domingo, 13 de octubre de 2024

El estuche de la tuba








Bien, doctor Ibáñez. Usted quiere que le hable de Molina y de lo que vi en la vereda del teatro. Pero creo que debo empezar a contarle desde el día en que se mudó a nuestro barrio.

       Lo hizo en una camioneta fleteada, trayendo sus escasos muebles, cuatro sillas de madera y lona, una mesa de comedor, un armario antiguo y una caja con vajilla y cacerolas. Lo demás ya estaba en la casa que había alquilado a mitad de cuadra. El chofer lo ayudó a bajar las cosas y volvieron a irse.
     Dos horas más tarde regresaron, y esta vez no quiso que el tipo le diera una mano.
     -¡No, no! ¡Déjeme a mí!- le oí decir con voz profunda, muy parecida al sonido de su instrumento de música. Entonces lo vi sacar de atrás de la camioneta un estuche grande con  forma de campana.
     -Una tuba o un trompa- comentó mi mujer mientras mirábamos por la ventana, ella había estudiado algo de música antes de conocernos.
     -Así que tenemos un músico en el barrio- dije yo, y en ese momento vimos a Molina bajar cajas de cartón con discos de vinilo. No sé cuántos eran, quizá veinte o treinta cajas de long-plays. Entraba y salía cargando una tras otra, solo, sin dejar que el fletero lo ayudara. Entonces la camioneta se fue, y él siguió entrando las cajas que quedaban en la vereda. En el último viaje, se tropezó con una baldosa y cayó al suelo. Los discos se esparcieron como naipes.
     -Andá a ayudarlo- pidió mi esposa.
     -¿No ves que no deja a nadie que lo haga?
     Pero no sé por qué lo dije. Si hubiese sido otro, no habría dudado. Sin embargo, su extraño, sutil amaneramiento me caía mal.
     -¿No te parece algo afeminado?
     Ella me miró como si estuviese diciendo tonterías. El tipo era atractivo, y mis hijas empezaron a suspirar por ese hombre que juntaba sus discos con exagerado esmero. No tuve más remedio que salir y ofrecerle mi ayuda.
     -Vecino, bienvenido al barrio. Permítame...
     Me observó por unos segundos, levantándose con las rodillas sucias. Me di cuenta que todas las grabaciones eran de autores clásicos.
     -Cuánto daría yo por escuchar un poco de su música- le comenté.
     -¿Le gusta?
     -No sé mucho, pero mis hijas ya me cansaron con sus grupos de siempre. Es que no hay variación para ellas...
     Terminamos de acomodar la caja y se la llevó adentro. Desde la puerta me invitó a mostrarme la casa.
     -Venga cuando quiera a escuchar lo que le guste. A propósito, Molina, Victor Hugo... – dijo estrechándome la mano.
     -Mucho gusto, me llamo Ariel y vivo a dos casas de la suya.
     Era un tipo apenas más bajo que yo, de cabello oscuro y corto, con la barba prolijamente afeitada. No sé por qué lo imaginaba frente al espejo del baño, rasurándose despacio y de manera delicada, hasta que ni un pelo o una herida arruinaran su rostro. Estuvimos hablando casi toda la tarde, y me dio la suficiente confianza como para preguntarle si vivía solo.
     -Sí, aunque tengo una mina que me ayuda a pasar las noches, ¿sabés? Una especie de novia ocasional y fiel a lo largo de los años. A veces es mejor eso, ¿no te parece?
     No le contesté. Le hice notar mi curiosidad por el instrumento que permanecía sobre la mesa desde que entramos.
     -Toco la tuba en la orquesta del teatro, al Colón me refiero. Mi viejo también era miembro de la Filarmónica.
     Me quedé un rato esperando que mencionara algo más, o que por lo menos abriera el  estuche.
     -Nunca vi una, y no conozco la diferencia con otros instrumentos de viento.
     -Bueno, son muy diferentes. Dejame mostrarte unos esquemas.
     En las contratapas de los discos me señaló la forma de cada uno, y escuchamos ejemplos. Pero nunca abrió el estuche.
     A la mierda con él, si no se da cuenta que quiero oírlo tocar, pensé.
     -Me tengo que ir, Molina, gusto en conocerte, y ya sabés, si necesitás algo...
      Debí saber en ese momento que jamás iba a pedirnos nada. Era un hombre solitario, casi oculto la mayor parte del tiempo. Durante la semana salía al amanecer camino al teatro, y regresaba a la noche. Los sábados practicaba en su casa todo el día, hasta la hora que tenía función. Los domingos se levantaba tarde, y después cortaba el pasto si no tenía función vespertina. Era verano, así que lo veíamos podando los arbustos y barriendo la vereda, con la remera sudada que mostraba su espalda ancha y el pecho hirsuto.
     Un domingo al mediodía, nos encontramos.
     -Hola, vecino- me  saludó sonriendo.
     -Te vemos muy poco. ¿Cuándo nos vas a dar un recital?
     De pronto, dejó de sonreír y encendió el motor de la cortadora otra vez.
     -No les gustaría- dijo después de un rato.- Los ensayos son aburridos y a veces dan una impresión equivocada. Por qué no van a verme vos y tu mujer el próximo sábado. Es una ópera un poco larga, pero en fin... Mañana les traigo las entradas.
     En ese momento apareció, cruzando la calle, una mujer joven, aunque de rostro avejentado. Tenía el cabello largo y desteñido, atado con una cinta rosa, y llevaba un vestido corto y provocativo. Debió ser hermosa alguna vez, me dije. Ahora era sólo algo atrayente, casi brutalmente atractiva. Se le acercó, prendiéndose uno al otro sin que fuese posible pasar una hoja de papel entre los cuerpos. Ella entró a la casa sin saludarme.
     -La que te dije- me susurró al oído, y la siguió, olvidando la cortadora de césped en la vereda.

     -¡Gratis al Colón!- gritó mi esposa con euforia, al ver los boletos que Molina había puesto en el buzón a la mañana siguiente.
     El sábado hice lavar la combi para que luciera por lo menos digna de estacionarla cerca del teatro, nos vestimos con lo mejor que teníamos y dejé a las chicas con mi hermana. Es que ver ópera o siquiera salir un sábado a la noche, después de toda la semana de vender enciclopedias, era ya una costumbre que habíamos decidido olvidar. Por eso mi mujer me tomó del brazo de una manera en que no lo había hecho por mucho tiempo, y me sentí feliz.
     La ubicación era excelente, dos asientos solitarios en un palco a la derecha del escenario. Y entonces nos dimos cuenta de algo en lo que no habíamos pensado en nuestro entusiasmo: la orquesta permanecía en el foso durante las representaciones de ópera. Molina me tomó por pelotudo, me dije. Prestamos atención al sonido de la tuba, ya que según mi mujer, era fácil de identificar y no tenía muchas ocasiones de lucimiento como solista. Así que cuando sonaba lo buscamos con los binoculares. Pero las figuras de los instrumentistas estaban iluminadas muy débilmente por la luz de los atriles.
     Al final de la función, esperamos en la puerta por casi dos horas. Fuimos a una confitería de enfrente y vigilamos la salida de los músicos. Sin embargo, no apareció. Cuando estábamos por irnos-eran casi las tres de la madrugada- dos hombres con estuches de violín subieron a un taxi y de repente miraron hacia atrás, como sorprendidos. Vimos entonces a Molina, que los saludaba, cargando el estuche de la tuba.
     -¡Hasta el lunes!- les gritó aún desde en interior de la confitería, pero ellos no le respondieron. Después cruzó la calle y entró. Saludándonos con entusiasmo, preguntó si habíamos disfrutado de la función.
     -Si te hubiéramos visto, nos habría gustado más- le contesté con bronca.
     -¿Pero por qué esa cara?- dijo al sentarse, mirándonos con recelo.
     -Es que mi marido insiste en verte soplar la tuba, y hasta que no lo hagas no va a creerte- dijo mi esposa, yo la miré asombrado, sin saber si estaba bromeando o leyéndome el pensamiento.
     -No le hagás caso- me adelanté a decirle a Molina, que se había puesto pálido. -¿Cuánto pesa esta cosa?
     Agarré el estuche, y pesaba mucho, es verdad, pero era más parecido a algo macizo que un instrumento hueco y de metal. Entonces me lo quitó con brusquedad, y con mi mujer nos miramos sorprendidos.
     -¿Pedimos algo, una pizza? Me muero de hambre.- Llamó al mozo y no volvió a hablar del asunto.
     Un rato más tarde, mi mujer había ido a arreglarse el maquillaje y Molina se me acercó.
     -Ahora viene la mina que te mencioné, así que andá yendo con tu esposa si querés. No creo que a ella le guste encontrársela. Son diferentes, ¿entendés?
     Al salir, nos cruzamos con ella. Mi esposa fue a buscar el auto y me quedé observándolos un rato desde la vereda del local. La rubia, con su aspecto tan grotesco, parecía buscar deliberadamente asemejarse a una puta, y quizá lo fuese en realidad.

     Casi tres meses más tarde, la misma mujer comenzó a visitarlo dos o tres veces por semana. Dormían juntos y le cocinaba comidas simples. Era intensa, tal vez demasiado, me contó él un día, la forma en que ella se le había apegado. Amor o no, esa rutina era una renovación o prolongación de otra que ya habían tenido antes de la mudanza.
     A veces ella se mostraba distinta, más simple, sin artificios ni sobreactuaciones, como si olvidara que debía fingir u ocultarse. Por momentos era una mina hermosa, en especial al verla en el jardín acompañándolo mientras cortaba el pasto. Permanecía en silencio con los brazos cruzados sobre los senos pequeños, vistiendo un solero rosa pálido y el cabello recogido en la nuca. En esos instantes escasos, no sé por qué, se parecía un poco, sólo un poco a Molina.
     -Es una zorra- me decía él.- Una zorra en el cuerpo de una gacela.
     -¿No será al revés?- le pregunté, y se rió por obligación.
     Un tiempo después los escuchamos discutir cada vez más seguido. Oímos gritos a toda hora, llantos desesperados de ella, que luego salía con la cartera y un bolso en medio de la noche. El sonido de sus tacones se alejaba, retrocedía y volvía a irse cuatro o cinco veces hasta morir finalmente en el asfalto. Desde la casa resonaba la música de una tuba.
     Una noche, después de escucharlos discutir, me levanté porque estaba preocupado. Me puse la bata, salí y me asomé a su ventana, pero no alcancé a ver ni oír nada. De pronto, ella salió.
     -¿Qué quiere, Ariel? Nunca va a verlo tocar, olvídese de eso. - Y se fue, dejando la puerta abierta.
     Entré a la casa, donde el tocadiscos llenaba el ambiente con un concierto. Asomándome a cada una de las habitaciones, lo encontré sentado en la cama, en calzoncillos y con un cuchillo de cocina en la mano. Me miró asustado, realmente avergonzado de que lo descubriera así. Puso el cuchillo bajo la cama, fue al baño, orinó, y después de lavarse la cara, me habló mientras se ponía el pijama.
     -Mañana salgo de gira, ¿sabés?, y no se banca que la deje por tres meses. Que se busque otro tipo, le dije. No la necesito. Vení, tomate una cerveza.
     Lo acompañé hasta la cocina. La heladera estaba vacía. Después fue hacia la puerta de calle, creo que pensando en su amante, buscándola en la oscuridad de la noche.
     -Mirá esto.- Me mostró una foto de carnet arrancada de algún documento. Era ella hacía unos años, y el parecido entre ambos me dejó sin palabras.
     -Dios santo- dijo, gimiendo como un niño, arrodillándose a mis pies y mojándome la bata con lágrimas y saliva.- La quiero tanto...
     Esa noche me quedé con él. Tenía miedo de que hiciera alguna locura. Mi esposa vino a buscarme a las siete y media para ir al trabajo, pero no le conté lo que sabía. Molina se fue sin despedirse a eso del mediodía. Dicen mis hijas que lo vieron llevarse una valija y el estuche. La mujer había regresado a eso de las once, pero él se fue solo. Al parecer, debieron reconciliarse y ella se había quedado a cuidar la casa, porque no la vieron salir.
     Cuando volví del trabajo, fui a hablar con ella. Golpeé la puerta, como nadie me contestó, entré. Todo estaba desordenado, y sobre la mesa había piedras. Al levantarlas, recordé la noche en que sopesé el estuche de la tuba.

     Una semana después, nos cruzamos en la cuadra del teatro. Más tarde, pensando en ese instante en que nuestras vidas se cruzaron por última vez, me pregunté si es el azar, el destino o qué otra maldita cosa la que nos hace desbarrancarnos ineludiblemente.
     Era un mediodía de domingo. El sol caía a pleno sobre la vereda, la calle estaba extrañamente desierta, y la luz de los semáforos iba cambiando sin que nadie lo notase.
     Mi esposa y yo habíamos salido a pasear al centro y nos sentamos en la plaza frente al teatro. Justo cuando estábamos por irnos, lo vi en las escaleras de la entrada principal, subiendo y bajando como si no supiese adónde ir, ni qué hacer con el estuche que colgaba de su mano derecha.
     -¡Mirá, si es Molina!- le dije a mi mujer, y le pedí que me esperase. Crucé la calle, pero él se asustó al verme, se puso nervioso y hasta hizo el estúpido intento de escapar. Lo retuve del brazo, el que sostenía el estuche, que se balanceó con brusquedad. Un olor a agua de colonia rancia apestaba a su alrededor, sin embargo no se había afeitado y la barba le daba el aspecto de un vagabundo.
     Estábamos a pleno sol y ni una sombra nos protegía del calor. Por eso, pocos minutos fueron suficientes para que un olor diferente prevaleciera. El aroma intenso de algo fermentado.
     -Te creí de gira- le dije con ironía, como cuando se recrimina a un amigo.
     No me contestó. Quise vencer su negativa, que confesara su fingimiento. Trató de librarse de mí, pero seguí reteniéndolo del brazo. El estuche se sacudió con un sonido de agua fangosa y atascada.
     -Volvió, ¿sabés?-comenzó a contarme con algo parecido al espanto en la voz.-Volvió como tantas otras veces, amenazando con decirle a mamá la verdad si yo no la dejaba libre. Pero vi en su cara que esta vez estaba dispuesta a hacerlo.-Molina se derrumbó llorando en la vereda.
     El estuche cayó al suelo con un golpe fuerte y la tapa se aflojó, sin abrirse del todo. De los bordes empezó a salir un líquido nauseabundo, que se fue esparciendo sobre las baldosas. Pero no me atreví a abrirlo, eso se lo dejé a usted, doctor Ibáñez, y a sus hombres aficionados a la muerte.                                         





Ilustración: Dmitri Annenkov
  

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