaba fugazmente a su lado. Rosa se quedó quieta, sin saber qué hacer.
     -Dios santo.- Murmuró.-¿Y ahora cómo me van a curar?
     Traerla fue idea de ella, aunque él no quería. Rosa pensaba que si los médicos estudiaban al animal descubrirían qué gérmenes la infectaban. Gustavo, impotente para negarse, accedió. Le aplicó al animal varias dosis de sedantes, y lo puso en una bolsa con orificios. Sabía que la extraña criatura no iba a ser aceptada en el furgón para animales comunes.
      Al salir de la estación, se encontraron perdidos, y aguardaron a que se disipara un poco la multitud.
     -¿Vieron a un animal suelto?- Le preguntaban a la gente en la calle.
     -¿Un perro? Sí...
     -No, no, es como un conejo, pero con orejas cortas, pelo corto, es... - Y no sabían cómo describirlo.
     Decidieron ir al local y descansar. El negocio ya estaba armado, la farmacia que iban a atender ya estaba preparada para abrir. Durante una semana se turnaron para buscar por los baldíos y parques de los alrededores. Los vecinos le traían cachorros abandonados del mismo color de su criatura, pero los esposos Valverde los rechazaban con paciencia.
     Gustavo comenzó a ser conocido y respetado por sus recetas magistrales. Atendía las urgencias y los partos con más frecuencia que el médico del barrio.  Su mujer se quedaba encerrada en la habitación de atrás, sólo salía de vez en cuando a caminar cerca de la estación, con su mano vendada.
     -Me dieron medicamentos.- Dijo ella un día al volver del hospital.- Preguntaron qué animal me mordió. “Uno muy raro”, les contesté y me puse a llorar, porque voy a perder la mano, Gustavo, ellos me lo dijeron.

     Dos meses más tarde, Rosa comenzó a sufrir una fiebre persistente. Se pasaba todo el día en cama, y a la noche salía sudando a la calle para respirar aire fresco. El olor de su mano envolvía la cama y la casa. Gustavo le curaba la úlcera todas las mañanas, pero aquella mano ya no era sino una masa informe y casi líquida. Quitaba las larvas que se reproducían durante la noche, y las guardaba en un frasco con alcohol.
      Un tiempo después una vecina le dijo:
      -¿Sabe, Valverde? El otro día me encontré un bicho de lo más raro en mi jardín. Se estaba comiendo las plantas, y le di un palazo que lo dejé muerto ahí mismo.
     Anécdotas semejantes se esparcieron por toda la zona. Los vecinos hablaban sobre los extraños animales que aparecían a la madrugada en las calles y jardines. La noticia trascendió en la radio y la televisión local. Los diarios advirtieron sobre el peligro potencial de un grupo de bestias exóticas que salía de los desagües para alimentarse. Los periodistas hicieron entrevistas a la gente del barrio, y todos respondían relatando sus hazañas contra la invasión.
      -¿Estaba preñada?- Le preguntó Rosa una tarde, mientras escuchaban las noticias en la radio, desde la cama. -¿Por qué no me lo dijiste?
      -¿Acaso podíamos hacer otra cosa?
     Prestaron atención a las nuevas medidas contra la plaga. “El gobierno municipal recibirá apoyo para combatir...” Días después empezaron a escucharse tiros durante la noche, o frenadas de automóviles que en la mañana dejaban el cadáver de un animal aplastado contra el asfalto. Gustavo observaba cómo sus criaturas eran exterminadas, pero no podía permitirse emociones.
     Una vez, salió del negocio al oír el chirrido de uos frenos. Poca gente se acercó a mirar lo que ya había dejado de ser una sorpresa. Valverde reconoció el cuerpo de la criatura que había traído del campo, que tal vez volvía en busca su antiguo dueño, entre las laberínticas diagonales de la ciudad. Le acarició el pelaje suave, el hocico que tantas veces había rozado su rostro y sus manos. Puso luego una tela encima de ella, y levantándola se la llevó a la farmacia, hasta el laboratorio armado en el cuarto del fondo.
     Los antibióticos ya no eran eficaces, y Rosa empezó a padecer delirios constantes. Gustavo continuó atendiendo la farmacia con el pensamiento fijo en cómo salvar a sus criaturas. Se levantaba cada mañana con un poco más de desprecio por su mujer, sin poder evitarlo. Por culpa de ella habían llevado al animal hasta la ciudad, adonde no pertenecía, y la pobre bestia huyera asustada entre la multitud.
     En el hospital recomendaron la amputación de la mano de Rosa. Era la única forma de salvarle la vida, dijeron los médicos. Pero Gustavo se negó y no volvieron.

     Una semana más tarde, el aire de la casa comenzó a cambiar. Había desaparecido aquel olor a carne descompuesta, el empalagoso y repulsivo olor naciendo de la mano infecta. Ahora lo reemplazaba un aroma a almendras.
      La gente iba a visitarla más seguido y sintieron aquel nuevo perfume como un síntoma clave de mejoría. Lo felicitaban por haber logrado aquella cura, y cuando se iban, Gustavo volvía a abrir las puertas del armario que ocultaban los frascos de cianuro sobre los estantes, disimulados con la forma de las ampollas de antibióticos. Al quedarse solo con Rosa, vertía parte del contenido en un vaso con agua, en la comida, en el té que ella tomaba todas las noches. Una gota apenas, pero suficiente para que el aliento de su mujer cambiara de una febril putrefacción a la renovada frescura de una fruta. Ella ya no se quejaba y las noches fueron menos dolorosas.
     Los camiones de fumigación recorrían las calles del barrio dos veces por día, repartiendo un humo blanco y sin olor, imperceptible al olfato humano pero mortal para la plaga. Las criaturas entonces salían de los escondites.
     Las calles tuvieron que ser cerradas por una hora cada mañana para retirar los cuerpos. Gustavo se quedaba parado en la esquina, observando cómo las palas mecánicas arrastraban los cadáveres blancos bajo el cielo nublado del invierno. La constante y lastimosa llovizna no lo perturbaba. Ya no sentía frío como antes, se estaba acostumbrando al clima de la ciudad.
     Una mañana se levantó antes del amanecer, mientras ella aún dormía. Abrió la farmacia, y fue a contemplar el retiro matutino de los cuerpos. Pensando en Rosa, resolvió entrar para despertarla. La llamó desde el local, asomándose al pasillo que conducía a su cuarto, pero ella no le contestó. En la habitación, la halló aún acostada, pero inmóvil para siempre, con la mano enferma reposando sobre la cama. Ahogó un suspiro. Después cubrió el cuerpo con una sábana y envolvió la mano con varios paños.
       Luego de cargarla hasta el laboratorio, la sumergió en la pileta de formol. El cadáver de la bestia recogida en la calle días atrás se hundió, volviendo a ascender junto al cuerpo de Rosa. Ambos quedaron flotando boca abajo.
     Al mediodía, una montaña de animales apareció en la esquina, lista para ser removida por las topadoras, expuestas a la inclemencia de la lluvia y el frío. Valverde fue a mirar y se quedó un largo rato reprimiendo el deseo de extender sus manos hacia el montón de cadáveres, como si quisiera rescatarlos a todos. Pero las escondió en los bolsillos al escuchar que alguien le hablaba.
     -Se está mojando.- Le dijo una vecina, que se había acercado a mirar junto a él.
     -No importa.- Contestó.
     -¿Y su mujer, cómo está hoy?
     -Se fue de viaje esta mañana.-Dijo sin abandonar su mirada absorta en la calle.-Regresó al campo, ¿sabe? Ella no puede vivir sin sus animales.






Ilustración: Camile Bofill


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