domingo, 6 de octubre de 2024

El bosque









-¡No apuntes tus flechas contra los hombres!- dijo Quirón a la Cazadora.

     -No son flechas asesinas, sino justicieras- contestó ella.- Los hombres son crueles, provocan el dolor con cada uno de sus actos.
     Dicen que así comenzó la última y más oscura etapa de su batalla. Durante siglos los hombres temieron acercarse al bosque. Detrás de algún árbol, entre la espesura verdosa o amarronada de los arbustos, escondida bajo la sombra perenne de las ramas secas, se escondía la Cazadora.
     La oscuridad imperturbable a la que el sol no penetraba a través del techo de los árboles frondosos, era su hogar. Ella entonces se convertía en sombra. Su cuerpo ágil y delgado le daba el aspecto de una gacela maliciosa, llevando sobre la espalda el arco y las flechas. Levantaba su brazo derecho como un ave delicada que se toca el lomo con las alas, y elegía una flecha para su futura víctima. Luego se iba corriendo, escabulléndose entre los gritos de los pájaros asustados por otro grito más amargo, el del llanto del hombre herido sobre el colchón de hojas muertas.
     Los más fuertes a veces se arrancaban las puntas envenenadas, pero siempre algún fragmento persistía hasta matarlos poco después. Cuando ni siquiera la pálida luz del sol era capaz de salvarlos, porque la noche llegaba con su soledad y el silencio absoluto. Algunos, sin embargo, eran rescatados por Quirón en sus cabalgatas antes de que los devorasen los animales.
     Quienes lo conocieron, han hablado de la belleza del centauro, del aspecto soberbio con que recorría el bosque en esa época temprana. Su barba rojiza se atenuaba en el cuello, y volvía a crecer sobre el torso desnudo y humano. Luego se hacía de un color más oscuro, apelmazado y liso sobre el lomo equino.
     Al encontrarse con alguna víctima de la Cazadora, la cargaba hasta su choza. Y allí le daba la vida con su medicina redentora. Quirón conocía todas las especias del bosque, el secreto escondido en cada planta de su hogar ancestral. Inundaba la boca del campesino con el líquido salvador, y cubría luego el cuerpo desgastado con el mismo fluido. Hasta que el hombre revivía, y se iba caminando al encuentro de su familia, sin recordar que había estado muerto.
     Así fue cómo los pastores, los campesinos o los hombres del pueblo no volvieron a acercarse al bosque. Mandaban a sus mujeres en busca de lo que necesitaban, porque ellas salían indemnes.
     -La Cazadora protege a las hembras- decía la gente.
     En ocasiones, los niños escapaban hacia el corazón del bosque mientras jugaban, y a ninguno habían visto regresar con vida.
     Pero uno de ellos sí lo hizo.
     La noche en que sucedió, la gente había rodeado los primeros árboles, esperando que  las enviadas volviesen con el cuerpo del niño. Los enterradores aguardaban no muy lejos, con el pequeño cajón abierto junto a ellos. Podían escucharse los llamados de las mujeres que recorrían el bosque, viejas que caminaban lentamente, jóvenes y madres con vestidos sucios, que habían dejado sus quehaceres para ir en busca del niño perdido.
     Los hombres miraban los árboles en silencio, sentados en el suelo, rompiendo ramas delgadas con sus manos para tratar de serenarse. Otros sostenían antorchas que despejaban débilmente la negrura de la noche que caía.
     -¡Hijo!- decían los gritos lejanos.
     -¡Cazadora, que el niño viva!- rogaban las ancianas en su peregrinar intranquilo entre los troncos.
     Entonces los que aguardaban vieron aparecer a un grupo de mujeres rodeando a otra que cargaba algo en sus brazos. Habían encontrado al niño, tembloroso de frío y miedo, pero vivo.
     Al día siguiente, el muchacho ya no tenía signos de pesadumbre ni temor. Se convirtió en el centro de atención de todo el pueblo. Relató su aventura de una manera distinta cada vez, más complicada y adornada de detalles. Y durante los siguientes años se instaló a la entrada del bosque, describiendo su interior escabroso a los hombres que jamás se atreverían a entrar.
     -Fui hasta allí, caminando entre los arbustos un largo rato, y de pronto una flecha me alcanzó en el pecho.- Y se señalaba la cicatriz en el centro del cuerpo.
     -Después casi no recuerdo nada más, sólo el rostro de Quirón cuando desperté. Su sonrisa salvadora, el beso que me dio en la mejilla, y el dulce sabor del líquido que me devolvió la vida.
     -¿Cómo es el Reino de la Muerte?- le preguntaban, pero él no podía recordarlo.
     Tal vez por eso un día, mucho tiempo más tarde, decidió regresar, o quizá fue el miedo perdido para siempre lo que lo impulsó a encontrar algo que lo hiciese temblar otra vez. Nada pudo detenerlo ni hubo alguien que lograse convencerlo desde aquel momento.
     El joven se creía inmortal.

     La tarde que entró nuevamente al bosque, no reconoció nada al principio. Buscaba lugares, sitios o árboles sin hallarlos. Sin saber si existían o él los había imaginado.
     La luz era escasa, la niebla ocultaba los caminos entre los troncos. El canto aislado de un ave nacía para apagarse un rato después. Escuchó el galopar inconfundible de Quirón, y el centauro se detuvo delante de él por un instante, luego desapareció con la misma rapidez.
     -¡No juegues con tu suerte!- lo oyó decir al alejarse.
     Pero el muchacho conoció el arrepentimiento demasiado tarde. Una flecha se clavó en el mismo sitio que cuando era un niño, tan exactamente igual como un peculiar recuerdo físico de lo que había sufrido. La sangre brotaba de nuevo, y supo que la vida se le iba escapando mientras cerraba los ojos.
     Al abrirlos otra vez, estaba en otro lugar, en una choza calentada por el fuego y habitada por un olor animal. Un relincho y unos pasos le llamaron la atención. La sombra larga de Quirón comenzó a cubrirlo.
     -Esta es la segunda vez. No tientes a la Cazadora, los desafíos la enfurecen.
     El joven estaba confundido. Una vaga sensación de pesadumbre lo mantenía somnoliento.
     -La primera vez me sentí feliz-dijo.- Ahora no sé, algo que no recuerdo me angustia.
     El centauro lo miró sin responderle. Fueron juntos hasta la salida del bosque, presintiendo la sombra vigilante de la Cazadora.

     Los sueños comenzaron a molestar al joven años después. Veía rostros y figuras de seres desconocidos, amigos y vecinos de su pueblo, inmóviles y recostados sobre la tierra. Él les contaba todo esto, y empezaron a temerle. Su historia había trascendido en toda la región y llegaba gente desde muy lejos para escucharlo. Pero en cuanto les decía lo único que era capaz de adivinar, se iban irritados, vociferando insultos. El joven sólo podía anunciarles el día en que iban a morir.
     Los padres lo echaron de su hogar y le prohibieron el regreso. Tuvo que irse del pueblo, alejarse a un sitio a medio camino entre el bosque y su aldea natal. El sendero que iba hasta él únicamente se atrevieron a recorrerlo los desesperados, los hombres que deseaban la muerte de sus vecinos, los vengativos.
     El hombre siguió sufriendo durante muchos años. Bajo la lluvia incesante del invierno, con el techo inclemente de un gris triste y profético, su choza se erguía solitaria como el hogar de un brujo. Todas las mañanas se asomaba a la puerta para mirar hacia el bosque, y su regreso se le hacía inevitable.
     La noche en que decidió hacerlo, caminó por el sendero de barro, hasta pasar entre los mismos árboles que la primera vez. Los troncos eran viejos, habían visto la muerte de muchos hombres que ahora, desde la corteza y las hojas, parecían estar observándolo.
     -¡Quirón!- gritó.
     No pudo ver más que la figura fugaz de la Cazadora corriendo entre las ramas. Se dio cuenta de que la había extrañado. Esta vez no sintió dolor, sólo el tacto de una flecha de nuevo clavada en el pecho, y el fluir casi insensible de la sangre. Después todo fue olvido e inconciencia.
     Cuando despertó, Quirón ya lo había cubierto con el aroma empalagoso del líquido de la vida. El hombre sabía que otra vez había traído, desde aquel sitio oscuro y desconocido en que había estado, una sensación de extremo desasosiego. Pero esta vez tomaba la forma de la ira. Se puso de pie.
     La Cazadora estaba frente a la fogata del centauro. Todo del mundo se había hundido en la oscuridad y en el silencio del bosque alrededor del fuego.
     El centauro levantó sus manos en un alto hacia ella. Pero la Cazadora había preparado su arco, y la flecha salió disparada. El hombre cayó muerto una vez más. Los semidioses se miraron con furia, deseosos quizá por destruirse mutuamente. Pero la lucha que venían sosteniendo desde hacía siglos le daba motivos a sus extensas vidas. Terminar el juego era morir.
     Entonces escucharon la voz del hombre. Aunque el hombre seguía muerto.
     -Conocerán la ira que han provocado-lo oyeron decir.
     El muerto se levantó de su lecho junto al fuego. Se fue caminando con el pecho tres veces herido y ensangrentado, tambaleándose desnudo hacia la oscuridad.
     Lo escucharon pronunciar palabras malditas.
     Desde el silencio más allá del centro del bosque, fuera de las llamas consoladoras de la choza del centauro, llegaron sonidos extraños, como quejidos guardados bajo la tierra. Vieron luces centelleantes, puntos pequeños parecidos a ojos que hubiesen esperado mucho tiempo para abrirse de nuevo. Innumerables ojos que continuaban creciendo.
     Las ramas se sacudieron con un viento fuerte que no era viento. Los pájaros nocturnos gritaron con una exhalación de espanto, porque sintieron la presencia de los otros.
     Sombras de figuras humanas. Despojos que se arrastraban entre los árboles.





Ilustración: Wilhelm Schroeter 


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