martes, 1 de octubre de 2024

Lección IX de Historia Argentina (José Manuel Estrada)

 






Para explicar con claridad la serie de dramáticos acontecimientos que hemos de traer á la memoria, los resplandores de gloria anublados por fanáticas preocupaciones y las mil alternativas de una revolución, cuyo vuelo intermitente podría de lo contrario sorprendernos,-considero indispensable determinar los rasgos de la fisonomía social, resumiendo indicaciones anteriores, observando las exterioridades de la vida urbana y analizando por fin la índole de las costumbres en la época inmediatamente anterior á la que vamos á estudiar. Las cuestiones históricas no pueden ser resueltas en virtud de un a priori abstracto ó de una noción metafísica. Hegel ha pasado. Hay una fuerza libre que estudiar en sus aptitudes especiales y en su desarrollo actual, si se quiere entender el extenso drama de la historia. La libertad frecuentemente burla las expectativas más seriamente fundadas. ¿Qué cosa era, pues, la sociedad argentina?


Ya hemos visto, señores, en nuestros comunes estudios, al examinar las instituciones económicas de España en punto á la distribución de la propiedad territorial, que la reconstrucción del desierto obrada por acción de la ley, en virtud de la intransmisibilidad hereditaria de la primitiva encomienda, desalojaba al campesino del señorío de su tierra y de su hogar, arrojándolo en una vida de tártaro; y que las instituciones mercantiles y relacionadas con el fomento de la inteligencia en los pueblos, interceptaba todo comercio de ideas, toda expansión de simpatías, reduciendo la población argentina, como toda la sud americana, á la barbarie. La indolencia de los pasados y presentes liberales de ciudad conserva intacto el tipo moral del gaucho, refinado sólo en la provincia de Buenos Aires por la influencia de la inmigración extranjera, en cuanto á sus hábitos exteriores. ¿Para qué insistir en su retrato? Barbarizado por la vagancia y desmoralizado por la barbarie, de ánimo agrio y suspicaz por el aislamiento, enemigo de la sociedad porque ésta jamás se pone en contacto con él sino en su daño, noble por su sangre, poeta por instinto, por la contemplación de lo inmenso y la impregnación de la inquieta tristeza que filtra en su corazón nunca satisfecho y expansivo, fuerte como un atleta, y bravo como un héroe antiguo por su vida de lucha contra el destino y la naturaleza: tal era el gaucho de la colonia y de la revolución, y lo es hoy día el gaucho republicano para nuestra desgracia y nuestra vergüenza.


Pero la revolución no podía, señores, tener origen en esta población dispersa y destituida de todo medio de acción revolucionaria. En aquellas naciones en las cuales la dirección y la vida económica y política se centralizan y en que no están esparcidas con igualdad las luces que preparan el espíritu para la adquisición de ideas extensas y nuevas, toda iniciativa parte de las ciudades, siempre mejor preparadas, por avara que haya sido la fortuna con la generalidad del pueblo.


Así, señores: para completar el estudio que nos ocupará esta noche, no me detendré ante los espectáculos con que las campañas excitan la curiosidad del observador, la cruda escena de sus yerras, sus bailes de agreste galantería, sus payadas en que el trovador indígena exhala en acentos monótonos los sentimientos incubados en el hombre primitivo bajo la luz de las estrellas y entre el silvestre perfume de los prados. Tampoco os ocuparé describiendo las pobres aldeas de las sábanas argentinas. El hombre descuidado allí en la niñez, crecía en la ignorancia, vegetaba en la pereza y moría á manos de brujas y curanderos. Espectáculos y cuadros son éstos, cuyos detalles prominentes y cuyo fondo vivaz permanece aún para escándalo y remordimiento de los gobiernos, y que pueden sorprenderse en su natural esplendor.


Detengámonos en las ciudades, y escojamos entre ellas la que por su ubicación, las circunstancias que la rodearon y el hecho de contener todas las fuerzas vivas en la sociedad colonial, ha representado el más alto papel de nuestra historia. Hablo de Buenos Aires. De la misma manera que prescindo de las campañas, prescindiré de reproducir aquí el panorama de la vida en el interior, tan hábilmente trazado por el señor Sarmiento en uno de los libros más útiles que hayan salido de pluma argentina: Los recuerdos de provincia. Tampoco os haré pasear por las calles de Córdoba, la antigua ciudad doctoral. Groseramente vestidos, y calzados con gruesos zapatos de baqueta, cubiertos con gorros de picote en vez del vistoso tricornio de la fastuosa metrópoli, sus disputadores patentados os parecerían rezagados de la Edad Media caídos en la mendicidad. Ni voy á presentaros las damas del Paraguay y de Corrientes á medio vestir como una Venus constipada, con su tipoy de lienzo de la tierra, arrojando á la vera de sus casas, mientras se refrescan por la tarde, sendas bocanadas de humo de sus gigantescos cigarros. Ni por fin os conduciré á otros pueblos del litoral, cuya situación topográfica era esterilizada por la clausura de los ríos. La perpetuación de este sistema á través de la guerra civil y de la tiranía los ha conservado hasta no ha mucho en profundo quietismo, sin que hoy mismo falten algunos, de donde violentos hechos económicos, parecen alejar para siempre la prosperidad y el movimiento. Muy á vuestro alcance tenéis la capital del Entre Ríos con sus cuatro mil habitantes, su pirámide consagrada á Ramírez, y mucho silencio y mucha soledad..... porque los grandes propietarios territoriales no dejan espacio al comercio ni tierra para la industria; y sobre estos datos no es lícito inducir el aspecto que revestirían hace setenta años. Contemplemos la parte menos sombría del cuadro, ocupándonos de Buenos Aires, cuya acción sobre el drama revolucionario hemos de tener oportunidad de juzgar severamente más tarde. Pero entre tanto determinemos su carácter, que nos dará razones perentorias de esta preferencia.


Buenos Aires con efecto dio sus primeros tonos al espíritu y al genio de los pueblos argentinos. Fué el aristocrático centro colonial en el Río de la Plata y el grupo vivo de vanidosa cortesanía que hacía cuadro al fausto de los virreyes. Fue la escena de los primeros encuentros del espíritu revolucionario, que disputaba la reforma social á los aferrados mandatarios de la madre patria. Desenvolviéndose en fuerzas y en ideas, fue el magnífico Buenos Aires de los patricios: transportó, como una bóveda sonora, los ecos de la libertad, que cruzaban el mundo buscando razas en que encarnarse, y reconcentró en su robusto seno la iniciativa y la soberanía de los pueblos emancipados. Fué la vasta arena y el templo, en que los atletas de la fuerza social y los doctores del destino, lucharon con la razón y con la espada, extendiendo la guerra y los dolores á favor del estrépito por el ámbito convulsionado de la patria común. Partió de su`alma el grito de esperanza de 1822, y la santa Jerusalén depuró su conciencia y devastó la ruda corteza de la colonia y de las guerras. Ah! señores. Entre el principio y su aplicación medió el delirio; y uno de los más funestos y crasos extravíos políticos que recuerda la historia, derribó la deidad; el frenesí sobrevino y cayó el altar, luego el templo, y más tarde, Jerusalén transformado en Babilonia, prestaba fuerza y asiento á la más hedionda abominación y á la más brutal tiranía. Entonces las sombras abrumaban la República porque su estrella estaba eclipsada. Chispas fugitivas de su hogar renovaron la luz en la densidad del caos, y 1822 renació como la esperanza tras de los sueños penosos de una fiebre: renació mas con éxito. Vosotros sabéis que la doctrina práctica formulada en la Constitución es lógica con la premisa latente, que alimentó las luchas auspiciosas de 1852. Buenos Aires entonces, la ciudad comercial y entusiasta, abriendo su seno al perpetuo aluvión de los elementos avanzados del extranjero, marcha impetuosamente, y los pueblos sus hermanos la siguen como estímulo y criterio de su progreso en la industria, en las ciencias y hasta en las artes fugaces del placer y de la moda. Yo no creo, señores, que es la Atenas del Plata, porque el Plata no tiene Atenas. No obstante si alguna luz penetra hasta las faldas de la cordillera, parte de sus puertos y de sus aulas. Entre tanto, cría más bien que desenvuelve diarios tesoros de progreso, construye ferrocarriles, y no carece de satisfacción alguna para todas las exigencias de la vida moderna. Arrastra la República por los caminos recorridos, y sin darse reposo, anuncia á sus hermanos que hay mas allá de sus horizontes, fuerzas y luces que identificarse, y no estalló en su esfera la crisis de la barbarie, sino para que estruendoso con el varonil acento de 1810, partiera de su centro el axioma de la historia, el credo experimental de la resurrección popular. Vedla señores, al advenimiento á la libertad de un pueblo mártir, encorvado aún bajo dolores agudos, y para siempre señalado con las cicatrices del sacrificio; vedla, digo, entrando sincera y leal en la fraternidad de los desgraciados y de los pobres, porque la rodea una atmósfera de sentimientos nobles que sobran para embotar las sugestiones de un egoísmo torpe y repugnante como el cinismo de la juventud y el erotismo de la vejez: pasiones caducadas y estériles que rechaza el sentido moral de los pueblos. Buenos Aires reasume su tradición de honor y subirá hasta la cumbre que alcanzó el Buenos Aires de los patricios...... Ah! si todavía respiramos el aire que meció la cuna de Belgrano! Los que somos jóvenes tenemos grandes cosas que presenciar. Los que ven declinar ya el sol de su existencia ¡pobres mártires! proscriptos ayer y desgraciados siempre, pueden morir en paz al halago de dulces esperanzas...... Buenos Aires será un santuario.


Ahora bien: ¿qué era Buenos Aires en los primeros años del siglo XIX? Describamos los rasgos exteriores de su fisonomía, ya que este es un medio eficaz de penetrar en sus entrañas. La civilidad es una de las faces de la civilización.


El viajero que por el año 1800 pisara la Alameda de Vertiz, y esquivando los hondos lodazales de la ribera marchara á la sombra de sus ombúes hasta dar con las gruesas murallas del Fuerte, edificado para alcázar de los virreyes y defensa de la ciudad, hubiérase sorprendido al torcer á su derecha con el cuadro desenvuelto entre la regia fortaleza y las casas capitulares. Este espacio era formado por dos manzanas de tierra divididas con una arquería de arte híbrido, que se llamaba la Recova: hoy se llama la Recova vieja. Formaba de esa manera dos cuadros, en el primero de los cuales, hoy plaza del 25 de Mayo, se agrupaban los pescadores, en el segundo, llamado plaza de la Victoria después de la Reconquista, los vendedores de aves, para surtir de sus respectivos artículos al vecindario de la capital. Este mercado de abasto sólo ocupaba la mitad de la plaza del Cabildo. La otra era ocupada por mercerías portátiles que se llamaban entonces bandolas.


Supongamos que su entrada tuviera lugar en domingo. Nuestro viajero después de tomar un ligero descanso en la fonda de los Tres Reyes situada en la calle del Santo Cristo, se dirigía por la de la Santísima Trinidad, hacia el Retiro, sitio del paseo en los días festivos, antes de la construcción de la plaza de toros que fué uno de los puntos estratégicos en el asalto de 1807.


Al salir del templo, las damas enviaban á su casa las negras que les conducían ricos tapices, tejidos en Mendoza ó traídos de Europa y que usaban para arrodillarse durante la Misa, dirigiéndose en seguida hacia el paseo del Retiro. Las más ricas se almacenaban en enormes carruajes arrastrados á la cincha por dos tiros de mulas: el resto emprendía á pie esta peregrinación á la Meca de la elegancia colonial. La tribu ya conocida en Buenos Aires de los leones, pero que circulaba entonces bajo el nombre de petimetres, y que despreciando como ahora los servicios de nuestros modestos sastres recibía de España sus trajes, competentemente empolvada su larga y recogida cabellera, seguía la corriente del bello sexo.


El forastero arrastrado por la oleada del pueblo que se divertía, podía contemplar en lo largo de una calle edificada con casas de un solo piso y techos de teja, las mansiones lujosas de la gente rica: tapices europeos, muebles de jacarandá, muros forrados en damasco de tintes regios; aposentos adornados por la industria americana, con muebles del Brasil ó de maderas paraguayas, bordados salteños, etc., etc.


Los paseantes del Retiro regresaban al acercarse la hora de la comida en la ciudad, de dos á tres de la tarde. Las damas vestían angostas ropas de telas lujosas que dejaban descubierto algo más que el cuello, y como no llegaban al suelo, en precaución de enojosos accidentes, se les daba peso con una guarnición hecha de municiones ocultas con los adornos del traje. La típica mantilla ponía su sello al aire peculiar de la andaluza nacida en el Río de la Plata, y cuyas formas se dibujaban oprimidas por la escasa tela de sus vestidos como los contornos de una escultura. Las hileras de ambos sexos seguían la calle en aquella hora, marchando las damas por la acera y los hombres lo más próximo á ellas que la ceremonia les permitía, y sólo al llegar á las esquinas toleraba la galantería colonial que fueran ayudadas á bajar, tomándolas del codo, nunca de la mano.-Mediaba entre ambos sexos una formidable muralla de etiqueta que habría parecido sacrílego romper, en público á lo menos.


Las diversiones públicas se limitaban á un mal teatro y á las corridas de toros de la plaza Monserrat. Recién en 1804 se construyó en la esquina de las calles de la Merced y San Martín el teatro provisional, centro de los placeres y hazañas galantes de tres generaciones, cuyos hijos encuentran en él todavía pasatiempos más ó menos dignos de su avanzada cultura. ¡Cuántas ilusiones brotadas misteriosamente en el fondo de las almas entre el incierto resplandor de las primitivas luces de sebo de nuestro teatro, se habrán convertido en deliciosas realidades para el corazón, y tal vez para la familia y para la sociedad!....


La desigualdad social era brusca en la vida colonial. Prescindiendo de la esclavitud, base de toda nuestra industria de entonces, qué odiosa. diferencia no mediaba entre las familias aristocráticas que formaban la corte del virrey, y la clase media del pueblo que habitaba pobrísimas casas destituidas de toda comodidad, y no tenía la esperanza de ver uno de sus hijos formando, en la marina real ó en las guardias de corps de su majestad católica. El porvenir de los jóvenes que le pertenecían estaba reducido á servir á algún negociante regañón y áspero ó consagrarse de grado ó por fuerza al sacerdocio. Las universidades de Córdoba y Chuquisaca no eran accesibles sino para los ricos, y todos sabemos los padecimientos que le costó á Mariano Moreno un título doctoral que su alma noble y fogosa debía hacer olvidar muy pronto por el más alto que la posteridad le tributa!


Cuando cada vara de bayeta de la que servía para el rebozo de las señoras de lujo valía diez ó doce patacones, y un rebozo entero casi tanto como una manzana de tierra: cuando era necesario hacer traer de España los vidrios para las ventanas ó suplirlos con hojas de papel: cuando se preferían por económicas las vajillas de plata á las de loza, fácil es calcular cuál sería la suerte de la clase media y el desnivel existente entre ella y la acomodada. La clase privilegiada tenía aún sus pasatiempos, sus bailes del Fuerte, sus banquetes preparados por monsieur Ramón y el confitero de la calle de San Francisco, sus formalísimas tertulias de las noches, y las cenas diarias á que concurrían en las casas de rango los amigos íntimos acompañados por su esclavo para alumbrarles el paso de las bocacalles tenebrosas y solitarias: tenía también sus regalos, sus confituras de las provincias, sus vinos de España, y los trabajos de las huérfanas de San Miguel. Pero la vida de la clase media se reducía á un trabajo infructífero, y sus placeres á la romería de Santa Catalina y la Recoleta, ó las riñas de gallos, juego tan inmoral como bárbaro, que por una aberración que no me explico, subsiste sesenta años después de haberse derribado la última plaza de toros que nos dejaron los virreyes. Había ciertos barrios sobre todo arrogantemente despreciados por la aristocracia, y se distinguía en esta ojeriza el barrio del alto, (2) reputado como receptáculo de toda miseria por



El barrio del alto que tanto desdeñaba la aristocracia porteña, es lo que hoy forman las parroquias de la Concepción y San Telmo. Su verdadera clasificación de tiempo inmemorial es barrio del alto de San Pedro y así se denominaba una capilla que existió hasta 1761, donde hoy está el templo consagrado á la Inmaculada Concepción (esq. Independencia y Tacuarí) albergar al compadrito y al guarango, héroes en las primeras explosiones democráticas del país.


La hospitalidad de nuestros abuelos era franca y cordial para los españoles que emigraban de la península, y que hallaban fácil protección, proporcionándoseles de esta manera en virtud del comercio monopolista al cual se incorporaban, la oportunidad de obtener fortuna. Entonces se casaban por lo regular en el país y esta indicación nos lleva naturalmente á abandonar las exterioridades para entrar en el fondo de las costumbres. ¿La mujer con la cual debía el inmigrante español constituir su hogar estaba preparada para las austeras funciones de la maternidad? Necesitamos plantear una cuestión: ¿Cuál era la educación colonial?


¡La educación colonial, señores! No es de ahora que los pensadores argentinos buscan en la escuela la clave de la regeneración popular.En ella la buscó Moreno, en ella la buscó Belgrano, todos sabemos lo que pensaba Rivadavia, y analizando el horrible cuadro de la guerra civil, la reducía á cuerpo de doctrina el famoso canónigo salteño D. Juan Ignacio Gorriti. Uno de los primitivos patricios de la revolución pidió un día al monarca español recursos para rehacer la educación argentina: sólo obtuvo una amarga negativa. Un gobernante de Sud-América declaraba con insolente franqueza en la aurora de la emancipación, que era el criollo ante el juicio del español, «una raza inferior condenada a vegetar en la obscuridad.» Esta palabra que indignó á la primera generación revolucionaria, contenía el programa completo de la política colonial. En Buenos Aires, capital de un Virreinato, no había, señores, más de tres ó cuatro escuelas incluyendo la del rey destinada á la enseñanza gratuita de los pobres. En aquellos establecimientos miserables, cuyos alumnos se veían forzados á llevar sus propios asientos y amontonarlos en desorden, un dómine ignorante y torpe se hacía temer y odiar por los niños sin cuidarse de prepararlos para las luchas de la vida ni de nutrir su espíritu con ideas sólidas y serias. El azote era su único medio disciplinario; y á varios ancianos he oído recordar un preceptor Salcedo, que gozaba de grande reputación en aquel tiempo, el cual siempre que la Justicia obsequiaba á la sociedad con un asesinato cometido en nombre de la vindicta pública, llevaba sus alumnos en corporación al sitio del suplicio, y al regresar, los azotaba sin piedad para que se fijara en su memoria la brutal lección que acababan de presenciar. Era especialmente descuidada la enseñanza de las mujeres, á las cuales les era por lo general vedado aprender á escribir, porque aquellos prudentes patriarcas temían que sus hijas siguieran sus ejemplos contrabandistas, deslizando algún billete amoroso por mano de cualquier esclavo complaciente con su amita. Las niñas de las principales familias concurrían para aprender á leer á la escuela de D.a Francisca López, única en su género y montada de acuerdo con las ideas dominantes en materia de instrucción pública.-El Dr. Gorriti, observador contemporáneo y hábil, ha resumido sus noticias sobre las escuelas primarias en las palabras siguientes: « Los maes> tros, dice,-eran en lo general ignorantes y vi>> ciosos, y toda su enseñanza era cual se podía » esperar de ellos. Cada niño leía el libro que » podía traer de su casa: historias profanas cuya >> relación no entendían ellos ni sus maestros; » libros de caballería, ó cosas parecidas; los pa>> dres más piadosos daban á sus hijos para leer >> vidas de santos escritas por autores sin crite>> rio y de consiguiente sobrecargadas de hechos apócrifos y milagros fingidos: ú obras ascéticas » parto de una piedad indigesta. Los niños cier>> tamente aprendían á leer; pero su razón había >> ya recibido impresiones siniestras que produ>> cían efectos fatales en la vida social. (1)» Algunos mulatillos, sedicentes maestros de música, completaban con esta enseñanza artística el cuadro de la instrucción general. En la enseñanza superior nada podía encontrar el espíritu ansioso de abarcar ideas; latín, filosofía dialéctica y teología escolástica componían el programa del colegio de San Carlos, cuya disciplina tenía también por resorte el azote y el terror. La jurisprudencia sólo se profesaba en las universidades. De consiguiente es cosa clara que aquel sistema de educación difería esencialmente de los medios que la ciencia aconseja como adecuados para obtener el desarrollo intelectual y moral de las generaciones. Quedaba intacta la tarea para la familia.


¿Pero acaso la comprendía ésta mejor? Ciertos errores estaban á la sazón inoculados en la sangre. Hay épocas que ven al absurdo convertirse en dogma, y los grandes errores políticos no se conservan sino á la sombra de este fenómeno. La paternidad era un duro ministerio para aquella generación que reputaba deber suyo encastillar sus más nobles y puros cariños tras del agrio aspecto de una severidad esencialmente. opuesta á las delicadezas de la virtud doméstica. Los niños eran tratados con rigor, y su cariño filial como todos sus instintos simpáticos, no podían menos de corromperse, siendo para él sus años inocentes una agresiva iniciación en la tiranía. Podría sospecharse que quedaba en la familia una inagotable fuente de encantos: la madre. ¿Qué podía, empero, la madre, sino llorar en secreto, contra un sistema que estribaba en una manera errónea de apreciar ciertos deberes morales?


Se ha preconizado ostentosamente la moralidad de los tiempos que nos ocupan y el desarrollo que en ellos obtuvo el sentimiento religioso. Las gentes rezaban y ayunaban, es cierto; ¿pero se infundía en su alma la alta noción de la naturaleza humana y de sus relaciones con Dios, el germen de las armonías morales, la responsabilidad y la libertad que dan su mérito á la virtud y constituyen su esencia misma? Los empadronamientos de la pascua no comprueban sino el respeto á los ritos de una religión cuyo dogma y cuya esencia bien podrían no ser comprendidos. ¿Era la religión una forma de unidad de la conciencia con Dios, aceptada por encontrar en ella el espíritu satisfecha su más elevada y transcendental aspiración? ¿No? Nada tiene entonces la colonia que alegar á su favor. Ni en la escuela, ni en la familia ni en el templo, tal es la amarga verdad que se recoge estudiándola, se preparaban las facultades del hombre para sus altos destinos.


Estos datos sirven para responder á la cuestión establecida: la esposa escogida por el español inmigrante no era ni podía ser apta para ejercer las altas y severas funciones de la madre de familia. Y se nos presenta al paso otra cuestión: ¿cómo se constituía el hogar? Los matrimonios de aquel tiempo arreglábanse por lo general en el bufete de un padre de familia y teniendo á la vista sus libros de comercio con el habilitado ya enriquecido. Cuarenta años, un capital, nacionalidad española originaria..... ¿Para qué más?..... aquel era un hombre de juicio. La novia era intimada en seguida, y en pocos días más, tras del pan de la boda, encontrábanse unidas para siempre dos naturalezas diversas, antipáticas tal vez. La monstruosidad es palpitante. Toda la vida en cuanto está destinada á ser regida por la sensibilidad, es una serie de armonías, que las costumbres españolas truncaban.


La tirantez del trato social quitaba su espontaneidad á los atractivos en este orden de sentimientos, y el resultado no podía menos de ser funesto para el bienestar y la fuerza de las familias y tal vez para su moral y para su honor. Yo sé que la vida transformada en una comedia de galantería es otro extremo en que dan las sociedades enfermizas y las naturalezas vulgares. Pero á nadie se le oculta tampoco que este desborde suele ser la reacción que sigue á la tiranía ejercida en ciertas épocas sobre las inclinaciones más delicadas de la naturaleza. ¿No veis de qué manera y hasta qué punto reacciona el lujo sobre la escasez antigua de la clase media? La vida novelezca es el lujo del sentimiento. Las fuerzas que tienen movimiento propio estallan cuando se les comprime. Existe en esta línea de fenómenos el término medio en que se encuentra la verdad: consiste en dejar á la vida y á cada edad sus fueros previniendo sus peligros. Cuando la reverencia juvenil toma formas y se hace carne, el hombre descubre su permanente felicidad. Fuera de allí todo es delirio ó necedad si viene del capricho propio: todo es opresión y desventura si viene del arbitrio ajeno. Tal era, señores, la condición fatal de la sociabilidad colonial, no sin excepciones por cierto, tremenda y evidente sin embargo en su influencia sobre el conjunto.


Como veis, señores, aquella sociedad, envuelta por un elemento bárbaro y medio disperso, gangrenada en el fondo por la esclavitud que arrojaba al pobre en la hostil vagancia del compadrito, asumiendo formas en que se refleja la petrificación de sus entrañas, oprimida por un despotismo invasor que en virtud de la complicidad común y del extravío de las ideas morales, mal contento de tiranizar al pueblo en su vida política y en sus funciones económicas, asaltaba la conciencia y el hogar para corromper las fuentes de la fuerza popular: deprimida por el desnivel aristocrático, por la miseria, por la educación, nada encerraba de cuanto desenvuelve la dignidad humana, afirma el derecho y justifica las civilizaciones. Áspera era por consiguiente la tarea revolucionaria de los novadores, y eficaces y complicadas debían ser las causas concurrentes á su victoria. En la lección inmediata veremos en actividad estas causas, por su orden cronológico y por su valor intrínseco.por el abandono que de su derecho y de su honor hicieron los agentes de la corona castellana. - En ese día, señores, caducó la soberanía de los reyes. El pueblo no podía esperar la reivindicación de su nombre y la emancipación de su persona, sino de su propia energía y de su naciente conciencia nacional. Los días futuros reservaban un alto galardón á su ánimo viril: la abrogación del pupilaje, cuyo molde dejaban caer los procónsules de su mano débil y medrosa.


El conquistador no dominó sino el breve espacio que pisaban sus batallones. Las campañas conservaban su equívoca independencia, mientras él con su afabilidad familiar y suntuosas paradas militares, se esforzaba por domesticar el agrio alejamiento del vecindario de la capital. Este le oponía una fuerza de inercia invencible. Tiendas, establecimientos mercantiles de cualquier género y aun las habitaciones privadas, todo estaba cerrado y tétrico como en la hora de la calamidad. Aquel espectáculo adquiría algo del tinte patético de la primitiva era cristiana, cuando el sacerdote atravesaba las calles silenciosas, llevando á escondidas la comunión de los moribundos. Parecían renacer las místicas tristezas del imperio. Toda alma delicada sabe cuánto se retemplan los sentimientos en el infortunio.


En vano repetía Beresford en sus bandos las garantías de la capitulación. La brevedad de su dominio no le permitió desplegar todos los recursos contenidos en los principios políticos y sociales de la Inglaterra, para mejorar las condiciones del país. Sin embargo trató de reformar puntos esenciales; y dejando en pie, á fin de atraerse partido, los tribunales antiguos, la administración local y la jerarquía eclesiástica, declaró el 28 de Junio la libertad mercantil, y el 4 de Agosto reformó en sentido liberal los aranceles de aduana, suprimió toda traba al comercio interprovincial, abolió los estancos, y realizó de un golpe, en cuanto era posible, los sueños de los novadores del Consulado y del Semanario.


Empero, no bastaba aquello para aquietar el patriotismo. El pan es amargo cuando viene del tirano, y el escepticismo que hacía suspirar al hebreo por las ollas de Egipto, no penetra sino en las razas fatigadas. El honor del argentino no se compra.


El bando de Beresford queda sin embargo en la historia, inolvidable por su aciaga oportunidad, elocuente por ser un instrumento más en el proceso que los criollos abrieron en el Consulado á los reyes de España, y cuya primera hoja era el contrato de Colón y la capitulación de Mendoza: su sentencia próxima ya, está escrita en la conciencia de tres generaciones y en la bandera de un gran pueblo.


El prestigio de los ingleses nada avanzaba fuera de las frivolidades de los salones. La pasión popular estaba irritada, y la parsimoniosa prudencia de Beresford repugnó servirse del único medio de acción interior que le venía á la - Es cosa constante por documentos irrefragables que, á favor de aquel estado anormal, se revelaba entre los esclavos una tendencia ruidosa hasta cierto punto, á sacudir su odioso envilecimiento, que á poco que se la hubiera fomentado se habría convertido en una sedición tremenda en la cual podría haber encontrado el conquistador su apoyo más firme. Excuso notar que nada tendríamos que reprocharle, si hubiera devuelto á la humanidad lo que la esclavitud le quitaba.


Pero Beresford prefería seducir la porción más culta y más rica de la sociedad. Este objeto tuvieron sus decretos liberales, y teniéndolo siempre en vista, reprimió el movimiento de los esclavos, persiguiendo á los que huían del poder. de sus amos, y amenazando á los demás con penas discrecionales y rigorosas.


Entre tanto, señores: mientras los servidores del rey cobardemente amedrentados entregaban al conquistador la capital del Río de la Plata, y fugaban para disfrazar su vergüenza tentando de lejos una reacción tardía,— espíritus indomables infiltraban en el pueblo el sentimiento reivindicador, comprendiendo que á la sazón era esta entidad negada y deprimida el árbitro de su suerte y abandonado centinela de su honor.


Santiago de Liniers, alma de resorte caballeresco, de acuerdo con los conjurados de Buenos Aires, atravesó el río á fin de ayudar al general Huidobro en los trabajos que había emprendido para reconquistar la capital. Pero amenazada la Banda Oriental, que gobernaba Huidobro, tuvo


éste que cambiar de propósito, deseoso de atender con preferencia los deberes á cuyo respecto tenía más directa responsabilidad. Entonces le cedió á Liniers la comandancia de las armas, abriendo al noble caudillo la vía de sacrificios y de lágrimas que recorrió, embriagado con el estrépito de las revoluciones, cuyo curso presuroso debía despedazarlo.


Alzaga y sus activos compañeros, reprimiendo impaciencias que pudieran serles fatales, armaban entre tanto en la campaña partidas de voluntarios, que mandadas con imprudente arrojo por D. Juan Martín de Pueyrredón, fueron batidas y dispersas el 31 de Julio en las Vegas de Perdriel. 


Ocultos por la tormenta, como si la Providencia hubiera querido resguardarlos con un velo de raudales y de huracanes, los héroes de la reconquista desembarcaron en territorio de Buenos Aires el 4 de Agosto de 1806. Aquellas huestes indisciplinadas inician la epopeya democrática, y no traían otra fuerza sino el entusiasmo del guerrero popular, que es su creación y el tipo con que ha enriquecido la historia y la poesía. No tardaron en ser engrosadas con grupos numerosos, pero que á semejanza de ellas, tampoco traían al holocausto marcial, sino una indignación santa y las primicias de su aliento no probado.


El 10 de Agosto el caudillo popular intimó rendición al general inglés desde los Corrales de Miserere; y al escuchar su arrogante negativa cayó sobre el Retiro, desalojó al enemigo, y lo encerró en el centro de la ciudad, defendiendo porfiadamente las avenidas de su nueva posición.


Una palpitación unísona hermanaba todos los corazones en aquella expectativa universal con los mismos presentimientos, en los giros de una rueda fantástica de esperanzas y de sueños, de ardor guerrero y de ilusiones patrias.


El día 12 atacaron resueltamente la plaza. Los cañones recorrían las calles en brazos de la muchedumbre; los niños y los viejos traían su contingente á la refriega, y mujeres temerarias, esclavos de vocación de héroes, el gaucho desmontado, el pueblo en una palabra, se arrojaba en oleadas eléctricas sobre el usurpador con toda la virginidad de sus fuerzas. El entusiasmo desbarató todas las combinaciones estratégicas, y la inspiración patriótica venció á las matemáticas.


Encerrado el enemigo en la plaza mayor, lo sofocaba el estrago que precedía el paso del pueblo: refugiado en la fortaleza, le siguió el torrente y el exterminio, y poco después, el campo de la lucha transformado en campo de victoria, era la escena nueva y brillante en que el soldado familiarizado con las glorias marciales, entregaba á la multitud, novísima potencia de las crecaiones venideras, su espada y sus rendidas banderas.


Tal es, señores, el grande hecho que ennoblece la memoria nacional, y caracteriza el acontecimiento que le dio margen en sus resultados de porvenir: la salvación del pueblo por el pueblo. -La metrópoli deja abiertos los mares, y la Inglaterra realiza la conquista. El gobierno huye y abandona el pueblo á su suerte y á su brío. Su suerte era la libertad, porque sus bríos eran heroicos.


Salvándose de la ignominia de una nueva esclavitud, adquiere la conciencia de su personalidad entre el alborozo de la victoria, y se levanta con la majestad del triunfador antiguo, soberano desde aquel día, porque debió su gloria y existencia á su propio esfuerzo, y al bajar la espada de las batallas, no encontró á su frente ni enemigos que combatir ni tiranos que obedecer.



Pero la desaparición de la tiranía era la desaparición de todo gobierno; y la omnipotencia del vencedor, era el predominio de la muchedumbre armada y sin organización, orgullosa con su triunfo, y en peligro de ser arrastrada por cualquiera otra pasión antisocial. Su repentina emancipación la exponía á la opresión de la anarquía.


En tan crítica circunstancia sólo podía salvarlo la acción de virtudes instintivas, y la tendencia que le imprimía el hábito de obedecer.-Era también una ocasión propicia para lanzarlo por todas las temeridades de lo desconocido y lo nuevo, de colocarlo en el terreno inexplorado de la más franca libertad.-Con un soldado como Washington ó un tribuno popular de la talla de Clodio, allí habrían concluído coloniaje y monarquía.


Pero todo era imprevisto.-Ninguna disciplina preexistente, ninguna convicción hecha y menos en sentido democrático, tenía la fracción social capaz de iniciar y dirigir, que le permitiera resolver de una vez con el apoyo de la multitud, el vasto problema político que las crisis contemporáneas acababan de plantear.


Estas condiciones peculiares del modo de ser del pueblo, lo salvaron del peligro, lo alejaron de una solución completa y rápida, pero no impidieron, señores, que se produjera el primer acto de los muchos en que se ha revelado la vocación liberal del hombre argentino, y que comprueban que ha sido la muchedumbre y no apóstol ni caudillo alguno el agente impersonal de la democracia, que concilia hoy día en una satisfacción común las ideas que nos hacen grandes y los sentimientos que nos hacen fuertes.


El ayuntamiento tomó la iniciativa en la elaboración popular, para salvar la ciudad del desgobierno producido por la acefalía de los poderes. El 14 de Agosto convocó una junta de notables ó Cabildo abierto, para hablar en el tecnicismo oficial, que debía decidir de la suerte del Virreinato á nombre de la salud pública.—La multitud rodeaba las avenidas del Congreso con síntomas visibles de impaciencia. Era razón, señores. Aquella asamblea sin mandato popular, la desalojaba del foro que acababa de conquistar con su sangre.-Su autoridad era nula, porque provenía de un orden de cosas que se derrumbó con la conquista inglesa y con la victoria del pueblo, que adivinaba su derecho, siquiera ignorara sus fundamentos, los medios de radicarlo y las formas que pudiera revestir.


Mientras la aristocracia urbana deliberaba sin cuenta del pueblo yo no sé qué fría y parsimoniosa combinación,-la muchedumbre, que no podía ya ser contenida por la sombra de un gobierno disuelto, invadió el Cabildo, declarando en virtud de su señorío propio, que sólo reconocería por jefe al general de las gloriosas jornadas de la Reconquista. Así la multitud alzaba en su escudo al caudillo, que según su hermosa y fiera palabra, entraba en el gobierno «por la puerta difícil de la inmortalidad», asociando su nombre á la erupción volcánica de la democracia argentina. Santiago de Liniers fué efectivamente proclamado jefe del gobierno por la libre voluntad de la capital convulsionada. El ayuntamiento notificó esta decisión popular al virrey que recién entonces se acercaba á la cabeza de un cuerpo de milicias. Este se vio obligado á confirmarla, retirándose á la Banda Oriental.La Audiencia fué encargada del gobierno político, y el general Liniers del militar. La revolución triunfó.


La conquista británica nos amenazaba por segunda vez, y era forzoso prevenir al pueblo para la defensa. El Congreso del 14 de Agosto proveyó á todo. Dividió los vecinos de la capital según las provincias á que pertenecían, organizando, con arreglo á esta división, cuerpos francos, en cuyas manos quedaron colocados los destinos futuros del país. Los criollos formaron cuatro de estos cuerpos, bajo la denominación de Regimiento de Patricios, que pocos días después se organizó eligiendo directamente sus jefes. Tal fué, señores, el origen de la Guardia Nacional de Buenos Aires, institución eminentemente democrática, bautizada con la sangre de la reconquista y la defensa, que atravesó laureada y brillante los días faustos del génesis popular, la edad de hierro de la independencia y las tempestades revolucionarias: fuerza activa del pueblo, bastardeada por desgracia en la guerra civil y bajo las ambiciones de los gobiernos que la han relajado encadenándola á sus caprichos, y convirtiéndola en servidumbre del ciudadano, que importa redimir para devolverle su genio, para constituir la soberanía popular en la paz como en la guerra, y revestir al hombre con la responsabilidad del sacrificio en los días amargos, y con la paz del hogar en las condiciones normales de la vida. Aquel día en que el pueblo proclamaba tumultuosamente su jefe, y se armaba con independencia de los gobiernos, contra elenemigo y contra los tiranos, ese día, señores, se adaptaron á su nivel los elementos revolucionarios, y podríamos decir de nuestra creación democrática como los santos libros de la evolución geológica en que los mares se replegaron dentro de sus márgenes: «Separó Dios las aguas de la tierra, y fué la tarde y la mañana un día». En Enero de 1807 volvieron los ingleses al Río de la Plata, y comenzaron la conquista por la plaza de Montevideo. Vencido miserablemente el ejército de Sobremonte, la ciudad resistió heroicamente, pero fué tomada á la bayoneta en la mañana del 3 de Febrero. En ella debía aguardar el enemigo refuerzos para proseguir su demanda con la nueva invasión que proyectaba contra Buenos Aires.


La ocupación inglesa de Montevideo fue á la vez que un período de prueba, un período de transcendental iniciación.


El conquistador comenzó por abrir su puerto al comercio libre. La plaza fue literalmente invadida por ricas expediciones y establecimientos mercantiles de todo género, cuyo número puede calcularse por los datos contenidos en el periódico que salió á luz á principios del mes de Mayo. Tan aciaga fué la estrella de estos pueblos, que manos extranjeras hubieron de abrir la demostración práctica de los principios preconizados por los librecambistas del Virreinato. Corto era el alcance de su propaganda si la comparamos con la elocuencia de los hechos realizados por los conquistadores de Montevideo, y encuya virtud se abarataban por la abundancia de la oferta todas los mercaderías de primera utilidad, contrastando con la situación anterior de un pueblo, en que la bayeta de los rebozos para las señoras, valía tanto como una manzana de tierra, y en que se preferían por económicas las vajillas de plata á las de loza. Las comodidades de la vida se generalizaban así, y de consiguiente se mejoraban las condiciones de la clase media cuya depresión emanaba de aquellas herejías económicas.


Los prisioneros ingleses, por otra parte, acogidos á la hospitalidad del vecindario de Buenos Aires, se sentaban á la mesa de nuestros padres, y departían con ellos en las noches tranquilas del hogar, de las grandes cuestiones escondidas bajo la capa de la inercia de las colonias, despertando en su espíritu ilusiones vehementes y desenvolviendo su innato amor por el derecho de los pueblos. Hablábanles de la libertad! Hablábanles de su independencia!


¿Era la independencia, señores, una idea determinada, un sentimiento dominante en el alma de los patricios?.... El átomo encierra el mundo, porque encierra el movimiento, y el movimiento es la fuerza. La vitalidad propia del espíritu desenvuelve, generaliza y formula lo visible y lo absoluto. Veneración, señores, á aquella gestación misteriosa del sublime germen! La fantasía encanta y adivina, cuando el alma delira y el corazón se desenfrena,-y en las locas divagaciones y extravagantes fantaseos en que lo real se atenúa y creaciones quiméricas nos forjan un mundo ideal á medida de nuestras fuerzas y aspiraciones, brotan obras geniales y tipos vigorosos de apóstol, de sectario, de artista y de guerrero. ¿Qué extraño que la palabra del vencido suscitara feçundas meditaciones en las almas sinceras y apasionadas por su patria y su derecho? Pero las realidades que envolvían á nuestros padres eran bruscas y atractivas. No se sueña cuando es tiempo de obrar. El hecho estaba enhiesto delante de sus ojos, para rectificar las impaciencias de su patriotismo idealista que evolucionaba en la región de la teoría.


Los prisioneros ingleses hablaban de la independencia bajo la protección de la Inglaterra. Padilla y Rodríguez Peña se dejaron fascinar, y sus temerarias relaciones con los conquistadores, no pueden ser excusadas sino por la embriaguez de sus ilusiones quiméricas. No así el sensato Belgrano, cuyos labios formularon el voto de los pueblos y la moral de la política argentina, cuando años después decía al general Goward: «queremos el amo viejo ó ninguno».


Los ingleses consagraron un interés decidido á la propagación de esta idea, que tuvo á su servicio á Berresford y sus compañeros, y por órgano de publicidad la Estrella del Sud, periódico semanal en inglés y español, que comenzaron á publicar en Montevideo en Mayo de 1807. Estudiándolo podemos analizar la tendencia de esta prédica y aquilatar el valor de las promesas que entrañaba.


Decir independencia equivalía en sus consejos á decir abrogación del dominio español; y protección inglesa, equivalía á decir incorporación de las colonias hispano-americanas á la corona británica. En resumen, el objeto real de su propaganda se reducía á eliminar á los criollos de la resistencia á la conquista, á cuyo favor meditaban sustituir á la España en el dominio de estas regiones.


Era un lazo pérfido que felizmente no engañó el buen sentido de los patriotas.


En efecto, la Estrella del Sud reputaba consolidada la dominación inglesa. Partía de este hecho, y se empeñaba por aliviar la herida y apaciguar todo rencor, demostrando la enorme diferencia que mediaba entre los principios y estado del gobierno de España y el del Reino Unido. Comparaba la debilidad del uno con la lozanía y el poder del otro: la presión sistemática del absolutismo con las libertades de la Magna Carta: el monopolio mercantil que empobrecía las colonias con la riqueza que debía producir la libertad de industria y de cambio: la decadencia, por fin, que ganaba terreno en la madre patria con el vigoroso progreso de su país, y exclamaba, increpando á los pueblos ansiosos de engrandecerse y de brillar: «¿qué auxilio, qué apoyo, qué estímulos esperáis ya de ese esqueleto de gigante?»


Esto no bastaba para vencer las repugnancias que el honor interponía entre el pueblo y el seductor.-Entonces la Estrella establecía el raciocinio que voy á resumir:-Ningún pueblo progresa cuando se adhiere al pasado: ningún pueblo se salva sino sobreponiéndose á toda preocupación.-Es necesario romper tan odiosas trabas para percibir la luz, y adquirir fuerzas para seguirla. Si estos pueblos hacen de su fidelidad una preocupación fanática, vivirán eternamente bajo el absolutismo, y ningún fenómeno social degrada y corrompe más á la humanidad.-Entraba aquí en el fondo de la cuestión política y para garantir á los pueblos del éxito de cualquiera resolución que acometieran, les prometía que jamás serían abandonados por la Inglaterra, una vez que se hubieran incorporado á la nación.


La fe religiosa era otro centro repulsivo cuya fuerza no podían desconocer los conquistadores. -Mal puede adaptarse un pueblo á cualquiera forma nueva de gobierno, cuando ella comporte persecución contra sus creencias unánimes y el libre ejercicio de su culto.-La Estrella se esforzaba por demostrar, á vuelta de todo sofisma, la identidad entre el catolicismo y las iglesias reformadas; preconizaba la libertad religiosa, y anatematizaba las persecuciones que la Iglesia Romana sufrió en Francia durante la revolución, como un escándalo en que jamás incurriría el gobierno de un pueblo libre como la Inglaterra.


No era, señores, la libertad religiosa un aliciente que pudiera conmover estos pueblos en su estado contemporáneo, porque el amor á cada derecho práctico nace en las sociedades á medida que el curso de las cosas desarrolla cada


necesidad, y despierta gradualmente tendencias nuevas y capacidad adecuada á las aspiraciones que la civilización y el progreso producen.-En este sentido era estéril la propaganda de la Estrella.


Y de parte de los pensadores en quienes esa promesa pudiera obrar con eficacia, la verdad es, señores, que poca confianza podía inspirarles. -Los estragos que afianzaron en Inglaterra la iglesia establecida, y la inicua tiranía ejercida sobre la Irlanda, eran datos, que distaban de autorizar seguridad alguna en cuanto al respeto de la monarquía inglesa, cuyo jefe es cabeza de una secta y de una iglesia, hacia la libertad religiosa y las creencias universales del pueblo sometido. Tan groseros sofismas, exaltaciones del invencible valor de las tropas inglesas, persuasión y terror, todos los recursos capaces de suprimir ó atenuar resistencias, eran otras tantas armas de que echaba mano el órgano de los conquistadores, en cuyas columnas se consignaban el 20 de Junio las amenazas del mayor Torrens contra los que «irritaban á los oficiales y soldados con indecentes y escandalosas injurias».


Este era el espíritu de la Estrella del Sud, que por otra parte, al abogar como he notado ya por la libertad comercial, al criticar el gobierno y descubrir á fondo ante los ojos de todos la decadencia de la metrópoli, servía grandemente al progreso del país.-Esta era también la tendencia de las insinuaciones de Beresford y sus compañeros: insinuaciones infructuosas y extemporáneas, porque la regeneración había comenzado bajo su ley original, que siquiera fuese desconocida para sus propios agentes, debía no obstante, desenvolverse por sus rumbos naturales, sin soportar influencias heterogéneas. El pueblo no tenía idea definida ni había formulado voto respecto de la independencia.-Sólo la tenía de su fuerza ensayada en un gran combate y en una revolución.-Todo lo que tendiera á ampliar la conciencia de su soberanía tenía afinidades con el estado fisiológico que atravesaba.-Aquello, empero, que se relacionara con la independencia y á costa de otra dominación, era un movimiento artificial y extraño al juego de sus evoluciones actuales.-Hablar de otra tiranía al que acaba de rasgar la venda y empuñar el cetro!.... El pueblo habría podido decir con fundada arrogancia: «dejad que los muertos entierren á sus muertos!>>


Mientras el conquistador se afanaba en estas tentativas estériles, la elaboración liberal continuaba su marcha, poniendo á servicio suyo todos los elementos vivos. Aún los españoles menos inclinados á la emancipación como D. Martín de Alzaga, colaboraban al fermento regenerador, llevados precisamente de su amor á la dominación metropolitana. En todas las grandes crisis se desorientan los que no tienen la mirada fija en la estrella polar de las sociedades, y el mayor número de las tiranías termina suicidándose. La ineptitud del virrey Sobremonte había abierto á los ingleses las puertas del Río de la Plata, y favorecía á la sazón su perseverante propósito. Un sólo medio de salvación le restaba á la bandera española: apoyarse en el pueblo, lo cual equivalía á acudir á la fuente de la soberanía, á reconocer su legitimidad, á abdicar en una palabra de las vanidades realistas y desbaratar el sistema. La monarquía se devoraba la cola como el escorpión. Pero qué remedio! era necesario salvarse de la conquista y echar mano del único poder capaz de conseguirlo.


La conducta de Sobremonte en la conquista de la Banda Oriental provocó una segunda revolución, en la cual estuvieron los españoles encabezados por el señor Alzaga. El 10 de Febrero una junta de corporaciones destituyó al virrey de su puesto, y despachó contra él una comisión que se apoderó de su persona, enviándolo á España para ser juzgado.


El virrey depuesto: el pueblo reasumiendo su autonomía, ¿qué quería decir tanto escándalo en la lengua del absolutismo? Quería decir, señores, disolución. Y en la lengua de la libertad, quería decir, advenimiento de un pueblo á la virilidad: significaba el imperio del único soberano legítimo que existe debajo de Dios, postergado por la tiranía, y que buscaba su asiento como una fuerza extraviada que entra en la armonía.


Ahora bien, señores: el pueblo armado y obedeciendo á mandatarios emanados de su voluntad, esperaba á los conquistadores, que á fines de Junio partían de Montevideo, diciendo altivamente por boca de sus periodistas: «Animados » de los sentimientos de valor, que viven siempre en el pecho de un inglés, cada regimiento » es un ejército y cada soldado un héroe ».



La expedición que tomó á Montevideo en Febrero á las órdenes de Sir Samuel Auchmuty, fue reforzada en el medio año que duró la ocupación, con las fuerzas del general Crawfurd y las del general Whitelocke, jefe superior y gobernador de las posesiones inglesas del Río de la Plata, que se habían apoderado sucesivamente en la Banda Oriental de Maldonado, Montevideo y la Colonia. Subían á 10.000 hombres al acometer de nuevo la conquista de Buenos Aires, y desembarcaron en su territorio al sud de la capital el 28 de Junio de 1807. Cuatro días después el general Liniers à la cabeza de 8.000 milicianos. avistó su vanguardia, comandada por el general Gower, al otro lado del Riachuelo. Franqueado por una operación del enemigo que cruzó el río por el Paso chico, hizo marchar paralelamente una de sus divisiones al mando del coronel Velasco, gobernador del Paraguay, que atacada en la plaza de Miserere fue derrotada y dispersa.


La noche sobrevino brumosa y fría á aumentar la confusión de la derrota. El general Liniers se extravió en los arrabales sin acertar á orientarse para regresar á la ciudad, y las divisiones apostadas en el Riachuelo entraron bajo funestos presentimientos. El pánico ganaba el ánimo de la


generalidad, y el caudillo en que esperaba, devoraba horribles tormentos en una choza, á la cual se refugió, y cuyos dueños, según lo declararon cuando su huésped descubrió el incógnito, hubieron de asesinarle sospechando por su tipo que fuera uno de los jefes ingleses. El Cabildo, sin embargo, y el alcalde Alzaga sobre todo, desplegaron la energía que una situación tan crítica reclamaba, y en aquella larga y terrible noche dispusieron la defensa, esperando valientemente nuevas impresiones con el nuevo día. En la mañana del 3, con efecto, la presencia del general y las oraciones públicas restablecieron la confianza, en tanto que el enemigo se reconcentraba en Miserere, á pesar de la lluvia torrentosa que hacía intransitables los caminos.


El asalto comenzó al aclarar el 5 de Julio.


El general Whitelocke quedó en Miserere al frente de la reserva. Sus columnas penetraron por ocho puntos diversos, con el objeto de apoderarse sucesivamente de todas las eminencias de la ciudad, bajar hasta el río y reconcentrarse luego, mientras las cañoneras batían la fortaleza, objetivo del asalto.


El noble ardimiento del combate es lauro común de ambos contendores. Nuestras fuerzas perdieron el Retiro en las primeras horas, y la bandera británica llegó á flamear á la vez en la plaza de toros y los templos de San Telmo, Santo Domingo y las Catalinas.


Sin el desenfrenado heroísmo del pueblo, la firmeza indómita del soldado inglés habría sin


duda reportado la victoria. Sus batallones disminuían sin conmoverse y caían exterminados bajo un diluvio de balas, de piedras, de agua hirviente, que hombres, mujeres y niños, arrojaban sobre su cabeza con ardor verdaderamente frenético. Aquel combate eclipsó las gloriosas escenas de la reconquista. A las tres y media de la tarde se rindió el general Crawfurd en Santo Domingo, quedando en posiciones el general Auchmuty en el Retiro, el teniente coronel Guard en la Residencia y el general Whitelocke con la reserva intacta en Miserere. Había perdido entre heridos, muertos y prisioneros, como tres mil de sus soldados.


Aquella noche transcurrió bajo auspicios placenteros. En la mañana siguiente el general Liniers escribió al general inglés, proponiéndole entregarle sus prisioneros á condición de evacuar el Río de la Plata. Whitelocke eludió la respuesta y propuso un armisticio. El combate se reanudó, y por la tarde el general Gower ajustó una capitulación, que fue ratificada en la mañana del 7, y por la cual se obligó á evacuar á Buenos Aires en el término de diez días y el Río de la Plata en dos meses, canjeando prisioneros y garantiendo la suspensión de las hostilidades por tierra y por mar.


El pueblo había vuelto á salvarse á sí propio; y al ver alejarse las naves que tan arrogantes conquistadores trajeron á sus playas, sobróle razón para regocijarse en su heroísmo, que retro vertía en elogio suyo por sufragio del vencido, la palabra con que la Estrella del Sud estimulaba á los valerosos guerreros de la Gran Bretaña. «Cada casa era un castillo y cada soldado un héroe», decía el general Whitelocke hablando de aquellas marciales escenas. Otro de los generales ingleses pedía al morir, dice el Sr. Domínguez, que su cadáver fuera sepultado en el Cuartel de Patricios para dormir el sueño eterno bajo la salvaguardia de los valientes que lo habían <<vencido».


Buenos Aires celebró sus victorias en pomposas fiestas de acción de gracias al Todopoderoso, y con actos de generosa caridad, socorriendo huérfanos y manumitiendo esclavos, y desplegó en adelante tanta efervescencia en la vida revolucionaria, que demostró ser digno de sus triunfos y su gloria, y estampó en los anales de la humanidad su nombre y su destino.


La corte dio el cargo de virrey al general Liniers, confirmando de esta manera su investidura popular, y á porfía con el Cabildo de Buenos Aires y diversos pueblos de Sud-América le atestiguó su admiración y su simpatía.



Los patricios, fuertes por esta nueva victoria, por su número y su entusiasmo, quedaban dominando la situación, regida por el general Liniers, que era su primer hechura. A su frente estaban los españoles europeos, celosos ya de su prestigio.


Absortos por el peligro de la conquista extranjera, deslumbrados á la vez por el entusiasmo de los patricios, los españoles se plegaron á todos los movimientos, sin reparar en la transformación radical que se elaboraba al calor de las armas y de la guerra. Pero al pasar el vértigo, se encontraron desalojados, porque una organización artificial y violenta como la colonial, no podía sobrevivir á la agitación del pueblo, traído á la actividad.


Al romperse el quietismo antiguo cada elemento tomó su dirección. La desconfianza se apoderó de los corazones; y la rivalidad entre españoles y criollos, resumió todos los sentimientos que obraban en la agitación popular.


La fibra del honor tenía en el general Liniers un tipo de paladín antiguo. Amaba la raza noble y el pueblo bravo, que lo aclamaba su caudi11o; pero preocupado á la vez por un erróneo sentimiento de fidelidad al trono, ni percibía el carácter de la situación, ni atesoraba la bastante energía para echarse en los caminos, que á porfía le indicaban sus instintos generosos y el origen y formas democráticas de su elevación.Pero á pesar de todas las fluctuaciones de conducta, producidas por la lucha calderoniana que lo conturbaba, sus instintos lo conservaron en el afecto de los patricios.


Una de sus medidas más culminantes fue confiarles la custodia de la capital, licenciando las milicias españolas.—La rivalidad entre unos y otros, y el tradicional espíritu de localidad de los españoles, determinaron la subdivisión por provincias al organizar las milicias. De este modo vemos, que los medios de acción de la revolución emanaban de los defectos y modos de ser peculiares del pueblo que la consumaba. En virtud de esta organización los partidos quedaron divididos y armados; pero el licenciamiento de los españoles, otorgaba á los patricios una ventaja real, un verdadero predominio y una victoria indiscutible.


En esta expectativa casi bélica transcurrieron los últimos meses de 1807, encubriendo con el alborozo y las fiestas en recuerdo de las glorias marciales, y de piadosos honores tributados á los mártires de la reconquista y la defensa, el curso de aquel movimiento, que fuerza alguna era ya capaz de conjurar. La postración de la península abrumada por sus desaciertos y por la tiranía lo fomentaba de más en más. A medida que el opresor se hundiera, resaltaría la talla del oprimido.


Y estos partidos eran ya animados por alguna noción más clara que los instintos vagos que años atrás los agruparan por afinidades que nadie confesaba.-El contacto con los conquistadores dejaba dos hechos en germinación: la confirmación de los pensadores en sus doctrinas sociales y la generalización de los principios económicos que venían desarrollando la revolución, por una parte; por la otra, la seguridad del pueblo en su fuerza, y un ensayo ruidoso y triunfante de su soberanía originaria.


De esta manera, señores, la Inglaterra vencida en los campos de batalla, infiltraba en su generoso enemigo de ayer, ideas y ejemplos, que debían contribuir á su emancipación, y derrotaba á la España en el terreno de los hechos transcendentales. La semilla que cae en la tierra, ha dicho el Evangelio, debe morir, para multiplicarse al infinito en las mieses que produce.


Grande es el momento histórico que contemplamos. Sólo nuevas agitaciones necesita el pueblo para desplegar nuevas fuerzas, estremecimientos la sociedad para encandecerse y transformarse como el globo bajo las operaciones geológicas, soplo de huracán por fin como el cóndor necesita turbión para batir el ala pujante; y otras influencias extranjeras, las vibraciones de la vorágine napoleónica, van á traerle la agitación, el estremecimiento y la tempestad.-El espíritu de la libertad era llevado sobre la faz de la patria.-Las nuevas generaciones que suspiraron por su día se regocijan en el hielo de la tumba. La luz ha surgido del sangriento sacrificio. El pueblo vio que era buena. Y fue la tarde y la mañana un día.



En Mayo de 1808 llegó á Buenos Aires el señor Sadney, enviado por Napoleón el Grande en demanda de vasallaje. Aprovechando la anarquía de aquella corte corrompida, cuyos vicios degradantes sublevaban los hijos contra los padres, el emperador se había apoderado de la corona española, cedida en su favor por el soberano legítimo de España, y transferida á José Bonaparte. Concedida la legitimidad de la soberanía hereditaria, los títulos de Bonaparte eran irreprochables, á menos que no se les atacara en vista de la coacción que sufrió el ánimo apocado de Carlos IV.


Sin embargo, Carlos impotente para gobernar sin el auxilio del príncipe de la Paz, había abdicado el reino en su hijo Fernando: abdicación que anuló más tarde en Bayona por sugestión del emperador para realizar la cesión en su favor.-¿Carlos obraba en derecho reasumiendo una soberanía abdicada, y desposeyendo de ella á su hijo, reconocido y jurado por la nación?


El pueblo español resolvió negativamente esta cuestión, y no es del caso decidir si se equivocó ó no, teniendo en cuenta los intereses populares, para cuyo fomento era necesario anular la dinastía de los Borbones. De todas maneras, sintiéndose humillado por la presencia de los reyes extranjeros, obró como obran las razas varoniles, y sin reparar en las trabas que el derecho absolutista le oponía, se levantó en nombre y en amor de la independencia nacional, iniciando una lucha heroica, verdadera resistencia del pueblo á la dominación francesa, y seguida colectiva é individualmente, sin tregua ni descanso. No era aquella guerra la resistencia del ejército contra el ejército: era la resistencia de un pueblo embravecido, que combatía sin cesar en toda hora y en todo sitio. Donde se encontraban un francés y un español, como donde se encontraban sus batallones, era seguro el combate.


El pueblo sublevado y regido por juntas provinciales reunidas al rededor de la Central de Sevilla y que obraba en nombre de Fernando VII, envió á su vez al Sr. D. José Manuel de Goyeneche, á fin de exigir la adhesión de las Provincias del Plata.


Hacia el mes de Agosto de 1808 la opinión popular se encontraba en frente de problemas arduos, que exigían coraje y alto acierto para afrontarlos.


El trono español derrumbado y la metrópoli invadida por el extranjero: el rey cautivo: el pueblo gobernándose por juntas provinciales, y en el Río de la Plata la población dividida en bandos fogosos, tendiendo el uno hacia el nacionalismo, el otro hacia el coloniaje: juntamente solicitados á prestar obediencia al yugo napoleónico por el Consejo de Indias, y á la sombra perseguida del monarca legítimo por la Junta Central de Sevilla, que en el fondo no exigía sino homenaje á su autoridad: rara vez se habrá presentado al criterio de una sociedad bisoña en las luchas de la opinión, una situación tan complicada y difícil de dominar.


El instinto que reunió en causa común todos los colores sociales para rechazar la conquista inglesa, no podía menos de imprimir idéntica dirección á las pasiones en el primer momento, respecto de la conquista francesa.


Patricios y españoles repudiaron con unánime sentimiento la tiranía, cuya mano por indirecta bendición del progreso que espera la primera brecha abierta en la compacta estructura de los despotismos, para desahogar sus caudales; cuya mano, digo, rompiendo el monstruo deforme engendrado por Carlos V, entregaba las colonias á su estrella, que nadie podía en adelante conjurar.


La Audiencia Real, empero, devota á las míseras tradiciones de la tiranía, reputando como el Consejo de Indias, la suerte de las colonias afecta á la de la metrópoli, sin la cual creían que, semejante á una planta parásita, no les era posible vivir y desenvolverse, pretendía estarse á la expectativa como en los remotos tiempos de la guerra de sucesión, para aceptar después del desenlace como hecho y como derecho, los resultados que consagrara la fuerza.


No podía someterse un pueblo á más bárbaro pupilaje: ya no eran sólo las leyes, sino su misma violación consumada, la que se ponía en perspectiva, exigiendo para ella el sometimiento de un pueblo, que no participaba de la lucha. En los tiempos fabulosos de Grecia, no cuenta Homero que los pueblos se sometieran con tan inerte ceguedad á los combates de los dioses en el sublime Olimpo. La metrópoli está en guerra: vencerá la justicia ó se sobrepondrá la iniquidad: ¿qué te importa, raza inferior? obedece y adora. Tal era el espíritu de la Audiencia, el espíritu del oficialismo metropolitano, que la deslumbraba hasta el extremo de no reparar en los fantasmas levantados en el horizonte de los reyes por norte-americanos y franceses desde los postreros años de la pasada centuria.


El pueblo en masa, verdadera potencia no menos real por ser negada, rechazaba aquella sacrílega degradación, que tendía á privarlo no sólo de su autonomía, sino aún de su derecho á sentir y á luchar por el lustre de la común bandera, gloriosamente levantada por él en jornadas de perdurable recuerdo.


El virrey Liniers, cuyos combates íntimos son lógicos en su carácter, fluctuaban en el conflicto, careciendo como es evidente, de la fijeza de propósitos que es necesaria, cuando han de dominarse grandes crisis, para las cuales el noble soldado, hijo de otros tiempos, no estaba preparado.


Víctima personal de la revolución en Europa, la temía como el mayor de los desastres. Leal por temperamento, popular por genio y gratitud, pasaba por tan ruda lucha interior, que sus fuerzas morales se hacían deficientes para la vigorosa acción externa, que las circunstancias demandaban.


Su bando de 15 de Agosto de 1808 refleja la inseguridad que lo dominaba, á la vez que su deferencia hacia la opinión arrogantemente manifestada por el pueblo.


Exponía con franqueza la situación de España y las diversas opiniones que circulaban, relativas al temperamento que convenía á las colonias, y encontrando prudente conservar la expectativa, anunciaba, sin embargo, la jura del rey Fernando.


Tan vacilante decreto, de seguro que no era una solución; así que se vió obligado á determinar netamente las cosas y apresurar la jura, pomposamente celebrada en medio del júbilo universal del vecindario, á 21 de Agosto de 1808.


Creo firmemente que si la revolución se hubiera elaborado en una región más pacífica, habría transformado el espíritu del general Liniers y desenvuelto como resorte dominante de su carácter los instintos populares que no le abandonaron en sus días más tormentosos. Pero aquel hombre, arrebatado al retiro de su modesta posición oficial, cuando las fuerzas creadoras de la sociedad parecían multiplicarse en razón directa con la copiosa fertilidad de pericias que envolvían la madre patria, deslumbrado y sin preparación, cayó desfallecido lejos de su centro moral.


En este momento le vemos salvar el conflicto obedeciendo al pueblo; pero éste había llegado al máximum de su actividad.


Jurado Fernando VII, ¿cómo se había de gobernar la colonia?


Para llegar á este resultado y rechazar la dominación francesa y la política de expectativa, españoles y criollos habían coincidido en una doctrina evidente, dice con razón el señor Mitre, desde el punto de vista del absolutismo, á saber: las colonias no deben obediencia sino al rey: el juramento de fidelidad los vincula directamente


con él; así que, fueran cualesquiera las revoluciones supervinientes en la madre patria, no podrían alterar la constitución de las colonias, eximirlas de su vasallaje, ni traspasar el cetro á distintas manos. Por eso lo juraron.


Pero el rey estaba cautivo. Un soberano, menos que tributario, prisionero de otro soberano; deidad sin rayos y sin altar, ¿cómo podía hacer práctico el vasallaje de sus súbditos? ¿qué leyes podía dictar el que de otro las recibía?


La uniformidad terminaba necesariamente aquí.


Ante este problema transcendental y sombrío para los peninsulares, el pueblo se fraccionaba en varios matices, pronunciando opuestas soluciones que partían de una premisa común: aberración de lógica, que demuestra por sí sola que la premisa era falsa, porque tomaba como legítima la ilegitimidad esencial, y por axioma en derecho, la tradición brutal del absolutismo, que es usurpación.


La primera y más neta división era la de españoles y criollos.


Si la colonia, decían los españoles, debe obediencia al rey, estando el rey cautivo; la debe á la institución que representa su persona y sus fueros: es decir, á la Junta Central de Sevilla, cuya autoridad superior deben ejercer juntas provinciales elegidas en América.


Las juntas de España no eran una institución legal: eran un hecho revolucionario y anormal, representaban á lo sumo, la reasunción en el pueblo de la soberanía nacional,—hecho que no podía ramificarse en América, sino en idéntica forma, es decir, por la investidura revolucionaria de la soberanía pública en gobiernos locales y electivos.


Esto nos llevaba demasiado lejos.


Acatando la Junta Central de Sevilla no se variaban sino los accidentes de la organización. Nuestro estado social debía producir forzosamente, dado caso de aceptar esta solución, el predominio del elemento español, que había de apoderarse de las juntas provinciales. La manera de elegir los cabildos, la composición de los congresos de notables, tenían que darles la fuerza y el gobierno. El pueblo criollo no estaba en actividad, sino por el armamento de los patricios.


La Junta española que sustituyera á Liniers se apresuraría á anularlos desarmándolos, y cuando en lo sumo de la fatalidad, llegara la madre patria á caer derrotada en su guerra contra la conquista, el vencido tendría segura su arena y su refugio, porque habría fundado, para valerme de una exacta expresión del general Belgrano, una España americana.


Alzaga, alcalde de primer voto en el Cabildo de Buenos Aires, y Elío, gobernador de Montevideo, eran los jefes de este partido, genuina expresión del espíritu de la metrópoli.


La Junta Central de Sevilla expedía, meses después (en Enero de 1809) la real orden que se ha llamado de emancipación de las colonias, y que no es en resumen y realidad, sino la reagravación hábil de las cadenas antiguas. En consideración, decía, á que la América es parte integrante de la monarquía y en el deseo de estrechar sus destinos con los de la madre patria, conviene que sea representada en la Junta Central que ejerce la suprema autoridad. La forma de elección para estos diputados debía ser la siguiente: cada Cabildo (Cabildo español se entiende) formaría una terna de personas idóneas, y de las tres designadas señalaría una por insaculación, cuyo nombre transmitiría al virrey ó presidente gobernador. De la totalidad de candidatos presentados por los ayuntamientos, este magistrado debía escoger tres, entre los cuales sortearía el diputado de su jurisdicción. Si se recuerda cual era el sistema de formación de los Cabildos, es fácil concebir que nada aventajaban las colonias americanas con ser representadas en la Junta Central por un total de diez diputados, que recibían su investidura en una elección de seis grados.


Lo que había real y evidente en esta reforma no era seguramente la emancipación de las colonias, sino la perpetuidad á través de los conflictos, de los peligros y la decadencia, de la subordinación de nuestro destino interior y exterior: tendía, como textualmente lo afirma la real orden, «á estrechar de un modo indisoluble los vínculos que unían unos y otros destinos,>>-y estrecharlos con una concesión falaz y tardía, para acariciar la altiva cerviz de los pueblos mientras la doblaban bajo el yugo. Por eso afirmé que el programa del partido español en el Río de la Plata se ajustaba como á su molde al espíritu más genuino de la madre patria.


La fracción ilustrada del partido criollo, llamada á encabezar la revolución, abarcó desde luego con la mirada profética del sentimiento que la animaba, los últimos resultados de la solución propuesta por los españoles, aun antes que la Junta de Sevilla descubriera sus afinidades con ellos en instrumentos públicos y fehacientes.


Renovemos su premisa. La colonia ha jurado fidelidad á la persona del rey Fernando, que está cautivo. Luego, si inesperadas perturbaciones han suprimido aquella autoridad legal-la salvación del pueblo y su derecho más claro aconsejan que, reasumiendo su personalidad, espere la libertad de su monarca para restablecer la organización normal. El general Liniers inclinado por su genio y por las diversas influencias que lo atraían, á conservar el statu quo, llevaba una conducta insegura, y dejando rodar los acontecimientos y crecer á los patriotas en brío, observaba en la práctica una política que apenas se diferenciaba en la forma de la expectativa, que aconsejó primitivamente la Audiencia, pero que no obstante, favorecía la fermentación espontánea del espíritu nacional.


Su excesiva prudencia lo arrojaba entre la doble y opuesta oleada de los partidos extremos, que comprendían á fondo la actualidad, y le buscaban soluciones definitivas. Alzaga y los suyos lo acusaban de napoleonista, lo cual era calumnioso. Los patriotas le encontraban débil y remiso, y desconfiaban de él; pero sin embargo le amaban; y sin la reacción que la calumnia provocó en su alma bella y delicada, agriándola con sospechas que irritaron su honor caballeresco, el general Liniers, que fué el caudillo de la primera revolución argentina, lo hubiera sido del gran pronunciamiento que fundó la independencia.


Como quiera, vacilaba entonces y guardaba un matiz intermedio sin armonía con los tiempos ni con el vuelo de los hechos y de las transformaciones contemporáneas.



Los patriotas raciocinaban y obraban con ánimo desembarazado. La corona, á la cual nos obligamos, caduca: salvémonos. ¿Cómo?..... y se repetían al oído en las secretas reuniones de la fábrica de Vieytes:-«Constituyendo un gobierno nacional».


¡Un gobierno nacional! ¿Con qué elementos y de qué forma?


Se extraviaron en su primera solución á este segundo problema, pero acertaron en el fondo del misterio.


La infanta doña Carlota Joaquina de Borbón, princesa de Portugal y Brasil, había declarado en un manifiesto datado en Río Janeiro á 19 de Agosto de 1808, sus derechos adventicios á la corona de su casa durante el cautiverio de los legítimos soberanos.


Este hecho dio una luz en medio del caos á nuestros patriotas, que abrazaron con calor la idea de constituir un reino americano bajo formas temperadas por la constitución y las cortes. Contucci, el fastuoso agente de la princesa, trabó relación con lo más culto é ilustrado de la sociedad, y pronto consiguió reunir en vastísimo complot á los patricios más entusiastas.


El señor D. Bartolomé Mitre, explotando curiosos y desconocidos documentos, ha puesto en claro esta cuestión de nuestros orígenes revolucionarios, y gracias á sus perseverantes esfuerzos, es indudable hoy, que todos los patriotas que se hallaban á la cabeza de la naciente revolución, aceptaron aquel medio indicado por Rodríguez Peña para constituir la independencia, y plantear las primeras simientes de la libertad política en el seno de la sociedad colonial.


Hagamos justicia, señores, á la pureza de su mente en esta empresa, contando con las tinieblas que subyugaban sus almas.


La monarquía era la forma social visible y apoyada en tradiciones y recuerdos en aquellos tiempos: ¿qué extraño que se equivocaran en la forma, los que, á pesar del ejemplo y de las preocupaciones, acertaron en sus esperanzas y en el nudo del problema?


Las negociaciones en que tomaron parte en 1808 y 1809 Belgrano, Castelli, Vieytes, todos los patriotas en una palabra, sin excluir el parsimonioso Saavedra, que aceptaba el pensamiento, fracasaron á Dios gracias, merced al frenesí de tiranía, que parece ser una facultad natural en el alma de todo Borbón. La Carlota despreció un trono constitucional.Los patriotas desconocían al adoptar este re curso, el principio y las tendencias de la fermentación política del Plata. ¿Qué había en el fondo de aquel movimiento?


Un pueblo que se reconocía fuerte y enérgico, y que había perdido la idolatría de sus reyes: una multitud que venció al enemigo, y proclamó su jefe contra la ley, contra los intereses, contra la resistencia de la monarquía y sus representantes, imprimiendo por consecuencia á la revolución iniciada en ese acto de soberanía, un carácter democrático, irrevocable y fatal.


No era sensato entonces pretender que la revolución se consumara maleándola, ni había probabilidades de éxito en querer dirigir el torrente, haciéndolo reaccionar en su curso.


Señores: reclamo vuestra atención sobre lo que voy á decir, porque es mi punto de partida. Las reseñas históricas de la revolución argentina puestas hasta el día en manos del pueblo, parten de este hecho: las conmociones preliminares de 1808 y 1809, dividieron la sociedad en dos partidos: españoles y criollos. A mi entender esta clasificación no es completa.


Entre los criollos que deliberaban en Cabildo abierto el 14 de Agosto de 1808, y los que proclamaban á Liniers en la plaza de la Victoria: entre los criollos que maquinaban la monarquía nacional y los que no querían otro jefe sino el caudillo de la reconquista: entre los criollos que veréis bruscamente divididos el 23 y el 25 de Mayo de 1810, ¿no mediaba un carácter social, una tendencia diversa, un gran matiz político?..... Evidentemente, señores. Eran la aristocracia y la democracia criolla: eran los revolucionarios y el pueblo: Saavedra y Beruti: la transición y el porvenir: el episodio y la historia. ¿Luego había, me diréis, un partido aristócrata y otro demócrata, que buscaban la independencia?..... No, señores. La revolución argentina no lleva sobre sí el sello de las facciones. Cuatro grandes fenómenos constituían á la sazón el estado de la colonia. La decadencia de España era el primero. El brazo del viejo atleta, sableado por la conquista francesa y enervado de cansancio, se doblaba bajo el peso de un mundo, que iba á encontrar, merced á esta fatiga, su órbita natural. El partido español era el segundo, guerreando sin descanso por salvar la tiranía que naufragaba en la revolución del siglo. Los revolucionarios criollos eran el tercero. Enamorados del pensamiento reformador, que vemos nacer en el Consulado, aprovechan las ocasiones accidentales que trajeron la conquista inglesa primero, la invasión napoleónica á España más tarde, para adelantar su robusta tendencia á la emancipación. Aquel núcleo ilustrado procedía por combinaciones teóricas y acariciaba la idea de la monarquía americana, como solución de la política colonial. Pero el pueblo criollo, la masa, el guarango del alto, el compadrito de las orillas, arrastrado por obscuros caudillos de barrio, ni estaba al lado de los españoles, ni participaba de las elaboraciones y de los sueños de Belgrano, de Vieytes y sus compañeros. El peligro lo armó y lo constituyó héroe. Su odio contra los españoles, odio evidente y natural por las desigualdades sociales y la arrogante altanería de los emigrados de la península: el prestigio con que la victoria elevaba al general vencedor: el furor de toda muchedumbre junta, envanecida y armada, lo trajeron á las sediciones fecundas, que ulteriormente estuvieron en riesgo de esterilizarse. Este pueblo ni entendía la noción de la democracia, ni soñaba con la independencia, ni era capaz de acariciar las quimeras de los patriotas ilustrados. Sabía lo que saben todas las muchedumbres: amar al que les da gloria, odiar á sus tiranos, vencer en las batallas y hacerse rey en las asonadas. Procedía por medio de hechos. Era además la fuerza que Dios ponía en manos de los revolucionarios, así como su ventura era el objeto y la fuente de su ardiente inspiración. Buscar un reyezuelo para emancipar la colonia, era una divagación quimérica. Las pasiones populares no estaban en ese camino, y sólo con ellas podía la revolución triunfar. El plebiscito de Agosto y sus afines, eran simplemente emergencias de la situación, fenómenos inconexos que sin embargo, habituando al pueblo á hacerse obedecer, constituían los fundamentos de la democracia. Hubiérasele descubierto el fin de las misteriosas negociaciones de Contucci, y es probable que no habría levantado un solo grito de entusiasmo. Las intrigas de gabinete no engendran las revoluciones, y de la nuestra particularmente sé deciros, que no con batallones españoles á la plaza de la Victoria, y agitando la ciudad con gritería sediciosa, que pedía la caída de Liniers y el establecimiento de una Junta, de cuya composición nunca estaban más seguros que en el día del motín. Sus directores, entre los cuales figuraba el obispo Lué, á quien el virrey profesaba la mayor veneración, lo asediaban entre tanto, exigiéndole su abdicación en nombre del pueblo que suponían ardiendo en ira contra el hombre más amado de las muchedumbres. Algunos patriotas estaban con los españoles. El pueblo no. La mayoría de los revolucionarios tampoco, y los tercios patricios, capitaneados por Saavedra, corrieron al peligro en defensa de Liniers. Amedrentados con su presencia comenzaron á ralear los grupos amotinados, cuando consiguieron de la imprudente bondad del general que los hiciera retirar, como en efecto lo efectuaron, cediendo á sus ruegos, previa promesa de que haría desalojar la plaza.


Armados y en sus cuarteles pasaron todo aquel día de bullicio y ansiedad, mientras el noble soldado combatido, traicionado, y víctima del engaño más pérfido cedió por fin, y extendió su renuncia. Los patriotas vinieron entonces al campo de la lucha.


Corría la tarea de los iniciados en la emancipación, paralelamente con aquellos fenómenos á los cuales debían incorporar la savia de su pensamiento, porque no tenían ni ejércitos ni asambleas legales con que llevarlo á la victoria. ¿Podrían haberse apoyado en los cuerpos cívicos? Entonces no habrían hecho una revolución, sino un cambio de escena caprichoso é inconsistente. No me habléis de religión sin Dios: no me habléis de revolución sin pueblo.


El complot de los carlotistas fue descubierto. Sus prohombres sufrieron persecución y destierro, pero la actividad de los partidos debía acercar un paso más la solidaridad de los elementos revolucionarios, irritando á la vez el sentimiento de las masas y la convicción de los pensadores. Los acontecimientos desenvueltos hasta fines de 1808 habían dado á los patricios el imperio de la capital: pero el partido español era dueño de Montevideo. Sus seides minaban la reputación de Liniers ante los poderes metropolitanos: y mientras aguardaban el resultado de sus sombríos manejos, habían constituido allí una Junta provincial, presidida por el general Elío, la cual desconocía la autoridad del virrey democrático de Buenos Aires. Lo vital empero para conservarse, era ganar la capital prestigiosa, y no encontraron medio más eficaz que fraguar un motín, para el cual escogieron el 1° de Enero de 1809, día de la renovación anual del ayuntamiento.


Así lo verificaron, en efecto, trayendo tres batallones españoles á la plaza de la Victoria, y agitando la ciudad con gritería sediciosa, que pedía la caída de Liniers y el establecimiento de una Junta, de cuya composición nunca estaban más seguros que en el día del motín. Sus directores, entre los cuales figuraba el obispo Lué, á quien el virrey profesaba la mayor veneración, lo asediaban entre tanto, exigiéndole su abdicación en nombre del pueblo que suponían ardiendo en ira contra el hombre más amado de las muchedumbres. Algunos patriotas estaban con los españoles. El pueblo no. La mayoría de los revolucionarios tampoco, y los tercios patricios, capitaneados por Saavedra, corrieron al peligro en defensa de Liniers. Amedrentados con su presencia comenzaron á ralear los grupos amotinados, cuando consiguieron de la imprudente bondad del general que los hiciera retirar, como en efecto lo efectuaron, cediendo á sus ruegos, previa promesa de que haría desalojar la plaza.


Armados y en sus cuarteles pasaron todo aquel día de bullicio y ansiedad, mientras el noble soldado combatido, traicionado, y víctima del engaño más pérfido cedió por fin, y extendió su renuncia. Los patriotas vinieron entonces al campo de la lucha.


El batallón sagrado penetró en la plaza, redoblando su tambor y ardiendo con el santo fuego que bajaba del cielo sobre el alma de sus soldados. Saavedra subió al alcázar y desengañó á Liniers de la traición y de la mentira, que invocaban los españoles para arrancarle aquella renuncia. Liniers, fatigado al fin de la emoción y de la duda, se decidió á explorar por sí mismo el estado de los ánimos; bajó á la plaza, cerca ya de la noche, menos obscura que el ocaso en que iba á sumirse para siempre la tiranía metropolitana, y un estallido inmenso de entusiasmo, una aclamación uniforme, vibrante como el rayo de los pueblos, lo saludó caudillo de la multitud y vencedor de la traición.


Los tercios españoles se conservaban firmes. Rasgada la abdicación de Liniers, estaba roto por la mano del pueblo el testamento moral de los reyes...


Los patricios calaron bayoneta y el enemigo se dispersó... Alea jacta est. El español quedó aterrado. Aquellos eran otros mundos, otros días y otras almas.....


Liniers entre tanto había sido vencido ante la Junta Central.....


En seguida de la victoria del 1.o de Enero, procesados y desterrados los corifeos del partido español, los patriotas trataron de fijar su voluntad fluctuante en un propósito franco, iniciándolo de lleno en las negociaciones entabladas con doña Carlota Joaquina, é incitándolo á abrir el Río de la Plata á la comunicación con el extranjero..... Sorprendióle en tales circunstancias la venida de D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, nombrado en Sevilla para subrogarle y prenderle, y anonadar de paso al partido patriota, así como para restablecer en honores y preeminencias á los revolucionarios de Enero. El virrey


rendido por la fatiga había solicitado su retiro en diversas oportunidades; mas ahora, arrojándolo con ignominia y bajo el anatema de tremendas acusaciones, la corte, injusta é ingratamente ensañada contra él, sometió su espíritu noble á torturas sin cuento. Los más fogosos de entre los patriotas, lo inducían á resistir abiertamente y luchar en defensa de su honor y contra la reacción representada por Cisneros para fundar de una vez la suspirada autonomía que el pueblo había probado merecer. Saavedra vacilaba: Liniers se sometió.


Se sometió noble y candorosamente, yendo á buscar á la Colonia al amedrentado Cisneros, que temeroso por su vida, respetó la altiva desgracia del soldado y le permitió retirarse al interior con su familia, para consolarse en el hogar y en la vida tranquila de los campos, de los tremendos sinsabores de que se quejaba poco después al ingrato monarca, cuyos seides lo persiguieron.


Cisneros entró en Buenos Aires el 30 de Junio de 1809.


Así terminaba, señores, el período embrionario, pero vigoroso é hirviente, de la revolución argentina.


Lo abrió la postración de la metrópoli. Abandonado el pueblo á sí mismo en la conquista extranjera, lucha, se salva, y sintiéndose héroe, se adivina soberano.


Flota en el cielo de la patria naciente, la antorcha pálida aún de la independencia nacional, y la combustión transforma á la sociedad en un caos en que todos los elementos buscan su armonía: el orden se contornea y la luz resplandece por intervalos, como si las moléculas de un mundo comenzaran á hacer visible su agregación y sus formas. Una sola alma grande y admirable cae mártir en el roce tremendo de las pasiones. ¡Pobre general! Su noble corazón buscó el equilibrio de su conciencia y la opinión. El pérfido maquiavelismo le apellidó traidor, la tortura interna eclipsó ante sus ojos el signo de los nuevos tiempos: el sentimiento caballaresco dominó su alma ansiosa de vindicarse y equivocó, víctima de esa reacción, los caminos y el ideal. Reconquistador de Buenos Aires..... ah! ¿por qué no fuiste también el Washington del sud, el padre y el profeta de la patria, tú que ungiste el pueblo con unción guerrera, derramando con él la sangre de las batallas en los surcos de la libertad?


El general Liniers se fue; el pueblo recibió al reaccionario Cisneros: 1810 se acercaba.





Ilustración: Louis Le Breton

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