viernes, 27 de septiembre de 2024

Mara en la plaza






Mara abre la ventanilla. Ve correr a su hijo detrás del micro durante tres cuadras, casi al mismo ritmo porque el tráfico del centro y los semáforos demoran la salida de la ciudad.

     Está fumando, nerviosa. La mujer a su lado la observa con una mirada escrutadora. Ella se da vuelta para evitarla. Ve de nuevo al niño, que ahora se va rezagando en el camino. Por fin ha quedado atrás, y Mara se siente aliviada.
     Los problemas la persiguen siempre, piensa, mientras más rápido escapa la buscan hasta alcanzarla. Así había pasado cuando conoció a Nicolás. Un día supo que estaba embarazada, y no deseaba eso, aborrecía el hecho de verse atada a alguien por el resto de su vida. A su novio iba a dejarlo pronto. El problema era el bebé, y todos se habían enterado. Su familia había comenzado a vigilarla día y noche, mientras ella seguía pensando, sin decidirse, qué hacer.
     -Conozco a un médico…-le había dicho una amiga.-Si no te apurás, va a ser muy tarde.-Y Mara fue a verlo.
     Cuando llegó a esa casa en las afueras de la ciudad, tuvo miedo. Era una casita baja, con tejas sobre el alero cubriendo la puerta de madera despintada, con un jardín repleto de cosas viejas.
     El médico abrió la puerta.
     -Vos sos Mara, ¿no es cierto? Me dieron tu mensaje. Pasá.
     Tenía barba, el pelo un poco largo y sus manos-Dios mío, pensó ella al verlas-tenían pequeñas manchas de sangre seca.
     Dos chicas más esperaban en una salita. Se sentó junto a ellas, pero ni siquiera la miraron. El techo tenía goteras en las esquinas, de las paredes colgaban fotos de paisajes, ya amarillentas y rasgadas. En el aire había un olor a medicinas, alcohol y fermentos. El aroma de la sangre, Mara lo sabía. Aunque si escapaba ahora, su futuro no iba a ser mejor. De esa forma intentó consolarse, juntando fuerzas para quedarse junto a las otras pobres tontas que habían cometido el mismo error. Por lo menos no estaba sola.
     El hombre apareció de nuevo desde la habitación del fondo acompañando a otra chica, que salía con las manos sobre el bajo vientre y una expresión de dolor en los ojos. Después entró la siguiente.
     Mara esperó casi dos horas, y no recordaría después cómo había podido soportar todo ese tiempo. En una ocasión se levantó y fue hasta la puerta, intentó abrirla pero estaba cerrada con llave. Oyó un gritito suave que venía del cuarto.
     Podré aguantarlo, se dijo, soy más valiente que las otras.
     Entonces le tocó entrar a ella. La habitación era simple. Una camilla alta, como la del ginecólogo de su madre, pero vieja, con hierros oxidados y tornillos flojos. Se acostó y abrió las piernas.
     -Va ser un poco más doloroso para vos, ya tenés casi dos meses, pero no te preocupés-le decía el médico mientras colocaba sus manos desnudas sobre ella.
     Sintió el frío del instrumental. Un frío que le llegó a los huesos, brutal, rápido. Después, un leve desvanecimiento que le alivió el dolor. Fue ésa la primera vez que tuvo aquel sueño que ya no la abandonaría. Veía una calesita dando vueltas muy lentamente, como si le costara arrancar, en medio de una plaza vacía y envuelta por la bruma.
     Cuando despertó, la cara oscura del hombre estaba junto a ella.
     -Ya está- le dijo.
     Mara se levantó con su ayuda, y un torrente de sangre pareció caerle de pronto desde la cabeza hasta los pies. Pero ella estaba seca. Se puso los pantalones y salió. Sus manos rozaron los dedos de él al darle el dinero. Había tocado muchos objetos en esa casa, pero aquellos dedos fueron lo único que le produjeron náuseas.
     
     Mara se revisa las manos. La derecha sostiene el cigarrillo casi apagado, la otra está cubierta por un guante de lana. Pasaron casi seis años, piensa, mientras mira por la ventanilla las casas pobres al costado de la ruta. Sitios parecidos al que ella había ido para deshacerse de su hijo.
     Y dos horas después de haber abandonado esa casa, se había acostado en su habitación.
     -No estoy bien, mamá-dijo al regresar. Pero no quiso que nadie entrara a verla, ni siquiera José, que había vuelto varias veces durante la tarde preguntando por ella.
     El calor la sofocaba. Si levantaba un poco la cabeza, el vértigo la hundía en el abismo abierto junto a la cama. Se miró las manos pálidas, sin sangre casi, y de pronto descubrió que su cuerpo estaba deforme, hinchado como a punto de estallar. Se estaba muriendo, lo sabía, y gritó.
     Tuvo que quedarse tres semanas en el hospital, en medio de la fiebre que no quería ceder y soportando inyecciones todos los días. A su alrededor pasaban sombras, escuchaba los cuchicheos de su familia comentando que la policía había hecho preguntas. Mara recordó en sueños el discurso del ministro Farías por televisión condenando los abortos. Pero ella estaba libre de todo eso ahora, lo presentía, porque algo continuaba creciendo dentro de ella. Esa misma pesadilla, la de la calesita que daba vueltas y vueltas hasta marearla, entre la bruma de la plaza dispersándose de a poco. Nadie habitaba, sin embargo, aquel sitio de su sueño.
     Nicolás estaba a su lado en la habitación, agarrándola de la mano mientras ella, dormida, tarareaba la melodía de la calesita. 
     -Andate, no quiero verte, vos tenés la culpa-le dijo al despertar. Pero él no se fue.
     Cuando la llevaron a casa, vio un pasacalle justo frente a la puerta. Ellos tenían todo preparado. La boda iba a ser un mes después, y había que darle un apellido al niño, que después de todo había logrado sobrevivir.

     -¿Se siente bien?-le pregunta la mujer de al lado.-Está tan distraída que se va a olvidar de bajarse en su pueblo.
     -No se preocupe- contesta.
     El chofer anuncia la llegada a Junín. Mara agarra su valija y desciende sobre el barro de la estación de ómnibus. El sol ya ha salido después de la lluvia nocturna.
     Recuerda a Javier corriendo detrás del micro. Basta, se dice, ahora soy libre. El chico la había atado fuertemente, al fin de cuentas, y por eso lo detesta. Y él también a ella, había podido verlo cientos de veces en esos ojos pequeños y oscuros como los del padre. Cada vez que la abrazaba, era como si le pusiera cadenas alrededor del cuello.
     La ciudad parece tranquila. Pocos autos, edificios bajos en veredas amplias. A lo lejos se escucha el repiqueteo del tren; el aroma del campo cercano, poblado de eucaliptos, le produce un delicioso ardor en la nariz.
     Respira profundo y se dispone a buscar la peluquería que va a contratarla.
     -¿Conoce este lugar?- pregunta a alguien en la calle, mostrando el papel con la dirección. Una anciana le indica el sitio. La voz de la mujer se le pega a los oídos como una promesa de bienestar incondicional. Se siente otra, una desconocida sin ataduras ni pasado, en medio de esa tarde dormida. El sol cae sobre los almacenes y la plaza. Mara oye un tintineo, igual que en sus sueños.
     Sabe ahora que en la plaza cercana hay una calesita, y debe evitarla. En los últimos cuatro años el sueño la había preocupado. La calesita había adquirido detalles cada vez más perfectos. Las figuras de los caballos e hipocampos con su propia y peculiar distinción de formas y colores, subiendo y bajando al ritmo de la música tintineante, desentonada, dando vueltas en el vacío. Pero nunca hubo niños en la calesita de sus pesadillas.
     Por eso jamás quiso llevar a Javier al parque de diversiones.
     -¡No!- le decía, y terminaba la discusión con una bofetada en la mejilla del chico. Él no lloraba. En el rostro enrojecido por el golpe, parecía crecer un odio que a ella le aliviaba la vieja culpa.
    
     Mala suerte, piensa. La peluquería está frente a la plaza. La música entra con ella al abrir la puerta.
     -Buen día- saluda.- Hablé con usted desde Buenos Aires.
     -Sí, me acuerdo- contesta el dueño con tono levemente afeminado.- Sentate, en un ratito hablamos.- Y sigue atendiendo a una clienta.
     El sitio es lindo, piensa ella. Mira los espejos, las plantas artificiales y los objetos de tocador en los estantes. Voy a ser feliz acá por un tiempo, si no me canso antes, insiste en convencerse. Mira de soslayo hacia la calle, a la plaza que esconde, entre bancos y árboles, el objeto del sueño.
     -A mis clientas les gustan las chicas rubias y bien peinadas- le dice su jefe un rato después.-Así que te voy a teñir un poco, si me permitís.
     -No hay problema, me gusta cambiar.
     Al día siguiente se para en la puerta de la peluquería, con su nuevo color en el cabello lacio, recogido en una trenza sobre el hombro derecho, y un delantal blanco con el rótulo de “Coiffeur”. Se siente contenta, y como es de mañana ni siquiera recuerda que existe una calesita en la plaza. Los niños van a la escuela, pero no les hace caso al verlos caminar por la vereda. Intencionalmente evita mirarlos.
     A Javier lo llevaba el padre al jardín de infantes, pero ella una vez tuvo que ir a buscarlo. El bullicio de los niños y las madres la mareaba. No podía evitarlo, era su cuerpo el que rechazaba esas cosas. Aquel día tomó a Javier de la mano y se lo llevó bruscamente, para salir lo más pronto posible de la escuela. Odiaba las miradas descalificadoras de las otras madres.
     Ahora, sin embargo, mujeres como aquellas- esas madres perfectas-dejan a los chicos en la plaza y entran a peinarse. Ella debe atenderlas sin recelos, escuchar sus conversaciones sobre pañales y problemas escolares sin inmutarse.
     -¿Tenés chicos?- le preguntan, y se siente amenazada. Pero una vieja la salva de contestar.
     -¡Qué va a tener, si es una nena todavía!-Mara sonríe angelicalmente, como si sus pensamientos nunca hubiesen existido.
     Escuchándolas hora tras hora, viendo sus ojos alegres en medio de la desilusión cotidiana, siente que la culpan. Lo saben, estoy segura. Las mujeres lo adivinamos todo sobre las demás. Le dan ganas de cortarles el pelo hasta la raíz, estropearles la cabeza por un tiempo a esas engreídas, pero se contiene. Tonterías como ésa fueron las que tantos problemas le han causado.
     Al abrirse la puerta, oye la música de la calesita.
     -¡Mamá, dame plata!- gritan los chicos, mientras entran corriendo al salón. Las mujeres buscan monedas en sus carteras y se ríen.
     -No gasten en golosinas-les gritan cuando ellos salen.
     Dejan la puerta abierta. La música sigue haciendo doler los oídos de Mara. Ella recuerda su sueño. Intenta imaginar una calesita llena de niños. Tal vez así formada, completa, la imagen llegaría a desaparecer. Pero no puede. Se da vuelta para mirar afuera.
     El mediodía ya ha pasado. El sol de la tarde brilla espléndido. Sigue con la mirada las carreras de los niños que cruzan la calle hasta más allá de los arbustos. Ve únicamente el techo de la calesita. Sabe que esa tarde irá a la plaza.

     A las siete y media se despide y deja la peluquería. Cruza la calle. Las luces de los faroles se han encendido, iluminando los juegos y los carritos de golosinas. La gente pasea con sus hijos y camina bajo las guirnaldas de papel crepé. La música suena estridente desde los altoparlantes. Los vendedores ambulantes gritan sus ofertas.
     Mara se sienta en un banco, sobresaltada por su valentía, asombrada quizá de no sentir las típicas náuseas. La calesita arranca. Está llena de niños alegres corriendo encima y alrededor de la casi eterna rueda giratoria. Todos ansiosos por robar la sortija al hombre que la sujeta como un tesoro invalorable en manos débiles.
     La luz de la tarde ya ha dejado paso a la luminosidad artificial y centelleante de la calesita. Es ésta la que parece dar sentido a la plaza. El centro sobre el que rigen sus vidas los niños y sus madres, los abuelos con las manos detrás de la espalda, los padres saludando a sus hijos, los vendedores y los cuidadores de la plaza. Todo confluye en esa música envolvente que balancea el alma de los habitantes como un vals.
     Ve a una mujer cargando a un niño con un brazo y las bolsas del almacén con el otro, aparentemente cansada pero con una expresión de inefable satisfacción. Detesto esa suficiencia, piensa Mara. Ojalá se le borrara de pronto esa sonrisa.
     Mara tararea, y se queda dormida sobre el banco. Ha sido un día cansador, el primero en su trabajo. La calesita gira sin detenerse, sin embargo esta vez hay niños. El tiempo pasa, las vueltas siguen, y ella se hunde más profundamente.
     Un niño agarra la sortija, pero se escapa de sus manos y rueda por el suelo hasta debajo de la plataforma. El chico asoma el cuerpo y estira el brazo para recogerla.
    -¡No!- grita la mujer con las bolsas, que se rompen al dejarlas caer. Otras mujeres también gritan y van hacia ella.
     El niño ha puesto su brazo bajo la rueda, entre el piso de cemento y el hierro. La fuerza de una cadena, quizá una soga atrapada en el mecanismo interno lo arrastra hacia su centro. Al corazón de la máquina que nadie más que algunos hombres de rostros engrasados conocen a fondo. Son ellos los que ahora corren, los que gritan.
     -¡Paren la máquina!
     Los padres se les unen, algunas mujeres se quedan quietas y estallan en llantos. La calesita sigue girando.
     -¡Se trabó, el cuerpo se metió entre los rieles!- dicen los mecánicos.
     La madre del niño ha escuchado.
     La calesita se estremece un poco en su estructura. Luego vence el obstáculo, se oye el crujir de la madera, de los huesos, y un grito apagado.
     La música tampoco se detiene. Es el fondo musical de la pesadilla de Mara.
     La calesita sigue girando con los niños encima. Algunos saltan, y al caer, el impulso y la inercia de los giros los hace rodar hacia el mismo hueco por el que el otro ha desaparecido. La calesita da bruscos saltos, descarrila y se incrusta en el suelo.
     Mara despierta. Pero se pregunta si ha despertado en realidad, porque todo sigue igual. La máquina inclinada y los niños yaciendo inmóviles alrededor. Las madres que corren y pasan de largo junto a ella, sin mirarla. Las madres que levantan los cuerpos y lloran.






Ilustración: John Dunivant


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