jueves, 17 de octubre de 2024

Gloria








No la amo, y sin embargo hace diez meses que la estoy buscando. Es el imperioso deseo de retenerla a mi lado lo que me hace seguirle los pasos. Como cuando vivíamos juntos, y en la vieja cama del departamento de Almagro me contaba los problemas en los que se había involucrado. Debo convencerme de que no es amor, aunque se le parezca terriblemente, esta necesidad de extrañarla que siente mi memoria. Más aún en este momento que creo haberla hallado por fin en la pequeña casa de enfrente, en este barrio apartado de Lomas de Zamora, entre cercas de alambres y perros sucios ladrando a los chicos que juegan a la pelota en la calle. Estoy aquí sentado hace horas, e intento no llamar la atención de los vecinos, pero es inútil. La gente mira el auto con curiosidad, las mujeres con sus bolsas de compras, los niños con los guardapolvos abiertos. En cada uno espero ver a Gloria, su inalterable belleza destacándose en medio de los desbordados signos de la pobreza. Nunca pudo convencerme cuando decía que su lugar estaba entre esta gente.

     Diez meses antes me abandonó, dejando todo lo que había traído: las cortinas, las sábanas nuevas y los manteles tejidos sobre las mesitas de luz, la taza de café todavía con la marca de sus labios. Cosas que sólo trajo para sentirse tranquila con el mandato inevitable de domesticidad, aunque siempre fue distinta a las otras mujeres. Recuerdo la primera vez que me confesó haber participado de las manifestaciones, describiéndome a los heridos en las calles y los fusilamientos contra las paredes de la calle Defensa. Me habló de la futura caída del gobierno de facto como si recitara un poema épico, hermoso e improbable.
     Posiblemente me crucé con ella mucho antes de conocerla, entre los tiroteos, esquivando balas y gases lacrimógenos, rodeados del tumulto. Ella perseguida, violenta y asustada. Yo, con el grabador en mis manos temblorosas, corriendo de una vereda a otra cerca del Congreso o la Casa de Gobierno. Cruzándonos sin saberlo, sin imaginar que un tiempo después estaríamos en la misma cama llamándonos amantes, y sospechosamente felices. Había transcurrido casi un año del golpe de estado, cada vez pasaba más horas en sus reuniones del partido en algún sitio oculto de La Boca. Nunca quiso contarme nada en detalle, era por mi protección, me aseguraba.

     Un mes después de que ella me abandonara, golpeé la puerta del editor para exigir la cobertura del atentado. Porque esa mañana había escuchado en la radio la noticia de la explosión en la casa de un jefe militar, y recordé lo que Gloria me había dicho al irse: que estaban por hacer algo importante y no quería comprometerme, que nuestras formas de vida eran incompatibles. Lo hizo con esa emoción habitual en ella, aquel gesto de melodramático compromiso. Se fue vestida como al conocerla, con sus pantalones levemente ajustados, la blusa blanca desabrochada hasta un poco más allá del nacimiento de los senos, sin pintura ni collares, sólo el armonioso movimiento de su cabello castaño cayéndole en los hombros. Ahora la casa del militar estaba destruida, y la bomba parecía haber gritado el nombre de Gloria al estallar.
     El editor finalmente me dio el permiso, pero antes debí venderla. Tuve que decirle que ella estaba en mis manos. Me hizo contarle la forma en que nos conocimos en la última asamblea previa al golpe, la manera en que nos enamoramos y descubrí lo que hacía. Le inventé una historia de cómo había averiguado sus planes con sólo llevarla a la cama y hacerle el amor hasta obligarla a contármelo todo.
     -Traicionar y prostituirse es la misma e inefable virtud de las mujeres- le dije a mi jefe.
     Entonces, igual que un niño que miente por primera vez, me di cuenta que ya no podía echarme atrás. Había vendido su nombre, la imagen de la líder violenta y subversiva que en realidad nunca llegué a conocer. Por eso necesitaba buscar a la otra Gloria, la que se sentía protegida por el solo hecho de estar conmigo.
    
     A la semana siguiente, publiqué una columna completa dedicada al grupo guerrillero al que se adjudicaba el atentado. Al principio fueron datos que los demás diarios ya tenían; a la segunda semana decidí entregar mi entrevista con la madre de una amiga de Gloria. Visité a la señora Fay en Belgrano, en una casona que debió ejercer el efecto contrario que esta mujer deseaba para su hija Cristina, a la que Gloria mencionó escasas veces. Es extraña la forma en que todos ellos, los activistas, pueden ocultar sus pensamientos, o dividir su mente en dos vidas paralelas. Ser amantes y al mismo tiempo unos desconocidos. Únicamente los hombres como yo, los que tenemos un solo pensamiento, somos simples y tan planos como cualquier cosa inútil puede serlo.
     La señora Fay habló de su hija de manera despectiva.
     -Desde que tenía dieciocho años empezó a meterse con esos grupos. Yo la veía volver de la calle con pancartas y esa actitud de desprecio hacia todo lo que le dimos, la educación, la posición, usted me entiende. Pero ningún gobierno les viene bien.
     -¿Usted conoció a sus amigos?- le pregunté.
     -Varias veces hizo reuniones en esta casa, mientras yo no estaba, por supuesto. Cuando me enteré y le dije que se fuera, se me rió en la cara.
     Hizo una pausa para buscar en el escritorio un papel que entregó en mis manos. Me dijo que aceptaba esa entrevista sólo para que la ayudase a saber algo de su hija.
     -Tome, ésta es la última dirección que tengo de ella.
     Noté que estaba algo conmovida por primera vez desde que empezamos a hablar, y me preguntó qué sabía sobre la gente desaparecida en los arrestos. Yo pensé, sin decírselo, que la tierra se los tragaba.
   
     La dirección que me dio la madre de Cristina era un sitio en General Rodríguez, y antes de salir, pasé por la redacción. El jefe se me acercó al oído y murmuró:
     -Deme el manuscrito, Beltrame. De arriba me presionan y tengo la soga al cuello.
     Entonces me quedé tranquilo, supongo que fue tranquilidad esa sensación de estar haciendo algo que todos consideran correcto excepto uno, por lo menos la más pequeña parte de uno mismo.
     Cuando llegué a la ciudad el domingo a la tarde, había una quietud extrema en las calles. Algunos perros ladraban y cruzaban de vereda, interrumpiendo el silencio instalado. Me detuve en una estación de servicio y pregunté por la calle que buscaba. La casa resultó estar ubicada al fondo de una serie de departamentos dispuestos en fila. Golpeé a la puerta.
     -Soy amigo de Gloria- le dije a la mujer que me abrió.- ¿Usted es Cristina Fay?-Detuve la puerta con el pie antes de que me cerrara.-Necesito hablar con ella, fui su pareja y la extraño.
     Y al oír mi propia voz, fue como escuchar a otro hombre fingir. Le estaba hablando como un amante que se siente solo, pero yo seguía pensando en mi artículo que en ese instante se imprimía en Buenos Aires.
     Cuando la convencí, me hizo entrar a una sala pequeña y vacía, como esos lugares que van a habitarse por poco tiempo. Continué hablándole y observando sus ojos bellos, aunque no tanto como los de Gloria. Sin embargo, su desconfianza no cedía, como si ella también pudiese escuchar los ruidos de las máquinas impresoras en mi cabeza. Acercándome a su oído, le hablé casi llorando.
     -No te imaginás cómo la extraño, tanto que desde su huida no he dormido con nadie más.
     Entonces le besé la oreja suavemente, puse una mano sobre su muslo, y ya no opuso resistencia. Ni siquiera ese precavido silencio, que fue desapareciendo con suspiros frecuentes. Fue como derribar la barrera frágil de su cuerpo de una sola vez. Mis manos empezaron a tocar sus pechos, desnudándolos. Sacándole ese vestido que era más un disfraz de ama de casa que de una combatiente por la liberación. Su cuerpo era muy delgado, casi desnutrido en las caderas huesudas, en los muslos fláccidos, surcados por quemaduras y marcas de picana. 
     Pero mi mente seguía siempre alejada, pensando en las palabras de mi próxima nota, y el rostro de Gloria se me apareció de pronto. En ese momento acabamos, y me aparté. Cristina estaba extenuada, y por su mirada perdida supe que quizá no volvería a levantarse de esa cama. Mis brazos, pensé, mi cuerpo, habían sido el último remedio, el éxtasis y la electricidad que cura y daña al mismo tiempo.
     Mientras me vestía, ella miró hacia la ventana varias veces, como buscando algo, pero no le hice caso. Después giró la vista hacia mí por un instante, y comenzó a revolver entre unas carpetas en el suelo junto a la cama.
-Pase lo que pase, nunca le mencione lo nuestro- me dijo al entregarme un papel.
     Salí de allí con el papel arrugado en mi mano derecha, una hoja de agenda con la dirección de Gloria. Ella era su amiga quizá más íntima, y con la que creía haber cometido una traición personal, pequeña y pueril, tal vez, pero que iba a compensar devolviéndole a su amante.
    
     Al volver a Buenos Aires, la señora Fay me acosó con sus llamadas.
     -No es lo que convinimos, ha distorsionado todo lo que le dije- reclamaba ella desde el teléfono, advirtiéndome que me haría huir del país.
     Busqué el diario de la mañana y leí un fragmento irreconocible de mi nota. Los leves destellos de humanidad con que quise teñir a la familia Fay, habían desaparecido. No sirvió de nada entrar puteando a la oficina del jefe. Levantándose de la silla, me apuntó con el dedo como un arma.
     -Esto es lo que iban a hacerle a usted y a mí si no la cambiaba.- Su voz se convirtió en un murmullo.-Mientras usted jodía con esa mina en Rodríguez, lo estaban siguiendo, y después se la llevaron. Hasta secuestraron una agenda que como un boludo no fue capaz de ver.
     Me senté, aflojándome la corbata, y un sudor frío empezó a correrme por la espalda.
     -Ayer mismo volvieron a llamarme de arriba. Me encajaron toda una lista de gente a la que hay que cagar, ¿me entiende?- Y se puso a repetir, frotándose el rostro una y otra vez: -Estamos jodidos, jodidos...
     Volví a mi escritorio y cerré la puerta con llave. Las paredes me parecían cuatro hombres y ocho ojos imperturbables. Cualquier paso en falso me involucraba, y tuve tanto miedo por mi vida, que fui capaz de un único acto. Esta maldita reacción que finalmente ha sido la responsable de mi supervivencia. Regresé a la máquina de escribir y me puse a teclear como un verdugo.
    
     Dudé mucho tiempo en seguir buscando a Gloria. Sabía que su dirección ya no estaba en la agenda de Cristina, así que ir hacia ella significaba enterrarnos a los dos. Cada semana prolongué mi vida entregando mi ración de nuevos nombres al periódico. Hombres o mujeres sospechosos de militancia subversiva eran mencionados en mi columna, y si algo sucedía con ellos, no deseaba saberlo. Pero en la redacción mis colegas se encargaron de dejarme informes sobre mi escritorio, notas de muertes inexplicables, de desaparecidos, de allanamientos y secuestros que al ser publicados cambiarían sus nombres por otros más acordes a la voluntad imperante de tranquilizar al pueblo. Dejaban notas anónimas en el parabrisas de mi auto, y me trataron de manera distante, rencorosa pero temerosamente, y conocí una nueva clase de respeto. La tensión de cada mañana al enfrentarme con la máquina de escribir me hacía sentirme enfermo. Tal vez mi cuerpo se estaba flagelando por las culpas de mi mente. Estuve tres semanas en cama, con fiebre y una meningitis que me dejó muy débil. Sólo Gloria podría salvarme de la caída que se me ocurrió inevitable. 

     Por eso vine a Lomas de Zamora a buscar su casa. Hace horas que aguardo frente la puerta, soportando el frío de la mañana y la lluvia sorpresiva de la tarde. Pero no la he visto. Me bajo del auto y me confundo entre la gente, por si me vigilan.
     Desde una esquina finalmente la veo salir, tan hermosa como siempre. Se me ocurre que ella, con su sola presencia, es capaz de redimir a cualquier hombre en el mundo. Mira hacia todos lados, y corre hacia la otra esquina alzando un brazo para detener al colectivo. Sé que no tengo tiempo de buscar el auto. El colectivo se detiene y ella sube, corro y lo alcanzo. Empuja a los que están delante, ellos protestan y veo que Gloria se da vuelta.
      Me ha visto. Y por su mirada me doy cuenta que huye de mí como si un criminal la persiguiera.
     -¡Esperá, por favor!- le grito.
     Quizá una palabra suya sea suficiente para sentirme diferente. No amado, ni siquiera perdonado, sino distinto, otro que no sea yo ni el hombre en el que me he convertido.
     El colectivo está repleto de gente. Intento abrirme paso. Ella se escabulle entre los pasajeros. Alguien se interpone en su camino, y así logro alcanzarla extendiendo un brazo. Estoy a punto de hacerlo, puedo rozar con los dedos el tapado azul que yo le regalé en su último cumpleaños. Aún lo conserva, y es una señal consoladora de que no puede olvidarme.
     Entonces me observa una vez más. Sólo espero escuchar su voz. Pero lo único que obtengo es una mirada de temor. Solamente miedo. Si me odiara, si en esos ojos hubiese por lo menos un indescriptible desprecio, tal vez eso sería suficiente para justificarme.
     El colectivo se detiene en un semáforo, y ella se baja corriendo. La sigo, pero la puerta se me cierra en la cara. Ahora está mirándome desde la vereda, y de pronto dos Falcon frenan a su lado.
     -¡Abra!- le grito al chofer, pero no me hace caso.
     Dos hombres descienden de los coches, agarran a Gloria de los brazos y le tapan la boca. Ella se resiste, patalea como un animal. La gente mira por la ventanilla y murmura.
     Ya han subido a Gloria a uno de los autos. Arrancan y pasan junto al colectivo con el chirrido de neumáticos en el asfalto, cruzando las luces rojas. Me quedo quieto, rodeado de la gente que me está observando y nada dice, envuelto por ese olor humano tan insoportablemente acusador.
    




Ilustración: Fernando Botero

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