sábado, 12 de octubre de 2024

La biblioteca

 








El día que Leandro Suárez cumplió treinta y ocho años, salió del trabajo en la ferretería de la calle Riobamba y caminó, como todas las tardes, hasta la esquina de la avenida Córdoba. Dobló a la derecha, sin cruzar, la biblioteca estaba a tres cuadras en la misma vereda.

     Era invierno, pero él no recordaría esa tarde por los negros, violentos nubarrones que hacían descender ráfagas heladas sobre la ciudad, ni siquiera porque fuese su cumpleaños. Iba a recordarla por la mirada y la primera sonrisa que recibió de la bibliotecaria.
     La había visto entrar a la biblioteca un año antes, en reemplazo de otra que se había jubilado. Al principio, ella iba y venía por el pasillo que separaba la recepción de la sala de lectura, recogiendo libros de las mesas. Usaba pantalones de fina tela y color ambarino o verde, según la luminosidad de las tardes y las luces de la sala. Los cabellos negros formaban rizos de suave apariencia, y cada vez que ella se agachaba, le cubrían la frente y acariciaban sus hombros apenas esbozados bajo la blusa de seda. Nunca le había dirigido más que una mirada fugaz, como si Leandro fuese sólo uno de los tantos objetos que se cruzaban en su camino.
     Pero hacía dos meses le habían designado un puesto en la recepción, y desde entonces, él notó el enrojecimiento de las mejillas con el ajetreo que provocaban los chicos y estudiantes cuando venían al salir del colegio de la otra cuadra.
     Leandro pedía los textos que había planeado retirar desde la noche anterior, acostado en su cama sin poder dormir. Pero cuando ella lo miraba y le daba las buenas tardes, con las cejas arqueadas, de pronto olvidaba qué venía a hacer. Cuando realmente le gustaba una mujer se sentía  torpe y desconfiado.
     -¿Perdón?- decía, recién después de sentirse liberado por sus ojos, que lo habían atrapado como ganchos de signos de interrogación.
     Ella, sin embargo, le devolvía una mirada altiva, y él bajaba la cabeza o sonreía como un estúpido. Le habría gustado hablarle, saber su nombre. Le habría gustado, por sobre todas las cosas, tocar esos rizos negros que adivinaba impecablemente suaves al tacto.
     La tarde de su cumpleaños, al entrar, el viento golpeó la puerta contra la pared. Todos se dieron vuelta, las hojas de los libros abiertos se agitaron, lo mismo que el calendario en la pared y las polleras de las viejas. Se apresuró a cerrar. Pero no prestó atención a las miradas recriminatorias, sino a la sonrisa velada, la risa oculta entre los dedos con que ella se tapaba la boca, el brillo de los ojos que mostraban no la burla, sino el aprecio. Entonces él le sonrió por primera vez sin vergüenza, aunque no dijo nada. Simplemente se acercó al mostrador, y ella, dejando de atender a los demás, le extendió una mano.
     Leandro vio venir esa mano blanca como si la estuviese observando en cámara lenta, mientras su corazón se aceleraba, y temía que los otros escuchasen los latidos. Sintió los dedos sobre su cabello, y habría cerrado los ojos un largo rato con aquella caricia, como un perro dormido o un niño ahora a salvo del frío del invierno. Pero esa mano, con dos hojas secas que había encontrado entre sus cabellos, ya se estaba apartando.
     -Disculpe mi entrada-dijo él.
     No sabía cuántos años tendría ella, no más de veinticinco tal vez. Decidió no tutearla al recordar la frialdad que le había dedicado hasta entonces.
     -No importa, si supiera a cuántos les pasó lo mismo hoy. ¿Qué necesita?
     -¿Eh?-Otra vez le pasaba lo mismo, pero no iba a dejar que se arruinara esa tarde.- Busco un libro de Hawthorne.-Y le entregó el papel con las referencias.
     La vio alejarse en la velada luminosidad de los muros de la biblioteca. Llevaba unos pantalones de pana gris, y uno tacos bajos que resonaban en la madera del piso. Un hombre, acodado sobre el mostrador junto a él, lo miraba y sonreía, levantando una ceja hacia la figura de la bibliotecaria. Era casi calvo, con una corona de cabello castaño, algo bajo y levemente gordo.
      Leandro nada le contestó, así como tampoco respondía a sus compañeros de trabajo cuando le hablaban de mujeres. El silencio, se decía, daba paz, lo alejaba de la ira que muchas veces había sentido atenazándolo, punzando su pecho. Se zambullía entonces en la lectura, y era ése un obligado silencio, que a pesar de los gritos y el estruendo de la ciudad, lo apartaba en un mundo de hombres y mujeres que construía a su voluntad.
     Ella volvió con el libro.
     -“Historias dos veces contadas”. Sírvase firmar y dejar el documento.
     Él ya sabía el procedimiento, pero hizo un gesto de duda antes de registrarse.
     -¿Qué fecha es hoy?-preguntó.
     Ella abrió la boca casi de oreja a oreja. Jamás la había visto sonreír así.
     -No me va decir que no se acuerda del día de su cumpleaños.
     Leandro la miró asombrado.
     -¿Cómo sabe?
     -Está en su ficha de socio, Leandro.
     Él se sintió feliz. Sabía que sus mejillas se habían enrojecido, la estufa también lo acaloraba y lo hacía transpirar.
     -¿Cuál…?
     -Geraldine.
     -Gracias.- Sin animarse a decir más, a romper el hechizo de esa tarde agrisada y fría en la que había hallado un refugio cálido junto al fuego que manaba de los libros y de la boca de esa mujer, se retiró rápido, con el libro bajo el brazo, hacia la sala de lectura.
     Pero ya no pudo concentrarse. Leía pero su mente divagaba. Media hora después se levantó y fue hasta el mostrador.
     -Me lo llevo a casa.
     -Cómo no. Fírmeme aquí.
     Sus manos se tocaron cuando le devolvió la birome. Su piel le confirmaba que ella lo había estado esperando todo ese tiempo, pero por qué se lo había ocultado hasta ahora, por qué había fingido frialdad. Por la misma razón que vos, se decía Leandro, nunca se sabe lo que el otro piensa o siente en realidad con respecto a uno. Y salió dichoso de la biblioteca esa noche, pensando en lo que saben las mujeres, en el mundo que esconden y dejan entrever sólo cuando ellas quieren.

     Ella no volvió a tratarlo fríamente. Cada vez que lo veía entrar, abandonaba sus tareas a los demás empleados y lo atendía. Llevaba desde una semana antes el cabello trenzado y recogido en la nuca. Sus ojos marrones, intensos y brillantes a la luz de los tubos fluorescentes, parecían ser más grandes que el estrecho y oscuro recinto de la biblioteca. A veces, lo acompañaba hasta el patio trasero, donde un banco y un árbol brindaban un sitio de serenidad en medio de la ciudad. Allí comentaban libros o lugares que habían visitado.
     Un día Leandro se dedicó a mirarla mientras ella trabajaba, fijando los ojos en el sweter verde, apenas abultado sobre sus pequeños pechos. Al volver la vista al libro, se cruzó con la mirada del hombre que había visto en el mostrador. Parecía querer decirle algo, pero no le hizo caso y se levantó.
     -Ese tipo es un molesto-le dijo a Geraldine en la recepción.
     Ella miró por encima de los hombros de Leandro.
     -Sí, siempre viene a dormir la siesta, es un solitario…-Su voz se quebró, las mejillas se sonrojaron, y se dio cuenta que eso hacía más lamentable aún la situación.
     Leandro no respondió. Oh, el silencio, pensaba él, como si leyese en las páginas que había memorizado alguna vez. Y fue así que se decidió a hablar, por fin, pasando por alto si ella tenía novio, si podía llegar a sentir siquiera interés por un hombre diez años mayor. Habló, no como tantas veces que lo había planeado, sino como quien se aferra a un bote después de un naufragio.
     -Geraldine, me gustaría ir a tomar un café con vos cuando salgas del trabajo.
     -Esta noche no puedo, tengo que clasificar unos libros.
     Leandro la siguió mirando por un rato, sabiendo que si apenas parpadeaba delataría su desilusión.
     -Pero mañana sí, me gustaría mucho-dijo ella un segundo después.
     Y ambos sonrieron. Después él regresó a la sala de lectura, pero el hombre de enfrente se había erguido un poco sobre la mesa para hablarle en voz baja.
     -Ya la tiene, ¿no es cierto?
     -Mmm…-le contestó, dispuesto a cortar la conversación antes de que comenzara.
     -Cuídese, amigo, se lo digo porque parece usted poco experimentado. Cuídese de las mujeres en general, y de las bibliotecarias en particular.
     Leandro cerró el libro de tapas duras con un golpe que resonó en toda la sala, y salió rápido de la biblioteca. Sintió, sin embargo, los ojos de ella siguiéndolo hasta que desapareció por la puerta de calle.

     Fueron al café de la esquina de Callao y Córdoba. Conocía a los mozos y el ambiente le era familiar, cómodo. El tráfico que doblaba en la esquina al abrirse el semáforo llenaría el vacío del silencio en caso de presentarse. Pero no hubo ocasión para esto. Hablaron todo el tiempo, pisándose los finales de frase uno al otro con tal de contarse cosas.
     -Hay un cuento de Hawthorne, se llama “El joven Goodman Brown”-dijo Leandro.- Me parece una alegoría del mundo, de lo aparencial de lo que nos rodea.
     -No estoy de acuerdo en dar interpretaciones a la ficción, lo mejor es tomar las historias como son, con el misterio que tienen.- Ella jugaba con un sobrecito de azúcar entre sus dedos.
     -Pero hay cuentos que toman sentido al interpretarlos, son como música, se meten en uno para recrearlos. Fijáte, en ese cuento el protagonista crece viendo a la gente de una  manera, luego, en el bosque, descubre que son otras, como una iniciación.
     -Como al perder la virginidad- agregó ella.
     -Sí, ahí está la interpretación, ¿ves?
    -Pero no me gusta, trivializa la historia, me resulta más interesante pensar que hay una verdadera transformación, entonces el mundo se abre y brinda otra luz.
     -Una luz negra, en este caso-dijo él, y ella asintió con la cabeza, como vencida pero no convencida.
     Afuera, las luces de los autos alumbraban la esquina, las bufandas de los peatones se sacudían con el viento, los alientos manaban humo blanco en esa noche fría.
     Leandro la tomó de las manos. Ella no se resistió, pero tal vez se sintiera lastimada, porque, de pronto, las retiró.
     -Bueno, ya es tarde-dijo, mirando el reloj.
     Siempre se apartan, pensó él, siempre esta barrera.
     -Te acompaño hasta tu casa.
     Ella dejó que lo hiciera a pesar de rogarle una y otra vez que no tenía por qué alejarse tanto del barrio. Necesitar, esa era la palabra que ella no parecía comprender del todo. Él necesitaba acompañarla. Cuando llegaron a la puerta del edificio en Palermo, Leandro se acercó para besarla. Ella giró un poco la cabeza y ofreció sólo la mejilla derecha.
     -¿Por qué?-le preguntó él al oído, sintiéndose un estúpido por hacer tal pregunta.
     Ella se hizo la desentendida. Le dio las buenas noches y entró. Las puertas de vidrio los separaban más que todos aquellos meses en que se habían visto en la biblioteca.
     Pero era un ingenuo. Por qué ella, se preguntó, iba a apresurase si tal vez ni siquiera estaba segura de sus sentimientos. Con esa idea se encaminó aliviado a buscar un taxi, y entonces se le ocurrió ver la ventana del departamento. Le había dicho que era el segundo piso, justo en la esquina. Cruzó la calle.
     La luz estaba encendida. Una sombra iba y venía de un sitio a otro del cuarto, desaparecía por un largo rato, para aparecer de nuevo. Era ella, adivinaba su rostro en la silueta, sus pechos pequeños bajo un corpiño blanco. La figura creció, como si se acercase a la ventana para correr las cortinas. Leandro se escondió detrás de un auto estacionado. Pero no era una sola persona la que se asomaba a la ventana. La silueta se había desdoblado al dejar de ser sombra, aunque los cuerpos no llegaban a ser dos todavía. Leandro creyó que el cansancio de sus ojos desdibujaba las formas ya de por sí engañosas de la noche. Un rostro y otro parecían plegarse y separarse tras las cortinas. Luego, la persiana hizo morir la luz del interior.
     Toda la noche intentó explicarse lo que había visto, pero interpretar llevaba a la locura. Ella se lo había dicho: hay que aceptar las historias como son. Ni siquiera le había preguntado si vivía con alguien. La próxima vez iba a hacerlo, o quizá fuese mejor continuar con el silencio y no saber.

     A la tarde siguiente, apenas entró, se dio cuenta de la ansiedad con que había esperado ver, tras el mostrador, lo que había visto en la ventana. Pero Geraldine era la de siempre. El cabello suelto, la blusa rosa y la cadenita dorada alrededor del cuello.
     -¿Qué vas a sacar hoy, Leandro?-le preguntó, distraída, como si hubiese olvidado lo de anoche.
     -El mismo cuento-respondió.- Voy a leer otra vez ese cuento, me parece haber perdido algo entrelíneas.
     Ella alzó los hombros, como diciendo “allá usted”. Volvió con el libro, y antes de entregárselo, puso un papel entre las hojas. Leandro se sentó ante una mesa y lo abrió. El papel decía: “Te espero esta noche en el bar de siempre”. Esta vez, sin embargo, su corazón no se aceleró. Levantando la vista hacia ella, sólo logró cruzarse con el hombre que parecía insistir en declararse su protector. El tipo le guiñó un ojo, y él volvió a sumergirse en un libro.
     A las dos horas, la estaba esperando en el bar. Ella llegó y se sentó, cansada.
     -Hoy casi me peleo con la directora, me tiene harta. ¿Cómo te llevás vos con tu jefe?-preguntó a la vez que pedía un té y tostadas.
     -No me peleo, dejo pasar los problemas. Antes me hacía líos, me preocupaba y perdía trabajos, ahora me callo.
     Ninguno habló por cinco minutos. Después él dijo:
     -Mirá, Geraldine, si vivís con alguien, no quiero meterte en problemas…
     -¿Con quién voy a vivir? Mis padres son de Córdoba, mi hermano se fue al exterior. Vivo sola. Si no te dejé pasar anoche es porque quiero conocerte más.
     -No, no es por eso, es…-Pero no podía contarle lo que había visto sin delatar que la había estado espiando.
     Se quedaron hasta más tarde que la noche anterior. Eran casi las dos de la mañana y encontraron un taxi perdido en una esquina a dos calles del bar.
     -No te bajés- le pidió ella, y lo besó en los labios. La vio desaparecer tras las puertas de vidrio. El taxi arrancó, pero tres cuadras después le dijo al chofer que regresara adonde ella había bajado. El auto se detuvo de nuevo frente al edificio.
     -Apague las luces.
     El taxista lo miró por el espejo retrovisor con el ceño fruncido, pero obedeció. Leandro se dedicó entonces a observar la ventana del segundo piso. Suponía lo que el chofer debía estar pensando, pudo ver por un segundo su sonrisa obscena por el espejito.
     La luz se encendió. Casi la misma rutina de movimientos volvió a repetirse. Después todo quedó a oscuras, la persiana sin bajar. Iba a ordenar al taxista que arrancara, pero entonces, en el hall de entrada se abrió la puerta del ascensor. Geraldine salió a la calle con la misma ropa con que había subido, y se puso a caminar por la vereda hacia el sur.
     Leandro pagó y salió del auto sin golpear la puerta. Sabía que el taxi haría ruido al arrancar, y se escondió en un umbral. Pero ella ni siquiera se dio vuelta al oír el motor.
      La siguió por quince cuadras. Debían ser casi la una de la mañana cuando la vio entrar a un edificio viejo, con bolsas de basura que parecían vagabundos dormidos en la vereda. Ella desapareció tras la puerta. Ya no podría seguirla, ni saber más por esa noche. De lo que estaba seguro únicamente era de sí  mismo, de la frustración y de los pozos de donde surgía su dolor.
    
     Faltó a la biblioteca durante dos días. Como en las tardes en que había poco trabajo, se dedicó a hacer inventarios y tirar repuestos viejos.
     -¿Qué te pasa?-le preguntaron los muchachos al verlo más callado que de costumbre. Él se encogió de hombros, sin mirarlos.
     -Debe ser una mujer-dijo uno de ellos, guiñándoles un ojo a los otros.-Las mujeres no valen la pena el sufrimiento, ya deberías saberlo.-Le palmearon la espalda, mientras se reían, y lo dejaron solo.
     Encontró una vez más, como siempre que hacía inventario, esa vieja pistola en el último estante de la pared del fondo. El jefe le había contado que el dueño anterior del local la había dejado, tal vez, olvidada, y como la mayoría de las cosas que estaban allí, tornillos oxidados, herramientas rotas y alambres, había quedado abandonada por muchos años. Ahora estaba cubierta de herrumbre, pero el gatillo funcionaba. Muchas veces la tomó entre sus dedos y la miró con interés, pero pronto volvía a dejarla en el estante y regresaba a su trabajo. Pero esta vez a agarró y comenzó a observarla detenidamente. Se puso a limpiarla primero con una lija fina, luego buscó un cepillo para remover el polvo y las costras de aceite del cañón y el tambor de las balas. Miró el calibre y el número de serie, los anotó en un papel.
     Esa noche, al regresar a casa, desenvolvió el paquete de papel de diario donde la había escondido y la guardó en el cajón de la mesa de luz, junto a una tira de aspirinas viejas y el libro.
    
     Al tercer día, volvió a la biblioteca.
     -Le devuelvo el libro- le dijo a Geraldine.- Y quiero regalarte esto.
     Ella tomó el señalador que él le entregaba y leyó en el reverso.
     -Pero por Dios, Leandro, no puedo aceptarlo. Es un autógrafo de Marechal. No, no, ni hablar.
     -Quiero que lo aceptes, lo encontré con las cosas de mi viejo cuando murió hace unos meses.
     -Pero no puede deshacerse de este tesoro.
     -Es un regalo, no me deshago de él.
     Ella aceptó y le dio un beso en la mejilla, mientras le decía oído:
     -Esta noche.
     Se encontraron en el bar, pero no se quedaron mucho tiempo. Esta vez él atravesó con ella las puertas de vidrio del edificio, y subieron al departamento. La luminosidad que había visto desde afuera era diferente ahora, más homogénea y menos extraña. Los muebles eran simples, cubiertos de libros, fotografías y reproducciones de pinturas. Geraldine se desenvolvía con la misma escrupulosidad que en la biblioteca. Esmerada, precavida, prolija. Fue hasta su habitación y volvió con la misma ropa pero descalza.
     -Los zapatos me matan.-Y fue a la cocina a preparar algo. -¿Querés comer?
     -No tengo hambre-dijo él, mientras miraba los lomos de los libros. Eran tratados de filosofía e historia. Él había planeado cientos de veces en su cabeza la siguiente escena: la recriminación, la revelación y el desenlace, y podría haber escrito un libro con esa historia.
     Geraldine trajo dos copas y una botella de vino.
     -Es lo mejor que tengo en la heladera hoy.
     Al ver esa cálida sonrisa de disculpa, él ya no se atrevió a hablar. Se sentaron en el sofá, bebieron en silencio un sorbo cada uno. Hizo que ella dejase la copa en la mesa junto a la suya. Entonces sus manos se tocaron, y le agarró la muñeca, luego el brazo. Puso sus manos alrededor de la cabeza de Geraldine, los pulgares apoyados sobre las mejillas. La besó.
     No podía preguntar aún, estaba seguro de eso. No esa noche, por lo menos, no con esos labios abandonándose su cuerpo desnudo sobre el sofá, ni tampoco más tarde en la cama.     
     Únicamente al amanecer, en esa hora incierta, desolada, cuando aparece el sol pero el timbre del despertador todavía no ha sonado, él lograría hablar.
     Y cuando esa hora llegó, le dijo:
     -Tengo que preguntarte algo.
     -¿Qué pasa?
     Estaba soñolienta, con las piernas fuera de las sábanas y una mano buscando calor entre los muslos.
     -Hace unos días había un hombre en este cuarto, y otra noche te vi salir para encontrarte con otro, seguramente, en un edificio de mala muerte en dirección al Once.
     Ella lo observó durante unos segundos, como si no comprendiera lo que había escuchado.
     -Pero…pero qué decís, no te entiendo. ¿Me lo decís en serio? Vos no sos de mentir ni de bromas. Pero…por qué me lastimás así, justo hoy …-Se había levantado y caminaba de una pared a otra, envuelta en la sábana, balbuceando explicaciones para sí misma.
     -Yo soy el que te pregunta por qué me lastimás así. Me diste esperanzas, y por eso sos peor que una puta.
     -¿Pero cómo me decís eso? ¿Porque te sonreí y supe la fecha de tu cumpleaños te creés que estuve planeando esto? Me gustabas, hasta hoy me gustabas, eras distinto…-Y se puso a llorar.
     Leandro suspiró.
     -¿Entonces no me lo negás?
     -Es que no tengo por qué explicarte, cómo vas a creerme si me estuviste siguiendo.
     Leandro no creía haber cometido un error, las lágrimas de ella parecían sacadas de una película sentimental. Cómo puedo saber, se preguntaba, cómo penetrar en su alma como lo hice en su sexo. Entonces comenzó a contar, sin haberlo premeditado, acostado y aún y cubriéndose los muslos con la almohada.
     -Una vez conocí a una mujer, pero hasta que ella murió, mis ojos no vieron el verdadero rostro tras su cara.
     Se acercó al oído izquierdo de ella, que había vuelto a sentarse en la cama, dándole la espalda.
     -¿Qué hay detrás de tu cara?-le preguntó.
     Gerladine giró el cuerpo y lo observó con los ojos llorosos y enojados.

     A las siete de la tarde, Leandro llegó a la biblioteca. Notó en la expresión de Geraldine que no esperaba verlo otra vez, pero debió haber adivinado ella que ese edificio y su contenido tenía más fuerza que ninguna otra cosa en el mundo. Había algo más, sin embargo, en el rostro de Leandro, que llamó su atención. Ella arqueó las cejas, y se puso pálida.
     -¿Qué pasa?-quiso saber su compañera.
     -Nada.
     Ella siguió llenando una ficha, pero al verlo acercarse se cambió de lugar. Leandro la vio dirigirse hacia el hombre calvo, el entrometido de siempre, acodado ahora sobre el  mostrador. Ambos hablaban en voz baja, mirando hacia él de vez en cuando. Y, a veces, se reían.
     Se quedó diez minutos en la recepción, su corazón acelerado por la bronca de ver aquella burla. Esperaba que se separaran de una vez, pero seguían juntos. Entonces estuvo ya definitivamente seguro de que ambos se habían estado burlando de él todo ese tiempo.
     Dejó la birome a un lado, húmeda por sus manos sudadas, y se acercó a ellos.
     -¡Puta de mierda!-dijo, directamente a Geraldine. Ella abrió los ojos llenos de asombro, luego abrumados de vergüenza, y le dio una bofetada. Se fue corriendo a la oficina y la compañera la siguió.
     Todos en la biblioteca, los niños con sus caritas apenas asomadas al mostrador y las maestras, lo estaban mirando. El otro tipo no se había movido, pero movía la cabeza de un lado a otro. Luego dijo, en voz baja:
     -Sabía que usted era un inexperto. Acostarse con ellas nunca es suficiente.- Pasó un brazo sobre los hombros de Leandro y lo hizo acompañarlo hasta el patio del fondo.
     Leandro sintió los ojos de la gente sobre él mientras caminaban. Se cubrió la cara con las manos, y se dejó llevar. Tropezó con una silla, con el marco de una puerta.
     -Mire-comenzó a decirle el hombre, apoyando una mano sobre el muslo de Leandro, acariciándolo.- Ella es mi amiga, a veces voy a visitarla, pero usted entenderá que no podemos ser más que eso…y me dijo que se enamoró de usted, hasta una noche fue a contarme lo feliz que se sentía, ni siquiera podía esperar a la mañana, no tiene teléfono, eso lo sabe, me imagino…
     Leandro se quedó pensando un rato, con una expresión ya no entristecida, sino, desesperada .
     -No podré volver nunca más…-murmuró.
     -¿Cómo dijo?
     -No podré mirarlos a la cara. Siempre tuve miedo de lo que piensa la gente.
     -Vamos, nadie se va a acordar en unos días…
     -Pero ella sí, y mientras esté trabajando acá, no podré pisar esta biblioteca otra vez.
     Él estaba pensando, sin embargo, en que nunca había deseado la verdad. Ver el alma de una mujer es ver el reverso de su rostro. La certeza, le había dicho ella una vez, es igual que la pérdida de la virginidad.
     -Extrañaré la biblioteca-dijo- y no sé si podré soportarlo.
     El hombre quiso detenerlo reteniéndolo de una mano, pero él se desprendió y corrió al baño. Se miró en el espejo, la mejilla aún estaba enrojecida por el golpe. Salió de la biblioteca con una mano a un costado de la cara, para ocultarse.

     Durante tres días, pasó por delante de la puerta. Vislumbró la luz de la sala, el movimiento de la gente, y de pronto se dio cuenta cómo envidiaba a esos privilegiados que vivían allí dentro como en mundos ideales creados por ellos mismos.
     Era por una mujer que no podría volver a entrar allí.
     Sintió otra vez la vieja ira, como si ésta se hubiese mirado a un espejo y decidido que disfrazarse de compasión no valía la pena. Por eso iba a dejarle un recuerdo a Geraldine. No un señalador esta vez, ni nada que pudiese extraerse de los libros, y no porque no estuviera escrito en cualquiera de ellos, sino porque no necesitaba abrir ninguno para realizarlo.
     Siguió derecho hasta la calle Esmeralda, donde le habían dicho que estaban las mejores armerías de Buenos Aires. Llevaba en el bolsillo el papel con los números que había copiado del revolver.
     A la tarde siguiente, aguardó en el bar a que oscureciera un poco, y se encaminó hacia la biblioteca. El cielo se había nublado, la llovizna lastimó su cara con pequeños piquetazos.
     Entró. Tenía el impermeable abierto, la camisa arrugada, la corbata floja. Parecía no haberse afeitado y haber dormido vestido. Sus manos, antes siempre ocupadas por un libro, se balanceaban vacías a los costados del cuerpo. El hombre calvo lo siguió con los ojos a lo largo del pasillo, como queriendo adivinar el propósito de esa entrada inesperada.
     Pero Leandro pasó por delante de la recepción sin mirar a nadie. Llegó casi al fondo de la sala de lectura, donde solía sentarse, y se detuvo en un espacio en sombra bajo una lámpara quemada. Se dio vuelta. Estaba solo en ese sector, unos pocos lo miraban desde adelante.
     Geraldine se había asomado al pasillo; parecía asustada, y comenzaba a cercarse a él con pasos lentos e indecisos.
     Él metió una mano en un bolsillo del impermeable y sacó el revólver. Sería un recuerdo que ella no olvidaría, como un grito dolorido en una playa una noche sin luna. Entonces ella se llevó las manos a la boca, pero nunca podría cubrirse la marca imborrable, la palidez del relámpago sembrada para siempre.
     -¡No!-la escuchó gritar, mientras corría hacia él, demasiado despacio para llegar a tiempo.
     Ya había liberado el seguro y tenía el cañón apoyado en su sien derecha. El estallido resonó entre los libros.





Ilustración: Aaron Westenberg

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