martes, 15 de octubre de 2024

Los niños de la plaza








Abrió la ventana y una ráfaga de viento frío le secó el sudor de la cara. Aspiró profundo aquel viento que soplaba los cabellos lacios y algo largos para su edad.

     -¡Jefe!- gritó Fernández desde su escritorio, a dos pasos de la ventana. Entonces se dio cuenta que los papeles de la última venta en Chile, llegados por fax, volaban hacia el techo de la oficina como águilas de la cordillera.
     -Perdón- dijo él, con la habitual seriedad de siempre, la austeridad en las palabras y gestos. Notó, sin embargo, que lo observaban de reojo, cruzándose miradas de inteligencia, sonrisas disimuladas por los bigotes oscuros o la sombra de los ventiladores que luchaban contra la humedad de ese lunes otoñal y lluvioso.
     Solamente el flaco Bermúdez se atrevió a acercarse a él con toda deferencia.
     -¿No tiene frío, jefe, no quiere que apague los ventiladores si va a dejar la ventana abierta?- Sostenía la taza de café instantáneo de las dos de la tarde, batido con un poco de agua caliente durante diez minutos, hasta que la espuma bullía al verter el resto.
     Él no necesitaba entonces mirar el reloj de la máquina de tarjetas de asistencia. El día se dividía en el antes y el después de ese café preparado en la estrecha cocina a un lado del balcón que casi nunca abrían. Levantó la taza, sin dejar de mirar hacia el parque. Allí estaban los chicos jugando a la pelota, las niñas que iban y venían simulando los quehaceres domésticos que mucho más adelante las esperarían igual que manos afiladas por el tiempo.
     Pensó en el balcón, sólo abierto un fin de año que decidieron festejar todos juntos después de cerrar la oficina. Pero como cada vez que había intentado ser como los demás, unirse a ellos mostrándose como realmente creía ser, la idea se derrumbó antes de que llegasen las doce de la noche. Junto a las caras largas y el aburrimiento que veía en los empleados y sus mujeres obligados a complacer a su jefe, se fijó por primera vez en los niños que tiraban petardos en la plaza de enfrente.
     Eso fue, quizá, dos años antes, y se asombraba ahora de cuántas cosas habían pasado desde entonces. La pequeña Griselda, con el pelo rubio brillando como espigas de maíz. La bonita Sara, con los ojos oscuros que lo miraban tan fijamente, hasta casi leer sus pensamientos, la sombra de sus ideas tan lejanas al sol sobre la plaza.
     Aquel fin de año, mientras las estrellitas luminosas morían entre las manos de las niñas, supo lo que debía hacer, tal vez mañana, o el primer día hábil del año, para deshacerse del acalorado deseo, de la inquietud que llevaba en su cuerpo mucho más tiempo que la vida de los fuegos de artificio.
     Los vestidos de las niñas se balanceaban, y los labios que sus madres les había dejado pintarse por esa noche parecían cerezas con crema, blanca crema en las caras pálidas bajo los relámpagos de las bengalas o los cirios.
     Se quedó mirando como un estúpido la plaza iluminada, con la copa de sidra en la mano, mientras uno de sus empleados le tocó el brazo para despertarlo y hacerlo brindar. Las campanas de la iglesia sonaron las doce, y él volvió a la realidad, apenas sonriendo, apenas sonrojado, y brindó con ellos. Sabía que algo estaba comenzando, no el Año Nuevo, sino el canal, el cauce abierto a fuerza de puños suaves como las mejillas de los niños que jugaban.
    
     Y como todas las tardes a las dos, excepto por esta única tarde en que abrió la ventana en pleno otoño, el café de Bermúdez esparcía su aroma a juventud perdida, a irremediable  consuelo. El café era el recreo, la serenidad con que observaba las sonrisas, las complacencias que sus empleados le brindaban para congraciarse con él.
     Un murmullo venía de los escritorios arrinconados en cada esquina. Las camisas blancas arremangadas, las corbatas negras, flojas, agitadas por el viento que golpeaba los pechos transpirados. Alguno tosió.    
     La sombra de una inmensa nube cubrió la ciudad, la plaza, y entró a la oficina, y ya no pudo verlos bien. Sólo adivinar sus presencias. Pero Bermúdez, metiéndose entre él y la serenidad de su espíritu, entre él y el futuro de la sombra a la que anhelaba llegar para descansar por fin, encendió las luces. Entonces su rostro debió sorprenderlos, porque lo miraron como asustados.
     -¿Está bien, jefe?- Y no fue el marica de Bermúdez el que preguntó, sino la voz acongojada de Fernández.
     -Sí, gracias.- Pero su mano temblaba, y se dio vuelta hacia la ventana. Los niños seguían jugando, las niñas abrían sus paraguas para cubrir los cochecitos con los bebés de juguete. Debía protegerlas, salvar esas sonrisas, esas muecas de teatro para siempre, preservarlas para la eternidad que el cielo anunciaba en las nubes formadas y destruidas cada minuto, en el sol que hacía crecer espigas doradas en los cabellos de las niñas.
     Cerró la ventana. Las cortinas, grises por los gases de los autos, dejaron de balancearse. Las corbatas también se aquietaron, y los dedos de los hombres volvieron a repiquetear sobre las teclas de las máquinas de escribir y sumar. Bermúdez le alcanzó una carpeta con los números de las ventas de ese año en Chile. Se sentó, con la cabeza apoyada en su mano izquierda, y la mano derecha sobre el papel. Pero los números eran blancos como la nieve de la cordillera que había sobrevolado cuando fue a jugar por el campeonato continental de rugby. Otros tiempos, pensó, o quizá murmuró en voz baja, pero ninguno lo escuchó. Aún sentía, bajo aquel traje, su cuerpo fuerte a pesar de los cuarenta y nueve años recién cumplidos, los brazos anchos, la espalda erguida.
     Se levantó y fue al baño. Mientras orinaba, se miró en el espejo sobre el lavatorio. Estaba seguro que todavía podía seducir a cualquier mujer que encontrara, no sólo a las que pagaba para complacerlo cada quince días. A éstas no podía abrazarlas ya, no podía besarlas sin sentir el aroma de otros hombres. Eran nada más que órganos sin caras, sin huesos, sexo sin olor siquiera.
     Volvió al escritorio, pero no a los números. Miró a través de la ventana el tenue brillo del sol sobre las aceras, en las baldosas acanaladas de la plaza, en la tierra apisonada donde los niños pateaban la pelota hacia imaginarios arcos.
     -Señores- se oyó decir, de pronto, sin planearlo-me retiro más temprano, no me siento bien.- Se pasó una mano por la frente cubierta de gotas de sudor, y salió sin esperar que alguien le preguntase algo.
      Cuando llegó a la planta baja, el portero lo saludó con respeto, pero por el espejo del pasillo lo vio hacer una mueca de burla mientras él se alejaba. Antes de salir, se levantó el cuello del piloto, lo abrochó concienzudamente y se arregló la corbata en el espejo. Sí, se dijo, era atractivo, y todas las mujeres que lo habían conocido debieron pensar lo mismo. Pero ellas se inhibían, y toda posible relación se estropeaba en el silencio, en las pocas frases dichas antes de apartarse para siempre. Por eso iba con las putas, y les pagaba para que le dijeran te amo. Y aún así algunas se negaban, como esa Claudia que había conocido en abril, por más que él estuviese dispuesto a doblar el precio. Eran palabras que no se vendían, contestaban ellas.
     Miró hacia la plaza. El viento había decrecido. Los niños jugaban mientras las madres hablaban en el círculo de bancos de cemento bajo la pérgola. Cruzó la calle a mitad de cuadra. Un vigilante, parado en la esquina de la escuela, apenas se veía entre las madres, entretenido al parecer en hablar con las mujeres y contemplar las caderas que se mecían bajo los vestidos.
     Él, que tanto las había mirado y llorado por ellas, ahora tenía la vista fija en las niñas, las únicas que nunca lo defraudaron, las que obedecían ciegamente, las que jamás sospechaban porque aún no habían despertado al lado oscuro de la vida.
     Se sentó en el borde de un cantero. Unas hormigas se le subían al piloto. Se sacudió bruscamente, y fue entonces que escuchó la risa, antes de verla siquiera. Fue como si viniese del cielo, de los rayos escasos que caían alumbrando la plaza de tanto en tanto. Levantó la vista y allí estaba ella, la pequeña de tal vez seis o siete años, pecosa, de cabello rojizo, sonriendo como un ángel recién encarnado.
     -¿Le hacen cosquillas?-dijo ella, riendo, retorciéndose las manos delante de su vestido azul, sucio de barro por haber jugado después de la lluvia.
     -No, pero si las dejo meterse en los bolsillos, me las voy a llevar a casa- contestó él. Ambos rieron.- ¿Cómo te llamás?
     -Sofía.
     Las piernas de la niña también tenían pecas. Las zapatillas habían dejado huellas de barro en las baldosas.
     -Sacáte las zapatillas para que se sequen al sol. Mirá, ahora se asoma.- Miraron juntos el cielo, y parpadearon ante el brillo que los cegaba. Ella se sentó a su lado y comenzó a desatarse los cordones.
     -Va a tener que ayudarme a atarme después, porque todavía no aprendí. Mi mamá me enseña, pero siempre me olvido.
     -No te preocupés, yo tengo un método especial que nunca te vas a olvidar.- Entonces pasó su brazo por encima de los hombros de la pequeña. Se palpaban puntiagudos, flacos pero suaves como tallos verdes.
     Ella buscó en los bolsillos, y sacó unos caramelos.
     -¿Quiere?- Él aceptó. Comieron, y los envoltorios cayeron en los charcos de agua.
     -¡Mire! Son como barquitos.- Y la las puntas de la cabellera roja se deslizaron hacia el suelo, tocando el agua.
     -Te vas a mojar. ¿Dónde está tu mamá?
     -Tiene reunión de madres en la escuela de mi hermano mayor.
     -¿Pero te dejó sola?
     Ella lo miró por un rato, seria, y se le acercó al oído. Sus manos le cruzaron el cuello. Él sintió el olor suave de la niñez, el aroma perfecto del pelo de la niña. Creyó perderse, de pronto, en un abismo del que jamás regresaría, el viaje a los cielos y al infierno al mismo tiempo, el gran salto del que nunca iba a recuperarse o redimirse.
     -Me dejó con los otros chicos, y me escapé para jugar en el tobogán, pero están ocupados todavía- le murmuró ella, y al soltarlo, le pidió guardar el secreto. Él asintió, poniendo su dedo sobre la boca.
     -Shhh...- dijo, y la niña volvió a sonreír.
     Los chicos estaban saliendo y obstruían la vereda angosta y la calle. Las madres se acercaron, buscando entre las cabezas, oscuras o rubias, a sus hijos. El policía se perdió en la muchedumbre, y no volvió a verse.
     Los dos miraron hacia la escuela, pero nada les interesó, y empezaron a jugar con unas figuritas que él sacó de un bolsillo y tenía atadas con una banda elástica.
     -¡Mirá, ésta es la más difícil de todas!-gritó ella.-¿Me la prestás?
     -Pero la vas a ensuciar con tus manos. Dejáme que la guardo hasta que te vayas.- Ella vio desaparecer la figurita entre sus palmas gruesas, ásperas, y luego en la oscuridad del bolsillo interior del traje, protegida para siempre de todo peligro.
     Pasó media hora y Sofía se había cansado de las figuritas. Ahora caminaba sobre el borde del cantero como por la cuerda floja de un circo.
     -Me parece que tu mamá se olvidó de vos. Esperame acá que voy a ver.- Él se levantó y empezó a caminar hacia la escuela, pero al pasar la fuente del centro de la plaza, se escondió detrás de una estatua. Aguardó cinco minutos. Observaba a la niña, que no se movía de su lugar, hablando sola con su imaginación. Después volvió a su lado.
     -Tu mamá me dijo que te llevara con ella. Vení, dame la mano.
     Sofía se agarró de él, casi colgándose de su brazo, contenta.
     -¿Cómo se llama, señor?
     Él dudó antes de contestar, pero no era algo que no hubiese previsto desde mucho tiempo antes. Desde que vio a Griselda, la de los rizos rubios. Le había hecho la misma pregunta apenas hablaron. Y esa vez contestó como ahora lo hacía.
     -Jesús. Me llamo Jesús Méndez.
     -¡Pero te llamás como el niñito del pesebre!- Los ojos de Sofía brillaban, bellos, curiosos, llenos de expectación.
     -No te cuelgues que estoy viejo para arrastrarte. Vamos, vamos con tu mamá.
     Caminaron hacia la vereda. La gente los miraba por un segundo apenas, sonriendo a aquella pareja de padre e hija, o de abuelo joven y nieta. Él respondía a las miradas con un saludo, Sofía les sacaba la lengua a los extraños. Se dio cuenta de que nadie hablaba detrás de él, no fingían amabilidad, ni resultaba un extraño y aislado ser en medio de la corriente humana. La niña estaba ahí para protegerlo, y él le devolvería el favor, pronto.
     Después, se volteó por un instante hacia la ventana de la oficina. Estaba abierta, y unas cabezas se ocultaron rápidamente. Lo estaban mirando. No tenía que haber salido antes de tiempo, y se preguntó, por primera vez en toda la tarde, por qué lo había hecho. Sabía que todo podría terminarse por ese solo error, y tal idea le trajo, sin embargo, una extraña sensación de alivio. Pero su rostro se ensombreció, tenía miedo al dolor del fin, y apretó con fuerza la mano de Sofía.
     -¡Ay, me duele!
     -Perdoname- dijo él, aflojó la mano y la niña volvió a cantar mientras caminaban.
     Apresuró el paso y llegaron al auto. Abrió la puerta.
     -Subí que te llevo con mamá.
     -Pero mi mamá está del otro lado...- Ella miró alrededor, dudando, la plaza era grande y mucha gente había pasado, transformando el lugar una y otra vez desde que estaban allí. Se llevó los dedos a la boca y se mordió las uñas. - Creo que era para allá, pero no sé...
     -No te preocupés.
     Trató de empujarla hacia el asiento, con suavidad. Ella también se resistió con suavidad, como si estuviese mal dudar de ese señor tan amable que se llamaba como Dios. Las manos de Jesús la habían tomado de los brazos y la levantaban del suelo para sentarla en el auto.
     -¡La figurita!- gritó, acordándose de pronto.
     -Te la devuelvocuando lleguemos.- Pero ella miraba el bolsillo donde él la había guardado, y aquel pensamiento pareció dominarla desde entonces.
     Cerró la puerta, encendió el motor y dio un último vistazo a la ventana de la oficina. Estaba cerrada, o tal vez la neblina del fin de la tarde la hacía lucir así. Eran las cinco y media, ya todos debían estar bajando las escaleras. Miró a la niña, que observaba de reojo el bolsillo, seria, quizá desconfiada de hallarse en ese auto con un olor tan raro.
     -¡Qué olor feo!
     -Cigarrillos, Sofía. ¿Tus papás no fuman?
     -Mamá sí.
     Las mamás fuman, pensaba él, las que dicen te amo sin venderse. Arrancó. Recorrieron calle tras calle, dieron vueltas muchas esquinas que la niña miraba absorta y siempre arrodillada en el asiento, con las manos apoyadas sobre la ventanilla.
     -Estamos lejos de casa, Jesús-Ella lo estaba mirando y los labios le temblaban, a punto de ponerse a llorar. Esta vez él no respondió. Sólo después de un rato, al verla lagrimear en silencio, le dijo:
     -Ya llegamos.
     La luz del día se hizo penumbra al entrar a la oscuridad del garage. El guarda estaba hablando por teléfono en su cabina y apenas lo saludó. El auto ascendió en espiral dos, tres, cuatro pisos, y Sofía se sujetó fuerte a su brazo, unida a él otra vez por el miedo. En la entrada del último piso, una cinta iba de pared a pared. Los obreros que remodelaban el piso ya se habían ido. El auto rompió la cinta y se estacionó en una de los lugares del fondo.
     Detuvo el motor. Pasó su brazo derecho por sobre el respaldo de Sofía, y se quedó mirándola.
     -No entiendo, dejáme salir, ¿dónde está mamá?
     La tomó de los hombros, y por más que ella intentó apartarse, llorando, la acercó a su cuerpo. Jesús se puso a tararear una canción infantil que había aprendido de niño. Nunca supo si ellas, las inocentes, la reconocían, nunca en realidad pudo averiguarlo. Pero la canción lo calmaba. Lo hacía recordar las tardes en que dormía en la cama de su madre.
     Retuvo a Sofía con sus manos duras como rocas. Luego apoyó su boca sobre la de ella,  haciéndola callar. Los gritos cesaron, el garage volvió al silencio del a nafta derramada. Los labios de Sofía gritaban ahora hacia dentro de él, y la oía en su interior, en su pecho. Pronto sería parte de él para siempre. Ella seguí intentando gritar, pero se ahogaba. Sus brazos lo golpearon, pero nada pudieron hacerle.
     Y Jesús lloró al comprobar que esos labios finos y para siempre pálidos, ya nunca pronunciarían palabras de desmérito ni lastimarían a nadie.
     Con una mano sujetó la cabeza, con la otra el cuerpo. Entonces comenzó a mecerla, tarareando la melodía de su infancia, la canción de cuna que habla de los niños solos y perdidos en las sombras que avanzan al caer la tarde.





Ilustración: John George Brown

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