domingo, 22 de septiembre de 2024

La camioneta









Santiago Chávez vio al niño en la siguiente esquina, justo al borde de la vereda, donde un buzón abandonado le hacía sombra. También pudo ver los destellos de la bicicleta bajo la luz soñolienta del mediodía. Por eso sacó el pie del acelerador, pero ya estaba a mitad de cuadra y el freno no respondió.

     No tuvo miedo al principio. Había hecho arreglar el freno apenas una semana antes. Sin embargo, y aunque lo apretó hasta el fondo, la camioneta no le obedecía. Hizo los cambios inútilmente, puso segunda e intentó apagar el motor. El freno de mano tampoco funcionaba. La bocina se había vuelto muda.
     El chico, de seis o siete años, estaba ahora en la mitad de la calle, cruzando en su bicicleta con una lentitud exasperante, mientras miraba a los otros niños en la plaza.
     Santiago ya se veía frente a él, a menos de cinco metros de distancia, y de pronto el volante cedió a su fuerza girando a la izquierda. La bocina comenzó a sonar y las luces se encendieron. El niño se dio vuelta asustado, y al perder el equilibrio cayó sobre el asfalto.
      La camioneta se detuvo justo allí, algo oblicua sobre la cuneta, con las ruedas en el sitio exacto donde el chico había estado unos segundos antes. Santiago se secó el sudor que le corría por el rostro enrojecido.
     -¡Mirá por donde vas, fijate un poco al cruzar...!- Dijo, bajando y acercándose.
     Pero el niño lloraba, con el cabello despeinado y el pantalón roto. Quiso llorar él también, y sin embargo gritó.
     -¡Pará un poco te digo! Casi te mato, ¿te das cuenta? ¿Dónde están tus viejos?- Y con la mirada buscaba el negocio de los Casas.
     La gente de la plaza comenzó a acercarse. Santiago levantó al niño entre sus brazos, que con asombro señalaba hacia la camioneta. Los cajones de frutas y verduras se habían volcado, esparcidos por toda la calle. Un olor a manzanas y uva aplastada invadió el aire enmohecido de esa esquina. La camioneta, extrañamente, encendió las luces dos o tres veces, sola, como si parpadeara.
     Laura apareció y le dijo: “Sí, sí, lo vi desde el negocio, Santiago, él fue el que cruzó mal.”
     -Disculpáme, por favor, no está lastimado, y la bicicleta no se rompió. Ni siquiera alcancé a tocarlo. Por favor, perdoname.
     Ella lo escuchaba pero sólo quería irse a casa con su hijo. Los acompañó hasta la puerta llevando la bicicleta.
     -El freno no me respondió, ¿sabés?, y eso que lo arreglé hace poco. La camioneta ya es vieja.
     Era mala suerte o tal vez peor aún, pensó, que esto sucediera justo un mes después de comprarla. Estuvo abandonada cinco años en aquel baldío al lado del taller mecánico de Aníbal. Expuesta al paso inclemente del tiempo, a los golpes y abusos de los chicos que jugaban a la pelota en el terreno. Santiago no sabía cuántas veces la había visto allí al salir de la escuela, aquella camioneta Dodge relegada al olvido voluntario de su dueño, o castigada quizá. Cada vez que entró al taller para preguntarle si se la vendía, se negaba.
     -No, pibe, ¿cuántos años tenés, quince, dieciséis? Esperá a comprarte una nueva.
     Algunas tardes Santiago se sacaba el uniforme de la escuela, y en magas de camisa se ponía a ayudarlo. Entonces aprovechaba para convencerlo, pero Aníbal seguía trabajando sin prestarle atención. De vez en cuando echaba una mirada al fondo del taller, donde yacía la figura raquítica y torcida de su hijo de nueve años.
     Escondido en la sombra en su silla de ruedas, al lado de la mesa de herramientas, el niño tenía la mirada perdida, absolutamente extraviada para siempre, sobre el fondo negro de la fosa. No quería apartarse de ahí. Si alguien separaba la silla de ese lugar antes de la hora de comer, se ponía a gritar hasta que todos en la cuadra lo escuchaban. A veces, los clientes se iban asustados, sin saber qué decir. Aníbal entonces se quedaba con él, ahogando los gritos contra su pecho, sosteniendo lo mejor posible los brazos y piernas deformes, con la ropa sudada y sucia del vómito incontrolable de su hijo. Después salía a la vereda casi agotado, secándose la cara con un trapo sucio, y mirando a la camioneta estacionada.

     Santiago siguió pasando por el mismo lugar durante los siguientes años. Los chicos jugaban allí y de vez en cuando algún vidrio se rompía, pero nadie robó nada. Ni un neumático, un farol o un accesorio. Ella, la camioneta, sabía defenderse. Hasta se dijo que cuando los albañiles del edificio de la otra cuadra llevaban a alguna mujer, las luces se encendían de repente iluminando todo el baldío. Para él esas eran tonterías, rumores a los que ya no iba a hacerles caso: había llegado el tiempo de terminar el secundario, y supo que su novia estaba embarazada.
     -Una verdulería, eso es lo que vamos a hacer. Le pido a mi viejo guita para alquilar el almacén de Costa.- Dijo decidido.- Pero necesito la camioneta de Aníbal para traer la mercadería.
     De esta forma iba a recordarlo casi seis meses después, como una sucesión ininterrumpida, ordenada y lógica de hechos comunes. Por lo menos hasta esa vez en que saliendo del mercado con la camioneta repleta de sandías, se encontró de nuevo con los destellos inconfundibles de una bicicleta reluciente.  
     Aún estaba lejos, a más de cien metros. Podía asegurar sin embargo que un chico de cabello largo y enrulado daba vueltas alrededor de un árbol.
     “Seis meses, por Dios, tantos chicos vi desde entonces, por qué tiene que pasarme de vuelta”, pensó en voz alta, sin saber la razón de estarle hablando a la camioneta. “Portate bien, y no vas a sentir nunca más el frío ni te voy a abandonar.”
     No desaceleró, confiado en ella. Con la mano derecha acariciaba el asiento contiguo como si una mujer estuviese ahí presente. Algunos ya lo habían visto hacerlo, y también hablar solo mientras cargaba los cajones.
     -¿Qué te pasa, pibe?- Le decían con una palmada en el hombro.
     -Nada, qué va a pasar.- Y parecía que realmente Santiago no se daba cuenta de lo que hacía.
     A cincuenta metros la bicicleta bajó de la vereda llevando al niño de pelo enrulado hacia el abismo adoquinado de la calle. Entonces Santiago apretó el freno y nada sucedió. Luego el freno de mano, que tampoco respondió. Los cambios, el motor, el volante, ninguno obedecía. La bocina funcionaba, pero dando gritos semejantes al de una mujer enloquecida de dolor. El chico empezó a pedalear con todas las fuerzas de sus piernas cortas.
      La camioneta, incontrolable, directa en su objetivo, iba hacia el niño. Santiago lloraba.
     -¡Maldita máquina, maldita seas, no me arruinés la vida! ¡Te dije que iba a protegerte! - Y con la mano libre golpeaba el tablero. La aguja del velocímetro se movió con la sacudida, y era como si ella respondiese. Esta vez el paragolpes logró derribar a la bicicleta. La máquina se había detenido justo a tiempo, arrepentida, pero el cuerpo del niño saltó despedido hacia delante, sin piedad.
     Santiago gemía con los dientes apretados, golpeándose la cabeza contra el volante.
      -¡Dios, santo Dios!
     La bicicleta seguía aplastada bajo las ruedas, y a más de diez metros estaba el chico, que rengueaba y huía asustado a su casa. La gente, asomada a las ventanas, lo observaba como si fuese algo más que un hombre de veinte años, parado al lado de una camioneta vieja, con las sandías destrozadas a su alrededor, tiñendo la calle de un color rojo sangre. Era un hombre que ahora lloraba y tenía la barba humedecida y pegoteada. Tal vez le tuvieran miedo, porque en cuanto lo vieron sacar la bicicleta de abajo del vehículo, con esa brusquedad y el inexplicable diálogo que tenía con alguien inexistente, todos cerraron las puertas y se escondieron. Entonces se quedó solo a la una de la tarde, en medio de la calle muerta durante la hora de la siesta. Una brisa leve sacudía las ramas de los árboles. Levantó la bicicleta aplastada y retorcida, y la puso en la cajuela. La camioneta arrancó sin estridencias, tranquila, se diría que casi satisfecha.
     Una sensación parecida a la que él tuvo el día que entró al taller de Aníbal, decidido a comprársela. Se había puesto la camisa limpia y una corbata nueva para cerrar el trato. La plata para el adelanto abultaba el bolsillo de su pantalón. Con la mano que nunca pudo cerrar bien por esa cicatriz que tenía desde niño, tocaba los billetes a cada instante para asegurarse de no haberlos perdido.
     -Dále, realmente la necesito. El bebé se viene en dos meses y todavía no tengo con qué traer la mercadería al negocio.
     -Conseguite otro auto.
     -Pero la Dodge es ideal, y además no me alcanza la guita para alguno más nuevo.
     Aníbal estaba apoyado con los brazos extendidos sobre un motor, y una pinza se le cayó de las manos.
     -¡La puta! Mirá lo que me hacés hacer, me hablás y hablás. Te voy a mostrar de una buena vez.  
     Lo agarró del brazo para llevarlo hasta donde estaba su hijo.
     -Miralo.¿Ves? Esto es lo que ella le hizo.
     El niño torcido seguía mirando el fondo de la fosa. Después salieron a la calle, entraron al baldío, y abrió la puerta de la camioneta abandonada.
     -¿Ves esa mancha en el asiento? Es su sangre. Después del accidente dejé la bicicleta en el suelo y lo cargué en la camioneta, para ir al hospital, pero la maldita se detuvo en una esquina y no quiso arrancar más. Él perdió tanta sangre, que cuando llegamos ya no se pudo hacer nada. Media hora, viejo. Media hora estuvimos parados acá con el nene en mis brazos, desangrándose. Y esta puta máquina que se negó a arrancar...
     Pero Santiago recién hizo el trato al día siguiente, cuando Aníbal lo llamó.
     -Después de que te fuiste ayer, volví a entrar y encontré a mi pibe al borde de la fosa. ¿Te lo imaginás? Se había bajado de la silla, y se arrastró hasta ahí. Lo levanté otra vez, es liviano como una pluma. Entonces pensé: “Se quiere morir, no puede hablarme pero sabe lo que le pasa, y se quiere morir.”
     Esa noche Santiago le entregó el dinero que tenía para el primer pago, pero Aníbal nunca volvió a reclamarle el resto. Al mes siguiente, y luego al otro y así siempre, se hizo el desentendido y no aceptó que le pagara.

     Cuatro años más tarde, la mujer de Santiago recordó la oferta que le habían hecho por la camioneta.
     -No sé.- Dijo él.- La Dodge siempre funcionó al pelo en todo este tiempo.- Y bajó la voz, como si temiera que alguien más escuchara lo que iba a decir.- A lo mejor me convencen de venderla, al fin de cuenta.
     Fue hasta el garaje de la casa, donde la camioneta estaba protegida del frío de las noches de aquel invierno crudo. Los domingos la lavaba y la hacía relucir con lustres y aerosoles. Sabía que ya era la única forma de mantenerla tranquila, satisfecha, conforme. Como si él fuese un servil ayudante temeroso de la furia de su dueña.
     Al subir notó por primera vez en mucho tiempo, la mancha roja en el asiento. Estaba seca y oscura como siempre, penetrada en el cuero, pero esta vez parecía distinta, un poco más brillante. Ya desde antes de prender el motor percibió también la intranquilidad que dominaba a la camioneta. Los limpiaparabrisas funcionaron solos, y las agujas del tablero se movieron con nerviosa intermitencia.
     -¿Qué pasa? Calma.¿Acaso te hace falta algo más?
     La máquina se encendió sin permiso, furiosa y reluciente en su renovado aspecto de maliciosa ironía.
     -Está bien, basta, no voy a venderte, ¿me creés? Tenés que creerme.
     Desde la casa, su esposa lo miraba hablar solo, y con un suspiro de irremediable lamento, soltó al hijo que cargaba en brazos. El niño se escapó de su lado, y cruzando el umbral de la puerta de calle, se subió a la bicicleta para seguir a su padre.
     -¡Papá, papá!- Llamaba con voz aguda.
     Santiago no alcanzó a escucharlo; el motor estaba en marcha y las ventanillas cerradas. Cuando vio la sombra, esa pequeña sombra de brazos agitados, fue demasiado tarde para detenerla. Ella, la máquina, se lanzó contra el niño con una furia inapelable. El cuerpo desapareció bajo la camioneta, y gritos desconocidos comenzaron a escucharse desde todos lados.
     Se bajó a buscar bajo el vehículo, tirando de las manos de su hijo. Al levantarlo, el cuerpo parecía quebrado en dos, inerte, inútilmente vestido con su guardapolvos de cuadros azules del jardín de infantes. No sabía cómo ni qué estaba haciendo con exactitud. Sólo veía que su mujer se le colgaba del brazo, gritando. Subió a la camioneta y puso al niño en el asiento de al lado, sobre la rediviva mancha de sangre. Cerró la puerta sin hacer caso a los ruegos de su esposa. Pensó en el hospital, en el médico más cercano.
     Pero, esta vez, el motor no quiso encenderse.





No hay comentarios:

Los dirigibles

Me quedé parado un largo rato mirando la flota de dirigibles. Cubrían el cielo hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar, viajando a ...