martes, 8 de octubre de 2024

El balneario









Walter tenía veinticinco años cuando diseñó el proyecto para Playa del Sur. Elegido entre una veintena de arquitectos de mayor experiencia que él,  fue el primer trabajo importante que le habían encargado. Pero cuatro semanas después, los inversionistas decidieron suspender la obra, cuando el terreno estaba preparado y los obreros y los materiales listos para comenzar la construcción.

     Ahora, mirando la playa desde el muelle, piensa en su idea original. Le han anunciado hace dos días la decisión de retomar el proyecto, cuarenta años después de haber firmado los primeros planos. Hubo muchas obras después de eso, varios premios y una cantidad imprecisa de dinero. Pero casi todo ha desaparecido, excepto las construcciones en posesión de quienes pagaron por ellas, y el resto tomado la abstracta figura del prestigio.
     Tiene sesenta y cinco años, y ni siquiera los honores que recibe de sus amigos y colegas son suficiente aliento para sacarlo de su melancolía constante. Está acostumbrado a salir y entrar de esos períodos de pensamientos tristes, que a su psicólogo le gusta llamar depresión.
     Sube al muelle abandonado desde que las olas tiraron algunas de las columnas de madera. Siente el sonido persistente del mar entre los pilares. Se asoma por la baranda mohosa, e imagina estar arrojando las redes a esas olas inquietantes, como cuando era joven y pescaba con sus hermanos. De eso ha pasado tanto tiempo, que sólo parece posible la resignación. Trajo a dos perros para acompañarlo, dos ovejeros aún cachorros, que corren a su alrededor saltando las ranuras de los tablones y las astillas. Los acaricia mientras les da galletas que lleva en los bolsillos.
     Hace dos días recibió el llamado en su casa de Buenos Aires, y poco después se puso en viaje a la costa para encontrarse con los constructores, llevando el rollo de los planos originales sobre el asiento trasero del auto. Buscó esas hojas, ahora amarillas y quebradizas, con mucho esfuerzo en el sótano de su casa invadido por la humedad. Cuando abrió los rollos sobre la mesa de dibujo, se sorprendió de no necesitar los lentes para ver los bosquejos hechos por su mano tan joven, de pulso y trazos tan firmes. Entonces sonrió casi imperceptiblemente, y su mujer le dijo que había algo diferente brillando en sus ojos.
     Mientras él salía del garaje con el auto, ella le aconsejó a último momento:
     -Llevá los anteojos, y cuidáte la vista, cuando vuelvas tenés que operarte. Y no te olvidés de las pastillas para el ánimo.
          Su mujer tenía una intensa mirada de preocupación, como si todo lo que pudiese hacer para detenerlo no fuese más que frotarse las manos nerviosamente y darle una y otra vez los mismos consejos. Él se abstuvo de recriminarle algo o llamarla vieja sorda por no haber escuchado el teléfono. Si él no hubiese estado en la habitación, no habría recibido esa buena noticia. De algún modo, el teléfono siempre había sido un mensajero de hechos primordiales, puntos de giro en su vida.
     Aquel viejo día de su juventud cuando le avisaron que la obra se suspendería, se sintió terriblemente desilusionado. Le habían dicho que las empresas que patrocinarían el proyecto no aprobaban el presupuesto. Después de todo, era su primer trabajo formal, y aún era muy joven. Eso fue lo que pensó en aquella época. Más adelante se enteró que consideraban su idea como demasiado futurista e impracticable. Pero la decepción había echado raíces en esos días, y sintió cómo los primeros síntomas de su manía depresiva se iban formando en los cielos de aquel tiempo. Después sucedió la muerte de Juan Carlos, y poco recordaba de las semanas que siguieron a eso.
      Hoy, cuarenta años más tarde, no preguntó la razón de que resucitaran el proyecto. Intentó hacerlo hace dos días en el teléfono. Trató de averiguar el origen de esa llamada que al principio le pareció broma de mal gusto.
     La voz del hombre que hablaba le resultó inquisidora y brusca, como si nada de lo que Walter pudiese oponer fuese suficiente para desbaratar los planes. De pronto, del otro lado del teléfono se puso a hablar con otro, murmurando, y no alcanzó a entender lo que decían; la línea se interrumpió momentáneamente, y reapareció la secretaria.
     -¿Arquitecto? Lo comunico otra vez con el gerente...
     Pero la voz que ahora había tomado el teléfono no era la misma, estaba seguro. A Walter ese nuevo tono le resultaba familiar, como una voz que no había escuchado en muchos años.
     -¿Juan Carlos, sos vos?
     No supo por qué hizo esa pregunta tan impulsivamente, su viejo amigo estaba muerto desde hacía cuarenta años.
     La secretaria siguió hablando detrás de una intermitencia ensordecedora. Luego la comunicación se hizo limpia, y Walter escuchó que la voz conocida y antigua regresaba.
     -Walter, tu proyecto es magnífico, es el futuro hecho obra.
     Entonces colgó.
     Un rato después su mujer lo despertó haciéndole oler un pañuelo embebido con una fuerte agua de colonia.

     Vuelve a mirar a los perros, y luego hacia el mar. Se cierra el piloto que usa durante el invierno, pero que este año necesitó también desde principios del otoño. Descubre un asiento mimetizado con el color herrumbroso del muelle. Se sienta de espaldas al mar, enfrentando el lado norte de la playa. El cielo está despejado, sin embargo la luminosidad ha decrecido. Recuerda los edificios ideados hace tantos años, algo austeros en sus formas, aunque era así como él imaginaba el futuro del mundo. Los planos vuelven en detalle a su memoria. Deberían hacerse muchos cambios, pero lo esencial de la ciudad ya estaba creado. Puede verla con claridad frente a sus ojos, ahí en la playa. Porque como entonces, piensa que ese lugar necesita una ciudad.
     La mañana en que él y Juan Carlos viajaron juntos a esa playa por última vez, habían hablado precisamente de eso.
     -Este sitio es un vacío inútil. Debe haber gente y edificios, ¿me entendés?
     Su amigo no le contestó, él siguió hablando.
    -El sol quema y el viento reseca la piel. La humanidad no está preparada para soportar la intemperie y los caprichos del clima.
     Fue así que esa misma tarde, sentado en la arena, de espaldas al mar, hizo correcciones en los dibujos iniciales de la ciudad. Como un espejismo, los edificios surgieron de los médanos azotados por el viento. Los autos corrieron por las futuras calles de la playa. Era un nuevo mundo organizado, cubierto por los techos protectores de las casas y las luces casi eternas de los tubos fluorescentes.
     Juan Carlos se había sacado la camisa y estaba acostado en la arena boca abajo, con la cabeza apoyada en las manos. Por un instante, Walter vio cómo el viento movía el pelo y rozaba el vello de la espalda de su amigo. Siguió dibujando, más seguro esta vez de lo que debía hacer, porque la espalda del otro necesitaba protección frente al clima áspero del mar, frente a la sal que todo lo carcome como una herramienta del tiempo que no conoce la piedad. Sus manos bosquejaban y tocaban el papel, apretaban el lápiz y su mente pensaba excitada y febril en lo que haría de no estar haciendo eso: creando un refugio para ellos. Porque al fin de cuentas, no creamos para el mundo, se dice él, sino para la supervivencia. Sus obras siempre le habían parecido necesarias de un modo u otro. Pero ahora esto le resulta absurdo. La playa continúa viva aún sin esa ciudad que él alguna vez creyó imprescindible.
     Juan Carlos abrió los ojos y lo sorprendió mirándolo. No dijo nada, pero Walter sintió vergüenza.
     -¿Estás enojado?
     -No... Fue un concurso, nada más. Ya habrá otros.
     Luego se acostó a su lado, apoyando un codo en la arena, mientras con la otra mano rozaba la espalda de su amigo con la punta de los dedos. Juan Carlos lo seguía mirando, como buscando en sus ojos una respuesta que quizá no se atrevía a escuchar. Estiró una mano y la apoyó sobre el pecho de Walter.
     -¿Vas a casarte?
     Y antes de que tuviese tiempo de responder, ya sabía que Juan Carlos conocía la respuesta. Su voz era oscura, era fría como el agua del mar al anochecer, cuando el sol cae y una brisa fresca e inamistosa nos dice que no entremos, que nos vayamos porque el mar se está encerrando en sí mismo. El mar se calla y hace silencio, y no quiere hablar con los humanos. Algo más grande está llegando cuando anochece, otra vida llega o surge desde algún lugar y nos expele con escalofríos y una incierta inquietud. Todo puede pasar entonces, la playa se está vaciando de gente, y el mar se ha convertido en un inhospitalario huésped que siembra piedras y crea dientes bajo el agua.
     Por eso no necesitó responder, Juan Carlos conocía la respuesta, así que ambos dejaron la playa y regresaron a Buenos Aires.

     Muchos años después, en ese mismo lugar que en nada parece haber cambiado, oye el motor de un auto, y ve detenerse al Jeep del guarda vidas, que ha comenzado a caminar hacia el muelle y agita los brazos para saludarlo. Walter le responde, y de pronto, su mano se congela en el aire, asombrado por lo que ve.
      Es Juan Carlos, piensa. Su cuerpo fornido y alto, el cabello corto y el rostro esmeradamente rasurado. Se le acerca a paso lento, con el fondo vacío de los médanos y la arena volando a su alrededor. Lleva una campera y un par de shorts. Es su amigo, está seguro. Entonces busca los anteojos, revuelve en los bolsillos y se da cuenta de que los ha olvidado en el auto.
     La figura de aquel hombre está a diez metros y lo saluda otra vez.
     -Arquitecto, ¿cómo está?
     Le estrecha la mano, y siente sus brazos fuertes, demasiado jóvenes. Entrecierra los párpados para ver distinguirlo mejor.
     -¿Juan, sos vos?
     -¿No se acuerda de mí? Mire la ciudad, observe su ciudad levantada a orillas del mar. Contemple este muelle destruido y a punto de caerse. Lo dejamos en su honor. Es un museo viviente. ¿Quiere ver la avenida principal? Le pusimos su nombre, ¿sabe?
     Walter observa con detenimiento, y no ve nada. Frunce las cejas y sus ojos sufren con el esfuerzo, y cree entrever lo que su amigo le dice. Porque sin duda es Juan Carlos el que le está hablando, la ironía de su voz lo delata. La bronca sutilmente contenida se ha transformado en halagos.
     Walter cree que debe iniciar una disculpa, un intento de justificación.
     Pero el otro no lo escucha y se aleja. Tiene el aroma de la arena húmeda entremezclado en el vello de las piernas. Las sandalias repiquetean sobre las tablas, y camina hacia la zona prohibida del muelle, la región a punto de derrumbarse por el golpe de las olas. Intenta advertirle, pero la voz no sale de su garganta. Juan se arroja al mar.
     Walter corre a asomarse al abismo, y entre las olas que golpean el cuerpo contra los pilares, surge una presencia que no alcanza a descubrir del todo. Como si un monstruo invisible habitara la superficie del agua y ese sitio fuese la fuente de todo el miedo. Sin embargo, él está calmo. Son sus perros los que tiemblan. Son las olas que aumentan el temor animal. Es la oscuridad naciente al final del muelle, capaz de resistir cualquier luz artificial, y la presencia sorda del mar, que siempre está hablando y nada más que haciéndose escuchar. Tal vez fue ahí donde la creación de sus obras creció como un desprendimiento del espanto.
     Los perros, frenéticos, corren ida y vuelta hasta el extremo del muelle. Vuelve a la playa para avisarle a alguien, pero descubre que el jeep continúa allí. Ahora, ya muy de cerca, se da cuenta de que el auto es igual al que Juan se había comprado. Todo lo obtenía a crédito en esa época, se había endeudado con una infundada confianza de ganar el concurso.           
     -Arquitecto, debemos informarle el deceso de su colega...
     Cuando quiso ir al funeral se lo prohibieron, la familia no quería que viese el cuerpo destrozado de Juan.
     Se resbaló, fue un accidente infortunado, le dijeron en las reuniones de la Asociación de Arquitectos, y así salió informado en la gacetilla semanal. Los viejos colegas le palmearon la espalda para consolarlo.
     -No piense más en los muertos y disfrute de su premio.

     El reloj señala las siete de la tarde. El viento ha aumentado su intensidad y el frío su crudeza. Uno de los perros aúlla, y cuando el otro se dispone a acompañarlo, Walter les grita. Entonces se agachan contra el suelo y se acuestan a sus pies. Intenta ver la ciudad, pero a pesar del esfuerzo no lo logra.
     Recuerda que Ibáñez tiene una casa en la playa a diez kilómetros de allí. Sube al auto y cierra la puerta después de que los perros se han acomodado atrás. La playa está casi a oscuras. Sólo una línea amarilla atraviesa el horizonte, la línea muerta del sol sobre los médanos. Prende la radio porque tiene miedo de escuchar voces extrañas, cuya llegada presiente. Sabe que se está volviendo loco, o quizá la palabra sea senil, como su padre lo fue alguna vez. Locura y senilidad, qué estrecho espacio hay entre ellas, piensa. Entonces arranca, toma la costanera y se dirige hacia la casa de Ibáñez.
     Cuando llega ya ha oscurecido del todo. Ve la luz en la ventana del frente y golpea la puerta. El doctor Ibáñez le abre vestido con una bata y un cigarrillo en la boca. Está ojeroso, con manchas de tinta en las manos y la mirada todavía ausente, perdida en los papeles que están sobre el escritorio.
    -Hola, Mateo-dice él.
    -¡Pero si es mi viejo amigo Walter…! -responde el otro, que de pronto parece despertarse para abrazarlo con afecto.
     Lo hace pasar y sentarse en el sofá que mira hacia la playa, oscurecida e imperturbable del otro lado del ventanal. El doctor va a buscar café, y una botella de ron. El ruido de los vasos y la botella despejan el recuerdo que llega del mar, apenas a unos metros, y la voz de Juan Carlos que lo llama.
     -¿Qué te pasa?
     Pero es la voz del doctor que llega desde la cocina.
     -Creo me he vuelto senil, Mateo. Veo y recuerdo cosas que creía enterradas o que quizá nunca pasaron.
     Ibáñez regresa y se sienta junto a él. El cuerpo delgado de Walter contrasta con la esbelta y obesa contextura de Ibáñez. Lo mira a los ojos, luego vislumbra el vello entrecano del pecho de su amigo bajo la bata. Aparta esos pensamientos.
     -Vos conociste a Juan Carlos. Firmaste el certificado de defunción. ¿No fue un accidente, no es cierto? Él se mató.
     Ibáñez lo mira confundido al principio. No parece comprender cómo han surgido esos recuerdos después de tanto tiempo.
     -Me llamaron hace unos días para decirme que recomienzan el proyecto, entonces vine y me han pasado cosas que parecen absurdas.
     Ibáñez pone una mano en el hombro de su amigo, cuyo cuerpo tiembla levemente sujetando la taza de café. Walter siente que el cabello de la nuca se le ha erizado con un escalofrío.
     -Esperá. ¿Qué es eso de retomar el proyecto? Yo conozco esta zona. Los dueños murieron hace mucho tiempo y los terrenos están en sucesión. No se puede vender ni construir nada.
     -Pero me llamaron, Mateo, sonó el teléfono y si no hubiera estado cerca ni siquiera lo habría escuchado...
     Ibáñez se acomodó un poco mejor en el sofá. Apoyó un brazo en el respaldo y con la otra mano tocó la frente de Walter.
     -Tenés fiebre.
     Se levantó, fue hasta la cocina y trajo un vaso de agua y una aspirina.
     -Tu mujer no quiso decirte la verdad porque los inversores tenían miedo que tuvieras otro ataque de depresión. Te acordás del primero, ¿no es cierto? Quince semanas internado después de la muerte de tu viejo. Bueno, la cuestión es que ella me pidió que tampoco te dijera nada, y vos nunca preguntaste los detalles del accidente de Juan. Ella me dijo que vos le tenías un cariño especial. Ella, cómo decirte..., vio en tus ojos lo que sentías por él.
     -Pero no…
     -Sólo falta, amigo mío, que vos mismo veas claro. A veces, la falta de anteojos nos hace ver otras cosas más allá de lo que está al alcance de las manos. Viejos y seniles, quizá oímos y vemos mejor.
     Como un niño con culpa, Walter se levanta y camina hacia la ventana. Está llorando, pero sin gemidos. No recuerda haberlo hecho realmente nunca antes. Antes era desesperación y pánico, era tristeza irreconciliable con la vida. El día en que murió su padre, había visto el cuerpo carcomido por la enfermedad, y su aspecto era el de un objeto expuesto a la intemperie por largo tiempo, igual que los pilares del viejo muelle endurecidos y astillados, enmohecidos por el aire y la lluvia. Cómo protegerlo, se había preguntado, cómo construir paredes y un techo a su alrededor. Habría deseado abrazarlo como cuando era pequeño, era una necesidad tan grande que él sabía ya entonces que nunca desaparecería si no la cumplía, y nunca lo hizo.
     Como un niño de sesenta y cinco años, se da vuelta y sale dejando la puerta abierta. El doctor Ibáñez lo ve alejarse en la oscuridad en la dirección por donde ha venido, seguido por los ladridos perdidos de los perros que corren tras el auto.

     Descubre algunas luces en la costanera y detiene el auto. Hay unas parejas reunidas en la playa, parecen gritar y asustarse porque alguien ha estado a punto de ahogarse. Pero a él sólo le queda una cosa por hacer. Va hasta el teléfono público bajo una luz de mercurio en la esquina justo sobre la bajada a la playa.
     -¡Querida, soy yo!
     -¿Qué pasó?-dice ella, asustada.
     -Escucháme por favor, y no me interrumpas. ¿Juan Carlos se suicidó?
     Su mujer no contesta, se escucha un sollozo por el parlante.
     -Decímelo, no tengas miedo.
     La voz de su esposa se quiebra por instantes.
     -No te lo dijimos porque no hubieras tenido consuelo, querido...y la empresa tenía tanta plata invertida en vos...
     Ahora está seguro de recordar una escena con todos sus detalles, aunque nunca estuvo allí. Juan Carlos regresando a la costa poco después del casamiento de Walter. Subiendo al muelle con pasos y movimientos indecisos, ese mismo hombre que sabía crear estructuras capaces de soportar el peso de cientos. Eran las cinco de la mañana de un domingo de enero, y los escasos pescadores que lo vieron arrojarse desde la última tabla, desde el último pilar hacia la ola más grande que iba a presentarse aquel día, dirían más tarde que parecía un dios del mar regresando a su hogar. El nadador experto que se había criado en esas mismas playas. Por eso sus proyectos eran como ciudades submarinas, etéreas y endebles como el agua y el aire. En cambio, para Walter los edificios eran un refugio, cáscaras sólidas donde protegerse de la inclemencia y la incertidumbre de la muerte.
     Cuelga el tubo. Regresa junto al muelle, pero no sube. Con una linterna busca algunas ramas y enciende un fuego débil al principio. Las olas son apenas líneas de espuma blanca que se acercan al fuego sin alcanzarlo. Se sienta y pasa casi una hora mirando la fogata.
     Contempla luego el cielo oscuro y limpio, tan inmenso y sin tiempo. Su edad, su propio tiempo de vida es incluso mucho más pequeño aún que cualquier grano de toda aquella arena a sus pies. Escarba mientras piensa, y algo surge de pronto. No del pozo, sino de su cabeza, como agua con sal de la arena profunda. Son los ladridos de los perros que se acercan. Lo han seguido esos kilómetros corriendo tras el auto. Cuando llegan se le tiran encima con caricias y lamidos. Pero pronto los animales se detienen y miran alrededor, temblando. Siente un extraño contraste entre él y el miedo de los perros a la noche. El temor está alimentando la fuerza que surge en ellos.
     Vuelve al auto. Tan grande es su calma ahora que ya no se parece a lo que solía llamar con el nombre de vida. Saca del asiento trasero los planos de la ciudad que debió sucumbir antes de nacer, y los arroja al fuego.
     Las llamas crecen de inmediato e iluminan el contorno, parecen abarcar todo el horizonte. No se explican tales llamaradas más que pensando en el muelle, en la madera lista para la combustión. Ve que se está quemando completamente, y las chispas de los cables eléctricos que lo unen con las luces de la ruta, destellan como relámpagos.
     Los pilares se derrumban y caen al agua con un estrépito continuador del crepitar con que se han consumido. El fuego invade el mar antes oscuro, y ambos conviven sin matarse uno al otro. El muelle es un sol abrasador iluminando la noche.





Ilustración: Alex Colville

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