miércoles, 2 de octubre de 2024

El ministro de salud









Farías despertó sobresaltado. Su mujer lo sacudía del hombro. Vio su rostro fruncido y el cuerpo hinchado retorciéndose de dolor. Un sufrimiento especialmente concentrado en el vientre crecido por el embarazo, asomándose por debajo de las sábanas blancas como un monte tembloroso de tierra oscura. No esperaba que sucediera esa noche, justo la madrugada previa al día en que recibiría la confirmación del decreto. Desde tres semanas antes aguardaba la llegada del papel con el sello presidencial.

     Se vistió, tropezando con los pantalones, mientras sus gritos atravesaban la casa para llamar a los custodios. Ella casi no podía moverse, las contracciones eran demasiado frecuentes y dolorosas. La cubrió con un abrigo y la llevó hasta el auto. Los dos hombres de la custodia oficial esperaban con las puertas abiertas y el motor encendido, tenían los ojos somnolientos y un aroma a cigarrillos en los trajes arrugados. Eran las cinco de la mañana, recorrieron las calles desiertas hacia la clínica.
     Se llevaron a su esposa en una camilla, por los pasillos estériles del edificio, bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes. Necesitaban tiempo para saber si era o no falsa alarma, le dijeron los médicos. Completó los formularios e hizo algunas llamadas a la oficina.
     -¿Alguna novedad?
     -Lo mismo, señor Ministro, el Secretario viene hoy, seguramente.
     -Está bien, voy en cuanto pueda.
     Fue hasta el kiosco de diarios y buscó con impaciencia la misma noticia que había esperado desde tres semanas atrás. La prensa ya estaba enterada de los rumores sobre el decreto, pero él quería deshacerse de la responsabilidad de anunciarlo públicamente. Le fue imposible evadir el llamado de Casa de Gobierno la tarde anterior, menos aún discutir con aquel servidor insobornable que ni siquiera le dejó hablar con el presidente.
     -Permítame que le envíe al Señor Presidente mis asesores, la situación del ministerio es desesperada y el decreto va a arruinarnos...-había rogado él, sin respuesta.

      A las ocho de la mañana le avisaron que había sido falsa alarma, pero su mujer necesitaba seguir internada. Fue a la habitación a despedirse.
     -¿No podés quedarte un rato más?- le pidió ella.
     -Tengo reunión- contestó, pero se daba cuenta de que en realidad otro tipo de inquietud lo hacía huir de allí.
     Esa clínica le recordaba la vez que entró, cuando tenía doce años, para internar a su padre. La familia completa esperaba en el pasillo, cerca de la puerta de la habitación. Hasta estaba el abuelo paterno, aunque un poco alejado en el hall de entrada, rodeado por empleados del gobierno. El abuelo era un anciano en esa época, pero conservaba a los amigos políticos de su etapa como ministro. La abuela era la única ausente. Nunca los había visto juntos. Estaban separados desde que había nacido su hijo, ese niño extraño que vino al mundo con una herida inexplicable en la piel. Un orificio circular de varios centímetros de diámetro, siempre oculto por la ropa, creciendo persistentemente a lo largo de los años.
     -Ese viejo tiene la culpa...-decía la abuela cada vez que se refería a su ex-esposo.
     El niño, sin embargo, más adelante se casó y tuvo su propio hijo, aunque sólo fuera para darle un heredero político al abuelo.

     Farías ordenó a uno de los custodios que se quedara en la clínica, y el otro lo llevó al Ministerio. En el estacionamiento, su lugar estaba ocupado por los periodistas. Las luces se encendieron y las cámaras rodearon el auto.
     -En cuanto tenga confirmación se los haré saber, señores...por favor, permítanme pasar-les dijo por la ventanilla abierta.
     Todas las mañanas debía decir lo mismo, y los reporteros lo anotaban en sus libretas como la primera vez. Alguien lo golpeó con un micrófono en el labio inferior al salir del auto, sintió un hilillo de sangre en la barbilla. En medio del bullicio hizo torpes intentos por abrirse paso hasta el ascensor. Se cerró la puerta y apareció un nuevo silencio que no le exigía nada más que la inmovilidad y más silencio. La sangre le provocó cosquillas sobre la barba recortada. Le vino a la memoria la imagen breve e ilógica de la herida en la piel de su padre.
     Al llegar al piso de su despacho, siguió caminando por el corredor del viejo edificio tantas veces salvado de la demolición. La oficina estaba al final del pasillo, donde los techos mohosos y la pintura desprendida le daban un aspecto de peculiar tristeza a las tardes, y lo hacía pensar en esos años en que el abuelo la ocupaba. Su padre muy pocas veces había visitado el lugar, y las ocasiones en que lo hizo fue al atardecer, para ver el ocaso del sol sobre las paredes húmedas.
     El día que el abuelo, que había sobrevivido a su propio hijo casi veinte años, le dio a su nieto la bienvenida al partido oficial, se levantó de su silla, corpulento, ya canoso y algo calvo, y puso una de sus inmensas manos sobre sus hombros. Entonces le habló:
     -Tu abuela siempre me ha acusado de la muerte de tu padre. ¿Pero tengo yo la culpa de lo que estoy condenado a hacer desde que nací? Esta forma de vida que a ella no le gusta, está impregnada aquí.-Y llevó una de las manos a un punto más abajo de su pecho.
     No había remordimiento en las palabras, sino una absoluta seguridad en el deber y en su inevitabilidad. Tal vez se refería a aquella época en que se había visto obligado a cerrar casi la mitad de los hospitales públicos, y las obras sociales habían quebrado. Fueron nada más que seis meses, sólo medio año en que la situación del país tuvo que reajustarse, pero para el abuelo fue una condena política, y también el comienzo de su expiación. Porque después de ese tiempo, los opositores  y los reporteros lo asediaron hasta casi llevarlo al suicidio. Aquel mismo año, su esposa tuvo un parto prematuro, y cuando ella vio la herida informe del niño, abandonó a su marido para siempre.

     Farías podía oler aún el aroma del cigarrillo del día anterior, encerrado en el despacho por los revestimientos de roble, la puerta de madera y cristal esfumado. Mientras en el baño se limpiaba el labio herido, sonó el teléfono.
     -Llegó el Secretario Presidencial, señor Ministro.
     No respondió. La voz repitió el mensaje. Él pidió que pasara y colgó. Le sorprendía su torpeza, tan lejana a la calma habitual, a la seguridad que lo había puesto en ese cargo tan joven aún, haciendo siempre lo que su abuelo le había enseñado. Pero ahora algo fallaba, como si ese sitio fuese una concesión, un favor.
     -Buenos días, doctor. Aquí le traigo la confirmación del decreto-le dijo el Secretario.
     -Señor Secretario, con todo respeto le informo mi desacuerdo....
     El hombre lo escuchó pero no parecía prestarle atención.
     -Doctor, sabe que la tragedia de la peregrinación el verano pasado puso al presidente de un humor poco complaciente. El disenso siempre abunda, pero no la obediencia.
     Farías asintió sin responder. Cuando el otro se fue, casi de inmediato los gritos de la calle comenzaron a acrecentarse. Desde la ventana vio a los manifestantes frente a la puerta principal, portando carteles contra el decreto. Había mujeres delgadas, de voces agudas, estridentes, que mostraban los signos inconfundibles de la enfermedad. Reconoció a algunos periodistas de renombre que buscaban a los voceros del grupo. Eran más de cien personas impidiendo la entrada y salida del edificio. Giraban en círculos con los cartelones en alto, gente simple y pasiva en su vida diaria, que ahora se movía torpemente. Sobre todos ellos estaba el cielo limpio e indiferente, imparcial, del viernes a la mañana.
     Justo un viernes, pensó él, todo el fin de semana por delante para pensar. El abuelo decía que no era propio de la familia dudar tanto. Su padre, en cambio, había reflexionado siempre con detenimiento cada acto, hasta el punto de la inacción. Quizá pensara sólo y nada más que en su herida, creciendo con los años, traída desde un lugar incierto de la herencia.
     -Con ese agujero en el cuerpo no se llega a nada-había dicho el abuelo al nacer su hijo, según contaba siempre la abuela.
     Farías recordaba a su padre así, sumiso, subordinado a los deseos del viejo, y muy joven todavía al morir. La abuela había fallecido más de treinta años después, y con ella se fueron también los reproches. El viejo tal vez comenzó a sentirse culpable recién entonces, cuando ya no hubo quien pudiese acusarlo. Como si en ese momento aparecieran los fantasmas de aquellos seis meses en que decenas de enfermos escribieron leyendas obscenas sobre los muros de su casa, amenazándolo y destruyendo sus bienes.
    
     Era la una de la tarde. Llamó a la clínica.
     -Todavía no hay novedades, señor Ministro, su señora está descansando.
     Luego ordenó a la secretaria que preparara la conferencia de prensa para las siete. No tenía deseos de hacer nada hasta esa hora, así que puso la cabeza entre los brazos, apartando la fila de documentos pendientes, y se recostó sobre el escritorio. Mordiéndose el labio herido, recordó el último día que vio a su padre.
      Había sentido el olor de las vendas, un aroma a putrefacción, aún antes de entrar al cuarto.
     -Acercate- le había dicho, tapándose el cuerpo con las sábanas.
      Se veía extremadamente delgado. Los bigotes oscuros resaltaban demasiado en el rostro demacrado. Le pidió que apoyara la cabeza sobre su pecho de vello encrespado. El olor era nauseabundo, pero el pequeño Farías hizo el esfuerzo por aguantar, no quería apartarse.
     Su padre no habló, sólo lo retuvo contra su cuerpo hasta el último gemido.

     La voz de la secretaria lo sobresaltó.
     -No recibiré a nadie hasta la conferencia-respondió con firmeza.
     Lo llamaron varias veces más, pero sólo prestó atención a los gritos de la gente que continuaba manifestando en las calles. Volvió a dormirse. Al despertar, había dos secretarias a su lado.
     -Doctor Farías, ¿cómo se siente?
     -Recuerde su cita con la prensa.
     Miró el reloj. Eran las seis de la tarde. Fue al baño después de ordenar que prepararan todo para salir. En el espejo se notó pálido, despeinado y con la camisa arrugada. Como cada vez que se cambiaba de ropa, la imagen de la herida del padre regresó a su memoria y ya no quiso abandonarlo.
     Cuando llegó a la sala de conferencias, las luces lastimaron sus ojos soñolientos. Luego vio, tras los reflectores, las sombras de los periodistas con los brazos en alto esperando su turno para preguntar. No tenía idea de lo que iba a decir. Todos los años que lo habían conducido a ese instante le parecieron una sucesión de momentos que nunca había controlado, como la caída de una cascada, o quizá la repetición desesperante de los genes humanos. Y sin entender de dónde podía haber surgido, sintió en el aire de aquel salón hastiado de humo de tabaco, un olor familiar y viejo, un aroma ancestral de cuerpos descompuestos.
     -Señores, tengo la desagradable tarea... - no quiero decirlo, por Dios, no quiero hacerlo o me condenaré- ...de anunciarles el decreto que el Señor Presidente ha firmado el día de la fecha. Por medio de este instrumento legal, y por razones presupuestarias, se suspende por tiempo indeterminado la entrega de medicamentos.
     Se levantó sin esperar la respuesta del público. Alguien lo retuvo del brazo, le dijeron al oído que lo habían llamado de la clínica.
     Los grupos de manifestantes furiosos lo esperaban en el estacionamiento. Los hombres de seguridad lo ayudaron a abrirse paso hacia el auto. Farías no quiso esperar al chofer, y arrancó lo más rápido que pudo, pero temblaba, y le era difícil mantener el pie firme sobre el acelerador. Mientras ascendía la rampa hacia la calle, escuchó los últimos gritos y los golpes de las piedras sobre la chapa del auto.
     Cuando llegó a la clínica, el custodio lo recibió en la puerta. Recorrieron los pasillos hasta la sala de maternidad. Un médico los detuvo.
     -Señor Ministro, hay algo que debe saber antes...
     Pero no le hizo caso, y siguió hasta pararse frente a la nursery. Los niños descansaban en sus cunas blancas, colocados en fila como objetos numerados. El médico señaló una incubadora solitaria en el fondo de la habitación, donde un bebé, demasiado silencioso junto al llanto vital de los otros niños, estaba rodeado de cables y sondas. El pequeño cuerpo carecía de piel, y los intestinos brillaban, como víboras inquietas.





Ilustración: Man Ray

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