sábado, 5 de octubre de 2024

Los dirigibles








Me quedé parado un largo rato mirando la flota de dirigibles. Cubrían el cielo hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar, viajando a una velocidad muy lenta, casi imperceptible. De noche formaban columnas sin fin de luces blancas, parecidos a enormes escarabajos voladores. Y entre ellos volaban las palomas eléctricas, naves individuales entre esos inmensos conglomerados de hidrógeno y helio, cargando a la gente que huía hacia regiones seguras.

     Debajo, inundándome los pies, estaba el agua. Líquidos herrumbrosos que fluían de los desagües saturados. Ésta era la amenaza de la que huíamos, el anunciado fin de la ciudad. Diez centímetros de agua nauseabunda ocupaban las calles más altas, porque las otras ya no existían.
     Caminé hasta la esquina, chapoteando, acostumbrado a la humedad incesante. La sombra de los dirigibles ocultaba aún más el sol, que podría haber amortiguado un poco el dolor de cuerpos con reumatismo.
     Miré, desde la esquina, el final de la fila para conseguir asientos en las naves. Siempre habían sido caros, pero ahora los precios habían aumentado a una cifra inaccesible. Las peleas por conseguir boletos eran rutina de todos los días, y varias muertes interrumpían las largas filas por muchas horas, hasta que el proceso policial finalizaba.
     Mi padre había decidido hacer la fila a pesar de no tener dinero.
     -No pueden dejarnos- decía él.- Moriremos con el agua en las narices si no nos vamos, así que están obligados a llevarnos.
     Pero nunca supimos que alguien viajara gratis. La gente colmaba los aeropuertos, invadía las pistas buscando un lugar en las máquinas, y entonces los soldados aparecían con su trote rápido y las armas para reprimirlos. Las naves despegaban día y noche hacia tierras más altas. Los que se quedaban, las veían ascender con una mirada rencorosa que parecía crecer en proporción a la altura que iban tomando al elevarse.
     Papá me saludó desde su puesto, del que nadie habría podido convencerlo de salir ni por un instante.
     -Mamá te manda esto-le dije, entregándole el paquete con comida.- ¿Por qué no vas a casa por unas horas?
     -Si tomás mi lugar...
     -Ya te dije que no voy a rogarles.
     Tuve vergüenza, como siempre que me encontraba con mi padre. Vergüenza de sentirme joven y dejar que el viejo se humillase por tres pasajes. Me quedé a su lado algunos minutos, con las manos en los bolsillos mientras lo observaba masticar con lentitud. Era tan diferente a cómo lo recordaba de joven, con su cuerpo fuerte y alto, caminando siempre erguido con su paso elegante, que me gustaba comparar, o imaginar, con el de un centauro. Ahora estaba delgado, los músculos de los brazos fláccidos, y cada vez más encorvado.
     -Mamá sigue preparando las valijas.
     Pero él me miró sin decir nada. Ella hacía lo mismo todos los fines de semana, y volvía a desarmarlas dos días después. Ésta era su rutina, la tarea necesaria para salvarla de la ansiedad que nos llevaba a todos, en la ciudad inundada, a la locura o el suicidio.
     La había visto muchas veces asomada a la ventana, contemplando los dirigibles, pronunciando una palabra obscena para los que tenían la suerte de irse.
     -Si te escucharan...-le dije un día, riéndome.
     Ella me miró con dureza.
     -Andá a conseguir boletos, en lugar de estar vagando...
     Trabajo no había en ninguna parte, tampoco dinero. El papel moneda se iba con la gente en los dirigibles. Y aunque hubiese conseguido trabajo, no sé si a esa altura de las circunstancias me habría tomado el esfuerzo de esperar tantos meses el primer sueldo. El mundo conocido estaba desapareciendo bajo el agua, y qué podía haber más allá de las murallas. Sólo el cementerio de la playa, después el mar, y muy lejos las tierras de las montañas.
     Escuché que mis amigos me llamaban. Me despedí del viejo.
     -Te tenemos un negocio- me dijeron. Nos juntamos en una esquina y comenzamos a dibujar con carbones húmedos sobre una pared. Hicimos varios planes, abortados algunos y otros que nacieron para morir más tarde. Hasta que por encima del polvo de granito desprendido, apareció el proyecto definitivo.
     -Cada uno hace lo suyo, así distraemos a la policía con asaltos menores, después nos encontramos en esta esquina.
     Éramos cuatro amigos que habíamos crecido en el mismo barrio, mirando a las mismas mujeres, rodeados por los límites insobornables de la ciudad. Bajo ese cielo que, como una cárcel, nos aplastaba sobre el pavimento, y parecía querer meternos la cabeza en el agua hasta ahogarnos. El peso y la sombra de los dirigibles nos abrumaba.
     -Éste es el futuro que imaginamos- escuché decir a mi madre una vez.
     Ella era así, resignada y apocalíptica. Demasiado áspera en sus conclusiones. Y pensando en mi madre regresé a casa y fui a mi cuarto a preparar las cosas. Mamá me miraba desde la cocina. Puse el revólver sujeto al cinto, ese día no iba aburrirme caminando por las calles hasta el hartazgo.
     -Nos vemos a la noche-me despedí, sin mirarla. No me contestó, o tal vez sí. El ruido de las máquinas allá arriba era un zumbido que nos había vuelto casi sordos.

     -¿Creen que vamos a morir ahogados?- les pregunté a mis amigos al reunirnos en la plaza.
     Nos sentábamos en el muro para mirar la ciudad que se iba hundiendo de a poco, los árboles y los monumentos carcomidos por los ácidos cloacales, y las ruinas del viejo asilo asomándose como mástiles de un barco hundido. El cielo siempre oscuro nos daba la respuesta.
     -Se van, nos abandonan. Eso es lo que tu padre no quiere entender, y tu vieja sabe demasiado bien-me dijo un amigo.
     No le contesté, no le hablé del miedo que tenía al momento en que las naves se agotaran, y el único sonido perceptible fuese el rumor del agua brotando a borbotones desde la entrañas de la ciudad.
     Después nos separamos y corrí hasta el depósito de víveres. El dueño había puesto las latas en los estantes más altos, casi tocando el techo. Bolsas de harina y hormas de jamones colgaban de los ganchos. Tomé mi pistola y apunté.
    -¡No dispare!- me rogó el dueño.
    -¡La plata o te mato!
     El tipo abrió la caja con una lentitud exasperante, y se resignó a entregarme los escasos y humedecidos billetes. Luego huí corriendo, mientras escuchaba las sirenas de los patrulleros que levantaban olas sobre las aceras y las fachadas de las casas. Me encontré con los demás en la esquina. La sombra de los dirigibles seguía pasando, era fría y húmeda, y sentí un escozor en la piel mientras pensaba en el plano ya borrado sobre la pared.
     Entonces uno de mis amigos se metió entre dos muros, donde habitualmente arrojaban basura y perros  muertos. Sacó la chapa que cubría la entrada y salió un vaho nauseabundo a cadáveres. Lo vimos desaparecer por un minuto, y tapamos la abertura con nuestros cuerpos. Después salió con la carabina envuelta en su estuche de cuero. Formamos un círculo, prendimos cigarrillos uno tras otro para ocultar nuestros rostros con el humo, hicimos ruido con botellas rotas y algunos gritos que distrajeron la atención de los que pasaban. Sólo un patrullero cruzó la avenida, ese arroyo ancho que los autos transitaban como botes, pero iba directo hacia uno de los negocios asaltados.
     Mi amigo sacó el arma, dejó caer el envoltorio, arrastrado luego por la corriente. Preparó el percutor, unas balas cayeron con un chapoteo en el agua. Luego alzó la carabina y la apoyó en su hombro. El humo de los cigarrillos ocultó como una niebla el cañón del arma. Pero de pronto vi alzarse el angosto y largo cañón de la carabina con la mira circular en en el extremo, proyectándose hacia el cielo, directo a los dirigibles.
      -Yo me encargo-dije, sin pensarlo siquiera, seguro de mi puntería de ex soldado, de la sangre fría que me habían enseñado durante la instrucción militar. Los demás me miraron desconfiados.
     -Yo me encargo-repetí, pensando en mi viejo en alguna parte de esas calles, haciendo una larga fila por salvar su vida y la nuestra. Siempre sin concesiones en su honradez, orgulloso y severo como un centauro.
      Apreté el gatillo. Tal vez mis dedos tuviesen un pequeño cerebro y un alma propia que de pronto sintieron miedo. Porque nunca recordé el momento exacto de la decisión, el reflexivo pensamiento que supuse siempre debía tenerse al matar. El cielo pareció estallar de pronto, caerse como un pedazo del sol caería de ser posible. El agua de las calles se cubrió de pedazos de tela quemada, de hierros que seguían cayendo cuando por fin levanté los ojos al cielo. Dos aparatos estaban muriendo, desinflándose en llamas, oblicuamente e inclinándose cada vez más hacia la vertical, hasta tocar el suelo de la ciudad más allá de donde estábamos. Primero uno, después el otro se derrumbaron con un ruido ensordecedor que se unió a los gritos y las sirenas.
     Mi amigos me miraron, más bien nuestros ojos se cruzaron mientras me agarraban del brazo para hacerme huir. Yo estaba vivo, me dije, los míos estaban vivos también. Me escondí en una calle cortada y me agaché para lavarme las manos en el agua, la misma que ocultaba otros crímenes o simples muertes de hombres abandonados. Como mi padre, parado en la fila a muchas cuadras, rogando por un pasaje hacia el futuro.
     El agua tenía el olor de los cuerpos quemados que habían caído. La policía y los médicos asistían al desastre, que mis amigos y yo presenciábamos muy de lejos, casi sin verlo en realidad, salvo las columnas de humo, las luces rojas confundidas con las llamas, y los restos muertos de los dirigibles que yacían clavados en las calles, sobre las casas aplastadas. Los chorros de agua de los bomberos estaban casi secos, las fuentes de agua a presión habían sido descomprimidas luego de la inundación. La gente corría, vimos a varios de los pasajeros todavía vivos pasar con la ropa y la cara chamuscada.
     Pero yo tenía el dinero en mis manos para comprar boletos para mi familia. Fue lo único que pensé en ese momento. Regresé a casa y encontré a mamá asomada a la ventana, contemplando la gran semiesfera de los dos aparatos caídos.
      -¡Prepará las valijas!-le dije.- Tengo la plata, nos vamos mañana.
      No esperé respuesta. Salí corriendo en busca de papá. Lo encontré sentado en la vereda, con los párpados cerrados. La gente, que sin salir de su lugar en la fila, miraba extasiada hacia la zona del desastre, volvió la atención a nosotros y me hicieron callar.
     -Está muy cansado.Tu mamá vino hoy a molestarlo con no sé que tontería.
     No les presté atención, y lo sacudí de los hombros.
     -¡Papá, papá! Tengo el dinero-le murmuré al oído.- Tengo la plata para los boletos. Vamos...
     Lo ayudé a levantarse. No sé si comprendió, parecía dormido y con los ojos llorosos. Lo saqué de allí. Todos nos miraban.
     -Perderá el lugar...- decía la gente.
     Lo agarré de un brazo y caminamos hacia la boletería. Yo tenía la necesidad de mostrarles mi dinero y pagarles el triple o diez veces el valor del pasaje si era necesario. Pero papá se detuvo de repente y me preguntó qué sucedía. Le mostré mi billetera.
     -¿De dónde lo sacaste?
     -No importa. ¿No te das cuenta de que ya no somos perdedores? No vamos a quedarnos en esta ciudad para morir.
     -¿Pero de dónde los sacaste?- insistió.
     -¡Basta, viejo!
     -Si no querés decirme, no importa.
     Mirando por un segundo el cielo, como si quisiese comprobar que los dirigibles no habían desaparecido, volvió nuevamente a la fila. Pasó de largo su lugar, la gente lo llamaba, pero él quiso comenzar desde el último puesto una vez más.
     -No, no. Salí de mi sitio y perdí el derecho. No quiero privilegios.
     -Por Dios, papá...-Le apreté la muñeca, muy fuerte, y me miró con dolor en los ojos. Me di cuenta que mis manos temblaban, y sentí en mis dedos el calor de la carabina. Tenía las palmas negras y quemadas. Aflojé un poco, sin soltarlo, mientras lo obligaba a acompañarme.
     Caminamos lentamente a través de las calles, hundiendo las botas en el agua sucia. En el fondo, me pareció ver, por un momento, pedazos de cuerpos que se dispersaban a mi paso, mientras las pequeñas olas golpeaban las paredes de las casas. Llegamos a las murallas de la ciudad y nos sentamos sobre el borde. Desde allí podía ver mejor los esqueletos de los dirigibles muertos. Se alzaban como dos grandes edificios a medio construir, abandonados mucho tiempo antes. Y por las decenas de arroyos que ocupaban las calles, alrededor de los muros caídos, estaban los que debían haber estado ya lejos, en regiones seguras más allá del alto cielo, si no hubiese sido por mis manos.
     Mi padre se veía desconsolado, abatido por esa vejez obstinada y particular. Esa bella testarudez de las almas limpias e inmaculadas. Débil como estaba, pasó su brazo sobre mi espalda, y comenzó a hablarme del futuro.
     Me señaló el cementerio con sus cruces y lápidas bajo el agua. El mar a lo lejos, siempre creciendo hasta inundar los túneles, y que tarde o temprano también desbordaría las murallas. Me señaló el vuelo inconmovible de los dirigibles que continuaban pasando por encima de nuestras cabezas, ignorándonos. El tránsito sin fin de las antiguas máquinas.
     -¿Creés que encontrarán algo, que allá no se matarán?-me preguntó.
     Entonces lo miré. Siempre supo en lo que yo había convertido mi vida, pero esta vez en sus ojos estaban las caras de los que había visto pasar, ciegos y en silencio. Y deseé, con desesperación, como si así salvara mi alma, como si de esa forma él me rescatara del fondo del agua, que mi padre levantase su mano contra mí por primera y única vez.
     Pero se limitó a decir, con su dulce voz de anciano en su cara de piedra:
     -Tu mamá vino a verme a la fila, asustada, porque te vio llevarte el revólver de casa. Después oí las sirenas, el desastre. Y me senté a esperarte.
     Fue en ese momento cuando decidí quedarme. Abandonarme, en realidad, a la crueldad del clima y el hundimiento de la ciudad. Agarré la mano de mi padre, y me puse a llorar con la cabeza sobre sus piernas.


viernes, 4 de octubre de 2024

Gregorio el mago








Lorenzo creía que su arte estaba en decadencia. La obra que había escrito para aquel compositor mediocre no era digna de su talento. Pero había tenido éxito, el teatro se llenaba desde hacía semanas. Él, sin embargo, seguía soñando en los viejos tiempos, cuando estrenaba  óperas para el Emperador y su corte. Recordaba las noches en que el teatro se cubría de aplausos y de júbilo, con la música y las letras resonando en las mentes de los nobles; las fiestas en los salones del palacio imperial, donde las faldas de las damas danzaban a la luz de las velas.

     Ahora el público era vulgar, se contentaba con escenas burdas y explícitamente obscenas. Ése era el nuevo dogma del teatro, por eso Lorenzo Pintos escribía tan poco últimamente. Sólo cuando la historia a contar valía la pena, les decía a sus amigos en las noches que jugaban a los naipes, bajo las luces amarillentas de las velas y el rapé sobrevolando las narices empolvadas. Pero todos sabían que eran obras mediocres que pagaban las noches como ésa, y las mujeres.
     A sus reuniones a veces llegaba gente que Lorenzo apenas conocía, y que a la mañana siguiente ya no recordaba. Los jóvenes venían a pedirle ayuda, buscaban nombres y manos que estrechar en aquellas veladas donde los artistas excelsos se reunían. Lorenzo escuchaba sus halagos, pero luego raramente hacía algo por ellos. Se sentía viejo, y no veía muy lejos el tiempo en que sería apartado como un libro pasado de moda, para quedarse solo en su cuarto junto al fuego, esperando morir. Y todo porque no había dedicado tiempo a buscar otra cosa más que sueños, rechazando la realidad que nunca sería tan bella como los mundos que él imaginaba.
     Después de recitar fragmentos de nuevas obras, se sentaba a recibir las alabanzas en labios que disimulaban la sorna. Pero aún si hubiese tenido que verse expuesto a la miseria, el recuerdo de los viejos tiempos y aquellas palabras lo habría alimentado como la frugal cena de cualquiera de esas veladas.
     Una noche, un extraño lo llevó aparte, lejos del cuarteto de cuerdas que tocaba un scherzo.
     -No he escuchado palabras más hermosas en más de cuarenta años de teatro, maestro.
     -¿Y quién es usted?- preguntó Lorenzo.
     -Gregorio Ansaldi, maestro Pintos. Decorador y escenografista.-Y le extendió su mano.- Esta nueva obra suya me deja perplejo. Es magia pura. ¿Cómo ha planeado presentarla?
     En realidad, Lorenzo no había pensado en eso. La nueva historia lo entusiasmaba más que las últimas que había escrito, pero no se sentía seguro de haber logrado lo que buscaba: la representación de un sueño dentro del teatro mismo, que expiara las culpas de los hombres que viven apartados de la realidad. Pero aquel desconocido parecía extasiado con la historia, por el fluir de los protagonistas hacia un estado de misticismo redentor.
     -Mis personajes-explicó Lorenzo- son condenados por buscar la felicidad en falacias, en panaceas imposibles, y son redimidos recién al final de la vida, cuando ya no pueden disfrutarla
     -Sublime y triste- dijo Ansaldi.- Creo que conozco la manera de hacerlo. Sus personajes prueban todo tipo de magias, y están en un continuo estado onírico. Usted necesita que el público imagine más de lo que podemos ofrecerle. El manejo de las luces es lo mejor para eso.
     Mientras hablaba, movía sus manos grandes como abanicos desplegados. Era corpulento, de barba espesa y vestía despreocupadamente. Contrastaba mucho con la exquisita levedad de las camisas, los volados de seda de los otros invitados. Sobre todo aquella pesada capa oscura que no se quitaba de encima, parecía contener un cuerpo que de ser dejado libre, inundaría el salón.

     Desde esa noche, Lorenzo comenzó a venir a cualquier hora del día o de la noche. La delgada palidez de Pintos se acentuaba bajo la luz escasa y el efecto etéreo del rapé sobre sus movimientos. Leía una y otra vez cada fragmento, porque Gregorio necesitaba oír los tonos desgarrados y las inflexiones de su voz para imaginar lo que los personajes estaban viviendo.
     -¡Ya lo tengo!- gritaba entonces, y se ponía a hacer nuevos bocetos, varios de ellos para cada escena. Hasta que fueron cientos los dibujos esparcidos por toda la casa de Lorenzo.
     -¡Quiero más carne!- exigía Ansaldi, y la sirvienta y la cocinera de Pintos seguían complaciéndolo, resignadas a ver a su maestro gastando el dinero en aquel hombre extraño.
     Gregorio engordaba cada vez un poco más con el tiempo. Por lo menos así parecía cuando se aflojaba la capa, liberando parte de su cuerpo robusto y el olor a sudor de la ropa vieja.
Pero los dibujos eran magistrales. Su imaginación exaltada creaba escenas que Lorenzo había juzgado inconcebibles, eventos donde lo mágico armaba fantasías más hermosas o más horrendas a cada nuevo esbozo.
     -¿Pero cómo haremos para que el teatro nos financie todo esto?-se lamentaba.
     -Usted los convencerá, maestro, estoy seguro- contestaba Gregorio, mientras seguía creando imágenes.
      El viejo deseo de gloria de Lorenzo se acrecentaba, su hambre por lograr la obra más perfecta. Pero en otras ocasiones se sentía incrédulo. Se daba cuenta de la vulgaridad exasperante de las obras en cartel, de la tendencia de los empresarios teatrales por la diversión obscena y fútil. Recorriendo las calles de la ciudad, pensaba que ni en cien años podría convencerlos de financiar su obra.
     -Debe darme una muestra de su arte, Gregorio, una muestra de lo que me prometió- le rogó un día.
   
      Entonces alquilaron la sala de la Comedia por una noche. Gregorio salió tres horas antes para instalar sus aparatos. Cuando llegó Lorenzo, la sala estaba casi a oscuras y preparada para el ensayo. Le pareció extraño ver que los dibujos no habían sido pintados sobre los telones. Sólo había un cortinado extendido en el fondo, con poleas y sogas colgando descuidadamente. Había también muchas cajas de madera de diversos tamaños, con tapas que se abrían y mostraban ruedas dentadas que giraban a diferentes velocidades. Un olor peculiar llegaba del extraño mobiliario. Entonces Gregorio salió de la oscuridad tras las cajas, y pareció entender la pregunta en el rostro de Pintos.
     -Es aceite para el engranaje, lo fabrican los indígenas de Sudamérica con una planta semejante al caucho- le dijo Ansaldi. Era un aroma dulce, no desagradable, pero al acercarse lo sentía penetrar en su cabeza como pequeñas agujas punzando las membranas del olfato. Un dolor, al principio muy tenue, fue creciendo en el lado derecho de su cerebro.
     Ansaldi acercó una vela a la mecha principal de los instrumentos, y una llama se extendió a lo largo del aparato. Dos minutos más tarde, el engranaje comenzó a elevar una serie de espejos sobre diferentes paneles. La luz ya no era una sola, sino multicolor, creando al confluir sobre el telón blanco una imagen limpia y clara. Luego pasó sus dibujos, transcriptos sobre un papel transparente, por delante de las luces. Cada hoja caía de un panel a otro a una velocidad mayor a la que la vista de Lorenzo podía seguir. Los personajes allí estaban, moviéndose sin ayuda de actores, sin sus caprichos y cuerpos infectos de vanidad, sólo sus voces se escucharían después recitando el texto. Personajes en estado puro, viviendo los extraños sueños que Pintos había imaginado para ellos.
     Estaba tan asombrado, que olvidó por un momento el dolor que aún lo aquejaba.
     -¿Qué le ha parecido, maestro?- preguntó Ansaldi.
     -Divino, como si estuviera en el cielo presenciando los actos de los ángeles.-No pudo evitar llevarse luego las manos a la cabeza.- Pero este dolor me está matando.
     -Es que cuesta acostumbrarse a este aceite- le dijo Gregorio mientras desamblaba sus aparatos.
      Lorenzo se sentó en una butaca, tratando de concentrarse en la entrevista con el director del teatro al día siguiente.
      -Le daremos una muestra mañana.
     -No, maestro. Esta demostración fue para usted solamente. Nadie lo verá hasta el estreno. Me han robado tantas veces mis invenciones, que no voy a permitirlo esta vez.-El rostro de Ansaldi se ensombreció, y con la peculiar agilidad de su pesado cuerpo siguió desarmando y guardando en las cajas las diversas partes de su juguete mágico.

     A la tarde siguiente, Lorenzo salió de las oficinas del teatro pensando cómo iba a decirle a su amigo que había fracasado.
     -Su obra no nos interesa, Pintos-le había dicho el director.-Es pura fantasía imposible de representar. No sé quién le puso en la cabeza esas ideas.
     -Pero Gregorio Ansaldi tiene una máquina especial...
     -Ese hombre es un farsante, y cuídese de él. Desde que volvió de Sudamérica no ha dejado de dar problemas. Varios hombres murieron en los ensayos de sus obras. Nadie quiere contratarlo.-Y acercándose al oído de Pintos, dijo: -Dicen que mató a su mujer hace algunos años y por eso huyó.
     Pintos hizo un gesto de ofendida superioridad.
     -¡No necesito de ustedes! ¡Haremos la función en las plazas públicas!- dijo gritando desde la puerta del despacho.
     La verdad era que no sentía deseos de convertirse en un artista callejero. Pero la idea le fue agradando mientras recorría las calles hacia la casa, mirando a los niños y a las mujeres simples sentadas en los bancos de las plazas. Si logro que mi espectáculo tenga éxito, habré obtenido el favor del pueblo que hasta ahora me faltaba, se dijo.
     -Seremos un gran teatro ambulante, Gregorio- le anunció al llegar, desbordado por su pasión nueva.- Sin paredes, la grandeza de nuestra compañía será inabarcable. Tendremos al mundo rogando que lo entretengamos.- Y lo abrazó con un entusiasmo que pocas veces había mostrado antes.
     Ansaldi se apartó de él bruscamente, como protegiendo su capa y su cuerpo.
     -¿Y yo que obtengo de todo esto?-se limitó a preguntar.
     -Dinero, amigo mío, y mucha gente a tus pies. Sobre todo mi eterno agradecimiento.
      -Es curioso que lo diga, maestro. Oí de una costumbre en mi visita a los indios, que dice que una deuda jamás termina de pagarse del todo, porque entonces ya no habría sentido para esa relación.   
     Lorenzo estaba demasiado exaltado como para pensar en las extrañas ideas de aquel hombre. El tipo era así, un excéntrico. Cerrado y apático siempre, a veces impulsivo o violento.
     Al otro día comenzaron los ensayos en la plaza. Ansaldi protegió sus cajas de luces con un celoso pudor, pero decidió acompañar a Lorenzo y su grupo a repartir los carteles anunciadores de la primera función en las calles y negocios.

     La noche del estreno, Lorenzo corrió de un lado a otro dando indicaciones, subiendo escaleras y plataformas, organizando al público. Hasta último momento la gente llegaba con sus familias completas, ubicándose en los pocos lugares que quedaban vacíos. Después, las luces de apagaron, y como la luna estaba oculta por las nubes, la oscuridad se hizo casi completa.
     Una chispa estalló, y la llama del aparato mágico comenzó a arder. Las voces de los actores recitaron el preámbulo. Los espejos salieron de sus cajas y reflejaron la llama original en múltiples luces que confluyeron sobre el escenario.
     El olor del aceite se hizo más fuerte. El dolor de cabeza de Lorenzo fue creciendo otra vez, lentamente, hasta que ya no pudo seguir los diálogos de la obra.
     -¿Y la gente, ellos no lo sienten?-preguntó en voz baja al oído de Ansaldi.
     -Sus propios cuerpos son aún más nauseabundos, amigo mío- le contestó riendo.- Allá en América, los nativos dicen que los que van a morir lo sienten con más intensidad, se dejan llevar por el aroma y no luchan.
     -¡Pero ya no puedo más, no puedo aguantarlo!- Lorenzo se agarró la cabeza entre la manos.
     La obra continuaba representándose con la música que la orquesta tocaba con estridentes sonidos de bronce, imitando los agudos gritos de los personajes. Estaban sufriendo el último de sus castigos.
     La orquesta luego comenzó a tocar marcialmente. Los dibujos de Ansaldi flotaban en el aire como los demonios que atormentaban a los protagonistas de la obra.
     -Calma, maestro. Usted, que tanto ha buscado la perfección y la grandeza en su arte, que ha sufrido como sus personajes en busca de utopías y mundos de ficción, disfrute del éxito. Los tenemos en nuestras manos, los manejamos como títeres.
     Pintos lo miraba, pero no parecía escucharlo. Un zumbido ensordecedor había invadido su mente. Sólo podía observar a las mujeres llorando, a los niños del público hundidos en el llanto y la tristeza. Los hombres se levantaban de sus asientos, nerviosos, dispuestos a salvar a esos pobres seres de ficción.
     Nunca una obra suya había logrado tanta adhesión, tal compromiso de la gente. No parecía una función de teatro, sino la vida sobrenatural transportada al mundo cotidiano. Como si las personas viesen en el escenario los fantasmas que habían estado vigilando sus sueños toda la vida.
     Lorenzo sintió de pronto que algo se rompía en su cabeza. El aroma ahora atravesaba libre las membranas y las venas de su cerebro agotado. Algo se desprendía de él, quizá su vida, no estaba seguro. Un muro transparente se iba formando con lentitud a su alrededor. Se sentía aislado y flotando en el vaho incandescente del aceite nauseabundo.
     Gritó, pero nadie parecía prestarle atención. Su propio cuerpo ya no tenía peso, y estaba girando sobre el escenario. Abrió la boca para gritar, pero sus gritos fueron inaudibles. Su rostro se deformaba en un clamor de ayuda. Pudo ver su propio cuerpo aún sentado frente al escenario, agarrándose la cabeza con desesperación. Pero no era él, sino la otra parte de su alma  que exhalaba vanidad. Su mente ya no le pertenecía, era menos que papel y tinta, menos que música perdida en el viento, era sólo aire encerrado en cápsulas de gas.
     Miró a Ansaldi.
     Pero el rostro de Gregorio el mago era sólo una máscara rígida.







Ilustración: Igor Morsky

jueves, 3 de octubre de 2024

La playa








Era invierno. El sol entibiaba la brisa que llegaba del mar. Cristian había cumplido la mitad de su recorrido, y a esa hora, las cinco de la tarde, los chicos de la escuela eran mayoría en el colectivo. El bullicio de sus voces le daba a la tarde una acariciadora y tenue placidez.

      La costanera dejaba ver en cada equina la salida a la playa, solitaria en esa época del año. Las aguas frías únicamente eran toleradas por los pescadores y los turistas de fin de semana.
     -Hasta mañana- les dijo, y los niños bajaron.
     Pero esta vez él no arrancó. Su pie derecho seguía pisando el acelerador, sin haber hecho el cambio, y el colectivo parecía bufar como un buey. Los pasajeros comenzaron a mirar alrededor, donde sólo había arena volando con el viento, libélulas y moscas entre los arbustos.
     Cristian miraba atento hacia la playa. Sus cejas se fruncieron, y abruptamente se levantó, tan rápido como si su alma estuviese en peligro. Lo vieron bajar del vehículo, gritando:
     -¡Un ahogado!
     Todos se asomaron por las ventanillas. Cristian corrió hasta la playa. Estaba casi desierta, con excepción de un hombre que jugaba con un perro al que llamaba Max. Al llegar adonde había visto el cuerpo, no pudo hallarlo. Caminó varios metros con las manos en la frente para cubrirse del sol.
Lo había visto, estaba casi seguro. Siempre se jactaba ante sus compañeros de haber obtenido el mejor puntaje de visión en los exámenes. Por eso le había sido fácil descubrir  el cuerpo sacudido por las pequeñas olas de la orilla.
     La gente lo estaba llamando desde el colectivo.
     -¡Ya voy!- gritó.
     No sabiendo dónde buscar, decidió volver. Tal vez el mar se lo había llevado en algún instante entre su corrida desde la calle, aunque estaba seguro de no haberlo perdido de vista.
     -Me equivoqué- les dijo a los pasajeros.- Creo que era un montón de ramas secas.
     Al llegar a la terminal, entró al galpón para entregar la recaudación. Saludó y se fue caminando a casa. Eran casi las nueve de la noche. Probablemente Roxana ya se había acostado, sin olvidar dejarle antes la comida caliente en el horno. Ella se levantaba muy temprano para ir a la escuela. El nuevo puesto de maestra la tenía entusiasmada.
     Todo iba tan bien, pensaba Cristian, caminando bajo las luces de mercurio. Pateaba de vez en cuando los montoncitos de arena acumulada en las veredas de los baldíos.
     -Y ahora esto-murmuró en voz baja.
     Buscó la carta en el bolsillo del jean.
     Hacía frío, el chaleco de la empresa no le abrigaba lo suficiente, y sintió temblar sus manos al sacarlas de los bolsillos. Pero la carta lo llamaba. Era una molestia rozándole el muslo, haciéndole cosquillas. Volvió a leerla, como lo había hecho esa mañana al salir del correo.
     Fijó la vista sobre el papel blanco con logos y tipografía de máquina eléctrica, tan seria y formal, tan gubernamental, que le daba una irremediable certeza al contenido. Nada decía en concreto, al fin de cuentas, sólo postulaba conjeturas y la muy remota posibilidad de hallar a sus padres.
     Cuando llegó a casa, se puso a comer, mirando distraído la televisión. Eran casi las diez y media. Roxi debía estar dormida. Fue al cuarto y se desvistió. La carta se cayó del pantalón, y al querer levantarla, golpeó una pata de la cama con un pie. Su mujer, al despertar, lo vio con el papel en la mano.
     -¿Qué es eso?- preguntó, con los ojos medio cerrados.
     -Carta de la Comisión.
      Se metió entre las sábanas, apoyó la almohada sobre el respaldo de la cama, y comenzó a releerla como si hallase una palabra nueva cada vez, una frase que antes no estaba allí. Ella lo seguía mirando, en silencio.
     -Encontraron una fosa común en Madariaga, Roxi. Dicen que a lo mejor allí están los cuerpos de mis viejos.
     Roxana lo agarró del brazo, apretándose a él, y siguió callada. Lo conocía bien. Una sola palabra de más habría sido suficiente para destruir aquella armonía casi perfecta que él había logrado durante todo el día, y hacerlo llorar.
     -Apagá la luz-le dijo solamente.
      Cristian dejó la carta sobre la mesita del velador.
    
     Al mediodía, los empleados del banco poblaron las calles camino a los restaurantes o pizzerías. La gente, al subir al colectivo, saludaba a Cristian como a un viejo y entrañable conocido.
     -¿Qué tal el ahogado?- le preguntaron, y él decidió reírse también. Pero cuando estaban acercándose al mismo lugar y miró hacia los pinos que separaban el bosque y la playa, le pareció ver entre los troncos otro cuerpo arrojado por las olas a la arena húmeda. Sintió que se sonrojaba, que el corazón le latía más rápido, y se dijo que era una estupidez comportarse así.
     Ya estaba muy cerca de la siguiente bajada cuando vio el cuerpo con claridad. Era una mujer rubia, de cabello largo pegado a los hombros por el agua. Su cuerpo se sacudía con el vaivén de las olas que morían en la costa.
     Se detuvo sin decir nada, simulando un desperfecto. Levantó la tapa del motor y demoró algunos minutos por si los pasajeros se daban cuenta, pero ellos conversaban tranquilamente sin mirar la playa. Otro error, pensó. Subió al colectivo y continuó el recorrido.
    Esa noche, sin embargo, mientras miraba a Roxana ponerse el camisón y acostarse, recordó de pronto a la mujer de la playa. No habría sabido decir qué lo impulsó a dejar la cama en medio de la noche y salir sin dar explicaciones. Ni siquiera le hizo caso a su mujer, que lo llamó dos, tres veces, para luego darse por vencida.
     El cielo había comenzado a nublarse esa tarde, y ahora era una noche sin luna ni estrellas. La playa lucía como un páramo oscuro. Sólo tenía una linterna pequeña, con la que apenas alcanzaba a distinguir la espuma de las olas. Se sacó los zapatos, el contacto con la arena lo hacía sentirse un poco más seguro. Qué esperaba descubrir, se preguntó, y se recriminó la forma en que había dejado a Roxana.
     Tropezó con algo. Eran ropas viejas, sueltas, y se puso a revisarlas. Al lado vio una larga cabellera negra. El cuerpo de la mujer debía estar a escasos centímetros, pero después de buscar inútilmente por dos horas, la batería se había agotado y tuvo que regresar a casa.

     Al día siguiente, vio el cuerpo de un niño tendido en la arena y golpeado por las olas. Tenía la piel desgarrada, quizá por la sal y los peces.
     Cristian detuvo el colectivo, vacío, deliberadamente había ignorado a la gente en las paradas. Sabía que ese día iba a encontrar algo, y no quería obstáculos esta vez. Ya no había sol esa tarde, sólo una espesa masa de nubes cubriendo el mar gris.
     Corrió hacia la playa. Estaba a cinco metros, a un metro, luego a escasos veinte centímetros, y el cadáver del niño desapareció. Literalmente se esfumó frente a sus ojos. El resto del mundo allí seguía en pie, el mar y la arena, el cielo lluvioso, el frío, los árboles y su colectivo aún aguardándolo con el motor encendido. Entonces se puso de cuclillas y comenzó a arrojar puñados de arena hacia el agua

     -Me estoy volviendo loco- les dijo a sus amigos en el bar en que se reunían los viernes a la noche.
     Todos se rieron, y se dio cuenta de que ninguno lo había tomado en serio. Roxana entró a buscarlo, y se fueron juntos. Caminaron del brazo, y ella le entregó otra carta.
     -La tengo desde esta mañana, pero no quise que te preocuparas en el trabajo.
     Cristian la abrió, apoyado en un semáforo.
     -Otra puta citación para el tribunal.- Y la arrojó a la calle.- ¿Sabés que hoy vi a un chico ahogado en la playa? Desapareció de repente, ni siquiera alcancé a tocarlo. Me quedé llorando como un estúpido.
     Roxana lo miró asustada.
     -¿Estás seguro de que no querés ver al doctor de la obra social?- le preguntó.
     Cristian se rehusó a mirarla o a responderle.

     Lo castigaron con una semana de suspensión. Sabía que no podía permitirse arriesgar su trabajo, pero se dio cuenta que ya no le importaba demasiado.
      Se levantó tarde, y sin desayunar se fue a la playa después de ver a Roxana salir hacia la escuela.
     -¿Qué tal, Cristian?- lo saludaron los hombres que venían del muelle con baldes llenos de pescados.
     Esos peces muertos se parecían a sus visiones. Así las llamó, ilusiones de un hombre que estaba pasando por una crisis. No era tanto, pensaba, para alguien cuyos padres habían sido secuestrados y desaparecidos cuando él tenía doce años.
     Podía permitirse ese gesto, esos arrebatos algunas veces. Como cuando una noche se enfrentó a un policía a la salida de un baile, y casi se había hecho matar. Pero ahora eran visones, y a nadie lastimaban más que a él.
     La playa estaba vacía. El cielo y el agua estaban grises, confundidos en el horizonte. Algunas gaviotas planeaban sobre la superficie del mar, otras descendían a la playa y revoloteaban sobre unos bultos en la arena. Y vio que eran los cuerpos de dos hombres y una niña. El cadáver pequeño se balanceaba con las olas de la orilla, hasta que finalmente se detenía por el peso del agua en la ropa. Los tres llevaban telas antiguas, elegantes, a pesar de estar sucias y rasgadas. No se acercó a verlos mejor, temía que desaparecieran. Esperó varias horas, pero los cuerpos permanecieron allí.
     A las dos de la tarde los cadáveres de una pareja de ancianos aparecieron entre las olas. Rodaron a merced de la marea una y otra vez, hasta que se quedaron quietos.
      Las nubes continuaban su lento peregrinaje desde el sudoeste.
     Al caer la tarde, una mujer vieja se sumó al grupo. Los brazos parecían moverse, pesados por las anchas mangas de un vestido de encajes delicados y ahora rotos. Luego, quedó boca abajo, con los brazos doblados junto a la cabeza.
     Cristian no los tocó. Se dio vuelta y salió de la playa, dejando que la oscuridad los cubriera.
     En casa soportó la recriminación y el llanto de su esposa. Pero él solamente podía pensar en sus muertos abandonados sobre la arena.
    
     Dos días después, su mujer le trajo otra carta.
     -La semana que viene tenés que ir la Capital-le dijo con sequedad.- Parece que tienen los resultados de la identificación dental.
     Cristian se acercó a Roxana, y le habló al oído con una voz que logró desarmar su enojo.
     -Tengo miedo, Roxi. ¿Y si no son ellos?
     Durante toda la semana regresó a la playa. Los cadáveres del día anterior siempre desaparecían. El mar los traía al bajar la marea y se los volvía a llevar por la noche. Vio, arrojados en la arena, cuerpos de náufragos, de mujeres suicidas, de ancianos con marcas en las caras. Niños robados por el agua. Deformes.
     Cuerpos muy viejos, como si el mar estuviese contabilizando los muertos de todos los siglos, y esa playa fuese el registro final. La playa de Cristian parecía un baile de disfraces, un gran salón donde los muertos bailaban sobre la arena y la espuma.
     Y el domingo anterior al lunes en que debía viajar a Buenos Aires, los cadáveres  no desaparecieron como era su costumbre. Allí seguían en la tarde, y Cristian estaba seguro que esta vez iba a tocarlos. Si su vista, siempre tan certera, había sido engañada, no permitiría que sucediera lo mismo con su tacto.
     Los pulpejos de sus dedos eran los únicos capaces de distinguir la verdad, la más sensible arma de verosimilitud. Se fue acercando a pasos indecisos, hasta que estuvo a una distancia no mayor que el largo de sus brazos.
     Los tocó.
     Un escalofrío le recorrió la espalda al palpar las ropas mojadas, la piel helada. Apartó los cabellos de los rostros morados. Levantó los cuerpos para separarlos unos de otros, alineándolos, arreglando sus ropas, el pelo, y cubrió a los que estaban desnudos. Cerró los párpados de los que habían muerto mirando la cara del agua. La lluvia caía ahora sobre todos ellos, suavemente, considerada, piadosa.
     Cristian volvió a la casa y tomó una pala. De regreso en la playa, se apoyó en el mango y se puso a mirar el mar. Esperando como un sepulturero que aguarda su trabajo.
   




Ilustración: Eric Fischl

miércoles, 2 de octubre de 2024

A Diana T. en el recuerdo (Alberto Ramponelli)

 





Ahora yace en la vereda. Estrellada, completamente. Quieta. Pero antes tuvo la forma de un cuerpo en movimiento. Que subió las escaleras de este edificio público, que se acercó a la ventana del quinto piso, que. Punto, final. Se trata de una muchacha joven. El pelo rojo se va manchando de otro rojo, más intenso. Como si fuera una rúbrica la sangre. Como el sello y la firma que cierra el trámite.




Para Alberto R. en el recuerdo

(1950-2016)


Ilustración: Francine van Hove 

El ministro de salud









Farías despertó sobresaltado. Su mujer lo sacudía del hombro. Vio su rostro fruncido y el cuerpo hinchado retorciéndose de dolor. Un sufrimiento especialmente concentrado en el vientre crecido por el embarazo, asomándose por debajo de las sábanas blancas como un monte tembloroso de tierra oscura. No esperaba que sucediera esa noche, justo la madrugada previa al día en que recibiría la confirmación del decreto. Desde tres semanas antes aguardaba la llegada del papel con el sello presidencial.

     Se vistió, tropezando con los pantalones, mientras sus gritos atravesaban la casa para llamar a los custodios. Ella casi no podía moverse, las contracciones eran demasiado frecuentes y dolorosas. La cubrió con un abrigo y la llevó hasta el auto. Los dos hombres de la custodia oficial esperaban con las puertas abiertas y el motor encendido, tenían los ojos somnolientos y un aroma a cigarrillos en los trajes arrugados. Eran las cinco de la mañana, recorrieron las calles desiertas hacia la clínica.
     Se llevaron a su esposa en una camilla, por los pasillos estériles del edificio, bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes. Necesitaban tiempo para saber si era o no falsa alarma, le dijeron los médicos. Completó los formularios e hizo algunas llamadas a la oficina.
     -¿Alguna novedad?
     -Lo mismo, señor Ministro, el Secretario viene hoy, seguramente.
     -Está bien, voy en cuanto pueda.
     Fue hasta el kiosco de diarios y buscó con impaciencia la misma noticia que había esperado desde tres semanas atrás. La prensa ya estaba enterada de los rumores sobre el decreto, pero él quería deshacerse de la responsabilidad de anunciarlo públicamente. Le fue imposible evadir el llamado de Casa de Gobierno la tarde anterior, menos aún discutir con aquel servidor insobornable que ni siquiera le dejó hablar con el presidente.
     -Permítame que le envíe al Señor Presidente mis asesores, la situación del ministerio es desesperada y el decreto va a arruinarnos...-había rogado él, sin respuesta.

      A las ocho de la mañana le avisaron que había sido falsa alarma, pero su mujer necesitaba seguir internada. Fue a la habitación a despedirse.
     -¿No podés quedarte un rato más?- le pidió ella.
     -Tengo reunión- contestó, pero se daba cuenta de que en realidad otro tipo de inquietud lo hacía huir de allí.
     Esa clínica le recordaba la vez que entró, cuando tenía doce años, para internar a su padre. La familia completa esperaba en el pasillo, cerca de la puerta de la habitación. Hasta estaba el abuelo paterno, aunque un poco alejado en el hall de entrada, rodeado por empleados del gobierno. El abuelo era un anciano en esa época, pero conservaba a los amigos políticos de su etapa como ministro. La abuela era la única ausente. Nunca los había visto juntos. Estaban separados desde que había nacido su hijo, ese niño extraño que vino al mundo con una herida inexplicable en la piel. Un orificio circular de varios centímetros de diámetro, siempre oculto por la ropa, creciendo persistentemente a lo largo de los años.
     -Ese viejo tiene la culpa...-decía la abuela cada vez que se refería a su ex-esposo.
     El niño, sin embargo, más adelante se casó y tuvo su propio hijo, aunque sólo fuera para darle un heredero político al abuelo.

     Farías ordenó a uno de los custodios que se quedara en la clínica, y el otro lo llevó al Ministerio. En el estacionamiento, su lugar estaba ocupado por los periodistas. Las luces se encendieron y las cámaras rodearon el auto.
     -En cuanto tenga confirmación se los haré saber, señores...por favor, permítanme pasar-les dijo por la ventanilla abierta.
     Todas las mañanas debía decir lo mismo, y los reporteros lo anotaban en sus libretas como la primera vez. Alguien lo golpeó con un micrófono en el labio inferior al salir del auto, sintió un hilillo de sangre en la barbilla. En medio del bullicio hizo torpes intentos por abrirse paso hasta el ascensor. Se cerró la puerta y apareció un nuevo silencio que no le exigía nada más que la inmovilidad y más silencio. La sangre le provocó cosquillas sobre la barba recortada. Le vino a la memoria la imagen breve e ilógica de la herida en la piel de su padre.
     Al llegar al piso de su despacho, siguió caminando por el corredor del viejo edificio tantas veces salvado de la demolición. La oficina estaba al final del pasillo, donde los techos mohosos y la pintura desprendida le daban un aspecto de peculiar tristeza a las tardes, y lo hacía pensar en esos años en que el abuelo la ocupaba. Su padre muy pocas veces había visitado el lugar, y las ocasiones en que lo hizo fue al atardecer, para ver el ocaso del sol sobre las paredes húmedas.
     El día que el abuelo, que había sobrevivido a su propio hijo casi veinte años, le dio a su nieto la bienvenida al partido oficial, se levantó de su silla, corpulento, ya canoso y algo calvo, y puso una de sus inmensas manos sobre sus hombros. Entonces le habló:
     -Tu abuela siempre me ha acusado de la muerte de tu padre. ¿Pero tengo yo la culpa de lo que estoy condenado a hacer desde que nací? Esta forma de vida que a ella no le gusta, está impregnada aquí.-Y llevó una de las manos a un punto más abajo de su pecho.
     No había remordimiento en las palabras, sino una absoluta seguridad en el deber y en su inevitabilidad. Tal vez se refería a aquella época en que se había visto obligado a cerrar casi la mitad de los hospitales públicos, y las obras sociales habían quebrado. Fueron nada más que seis meses, sólo medio año en que la situación del país tuvo que reajustarse, pero para el abuelo fue una condena política, y también el comienzo de su expiación. Porque después de ese tiempo, los opositores  y los reporteros lo asediaron hasta casi llevarlo al suicidio. Aquel mismo año, su esposa tuvo un parto prematuro, y cuando ella vio la herida informe del niño, abandonó a su marido para siempre.

     Farías podía oler aún el aroma del cigarrillo del día anterior, encerrado en el despacho por los revestimientos de roble, la puerta de madera y cristal esfumado. Mientras en el baño se limpiaba el labio herido, sonó el teléfono.
     -Llegó el Secretario Presidencial, señor Ministro.
     No respondió. La voz repitió el mensaje. Él pidió que pasara y colgó. Le sorprendía su torpeza, tan lejana a la calma habitual, a la seguridad que lo había puesto en ese cargo tan joven aún, haciendo siempre lo que su abuelo le había enseñado. Pero ahora algo fallaba, como si ese sitio fuese una concesión, un favor.
     -Buenos días, doctor. Aquí le traigo la confirmación del decreto-le dijo el Secretario.
     -Señor Secretario, con todo respeto le informo mi desacuerdo....
     El hombre lo escuchó pero no parecía prestarle atención.
     -Doctor, sabe que la tragedia de la peregrinación el verano pasado puso al presidente de un humor poco complaciente. El disenso siempre abunda, pero no la obediencia.
     Farías asintió sin responder. Cuando el otro se fue, casi de inmediato los gritos de la calle comenzaron a acrecentarse. Desde la ventana vio a los manifestantes frente a la puerta principal, portando carteles contra el decreto. Había mujeres delgadas, de voces agudas, estridentes, que mostraban los signos inconfundibles de la enfermedad. Reconoció a algunos periodistas de renombre que buscaban a los voceros del grupo. Eran más de cien personas impidiendo la entrada y salida del edificio. Giraban en círculos con los cartelones en alto, gente simple y pasiva en su vida diaria, que ahora se movía torpemente. Sobre todos ellos estaba el cielo limpio e indiferente, imparcial, del viernes a la mañana.
     Justo un viernes, pensó él, todo el fin de semana por delante para pensar. El abuelo decía que no era propio de la familia dudar tanto. Su padre, en cambio, había reflexionado siempre con detenimiento cada acto, hasta el punto de la inacción. Quizá pensara sólo y nada más que en su herida, creciendo con los años, traída desde un lugar incierto de la herencia.
     -Con ese agujero en el cuerpo no se llega a nada-había dicho el abuelo al nacer su hijo, según contaba siempre la abuela.
     Farías recordaba a su padre así, sumiso, subordinado a los deseos del viejo, y muy joven todavía al morir. La abuela había fallecido más de treinta años después, y con ella se fueron también los reproches. El viejo tal vez comenzó a sentirse culpable recién entonces, cuando ya no hubo quien pudiese acusarlo. Como si en ese momento aparecieran los fantasmas de aquellos seis meses en que decenas de enfermos escribieron leyendas obscenas sobre los muros de su casa, amenazándolo y destruyendo sus bienes.
    
     Era la una de la tarde. Llamó a la clínica.
     -Todavía no hay novedades, señor Ministro, su señora está descansando.
     Luego ordenó a la secretaria que preparara la conferencia de prensa para las siete. No tenía deseos de hacer nada hasta esa hora, así que puso la cabeza entre los brazos, apartando la fila de documentos pendientes, y se recostó sobre el escritorio. Mordiéndose el labio herido, recordó el último día que vio a su padre.
      Había sentido el olor de las vendas, un aroma a putrefacción, aún antes de entrar al cuarto.
     -Acercate- le había dicho, tapándose el cuerpo con las sábanas.
      Se veía extremadamente delgado. Los bigotes oscuros resaltaban demasiado en el rostro demacrado. Le pidió que apoyara la cabeza sobre su pecho de vello encrespado. El olor era nauseabundo, pero el pequeño Farías hizo el esfuerzo por aguantar, no quería apartarse.
     Su padre no habló, sólo lo retuvo contra su cuerpo hasta el último gemido.

     La voz de la secretaria lo sobresaltó.
     -No recibiré a nadie hasta la conferencia-respondió con firmeza.
     Lo llamaron varias veces más, pero sólo prestó atención a los gritos de la gente que continuaba manifestando en las calles. Volvió a dormirse. Al despertar, había dos secretarias a su lado.
     -Doctor Farías, ¿cómo se siente?
     -Recuerde su cita con la prensa.
     Miró el reloj. Eran las seis de la tarde. Fue al baño después de ordenar que prepararan todo para salir. En el espejo se notó pálido, despeinado y con la camisa arrugada. Como cada vez que se cambiaba de ropa, la imagen de la herida del padre regresó a su memoria y ya no quiso abandonarlo.
     Cuando llegó a la sala de conferencias, las luces lastimaron sus ojos soñolientos. Luego vio, tras los reflectores, las sombras de los periodistas con los brazos en alto esperando su turno para preguntar. No tenía idea de lo que iba a decir. Todos los años que lo habían conducido a ese instante le parecieron una sucesión de momentos que nunca había controlado, como la caída de una cascada, o quizá la repetición desesperante de los genes humanos. Y sin entender de dónde podía haber surgido, sintió en el aire de aquel salón hastiado de humo de tabaco, un olor familiar y viejo, un aroma ancestral de cuerpos descompuestos.
     -Señores, tengo la desagradable tarea... - no quiero decirlo, por Dios, no quiero hacerlo o me condenaré- ...de anunciarles el decreto que el Señor Presidente ha firmado el día de la fecha. Por medio de este instrumento legal, y por razones presupuestarias, se suspende por tiempo indeterminado la entrega de medicamentos.
     Se levantó sin esperar la respuesta del público. Alguien lo retuvo del brazo, le dijeron al oído que lo habían llamado de la clínica.
     Los grupos de manifestantes furiosos lo esperaban en el estacionamiento. Los hombres de seguridad lo ayudaron a abrirse paso hacia el auto. Farías no quiso esperar al chofer, y arrancó lo más rápido que pudo, pero temblaba, y le era difícil mantener el pie firme sobre el acelerador. Mientras ascendía la rampa hacia la calle, escuchó los últimos gritos y los golpes de las piedras sobre la chapa del auto.
     Cuando llegó a la clínica, el custodio lo recibió en la puerta. Recorrieron los pasillos hasta la sala de maternidad. Un médico los detuvo.
     -Señor Ministro, hay algo que debe saber antes...
     Pero no le hizo caso, y siguió hasta pararse frente a la nursery. Los niños descansaban en sus cunas blancas, colocados en fila como objetos numerados. El médico señaló una incubadora solitaria en el fondo de la habitación, donde un bebé, demasiado silencioso junto al llanto vital de los otros niños, estaba rodeado de cables y sondas. El pequeño cuerpo carecía de piel, y los intestinos brillaban, como víboras inquietas.





Ilustración: Man Ray

martes, 1 de octubre de 2024

Le visage des signes (Version française)

 

 LE VISAGE DES SINGES

 

Ricardo Gabriel Curci

 


 

Notes sur Le visage des singes par Fabian Vique

 

Le lecteur de romans est patient, il est condescendant au long chemin, il attend l'épiphanie comme quelqu'un qui boit du café à petites gorgées, il parcourt un labyrinthe plein de rebondissements avec plus ou moins d'affinité. Le lecteur de poésie pénètre les textes, s'arrête à un pronom, se laisse émouvoir par un mot, un vers, une image. Il est possible, et même attendu, que le lecteur de poèmes et de romans ressente de l'empathie pour une œuvre dès qu'il sait qu'elle a été créée par un auteur. Un personnage, une voix, un langage, servent de ponts pour une rencontre inconditionnelle, semblable à l'amour passionné ou à l'amour maternel.

Le lecteur d’histoires est dans une condition différente. C'est un individu qui n'attend pas, ne laisse pas passer, et ne tombe pas amoureux si facilement. La voix ne l’adoucit pas, elle ne plonge dans le texte par aucune porte. Le lecteur d’histoires pense davantage au singulier de l’histoire qu’aux histoires d’un livre, et encore moins à un auteur. Il fait sa propre anthologie, il la modifie de jour en jour. Vu de l’extérieur, il est arbitraire, vu de l’intérieur, il est rigoureux. S’il y a un amour entre un lecteur d’histoire et une histoire, c’est un amour conditionnel et exigeant. L’empathie envers une bonne histoire se termine lorsque l’histoire se termine, elle ne s’étend pas à la suivante. Le prochain est un nouveau départ, un nouvel univers. Il devra se débrouiller tout seul.

Et s’il existe des lecteurs d’histoires au palais éduqué à force de plaisir de lire et de formation, il existe aussi des créateurs d’histoires. Je ne parle pas des écrivains qui, entre autres choses, produisent des histoires, dont beaucoup sont inoubliables, belles ; mais à ceux qui, avant d’être écrivains, sont conteurs : conteurs nés, de race. Des gens dont l’histoire est inscrite dans leur ADN. Cela scrute la réalité avec une perspective narrative. Le vrai conteur peut errer dans d’autres genres, mais dans son intimité il sait que ce sont des excursions, des exercices, son univers est celui du conte.

Ricardo Curci appartient à cette race. Son regard littéraire est toujours narrateur. Dans chaque nouveau texte se pose le défi premier : créer, à partir de quelques éléments, un monde unique qui ait son architecture particulière, ses points cardinaux, ses propres lois, ses talismans.

Entre 1994 et 2005, Curci écrit simultanément Los Casas, Les Êtres Intermédiaires et Le Visage des Singes. Des réseaux s'établissent entre les textes des trois volumes : personnages qui réapparaissent, lieux partagés, ambiances récurrentes ; comme s'il y avait, en plus de ce que révèle chaque histoire, une intrigue trans-histoire que l'on peut entrevoir. Dans ces allusions et révisions, la ressource de l’intertextualité atteint son plein potentiel, qui n’est pas un jeu de références mais une affirmation du caractère provisoire des événements. Rien n'est définitif, pas même le passé, nous racontent les entre-intrigues des histoires.

Mais il existe aussi un fil invisible qui les relie. Dans chacun d’eux, quelque chose traque un ou plusieurs personnages. Parfois une tragédie est présentée comme imminente, le lecteur sent qu'elle peut se déclencher à tout moment.

Ce qui est remarquable, c'est l'économie avec laquelle Curci constitue un monde. Ce sont essentiellement des textes métonymiques. Chaque histoire est construite autour d'un minimum d'éléments chargés de sens par leur présence à peine esquissée. Le blanc des textes, représentation de ce qui n'est pas dit parce que imaginable ou parfois parce qu'inimaginable voire indicible, joue un rôle fondamental. Ce sont les espaces dans lesquels le lecteur conjecture, s’implique et cherche à démêler.

 

​ Les éléments qui activent le parcours du lecteur peuvent être un objet, une image, un simple geste. Dans « L’Asile », par exemple, le cimetière inondé exprime un passé caché et grave. La mer, dans l'histoire du même titre, n'est pas un élément décoratif, ni un paysage, ni un décor : la mer cache quelque chose de menaçant qui se révélera au fur et à mesure du déroulement de l'intrigue. Une œuvre littéraire classique est un leurre dans « Le Livre », la Nocturne d'Asunción Silva se combine avec la nuit fatidique au cours de laquelle les personnages sont découverts. « L'affaire du tuba » est un titre et un objet qui cache l'horreur : là où l'on attend de la musique, la calamité survient. Dans « La Patrie du samedi », l'opprobre individuel est le reflet de l'auteur de la guerre des Malouines évoqué, comme par imprudence, par une émission de radio. Dans « El colchonero », ce sont les matelas jamais récupérés par des clients déjà morts, qui cachent un terrible secret, plus sombre que le sort des propriétaires eux-mêmes. Dans « Mémoire », la culpabilité se matérialise dans les os. La lâcheté, dans « Gloria », s’enferme dans une rédaction journalistique. Dans « Le Dessin », le pire des crimes se conjugue à l’obsession de composer un dessin immense et transcendant. La rédemption envisagée par certains personnages passe par des territoires improbables. La confession est le talisman qui sauve le narrateur de « The Birthday Party ». Dans « Commentaires pour Andrés », les personnages recréent, à la manière borgésienne, l'anecdote de Crime et Châtiment. Dans « El flaco », le nom reprend les attributs de la personne. Dans « Le Visage des Singes », la rencontre avec la vérité n’est pas la meilleure des nouvelles. Artefact concis et essentiel, chaque intrigue établit une certitude implacable.

Les histoires de ce livre sont épurées et puissantes, elles sont inattendues et extrêmement logiques, elles racontent des histoires sombres avec clarté et netteté. Ce sont des objets uniques et à la fois liés. Ils ne permettent pas une lecture passagère. Ils sont, pour le dire avec un adjectif précis, dérangeants.

Quelque chose bat derrière eux. Quelque chose s'impose, veut se révéler, mais les intrigues détaillées ne nous entraînent que vers les portes de l'altérité. Ils proposent en quelque sorte, à l'instar de ce roman de Céline, un voyage vers le bout de la nuit que nous incarnons en tant que lecteurs. C'est là que vont les histoires de ce livre, ou il semble qu'elles vont.

Car on sait qu’il faut traverser les ténèbres pour trouver la lumière du jour.

 

 

 

 

 

 

 

"Il y a des visages qui ne sont pas des visages,

"Ce sont des champs de bataille."

 

 

Abélardo Castillo

 

 

 

 

 

LA MER

 

Je sais qu'à ma droite se trouve la mer, au-delà des dunes et de la plage. La mer se perdent les lampes au mercure et les phares des voitures. Mais je ne vois que la route avec sa ligne de rayures blanches, qui divise le monde comme les corps divisent les hommes.

C'est ce que j'ai dit à Jessica hier.

 

-Nous vivons ensemble depuis dix ans, et pourtant nous ne nous connaissons pas.

 

Il me regardait comme il le faisait toujours lorsque je conduisais, sans bouger la tête, comme s'il m'ignorait. Sans me répondre, il s'est mis à protester sur le même vieux sujet de chacun de nos voyages.

 

-Quand vas-tu réparer la fuite de gaz ? Tu sais que j'ai mal à la tête.

 

Il a ensuite ouvert la fenêtre de son côté puis celle de Diego à l'arrière. Mon fils avait le nez collé contre la vitre comme un insecte écrasé sur le pare-brise, alors qu'il regardait passer les dunes.

 

"Est-ce qu'il en reste beaucoup ?", a-t-il demandé.

 

« Tu as le nez froid », dit-elle en lui souriant de cette manière particulière qu'elle réservait aux petits hommes, aux jeunes hommes. Il m'avait souri ainsi une fois, dix ans auparavant.

 

Jessica se frotta les yeux blessés par le carburant. Je savais à quel point cette odeur l'irritait dans les stations-service, dans les ateliers qui m'attiraient tant. Elle est restée enfermée dans la voiture, les vitres bien fermées à cause de sa colère. Elle ne m'aime pas,


 

pensais-je à ces occasions en la regardant du bord de la fosse pendant que je discutais avec le mécanicien. Elle n'arrêtait pas de klaxonner pour que je me dépêche et je me sentais gêné comme un garçon.

 

J'aurais voulu la tuer dans ces moments-là. Retourne à la voiture, brise la vitre et attrape- la par le cou, secoue-la jusqu'à ce qu'elle soit obligée de changer ce visage qui n'était pas le sien, celui que j'avais autrefois connu. Mais ensuite j’ai réalisé que rien n’allait faire tomber un tel masque car c’était l’essence de son âme.

 

Nous sommes aveugles, nous sommes tous aveugles et sourds. Dans l'obscurité reflétée sur le pare-brise, cette nuit je voyage vers ce qui me semble être la dernière plage, je vois mon visage se dessiner dans le ciel étoilé, et l'éclat opaque du trottoir comme de minuscules diamants posés là pour me guider. .

 

Il doit être presque deux heures du matin. Cette fois, je voyage seul, ou pas si seul, si j'y réfléchis mieux. Si seulement elle avait su quand se taire. Mais Jessica ne connaissait pas le silence, celui-là même qui m'entoure comme une ombre, un réseau de barbelés qu'elle insistait toujours pour traverser, sachant même qu'elle allait être irrémédiablement blessée.

 

Les lumières grandissent avec le bourdonnement des moteurs. Les voitures passent et le silence de la route reste, le bruit de ma voiture et le rugissement de la mer à droite. Le vent entre les dunes, courbant les buissons.

 

Mon fils a sauté avec enthousiasme sur le siège avant, renversant une petite tasse de café en plastique que Jessica avait placée dans la boîte à gants. Mais elle n'a rien dit, car il s'agissait de Diego, son fils, pas de moi. J'ai fait asseoir l'enfant sur mes genoux et j'ai posé ses petites mains sur le volant, sous les miennes.

 

-Tu conduis, mon fils.

 

Mon visage et mes lèvres étaient collés à son cou et à sa joue, au doux parfum de ses cheveux malgré la sueur.

 

"Ton grand-père Christian conduisait un bus quand nous vivions ici", lui ai-je dit.

 

Plus tard, il a acheté une voiture et m’a appris à rouler à toute vitesse sur les plages. Et j'ai senti, avant même de l'entendre, qu'elle me regardait. Son regard méfiant, son obscurcissement. Sa colère. Car désormais, Diego n'était plus seulement son fils, mais aussi le fils de son mari.

 

-Il n'a pas besoin de tes souvenirs.


 

 

Ce sont exactement ses mots, et une puanteur sortit de sa bouche et remplit l'intérieur de la voiture. Je sens, aujourd'hui encore, l'arôme de sa putréfaction.

 

Je me suis retourné pour la regarder, et c’est alors que l’idée qui allait se concrétiser plus tard m’est venue. J'entrevoyais son avenir : les rides de son visage maussade de vieille femme.

 

Je vais lui rendre service, me suis-je convaincu.

 

Mais je ne pouvais pas continuer à le regarder. J'ai freiné et me suis garé dans le fossé. La poussière de la route soulevée par le freinage est entrée dès l'ouverture de la porte. J'ai vomi au bord de l'asphalte.

 

-Et maintenant ça t'arrive ?

 

Sa voix était différente. Ronflement, horrible. Mais si je la regardais, je la reverrais belle, j'en étais sûr. Son silence était toujours beau. Ses lèvres sans cigarette, fines comme une déesse boréale. C'est de qu'elle vient, des villes du nord, des villes froides qui pratiquent leur culte uniquement en privé et se confondent avec la lumière du soleil.

 

Ils se déforment comme de la cire.

 

Le vomi avait taché la manche de Diego, et il rit. Pour Jessica, c'était l'excuse pour déclencher le combat qu'elle avait construit depuis que nous avions quitté la maison. Nous étions à deux kilomètres de la plage j'avais passé mon enfance. Je pouvais sentir l'arôme venant de la mer, voir les longues feuilles des roseaux qui poussaient dans les dunes, entendre la voix de mon père m'appeler, se déformer dans le vent jusqu'à ce que je ne sois plus qu'une silhouette lointaine sur la plage avec les bras levés sous le soleil éclatant.

 

Mon père était et il devait montrer à Diego le grand-père décédé un mois après sa naissance. Son corps s'est perdu parmi les vagues, délibérément, puis est revenu sous forme de chaume que la mer n'avait pas daigné accepter. Je me suis demandé si souvent la raison de son action, que cette question n'avait plus de sens en tant que question et était devenue une réponse. La question était la mer, le résultat était l'eau qui était restée dans ses poumons, chaude et avec son odeur, celle de mon vieux, le même arôme que Diego portait dans ses cheveux. L'odeur des buissons et du sable que le vent traînait sur le sol, piquant notre peau mouillée par l'eau de mer.

 

J'ai pris Diego dans mes bras et j'ai marché fermement vers la plage. Il y avait un chemin étroit à travers les prairies. Jessica m'a crié :


 

 

-Où vas-tu?! Je n'ai pas fait attention à lui. Je la défiais, je le savais, et même si je me sentais obligé de célébrer un tel défi, je n'avais en tête que la plage qui m'attendait.

 

Les images venaient de l’enfance. Je me suis vu sortir de l'eau avec la peau bronzée et le sourire dont je me souvenais de mes photos. Malheureusement, on ne se souvient pas de ses propres sourires. Ma mère m'attendait allongée, et lorsqu'elle m'a vu arriver, elle m'a apporté la serviette pendant que je frissonnais de frissons sous le soleil. Et mon père m'a frotté la tête en m'offrant la tasse de thé au lait comme collation.

 

La même plage mais d'autres dunes, comme d'autres étaient les hommes qui y passeraient demain, comme quelqu'un d'autre que j'étais après tant d'années. La voix de Jessica, disant quelque chose d'inintelligible, réussit à me réveiller. J'ai entendu la portière de la voiture se fermer puis ses pas derrière nous. Il avait décidé de nous accompagner, peut- être juste pour voir ce qu'il faisait ou disait à notre fils.

 

J'ai escaladé les dunes qui cachaient la mer, j'ai atteint le sommet et je me suis arrêté. La plage s'étendait immense et vide, fouettée par le vent printanier.

Les vagues grises et nacrées tombaient les unes sur les autres, se brisaient sur la plage, léchaient le sable puis revenaient et se fondaient dans les nouvelles vagues continuellement générées. Les personnages de l'été apparaissaient à mes yeux comme s'ils étaient revenus d'entre les morts pour me dire quelque chose, pour m'ordonner quelque chose.

 

Puis j'ai pleuré et Diego a commencé à me regarder.

 

-Papa? -Dit-il, et avec sa main droite il essuya mes larmes, puis montra l'eau.

 

-Quoi? -J'ai demandé, même si je ne pensais pas qu'il y avait une raison de parler à ce moment-là. Je sentais, je le savais avec certitude, que j'avais mon père dans mes bras, que je l'avais créé comme l'eau créait ces vagues. Et la mort se rachète chez certains, elle les utilise comme messagers. Ce sont les Christs des ombres, ils ont des épines invisibles dans le crâne.

 

Ma femme en faisait partie.

 

-Ne soyez pas ridicule! -Il m'a crié dessus quand il m'a vu pleurer.

 

Il me regardait avec des yeux furieux que la grisaille de l'après-midi fondait et atténuait avec des tons de tristesse. Elle était le chagrin et la douleur. C'était la mort nécessaire et le couteau avec lequel il m'a attrapé pour me réveiller. Mais au lieu de me briser la peau, il m'a


 

arraché la main, la jambe, parce que c'est ce qu'il faisait lorsqu'il essayait de sortir Diego de mes bras.

 

-Donnez-moi le bébé. Je reprends la route et attends le bus. Je n'en peux plus.

 

-Mais ne sois pas stupide… Il ne m'a pas répondu. Je me suis retrouvé la bouche ouverte, pleine de vent. Je n'étais rien et je ne méritais pas de réponse car peut-être qu'ils ne pourraient même pas me voir. Mes vêtements et mon visage étaient blancs comme les nuages, mes cheveux bruns comme les tiges se balançant au vent.

 

Tandis que mes pieds s'enfonçaient dans le sable, je les regardais s'éloigner.

 

Il fait froid à l'intérieur de la voiture. Les coupe-froid des portes et fenêtres sont cassés, coupés ainsi que les sièges. Je sens l'odeur du cuir et de la mousse de caoutchouc sale qui s'échappe des coutures, l'odeur des pneus. Mais je me sens protégé des éléments qui me submergent. Le toit de la voiture me protège de Dieu, du froid de son visage. Personne ne m'accompagne sur le siège à côté de moi, personne sur la banquette arrière. Un peu plus loin se trouve celui qui me poursuit. J'imagine le visage de Dieu, et il a les traits de Jessica. Dieu me suit en marchant sur l'asphalte, peut-être attaché au pare-chocs arrière, glissant doucement et silencieusement.

 

J'allume la radio. Concert de samedi soir à la Radio Nationale. Mon père allumait toujours la radio après le dîner. Nous nous sommes assis sur le canapé à côté de la cheminée, un livre à la main, dont la lecture à haute voix accompagnait la musique de paroles toujours en harmonie. Aujourd'hui, cette mélodie de Sibelius est jouée. La musique pénètre la nuit, suit les pas des phares des voitures qui ouvrent l'obscurité. Le cygne blanc qui flotte docilement sur les eaux du fleuve de la mort.

 

Ma voiture est un cygne.

 

Quand je suis rentré à la maison cet après-midi, la même maison dans laquelle mon père avait vécu quand j'étais enfant, ma femme faisait ses valises et celles de Diego. Mon fils faisait du vélo.

 

"Je retourne à Buenos Aires", a-t-elle déclaré.

 

-Tu vas laisser Diego avec moi, il y a des choses que je veux partager avec lui cet été.

 

-Je ne veux plus que tu lui parles de morts, de tortures ou de personnes disparues, comme ton père l'a fait avec toi. Tu deviens fou, tout comme lui.


 

 

"Mon père n'était pas fou", dis-je à voix basse, serrant les dents et les poings pour contenir ma colère. Personne dans ma famille n’avait osé appeler mon père par ce prénom, qui n’était toujours qu’une pensée et jamais un mot.

 

Mais je ne pouvais pas continuer à parler.

 

On arrive à vivre de nombreuses années avec quelqu'un qu'on n'aime pas, mais pas avec quelqu'un qui a de la haine dans les yeux. J'ai vu mes yeux se refléter dans les pupilles de Jessica, et m'approchant d'elle, je refermai mes mains tremblantes autour de son cou. Et je l'ai embrassée désespérément, me mordant les lèvres pendant qu'elle essayait de crier.

Pourtant, sa voix devenait nulle, emprisonnée dans la gorge que mes doigts gardaient comme des sentinelles, gardiens de l'enfer de cette bouche qui me brûlait.

 

La fureur survient lorsqu’il est impossible d’arrêter l’injustice. Mais alors il n’a plus de nom, et c’est un écho de forces ancestrales, c’est un fleuve de sons et de peurs.

 

Quand quelque chose a déjà été dit, il ne reste que l'oubli ou la force, et la force est toujours plus rapide. C'est pourquoi j'ai secoué ses épaules, son corps pour voir si je pouvais une fois pour toutes faire sortir la femme que j'avais aimée. Sa tête heurta plusieurs fois les bords du lit et elle resta immobile, la taille du cou molle.

 

Du calme, enfin.

 

Je la portais dans mes bras, regardant la pièce où j'avais passé tous les étés de mon enfance. Le plafond taché d'humidité, la cheminée vide, les meubles pleins de poussière. Il n’y avait plus de musique depuis de nombreuses années. Je me suis retourné et je me suis regardé dans le miroir.

 

Moi, un homme que je ne reconnaissais pas, je portais dans mes bras le cadavre de sa femme. J'ai commencé à pleurer pour la deuxième fois ce jour-là, en laissant Jessica dans la baignoire.

 

Je me suis lavé le visage et suis sorti sur la terrasse arrière. Un voisin m'a salué, mais j'ai baissé la tête, comme si je faisais attention aux escargots sur le chemin de briques.

 

Je suis retourné à la cuisine chercher la salière et j'ai passé cinq minutes à regarder les escargots mourir sous le petit tas de sel.

 

J'ai apporté le sac en toile de jute du hangar. Je l'ai emmenée aux toilettes et j'ai fermé la porte.


 

 

 

J'ai mis le corps de Jessica dans le sac et je l'ai portée jusqu'au coffre de la voiture.

 

Il commençait à faire nuit.

La voix de Diego était forte et joyeuse alors qu'il ouvrait la porte d'entrée.

 

-Papa! -Il a crié quand il m'a vu, juste au moment je fermais le coffre, et il est monté dans mes bras.

 

-Maman est allée chez un ami. "Il ne reviendra que demain", lui dis-je.

 

J'ai passé le reste de l'après-midi à jouer avec mon fils au milieu du salon.

 

Nous avons écarté la table de la salle à manger et avons fait rouler les petites voitures sur une piste de fortune au sol.

 

La nuit, je mets Diego au lit et j'éteins les lumières. Avant de fermer la porte de sa chambre, je l'ai regardé dormir. Son petit minois bronzé et endormi. Sa respiration sereine.

 

J'ai poussé la voiture jusqu'au coin pour que Diego ne m'entende pas. Puis j'ai démarré le moteur et j'ai pris la route vers la route, vers la plage mon père était allé mourir.

 

Les lettres du panneau apparaissent blanches à la lumière des phares.

 

Quelques buissons bleutés, parfois ocres, s'enfoncent dans les sentiers étroits qui mènent à la plage. Je me mets sur l'accotement et longe le mur de buissons jusqu'à la descente vers la plage. Le sable mouillé de la nuit permet à la voiture de glisser sans effort.

 

Frein. Non pas parce que j'ai vu quelque chose, mais parce que je ne vois rien. Les étoiles ont disparu, la lune aussi. Il n'y a que l'obscurité, dans laquelle les phares des voitures sont moins puissants que de faibles bougies soumises au vent. Je n'entends le bruit de la mer que lorsque j'éteins la radio. Je n'arrive même pas à savoir si je suis près du rivage ou si je suis encore loin. Je suppose que la marée est montée comme chaque nuit, et je ne veux pas aller plus loin.

 

J'ouvre la portière, sors la clé du contact et me dirige vers le coffre. Je fais ça la tête baissée, je n'ose pas regarder devant moi. Je me sens comme un enfant gêné qui a peur du regard des autres. Mais qui, je me demande, pourrait me surveiller. S'il est possible d'être seul dans ce monde où les hommes des villes naissent et meurent entourés d'êtres qui les regardent et ne comprennent pas, c'est bien là. Mais c'est le paradis que je crains. C'est la peur que j'ai toujours eue de l'immense obscurité des plages la nuit. Vers la mer à peine


 

aperçue par l'écume blanche des vagues. Et quand il y a une lune, elle éclaire un secteur insuffisant des eaux, où des vagues dorées et noires forment des figures que je n'ose imaginer.

 

Je pose mes genoux sur le pare-chocs. La voiture, sa proximité, sa chaleur, me protégeront. L'odeur du sang vient du tronc. Je soulève le sac et le pose sur le sable. J'enlève mes baskets, traîne le sac jusqu'à l'eau. La mer n'est pas aussi froide que je l'imaginais. Mes yeux s'habituent à l'obscurité, mais mon cœur tremble. L'eau est une amie, mais pas les ténèbres qui s'abattent sur elle. Je n’ose pas lever les yeux au-delà de la longueur de mes bras.

 

Je jette le sac à quelques mètres, mais les vagues le ramènent. Je la pousse à nouveau avec mes pieds, je rentre à l'intérieur pour l'emmener plus loin et plus profondément.

 

Je me souviens avoir pêché avec mon père les après-midi d'été. L'eau est chaude parce que c'est de que nous venons, m'a-t-il dit, et puis le soir, il me lisait des passages du livre de Darwin qui reposaient toujours sur sa table de nuit. Je rends la poussière aux eaux, je pense maintenant.

 

Je retourne à la plage et tombe sur quelqu'un.

 

-Pêche? -demander. Mais ce n’est pas ironique, il n’a peut-être même pas vu quelque chose d’assez clairement pour être suspect.

 

-Marcher, rien de plus. Je me débarrasse du poisson pourri.

 

Il reste debout au bord des vagues qui n'arrivent pas à le mouiller. Il a allumé une lampe de poche et focalise le faisceau sur le sac qui flotte et s'éloigne lentement.

 

-Ils disent qu'ils reviennent toujours.

 

-Comme?

 

-Tout ce qui est jeté, la mer le ramène tôt ou tard. Certains disent que le cœur des hommes ne sombre pas.

Je lui arrache la lampe de poche et la dirige vers son visage. C'est un homme d'âge moyen, un sans-abri dont l'haleine sent le vin et la terre. Je passe le faisceau de lumière sur ses vêtements déchirés et tachés. Il n'a pas de chaussures.


 

        -Qui êtes-vous?

 

-Ne t'inquiète pas, je ne suis pas un voleur. Je vis sur la plage, mais pendant la journée je me cache des touristes parce qu'ils ont peur de moi.

 

Je ne sais pas quoi faire, je ne sais pas ce qu'il a vu.

 

-Je vais dormir ici.

 

-C'est bien, la nuit est fraîche-. Il s'arrête un moment pour réfléchir. -Peux-tu me dire quelque chose? Ils m'ont dit que le cœur des hommes ne brûle pas non plus lorsqu'ils en incinèrent un.

 

Je le regarde, j'essaie de lire ce qu'il sait sur son visage, mais la batterie de la lampe de poche est à plat. Il n’y a désormais plus de place pour moi au doute. Je jette la lampe de poche dans l'eau et l'attrape par les épaules. Il est surpris un instant mais ne résiste pas. Je l'ai frappé au visage et je l'ai traîné par les cheveux jusqu'au rivage.

 

Je lui plonge la tête dans l'eau.

 

Il crie, s'étouffe, continue de se débattre pendant plusieurs secondes. Puis, enfin, il reste immobile.

 

Je le soulève et le reprends maintenant vers les grosses vagues, au-delà des déferlantes.

Je m'immerge avec jusqu'à ce que je le sente flotter et m'assure que le corps s'éloigne.

 

Attendez. L'eau n'est plus froide. Le corps disparaît dans l'obscurité.

 

Je me retourne pour retourner au rivage. J'y suis presque, mais quand les vagues sont petites et ne touchent que mes talons, avec l'eau viennent deux mains qui serrent fort mes chevilles. Ils me ramènent.

 

Je trébuche, j'essaie de me relever et je tombe encore et encore.

 

La volonté incassable de ces doigts est plus grande que la force de mon corps. Ils ont la fermeté d'un sage, triste comme le visage de mon père sur ses photographies. Je sais j'ai vu ce visage ce soir, et je sais aussi quelles mains m'entraînent dans les profondeurs.


 

 

 

 

LA MEMOIRE

 

Il regarde l'heure à son poignet gauche. Les passagers lui font de l'ombre. Cherchez la lumière pâle de l’ampoule qui apparaît, précaire et sale, depuis le plafond de la voiture.

 

Il est cinq heures et demie du matin. Il ne s'était pas levé aussi tôt depuis longtemps.

Depuis l'époque il allait à l'université, ou même plus tard, il se réveillait sans avoir besoin d'une horloge, presque à quatre heures trente, pour se rendre à l'hôpital.

 

Mais maintenant, les médicaments ne lui permettent pas de dormir avant deux ou trois heures du matin, il se repose une heure et se réveille, sûr de ne plus jamais dormir. Il sait qu'il fut un temps il dormait dix, douze, vingt heures par jour, dans un endroit dont il ne se souvient pas, mais peut-être que ses rêves le troublent en lui donnant une telle impression de réalité.

 

Les gens vont travailler. Le train n'est pas très plein. Peu de gens voyagent à Moreno à cette époque. Blas vit à Buenos Aires et ne travaille pas, du moins jusqu'à ce que sa situation soit résolue. Une situation que personne d'autre que lui ne connaît, car si les autres l'apprenaient, il ne pourrait pas être comme il est maintenant, libre, dans un wagon, et sans que personne ne lui reproche ses bâillements bruyants, sa barbe hirsute, son cheveux un peu sales.

 

Blas ressemble à un sans-abri. Cependant, il ne se reconnaîtrait jamais, il n'aurait jamais imaginé qu'il ressemblerait un jour à cela. Les souvenirs arrivent, fragmentés, comme s'ils venaient d'autres hommes, d'autres époques ou de lieux lointains, et lorsqu'il ferme les paupières, ils prennent le relais. Puis il se frotte le visage et sort de la poche de son manteau le journal de la veille.

 

Lisez un article de cinq lignes, perdu parmi les gros titres. À Mariano Acosta, les fouilles débuteront aujourd'hui, à sept heures trente du matin, pour commencer les fondations du nouveau bâtiment municipal. Et Blas doit être là, il sait qu'il doit arriver avant eux et vérifier ce qui va sortir de la poussière.

 

Il travaillait dans cette garde depuis environ un an. C'était une petite salle de secours avec quelques bureaux à quinze pâtés de maisons de la gare Mariano Acosta. Lorsqu'il est arrivé pour la première fois, il n'a guère prêté attention aux regards des voisins, aux enfants qui le regardaient passer depuis les fenêtres de l'école.

 

Il portait un costume gris avec un gilet, une cravate rouge, sa salopette pendait à son avant-bras et sa mallette dans l'autre main. Il n'a réalisé le contraste de ses vêtements avec la précarité du quartier que lorsque les rues sales ont souillé ses pantalons et ses chaussures de boue.


 

-Bonjour Docteur! -l'infirmière du matin le salua-. Mais comment est-il devenu si élégant ! Il n'a pas répondu. Il resta bouche bée, comme s'il écoutait les reproches de sa mère. Ensuite, sa voix était rauque, et ses cernes étaient plus cohérents avec cette voix qu'avec le fait qu'il s'était levé si tôt. Il s'était habillé sans penser à l'endroit il allait, pendant qu'il prenait son petit-déjeuner avec les trois capsules du matin. Les médicaments qu'on lui a appris à prendre quotidiennement dans un endroit dont il ne se souvient pas, tout aussi lointain et imprécis que l'époque précédant sa naissance. Des drogues qui avaient peut-être été créées pour ça : oublier, et pourtant, l'esprit se révélait, il coulait à travers un tamis d'acier opaque et noir comme les souvenirs qui se cachaient derrière.

 

L'infirmière l'a aidé à se changer. Il lui montre le bureau de garde, les instruments d'urgence et la table gynécologique qui était cassée.

 

"Le médecin précédent a été encouragé à s'occuper des accouchements jusqu'à l'arrivée de l'ambulance pour les orienter vers l'hôpital", a-t-elle déclaré en souriant.

 

Ce geste dissipa la peur que Blas avait nourrie toute la matinée. Comment un homme de trente-huit ans pouvait avoir peur de se prêter à un minimum d'attention. Il n’avait pas oublié ce savoir, les médicaments ne pouvaient pas y faire face. Cette partie de son esprit restait indemne, mais, sans pouvoir s'en empêcher, il avait peur.

 

Le lendemain, il a remplacé le costume par un plumeau et un pantalon blanc. Maintenant, les garçons le suivaient dans la rue, s'accrochant à ses jambes. Il leur caressa la tête et salua les femmes penchées devant les portes.

 

-Aujourd'hui, je fais vacciner le bébé, docteur ! Blas hocha la tête en silence. La barbe longue mais propre, les cheveux courts, le sourire prêt pour tout enfant qui s'approche de lui.

 

-Tu aurais être pédiatre, docteur, tu t'entends très bien avec les enfants. travaillais- tu avant?

 

Il regarda l'infirmière un moment et fit comme s'il n'avait pas entendu.

 

-Il faut commander des gants et faire stériliser ces pinces, s'il vous plaît.

 

-Oui docteur-. Elle n'insista plus.

 

Un soir de juillet, l'infirmière s'est sentie mal et est rentrée chez elle.

 

Blas resta seul de garde. La lumière à l’entrée du salon brillait comme une étoile au


 

 

milieu de la désolation de la rue. De temps en temps, on entendait le bruit des chaînes de vélo. C'étaient des hommes qui rentraient tard du travail. Les chiens aboyaient et leurs voix se transformaient en hurlements perdus dans le vent. Les gens n'arrivaient généralement pas après midi et il n'avait pas peur des agressions. Blas savait que ses vêtements de médecin étaient aussi solides qu'une armure, imposant le respect et l'admiration. Ils l'ont laissé tranquille.

 

Regardant par la fenêtre embué par son souffle, il eut à nouveau peur. Il pensa aux pilules, mais il avait décidé d'y renoncer.

 

Ils frappèrent à la porte avec impatience. Il est allé l'ouvrir. Une fille qui ne devait pas avoir plus de dix-huit ans se précipita vers lui et le serra dans ses bras. Les vêtements froids et mouillés l'entouraient comme si l'hiver lui-même était entré pour le piéger et l'emmener vers un lieu de non-retour.

 

Il lui a demandé ce qui se passait. Elle n'a pas levé les yeux. Cria-t-il, le visage pressé contre la poitrine de Blas. Il fit un geste d'agacement. Il ferma la porte et caressa la tête aux cheveux bruns et raides de la jeune fille. Lentement, elle se laissa aller et laissa tout son poids retomber dans les bras de Blas.

 

Il la souleva et la déposa sur la civière. Puis elle réalisa qu'elle était enceinte, peut-être

sur le point d'accoucher à cette époque. Elle se réveilla de nouveau avec un cri et s'accrocha à lui tout en le regardant.

 

« Je t'ai enfin trouvé ! » balbutia-t-il. Blas lui a demandé s'il la connaissait.

-Ne sois pas un fils de pute ! Je savais que tu allais me refuser ! Mais tu ne vas pas renier le fils que tu m'as fait ! Blas recula. La fille était folle ou probablement droguée.

 

-Ecoute... -dit-il-...voyons d'abord ce qui se passe avec les contractions et ensuite nous parlerons. Est-ce que tu habites dans le coin?

 

-Mais je te cherchais depuis des mois ! Je me suis enfuie quand j'ai découvert que j'étais enceinte et j'ai commencé à te chercher. Ne me raconte pas que tu ne me connais pas....................................................... La

voix de la jeune fille était brutale, sombre, usée par quelque chose de plus profond qu'un rhume ou une grippe.

 

Il lui toucha le front. Ça a brûlé. Il lui posa le thermomètre et commença à l'écouter.


 

 

-Vous souffrez d'une énorme bronchite. J'appelle l'hôpital pour vous admettre.

 

-Non! Je veux rester ici.

 

Une autre contraction la fit crier.

 

-Laisse-moi te surveiller, s'il te plaît.

 

La fillette était très dilatée et le travail était imminent. Au diable ma chance, pensa-t-il. Mais elle l'entendit. Comment avait-il pu entendre sa pensée, à moins qu'il ne l'ait murmurée sans s'en rendre compte, cela lui arrivait parfois.

-Tu ne m'as jamais traité de pute, tu m'as dit que j'étais ton meilleur réconfort depuis

longtemps. Je me souviens comment tu pleurais après avoir fait l'amour, tu semblais libéré.

 

Blas avait fini d'insérer le IV et le IV. Il a appelé l'hôpital et a demandé une ambulance en urgence. Ils n'en avaient pas à l'époque, lui dirent-ils, mais dès qu'ils en auraient un, ils l'enverraient. Il revint à côté de la civière.

 

Il lui ôta ses vêtements mouillés et la couvrit de couvertures qu'il avait réchauffées sur la cuisinière.

 

La jeune fille s'est calmée pendant un moment, mais elle a continué à le regarder avec des yeux fiévreux. Il y eut un silence tendu qui fut seulement interrompu par quelques aboiements venant de la rue. Blas ne pouvait pas supporter ce regard, il ne pouvait pas le retenir sans que ses propres yeux s'enfuient, cherchant à se cacher, mais en réalité il n'y avait nulle part.

 

-Écoutez-moi. Croyez-moi, vous êtes confus. J'ai presque deux fois ton âge, je ne te connais même pas et il n'est pas possible que nous nous croisions un jour.

 

Pensez-y, pensez à votre copain et dites-moi s'il est comme moi.

 

-Tu me connais, Blas-. Elle sortit sa main de dessous les couvertures, lui caressa la joue, son oreille, et posa son index sur le nez de Blas.

 

-Ton doux nom m'a convaincu. Tu m'as semblé être un homme triste, mais confiant, fort, pas comme les garçons de mon âge. Dites-moi si vous ne vous en souvenez pas, si presque neuf mois suffisent à vous le faire oublier. Et il lui montra ses poignets, une cicatrice


 

transversale traversant chacun d'eux. -Je t'ai dit le soir même pourquoi ils m'avaient admis, et tu m'as compris, tu étais le seul qui vraiment... mais ta voix m'a convaincu... dans l'obscurité de la pièce, même si les autres nous entendaient, pour moi il n'y avait que toi.................................................................................... Elle se

perdait dans le délire, des gouttes de sueur faisaient briller son visage sous la lumière des tubes fluos.

 

Il a pris sa tension artérielle. S'il continuait à descendre, il la perdrait. Mais je n’allais pas y faire une césarienne, sans aide, sans matériel. Il s'essuya le front avec sa manche. Il se souvenait de ce qu'il avait appris plusieurs années auparavant. Oui, il se souvenait de l'essentiel, mais comment était-il possible que cette fille lui parle avec autant d'assurance, alors qu'il n'avait aucun souvenir d'elle. Elle connaissait son nom sans qu'il le lui ait mentionné, même si elle aurait pu aussi l'apprendre par les voisins du quartier. Je voulais le mettre dans un piège, profiter de sa situation avec un avocat impliqué.

 

Elle s'est réveillée à nouveau.

 

-Nous étions ensemble cette nuit de novembre, tu te souviens ? Vous m'avez touché et avez dit que vous n'aviez été avec aucune femme comme moi. Ton haleine était semblable à la mienne, cette odeur de médicaments qui remplissait les couloirs de l'hôpital. Tout sentait toujours la même chose.

 

Blas ne se souvient pas avoir jamais été hospitalisé et lui dit :

 

-Je vais t'avouer quelque chose, en attendant, pour que tu te calmes. Parfois je déprime, j'ai eu une période dans ma vie je ne pouvais plus résister, tu comprends ?, et j'ai sombré comme ces couloirs dont tu parles. On coule sans s’en rendre compte. J'ai pris des remèdes, je le fais toujours. Ils m'ont aidé à passer le temps, à ne pas réfléchir. Ils vous effacent des choses, ils vous annulent jusqu'à ce que vous ne ressentiez plus rien. Et c'est une façon de vivre, de passer les journées comme si c'était un dimanche nuageux à deux heures de l'après- midi, indéfiniment.

 

La jeune fille s'est rendormie. Il lui prit le pouls. Cela diminuait. Je n'avais plus de contractions, mais la dilatation était la même. Le bébé allait mourir avant de naître. Il a rappelé l'hôpital, cette fois toutes les lignes étaient occupées.

 

Assez, se dit-il. Il prépara la boîte stérile, les champs opératoires. Il nettoya le corps avec de l'iode et prit le scalpel. L’incision est parfaite, comme si quelques années ne s’étaient pas écoulées.

 

Il était le seul homme du service de pédiatrie et les mères le choisissaient pour diverses raisons. Peut-être était-ce l'attrait qu'exerçait sa présence parmi tant de cris et de cris


 

féminins. Après trois années de résidence et cinq de travail acharné, il avait gagné plus de sympathie de la part des patients que de la part des autorités hospitalières.

 

La nuit la fillette de trois ans est arrivée, il n’y avait aucun lit vide. Il a décidé de la laisser sur la civière du gardien pour l'observer et faire des études. Les parents le regardèrent avec méfiance tandis qu'il le regardait.

 

-Nous allons l'admettre dès qu'il y aura un lit, ne vous inquiétez pas.

 

Blas s'entendit appeler dans le haut-parleur et alla soigner d'autres malades. Une demi- heure plus tard, il constate une agitation dans le bureau il avait déposé la jeune fille.

 

Couru. La petite fille a eu des convulsions, vomissant du sang et tachant les draps et les vêtements. Soudain, les secousses cessèrent. Un pédiatre avait commencé des manœuvres de réanimation, mais deux, trois, cinq minutes plus tard, tout était inutile. La jeune fille ne bougeait pas. La mère la souleva dans ses bras comme un paquet enveloppé dans des linges sales.

 

Le père a commencé à menacer Blas en levant les poings devant son visage.

 

Ils ont réussi à le repousser, mais l'homme a continué à le traiter d'assassin, et ce mot a résonné dans tout le garde. Les gens le regardaient et ne pensaient peut-être à rien de particulier ; Cependant, il ne voyait plus que ce regard accusateur.

 

Des mois plus tard, ils l'ont poursuivi en justice et son assurance n'a pas couvert le montant. Le père de Blas était un médecin légiste renommé de la ville, que tout le monde appelait simplement Dr Ibáñez, mais il ne voulait pas lui demander de l'aide. Blas était sûr de ce que penserait son père lorsqu'il l'apprendrait.

 

Il a vendu la maison et a emmené sa femme et son fils dans un appartement du quartier Once. Il a essayé de continuer à travailler, mais lorsqu'il s'occupait d'un patient, il doutait du diagnostic et du médicament prescrit. Il ramenait les malades presque tous les jours ; ceux- ci, fatigués, l'abandonnaient. Il ne voulait plus travailler. C'est à ce moment-là qu'il a arrêté de dormir, se retournant et se retournant dans son lit toute la nuit. Sa femme lui dit un jour :

-Il y a des somnifères, Blas, tu devrais le savoir. Et cette voix dure avait raison. Mais les

pilules ne l’ont plus aidé. Il restait enfermé toute la journée, mangeant, regardant la télévision. Je n'ai pas parlé.


 

 

Puis un jour, il a éteint la télé et n'a jamais quitté le canapé. Il entendit des voix autour de lui. Celui de sa femme, celui de son fils, et d'autres inconnus. Un jour, quelqu'un vint le chercher et lui parla doucement. Depuis, il ne se souvenait de rien.

 

Le bébé était mort et le placenta s'était détaché, couvert de sang coagulé. Il a mis le corps du garçon dans un sac et s'est mis à refermer la blessure. Il regarda la poitrine de la jeune fille, il lui sembla qu'elle respirait plus faiblement. Il lui prit le pouls. Ne pas exister. Peut-être qu'il était mort quelques minutes auparavant et ne s'en était pas rendu compte. Lui, médecin, ne s'en était pas rendu compte. Cette fois, il n’était plus surpris par lui-même, ce qui

le laissait encore plus perplexe. Tant d'enfants qu'il avait sauvés, tant d'enfants, et un qui était perdu, qui était parti, le trahissant, il avait absolument enlevé le sens à tout.

 

Blas caressa le visage du mort avec ses gants souillés de sang. Il ne se souvenait pas de ce qui s'était passé cette année-là, perdu dans sa mémoire, ni de la façon dont les médicaments l'avaient fait agir. Était-il possible qu'il la connaisse et qu'il l'ait séduite ? Non, je ne m'en souvenais pas, mais peut-être que je le savais.

 

Il regarda autour de. Il se retrouve seul, avec deux morts, et entouré des traces d'une opération chirurgicale que n'importe qui aurait refusé de pratiquer. Mais il y avait surtout Blas et son passé, son passé marqué en rouge.

 

Blas et le fuseau horaire hors de sa mémoire.

 

Les autres se souviendraient sûrement que tout était établi dans des histoires cliniques au cours irréversible, comme des manifestes écrits par Dieu lui-même au début des temps. Et puis, peut-être, apparaîtraient les témoins, qui sortent toujours des zones d'ombre. Et si l'enfant était le sien ? Les dieux pouvaient déterminer, avec leur sang et un cheveu de l'enfant, s'il l'était.

 

Alors qu’allais-je répondre ?

 

Il a fermé le sac rouge avec le cadavre du bébé. Il l'a mis contre la porte d'entrée. Il est allé chercher un sac noir. Il souleva le corps de la jeune fille dans ses bras et, en pliant ses jambes, sa taille et sa tête, le fit entrer. Ce n'était pas gros, ce n'était pas robuste. Elle était maintenant mince et fragile.

 

Ouvre la porte. Personne n'était dehors. Il devait être trois heures du matin. Le téléphone sonna et il pensa soudain à l'ambulance. Il est allé y assister.

 

-Je l'ai déjà mentionné. Non, je n'en ai plus besoin, merci.


 

Il a raccroché. Il retourna à la porte, porta le petit sac sur son épaule et traîna l'autre. Il commença à marcher caché par l'ombre du mur, loin des réverbères. Il a continué à marcher le long du chemin de terre qui traversait le champ ouvert derrière la salle de secours.

 

Je ne voyais rien, je sentais juste l'herbe pousser. Il y avait un ruisseau à cinq kilomètres de là, après les pistes abandonnées, une série d'arbres formait une petite forêt. Les gens n’y jetaient même pas de déchets parce que c’était très loin et sombre.

 

L'ombre des arbres se déplaçait sur le ciel nuageux et orageux. Le vent balançait les sommets avec un rugissement de branches qui s'entrechoquaient qui dominait la nuit. Le monde et la ville semblaient avoir cessé d'exister.

 

Tout n'était que vent, odeur d'herbe mouillée et de terre. Et le sang vint les rejoindre. Blas se disait que parfois les choses s'accordent, elles se cherchent.

 

Avec la pelle qu'il avait rapportée de l'entrepôt, il creusa une seule tombe. Il jeta les sacs et remit la terre à sa place. S'il pleuvait cette nuit-là, la boue égaliserait la surface enlevée.

 

Il retourna dans la chambre. Il lava ses bottes, posa la pelle, désormais propre, dans son coin.

 

Il a tout nettoyé à l'intérieur. Il lava les instruments et les stérilisa à nouveau. Il ne restait rien de ce qui s'était passé, et il restait encore deux heures avant l'arrivée de l'infirmière du matin.

 

À Merlo, descendez du train et attendez la sortie du carrefour en direction de Mariano Acosta.

 

Il est déjà six heures et demie. Le train part, cette fois plein de monde, et doit voyager à l'arrêt. Les saisons se succèdent entre les poussées de ceux qui descendent et montent.

 

C'est le lever du soleil. Un rayon de soleil entre par la fenêtre et tombe directement sur ses yeux, l'aveuglant. Malgré le froid, il a chaud. Le col de son manteau devient humide de sueur et dégage une odeur qui le gêne. Mais il ne détourne pas le regard de la fenêtre.

Regardez le soleil qui se cache derrière les maisons pauvres de la ville.

 

Il a vu tellement de soleils, tellement de choses dont il se souvient, sauf l'année avant qu'on lui propose le poste chez Mariano Acosta. C'était une garde générale, cela n'avait pas d'importance. Tout le monde savait qu’il ne pratiquerait plus jamais la pédiatrie.

 

Sans femme ni enfant, il a faire face à la réalité de subvenir à ses propres besoins.


 

Mais qui l'avait soutenu jusque-là, il ne s'en souvenait pas.

 

Le train s'arrête à la gare. Descend. Il s'arrête un instant sur le quai, pensant qu'à peine deux mois auparavant, il avait quitté le gardien en disant au revoir aux infirmières et aux voisins du quartier. Personne ne lui a posé de questions sur la jeune fille qui lui avait rendu visite une nuit, plusieurs mois auparavant. Il a laissé passer le temps, enterrant l’idée comme on enterre les corps. Personne ne l’a demandé, personne n’a manqué quelqu’un qui n’avait peut-être jamais existé. Cela l'a calmé. Mais il ne pouvait pas prendre de risque. Plus tôt il partirait, plus vite ils l'oublieraient.

 

Mais il n’avait nulle part aller. Il a quitté la pension et des amis l'ont hébergé pendant des semaines. Mais lorsqu'ils le virent s'abandonner à la saleté et à une insouciance qui confinait à la folie, ils lui demandèrent de partir. Il ne pouvait cependant pas quitter la ville, comme une mouche qui ne peut s'éloigner de plus de quelques mètres d'une décharge.

 

Un après-midi, il aperçut par hasard l'article dans un journal oublié sur la table du bar et il commença à le lire lentement, afin que chaque mot dure une heure et que le sommeil vienne plus tôt que la faim. Ils allaient creuser le terrain à côté du ruisseau. L'endroit ne pouvait pas être un autre, car il reconnut la description des arbres, de l'herbe et du chemin en plein champ. Je dois y aller, se dit-il alors.

 

"Maître," dit-il au serveur. Un paquet de sucre, s'il vous plaît, a fait baisser ma tension artérielle.

 

Le garçon ne voulait pas de vagabonds dans l'établissement, mais l'intonation prudente de Blas, la pâleur presque sombre de son visage lui firent abandonner ses réticences. Blas ouvrit le sachet et le versa sous sa langue. Il se reprit rapidement et partit, cachant le journal dans son manteau. Il s'est allongé sur le seuil d'un immeuble, à côté d'un chien qui avait gagné sa main, et a essayé de dormir.

 

Il se promène dans les rues sans que personne ne reconnaisse dans le sombre vagabond le médecin qui les a soignés. Passez devant la salle de secours. Quelqu'un, un homme en blanc, pense-t-il, doit en contrôler un autre, et tous deux participent volontiers au destin qui les a réunis, sans savoir que c'est pour toujours. Mais il ne regarde pas par la fenêtre, il passe devant.

 

Voir le champ ouvert. Les bulldozers déplacent leurs bras mécaniques dans la brume matinale. Certains ouvriers placent des rubans à rayures rouges autour de la zone. Blas s'y dirige lentement, caché par les grands buissons et le brouillard. Son corps ressemble à un tronc vertical, noir et brûlé, qui bouge quand personne ne le regarde.


 

Accédez à la première cassette. Écoutez la voix des ouvriers et des architectes. Les moteurs des machines chauffent. Les branches des arbres tremblent sous l’élan des bulldozers et les feuilles tombent comme la pluie.

 

Les autres sont là-bas. Attendant.

 

Passez sous la bande et continuez. Personne ne l'arrête. Il y a beaucoup de gens qui semblent ne pas se connaître. Personnel administratif, journalistes locaux, policiers, constructeurs, hommes politiques. Chacun donne des instructions d'une voix plus ou moins forte.

 

Mais personne ne le voit, ni ne remarque ce qui a poussé entre les racines de l’arbre qu’on est en train de déraciner.

 

Les câbles d'acier tirent l'arbre et, entre les racines, les os émergent, sortant des sacs déchirés.

 

-Non! -il crie.

 

Tout le monde se tourne vers lui. Ceux qui se trouvaient sur la machine n'ont pas écouté et continuent de tirer le journal. Blas court et bouscule ceux qui, plus étonnés que obscurs, se mettent en travers du chemin de cet homme dont le pardessus ondule comme un personnage de vieux films.

 

Il arrive jusqu'aux arbres et s'arrête sous celui qu'on déracine. "Faites attention !", lui crient-ils, mais il n'y prête pas attention.

Il s'agenouille et enfouit ses jambes dans la boue remuée. Les racines s'élèvent comme des bras hors de la terre. Il se met à chercher les sacs, les os.

 

Mais il les a perdus de vue. Puis il se couvre le visage de ses mains sales.

 

Quelqu'un s'approche de lui, l'aide à se relever. Blas se rend compte que cette personne, quelle qu'elle soit, fait à quelqu'un, plus loin, le signe silencieux de quelqu'un qui désigne un fou.

 

"Ils étaient là, je le jure", insiste-t-il, mais il ne peut désormais plus retenir ses larmes.


 

Le bras de l'homme le serre un peu, le réconforte, et c'est la première fois depuis longtemps.

 

"Ce n'est pas grave s'il a perdu quelque chose, nous le retrouverons", le console l'homme alors qu'ils s'éloignent.

 

Blas le regarde et essuie ses larmes avec le mouchoir que l'autre lui a offert. Il sent, l'espace d'un instant bref et sublime, qu'il en est sorti indemne et que sa mémoire n'a joué avec lui qu'au jeu cruel de la roulette russe.

 

Mais quelqu'un crie derrière eux, comme un cri qui ne pleure pas, une voix qui rétablit la réalité surgissant de l'espace gris de l'oubli.

 

-Dieu saint! -crie l'un des ouvriers-. Regardez là, à côté de l'arbre !

 

 

 

 

 

SPA

 

 

Walter avait vingt-cinq ans lorsqu'il a conçu le projet de Playa del Sur. Choisi parmi vingt architectes plus expérimentés que lui. C'était le premier travail important qu'on lui confiait. Mais quatre semaines plus tard, les investisseurs ont décidé de suspendre les travaux, alors que le terrain était préparé et que les ouvriers et les matériaux étaient prêts à commencer la construction.

      Maintenant, en regardant la plage depuis la jetée, il réfléchit à son idée originale. Il y a deux jours, ils ont annoncé la décision de reprendre le projet, quarante ans après avoir signé les premiers plans. Il y a eu de nombreux travaux par la suite, plusieurs récompenses et une somme d'argent indéterminée. Mais presque tout a disparu, sauf les immeubles appartenant à ceux qui les ont payés, et le reste a pris la figure abstraite du prestige.

      Il a soixante-cinq ans, et même les honneurs qu'il reçoit de ses amis et collègues ne suffisent pas à le sortir de sa mélancolie constante. Vous avez l'habitude d'entrer et de sortir de ces périodes de pensées tristes, que votre psychologue aime appeler dépression.

      Monter jusqu'à la jetée abandonnée depuis que les vagues ont renversé certaines colonnes en bois. Ressentez le bruit persistant de la mer entre les piliers. Il se penche sur la balustrade moisie et s'imagine en train de jeter ses filets dans ces vagues inquiétantes, comme lorsqu'il était jeune et qu'il pêchait avec ses frères. Tant de temps s’est écoulé que seule la résignation semble possible. Il était accompagné de deux chiens, deux chiens de berger encore chiots, qui couraient autour de lui en sautant par-dessus les rainures des planches et les éclats. Il les caresse tout en leur donnant des biscuits qu'il porte dans ses poches.

      Il y a deux jours, il a reçu l'appel chez lui à Buenos Aires et, peu après, il est parti vers la côte à la rencontre des constructeurs, portant le rouleau des plans originaux sur la banquette arrière de la voiture. Il cherchait avec beaucoup d'effort ces feuilles, désormais jaunes et cassantes, dans le sous-sol de sa maison envahi par l'humidité. Lorsqu'il ouvrit les rouleaux sur la table à dessin, il fut surpris de ne pas avoir besoin de lunettes pour voir les croquis réalisés par sa jeune main, avec une écriture et des traits si fermes. Puis il sourit presque imperceptiblement et sa femme lui dit qu'il y avait quelque chose de différent qui brillait dans ses yeux.

      Alors qu'il quittait le garage avec la voiture, elle lui conseilla à la dernière minute :

      -Portez vos lunettes, et prenez soin de votre vue, à votre retour vous devrez vous faire opérer. Et n'oubliez pas les pilules pour l'humeur.

           Sa femme avait un regard intense et inquiet, comme si tout ce qu'elle pouvait faire pour l'arrêter n'était rien d'autre que de se frotter nerveusement les mains et de lui donner encore et encore les mêmes conseils. Il s'est abstenu de lui reprocher quoi que ce soit ou de la traiter de vieille femme sourde pour n'avoir pas entendu le téléphone. S'il n'avait pas été dans la pièce, je n'aurais pas reçu cette bonne nouvelle. D'une certaine manière, le téléphone avait toujours été un messager d'événements primordiaux, de tournants dans sa vie.

      Ce vieux jour de sa jeunesse où on lui annonça que les travaux seraient suspendus, il fut terriblement déçu. On lui avait dit que les entreprises qui parraineraient le projet n'approuvaient pas le budget. Après tout, c’était son premier emploi formel et il était encore très jeune. C'est ce qu'il pensait à ce moment-là. Il a appris plus tard qu’ils considéraient son idée trop futuriste et peu pratique. Mais la déception avait pris racine à cette époque, et il sentait les premiers symptômes de sa maniaco-dépression se former dans le ciel de cette époque. Puis la mort de Juan Carlos est survenue, et il ne se souvient guère des semaines qui ont suivi.

       Aujourd’hui, quarante ans plus tard, il ne demande pas pourquoi ils ont relancé le projet. J'ai essayé de le faire il y a deux jours au téléphone. Il a essayé de découvrir l'origine de cet appel, qui a d'abord semblé être une mauvaise blague.

      La voix de l'homme qui parlait semblait curieuse et abrupte, comme si rien à quoi Walter pouvait s'opposer n'était suffisant pour faire dérailler les plans. Soudain, à l'autre bout du fil, il a commencé à parler à quelqu'un d'autre, en marmonnant, et il ne comprenait pas ce qu'ils disaient ; La ligne fut momentanément interrompue et la secrétaire réapparut.

      -Architecte? Je vais recontacter le responsable...

      Mais la voix qui avait pris le téléphone n'était plus la même, il en était sûr. Ce nouveau ton semblait familier à Walter, comme une voix qu'il n'avait pas entendue depuis de nombreuses années.

      -Juan Carlos, c'est toi ?

      Il ne savait pas pourquoi il posait cette question de manière si impulsive, son vieil ami était mort depuis quarante ans.

      Le secrétaire continua de parler derrière une intermittence assourdissante. Puis la communication devint claire et Walter entendit revenir la vieille voix familière.

      -Walter, ton projet est magnifique, c'est l'avenir réalisé.

      Puis il a raccroché.

      Quelques temps plus tard, sa femme le réveilla en lui faisant sentir un mouchoir imbibé d'un arôme fort.

et de l'eau de Cologne.

 

      Il regarde les chiens, puis prend la mer. Le pilote qu'il utilise pendant l'hiver, mais dont il avait également besoin cette année depuis le début de l'automne, ferme ses portes. Découvrez un siège mêlé à la couleur rouille de la jetée. Il est assis dos à la mer, face au côté nord de la plage. Le ciel est dégagé, cependant la luminosité a diminué. Il se souvient des bâtiments conçus il y a tant d'années, aux formes quelque peu austères, même si c'était ainsi qu'il imaginait l'avenir du monde. Les plans reviennent en détail à sa mémoire. De nombreux changements seraient nécessaires, mais l'essentiel de la ville était déjà créé. Vous pouvez le voir clairement sous vos yeux, sur la plage. Parce que comme à l’époque, il pense que cet endroit a besoin d’une ville.

      Le matin où Juan Carlos et lui s'étaient rendus ensemble pour la dernière fois sur cette plage, ils avaient précisément parlé de cela.

      -Ce site est un vide inutile. Il doit y avoir des gens et des bâtiments, tu me comprends ?

      Son ami ne lui a pas répondu, il a continué à parler.

     -Le soleil brûle et le vent assèche la peau. L’humanité n’est pas préparée à résister aux éléments et aux aléas climatiques.

      Ainsi, le même après-midi, assis sur le sable, dos à la mer, il apporte des corrections aux premiers dessins de la ville. Comme un mirage, des bâtiments émergeaient des dunes balayées par le vent. Les voitures dévalaient les futures rues de la plage. C'était un nouveau monde organisé, couvert par les toits protecteurs des maisons et les lumières presque éternelles des tubes fluorescents.

      Juan Carlos avait ôté sa chemise et gisait face contre terre dans le sable, la tête appuyée sur ses mains. Pendant un instant, Walter regarda le vent déplacer les cheveux et brosser les cheveux du dos de son ami. Il continua à dessiner, cette fois plus sûr de ce qu'il devait faire, car le dos de l'autre avait besoin d'être protégé du rude climat de la mer, du sel qui ronge tout comme un outil du temps sans pitié. Ses mains dessinaient et touchaient le papier, il serrait le crayon et son esprit pensait avec enthousiasme et fébrilité à ce qu'il ferait s'il ne faisait pas cela : créer un refuge pour eux. Car en fin de compte, nous ne créons pas pour le monde, dit-il, mais pour la survie. Ses œuvres lui avaient toujours semblé nécessaires d'une manière ou d'une autre. Mais maintenant, cela lui paraît absurde. La plage continue de vivre même sans cette ville qu'il croyait autrefois essentielle.

      Juan Carlos ouvrit les yeux et le surprit en train de le regarder. Il ne dit rien, mais Walter se sentit gêné.

      -Tu es énervé?

      -Non... C'était un concours, rien de plus. Il y en aura d'autres.

      Puis il s'allongea à côté de lui, posant un coude sur le sable, tandis que de l'autre main il effleurait le dos de son ami du bout des doigts. Juan Carlos continuait à le regarder, comme s'il cherchait dans ses yeux une réponse qu'il n'osait peut-être pas entendre. Il tendit une main et la posa sur la poitrine de Walter.

      -Vas-tu te marier ?

      Et avant d'avoir eu le temps de répondre, il savait déjà que Juan Carlos connaissait la réponse. Sa voix était sombre, froide comme l'eau de mer au crépuscule, quand le soleil se couche et qu'une brise fraîche et hostile nous dit de ne pas entrer, de sortir parce que la mer se referme sur elle-même. La mer est silencieuse et silencieuse et ne veut pas parler aux humains. Quelque chose de plus grand arrive quand la nuit tombe, une autre vie arrive ou surgit de quelque part et nous expulse avec des frissons et une agitation incertaine. Tout peut alors arriver, la plage se vide de ses habitants et la mer est devenue un hôte inhospitalier qui sème des pierres et crée des dents sous l'eau.

      C'est pour cela qu'il n'a pas eu besoin de répondre, Juan Carlos connaissait la réponse, alors ils ont tous deux quitté la plage et sont retournés à Buenos Aires.

 

      Bien des années plus tard, dans ce même endroit qui semble n'avoir rien changé, il entend le moteur d'une voiture et voit s'arrêter la Jeep du sauveteur, qui a commencé à marcher vers le quai et agite les bras pour le saluer. Walter lui répond, et soudain, sa main se fige en l'air, émerveillé par ce qu'il voit.

       C'est Juan Carlos, pense-t-il. Son corps grand et trapu, ses cheveux courts et son visage soigneusement rasé. Il s'approche à pas lents, le fond vide des dunes et le sable volant autour de lui. Il porte une veste et un short. C'est ton ami, tu en es sûr. Puis il cherche ses lunettes, fouille dans ses poches et se rend compte qu'il les a oubliées dans la voiture.

      La silhouette de cet homme est à dix mètres et le salue à nouveau.

      -Architecte, comment vas-tu ?

      Il lui serre la main et ses bras semblent forts, trop jeunes. Plissez les paupières pour mieux le voir.

      -Juan, c'est toi ?

      -Il ne se souvient pas de moi ? Regardez la ville, regardez sa ville construite au bord de la mer. Regardez cette jetée détruite et sur le point de tomber. Nous le laissons en son honneur. C'est un musée vivant. Voulez-vous voir l’avenue principale ? Nous lui avons donné votre nom, vous savez ?

      Walter observe attentivement nition, et ne voit rien. Il fronce les sourcils et ses yeux souffrent de l'effort, et il croit entrevoir ce que lui dit son ami. Car c'est sans aucun doute Juan Carlos qui lui parle, l'ironie de sa voix le trahit. La colère subtilement contenue s’est transformée en éloge.

      Walter pense qu'il devrait initier une démarche d'excuses, une tentative de justification.

      Mais l’autre ne l’écoute pas et s’en va. Il a l’odeur du sable mouillé mélangé aux poils de vos jambes. Les sandales claquent sur les planches, et il se dirige vers la zone interdite de la jetée, la région sur le point de s'effondrer sous l'impact des vagues. Il essaie de le prévenir, mais la voix ne sort pas de sa gorge. Juan se jette à la mer.

      Walter court regarder dans l'abîme, et parmi les vagues qui frappent son corps contre les piliers, émerge une présence qu'il ne peut pas pleinement découvrir. Comme si un monstre invisible habitait la surface de l’eau et que cet endroit était la source de toutes les peurs. Pourtant, il est calme. Ce sont ses chiens qui tremblent. Ce sont les vagues qui augmentent la peur des animaux. C'est l'obscurité naissante au bout de la jetée, capable de résister à toute lumière artificielle, et la présence sourde de la mer, qui parle toujours et ne fait que se faire entendre. C'est peut-être là que la création de ses œuvres grandit comme un élan d'horreur.

      Les chiens, affolés, courent d'avant en arrière jusqu'au bout de la jetée. Il retourne à la plage pour en parler à quelqu'un, mais découvre que la jeep est toujours là. Maintenant, de près, il se rend compte que la voiture est la même que celle que Juan avait achetée. Il avait tout obtenu à crédit à cette époque, il s'était endetté avec une confiance infondée dans sa victoire.

      -Architecte, nous devons vous informer du décès de votre collègue...

      Lorsqu'il a voulu assister aux funérailles, ils lui ont interdit : la famille ne voulait pas qu'il voie le corps détruit de Juan.

      Il a glissé, c'était un malheureux accident, lui ont-ils dit lors des réunions de l'Ordre des Architectes, et cela a été rapporté dans le bulletin hebdomadaire. D'anciens collègues lui tapotaient le dos pour le consoler.

      -Ne pensez plus aux morts et profitez de votre prix.

 

      L’horloge indique sept heures de l’après-midi. Le vent a accru son intensité et le froid sa rudesse. L'un des chiens hurle, et quand l'autre va l'accompagner, Walter leur crie dessus. Puis ils s'accroupissent contre le sol et se couchent à ses pieds. Il essaie de voir la ville, mais malgré ses efforts, il n'y parvient pas.

      N'oubliez pas qu'Ibáñez possède une maison sur la plage à dix kilomètres de là. Montez dans la voiture et fermez la portière une fois que les chiens se sont installés à l'arrière. La plage est presque sombre. Seule une ligne jaune traverse l’horizon, ligne morte du soleil au-dessus des dunes. Il allume la radio parce qu'il a peur d'entendre des voix étranges dont il pressent l'arrivée. Il sait qu'il devient fou, ou peut-être que le mot est sénile, comme son père l'était autrefois. Folie et sénilité, quel espace étroit y a-t-il entre elles, pense-t-il. Puis il démarre, emprunte le front de mer et se dirige vers la maison d'Ibáñez.

      Quand il arrive, il fait déjà complètement noir. Il voit la lumière dans la fenêtre de devant et frappe à la porte. Le Dr Ibáñez ouvre la porte, vêtu d'un peignoir et une cigarette à la bouche. Il est hagard, avec des taches d'encre sur les mains et son regard toujours vide, perdu dans les papiers sur le bureau.

     "Bonjour, Mateo", dit-il.

     -Mais c'est mon vieil ami Walter...! -répond l'autre, qui semble soudain se réveiller pour l'embrasser avec affection.

      Il le fait entrer et s'asseoir sur le canapé qui donne sur la plage, sombre et tranquille de l'autre côté de la fenêtre. Le médecin va chercher du café et une bouteille de rhum. Le bruit des verres et de la bouteille efface le souvenir qui vient de la mer, à quelques mètres seulement, et de la voix de Juan Carlos qui l'appelle.

      -Quel est le problème?

      Mais c'est la voix du docteur qui vient de la cuisine.

      -Je pense que je suis devenu sénile, Mateo. Je vois et je me souviens de choses que je pensais enterrées ou qui ne se sont peut-être jamais produites.

      Ibáñez revient et s'assoit à côté de lui. Le corps mince de Walter contraste avec la carrure élancée et obèse d'Ibáñez. Il le regarde dans les yeux, puis aperçoit les cheveux grisonnants sur la poitrine de son ami sous sa robe. Repoussez ces pensées.

      -Vous avez rencontré Juan Carlos. Vous avez signé l'acte de décès. Ce n'était pas un accident, n'est-ce pas ? Il s'est suicidé.

      Ibáñez le regarde d'abord confus. Il ne semble pas comprendre comment ces souvenirs sont apparus après si longtemps.

      -Ils m'ont appelé il y a quelques jours pour me dire qu'ils reprenaient le projet, alors je suis venu et il m'est arrivé des choses qui me semblent absurdes.

      Ibáñez pose la main sur l'épaule de son ami, dont le corps tremble légèrement en tenant la tasse de café. Walter sent que les cheveux sur sa nuque se sont dressés sous l'effet d'un frisson.

      -Attendez. Qu'en est-il de la reprise du projet ? Je connais ce coin. Les propriétaires sont décédés il y a longtemps et les terres sont en succession. Ne peut être vendu ou construit

rien.

      -Mais ils m'ont appelé, Mateo, le téléphone a sonné et si je n'avais pas été à proximité, je ne l'aurais même pas entendu...

      Ibáñez s'est un peu mieux installé sur le canapé. Il posa un bras sur le dossier et toucha le front de Walter de l'autre main.

      -Tu as de la fièvre.

      Il se leva, alla à la cuisine et apporta un verre d'eau et une aspirine.

      -Ta femme ne voulait pas te dire la vérité parce que les investisseurs avaient peur que tu fasses une nouvelle crise de dépression. Vous vous souvenez du premier, n'est-ce pas ? Quinze semaines d'hospitalisation après la mort de votre père. Eh bien, le fait est qu'elle m'a demandé de ne rien te dire non plus, et tu n'as jamais demandé les détails de l'accident de Juan. Elle m'a dit que tu avais une affection particulière pour elle. Elle, comment te dire..., a vu dans tes yeux ce que tu ressentais pour lui.

      -Mais non…

      -La seule chose qui te reste, mon ami, c'est que tu y vois clair toi-même. Parfois, le manque de lunettes nous fait voir autre chose que ce qui est à notre portée. Vieux et sénile, peut-être entendons-nous et voyons-nous mieux.

      Tel un enfant coupable, Walter se lève et se dirige vers la fenêtre. Il pleure, mais sans gémir. Il ne se souvient pas de l'avoir déjà fait auparavant. Avant c’était le désespoir et la panique, c’était une tristesse inconciliable avec la vie. Le jour de la mort de son père, il avait vu le corps rongé par la maladie, et son apparence était celle d'un objet longtemps exposé aux intempéries, tout comme les piliers de l'ancienne jetée durcis et éclatés, rouillés par l'air. et la météo, la pluie. Comment le protéger, s'était-il demandé, comment construire des murs et un toit autour. Il aurait aimé le serrer dans ses bras comme quand il était petit, c'était un besoin si grand qu'il savait déjà qu'il ne disparaîtrait jamais s'il ne le comblait pas, et il ne l'a jamais fait.

      Comme un garçon de soixante-cinq ans, il se retourne et sort en laissant la porte ouverte. Le Dr Ibáñez le voit s'éloigner dans l'obscurité dans la direction d'où il vient, suivi des aboiements errants des chiens qui courent après la voiture.

 

      Il découvre des lumières sur le front de mer et arrête la voiture. Il y a des couples rassemblés sur la plage, ils semblent crier et avoir peur parce que quelqu'un a failli se noyer. Mais il ne lui reste plus qu'une chose à faire. Il se dirige vers le téléphone public sous une lampe au mercure au coin juste au-dessus de la descente vers la plage.

      -Cher, c'est moi !

      " Que s'est-il passé ? " dit-elle, effrayée.

      -Écoutez-moi s'il vous plaît, et ne m'interrompez pas. Juan Carlos s'est-il suicidé ?

      Sa femme ne répond pas, un sanglot se fait entendre dans le haut-parleur.

      -Dis-moi, n'aie pas peur.

      La voix de sa femme se brise pendant quelques instants.

      -Nous ne te l'avons pas dit parce que tu n'aurais eu aucune consolation, ma chérie... et l'entreprise avait tellement d'argent investi en toi...

      Il est désormais sûr de se souvenir d'une scène dans tous ses détails, même s'il n'y a jamais été. Juan Carlos revient sur la côte peu après le mariage de Walter. Montant sur le quai à pas et mouvements indécis, ce même homme qui savait créer des structures capables de supporter le poids de centaines de personnes. Il était cinq heures du matin un dimanche de janvier, et les quelques pêcheurs qui le voyaient sauter de la dernière planche, du dernier pilier vers la plus grosse vague qui allait apparaître ce jour-là, diraient plus tard qu'il ressemblait à un dieu. de la mer. retournant chez lui. Le nageur expert qui avait grandi sur ces mêmes plages. C'est pourquoi leurs projets ressemblaient à des villes sous-marines, éthérées et faibles comme l'eau et l'air. En revanche, pour Walter, les bâtiments étaient un refuge, des coques solides pour se protéger des intempéries et de l'incertitude de la mort.

      Accrochez le tube. Il revient au quai, mais ne remonte pas. Avec une lampe de poche, cherchez quelques branches et allumez d'abord un feu faible. Les vagues ne sont que des lignes d’écume blanche qui s’approchent du feu sans l’atteindre. Il s'assoit et passe près d'une heure à regarder le feu de camp.

      Contemplez ensuite le ciel sombre et pur, si immense et intemporel. Son âge, sa propre durée de vie, sont encore bien plus petits que n’importe quel grain de sable à ses pieds. Il creuse pendant qu'il réfléchit, et soudain quelque chose émerge. Pas du puits, mais de sa tête, comme l'eau salée du sable profond. Ce sont les aboiements des chiens qui approchent. Ils l'ont suivi pendant ces kilomètres en courant après la voiture. Lorsqu'ils arrivent, ils se jettent sur lui avec des caresses et des coups de langue. Mais bientôt les animaux s’arrêtent et regardent autour d’eux en tremblant. Il ressent un étrange contraste entre lui et la peur de la nuit des chiens. La peur alimente la force qui surgit en eux.

      Remontez dans la voiture. Son calme est si grand maintenant qu'il ne ressemble plus à ce qu'il appelait autrefois le nom de la vie. Il sort de la banquette arrière les plans de la ville qui ont dû succomber avant de naître, et les jette au feu.

      Les flammes grandissent immédiatement et illuminent les environs, semblant englober tout l'horizon. De telles éruptions ne peuvent s’expliquer autrement qu’en pensant au quai, au bois prêt à brûler. Regarde qu'il brûle

complètement, et les étincelles des câbles électriques qui le relient aux feux de route clignotent comme des éclairs.

      Les piliers s'effondrent et tombent dans l'eau avec un fracas qui poursuit le crépitement avec lequel ils ont été consumés. Le feu envahit la mer auparavant sombre, et les deux coexistent sans s'entre-tuer. La jetée est un soleil brûlant illuminant la nuit.

 

 

 

 

 

 

CÉCILIA

 

J'ai marché entre les tables, parmi les hommes et les femmes qui déjeunaient rapidement avant de regagner leurs bureaux. J'ai vu Cécilia à un bout de la pièce, à côté de la dernière fenêtre. Mes cheveux étaient courts, comme lorsque nous étions au lycée et que nous avons commencé à sortir ensemble. Dix ans à peine s’étaient écoulés et depuis, nous ne nous étions vus que deux fois.

      Il finit son café et lut le journal ouvert sur la table, avec les restes d'une salade et d'un poulet dans l'assiette à sa droite. La fumée de cigarette atténuait un peu l'odeur de graisse de la cuisine. Un serveur, après avoir récupéré l'addition, lui tendit les béquilles.

      Puis je me suis souvenu de tout. Parfois, un seul objet suffit à nous donner le profil complet d’une personne que nous connaissons. La maladie de Cecilia ne faisait pas partie de sa personne, mais d'elle-même.

      Alors que je m'approchais, il me regarda d'abord avec surprise. Puis, souriant, il m'embrassa et reposa les béquilles contre le mur. Elle avait l'air maigre et pâle. Il posa ses coudes sur la nappe, se demandant ce que je faisais là.

      -Je vends depuis longtemps des pièces détachées et des outils ici au centre. Je déjeune quand je peux dans différents bars. Et tu viens toujours ?

      Il voulait dire oui, j'en suis sûr, mais il le regrettait comme s'il se rappelait soudain qu'à partir de ce jour il n'allait plus le faire.

      -En général...Je sors du bureau à midi et demi et j'entre à une heure et demie.- Il regarda vers la rue et ne semblait pas vouloir me parler de son travail.- Il pleut, n'est-ce pas ?

      -Un peu. Toujours avec l'entreprise de réfrigérateurs ? Vous étiez secrétaire, je pense...

      J'ai revu ce regard détourné et introverti qu'il me lançait à chaque fois que je cachais quelque chose. C'est ainsi que cela s'était passé dix ans auparavant, lors de notre séparation. Nous étions petits amis, je me souviens même d'être allé chez lui pour me présenter à ses parents. Nous avions dix-huit ans. Je sais que je suis sorti avec elle plus pour éviter d'être célibataire pour le bal que pour toute autre raison. Je l'aimais bien, mais je ne me suis jamais senti amoureux. Si c'était le cas, je ne sais pas. Avant que je puisse le découvrir, il a mis fin à notre relation en seulement deux mois, juste avant notre diplôme. Ce soir-là, à la fête, j'étais seul, attendant de la voir pour l'embarrasser devant ses amis. Mais ce n’était pas le cas. Je ne voulais pas non plus danser avec quelqu'un d'autre, j'avais besoin de surmonter la colère accumulée en pensant à Cecilia.

 

      " Et toi, comment vont tes affaires ? " lui demandai-je en désignant les béquilles.

      C'était cruel, je l'avoue, mais chaque fois que je la rencontrais, je lui posais la même question. Comme si un petit reste de cet adolescent méchant émergeait en la voyant.

      -Me voici, Léandro. Je continue à me détériorer petit à petit.

      Elle le dit avec un beau sourire, aussi pathétiquement beau que seul un visage mélancolique peut le rendre. La même expression qu'il a faite le jour de mon anniversaire, dans le jardin, pendant que mes amis nous regardaient, quand il m'a dit qu'il ne voulait plus sortir avec moi. Il avait essayé de la serrer dans ses bras, mais elle s'écarta brusquement. Elle a dit qu'elle était malade et que ce n'était pas pratique pour nous de continuer à sortir par peur de ses crises. Je voulais en savoir plus, mais il a refusé de me le dire. Il a dit tout cela devant les autres et je me suis senti comme un enfant puni. Elle t'a fait ressentir ça.

      L'année suivante, j'ai découvert qu'elle avait été admise quelques jours avant la date d'obtention de son diplôme. Elle avait insisté pour qu'ils ne me le disent pas. Je commençais à travailler comme cadet et, par hasard, un camarade de classe que j'ai croisé un jour m'en a parlé. Je l'imaginais seule dans sa chambre d'hôpital, avec ses parents silencieux à ses côtés, et je ne pouvais m'empêcher de me souvenir d'elle fréquemment.

   

      «Je me détériore» résonnait dans ma tête, et je pensais même l'entendre dans toute la salle du restaurant, et que les gens l'avaient entendu aussi. Ce n'était pas comme ça, mais ces mots étaient trop durs pour être prononcés par une femme de vingt-sept ans. Ses yeux étaient maintenant troubles, quelque peu troubles et distraits.

      -Quelle heure il est?

      "Une heure", répondis-je en regardant la montre à mon poignet.

      Il fit un geste d'inquiétude exagéré et insista sur le fait qu'il devait partir au travail dans une demi-heure.

      "Vous vous êtes marié ?", lui a-t-il demandé.

      -Non. Je sors très peu avec les femmes. Je reviens de la rue et je n'ai envie de parler à personne. Je pense à eux, oui.

      -A qui penses-tu ?

      Le serveur nous a interrompus pour nous apporter la chope de bière que j'avais commandée. Cécilia sourit sans me répéter la question. Je ne lui ai pas dit que je pensais à elle depuis notre première rencontre après notre séparation.

      C'était devant un cinéma à Lavalle, lors d'une séance nocturne. Il était trois heures du matin, je crois. Je suis sorti somnolent après avoir regardé un film médiocre, puis je l'ai trouvé à la pizzeria de l'autre côté de la rue. La voir ainsi, avec des cheveux longs, des lunettes et un imperméable usé, m'attirait. Elle était plus jolie, distante mais en même temps séduisante. Elle a dit qu'elle écrivait pour un magazine et qu'elle aimait aller au bar pour se sentir calme.

      -Mes parents vieillissent et ils me rendent la vie impossible.

      Puis il m'a raconté ce qu'ils lui avaient fait à l'hôpital : ils lui avaient amputé deux orteils du pied droit. Je lui ai demandé de me pardonner, et elle m'a fait taire d'une voix si douce qu'elle aurait pu me faire l'aimer pour de bon à partir de ce moment-là.

      Nous avons bu deux bouteilles de vin. Elle était déjà un peu ivre lorsqu'elle sortit un paquet de cigarettes et m'en proposa quelques-unes toutes prêtes.

      "Ils sont bons", murmura-t-il en les allumant.

      J'en ai accepté un et j'ai goûté la fumée de marijuana dans ma gorge, mais j'ai essayé de ne pas inhaler pour rester lucide. Je savais qu'elle allait se perdre, je le voyais déjà dans ses yeux vitreux, et depuis le comptoir ils ont commencé à nous regarder. J'ai dit à Cecilia qu'il était temps pour nous de partir. Elle a mis le paquet dans son sac à main, à côté des flacons d'insuline. Il était cinq heures du matin, nous nous sommes dit au revoir sur le trottoir du bar et avons échangé nos numéros de téléphone.

      Je ne sais pas ce qui s'est passé ensuite. Je l'ai appelée, nous avons discuté un moment, mais nous n'avons pas pu prendre rendez-vous. Nous n'avons plus jamais parlé. J'ai réintégré le vertige aveugle de mon travail, cette inertie inexplicable qui me poussait, à vingt-deux ans, à réaliser quelque chose, quel qu'il soit.

 

      "Mais l'argent ne me réchauffe plus", lui dis-je alors que l'horloge sonnait une heure et quart, espérant qu'elle oublierait ses obligations et resterait avec moi. Il a insisté sur le fait qu'il était tard et quand je me suis levé pour lui donner les béquilles, il m'a crié de ne pas le faire. Cette fois, les gens se sont tournés vers nous. Cécilia s'est mise à pleurer et m'a demandé de me rasseoir.

      -Je t'ai menti. "J'ai été licenciée de l'entreprise il y a une semaine", murmura-t-elle en pleurant.

      Il avait la même expression que le jour où nous nous sommes rencontrés après cette nuit à la pizzeria, trois ans plus tard. Elle était assise sur un banc du parc Lezama, à moitié cachée parmi les buissons épais, entourée de feuilles sèches. Je marchais seul, ce qui était courant pour moi depuis quelques temps. La vérité est que je trouvais les femmes trop compliquées et déroutantes, extrêmement épuisantes. Chacun d’eux m’avait déçu. Sauf Cecilia, et son amour n'était pas, ou du moins pas ce qu'on imagine qu'il devrait être et en réalité il n'existe peut-être même pas.

      Il portait le même imperméable – pour une raison quelconque, nous nous voyions toujours à l'automne – ses cheveux étaient en désordre et ses lunettes étaient un peu plus épaisses. C'était la première fois que je la voyais avec des béquilles, appuyée sur le dossier du siège. Lorsqu'il m'a vu, il a essayé de se relever, mais il a ensuite fait un geste de tristesse transparente, de résignation désespérée.

      -Salut.

      Il m'a invité à m'asseoir à côté de lui et nous avons discuté longtemps. Elle ne travaillait plus au magazine, m'a-t-elle dit, ils l'avaient licenciée après son hospitalisation.

      Il était six heures de l'après-midi et le temps était nuageux, alors elle m'a montré sa chaussure orthopédique. La moitié de son pied avait été enlevée. La maladie avançait très rapidement et j'en étais témoin. Le seul homme à qui je parlerais de tout ça.

    

      L'horloge du restaurant indiquait deux heures.

      -Maintenant, ils m'ont encore licencié, mais croyez-moi, je le regrette uniquement à cause du salaire. J'ai toujours voulu faire autre chose. L'entreprise m'a sauvé un moment, mais c'était ennuyeux... Si je pouvais retourner à la maison d'édition... J'ai encore un dossier de notes et de notes inédites. Si tu veux je peux te montrer mes articles, certains sont tellement vieux...

      J'ai accepté et quand nous avons appelé le serveur, elle est devenue nerveuse. Je lui ai apporté les béquilles, la chaise a bougé et la nappe a bougé. Soudain, j'ai senti mes muscles s'engourdir ou s'engourdir, comme lorsqu'on est sur le point de s'évanouir. Parce qu’il y a des choses qui étonnent même si on les attend depuis longtemps. Voir Cecilia avec une seule jambe était quelque chose que je ne peux guère comparer à aucun autre souvenir de ma vie.

      "Ils ne m'ont pas encore donné la prothèse", dit-il, et sa lèvre inférieure tremblait.

      Je suis resté silencieux pendant que je l'aidais à monter dans le taxi et tout au long du trajet jusqu'à son appartement dans un immeuble du quartier d'Abasto. Il ne vivait plus avec ses parents. Le portier l'a accueillie avec surprise et moi avec méfiance. Lorsque nous atteignîmes le quatrième étage, nous entrâmes dans cette pièce unique divisée par un placard. D'un côté il y avait une cuisine et une table, de l'autre un lit et deux chaises.

      -Je vais me changer pendant que le café est en train de préparer, d'accord ?- Il a laissé une pile de six ou sept dossiers reliés sur la table.- Va les parcourir si tu veux.

      J'ai commencé à lire ses notes et articles de différentes années. C'étaient des opinions et des études sur toutes choses du monde, des faits ou des personnages connus ou étranges et insignifiants. Chaque image du quotidien semblait avoir suscité chez lui une réflexion, et ce qui était curieux était la fluidité de cette vie intellectuelle, si contrastée avec son autre vie extérieure.

      L’impression finale de ces écrits m’a été bouleversante, car ils arrivaient sans cesse à la même conclusion. Pour Cécilia, l’homme et son corps étaient les serviteurs éternels l’un de l’autre.

      "J'en suis convaincue", m'a-t-elle dit lorsque nous nous sommes assis pour prendre un café. .- La science et la philosophie le disent en quelque sorte aussi avec leurs éternels échecs. C'est un esclavage qui prend fin au moment de la mort.

      -Et l'âme ?- Lui ai-je demandé.

      -Je ne sais pas. Ce corps m’a pris trop de temps pour me consacrer à réfléchir à quelque chose d’aussi abstrait que l’âme. C'est l'heure de mon injection.- Et il est allé chercher sa trousse de premiers secours.

      Pendant que j'attendais, j'ai trouvé parmi les papiers deux cahiers contenant des poèmes, certains aussi longs que des poèmes épiques. Comment une femme comme elle pouvait-elle, me demandais-je, relier sa pauvre vie à une épopée. Comme une reine qui chasse ses prétendants en se retirant dans sa propre cellule disciplinaire. Sans se soucier de ce qu’il laisse derrière lui, sans regarder à qui il blesse. Parce que peut-être votre douleur est aussi forte que le bruit de la mer lors d’une tempête. Puis j'ai senti le goût de la colère se cacher sur ma langue. J'ai dû me lever de la chaise.

      "Tu ne t'es jamais marié", lui ai-je demandé.

      -Non, Léandro. J'ai vécu avec un homme un peu plus âgé que moi pendant un moment, mais ça n'a pas marché.

      Je m’avais caché cela. Comme s'il était encore un garçon, quelqu'un de pas assez mûr d'esprit pour le prendre au sérieux.

      Il y avait un os sec à la télévision. Cela ressemblait à la tête d'un petit animal.

      -C'est quoi cet os ?

      -Oh ça? Ma cousine Leticia me l'a offert quand nous étions filles. Cela fait partie de la tête d'un chien. J'aime le regarder de temps en temps. Cela me rappelle à quel point nous sommes tous futiles.

      De l'autre côté du placard, je l'entendis allumer la douche. Je me suis approché des meubles et, à travers les fentes des portes, je l'ai regardée enlever son chemisier, jusqu'à ce qu'il lui reste ce soutien-gorge noir qui cachait ses seins blancs, à peine plus gros que mes poings. Je n'avais pas honte de vouloir la toucher, de la posséder réellement pour la première fois. Je pense qu'en découvrant cet aspect de supériorité irréfutable de son esprit et la lucidité exquise de sa pensée, le ressentiment caché d'adolescent est apparu en moi. Et je sais qu'à cette époque j'étais un garçon capricieux qui, si je n'avais pas pu obtenir ce que je voulais, j'aurais pu le détruire.

      Je passai de l'autre côté de la pièce et la pris par les épaules avec une énergie que je n'osais diminuer de peur de le regretter. Je lui ai parlé à l'oreille, sentant son étrange parfum, cet arôme d'eau de Cologne et de médicaments mélangés sur sa peau. Je me souviens de la faible résistance qu'elle m'offrait, et c'était presque décevant, car j'avais besoin de la prendre par les bras et de la secouer jusqu'à ce qu'elle me regarde dans les yeux, voie au-delà de son corps et sente la force de quelqu'un d'autre qu'elle. la morsure silencieuse et constante de sa maladie.

    

      Quand je me suis réveillé, la lumière du matin entrait par une fenêtre près du plafond de la salle de bain. J'ai décidé de me lever pour aller travailler et j'ai marché sur l'aiguille qu'elle avait laissée tomber la nuit précédente. J'ai crié quand j'ai senti la crevaison, mais Cecilia ne s'est pas réveillée.

      L'étrange immobilité de son corps m'a donné un instant la nausée et je lui ai secoué les épaules à plusieurs reprises. Mais ses bras bougeaient mollement, inertes. L’un d’eux pendait comme un pendule au bord du lit.

      Sur la table de nuit se trouvait une rangée interminable de remèdes et d’ampoules. Les étiquettes indiquaient « insuline », mais elles étaient vides à l'exception de deux, remplies d'une poudre blanche. J'ai goûté le contenu du bout de la langue, puis j'ai écrasé le reste sur le sol avec colère. Mais surtout peur. La poussière était éparpillée sur le sol, la substance qui avait remplacé l'autre dans les flacons, cette autre alchimie supérieure, ou peut-être moins exécrable.

      J'ai séparé les draps de son corps, plein de morsures et de contusions que je n'avais pas pu voir dans l'obscurité de la pièce fermée. J'ai commencé à pleurer comme un garçon sur le cadavre de Cecilia.

 

 

 

L'ASILE

 

L'ancienne route qui mène de la ville je vis à la ville je suis est une route solitaire, inhospitalière et rocailleuse. Cependant, je le préfère au nouveau, car il est aussi particulier que ma ville. Il y a une place et quelques commerces autour, et désormais seules les personnes âgées y vivent, à l'exception de l'asile de fous et du cimetière.

 

L'asile est au centre de la ville, comme si le reste était de cet immeuble d'hommes aliénés et déformés. Le cimetière, quant à lui, a été construit entre la dernière rue habitée et la plage, sur une esplanade de monticules de sable et de ciment qui se perdent face à la mer toujours montante.

 

J'ai parcouru ce chemin le dernier dimanche de chaque mois depuis que j'ai déménagé en ville et que j'ai laissé Damian à la maison de retraite. Mon frère, l'encéphalique, ne pouvait pas parler et pouvait à peine bouger. Je n'ai jamais su s'il me reconnaissait, ou s'il aimait au moins me voir. Au début, je lui ai rendu visite par engagement, par sentiment de culpabilité dont je me suis débarrassé pendant un mois. Mais à mesure que le trentième approchait, un sentiment inclassable de pitié et de désir s'est élevé en moi. J'ai fait des allers-retours sans relâche pendant toutes ces années. Je me levais très tôt et retournais en ville au crépuscule. Je me suis habitué à l’ancienne route, et quand ils ont construit la nouvelle route, j’ai continué à emprunter l’autre.

 

Une nuit, je voyageais avant l'aube et arrivais à l'entrée de la ville au moment le soleil se levait. Puis j'ai vu que la mer gonflée inondait le   cimetière. Le pays tout entier était une


 

lagune avec peu de vagues, avec des pierres tombales dépassant comme des rochers sur une plage. Les roues de la voiture faisaient des vagues à mon passage, retirant la terre et le sable des tombes situées à quelques mètres de la route. J’ai été surpris de voir se matérialiser une menace latente depuis mon enfance, alors que chaque été je voyais la plage rétrécir un peu plus.

 

Cet après-midi-là, j'étais avec Damián, comme chaque dimanche, dans le jardin de l'asile, entouré du tumulte chuchotant des fous.

 

-Tu ne trouves pas que c'est absurde qu'ils l'aient construit ici ? Ils devaient savoir que les marées allaient l'inonder tôt ou tard. C'est ainsi que je lui parlais, de choses qui me venaient à l'esprit à ce moment-là, ou je restais silencieux, regardant son étrange beauté, une beauté qui frôlait la limite de la béatitude. Une légère déviation sur le côté gauche de son visage était presque imperceptible. Après l’avoir regardé quelques minutes, n’importe qui aurait pu dire que c’était normal. Mais ce n’était pas le cas.

 

C'est ce que Gonçalves a dit la première fois qu'il l'a vu quand nous étions enfants.

 

-On voit de loin qu'il est attardé.

 

Chaque fin de mois au bureau, quand le vendredi arrivait, je me répétais aussi la même chose.

 

- Qu'est-ce que tu as à faire dans cette ville ? Eh bien, rends visite à ton frère si tu veux, mais tu finiras aussi malade que lui.

 

Gonçalves avait mon âge, le même que Damián. Il avait une barbe sombre, qu'il touchait constamment, comme s'il ne pouvait pas garder ses mains immobiles.

 

Il riait toujours de tout, et ses gestes coïncidaient avec ce besoin d'agir à chaque instant, de dire quelque chose ou simplement de ne pas rester en place.

 

Cette activité fébrile m'exaspérait.

 

"Gonçalves me l'a encore fait", ai-je dit un jour à Damián. Il a dit qu'il me réservait le poste de directeur adjoint et l'a donné à quelqu'un d'autre. C'est un fils de pute et je le crois toujours.

 

Mon frère m'a regardé attentivement. Pour la première fois de l'après-midi, il bougea les yeux et se gratta la tête avec son bras valide. Le soleil de midi brillait sur lui comme une aura et il semblait vouloir me dire quelque chose.


 

"Ne faites pas d'effort", insistai-je, car son envie de bouger ou de parler transformait ses traits en gestes horribles, communs peut-être, mais violant son étrange et belle passivité.

 

Alors que je partais, il m'a attrapé la main et c'était difficile de lâcher cette force que son corps ne montrait pas.

 

-Tu sais que je reviens, on se voit le mois prochain-. Je l'ai embrassé sur le front et il a pleuré, mouillant son visage rouge, les longs cheveux blonds qu'il avait hérités de notre père.

 

Au retour, j'ai trouvé l'ancienne route recouverte de sable et de boue, et au milieu de ce mélange, les restes d'ossements que l'eau avait emportés du cimetière. Le jour était encore clair, il était donc facile de voir les crânes d’hommes morts il y a d’innombrables années. Je me suis arrêté et suis sorti de la voiture en éclaboussant l'eau salée. Devant se trouvaient les pierres tombales, et la mer se confondait avec le gris du ciel qui commençait à mourir en ce dimanche après-midi.

 

J'ai marché plusieurs mètres, un peu effrayé, mais aussi avec une sorte de fascination. C'est la seule chose que j'ai faite : marcher en donnant des coups de pied aux os longs qui se brisaient sous mes pas. Ensuite, j'ai cru comprendre pourquoi les constructeurs avaient placé le cimetière si près de la mer et je l'ai dit à Damián à mon retour le mois suivant.

 

-Ils savaient que la marée l'inonderait, alors ils l'ont fait pour qu'un jour les morts soient déterrés et montrent la futilité de la vie.

 

Mon frère me regardait sereinement, avec son insouciance enviable et apparente. Je crois que s'il avait pu me parler, ses paroles seraient, de manière incertaine mais fondamentale, extrêmement révélatrices. Parce que ses yeux l'étaient, cette belle immobilité de son regard innocent, peut-être miséricordieux.

 

-Gonçalves ne l'a pas compris. Pardonnez-moi de ne pas vous l'avoir dit avant lui, mais tout ce mois-ci, j'ai eu hâte de raconter à quelqu'un ce que j'ai vu. C'est juste que nous nous connaissons depuis trop longtemps, même s'il m'a dépassé et qu'il est désormais mon patron. Mais la seule chose qu'il a répondu a été : "Tu es sérieux ou c'est une de ces histoires que tu inventes ? Arrête de faire des bêtises et va travailler."

 

Il est vrai que parfois j'inventais des histoires, des épisodes dont j'assaisonnais ma vie opaque et irréparable. Après avoir découvert mes mensonges, Gonçalves me punissait avec des tâches supplémentaires. Il posait les dossiers sur mon bureau, et regardait ces yeux sombres sous d'épais sourcils noirs, touchant sa barbe, essayant de me comprendre, peut- être, de m'attraper ou d'abolir ma soumission rebelle. Mais je savais que je m'enfuyais de toute façon. Même lorsque j'étais assis là, mon esprit restait tourné vers la ville avec Damián.


 

Au cours des mois suivants, je suis retourné en ville au moment je savais que j'allais trouver la marée basse. Les ossements étaient là, renouvelés et remués par les vagues. J'ai pensé à ma mère, peut-être que parmi ces restes se trouvait son squelette, le bassin étroit qui avait à peine pu concevoir Damián et moi simultanément. Comment sommes-nous nés vivants, je ne sais pas. Parfois, je pense que l’un des deux aurait mourir et ne pas se retrouver ainsi, avec ce déséquilibre.

 

-Puis Gonçalves est apparu, tu te souviens ? -Je l'ai dit à mon frère en me souvenant du bon vieux temps-. Il avait onze ou douze ans et c'était notre voisin. Sa famille est étrange, surtout sa mère, qui dirige une maison funéraire, mais je l'aimais bien à l'époque parce qu'il n'était qu'un enfant comme nous. Il est rentré chez lui pour prendre une collation et a joué avec le fauteuil roulant de Damián, se faisant passer pour un clown. Mais ses gestes, déjà à cette époque, étaient vitaux et imprévisibles, son visage s'éclairait soudain d'un geste de colère et il nous criait : "Va te faire foutre, toi et ton frère attardé !"

 

Lorsque la vieille femme est morte et que nous étions seuls, il m'a proposé de voyager avec lui à Buenos Aires. Je n'avais pas d'autre choix que de me débarrasser de Damián et de l'abandonner. Il m'a montré le centre de la ville, la partie humide et usée d'un étage de bureau très élevé sur l'avenue Alem. Et il m'a laissé là, me contrôlant, subordonné à lui, presque sa main droite, mais toujours sous lui.

 

La nouvelle route était terminée, et l'ancienne route était encore couverte d'ossements propres, parce que la mer les lavait à chacune de ses incursions. Au retour de l'asile, je garais la voiture sur le côté, assis et contemplant le paysage désolé des restes sur la route, et l'océan au loin, dont le bruit imperturbable cachait les voix imaginaires des morts. Je me suis endormi et quand je me suis réveillé, une grippe s'était emparée de moi. Puis il se rendait directement au bureau, sale et fatigué. Gonçalves m'a crié dessus.

 

-Tu es fou, mon vieux. Je t'ai amené pour que tu ne meurs pas de faim dans cette ville merdique. Et tu me payes comme ça ? Oublie ton frère ou sors du bureau, d'accord ?

 

Ses poings agrippant ma chemise, il s'est approché de moi jusqu'à ce que ses lèvres effleurent mon visage. La proximité était pour lui une façon de me comprendre.

 

"Tu as les yeux de Damian", m'a-t-il dit plus tard. Ils sont comme des pierres, et les pierres ne servent à rien.

 

Il retournait à son travail, toujours vêtu de ce pull noir qu'il enfilait chaque matin, entouré de ses secrétaires stériles et pourtant sensuelles. Le mouvement vertigineux qui l’entourait depuis le début de sa vie.


 

Il m'a puni en travaillant sept jours par semaine. Et je l'ai fait. Le reste du personnel me regardait comme un pauvre type, avec la curiosité de quelqu'un qui observe un phénomène étrange. Je restais debout après les heures pour être seul, pour éviter ces regards qui me désespéraient pendant huit heures.

 

-Parfois, je suis calme, je travaille à mon bureau, et soudain quelque chose me fait sursauter. J'insulte tout le monde, je frappe sur la table et mes collègues se tournent vers moi. Maintenant, je discute avec Gonçalves, je le confronte, et croyez-moi, il n'ose plus me virer.

 

Damián m'a regardé avec une sorte de désapprobation décourageante alors que je terminais de lui dire. Mais lui, dans son extrême béatitude, ne comprenait pas la passion captivante de la force et de la violence contenues.

 

Quand samedi est arrivé, ils m'ont appelé de la maison de retraite. Mon frère était mort paisiblement dans son fauteuil roulant.

 

"Je dois voyager demain", ai-je dit à Gonçalves.

 

-Le dimanche tu restes, il y a du travail. Ton frère te rend malade. Qu'en est-il des visites des maisons de retraite et des cimetières ?

A mesure qu'il écoutait, une fureur grandissait avec un bruit qui semblait venir de partout. Un son semblable aux moteurs des voitures qui passent dans la rue, au tonnerre des vagues qui avancent.

 

-Maintenant tu es là, tu as un avenir. Pensez-vous que Damian pourrait un jour prendre ma place ? Et sérieux. Bon Dieu, pourquoi a-t-il fait ça ? Pourquoi a-t-il dit cela avec ce rire ?

 

Alors je n'aurais pas attrapé le coupe-papier sur le bureau, et ma main ne l'aurais pas fait pénétrer dans son corps avec cette fureur que je n'ai pas pu arrêter.

 

C'était trop proche. Comme toujours, il m'a secoué par ma chemise et mes épaules pour me contrôler. Son haleine était la dernière chose que je sentais de lui, l'arôme des cigarettes chères qu'il avait appris à fumer à douze ans et qu'un jour il avait forcé mon frère à essayer. Damian a failli se noyer et serait mort de son propre vomi si ma mère n'était pas arrivée à ce moment-là. C'était la première fois que je voulais tuer Gonçalves.

 

Maintenant, il s'est effondré sur la table avec un cri que personne d'autre n'a entendu.


 

Il était dix heures samedi soir. Les klaxons des voitures sur l'avenue et le tumulte des gens cachaient les autres bruits. Au dernier étage de l'immeuble de bureaux, si proche du ciel silencieux, j'ai commencé à traîner mon corps jusqu'à l'ascenseur de service. Je l'ai enveloppé dans une couverture noire, mais je n'ai rien nettoyé.

 

J'ai roulé toute la nuit jusqu'en ville, avec Gonçalves dans le coffre, sentant son corps se balancer à chaque secousse de la voiture. L'ancienne route commençait tout juste à s'éclairer à l'aube. La mer n'était plus la même. Je me suis arrêté sur une épaule rocheuse. J'ai senti le froid comme un coupe-papier en ouvrant la porte. Le ciel nuageux était une tache d'encre suspendue au-dessus de la ville et de la mer, parsemée d'yeux violets à travers lesquels filtrait l'aube.

 

J'ai ouvert le coffre et j'ai jeté le corps très près des autres os. Il simulait un rocher, une pierre inerte au milieu de la route. Pourtant, serein et immuable pour la première fois. En m'éloignant, dans le rétroviseur, j'ai vu que la marée commençait à couvrir la route. La boule noire, cependant, ne bougeait pas. Il était plus mort que les ossements vieux de plusieurs siècles qui flottaient autour de lui.

 

A huit heures du matin j'arrivais à l'asile. Nous avons pris les dispositions nécessaires et ils m'ont remis à mon frère.

 

"Je veux l'enterrer en ville", leur ai-je dit. La veillée funèbre aura lieu dans le bureau de mon patron.

 

Ils l'ont emmené en voiture du garage à Buenos Aires.

 

Dimanche à quatre heures de l'après-midi, le cercueil a été hissé au dernier étage. Le portier m'a présenté ses condoléances et m'a demandé de lui faire savoir si j'avais besoin de quelque chose.

 

J'ai payé les pompes funèbres, je les ai soudoyés pour qu'ils me laissent tranquille. J'ai sorti du tiroir le corps de Damián, ce corps si semblable au mien, mais avec les bras tordus et la tête déformée. Ses cheveux blonds étaient secs et gris, en quelques heures la mort avait commencé à détruire sa beauté.

 

Le corps était lourd, mais j'ai pu le porter jusqu'au siège de Gonçalves. Et il restait là, immobile comme toujours, sur le siège de velours côtelé rouge, une main sur les genoux, l'autre pendante à son côté, et sa grosse tête appuyée légèrement inclinée sur le dossier.

 

Je me suis assis pour attendre. Lorsqu'une des secrétaires est entrée dans le bureau le matin, elle s'est couverte la bouche, étouffant un cri. Puis je lui ai dit de ne pas s'inquiéter, il


 

avait celui qui était venu nous réconcilier tous.

 

 

 

LE LIVRE

 

Elle descendit du train avec son sac en peau de mouton et ses cheveux ébouriffés par les tourbillons sur le quai. Le mouvement incessant qu'elle avait vu en arrivant à Buenos Aires en provenance du général Lavalle lorsqu'elle était enfant lui avait fait peur, et cette fois-ci ce n'était pas différent. Elle se sentait étouffée, enveloppée dans la chaleur de la foule, sans aucune possibilité de se libérer, comme si elle était obligée de faire partie de la ville pour toujours.

 

Il pensa à Arturo, c'était curieux qu'il le fasse aujourd'hui, comme à cette époque. A cette époque, elle était amoureuse de son cousin, un adolescent à peine trois ans plus âgé qu'elle, et qui ne s'intéressait qu'à ses études. Personne ne s'est étonné qu'après avoir terminé ses études, elle ait quitté la ville pour étudier la littérature dans la capitale, mais elle avait déjà cessé de l'adorer, et Franco était là, toujours plus fort, dont elle admirait plus la voix et le corps que l'intelligence de son cousin.

 

Il a parcouru les quais à la recherche du visage de Franco parmi des centaines d'autres visages qui changeaient d'un instant à l'autre. Les tourniquets suffisaient à peine à laisser passer les gens, et leur son métallique n'était couvert que par le ronronnement incessant des pas et la voix rauque des haut-parleurs. Elle avait beaucoup entendu parler de Buenos Aires, de sa vantardise, de son humide insalubrité qui dessinait des grimaces amères sur les visages, mais les lettres que Franco lui envoyait étaient encourageantes. Mon amour, le travail est rentable, alors dans quelques mois tu viens et nous verrons comment nous installer.

 

Une semaine auparavant, elle avait reçu une nécrologie qui l'avait un peu surprise, même si les paroles de son mari résonnaient dans son imaginaire, fortes et chaleureuses. Arturo a des vacances à l'université, profitons de nous trois pour nous rencontrer. N'oubliez pas le livre d'Asunción Silva, elle en a besoin pour le prochain cours.

 

Il regarda l'heure sur la grande horloge du hall central, mais elle était toujours fixée à minuit, peut-être midi. Elle était inquiète car il lui avait annoncé qu'il allait l'attendre dans la file d'attente aux tourniquets et elle le cherchait depuis un moment sans le trouver. Son sac bougeait au gré des poussées des passants.

 

Il se tenait sur le côté, marmonnant un « désolé » que personne n'entendit. Les gardes la surveillaient.

 

"J'attends mon mari", dit-elle, et ils la laissèrent tranquille.


 

 

Dehors, le soleil de l'après-midi se couchait, traînant sa lumière sur les sols de la salle. Les kiosques à magazines étaient toujours ouverts, et elle allait se divertir en feuilletant des exemplaires, en regardant vers les portes au cas il apparaîtrait. Il n'avait jamais été aussi en retard, mais la circulation ou le travail étaient peut-être les causes de son retard.

 

Puis elle se souvint du livre qu'il avait demandé à Arturo. La dernière lettre de son cousin lui parlait de ses progrès à l'université, de sa spécialisation en poésie et du fait qu'il allait rédiger sa thèse sur l'œuvre d'Asunción Silva. Les mêmes vers qu'elle avait entendus sortir de ses lèvres le jour il avait quitté la ville. Et tandis qu'elle regardait le train s'éloigner, Mercedes avait pleuré silencieusement sur le quai, ces vers résonnant au-dessus du halètement de plus en plus lointain de la machine.

 

Elle se souvient avoir un jour avoué à Franco ce désir encore frustré, celui d'être la femme qui a inspiré un nouveau poème. Mais il s'était limité à parler d'autre chose, changeant de sujet. Non, il ne se ferait jamais réciter un vers par Franco. Puis elle a eu cette surprise lorsqu'il lui a donné le livre. Et maintenant, l'empressement de le lui prêter. Ils, si jaloux l'un de l'autre depuis qu'ils s'étaient disputés pour elle, étaient soudain amis. Je suis un imbécile prétentieux, je serais heureux de ne plus être une poupée tirée par les bras.

 

Il était assis sur un banc rempli de familles, d'hommes seuls, de sans-abri, de sacs et de cartons qui disparaissaient au départ des trains. Il ne restait plus que des miettes de pain sur le bois, et quelques pigeons descendaient des hauts plafonds enfermés dans l'obscurité.

 

Elle sortit le livre de son sac et commença à le feuilleter. Je l'avais lu deux ou trois fois.

Les poèmes étaient tristes, surtout les Nocturnes soulignés par Franco.

 

Il était déjà huit heures et quart. Il attendait depuis trois heures, mais il ne voulait pas bouger. Il relut la note, mais il avait oublié d'écrire l'adresse de la nouvelle pension. S'il y avait une chose dont elle pouvait être sûre, c'était qu'il viendrait tôt ou tard.

 

Il eut l'idée de s'adresser au bureau de poste de la gare, mais celui-ci était fermé. Il demanda aux bureaux des chemins de fer s'ils avaient reçu des messages, mais ils répondirent non avec mauvaise humeur et visages fatigués.

 

Il est retourné à son siège et dès qu'il a levé les yeux, un homme s'est tenu à côté de lui.

 

-Je peux l'aider ?

 

-J'attends mon mari. Il est tard et ça m'inquiète, mais ça doit arriver. L'homme la regarda un instant en silence.


 

-Je peux attendre ici ? Le siège n’est pas occupé, n’est-ce pas ? -Demanda-t-elle d'un air naïf.

 

L'autre souriait en se tapotant les cuisses, comme s'il suivait le rythme de la musique. Il portait un costume noir et une chemise blanche, pas de cravate.

 

-Bien sûr. Je quitte mon travail dans ce bureau là-bas, tu vois ? Dis-moi si je peux te guider, il me semble que tu n'es pas d'ici. Peut-être qu'elle a mal compris les instructions de son mari.

 

Il s'assit à côté d'elle. Mercedes était un peu surprise, mais elle se sentait aussi accompagnée pour la première fois tout l'après-midi.

 

-L'endroit se remplit de gens étranges quand il fait noir. "Ce sont toujours des sans-abri qui viennent dormir, mais certains recherchent des personnes seules et sans méfiance", lui a expliqué l'homme.

 

Elle lui montra la nécrologie de Franco. Il la regarda rapidement, sans lui prêter la moindre attention.

 

-Es-tu sûr de ne pas lui avoir donné de numéro de téléphone ou d'adresse ? -Il m'a envoyé ce livre pour mon anniversaire, avec la dédicace. Mercedes rougit lorsque les traits au crayon de Franco soulignant les vers brillaient à la lumière des tubes fluorescents.

 

-Ne t'inquiète pas alors, ton mari a l'air d'un romantique, et c'est lui qui ne déçoit jamais une femme.

 

Mercedes voyait désormais un ami en cet homme.

 

-C'est pour ça que ça m'inquiète, il lui est peut-être arrivé quelque chose.

 

L'autre s'était tourné vers un groupe de jeunes qui buvaient dans une bouteille enveloppée dans du papier. Elle lui a demandé:

 

- Sont-ils connus ?

 

-Ils passent leur temps à boire et dorment toute la nuit, d'autres vendent de la drogue. Il y en a qui profitent des femmes célibataires. Je vais rester pour la protéger.

 

-Non, s'il te plaît, ne sois pas en colère contre moi.


 

 

Mais il ne lui prêta pas attention. Il passa sa main dans ses cheveux noirs épais et légèrement crépus. La barbe avait poussé depuis ce matin il avait se raser, et Mercedes pouvait sentir sa rugosité même si elle ne l'avait même pas touchée. Il semble être un homme bon, solitaire, peut-être célibataire.

 

" Est-ce que tu lis beaucoup ? " lui demanda-t-elle, remarquant qu'il regardait la couverture du livre sur ses genoux.

 

-Quand j'ai le temps. J'aime les vers, mais je ne peux pas le dire à mes camarades de classe car ils se moqueraient.

 

-Laisse-moi te lire-. Puis il lut à haute voix deux poèmes, les deux premiers Nocturnes.

 

« Cimetières », dit-il, et Mercedes n'avait pas encore terminé le dernier couplet.

 

-Comme? -Rien. Je veux dire, l'obsession des cimetières est évidente.

-Ou pour la mort, ou pour l'amour. Mais mon cousin, qui est écrivain, dirait que ce sont les

mêmes. Et tandis qu'elle lui montrait la page qu'elle avait lue, il se pencha plus près et posa le doigt sur les mots que Franco avait marqués. Elle sentit l'haleine du tabac et ferma les yeux un instant. C'est pourquoi il tarda à réagir lorsqu'il vit que le livre n'était plus entre ses mains et que l'homme, qui lui effleurait l'épaule depuis près d'une demi-heure, s'enfuyait. Au début, elle crut qu'il poursuivait quelqu'un, mais soudain elle comprit ce qui s'était passé, et se reprochant d'être si stupide, elle se mit à pleurer. Je n'avais plus le livre et c'est ce que je regrettais le plus. Sans savoir pourquoi, elle n'a réussi qu'à courir après lui, qui avait ralenti sa fuite devant un contingent de religieuses. Mercedes a réussi à l'attraper par la manche, mais il l'a frappée au visage avec son poing. Un évanouissement passager la fit tomber au sol, tandis qu'elle le regardait enfin disparaître par les portes qui donnaient sur la rue.

 

Sa joue gauche était enflée. Il ne saignait pas, mais on pouvait à peine le toucher.

 

-Le sac! -il gémit. Les gens se rassemblaient autour d'elle et les religieuses qui voulaient l'aider s'écartèrent brusquement lorsqu'un autre homme s'approcha d'elle avec le sac à la main.

 

-Mèche! J'ai vu le gars, mais je n'ai pas pu l'attraper, au moins il a laissé tomber le sac. Voyez s'il manque quelque chose.


 

Elle reconnut la voix, même si elle ne voyait pas clairement son visage entre ses paupières engourdies.

 

-Arthur ? Mais qu'est-ce que tu fais ici ? -Franco m'a dit de venir te chercher. Ensuite, je vais vous expliquer. Il l'aida à se relever, tandis qu'elle protégeait sa joue du regard des gens.

 

-Quelle honte! -Ne sois pas bête.

 

-Mais je me suis laissé avoir comme une fille.

 

Arturo la regarda avec condescendance. Elle ne put s'empêcher de sourire lorsque leurs regards se croisèrent, mais son visage lui faisait intensément mal. Il l'a emmenée au bar de la gare, a commandé deux cafés et un sac de glace pour le bleu.

 

- Devons-nous porter plainte ? S'il vous plaît, prenez-en soin, je ne sais pas comment bien gérer ces procédures.

 

-Non, laisse les choses telles quelles et oublie ça, ça n'en vaut pas la peine. S'il ne vous a rien volé.

 

-Non, mais... oui, il a pris le livre qui était pour toi. Je ne comprends rien-. Il but deux gorgées de café et remit la glace sur sa joue. -Je crois que je suis dans un rêve, je vois tout nuageux. Mais un voleur qui me vole un livre ? Personne ne me croira...

 

Arturo regarda les autres tables. Certains les regardaient.

 

-Baisse la voix, Mecha. Peut-être qu'il pensait que tu avais de l'argent caché, beaucoup de gens font ça, surtout ceux qui viennent de l'intérieur.

 

Mercedes pouvait désormais voir sa cousine plus clairement. Arturo était nerveux, il avait mis quatre cuillères à café de sucre dans le café et l'avait remué tellement de fois qu'il était déjà froid. Lorsqu'elle mentionna le livre et la note, il jeta un rapide coup d'œil autour de lui et lui dit de baisser la voix, même si elle pouvait à peine parler avec sa joue enflée.

 

-Dis-moi quelque chose, quel était le nom du livre, Franco t'a-t-il envoyé autre chose ? -Tu le lui as demandé pour ton cours, tu ne te souviens pas ? C'est ce qu'il m'a dit, les poèmes d'Asunción Silva.

 

-Mais Mecha, ce que je veux savoir, c'est s'il y avait quelque chose de marqué sur les pages, quelque chose qui servirait d'indication au jet. Ce que disait Arturo n'avait aucun sens et il avait l'air de plus en plus nerveux. Il versa le café dans l'assiette et commença à le sécher


 

avec des serviettes en papier. Elle l'aida, le regardant aussi étrangement, aussi distant que lorsqu'il était un adolescent pâle et distrait, le même dont elle était autrefois tombée amoureuse. C'est pourquoi il se sentit désolé pour lui lorsqu'il remarqua le tremblement dans ses mains.

 

-Quel est le problème? -Rien, c'est juste que j'ai oublié de prendre la pilule pour les nerfs aujourd'hui, et les examens de mi-année me font du mal. Écoute, Mecha, je vais te dire la vérité, parce que sinon on ne finira plus. Franco vend des marchandises... dans la construction, on ne gagne rien. Et moi, à l’improviste, je suis devenue accro pour payer mes études.

 

Elle le regardait comme si on lui racontait un film.

 

-On se débrouille avec peu d'argent, on reste dans l'ombre, et les cheveux gris détournent le regard quand on lui passe des factures. Ce type faisait partie de la compétition et il cherchait Franco.

 

Mercedes regarda par la fenêtre du bar. La gare montrait toute sa splendeur de piliers imposants et de portes ornées, et les arches d'acier, plus qu'un ciel protecteur contre les pluies et les tempêtes, formaient une cage dont la porte ne s'ouvrait que pour laisser sortir les bêtes de fer transportant de minuscules êtres en exil. J'avais envie de pleurer, mais je ne ressentais rien d'autre que de la colère.

 

-Et que dois-je faire, à part rentrer chez moi ? Dites-le à mon mari… Arturo lui saisit fermement les poignets.

 

-Ce n'est pas toi qui compte maintenant, Mecha, mais lui. L'autre gars va le tuer s'il le trouve, et vous lui faites savoir il se trouve.

 

-Mais comment as-tu su que c'était moi ?! -Le livre, la pute qui t'a donné naissance, combien de femmes attendent des heures sur le quai avec un livre sur les genoux !

Pardonnez-moi, mais au moment nous parlons, votre mari est peut-être mort. Les mains d'Arturo tremblaient encore plus, mais il avait surtout un regard désespéré.

 

Mercedes essaya de réfléchir. Comment l'autre avait-elle découvert qu'elle venait, se demanda-t-elle, mais elle avait peur de poser une telle question à voix haute. La réponse, il le sentait, allait être aussi désagréable que de découvrir qu'Arturo n'était pas ce qu'il semblait être. Plus elle essayait de rester calme, plus sa mémoire devenait blanche. Il but le reste du café froid.

 

-Il y avait des notes de Franco, des vers griffonnés, soulignés, dans les Nocturnes. Quand


 

je l'ai montré au gars, la première chose qu'il a dite a été : Cimetières.

 

Les yeux d'Arturo semblaient pétiller.

 

-A Chacarita, ça y est ! Allez!-. Il se leva, jeta quelques billets tachés en tombant sur la tasse à café, et attrapa Mercedes par la main.

 

Elle eut à peine le temps de poser la glace et de récupérer son sac.

 

L'air froid calma le gonflement de sa joue, mais il ressentit des frissons dans ses jambes. Ils échangèrent des regards avec deux ou trois gardes qui ne leur prêtèrent aucune attention.

 

Plusieurs enfants sans abri se droguaient aux portes des bureaux et sous les fenêtres des guichets. Dans la rue, les lumières des voitures et les feux de circulation l’aveuglaient et lui brouillaient les yeux.

 

-As-tu de l'argent pour un taxi ?

 

-Non, si Franco venait me chercher.

 

Il lui attrapa le bras, le serra fort, et elle ressentit à nouveau ce tremblement, qui était maintenant de l'impatience. Ils marchèrent jusqu'à un arrêt de bus. Il y avait deux ou trois personnes avant, mais Arturo est allé de l'avant. Ils l'ont insulté et il a reculé, cachant une expression de honte dans l'ombre de ses cheveux raides qui lui tombaient sur le côté.

 

"C'est bon," le consola-t-elle. Elle ne savait pas s'il avait prêté attention à elle, mais le ton de sa voix devait être suffisant car il arrêta de lui presser le bras et lui prit la main.

 

Dans le bus, la sueur coulait sur le front et le cou de son cousin, malgré le froid. Elle se souvenait de choses qu'elle avait lues dans des magazines féminins, de rapports médicaux qui parlaient de syndromes de sevrage. Ces choses avaient toujours été loin de sa vie antérieure, de ses parents, de la petite paroisse, de l'époque Arturo et Franco étaient des enfants qui jouaient au ballon dans les jardins de leurs maisons et venaient le chercher le dimanche après-midi. faire du vélo.

 

Elle posa sa main sur le genou d'Arturo, il la regarda et cessa de trembler.

 

-Pourquoi Chacarita ? Ce n'est pas le seul cimetière de Buenos Aires que je connaisse.

 

-Nous y faisons des ventes de temps en temps, Mecha.


 

Il regarda la montre d'Arturo, il était presque vingt heures trente du soir. La circulation diminuait, lentement, et les lumières au mercure illuminaient le silence des chiens fouillant dans les sacs poubelles.

 

Les murs du cimetière n'étaient pas très hauts. De l'extérieur, on pouvait voir des croix et des arbres. Ils descendirent du bus au coin, longèrent le mur jusqu'à atteindre une porte auxiliaire pour le personnel. Une lampe pendait à la frise de l'entrée, qui vacillait alors qu'Arturo commençait à se débattre.

 

"J'ai peur", dit-elle.

 

-Tu ne peux pas rester ici, c'est plus dangereux pour tout le monde si un policier passe par là.

 

-Je ne pense même pas, je veux voir Franco-. Et juste au moment elle prononçait son nom, la porte s'ouvrit et Arturo la poussa à l'intérieur.

 

Au début, il ne vit que l'obscurité. Ensuite, les allées argentées entre les tombeaux, mouillées de rosée, formèrent la place ils marchèrent pendant près de dix minutes. Les murs de la rue étaient loin.

 

La lune brillait dans son quartier décroissant, illuminant les croix, les toits des chapelles et des voûtes, et les reflets des plaques de bronze. L'air était saturé de fleurs nouvelles, mais aussi de fleurs anciennes pleines d'insectes. L'odeur de l'eau pourrie dans les vases en porcelaine. L'odeur des morts.

 

Plus loin, les champs de croix montraient les tombes en terre, avec la lune presque couchée, endormie sur les sentiers désolés. Maintenant, c'était Mercedes qui tremblait et elle sentait la main d'Arturo calme et contrôlée.

 

Il a entendu un bruit et, même s'il n'en avait jamais entendu auparavant, il savait que c'était un coup de feu.

 

-Arthur...! -Commença-t-elle à dire lorsque le corps de son cousin la poussa avec lui au sol. Elle toucha son visage, le sentit dans l'obscurité, mais il ne répondit pas. Quelqu'un d'autre l'a ensuite traînée d'un autre côté, écrasant l'herbe jusqu'à ce qu'elle se retrouve à côté d'une pierre tombale, tandis qu'une main lui couvrait la bouche pour qu'elle ne crie pas. Elle ne pouvait voir que la silhouette d'un ange de ciment se découpant sur le ciel violet.

 

-Tais-toi, Mécha ! -Franc! -Sa voix était à peine audible sous la paume de son mari.


 

 

-Je te laisse partir si tu promets de ne pas crier.

 

Elle accepta et prit une profonde inspiration lorsqu'il la relâcha.

 

-Mon Dieu, Franco, quelque chose est arrivé à Arturo...

 

-Je le sais déjà.

 

Mais la main de Mercedes a trébuché sur le revolver lorsqu'elle a essayé de le serrer dans ses bras, et il faisait si chaud qu'il a brûlé. Il porta la main à sa bouche pour arrêter le cri.

 

-Toi...?

 

Franco regardait autour de lui, et la regardait un moment sans vraiment la voir, cachée par l'ombre de l'ange. Mais les yeux de Franco brillaient et il la cherchait. Il n'a pas répondu. Il lui attrapa simplement les épaules et la pressa contre son corps.

 

Le pistolet, dans ses mains, réchauffait le dos de Mercedes.

 

-Il s'est toujours mis entre nous. Même dans notre lit, je savais que tu pensais à lui. Je t'ai entendu parler dans ton sommeil, Mecha, réciter ces vers. Puis je me suis rendu compte que les vers sont comme de la nourriture qui sert d’appât aux poissons.

 

Mais Mercedes ne l'écoutait plus. Elle se frayait un chemin dans l'obscurité comme un puits qui avait toujours été à ses côtés et qu'elle n'avait jamais vu. Comme si jusqu'à la veille elle vivait dans un autre quartier et à une autre époque, entourée de l'amour de ses parents, de jardins verdoyants et d'allées sablonneuses. Des chemins qu'elle a parcourus en pensant aux deux hommes qui se disputaient pour elle et l'adoraient. Elle se sentait tellement stupide qu'elle ne pouvait blâmer personne d'autre qu'elle-même.

 

Elle avait apporté le livre. Elle a conduit les gens à la mort. Il voulait s'éloigner de Franco.

"Laisse-moi..." cria-t-elle dans ses bras, déchirant les boutons et la chemise de son mari. Mais il ne la lâcha pas, c'était peut-être le seul moyen de l'avoir enfin pour lui.

"Tu m'as obligé à l'apporter, tu m'as utilisé, fils de pute." Et les pleurs étaient noyés dans la chemise ouverte.


 

Les caresses de Franco cessèrent. Quelque chose attira son attention.

 

"Laisse-la partir", l'entendit-elle dire, et c'était la dernière chose dont elle se souviendrait de lui.

 

Plusieurs fois, seul à la maison, je fantasmais sur lequel des deux mourrait le premier, sur ce que chacun dirait pour que l'autre se souvienne. Et cet appel de Franco valait mieux que toutes les phrases imaginées.

 

J'ai deviné à qui il parlait. L'homme à la gare. Il ressentait le besoin d'être à nouveau fidèle à Franco, il devait lui dire qu'Arturo l'avait trahi, mais les preuves arrivaient toujours tard, rendant le repentir inutile. Lorsqu'elle leva les yeux, il la repoussait déjà et elle vit l'éclair d'un coup de feu exploser au-dessus de la tête de Franco. Le corps tomba à côté de lui, mouillé et réchauffé par la chaleur du sang. Et soudain, à quelques pas de là, l’éclat du métal apparut, reflétant la lueur de la lune. Il entendit les pas sur les rochers entre les tombes et reconnut ces doux coups de paume sur le pantalon.

 

Elle savait que c'était encore l'homme de la gare. Il sentit de nouveau cette odeur de tabac qui dominait les odeurs du cimetière et dominait tout de sa fermeté sûre et pénétrante.

 

L’homme a allumé une lampe de poche et l’a braquée sur Mercedes. Elle se couvrit le visage de ses mains, sans se lever. Puis le faisceau de lumière s'est rétracté. Puis elle a tenté de se réfugier à la recherche de Franco dans l'obscurité.

 

"Ne cherche pas la vie parmi les morts", lui dit l'autre.

 

Mercedes ne pouvait retenir ses larmes et elle croyait qu'elle, qui avait toujours tant ri, ne pourrait jamais s'arrêter de pleurer.

 

La lumière se ralluma, cette fois sur le visage de l'homme. Il avait le livre ouvert dans ses mains, presque devant son visage.

 

-"Les ombres des corps qui se joignent aux ombres des âmes forment une seule et longue ombre" - récita-t-il avec le ton de quelqu'un qui est en train de lire un psaume.

 

Mercedes répétait les vers presque sans réfléchir à ce qu'elle disait. La lampe de poche se rapprocha d'elle, touchant ses lèvres avec un baiser avant de s'éteindre.

 

 

 

LE DESSIN

 

Ils ont trouvé le pied gauche de la femme parmi des sacs poubelles dans le quartier Once, la ville était convulsée et personne ne pouvait extraire de la mémoire collective quelque chose qui se répéterait plusieurs fois dans un rayon de cinquante pâtés de maisons. Chaque découverte ajoutait un peu plus de spéculation et de papier journal au quotidien, complétant du même


 

coup un cadavre qui reprenait ainsi sa forme originelle.

 

Les pieds et les mains avaient été brûlés, et il faut aussi comprendre dans quel état différent se trouvaient les restes. La tête a été retrouvée six mois après le meurtre, qui, selon les experts, aurait avoir lieu deux jours avant la première découverte.

 

Ce n'est qu'un an plus tard qu'ils ont fait connaître à la presse la distribution particulière que l'assassin avait choisie pour distribuer les fragments du corps. Mais le jour je suis allé au commissariat pour voir s'ils pouvaient recueillir des signalements, j'ai vu une carte accrochée au mur et pleine d'épingles à têtes colorées formant un dessin d'enfant en position fœtale. Puis des policiers m'ont regardé avec méfiance et je suis parti, mais j'avais réussi à copier le dessin dans mon cahier.

 

À ce stade, je dois parler d'Hugo Hollander. Si le meurtre lui est attribué, ce n’est pas en raison du fond de l’enquête, mais plutôt de ses propres aveux. Deux ans après le crime, il a voulu nous dire la vérité.

 

Hollander travaillait à la morgue judiciaire et les examens psychiatriques du travail n'ont révélé aucune particularité inhabituelle dans son caractère. Un jour, il a pris un congé de deux semaines et, selon les déclarations de ses collègues, son fils de six mois était décédé. Les voisins l'ont corroboré et nous avons pu vérifier la tombe du bébé dans un cimetière de la province. Personne ne pouvait répondre à la raison pour laquelle il n'a pas été enterré dans la capitale. Seuls les employés du cimetière ont déclaré quelque chose d'intéressant : ils ont vu Hollander se disputer avec sa femme à ce sujet le jour même des funérailles.

 

Au cours de ses six mois de vie, le garçon a été hospitalisé trois fois. Les antécédents médicaux ont été saisis à deux reprises et les experts ont confirmé le diagnostic d'un traumatisme physique grave. Nous ne savons pas si Hollander maltraitait le garçon ou si c'était sa femme. Au début, la police penchait pour l'hypothèse que le bébé et sa mère avaient été victimes du même homme perturbé, et cette hypothèse persiste encore officiellement.

J'ai fait part de mes doutes au Dr Ibáñez, un médecin légiste qui m'a accueilli dans son cabinet avec beaucoup d'impatience. Je lui ai dit qu'un homme qui battait agit généralement avec fureur et brusquerie, mais que ce crime avait été prémédité, comme le démontrait le démembrement minutieux. Le médecin était d'accord avec moi. Il a dit que ce ne sont pas les esprits les plus brillants qui échappent à leurs crimes, mais les hommes qui savent se taire. Ceux qui ont une tourmente incessante dans la tête, et pourtant leurs visages affichent la paix. Ensuite, il m'a dit au revoir en me recommandant quelques textes que je connaissais déjà.

 

Il suffit de recourir aux aveux de Hollander. Un homme de trente ans, fils d'immigrés polonais, qui n'a jamais quitté les limites de la ville sauf pour enterrer son fils. Il était calme et


 

introverti, il aimait visiter les magasins de bonbons de Buenos Aires pendant son temps libre. Son visage était mince, avec des yeux enfantins, de petite taille, et ne suggérait pas plus de vingt-quatre ou vingt-cinq ans. Je l'imagine en train de regarder le corps longtemps après le crime - peut-être qu'il l'a étranglée - puis d'aller chercher la hache.

 

Nous savons par expertise que des traces d'encre ont été trouvées sur la peau, il a donc dû d'abord la décaper, puis tracer, comme un tableau, les lignes précises sur le cadavre. Il divisa les bras et les jambes en trois fragments, sépara la tête et le thorax de l'abdomen. Il s'agissait sans aucun doute d'une hache, car les bords irréguliers de certains restes indiquaient qu'ils avaient été arrachés.

 

Ce n’était pas un homme fort, mais un gars sédentaire qui ne faisait pas de sport.

 

Mais s'il a fait tout cela, ce n'est pas à cause de l'inconfort du chargement, mais avec un objectif précis : le personnage dessiné dans les rues. Je le vois maintenant charger les fragments dans des sacs séparés, les emmenant dans son camion pour les distribuer.

 

Peut-être que je n'avais même pas besoin d'une carte. La ville était dans sa tête depuis sa naissance, et il utilisait ce même quartier pour s'exprimer.

 

On se demande tous ce qu'il voulait nous dire avec ce dessin. Sans doute quelque chose lié à la mort de son fils. Le crime a été commis après la mort de l'enfant. Sa femme ne travaillait pas, alors les voisins la voyaient rester à la maison et crier comme une folle jusqu'à ce que quelqu'un appelle son mari au travail. Mais il l'a aussi fait avant la mort du garçon.

Lorsque l'ambulance est arrivée pour soigner le bébé, ils se sont protégés mutuellement des questions des médecins. La vérité est que son fils est décédé lors de la troisième hospitalisation, avec une fracture du crâne.

 

Hollander a avoué avoir tué sa femme et nous ne disposons que du témoignage de González, son plus proche compagnon. Il n'y a aucune autre preuve. Sa femme n'a pas non plus été retrouvée. Les gens ont involontairement participé aux recherches, découvrant involontairement chaque fragment humain avec un cri d'horreur.

 

Sans le savoir, il marchait entre les lignes du dessin, fils invisibles qui joignaient les points, formant la figure de cet enfant rétréci que le meurtrier utilisait pour une raison quelconque.

 

Vous vous demanderez pourquoi Hollander a décidé d’avouer deux ans plus tard. Selon lui, il a revu le corps de sa femme. La nuit précédente, il avait reçu le corps d'une femme noyée dans la rivière et il disait que c'était le même corps qu'il avait détruit. Mais il était à nouveau entier sur une civière à la morgue. Il répétait alors qu'elle était revenue pour se


 

venger.

 

La police a attribué tout cela au délire. Nous savons que les corps démembrés ne se reconstituent pas d’eux-mêmes, et que les morts ne reviennent pas à la vie pour mourir à nouveau. C'est du moins ce que nous pensons.

 

Maintenant que les cheveux gris ne me dérangent plus une fois pour toutes, le juge m'envoie cette nouvelle convocation pour déclarer la même chose que je lui ai dit mille fois. Je ne sais pas pourquoi, putain, j'ai être celui qui accompagnait Hugo ce soir-là. Peut-être pour la même raison qui m'a poussé à le rencontrer le jour il a commencé à travailler, alors qu'il n'avait que vingt ans.

 

A cette époque, il a débuté en maintenance, mais a ensuite été promu.

 

J'avais presque cinq ans de plus que lui et comme j'étais le seul jeune homme dans cette pièce, nous sommes devenus amis. Il ne parlait pas beaucoup, et les rares fois il disait quelque chose, c'était parce qu'une colère grandissait en lui, lentement, jusqu'à ce qu'il finisse par lui faire dire ce qui le tracassait. C'est ce qui s'est passé ces derniers mois.

 

Peu de temps après notre rencontre, nous avons pris l’habitude d’aller au café après le travail. Plus tard, nous avons fréquenté deux mines. Le jour où nous sommes sortis tous les quatre pour la première fois, je l'ai mal joué. Je les ai croisés un peu plus tôt et j'ai remarqué quelque chose d'étrange chez la fille qui était venue avec mon ami. Elle n'était pas laide, elle avait de jolis seins qui compensaient son air stupide, mais je ne l'aimais pas, comme si derrière cette maladresse superficielle se cachait une cruauté planifiée. Nous avons attendu tous les trois au bar et quand Hugo est apparu, je n'ai pas résisté et j'ai changé de place. Alors je suis resté avec celui qui me plaisait le plus, et il est sorti avec celui aux yeux étranges. Je sais que c'était une démarche délicate de ma part, mais Hugo est aussi entré comme une souris entre les mains de cette mine.

 

Peu de temps après, ils se sont mariés et les problèmes avaient déjà commencé. Elle avait la malheureuse habitude de crier sur tout ce qui ne lui plaisait pas. Ses caprices étaient toujours si disproportionnées par rapport à la situation qu'au final je n'avais aucun doute sur sa folie. Un autre type de folie que celui qu’Hugo démontrera plus tard. Car il me semble qu’il est temps de raconter les choses telles qu’elles étaient réellement, même si la police et le journaliste qui m’a interviewé ne sont pas d’accord. Sa folie était de celles qui font ressortir celle des autres. Soudain, elle se réveille en un, sans savoir comment ni elle était cachée.

 

Le fait est qu'il a enduré son hystérie pendant longtemps, et ce n'était pas facile de le faire. Parfois, elle se mettait en colère au milieu de la rue, et il restait silencieux et lui faisait plaisir. Il m'est venu à l'esprit qu'ils se retrouveraient tous les deux au lit et que tout


 

redeviendrait comme avant. Mais laissez-moi vous dire que ce qui est dans la tête ne peut être enlevé par rien, pas même par la mort. Si je pouvais lui demander, Hugo serait d'accord avec moi.

 

Puis elle est tombée enceinte et je jure que je n'ai jamais vu un homme aussi excité par ce garçon que mon ami. Je suis allée leur rendre visite à l'hôpital le lendemain de l'accouchement et j'ai eu l'impression qu'elle n'était pas contente. En quittant la pièce, j'ai de nouveau entendu leurs protestations et leurs cris. Cependant, Hugo s'est contenté de regarder le bébé dans son berceau, répétant à quel point il était beau. Ils l'appelaient Tony.

 

A partir de là, les choses sont allées très vite, six mois seulement, et je n'arrive pas à croire que tout ce qui marchait dans la tête d'Hugo. Je veux dire ce qu'il a fait ensuite. J'ai découvert les hospitalisations du garçon grâce au journal, quand tout était fini. Il ne m'avait jamais rien dit, il avait juste manqué quelques jours de travail isolés sans avertissement.

Lorsqu’il a commencé à me parler plus souvent, j’ai réalisé que quelque chose de grave le réchauffait intérieurement. Lorsque nous avons appris la mort de Tony, aucun mot n'est sorti. Il ne voulait pas que j'assiste aux funérailles et m'a seulement dit que cela aurait lieu dans la province.

 

Ils m'ont raconté, quelques jours plus tard, qu'ils les avaient vus se disputer à la porte du cimetière, parce qu'ils ne voulaient pas qu'elle soit présente à la cérémonie. Je lui ai demandé la cause du décès de Tony et il n'a pas répondu. C'est pourquoi j'insiste sur le fait qu'il n'y a pas d'autre explication possible : elle tuait son fils. Je ne sais pas si j'en avais conscience, mais à coups de coups ou par négligence, j'ai enlevé la santé de ce petit corps que j'imaginais pleurer comme un cochon toute la journée, jusqu'à ce qu'Hugo rentre du travail. Ensuite, je suis sûr qu'il l'a soulevé dans ses bras avec plus de précaution que s'il s'agissait simplement d'un autre membre de son propre corps, parce que je l'ai vu le faire. Je sais qu'elle était capable de se suicider pour le garçon. J'avais tort, j'allais tuer pour Tony. C'est ce que j'ai dit à Beltrame, le journaliste. Elle réveilla Hugo, secouant sa folie.

 

La dernière nuit j'ai travaillé avec lui, il m'a avoué sa vérité. Quelques heures plus tôt, je l'ai remarqué pâlir devant le cadavre qui venait d'être amené à une heure du matin. Il commença à transpirer, s'assit et se prit la tête dans les mains. Quand mon service était presque terminé, il m'a tout dit. La même chose que j'ai répétée au juge jusqu'à ce que j'en sois fatigué. Hugo allait et venait depuis la civière se trouvait le corps, l'examinant comme s'il était un expert légiste. J'ai regardé les aisselles, les genoux et les mains. Les poils de ses bras étaient dressés comme ceux d'un chat et il tremblait. Je ne le croyais pas au début, ce n'était pas un gars fort capable de détruire un cadavre comme il me le disait. Il me semble qu'en plus de la force, il devait aussi avoir besoin d'endurance pour le faire encore et encore, jusqu'à ce qu'il mette le dernier fragment dans le camion.


 

Mais depuis longtemps, je crois que c'est vrai, surtout quand je pense aux moments où quelque chose en nous surgit d'une profonde léthargie et que nous ne pouvons plus l'arrêter.

 

Cela fait cinq heures qu'elle est arrivée. Les garçons l'ont laissée sur la civière. Quand je l'ai vue, j'avais l'impression que j'allais m'évanouir, car malgré une douleur aiguë et désespérée dans la poitrine, je n'avais jamais ressenti cette peur auparavant. Je me suis dirigé vers elle en essayant de cacher mon tremblement, même si je sais que González l'a remarqué. Dans les quelques instants je pouvais être seul, j'ai commencé à l'observer. J'ai regardé son visage indemne, ses seins blancs et mouillés par l'eau sale de la rivière. Et j'ai lu sur son visage qu'il avait fait ça pour se venger, il s'est réveillé pour se suicider à nouveau et me culpabiliser. Il envisage de tromper les médecins légistes et la police en simulant un suicide. Il est venu détruire ces deux années d'oubli, car il sait que c'est le seul état qui me permet de vivre.

 

Je l'aimais, c'est vrai, mais jamais autant que j'aimais Tony. Quand je suis rentré chez moi et que je l'ai trouvé en train de pleurer, meurtri et tendu, cette douleur dans ma poitrine s'est soudainement accrue. Elle, avec ses cheveux blonds et ses beaux yeux, cachait une fureur très semblable à celle que j'avais plus tard. Je ne sais pas combien de temps s'est écoulé depuis cette nuit, j'ai déjà dit que l'oubli était mon sauveur. Cependant, la seule chose que j'ai pu sauver de ma mémoire était Tony, et pour le ramener à mes côtés, j'ai faire ce dessin.

 

Je viens de l'avouer à González, mais il ne me croit pas quand je lui dis que l'une des nuits suivantes, alors que nous étions seuls, j'ai décidé que c'était le bon moment. Il m'a fallu deux heures pour démembrer son corps. À la fin, il était épuisé et couvert de sang et de sueur. J'ai pris une douche puis j'ai chargé le camion avec les restes enveloppés dans des sacs noirs que j'avais volés à la morgue.

 

Il était six heures du matin, et tel un livreur je distribuais ma marchandise dans le quartier, formant la figure de mon fils. Un dessin assez grand pour qu'il puisse le voir de là- haut et me répondre.

Je ne réponds jamais.

Je l'attends depuis deux ans et j'utilise mes forces pour parvenir à l'oubli complet, rien que pour lui. Aujourd’hui, ma femme est revenue pour me dire que les morts restent dans leurs tombes, quoi qu’il arrive. Seuls les malheureux se réveillent, et c'est pour cela qu'il vient défaire mon travail de toute cette nuit. Pour transformer mes efforts insomniaques en une condamnation à mort inutile.

 

Je l'examine à la recherche de marques, de coupures sur les bras et le cou, et je ne


 

trouve qu'un corps sale. Mais c’est le même visage, le même beau sexe dont est mon fils. Je suis sûr que lorsqu'ils l'identifieront, ils me condamneront, et même si je la détruis à nouveau, elle trouvera un moyen de me déranger une fois de plus.

 

Il est cinq heures et demie du matin et le soleil se lève derrière la ville. González dit au revoir avec une certaine inquiétude dans les yeux. Je suis seul.

 

Et quand je vais couvrir le visage de ma femme avec un drap, je l'entends dire de ne pas le faire, qu'elle veut me voir et d'utiliser le tissu pour me retenir.

 

Puis je lève les yeux vers le plafond, et je sais que pour cette fois, cette fois, nous sommes d'accord. Une poutre, le morceau de tissu et la chaise sous mes pieds suffiront à m'emmener dans l'obscurité il n'y aura plus de peur, car mon fils sera avec moi.

 

 

 

 

LE PAYS DU SAMEDI

 

 Claudia s'est réveillée. Le soleil du samedi matin passait à travers

les fentes des stores jusqu'à tomber directement dans ses yeux endormis. Il se frotta les paupières, se tourna dans son lit et vit le corps de l'homme endormi. Sa lucidité, à peine claire, le surprit un instant, mais il s'en souvint immédiatement. Qu'est-ce que tu fais encore ici? Il appuya un coude sur l'oreiller et la tête dans la main, il se couvrit du drap car avril apportait déjà les premiers froids de l'automne. Des lignes de lumière dessinaient des coupures dans le dos de l'homme. Tout le monde part à deux ou trois heures du matin, pourquoi reste-t-il ?

C'est un imbécile s'il pense que je vais tomber amoureuse. Mais non, il n'a pas été si stupide hier soir, on dirait qu'il a de l'expérience. Très probablement, vous souhaitez prendre une tasse de café avec du lait ou un maté, et ainsi éviter le froid et l'humidité du vendredi soir.

 

Je ne vais pas céder, je vais me préparer une seule tasse. Il resta encore un moment à regarder les touffes de cheveux noirs et bouclés sur ses omoplates et dans le bas de son dos. Il allait le caresser, mais s'arrêta à temps. Juste au moment sa main était sur le point de le toucher, il remua, bien qu'il ne soit pas encore réveillé. L’horloge indiquait huit heures et demie. Il alluma la radio et augmenta le volume. Voyons s'il se réveille et s'en va une fois pour toutes. La Radio Nationale et les militaires défilent pour la centième fois au cours des deux derniers jours. "...plus de deux mille personnes se sont rassemblées sur l'historique Plaza de Mayo pour célébrer la reconstruction..." Elle se leva, stupéfaite par le son monoural strident et les cris de la foule, qui ressemblaient à un hors-jeu muet. un chœur retentit depuis un endroit plus éloigné ou plus profond peut-être que celui de la place. Si tu ne te réveilles pas avec ça. Elle enfila le peignoir vert en éponge, un peignoir en fait, qui lui arrivait jusqu'au milieu des cuisses. Un courant d'air lui donnait des frissons.

 

Il se leva et ouvrit le store. La matinée était magnifiquement dorée dans le ciel, la ville


 

était enveloppée de nuages blanchâtres semblables aux ailes des anges. Les klaxons étaient faiblement entendus en raison de la hauteur de l'appartement et des fenêtres fermées. Il fut tenté de les ouvrir et de laisser le froid et le bruit réveiller l'homme, mais un reste de pitié l'en empêcha.

 

Il ouvrit les portes du placard qui séparait la pièce de la petite cuisine située derrière. Au- dessus de l'armoire, les valises reposaient depuis deux ans et la poussière s'était accumulée.

 

"La locataire précédente, une fille nommée Cecilia, est morte d'une overdose", lui avait dit le propriétaire, nonchalamment, mais en la regardant avec supériorité, comme pour l'avertir qu'elle devait bien se comporter.

 

Mais il commença bientôt à aimer la pièce et y vivait déjà depuis quatre ans. Puis il se souvint de l'avertissement qui lui avait été donné une semaine plus tôt. Les rumeurs à son sujet ont suscité des plaintes lors des réunions du consortium. La vieille femme de l’appartement d’en face a raconté aux voisins qu’elle avait vu différents hommes entrer dans l’appartement chaque week-end. Mais qu'allait faire Claudia si les hommes la cajolaient et qu'elle ne pouvait pas dire non, elle était une femme après tout. Tout comme il y a des hommes qui emmènent des femmes dans leur chambre tous les soirs, pourquoi ne devrais-je pas le faire si je les aime, si je ne veux pas dormir seul, si j'ai besoin d'elles pour me sentir vivante au milieu de la nuit, quand je pense que je coule à travers chaque étage de ce foutu bâtiment. Si les bras et le souffle étaient capables de la secourir, elle n'hésita pas. Elle n'a jamais pensé au danger que les étrangers pouvaient représenter, elle les regardait dans les yeux et leur faisait confiance.

 

Tout le monde partait à deux heures du matin, si cela n'arrivait pas, elle allumait la lumière et la radio. L'autre s'est alors levé et s'est habillé, puis lui a dit au revoir avec un baiser et une salutation à voix basse. Non, je ne les facturerais jamais ; Bien que beaucoup aient fait le geste de mettre la main dans leur poche, dès qu’ils l’ont regardée dans les yeux, ils ont connu la réponse. Ce n'était pas ce dont Claudia avait besoin, et l'expression froide et impassible des hommes semblait transparente dans un souvenir, une gratitude, comme s'ils l'avaient connue depuis longtemps.

 

Demain, je vais chercher Diego chez maman. Il alluma la cuisinière et mit la cruche d'eau.

Il sortit un pot de biscuits du placard. Le bruit de la canette résonnait entre les quatre murs, mais était effectivement masqué par le bruit fort de la radio, ainsi que par le choc de la tasse, de l'assiette et de la cuillère. Le couvercle du sucrier tomba et roula, sans se briser, sur le comptoir en aluminium.

 

Des bruits précaires avant les assauts de la radio. Des sons personnels qui ressemblaient à des chiens innocents devant les armées qui envahissaient les îles et la foule


 

qui les suivait et les acclamait.

 

"...nous n'avons pas vu quelque chose de pareil depuis des décennies, les gens applaudissent et brandissent des banderoles à cette démonstration de courage du gouvernement..."

 

S’ils me mettent dehors, je veux être prêt. J'ai de l'argent pour subvenir aux besoins de Diego pendant quelques mois et maman va m'aider jusqu'à ce que je trouve un travail. Diego a déjà quatre ans. Tant de temps perdu, si peu de fois elle l'a vu. Mais elle ne pouvait pas le supporter, ce n'était pas comme ça qu'elle voulait l'élever : dans un appartement merdique, dormir dans son même lit faute de place, le laisser avec des inconnus pendant qu'elle travaillait comme femme de ménage. Au moins, la grand-mère était la grand-mère, et peu importe à quel point elle n'allait pas la négliger. En fin de compte, Claudia s'est révélée être l'étrange lorsqu'elle lui a rendu visite, et une oppression lui a serré la poitrine lorsque le garçon s'est détourné en pleurant et en s'accrochant aux jambes de sa grand-mère.

 

C'est fini, demain je vais le chercher et l'emmener dans un autre endroit pour vivre.

 

Il entendit le matelas grincer puis un raclement de gorge fumeur venant de la salle de bain, à cause du bruit de l'eau. Ce fils de pute va prendre un bain sans me demander la permission, sans me le dire. Il frappa violemment la tasse contre la soucoupe, l'eau bouillant maintenant sur la cuisinière. Il s'est dirigé vers la porte et, au moment il allait l'appeler, il s'est rendu compte qu'il ne se souvenait pas de son nom. Il avait mentionné qu'il était joueur de rugby, mais il ne savait rien d'autre. Mais je ne voulais pas ressembler à une sorcière, que puis-je dire, gars maigre, qui t'a donné la permission d'utiliser la douche ?

 

Après tout, ce n’était pas si grave. Peut-être que le gars avait vraiment eu l'idée qu'il pouvait arriver à quelque chose de sérieux, parfois ça arrive et on trouve des hommes bien.

 

Elle revint à la cuisine, mais d'abord elle baissa un peu la radio en disant d'un ton maternel :

 

-Il y a des serviettes propres sous l'évier ! Pourquoi a-t-il dit cela ?, même contre tout ce qui a été décidé. Toujours les mêmes bêtises, on n'en apprend pas plus. Il but son café, sans sucre cette fois, il ne lui restait plus qu'un demi-pot et il voulait joindre les deux bouts.

 

La radio par intermittence et le bruit lui faisaient mal aux oreilles. Il alla baisser encore un peu le volume, lorsqu'il entendit désormais clairement la voix rauque et rauque du président. Je l'imaginais sur le balcon de la Maison du Gouvernement, les bras levés, entourant la foule qui l'écoutait en silence. Pas un son n'interrompit la voix née de l'obscurité profonde des poumons d'un homme qui faisait peur rien qu'en l'entendant. Puis la voix semblait surgir de la


 

lle de bain, d'un corps qui drainait de l'eau en chantant quelque chose de semblable à la marche de San Lorenzo, déformé, ses accords glorieux ponctués par d'autres plus semblables à la faible distorsion des hommes contemporains.

 

-Ces marches sont accrocheuses, n'est-ce pas ?! -Et la voix ne venait pas de la radio, mais de la salle de bain. -Les paroles ne disparaîtront pas de votre tête, peu importe le temps qui passe ! Claudia imaginait le gars nu, en train de se sécher avec une de ses serviettes, les bras levés pour se frotter le dos. Puis la porte s'ouvrit et elle le vit sortir avec une serviette autour de la taille.

 

-Bonjour, Claus.

 

Cette familiarité. Elle se sentait impuissante, désavantagée parce qu'il connaissait son nom et elle ne connaissait pas le sien. Il sourit à peine et lui tourna le dos pour retourner au poêle qui le gardait au chaud. Il laissa la tasse dans l'évier, se frotta les mains près de la flamme. Les pieds nus de l'homme s'approchaient de lui par derrière.

 

Elle sentit ses mains passer sous sa robe, effleurer ses fesses et remonter jusqu'à sa taille. Il l'embrassa dans le cou, tout en disant :

 

-Qu'en penses-tu? On a cassé le cul des Anglais, non ?

 

Elle regarda le plafond en soupirant et endura le froid des mains mouillées sur son corps.

Les spots de mouche, qui formaient une carte de plus en plus peuplée, l'ont amenée à réfléchir au voyage. Pour oublier l'odeur de saleté et de smog de la ville, l'arôme des fritures et l'urine des enfants des appartements voisins. Demain sera le dernier jour, accrochez-vous.

 

Il s'est retourné et a tenté de s'échapper.

 

-Je dois sortir, chérie. Habille-toi et si tu veux, attends-moi et nous descendrons ensemble.

 

Mais il ne voulait pas la laisser partir. Il la regardait.

 

- De quoi s'agit-il chérie ? Et de mon nom que tu as crié avec tant de plaisir hier soir ? ... tu ne te souviens pas, c'est vrai, tu ne te souviens pas.................................................... Il se mit à rire, satisfait, la serrant

encore plus dans ses bras.

 

Désormais il ne pouvait plus demander, une idée se dessinait sur son visage, une liberté d'action, une impunité que l'anonymat lui accordait librement.


 

Seul le visage l'individualisait, et les visages, elle le savait, sont toujours confondus, perdus dans la mémoire avec des milliers d'autres. Comme les visages des soldats.

 

"...nos jeunes héros ont fait de cet événement un événement marquant dans l'histoire du pays..."

 

La marche retentit à nouveau, en arrière-plan, tandis que l'annonceur décrivait les salutations des ministres au président. Claudia imaginait même l'uniforme impeccable et le tintement des médailles qui se balançaient sur la poitrine des hommes forts.

 

-Laisse-moi! Elle réussit à s'échapper, mais il la saisit de nouveau et ôta sa robe.

 

-Mais qu'est-ce qui ne va pas chez toi, putain de pute ! Il la poussa sur le lit et se jeta sur elle. La bouche contre les draps, Claudia poussa un cri étouffé en le sentant la pénétrer. Mais cette fois, ce n’était pas comme la nuit. La douceur est devenue une touche de papier de verre, les baisers dans le cou sont devenus des picotements d'oiseaux. Les larmes coulaient et ses lèvres buvaient ces larmes. Pourtant, elle n'allait pas crier, pourquoi, pour que les voisins appellent la police, pour se retrouver expulsée un jour plus tôt sans pouvoir aller chercher Diego ? Ne prononce pas le nom de ton fils tout de suite, ne le tache pas, imbécile, si tu as gâché ta vie, ne fais pas pareil avec la sienne.

 

L'homme semblait déterminé à retarder son plaisir, à soumettre l'arrivée de la fin à des règles précisées dans son esprit peut-être plusieurs jours auparavant. Il chercherait seul une femme, la tromperait avec sa timidité feinte, ou peut-être n'avait-il rien prévu, et l'occasion réveillerait des désirs qu'il ne connaissait peut-être même pas.

 

Claudia sentit une larme. Il lui faisait du mal.

 

" Assez ! " dit-elle, mais il n'y prêta pas attention. Les voix de la place à la radio continuaient à tonner hautaines, fières, et les klaxons des voitures s'élevaient vers le ciel de la ville.

 

"...il y a des milliers de rubans blancs et bleu clair qui tombent des fenêtres, tous

Ils sont désireux de montrer la fierté du sentiment national..."

 

Alors, le cri de joie de l'homme fut entendu haut comme un cri de guerre, triomphant et irrévocable. Il resta longtemps appuyé sur Claudia, agité mais toujours.


 

"Laisse-moi, je saigne", murmura-t-elle.

 

Il n'a pas bougé. Les draps étaient mouillés. Des larmes, de la salive, du sang.

 

Elle ne pouvait pas voir parce que ses yeux étaient troubles. Il tourna la tête sur le côté.

L’appartement était toujours lumineux, incroyablement propre désormais. La lumière se moquait de Claudia. Toujours aussi sale, et maintenant, si brillant. Il brillait comme l'éclat du soleil sur les ailes argentées des casquettes et des uniformes, sur les cuivres de l'orchestre qui jouait le vieux disque à la radio.

 

L'homme sans nom se leva. Elle ne voulait pas le regarder. Il attendait, il n'attendait que le coup certain qui mettrait fin à sa vie, et qu'il en était même venu à souhaiter, car il ne voulait plus vivre dans cet appartement propre et froid comme le bronze.

 

Elle l'entendit s'habiller. Le pantalon, la boucle de ceinture, la fermeture éclair, le contact des doigts sur les boutons de la chemise. Il n'a rien dit, peut-être qu'il ne la regardait même pas. Puis Claudia entendit la porte s'ouvrir et se fermer.

 

Il toucha son bas-ventre. Elle était blessée, mais ce n'était rien qu'elle ne pouvait réparer elle-même avec quelques jours de repos. Elle alla à la salle de bain, recroquevillée de douleur, et entra dans la baignoire avec l'odeur que l'autre avait laissée derrière elle. Elle ne s'autorisa encore que quelques larmes en pensant à Diego. Il devait sûrement être encore au lit pendant que grand-mère réchauffait le lait pour le petit-déjeuner.

 

L'arôme du lait bouilli, quelle belle odeur, quel arôme chaleureux pour ceux qui, au loin, se sont battus et ont raté.

 

Il n'irait plus chercher son fils demain. Il ne servait plus à rien de changer le rythme de sa vie, ni à tenter inutilement de paraître meilleur aux yeux des autres.

 

L'image a été mise en harmonie avec l'intérieur, dans un équilibre presque parfait. Elle pouvait être calme, mais pas complètement.

Puis il a commencé à fredonner la marche à la radio. Je ne l'avais pas chanté depuis des

années. D’abord très doucement, hésitante, doutant du son de sa voix.

 

Puis elle a décidé d'élever la voix, car personne ne l'écoutait, et s'ils l'écoutaient, on dirait qu'elle était enfin au courant des événements et qu'elle ne les ignorait pas.


 

Sa vie adoptait enfin le rythme de la réalité. Cette stridence brillante et aveuglante des forces qui ne reculent devant rien.

 

 

 

 

 

 

 

LE VISAGE DES SINGES

 

La femme résiste fortement. Son corps lourd glisse des bras de Charly et un coup de poing le frappe à la bouche. Mais il ne proteste pas. Il tient le poing qui l'a frappé et le tourne ainsi que son autre main sur le dos de la femme. Elle crie, continuant à lutter contre le foulard qui lui presse la bouche et le nez. Mais le chloroforme commence à la rendre somnolente et elle tombe sur la civière.

 

Charly pousse un soupir de soulagement, c'est la deuxième fois qu'elle se réveille. Il décide de la garder sous sédatif avec quelque chose de plus fort.

 

Attachez les mains de la femme avec des cordes. Il palpe le ventre gonflé et vérifie s'il y a encore des mouvements, mais il ne parvient pas à les trouver. Il ne faut pas longtemps à vos doigts pour le comprendre. Ils ont été, avec vos yeux, le seul système communiquant avec le monde.

 

Il se dirige vers le réfrigérateur, prépare la seringue et retourne vers la civière. Il l'injecte dans le bras. Cela va retarder l'accouchement, elle le sait, cependant il est indispensable de bien l'attacher avant qu'elle ne se réveille à nouveau. Elle doit être consciente tout le temps pour que l'accouchement se déroule normalement. Cela a été le cas lors des quatre dernières occasions, avec les quatre dernières femmes.

 

Rosa, la sage-femme qui s'est occupée de sa mère à sa naissance, avait toujours loué ses mains. Il a dit qu'ils étaient petits et sensibles au toucher des bébés. C'est pourquoi, depuis l'âge de dix ans, elle lui avait appris à enfoncer ses doigts comme des pinces dans la chair humide des femmes enceintes pour retrouver le fœtus et le stimuler.

 

Charly se souvient de ce qu'était la maison de La Boca lorsqu'elle vivait. Une chambre avec deux lits, la cuisine et une salle de bain ajoutées sur le côté auquel on accède depuis le patio. Seuls deux éléments de son travail ont toujours bénéficié d'un soin particulier : le réfrigérateur il conservait ses médicaments et une armoire contenant des instruments pour les urgences. Les femmes venaient crier à toute heure et Rosa s'occupait d'elles même s'il faisait nuit ou si le courant était coupé dans le quartier. les hôpitaux. Mais il avait connu les bons moments, elle travaillait tous les jours et une partie de la nuit. Il l'a aidée jusqu'à ce qu'il s'endorme ou ait envie de vomir, et il ne pouvait penser qu'au liquide collant, au sang et aux poils pubiens que ses mains toucheraient avant de savoir qu'il était complètement vaincu pour cette nuit. Parce qu'en réalité, c'est la seule chose dont il se souvient clairement. Il a presque oublié les visages des enfants qu’il a contribué à mettre au monde.


 

La première fois que Rosa l'a fait accompagner, elle l'a placé devant l'une des nombreuses femmes qui passaient par cette maison.

                                                                          

"C'est ça ou le cirque, tu dois travailler sur quelque chose..." lui dit-elle. Alors il a appris en la regardant. Rosa lui donna des instructions et il obéit.

Aucune des femmes n'a eu peur en le voyant, car Charly avait toujours été un visage connu et silencieux dans le quartier. Parfois, il réfléchissait à la raison de son silence forcé, passant de longues heures de la nuit à tenter en vain d'émettre des sons avec sa langue entre ses dents. Plus tard, il s’est rendu compte que sa langue était un exemple rudimentaire de muscle mort avec une cicatrice inaltérable.

 

Il continue de regarder sa bouche ouverte dans le miroir. Il y a beaucoup de lumière dans la pièce, et pourtant elle n'évoque que l'obscurité des nuits agitées, il tenait les instruments avec les mains humides. Les mêmes qu'il garde dans le vieux placard. Depuis la mort de Rosa, il ne les a utilisés que pour quatre autres enfants.

 

La femme se réveille à nouveau, mais elle est tellement endormie qu'elle ne bouge que les yeux. Elle le regarde attentivement et fronce les sourcils.

 

Les taquineries des enfants du quartier avaient commencé un jour à devenir insupportables, et depuis, il ne voulait plus sortir. Rosa a entendu les insultes dans la rue, mais elle n'a pas osé les critiquer.

 

"Reste ici et aide-moi, ils t'oublieront bientôt s'ils ne te voient pas", lui dit-elle en le regardant de ses yeux clairs et anciens, au milieu de ce visage à la peau sombre et coriace. Il était chargé de lui apprendre à lire avec les manuels qu'il empruntait dans le quartier, et plus tard avec les recettes et les dépliants que les gens leur apportaient.

 

Les cheveux de Charly sont noirs, raides et peignés en arrière. Une telle ressemblance avec un singe doit être délibérée, pense-t-il. Rosa aimait lui dire cela pendant qu'elle lui peignait les cheveux et les repoussait en arrière. Il savait à partir de ce moment-là que ce serait ainsi pour toujours.

 

La femme devient agitée et a envie de crier. Elle jette un coup d'œil vers la fenêtre, mais abandonne. Il est dix heures. Regardez Charly, son masque simien placé si à propos. Parce que le corps, même s'il ne présentait aucune difformité, avait grandi sous l'idée autoritaire que proclamait cette tête étrange. Elle le regarde passer du réfrigérateur au placard. Une lumière s’allume au-dessus de la civière. Il porte une combinaison grise sous laquelle


 

s'échappent ses mains et son torse poilus. Il n'y a aucune possibilité de doute pour ceux qui le voient pour la première fois, même s'il est difficile de croire à la transformation humaine d'un animal, et en réalité ce n'était rien de plus que le fait inverse.

 

Il sait qu'il devra déclencher le travail, alors il prépare la solution que Rosa a utilisée ces dernières années, alors qu'elle était déjà fatiguée des heures d'attente.

 

Elle avait toujours entendu ses voisins dire que les méthodes qu'elle utilisait étaient dangereuses. Mais cela n'a plus d'importance maintenant, la seule chose essentielle dans cette onzième heure, de ce cinquième temps, c'est de sortir l'enfant pour qu'il soit semblable aux quatre autres.

 

Rosa était mourante lorsqu'elle l'appela à ses côtés. Les radiographies de son crâne tombèrent sur le sol alors qu'il s'asseyait dans son lit. Charly en attrapa une, mais ne parvenait pas à comprendre la tache blanche qui occupait la moitié de la tête de Rosa.

 

L'image criait à la preuve, mais il ne comprenait pas. Il vit la sage-femme se lever maladroitement, presque nue, les seins flasques et bruns qui tremblaient tandis qu'elle se dirigeait vers le placard pour sortir les forceps d'un tiroir. L'instrument était si vieux, tellement façonné par ses doigts, qu'il semblait être devenu une extension de ses propres mains. Il plaça ensuite l'une des pièces sur la tête de Charly, puis l'autre du côté opposé, et les joignit, formant une pince qui s'appuyait contre la mâchoire et le front. Cela ne tirait pas, mais c'était suffisant pour que le visage se souvienne de son origine. Rosa posa ses mains sur lui, essayant d'arrêter le saignement imaginaire dans la bouche de Charly, comme elle l'avait fait vingt-deux ans auparavant. Il détourna la tête en tremblant. Elle caressa le menton saillant, les lèvres gonflées et s'arrêta. Les yeux de Charly brillaient comme des braises.

 

Le lendemain, Rosa était morte. Charly a revêtu le long manteau noir avec un large col qu'il a remonté pour couvrir ses oreilles, a mis un chapeau et s'est dirigé vers la maison du frère de Rosa pour lui demander l'argent qu'elle avait économisé. Ils l'ont livré avec crainte, son apparence était celle d'un homme grand, sombre et silencieux. Il vivait avec cet argent, sans se soucier d'en obtenir davantage, habitué à l'austérité, à l'idée profondément enracinée de pauvreté que Rosa lui avait toujours inculquée.

 

Elle passa les deux années suivantes à essayer de se débarrasser de cette douleur croissante, comme si, cette dernière nuit, elle avait ouvert la vanne d'un feu de joie. Il savait qu'il ne faisait plus partie du monde et que cela ne pouvait plus lui faire de mal. La seule chose qui lui restait à faire était ce qu'il avait toujours fait de mieux : sortir les enfants du ventre de leur mère. Il avait surveiller la première femme pendant presque toute la grossesse, et même après l'avoir kidnappée, il avait attendre l'accouchement. Mais ensuite il a calculé l'heure exacte, et l'enlèvement, l'accouchement, la vengeance et l'abandon se sont


 

produits sans aucun délai d'attente.

 

Il est midi et demi du soir. Il y a un spectacle dans le cirque, la musique du groupe voyage douce et sourde. Charly pense qu'il est temps de commencer.

 

Il sort une autre seringue du réfrigérateur et l'injecte sous le nombril. Elle crie, la voix étouffée par le bâillon. Seuls des gémissements déguisés parviennent à la rue. Il enlève l'aiguille et voit la femme qui pleure et qui regarde vers la lampe.

 

Ils font tous la même chose, pense-t-il, les femmes pleurent toujours, même Rosa. Il lui est difficile de comprendre les pleurs, même si les pleurs des enfants ne lui ont jamais été étrangers.

 

Il a pleurer aussi et imagine sa naissance. Puis cette vieille douleur dans sa poitrine commence à devenir plus forte, et les poils se dressent sur ses bras, sur son dos. Il fait le tour de la table, attendant que le médicament fasse effet.

Une demi-heure s'est écoulée et les contractions sont très intenses. Elle continue de gémir. Charly se dirige vers le placard et cherche les branches du forceps. Elle revient et pousse un seau avec ses pieds, mais la femme casse le sac et l'eau tombe sur le même sol qui a supporté tant de liquide humain auparavant. L'abdomen se contracte rapidement, la tête de l'enfant sort. Charly n'attend pas, c'est le bon moment. Il place l'un des leviers sur son front et un autre sur sa mâchoire. A noter que le fœtus a une couleur sombre très particulière, il ne bouge presque pas. Rejoignez les branches de la pince et tournez la vis d'assemblage.

Continuez à serrer. Continuez à compresser.

Traction

La tête du fœtus se détache du corps et reste entre les morceaux de la pince. Charly la regarde sans comprendre. Il n'entend pas pleurer, cette fois. Il ne voit qu'une tête aux yeux fermés et des épaules étroites dépassant entre les jambes de la femme.

 

La couleur violette, pense-t-il, et se rend compte que l'enfant n'a pas eu de vie depuis longtemps.

 

L'enfant à qui il allait donner un nouveau visage lui échappe des doigts. Il sait qu’il n’y aura aucun moyen de poursuivre ce plan. Il n'est plus nécessaire d'emmener le corps de la femme à la rivière, ni d'abandonner le bébé avec son nouveau visage dans une rue animée pour que quelqu'un le retrouve.

 

Cette livraison tant attendue au monde de son cinquième monstre.


 

 

 

Un autre singe en colère comme lui parmi les hommes.

 

Une odeur nauséabonde flotte dans la pièce, mais une absence plus grande encore l'effraie et le fait trembler : celle des cris aigus et vitaux. La douleur recommence. Il faut laisser avancer le feu inextinguible, pense Charly. La porte qui arrête le feu s'ouvre désormais jusqu'au bout de ses gonds. Puis il enlève son plumeau, collé à sa peau à cause de la sueur, et s'enfuit de la maison.

 

Les veilleuses de la rue l'éclairent pendant qu'il court, comme s'il sautait par-dessus des charbons ardents. Ça brûle. Il fait de longs pas, la force qu'il applique sur ses jambes semblant le désarticuler. Charly atteint le bord du quai et saute dans la rivière.

 

L'eau épaisse et sale se balance et deux navires ancrés commencent à se rassembler lentement à l'endroit ils ont coulé.

 

Il est presque cinq heures du matin. Les gens sont rassemblés sur le rivage du port, autour du corps sauvé des eaux. Un coroner est venu enquêter et demande ce qui s'est passé.

 

"Je ne sais pas vraiment comment cela s'est passé, docteur Ibáñez", répond le policier, avec un visage fatigué et des yeux qui ne cachent pas sa confusion. Il y a quelques heures, j'ai cru voir l'ombre d'un animal courir maladroitement, debout sur ses pattes postérieures, et j'ai cru que c'était un singe échappé du cirque.

 

 

 

 

LE MINCE

 

La route était plus fréquentée que d'habitude. Il y avait des voitures avec des valises et des vélos sur les porte-bagages. Pedro savait qu'ils se dirigeaient vers la côte, coïncidant avec le début de l'été. Il aimait les voir passer. Parfois, j'avais même l'impression d'entendre des voix d'enfants venant des voitures.

 

Marchant toujours, sans s'arrêter, il se disait qu'avec beaucoup de chance il atteindrait la ville avant la nuit. Il regardait le paysage des deux côtés de la route, interrompu par quelques usines, les tours qui retenaient les câbles à haute tension avec la délicatesse d'une araignée, les étals de fruits et les grilles qui se fermaient à la tombée de la nuit. Certains ateliers ont montré les visages des mécaniciens entre caméras et pneus usagés. Il regarda de côté le détachement préfectoral, mais sans chercher longtemps ni se retourner. Les patrouilleurs se reposaient paisiblement sous la poussière et le soleil de l'après-midi.

 

Une caravane de trois camions soulevait de la poussière autour d'eux. Il se couvrit le visage avec le col de sa chemise sale et toussa. Le soleil baissait de chaleur, se cachant


 

derrière les lumières de la ville encore lointaine, pâlissant devant l'énorme lune carrée d'immeubles et de tubes fluorescents. Avec plus d'attention que d'autres fois, il observa les chiens morts sur les épaules. Il avait l'habitude de les compter pour se divertir en marchant ; Parfois, il lui était impossible de vider son esprit et les pensées répétées le rendaient fou.

C'est pour cela qu'il commença à les compter, il pouvait même estimer le nombre de jours où ils étaient morts. C'était plus facile s'ils gardaient une certaine chaleur dans leur peau, si lorsqu'on les caressait on sentait encore l'électricité soyeuse des muscles.

 

Il faisait froid et il enfila sa veste. L'orange du crépuscule a cédé la place à l'obscurité de la route, interrompue par les phares des voitures. Il était fatigué et a fait du stop pour arriver plus tôt en ville. Un vieux Valiant s'est arrêté. Les portes présentaient des taches provenant de différents ateliers de tôlerie.

 

-Il va où? -demanda le chauffeur. L'apparence de l'homme lui était familière, son teint foncé, ses cheveux raides tombant sur le côté, et il supposait qu'il le connaissait d'une ville voisine. Pedro a ouvert la porte en passant la main à travers la fenêtre sans vitre, il n'y avait pas de poignée extérieure.

 

-Même le Général Lavalle... -répondit-il-...vous pouvez me laisser devant l'arche d'entrée, juste...si la voiture va jusque-là.

 

- Ne t'inquiète pas, comme tu le vois, cette voiture a tué un professeur à La Plata il y a quelques années, m'ont-ils dit. Je m'appelle Norberto et il m'a tendu la main. Pedro a répondu en la secouant avec encouragement.

 

Ils gardèrent un bref silence. Mais son compagnon commença à parler et ne s'arrêta pas de parler pendant tout le trajet. Pendant les pauses, Pedro pouvait lui parler de son travail et de sa famille, même s'il n'avait pas vraiment envie de parler. Je pensais à Maria, que j'avais besoin de voir le plus tôt possible. Deux semaines, c'était trop long pour l'anxiété enfermée dans son pantalon. Cela faisait longtemps qu'ils n'avaient plus eu de relations intimes avec Dominga. Il avait cessé de penser à elle de cette façon et, après le quatrième enfant, il refusait de céder. Ce soir, cependant, il retournerait auprès du corps de Mary, qui l'attendait. Ses mains commencèrent à transpirer alors qu'il retrouvait l'enthousiasme qui était en lui lorsqu'il se souvenait d'elle. La voix de l'homme à côté de lui lui rappela soudain des souvenirs de son frère.

 

-Il m'a beaucoup aidé quand j'avais une mauvaise récolte, il me rendait toujours ridicule avec n'importe quoi............................................. Pedro restait pensif, les yeux fixés sur les phares des voitures. Il était

presque capable de toucher les lumières, de toucher avec ses doigts les formes blanches du visage de son frère dessiné dans le ciel mercure.


 

" Qu'est-ce qui ne va pas ? " dit l'autre en le voyant distrait.

 

-Il est mort il y a deux jours. Si vous l'aviez vu allongé là, avec son visage si calme qu'il semblait s'être endormi.

 

À partir de ce moment, ils ne firent que de vains et brefs commentaires. La nuit, ils traversèrent la voûte de la ville. Il n'en était pas tout à fait sûr, mais son partenaire avait regardé avec méfiance les policiers garés à côté du panneau d'entrée. La lèvre inférieure de Pedro tremblait également, mais c'était peut-être juste la nuit froide. Il regarda les stations- service et les bâtiments à moitié construits, les squelettes ombragés où les mendiants passaient la nuit. La voiture s'est arrêtée dans un virage.

 

-Je te laisse ici, car je dois me retourner.

 

-Ne t'inquiète pas, je ne suis qu'à quelques pâtés de maisons. Merci, mec, à plus tard.

 

-Je te vois plus tard alors.

 

Il attendit un moment pendant que la voiture, avec effort, prenait de la vitesse et se perdait parmi d'autres lumières similaires. La nuit, il sortait en énumérant les rues qui le séparaient de María. De temps en temps, des sans-abri tendaient la main depuis l'ombre, des bras maigres aux manches élimées, certains rouges de piqûre de poux. L'étendue du champ inonda soudain ses yeux, sans avertissement, bloquant sa vision comme un voleur, un tissu rouge couvrant ses yeux, et la sereine solitude du corps de son frère semblait inaccessible.

 

Une fois, il avait parcouru les mêmes rues avec Raúl, qui envisageait d'emmener ces gens aux champs pour travailler sur les récoltes, mais il avait ri de cette folie.

 

-Regarde-les! -disait-. Ils sont finis, ils vont mourir comme les chiens sur la route. Demain, ils vont les emmener en camion au cimetière.

 

Raúl commença alors à l'observer les yeux mi-clos.

 

"Ne me regarde pas comme ça, c'est la vérité", se défend Pedro. -Avons-nous de l'argent pour au moins subvenir aux besoins de nos familles ?

 

Ils continuèrent à marcher, offensés les uns contre les autres, se réconcilièrent plus tard à midi au soleil, en récoltant ou en se réunissant au coin du feu et avec leurs femmes.

 

Il est arrivé après le dîner. María ne put cacher sa joie en le voyant et lui prépara une place propre à table. Pedro commença à feuilleter le journal. Une nouvelle en bas de page


 

parut attirer son attention, mais Maria le distraya en s'asseyant à côté de lui pour lui raconter tout ce qu'elle avait fait en son absence.

 

Lorsqu'ils se couchèrent, Pedro se déshabilla lentement, lui parlant des projets qu'ils avaient élaborés ensemble depuis quelque temps auparavant. Face vers le haut, il regardait les poutres du plafond et les briques non plâtrées. Il se tourna pour caresser les seins de Maria et l'embrasser. Il voulait oublier l'effondrement de ces plans. Elle l'a discrètement rejeté. Il a commencé à expliquer qu'il lui avait trouvé un emploi et qu'ils devaient se rendre à l'usine plus tôt. Il s'agissait simplement d'essayer, se dirent-ils en éteignant la lumière. Pedro pensait aux uniformes bleus alors qu'il traversait le terrain plat en courant vers la route.

 

Petit à petit, allongé dans le lit de María, il sentit ses muscles se détendre extrêmement lentement après la longue marche, jusqu'à s'endormir. Il rêvait, comme d'autres fois, de feu. Un grand feu de joie qui s'étendait sur toute l'étendue des bâtiments en construction, brûlant les corps des hommes faibles, ressemblant à des rats, dans leurs grottes de ciment. Des flammes nées d'un seul et grand éclair de fusil de chasse, envoyant des plombs partout. Le premier cliché qui avait donné vie au soleil sur les champs qu'il plantait pour nourrir ses enfants.

 

Il se réveilla surpris par la forte sonnerie du réveil de Maria. Elle s'habillait et lui reprochait sa paresse. Ils sont arrivés à l’usine alors que le soleil pointait déjà derrière les barreaux de la propriété. Elle l'a guidé dans le bâtiment, au milieu du bruit des machines, et a commencé à parler à l'un des employés, mais Pedro n'a pas compris le dialogue, il a été abasourdi par le rugissement des moteurs. Les voix des hommes se ressemblaient.

 

Il y avait des tons, des mots, des syllabes qui ressemblaient à la voix de Raúl. Il essaya de se débarrasser de cette idée et suivit Maria jusqu'au bureau du chef de cabinet.

 

L'homme était cordial. Il lui a dit qu'il le remplacerait jusqu'à ce que ses papiers soient prêts. Pedro quitta le bureau en pensant au journal de la veille qu'il avait vu posé sur le bureau, absorbant les taches du café renversé.

 

-Comment c'était? - Lui a demandé María, qui l'attendait assise sur le côté de la porte.

 

-Je vais commencer aujourd'hui.-Mais la voir si heureuse, cela le dérangeait que son humeur contraste autant avec la sienne. Ils se sont rapidement dit au revoir lorsqu'un employé est arrivé pour lui montrer le poste. Pendant le reste de la journée, il crut entendre la voix de son frère à l'intérieur de la machine. Je l'ai écouté parler de ses projets pour la ferme.

 

-J'ai embauché des gens de la ville, Pedro. "Un gars vient cet après-midi pour m'aider", lui avait-il dit un jour. Il le regardait alors avec résignation, las de lui reprocher sa bêtise.


 

-Tu vas être foutu, souviens-toi de ce que je te dis, je n'aime pas les gens étranges... Mais Raúl n'a pas fait attention à lui. Le gars est arrivé et s'est immédiatement mis au travail.

 

Il a creusé les tranchées pour les nouveaux poteaux de clôture, puis Raúl a aidé à planter. À l’époque, ils possédaient encore le vieux tracteur et toutes les demi-heures, ils s’arrêtaient pour le laisser refroidir. En attendant, ils ont commencé à parler de femmes et de travail.

Pedro, passant chaque après-midi devant le champ de son frère, les trouvait en train de travailler ou de discuter amicalement. De loin, je les voyais rire comme s'ils étaient des frères de sang. Ils le saluèrent en agitant leurs chapeaux, et il leur répondit, mais une colère incertaine grandit dans sa poitrine sans bien la comprendre.

 

-J'en ai fini avec l'abonnement. Voulez-vous que je vous aide? -demanda-t-il en essuyant la sueur de son front au soleil d'un matin d'été.

 

-Non, Pedro, merci, le "maigre" va m'aider.

 

On l'appelait ainsi parce qu'il avait à peine les muscles d'un garçon de quinze ans. Mais il était grand, et ses larges épaules compensaient la faiblesse de ses bras. Cette confiance rapide avec Raúl avait frappé Pedro comme un seau d'eau froide. Il ne s'était jamais beaucoup entendu avec son frère aîné, mais il avait toujours besoin de son approbation. Seul Raúl pouvait lui donner la tranquillité d'un projet accepté, d'une idée partagée.

 

"Ce soir, nous mangerons chez vous", dit Pedro, sans attendre de réponse, comme s'il voulait reprocher à l'étranger qui les écoutait la confiance et le privilège qu'il ne possédait pas encore pleinement. Mais Raúl répondit : -Eh bien. Le "maigre" va faire un barbecue spectaculaire. Et ils rirent tous les deux, sans regarder Pedro.

 

"Mais..." commença-t-il à dire. Puis il ferma la bouche.

 

Une fois le travail terminé, les hommes quittèrent l'usine comme des fourmis d'une fourmilière écrasée, laissant derrière eux le ronronnement des machines. Les portes se sont ouvertes et les groupes se sont dispersés vers les arrêts de bus. Pedro crut voir un visage familier. Dans la longue file d'attente, deux personnes devant, se trouvait celui qui l'avait amené dans la voiture. Il ne portait pas la combinaison d'usine.

 

"Bonjour", dit Pedro. Vous souvenez-vous de moi? -Ouais! Que dis-tu?

 

La lumière crépusculaire leur parvenait comme coupée par les barreaux.

 

-Nous y sommes, à mon premier jour de travail. Et ta voiture ? L'homme a quitté la file et s'est approché de lui pour lui murmurer quelque chose à l'oreille.


 

-Ce n'était pas la mienne... Alors nous sommes passés devant les commissariats de police dans une voiture volée, pensa Pedro, et cette idée l'amusait. Un sourire complice couvrit son visage pour la première fois de tout l'après-midi, qui commençait déjà à se terminer alors que le soleil tombait en lambeaux rougeâtres derrière les cheminées.

 

-Je suis content de voir quelqu'un que je connais, je le jure. Je devenais fou enfermé là- dedans. Allons boire quelque chose.

 

Ils traversèrent le centre à la recherche d'un bar.

 

"Le moins cher que vous ayez, patron", a demandé Norberto alors qu'ils s'asseyaient à table dans un bowling qui sentait le moisi. Un arôme d'urine provenait de la salle de bain du fond. La fenêtre portait au moins cinq ans de saleté, selon les almanachs jaunes accrochés au mur derrière le comptoir.

 

Un garçon leur apporta un vin rouge couleur de sang coagulé. C'est ce que pensait Pedro en soulevant le verre, s'arrêtant pour regarder le liquide danser sous son nez.

 

Avec Raúl, ils rivalisaient parfois pour savoir qui pouvait boire le plus sans se saouler, mais depuis qu'ils s'étaient mariés, ils avaient rarement à recommencer.

 

Ce soir-là, ils ont dîné chez lui, le barbecue du « maigre » a donné envie à tout le monde de trop boire, même à leurs femmes.

 

"Maintenant... parlons affaires", avait annoncé Raúl en frappant du poing sur la table.

Dominga apporta la dame-jeanne et les servit.

 

-Écoute-moi, petit frère, la banque me demande des garanties foncières pour le prêt. Je souhaite m'agrandir et pour cela j'ai besoin d'un nouveau tracteur. Tu sais ce que ça coûte, et le maigre a eu l'idée que tu me donnes la moitié de tes terres, uniquement sur papier, avec un notaire qu'il connaît.

 

Pedro regarda l'homme maigre et, avec ses yeux, il lui dit qu'il n'allait pas le laisser s'en tirer comme ça.

 

-Espèce de malheureux fils de mille putes ! Il se jeta sur « l'homme maigre » prêt à le tuer.

Son frère l'a séparé à coups de bousculades et de menaces. Les femmes sont intervenues. La Dominga commença à lui reprocher son manque d'ambition. Raúl l'a traité de lâche pour ne pas avoir osé faire quelque chose d'aussi facile.

 

-Tu ne te rends pas compte qu'il veut te baiser, il va prendre ton argent ! -Insista Peter, les


 

yeux pleins de fureur. Le vin renversé avait taché ses vêtements. La table était renversée et ses enfants le regardaient avec crainte.

 

Ils repartirent dans le noir, sous la lune décroissante. Il sentit le regard de sa femme l'accusant d'être un lâche et un mauvais frère et mauvais père. Mais il pensait à Mary, à son corps sous cette même lune, à la façon dont il aurait pu l'aimer là, sur l'herbe.

 

-Tu rêves encore, mon vieux ?

 

La voix de Norberto le ramena en ville. Le vin finit par descendre dans sa gorge, non sans difficulté au début. Ils ont bu verre après verre, plusieurs bouteilles, convainquant le propriétaire de leur faire confiance. Le vieil homme leva les épaules avec résignation.

 

Norberto chancela sur sa chaise, tandis qu'il accompagnait la mélodie d'une publicité radiophonique vendant une laque pour les cheveux.

 

-Dis-moi quelque chose, si tu mets ça... -demanda-t-il en désignant son entrejambe-...ça devient plus dur, non ?

 

Ils éclatèrent tous deux de rire et Pedro se souvint soudain que María l'attendait à la maison. Il n'avait pas encore envie de partir. Il n'avait même pas l'excuse de s'être saoulé, car malgré tout ce qu'il avait bu, il n'avait pas réussi à se saouler. Même cela était impossible sans son frère. Norberto se leva et fit le tour de la place vide, tandis que le serveur posait les chaises sur les tables et balayait le sol. Les lumières étaient éteintes au strict minimum, les phares des bus qui passaient éclairaient l'intérieur par la porte ouverte.

 

Une voix à la radio annonçait les nouvelles locales. Un homme avait été tué à proximité.

Pedro serra les poings sur la table, la nappe en toile cirée se plissant sous sa force. Il crut entendre les sirènes, les cris de Dominga s'estompant au loin, et il revit même ses propres mains posées à nouveau sur l'herbe nocturne alors qu'il trébuchait.

 

-Je vais te proposer quelque chose, vieux... et écoute-moi attentivement, idiot ! - cria-t-il en lui attrapant le bras. J'ai un domaine assez vaste, et cela me donne beaucoup de travail. Mais c'est au soleil et vous avez votre propre emploi du temps. Je vous propose de venir avec moi pour m'aider. Si vous le souhaitez, je vous donnerai un salaire ou un pourcentage de la récolte, en fonction des résultats. Qu'en penses-tu?

 

Ce n'était pas lui qui parlait, ce n'était pas sa voix. Mais oui, il y avait le même Pedro comme toujours, dans un bar du Général Lavalle, à onze ou douze heures du soir, en train de parler à un ivrogne. C'était son corps, son visage avec une barbe de trois jours, ses mains calleuses. Pourtant, une ombre passa devant les ampoules qui luttaient contre l'obscurité


 

visqueuse du lieu, un scintillement en forme de canon de fusil de chasse.

 

Depuis la discussion au barbecue, lui et Dominga n'étaient plus en bons termes. Il l'a vue revenir plusieurs fois de la maison de son frère et a supposé qu'elle bavardait avec sa belle- sœur. Il pensait à ses projets avec Maria, à la maison en ville qui allait le protéger du monde.

 

Il n'avait pas revu Raúl, sauf de loin, travaillant dans les champs. Cela lui faisait mal de ne pas pouvoir lui parler, de se rapprocher de lui à cause de sa fierté. Après tout, c'était son frère. Mais il n'allait pas céder, se laisser tromper par un voleur de la ville comme deux idiots.

 

Le "maigre" continuait à l'aider, et il les voyait partager les après-midi et les blagues, les bouteilles d'eau et la nourriture, la chaleur du soleil les faisant transpirer également, comme un seul homme. Pedro aurait pu être là, occuper la place de l'autre, c'était le droit de son sang.

 

Un matin, il a entendu un moteur très bruyant et toute la famille est sortie à l'aube pour voir le nouveau tracteur de Raúl. Comment a-t-il fait, se demanda Pedro, pieds nus et en sous- vêtements, en regardant l'éclat étincelant de la machine.

 

Son frère était au top, l'apprivoisant comme le nouveau patron du quartier, entouré de la famille qui l'acclamait comme le plus grand héros de la plaine.

 

C'était Raúl qui brillait, non pas le métal du tracteur, mais ses yeux. L’homme et la machine n’étaient qu’un et un seul triomphe. Les enfants étaient montés pour le toucher, Dominga le serrait dans ses bras avec ses cheveux détachés et une robe élimée qui dessinait le profil de ses seins.

 

Il n'y avait même pas de nuages, pas un seul qui pût cacher un instant l'image éblouissante de son frère sur le tracteur. Raúl avait réussi à posséder les deux choses : l'admiration et la machine. Et Pierre, presque nu au milieu de la poussière, debout à côté de la pauvreté de sa maison, le regardait, abattu dans son orgueil, mais redressé par la colère.

 

-Il vient se vanter, après tout il vient me foutre de la merde au visage.

 

C'était sa voix la plus faible et la plus sombre qui parlait, non pas parce qu'il avait peur que son frère l'entende, mais parce qu'il avait peur du soleil levant.

 

Il se retourna et entra.

 

Lorsqu'il ressortit, il portait dans ses mains le fusil de chasse que son père avait donné à son autre frère, Nicanor, et qu'il avait laissé abandonné sous le lit en quittant la maison.

L'arme, malgré l'épaisse couche de poussière, brillait de la lumière que le soleil semblait lui


 

donner particulièrement. Le canon s’éleva, régulièrement, jusqu’au niveau des yeux.

 

Les paupières de Pedro tremblaient. Après quelques secondes, il réussit à en fermer un et à jeter son dévolu sur le réticule. Il a cherché le corps sur le tracteur, mais les formes de sa femme et de ses enfants lui faisaient obstacle.

 

-Raul! -cri.

 

Tout le monde se tourna pour regarder. Il y eut un seul cri d'enfant, un seul cri de femme, et la silhouette pâle du frère se dessina clairement et solitaire sur la belle machine de la terre.

 

Bientôt, il ne resta plus qu'une grande tache de sang sur le corps, la tête en bas, avec une botte accrochée à une pédale.

 

-Il avait l'air endormi, je le jure, calme comme s'il n'était pas sorti du lit ce matin-là. Mais Norberto était tellement ivre qu'il n'a rien entendre de ce qu'il avait dit. -Alors tu viens ou pas ? -Oui frère! -Il a répondu avec son air d'ivrogne.

 

Pedro sentit un goût amer dans sa gorge, mais il ne dit rien. Il aida l'autre homme à se relever et ils sortirent du bar sur le trottoir humide de rosée. La porte se ferma et la silhouette du serveur se perdit dans l'obscurité à l'intérieur. Ils se résignèrent, entre hoquets et soupirs, à revenir sur leurs pas, pour que l'air frais leur éclaircisse la tête. Sa démarche était un zigzag au milieu de la rue.

 

Les empreintes de pas ont été effacées du trottoir, mais d'autres ont persisté derrière elles, laissant des empreintes dans l'humidité, se formant et mourant au même rythme que leurs pas.

 

Comme si une ombre familière se dessinait dans la rue.

 

Pedro s'est soudain senti piégé par deux hommes au milieu de la rue, l'un qu'il connaissait à peine et l'autre qu'il avait l'impression de trop connaître.

 

Cependant, il n'y avait personne d'autre que Norberto et lui. Mais la voix de Norberto le blessa alors avec une intonation qui n'était pas la sienne, comme si quelqu'un d'assez fort pour être derrière lui et à ses côtés en même temps, parlait par sa bouche. Quelqu'un qui ne voulait pas l'abandonner.

 

"Si nous voulons être partenaires, tu dois m'appeler comme mes amis", lui disais-je.

 

-D'accord, et comment t'appellent-ils ? -Demanda Peter, presque sans intérêt, distrait


 

dans ses pensées.

 

bien des égards", a déclaré Norberto. Mais certains m'appellent « le maigre ».

 

 

 

 

 

LA BIBLIOTHÈQUE

 

Le jour Leandro Suárez a eu trente-huit ans, il a quitté son travail à la quincaillerie de la rue Riobamba et a marché, comme chaque après-midi, jusqu'au coin de l'avenue Córdoba. Il tourna à droite, sans traverser, la bibliothèque était à trois pâtés de maisons sur le même trottoir.

 

C'était l'hiver, mais il ne se souviendrait pas de cet après-midi à cause des nuages d'orage noirs et violents qui faisaient tomber des rafales glaciales sur la ville, même pas parce que c'était son anniversaire. Il allait se souvenir d'elle grâce au regard et au premier sourire qu'il reçut de la bibliothécaire.

 

Il l'avait vue entrer à la bibliothèque un an plus tôt, en remplacement d'une autre employée partie à la retraite. Au début, elle arpentait le couloir qui séparait la réception de la salle de lecture, ramassant des livres sur les tables.

 

Il portait des pantalons en tissu fin et de couleur ambre ou verte, selon la luminosité de l'après-midi et les lumières de la pièce. Ses cheveux noirs formaient de douces boucles, et chaque fois qu'elle baissait la tête, ils couvraient son front et caressaient ses épaules à peine soulignées sous son chemisier de soie. Il ne lui avait jamais adressé qu'un regard fugace, comme si Leandro n'était qu'un des nombreux objets qui croisaient son chemin.

 

Mais il y a deux mois, on lui avait assigné un poste à la réception, et depuis, il a remarqué la rougeur de ses joues à cause de l'agitation provoquée par les enfants et les étudiants lorsqu'ils venaient de l'école de l'autre pâté de maisons.

 

Leandro a demandé les textes qu'il avait prévu de supprimer depuis la veille.

 

Mais quand elle lui dit bonjour, il oublia soudain ce qu'il était venu faire. Quand il aimait vraiment une femme, il se sentait gêné et méfiant.

 

-Pardon? -dit-il, juste après s'être senti libéré par ces yeux qui l'avaient piégé comme des crochets de points d'interrogation.

 

Elle lui rendait cependant un regard hautain, et il baissait la tête ou souriait comme un imbécile. Il aurait aimé lui parler, connaître son nom. Il aurait aimé, par-dessus tout, toucher ces boucles noires qu'il devinait impeccablement douces au toucher.


 

L'après-midi de son anniversaire, alors qu'il entrait, le vent heurta la porte contre le mur.

Tout le monde se retournait, les pages des livres ouverts tremblaient, tout comme le calendrier accroché au mur et les jupes des vieilles femmes. Il s'empressa de le fermer. Mais il ne prêtait pas attention aux regards récriminants, mais au sourire voilé, au rire caché entre les doigts avec lesquels elle couvrait sa bouche, à l'étincelle dans ses yeux qui ne montrait pas de moquerie mais d'appréciation. Puis il lui sourit pour la première fois sans honte, sans rien dire. Il s'approcha simplement du comptoir, et elle, arrêtant de servir les autres, lui tendit la main.

 

Leandro voyait venir cette main blanche comme s'il la regardait au ralenti, tandis que son cœur s'accélérait, et il craignait que les autres n'entendent son battement de cœur. Il sentit ses doigts sur ses cheveux, et il aurait fermé les yeux longtemps avec cette caresse, comme un chien endormi ou un enfant désormais à l'abri du froid de l'hiver. Mais cette main, avec deux feuilles sèches qu'il avait trouvées dans ses cheveux, s'éloignait déjà.

 

"Excusez mon entrée", dit-il.

 

Il ne savait pas quel âge elle avait, pas plus de vingt-cinq ans peut-être. Il décida de ne pas s'adresser à elle, se souvenant de la froideur avec laquelle elle l'avait reçu jusque-là.

 

-Ce n'est pas grave si je savais combien de fois la même chose est arrivée aujourd'hui.

De quoi avez-vous besoin?

 

-Hé?

 

La même chose lui arrivait à nouveau, mais il n'allait pas laisser cet après-midi être gâché par sa maladresse.

 

-Je cherche un livre de Hawthorne-. Et il lui tendit le papier avec les références.

 

Il la regarda s'éloigner dans la luminosité voilée des murs de la bibliothèque, sa silhouette délicate vêtue d'un pantalon en velours côtelé gris, d'un chemisier blanc et de talons bas qui claquaient sur le parquet.

 

Un homme, appuyé sur le comptoir à côté de lui, le regardait de côté et souriait, haussant en même temps un sourcil et pointant du doigt la bibliothécaire. Il était presque chauve, avec une couronne de cheveux bruns, un peu courts et légèrement gras.

 

Leandro n'a rien répondu, tout comme il n'a pas répondu à ses collègues lorsqu'ils lui parlaient de femmes. Le silence, se disait-il, lui apportait la paix, il l'éloignait de la colère qu'il avait souvent sentie l'étreindre, lui piquer la poitrine. Il se plonge alors dans la lecture, et c'est


 

ce silence sublime qui, malgré les cris et le bruit de la ville, le sépare dans un monde d'hommes et de femmes qu'il construit à sa guise.

 

Elle est revenue avec le livre.

 

-"Des histoires racontées deux fois." Veuillez signer et laisser le document.

 

Il connaissait déjà la procédure, mais il fit un geste hésitant avant de s'inscrire.

 

-Quelle est la date d'aujourd'hui? -demandé.

 

Elle ouvrit la bouche presque d'une oreille à l'autre. Je ne l'avais jamais vue sourire ainsi.

 

-Tu ne vas pas me dire que tu ne te souviens pas de ton anniversaire. Leandro la regarda étonné.

-Comme vous savez? -C'est dans ton dossier d'adhésion, Leandro.

 

Il se sentait heureux. Il savait que ses joues étaient devenues rouges, le poêle le rendait aussi chaud et en sueur.

 

-Qui…? -Géraldine.

 

-Merci.

 

Sans oser en dire plus, pour briser le charme de cet après-midi gris et froid il avait trouvé un refuge chaleureux à côté du feu qui coulait des livres et de la bouche de cette femme, il se retira rapidement, le livre sous le bras. , vers la salle de lecture.

 

Mais il n'arrivait plus à se concentrer. Il lisait mais son esprit errait. Une demi-heure plus tard, il se leva et se dirigea vers le comptoir.

 

-Je le ramène à la maison.

 

-Bien sûr. Signez-moi ici.

 

Leurs mains se touchèrent lorsqu'il rendit le stylo. Sa peau lui confirmait qu'elle l'attendait depuis tout ce temps, mais pourquoi le lui avait-elle caché jusqu'à présent, pourquoi avait-elle feint la froideur. Pour la même raison que toi, se dit Leandro, tu ne sais jamais ce que l'autre pense ou ressent réellement à ton sujet. Et il quitta la bibliothèque ce soir-là, heureux, en


 

pensant à ce que les femmes savent, au monde qu'elles cachent et révèlent seulement quand elles le veulent.

 

Elle ne le traita plus froidement. Chaque fois que je le voyais entrer, j'abandonnais leurs tâches aux autres employés et je m'occupais de lui. Depuis une semaine, elle avait les cheveux tressés et attachés sur la nuque. Ses yeux bruns, intenses et brillants à la lumière des tubes fluorescents, semblaient plus grands que l'espace étroit et sombre de la bibliothèque. Parfois, je l'accompagnais dans le jardin, un banc et un arbre offraient un lieu de sérénité au milieu de la ville. Là, ils commentaient des livres ou des lieux qu'ils avaient visités.

 

Un jour, Leandro se consacra à la surveiller pendant qu'elle travaillait, fixant ses yeux sur le pull vert, à peine bombé sur ses petits seins. Alors qu'il regardait le livre, il rencontra le regard de l'homme qu'il avait vu au comptoir. Il semblait vouloir lui dire quelque chose, mais il l'ignora et se leva.

 

"Ce type est ennuyeux", a-t-il dit à Géraldine à la réception. Elle regarda par-dessus les épaules de Leandro.

-Oui, il vient toujours faire une sieste, c'est un solitaire…-. Sa voix se brisa, ses joues devinrent rouges et il réalisa que cela rendait la situation encore plus regrettable.

 

Leandro n'a pas répondu. Oh, le silence, pensa-t-il, comme s'il lisait les pages qu'il avait autrefois mémorisées. Et c'est ainsi qu'elle décida de parler enfin, ignorant si elle avait un petit ami, si elle pouvait même éprouver de l'intérêt pour un homme de dix ans son aîné. Il parlait, non pas comme il l'avait prévu tant de fois, mais comme quelqu'un qui s'accroche à un bateau après un naufrage.

 

-Géraldine, j'aimerais aller prendre un café avec toi quand tu sors du travail.

 

-Je ne peux pas ce soir, je dois classer quelques livres.

 

Leandro continua à la regarder pendant un moment, sachant que s'il clignait à peine des yeux, il révélerait sa déception.

 

"Mais demain, oui, j'aimerais beaucoup", dit-elle une minute plus tard. Et ils sourirent tous les deux. Il revint ensuite dans la salle de lecture, mais l'homme d'en face s'était légèrement levé de la table pour lui parler à voix basse.

 

-Tu l'as déjà, n'est-ce pas ? "Mmm..." répondit-il, prêt à interrompre la conversation avant


 

qu'elle ne commence.

 

-Prends soin de toi, mon ami, je te dis ça parce que tu sembles inexpérimenté. Méfiez-vous des femmes en général, et des bibliothécaires en particulier.

Leandro ferma le livre avec un fracas qui résonna dans toute la pièce et quitta rapidement la bibliothèque. Il sentit cependant ses yeux le suivre jusqu'à ce qu'il disparaisse par la porte de la rue.

 

Ils se rendirent au café au coin de Callao et Córdoba. Il connaissait les serveurs et l'atmosphère était familière et confortable. La circulation qui tournait au coin de la rue lorsque le feu s'ouvrait comblerait le vide du silence s'il apparaissait. Mais il n’y avait aucune raison pour cela. Ils parlaient tout le temps, se marchant sur le bout des phrases pour se dire des choses.

 

"Il y a une histoire de Hawthorne, elle s'appelle "Young Goodman Brown", a déclaré Leandro. Cela me semble une allégorie du monde, de l'apparence de ce qui nous entoure.

 

-Je ne suis pas d'accord avec le fait de donner des interprétations à la fiction, il vaut mieux prendre les histoires telles qu'elles sont, avec le mystère qu'elles ont. Elle jouait avec un sachet de sucre entre les doigts.

 

-Mais il y a des histoires qui ont du sens quand on les interprète, elles sont comme de la musique, elles rentrent en toi pour les recréer. Regardez, dans cette histoire, le protagoniste grandit en voyant les gens d'une certaine manière, puis, dans la forêt, il découvre qu'ils sont différents, comme une initiation.

 

"C'est comme perdre sa virginité", a-t-elle ajouté.

 

-Oui, il y a l'interprétation, tu vois ?

 

-Mais je n'aime pas ça, ça banalise l'histoire, je trouve plus intéressant de penser qu'il y a une vraie transformation, puis le monde s'ouvre et apporte une autre lumière.

 

"Une lumière noire, dans ce cas", dit-il, et elle hocha la tête, comme vaincue mais pas convaincue.

 

Dehors, les phares des voitures éclairaient le coin, les foulards des piétons flottaient au vent, de la fumée blanche s'échappait de leurs respirations dans cette nuit froide.


 

Leandro lui prit les mains. Elle n'a pas résisté, mais peut-être s'est-elle sentie blessée, car il les a soudainement retirés.

 

"Eh bien, il est tard", dit-il en regardant l'horloge.

 

Ils s'éloignent toujours, pensa-t-il, toujours cette barrière.

 

-Je te raccompagne chez toi.

 

Elle l'a laissé faire tout en le suppliant encore et encore de ne pas avoir à s'éloigner si loin du quartier. Besoin, c'était le mot qu'elle ne semblait pas bien comprendre. Il devait l'accompagner. Lorsqu'ils atteignirent la porte de l'immeuble de Palerme, Leandro s'approcha pour l'embrasser. Elle tourna légèrement la tête pour ne lui offrir que sa joue droite.

 

-Parce que? -Demanda-t-il à son oreille, se sentant stupide de poser une telle question.

 

Elle a fait semblant de ne pas savoir. Il a dit bonne nuit et est entré. Les portes vitrées les séparaient plus que tous ces mois où ils s'étaient vus dans la bibliothèque.

 

Mais il était naïf. Pourquoi, se demanda-t-il, se précipiterait-elle si peut-être elle n'était même pas sûre de ses sentiments. Avec cette idée, il partit soulagé chercher un taxi, puis il lui vint à l'esprit d'apercevoir la fenêtre de l'appartement. Je lui avais dit que c'était le deuxième étage, juste au coin. Il a traversé la rue.

 

La lumière était allumée. Une ombre allait et venait d'un endroit à un autre dans la pièce, disparaissant longtemps, pour réapparaître. C'était elle, il devina son visage dans sa silhouette, ses petits seins sous un soutien-gorge blanc.

 

La silhouette grandissait, comme si elle s'approchait de la fenêtre pour tirer les rideaux.

 

Leandro s'est caché derrière une voiture garée. Mais ce n’était pas une seule personne qui regardait par la fenêtre. La silhouette s'était déployée lorsqu'elle n'était plus une ombre, même si les corps n'étaient pas encore deux.

 

Leandro croyait que la fatigue de ses yeux brouillait les formes déjà trompeuses de la nuit. Un visage et un autre semblaient se plier et se séparer derrière les rideaux. Ensuite, les stores ont éteint la lumière à l'intérieur.

 

Toute la nuit, il a essayé d'expliquer ce qu'il avait vu, mais l'interprétation l'a conduit à la folie. Elle lui avait dit : il faut accepter les histoires telles qu'elles sont. Je ne lui avais même pas demandé s'il vivait avec quelqu'un. La prochaine fois, il le ferait, ou peut-être qu'il valait


 

 

mieux continuer en silence et ne pas savoir.

 

Le lendemain après-midi, dès son entrée, il réalisa avec quelle impatience il s'attendait à voir, derrière le comptoir, ce qu'il avait vu dans la vitrine. Mais Géraldine était elle-même. Ses cheveux étaient détachés, son chemisier rose et la petite chaîne dorée autour de son cou.

 

-Qu'est-ce que tu vas recevoir aujourd'hui, Leandro ? -lui demanda-t-elle, distraite, comme si elle avait oublié ce qui s'était passé la nuit dernière.

 

"La même histoire", a-t-il répondu. Je vais relire cette histoire, je pense que j'ai perdu quelque chose entre les lignes.

 

Elle leva les épaules, comme pour dire « voilà ». Il revint avec le livre, et avant de le remettre, il mit un morceau de papier entre les pages. Leandro s'assit à une table et l'ouvrit. Le journal disait : "Je t'attendrai ce soir au bar habituel."

 

Cette fois, cependant, son cœur ne s'emballa pas. En la regardant, il ne réussit qu'à croiser l'homme qui semblait insister pour se déclarer son protecteur. Le gars lui fit un clin d'œil et il se replongea dans un livre.

 

Deux heures plus tard, il l'attendait au bar. Elle arriva et s'assit, fatiguée.

 

-Aujourd'hui, j'ai failli me disputer avec la réalisatrice, elle m'en a marre. Comment vous entendez-vous avec votre patron ? -demanda-t-il en commandant du thé et des toasts.

 

-Je ne me bats pas, je laisse passer les problèmes. Avant, je faisais des ennuis, je m'inquiétais et je perdais mon emploi, maintenant je me tais.

 

Aucun des deux n’a parlé pendant cinq minutes. Il a ensuite dit:

 

-Ecoute, Géraldine, si tu vis avec quelqu'un, je ne veux pas te causer d'ennuis... -Avec qui vais-je vivre ? Mes parents sont originaires de Cordoue, mon frère est parti à l'étranger. Je vis seule. Si je ne t'ai pas laissé entrer hier soir, c'est parce que je veux mieux te connaître.

 

-Non, ce n'est pas à cause de ça, c'est…-. Mais elle ne pouvait pas lui dire ce qu'elle avait vu sans lui révéler qu'il l'espionnait.

 

Ils sont restés plus tard que la veille. Il était presque deux heures du matin et ils trouvèrent un taxi perdu dans un coin à deux pâtés de maisons du bar.


 

"Ne descends pas", lui demanda-t-elle en l'embrassant sur les lèvres. Il la regarda disparaître derrière les portes vitrées. Le taxi a décollé, mais trois pâtés de maisons plus tard, elle a dit au chauffeur de retourner elle était descendue. La voiture s'est de nouveau arrêtée devant le bâtiment.

 

-Éteindre les lumières.

 

Le chauffeur de taxi fronça les sourcils dans le rétroviseur, mais il obéit. Leandro s'est alors consacré à observer la fenêtre du deuxième étage.

 

Devinant ce que devait penser le conducteur, il put voir son sourire obscène dans le rétroviseur pendant une seconde.

 

La lumière s'est allumée. Presque la même routine de mouvements se répéta à nouveau. Ensuite, tout était sombre, les stores n'étaient pas baissés. J'allais ordonner au chauffeur de taxi de décoller, mais alors, dans le hall d'entrée, la porte de l'ascenseur s'est ouverte.

Géraldine sortit dans la rue avec les mêmes vêtements qu'elle était entrée et commença à marcher le long du trottoir en direction du sud.

 

Leandro paya et sortit de la voiture sans heurter la portière. Il savait que le taxi ferait du bruit lorsqu'il démarrerait et il s'est caché dans l'embrasure d'une porte. Mais elle ne s'est même pas retournée lorsqu'elle a entendu le moteur.

 

Il la suivit pendant quinze pâtés de maisons. Il devait être presque une heure du matin lorsqu'il la vit entrer dans un vieil immeuble, avec des sacs poubelles qui ressemblaient à des sans-abri endormis sur le trottoir. Elle a disparu derrière la porte. Je ne pouvais plus la suivre, ni en savoir davantage pour cette nuit-là. Ce dont il était sûr, c'était seulement de lui-même, de sa frustration et des sources d'où jaillissait sa douleur.

 

Il a manqué la bibliothèque pendant deux jours. Comme les après-midi il y avait peu de travail, il se consacrait à faire des inventaires et à jeter les vieilles pièces détachées.

 

-Quel est le problème? - lui demandèrent les garçons lorsqu'ils le virent plus silencieux que d'habitude. Il haussa les épaules, sans les regarder.

« Ce doit être une femme », dit l'un d'eux en faisant un clin d'œil aux autres. Les femmes ne valent pas la souffrance, vous devriez le savoir maintenant.

 

Ils lui tapotèrent le dos en riant et le laissèrent tranquille.


 

Il retrouva, comme toujours lorsqu'il faisait l'inventaire, ce vieux pistolet sur la dernière étagère du mur du fond. Le patron lui avait dit que l'ancien propriétaire de l'endroit l'avait peut- être laissé oublié et que, comme la plupart des choses qui s'y trouvaient, des vis rouillées, des outils et des fils cassés, il était abandonné depuis de nombreuses années. Il était maintenant couvert de rouille, mais la gâchette fonctionnait. Plusieurs fois, il le prenait entre ses doigts et le regardait avec intérêt, mais bientôt il le remettait sur l'étagère et retournait à son travail.

Mais cette fois, il l'attrapa et commença à l'observer attentivement. Il a commencé à le nettoyer d'abord avec du papier de verre fin, puis a cherché une brosse pour enlever la poussière et les croûtes d'huile du canon et du canon des balles. Il regarda le calibre et le numéro de série et les nota sur un morceau de papier.

 

Cette nuit-là, en rentrant chez lui, il déballa le paquet de journaux où il l'avait caché et le mit dans le tiroir de la table de nuit, avec une bande de vieille aspirine et le livre.

 

Le troisième jour, il retourna à la bibliothèque.

 

"Je te rends le livre", dit-il à Géraldine. Et je veux vous donner ceci. Elle prit le marque-page qu'il lui avait tendu et lut au dos.

-Mais pour l'amour de Dieu, Leandro, je ne peux pas l'accepter. C'est un autographe de Maréchal.

 

Non, non, pas question.

 

-Je veux que tu l'acceptes, je l'ai trouvé avec les affaires de mon vieux quand il est mort il y a quelques mois.

 

-Mais tu ne peux pas te débarrasser de ce trésor.

 

-C'est un cadeau, je ne m'en débarrasserai pas.

 

Elle accepta et lui fit un baiser sur la joue, tout en lui disant : 126 -Ce soir.

 

Ils se sont rencontrés au bar, mais ne sont pas restés longtemps. Cette fois, il la fit franchir les portes vitrées de l'immeuble et ils montèrent à l'appartement.

 

La luminosité qu'il avait vue de l'extérieur était désormais différente, plus homogène et moins étrange. Le mobilier était simple, couvert de livres, de photographies et de reproductions de tableaux. Géraldine se comportait avec le même scrupule qu'à la


 

bibliothèque. Prudent, prudent, soigné. Elle alla dans sa chambre et revint avec les mêmes vêtements mais pieds nus.

 

-Les chaussures me tuent-. Il est allé à la cuisine pour préparer quelque chose. -Veux-tu manger?

 

"Je n'ai pas faim", dit-il en regardant le dos des livres. C'étaient des traités de philosophie et d'histoire. Il avait planifié la scène suivante des centaines de fois dans sa tête : la récrimination, la révélation et le résultat, et il aurait pu écrire un livre avec cette histoire.

 

Géraldine a apporté deux verres et une bouteille de vin.

 

-C'est la meilleure chose que j'ai dans le réfrigérateur aujourd'hui.

 

Voyant ce chaleureux sourire d’excuse, il n’osait plus parler. Ils s'assirent sur le canapé, buvant chacun une gorgée en silence. Il lui fit poser le verre sur la table à côté de la sienne. Puis leurs mains se touchèrent, et il lui attrapa le poignet, puis le bras. Il passa ses mains autour de la tête de Géraldine, ses pouces posés sur ses joues. Je l'embrasse.

 

Il ne pouvait pas encore demander, il en était sûr. Pas cette nuit-là, du moins, pas avec ces lèvres abandonnant son corps nu sur le canapé, ni plus tard au lit.

 

Ce n'est qu'à l'aube, à cette heure incertaine et désolée, le soleil apparaît mais que le réveil n'a pas encore sonné, qu'il parviendrait à parler. Et quand cette heure arriva, il lui dit :

 

-Je dois te demander quelque chose.

 

-Que se passe-t-il?

 

Elle avait sommeil, les jambes hors des draps et une main cherchant de la chaleur entre ses cuisses.

 

-Il y a quelques jours il y avait un homme dans cette pièce, et une autre nuit je t'ai vu partir pour en rencontrer un autre, probablement dans un immeuble miteux en direction d'Eleven.

 

Elle le regarda quelques secondes, comme si elle ne comprenait pas ce qu'elle avait entendu.

 

-Mais... mais qu'est-ce que tu dis, je ne te comprends pas. Êtes-vous sérieux? Vous n’êtes pas du genre à mentir ou à plaisanter. Mais... pourquoi m'as-tu blessé comme ça, juste


 

aujourd'hui....... Elle s'était levée et allait d'un mur à l'autre, enveloppée dans le drap, en

balbutiant des explications.

 

-C'est moi qui te demande pourquoi tu m'as blessé comme ça. Tu m'as donné de l'espoir, et c'est pour ça que tu es pire qu'une pute.

 

-Mais comment tu me dis ça ? Parce que je t'ai souri et que je connaissais ton anniversaire, tu penses que j'avais prévu ça ? Je t'aimais, jusqu'à aujourd'hui je t'aimais, tu étais différent... -Et il s'est mis à pleurer.

 

Léandro soupira.

 

-Alors tu ne me le refuses pas ? -Je n'ai pas besoin de t'expliquer, comment vas-tu me croire si tu me suivais.

 

Leandro ne pensait pas avoir commis une erreur, ses larmes semblaient sortir d'un film sentimental. Comment puis-je savoir, se demanda-t-il, comment pénétrer son âme comme je l'ai fait dans son sexe. Puis il se mit à compter, sans l'avoir prémédité, allongé et se couvrant toujours les cuisses avec l'oreiller.

 

-J'ai rencontré une fois une femme, mais jusqu'à sa mort, mes yeux n'ont pas vu le vrai visage derrière son visage.

 

Il se rapprocha de son oreille gauche. Elle s'était rassise sur le lit, face à lui.

 

-Qu'est-ce qu'il y a derrière ton visage ? -je lui demande.

 

Gerladine se retourna et le regarda avec des yeux larmoyants et colériques.

 

A sept heures de l'après-midi, Leandro arriva à la bibliothèque. Il remarqua dans l'expression de Géraldine qu'elle ne s'attendait pas à le revoir, mais elle avait deviner que ce bâtiment et son contenu avaient plus de pouvoir que tout autre chose au monde. Il y avait cependant autre chose sur le visage de Leandro qui attira son attention. Elle haussa les sourcils et pâlit.

 

-Que se passe-t-il? -son partenaire voulait savoir.

 

-Rien.

 

Elle a continué à remplir un formulaire, mais lorsqu'elle l'a vu approcher, elle a changé de place.


 

Leandro la vit se diriger vers l'homme chauve, l'habituel occupé, maintenant appuyé sur le comptoir. Ils parlaient tous deux à voix basse, en jetant des regards vers lui de temps en temps. Et parfois, ils riaient.

 

Il resta dix minutes à la réception, le cœur battant de colère en voyant cette moquerie. Je m'attendais à ce qu'ils se séparent une fois pour toutes, mais ils étaient toujours ensemble. Ensuite, il était définitivement sûr qu'ils s'étaient tous les deux moqués de lui pendant tout ce temps.

 

Il posa le stylo de côté, humide de ses mains moites, et s'approcha d'eux.

 

-Putain de salope ! -dit-il directement à Géraldine. Ses yeux s'écarquillèrent d'étonnement, puis de honte, et elle le gifla. Elle a couru jusqu'au bureau et son collègue l'a suivie.

 

Tout le monde dans la bibliothèque, les enfants avec leurs petits visages regardant à peine par-dessus le comptoir et les professeurs, le regardaient. L'autre gars n'avait pas bougé, mais il bougeait la tête d'un côté à l'autre. Puis il dit à voix basse :

 

-Je savais que tu étais inexpérimenté. Dormir avec eux n'est jamais suffisant.

 

Il passa un bras autour des épaules de Leandro et le fit l'accompagner jusqu'au patio arrière.

 

Leandro sentait les regards des gens sur lui tandis qu'ils marchaient. Il se couvrit le visage de ses mains et se laissa aller. Il a trébuché sur une chaise, sur un encadrement de porte.

 

"Regarde", commença l'homme en posant une main sur la cuisse de Leandro pour la caresser. C'est mon amie, parfois je vais lui rendre visite, mais tu comprendras que nous ne pouvons pas être plus que ça... et elle m'a dit qu'elle était tombée amoureuse de toi, jusqu'à ce qu'un soir elle vienne me dire à quel point elle était heureuse. , elle ne pouvait même pas attendre le matin , il n'a pas de téléphone, il le sait, j'imagine... Leandro réfléchit un moment, avec une expression non plus attristée, mais désespérée.

 

"Je ne pourrai plus jamais revenir..." murmura-t-il.

 

-Comme il dit?

 

-Je ne pourrai pas regarder leurs visages. J'ai toujours eu peur de ce que pensent les gens.


 

-Allez, personne ne s'en souviendra dans quelques jours... -Mais elle s'en souvient, et tant qu'elle travaillera ici, je ne pourrai plus remettre les pieds dans cette bibliothèque.

 

Il pensait cependant qu'il n'avait jamais voulu la vérité.

 

Voir l’âme d’une femme, c’est voir l’arrière de son visage. La certitude, lui avait-elle dit un jour, équivaut à perdre sa virginité.

 

"La bibliothèque va me manquer", a-t-il déclaré, "et je ne sais pas si je pourrai m'en occuper."

 

L'homme a tenté de l'arrêter en le tenant par une main, mais il s'est détaché et a couru vers la salle de bain. Il se regarda dans le miroir, la joue encore rouge à cause du coup. Il quitta la bibliothèque avec une main sur le côté du visage, pour se cacher.

 

Pendant trois jours, il passa devant la porte. Il aperçut la lumière dans la pièce, le mouvement des gens, et soudain il réalisa à quel point il enviait ces privilégiés qui vivaient comme dans des mondes idéaux créés par eux-mêmes.

 

C'était pour une femme qui ne pouvait plus y entrer.

 

Il ressentit à nouveau l'ancienne colère, comme si elle s'était regardée dans un miroir et décida que la déguiser en compassion n'en valait pas la peine. C'est pourquoi j'allais laisser un souvenir à Géraldine. Pas un signet cette fois, ni quoi que ce soit qui puisse être extrait des livres, et non pas parce que ce n'était écrit dans aucun d'eux, mais parce qu'il n'avait pas besoin d'en ouvrir aucun pour le faire.

 

Il continua tout droit jusqu'à la rue Esmeralda, on lui avait dit que se trouvaient les meilleurs magasins d'armes de Buenos Aires. Dans sa poche, il portait le papier avec les numéros qu'il avait copiés avec le revolver.

 

Le lendemain après-midi, il attendit au bar jusqu'à ce qu'il fasse un peu sombre et se dirigea vers la bibliothèque. Le ciel s'était couvert, la bruine lui faisait mal au visage avec de petites piqûres.

 

J'entre. Son imperméable était ouvert, sa chemise était froissée, sa cravate était lâche.

 

Il semblait ne pas s'être rasé et avoir dormi avec ses vêtements. Ses mains, auparavant toujours occupées par un livre, se balançaient vides à ses côtés. L'homme chauve le suivit des yeux tout au long du couloir, comme s'il voulait deviner le but de cette entrée inattendue.


 

Mais Leandro passa devant la réception sans regarder personne. Il atteignit presque le fond de la salle de lecture, il s'asseyait habituellement, et s'arrêta dans un espace sombre, sous une lampe grillée. Il se retourna. Il était seul dans ce secteur, quelques-uns le regardaient de face.

 

Géraldine avait regardé dans le couloir ; Elle semblait effrayée et commença à s'approcher de lui à pas lents et hésitants.

Il fouilla dans une poche de son imperméable et en sortit son revolver. Ce serait un souvenir qu'elle n'oublierait pas, comme un cri de douleur sur une plage par une nuit sans lune. Puis elle porta ses mains à sa bouche, mais la marque indélébile ne put jamais être dissimulée, la pâleur de l'éclair semée à jamais.

 

-Non! -Il l'entendit crier, alors qu'elle courait vers lui, trop lentement pour arriver à temps.

 

 

 

 

 

 

LE CAS DU TUBA

 

Il l'a fait dans une camionnette affrété, apportant ses quelques meubles, quatre chaises en bois et en toile, une table à manger, une armoire ancienne et une boîte contenant de la vaisselle et des casseroles. Le reste était déjà dans la maison qu'il avait louée au milieu du pâté de maisons. Le chauffeur l'a aidé à décharger les affaires et ils sont repartis.

 

Deux heures plus tard, ils revinrent, et cette fois il ne voulait pas que le gars lui donne un coup de main.

 

-Non non! Laisse le moi! -Je l'ai entendu dire d'une voix grave, très semblable au son de son instrument de musique. Puis je l'ai vu sortir une grande valise en forme de cloche derrière le camion.

 

"Un tuba ou un cor", a commenté ma femme alors que nous regardions par la fenêtre, elle avait étudié un peu de musique avant notre rencontre.

 

"Nous avons donc un musicien dans le quartier", dis-je, et à ce moment-là nous avons vu Molina faire tomber des cartons contenant des disques vinyles. Je ne sais pas combien il y en avait, peut-être vingt ou trente boîtes de longs métrages. Il entra et sortit les chargements les uns après les autres, seul, sans se laisser aider par le cargo. Puis le camion est reparti et il a continué à ramener les cartons qui restaient sur le trottoir. Lors du dernier trajet, il a trébuché sur une tuile et est tombé au sol. Les disques se sont dispersés comme des cartes à jouer.

 

"Va l'aider", a demandé ma femme.

 

-Tu ne vois pas qu'il ne laisse personne faire ça ?


 

Mais je ne sais pas pourquoi je l'ai dit. Si ça avait été quelqu'un d'autre, je n'aurais pas hésité. Cependant, je n’aimais pas ses manières étranges et subtiles.

 

-Tu ne trouves pas que c'est un peu efféminé ?

 

Elle m'a regardé comme si je disais des bêtises. Le type était attirant et mes filles ont commencé à se languir de cet homme qui assemblait ses disques avec un soin exagéré. Je n’avais pas d’autre choix que de sortir et de proposer mon aide.

 

-Voisin, bienvenue dans le quartier. Permettez-moi... Il m'a observé pendant quelques secondes, debout avec les genoux sales. J'ai réalisé que tous les enregistrements étaient d'auteurs classiques.

 

"Combien je donnerais pour écouter un peu de sa musique", ai-je commenté.

 

-Ça lui plaît?

 

-Je ne sais pas grand chose, mais mes filles m'ont déjà fatigué avec leurs groupes habituels.

 

Il n'y a pas de variation pour eux... Un dimanche à midi, nous nous sommes rencontrés. "Bonjour, voisin", m'a-t-il salué en souriant.

-On vous voit très peu. Quand vas-tu nous donner un récital ?

 

Soudain, il a cessé de sourire et a redémarré le moteur de la tondeuse.

 

"Ils n'aimeraient pas ça", dit-il au bout d'un moment. Les essais sont ennuyeux et donnent parfois une fausse impression. Pourquoi n'iriez-vous pas me voir avec votre femme samedi prochain. C'est un opéra un peu long, mais bon... Demain, je t'apporterai les billets.

 

À ce moment-là, une jeune femme, bien qu’au visage âgé, est apparue de l’autre côté de la rue. Elle avait de longs cheveux décolorés attachés par un ruban rose et elle portait une robe courte et provocante. Elle a être belle autrefois, me suis-je dit. Maintenant, elle était juste plutôt attirante, presque brutalement attirante. Ils s'approchèrent de lui en s'accrochant l'un à l'autre sans qu'il soit possible de passer une feuille de papier entre les corps. Elle est entrée dans la maison sans me saluer.

 

"Celui que je t'ai dit", me murmura-t-il à l'oreille, et il la suivit, oubliant la tondeuse à gazon


 

sur le trottoir.

 

-Gratuit à Colón ! - ma femme a crié d'euphorie en voyant les billets que Molina avait mis dans la boîte aux lettres le lendemain matin.

 

Samedi, j'ai fait laver la camionnette pour qu'elle ait au moins l'air digne de se garer près du théâtre, nous nous sommes habillés de notre mieux et j'ai laissé les filles avec ma sœur. C'est juste que regarder de l'opéra ou même sortir un samedi soir, après une semaine entière à vendre des encyclopédies, était déjà une habitude qu'on avait décidé d'oublier. Alors ma femme m'a attrapé le bras comme elle ne l'avait pas fait depuis longtemps et je me suis senti heureux.

 

L'emplacement était excellent, deux sièges solitaires dans une loge à droite de la scène.

Et puis nous avons réalisé quelque chose auquel nous n'avions pas pensé dans notre enthousiasme : l'orchestre restait dans la fosse pendant les représentations d'opéra. Molina me prenait pour un idiot, me disais-je. Nous avons prêté attention au son du tuba, car selon ma femme, il était facile à identifier et il n'avait pas beaucoup d'occasions de briller en tant que soliste. Alors quand il a sonné, nous l'avons cherché avec des jumelles. Mais les figures des instrumentistes étaient très faiblement éclairées par la lumière des pupitres.

 

A la fin de la représentation, nous avons attendu près de deux heures à la porte. Nous sommes allés dans un magasin de bonbons de l’autre côté de la rue et avons regardé les musiciens partir. Cependant, cela n’est pas apparu. Alors que nous étions sur le point de partir il était presque trois heures du matin deux hommes avec des étuis à violon sont montés dans un taxi et ont soudainement regardé en arrière, comme surpris. Nous avons ensuite vu Molina, qui les a accueillis, portant l'étui du tuba.

 

-Jusqu'à lundi! -Il leur a encore crié dessus depuis l'intérieur de la confiserie, mais ils ne lui ont pas répondu. Puis il traversa la rue et entra. Il nous a salué avec enthousiasme et nous a demandé si nous avions apprécié le spectacle.

 

"Si nous vous avions vu, nous vous aurions davantage aimé", répondis-je avec colère.

-Mais pourquoi ce visage ? - dit-il en s'asseyant en nous regardant avec méfiance. "Mon mari insiste pour vous voir souffler du tuba, et tant que vous ne le ferez pas, il ne

vous croira pas", a déclaré ma femme. Je l'ai regardée avec surprise, ne sachant pas si elle plaisantait ou lisait dans mes pensées.

 

"Ne fais pas attention à lui", dis-je à Molina, qui était devenue pâle. Combien pèse cette chose ?


 

 

J'ai attrapé l'étui, et il était lourd, c'est vrai, mais il ressemblait plus à quelque chose de solide qu'à un instrument métallique creux. Puis il me l'a pris brusquement, et ma femme et moi nous sommes regardés avec surprise.

 

-On commande quelque chose, une pizza ? Je meurs de faim-. Il appela le serveur et ne parla plus de ce sujet.

 

Un peu plus tard, ma femme était allée se maquiller et Molina s'est approchée de moi.

 

-Maintenant arrive la mine dont je t'ai parlé, alors va avec ta femme si tu veux. Je ne pense pas qu'elle aime la rencontrer. Ils sont différents, tu comprends ?

 

En sortant, nous l'avons croisée. Ma femme est allée chercher la voiture et je les ai observées un moment depuis le trottoir du magasin. La blonde, avec son apparence grotesque, semblait délibérément essayer de ressembler à une pute, et peut-être l'était-elle vraiment.

 

Près de trois mois plus tard, la même femme a commencé à lui rendre visite deux ou trois fois par semaine. Ils dormaient ensemble et je lui préparais des repas simples. C'était intense, peut-être trop, m'a-t-il dit un jour, à cause de la façon dont elle s'était attachée à lui. Amour ou pas, cette routine était un renouvellement ou une extension d'une autre qu'ils avaient déjà eu avant le déménagement.

 

Parfois, elle paraissait différente, plus simple, sans artifices ni excès, comme si elle oubliait qu'il fallait faire semblant ou se cacher. Parfois, c'était une belle fille, surtout quand on la voyait dans le jardin l'accompagnant pendant qu'il coupait l'herbe. Elle restait silencieuse, les bras croisés sur ses petits seins, vêtue d'une robe d'été rose pâle et les cheveux attachés sur la nuque. Dans ces quelques instants, je ne sais pas pourquoi, il ressemblait un peu, juste un peu à Molina.

 

"C'est une garce", m'a-t-il dit. Un renard dans un corps de gazelle.

 

-Ce ne sera pas l'inverse ? -Je lui ai demandé, et il a ri par obligation.

 

Quelque temps plus tard, nous les entendions se disputer de plus en plus souvent. Nous avons entendu des cris à toute heure, des cris désespérés de sa part, qui est ensuite sortie avec son sac à main et un sac à main en pleine nuit. Le bruit de ses talons s'éloigna, recula et repartit quatre ou cinq fois jusqu'à finalement mourir sur l'asphalte. La musique d'un tuba résonnait dans la maison.

 

Une nuit, après les avoir entendus se disputer, je me suis levé parce que j'étais inquiet.


 

J'ai enfilé mon peignoir, je suis sorti et j'ai regardé par la fenêtre, mais je n'ai rien vu ni entendu. Soudain, elle est sortie.

 

-Qu'est-ce que tu veux, Ariel ? Vous ne le verrez jamais jouer, oubliez ça. Et il est parti en laissant la porte ouverte.

 

Je suis entré dans la maison, le tourne-disque a rempli l'atmosphère d'un concert.

 

En jetant un coup d'œil dans chacune des chambres, je l'ai trouvé assis sur le lit, en boxer et avec un couteau de cuisine à la main. Il m'a regardé effrayé, vraiment gêné que je l'ai découvert ainsi. Il a mis le couteau sous le lit, est allé aux toilettes, a uriné et après s'être lavé le visage, il m'a parlé tout en enfilant son pyjama.

 

-Demain, je pars en tournée, tu sais ?, et j'ai hâte de la quitter pendant trois mois. Trouvez un autre gars, lui ai-je dit. Je n'en ai pas besoin. Viens prendre une bière.

Je l'ai accompagné à la cuisine. Le réfrigérateur était vide. Puis il s'est dirigé vers la porte de la rue, je pense en pensant à son amante, la cherchant dans l'obscurité de la nuit.

 

-Regarde ça-. Il m'a montré une photo d'identité arrachée d'un document.

C'était elle il y a quelques années, et la ressemblance entre eux m'a laissé sans voix. "Bon Dieu", dit-il en gémissant comme un enfant, s'agenouillant à mes pieds et mouillant

ma robe de larmes et de salive. Je l'aime tellement... Cette nuit-là, je suis resté avec lui. J'avais peur qu'il fasse quelque chose de fou. Ma femme est venue me chercher à sept heures trente pour aller travailler, mais je ne lui ai pas dit ce que je savais. Molina est partie sans dire au revoir vers midi. Mes filles disent qu'elles l'ont vu prendre une valise et la valise. La femme était revenue vers onze heures, mais il était parti seul. Apparemment, ils ont se réconcilier et elle était restée pour s'occuper de la maison, car ils ne l'avaient pas vue partir.

 

En rentrant du travail, je suis allé lui parler. J'ai frappé à la porte, comme personne ne m'a répondu, je suis entré. Tout était en désordre et il y avait des pierres sur la table. En les ramassant, je me suis souvenu de la nuit j'ai pesé l'étui du tuba.

 

Une semaine plus tard, nous nous sommes croisés dans le quartier du théâtre. Plus tard, en pensant à ce moment où nos vies se sont croisées pour la dernière fois, je me suis demandé si c'était le hasard, le destin ou quelle autre foutue chose qui nous faisait inévitablement nous effondrer.


 

C'était un dimanche midi. Le soleil tapait fort sur le trottoir, la rue était étrangement déserte et la lumière des feux tricolores changeait sans que personne ne s'en aperçoive.

 

Ma femme et moi étions allés nous promener dans le centre-ville et nous étions assis sur la place devant le théâtre. Juste au moment nous allions partir, je l'ai vu dans les escaliers de l'entrée principale, monter et descendre comme s'il ne savait pas aller ni quoi faire de la valise qui pendait à sa main droite.

 

-Regarde, c'est Molina ! -Je l'ai dit à ma femme et lui ai demandé de m'attendre. J'ai traversé la rue, mais il a eu peur en me voyant, il est devenu nerveux et a même fait une stupide tentative de s'enfuir. Je l'ai tenu par le bras, celui qui tenait la valise, qui a basculé brusquement. Une odeur d'eau de Cologne rassis flottait autour de lui, mais il ne s'était pas rasé et sa barbe lui donnait l'apparence d'un sans-abri.

 

Nous étions en plein soleil et pas une ombre ne nous protégeait de la chaleur. Quelques minutes ont donc suffi pour qu’une odeur différente prévale. L'arôme intense de quelque chose de fermenté.

 

"Je pensais que tu étais en tournée", dis-je ironiquement, comme quand on fait des reproches à un ami.

 

Je ne me réponds pas. Je voulais vaincre son refus, lui faire avouer sa prétention.

 

Il a essayé de s'éloigner de moi, mais j'ai continué à lui tenir le bras. Le boîtier trembla avec un bruit d'eau boueuse et bouchée.

 

-Il est revenu, tu sais ? -Il a commencé à me le dire avec quelque chose qui ressemblait à de l'horreur dans la voix-. Elle est revenue comme tant d'autres fois, menaçant de dire la vérité à maman si je ne la libérais pas. Mais j'ai vu sur son visage que cette fois, elle était prête à le faire.

 

Molina s'est effondrée en pleurant sur le trottoir.

 

La valise est tombée au sol avec un grand bruit et le couvercle s'est détaché, sans s'ouvrir complètement. Un liquide nauséabond commençait à sortir des bords et à se répandre sur les carreaux. Mais je n'ai pas osé l'ouvrir, je l'ai laissé à vous, docteur Ibáñez, et à vos hommes qui aiment la mort.

 

 

 

 

VIEUX DAVID

 

Je ne pourrai jamais oublier le visage du vieux David lorsque je m'approchai pour l'arrêter,


 

à ce coin de Viamonte et Pasteur, il avait son atelier de tailleur depuis plus de quarante ans. Après un certain temps à l'agence de La Boca, j'ai été affecté au centre lorsque l'attaque contre l'ambassade a forcé une surveillance accrue dans toute la ville.

 

Je suis arrivé un matin d'hiver, peu avant qu'il ne soulève les volets métalliques, sur lesquels il y avait une pancarte annonçant la fermeture temporaire pour cause de deuil. Le vieil homme, qui devait avoir environ soixante-cinq ans, sortit dans son costume noir impeccable pour balayer le trottoir, chassant les chiens couchés sur le seuil. Je l'ai salué et il a répondu par un geste à peine perceptible.

 

Ce n'est que quelques semaines plus tard, lorsque je l'ai trouvé près de la porte, que j'ai essayé de l'approcher. J'ai commencé à regarder les vitrines, les mannequins vêtus des costumes qu'il avait dessinés et que j'aurais aimé essayer au moins une fois. Parfois je m'arrêtais pour observer attentivement ses employés qui coupaient les tissus étalés sur d'immenses tables. Des hommes au corps mince et aux lunettes à verres épais, en chemise et cravate, avec des ciseaux à la main et un crayon posé derrière l'oreille, tandis que d'autres travaillaient avec de vieux fers oubliés par le temps.

 

C'était caractéristique de son entreprise, l'intention d'y maintenir l'atmosphère d'une époque où Buenos Aires avait été très différente.

 

-Tu veux essayer quelque chose ? -il me l'a dit un jour. J'avais à ce moment-là la fausse impression qu'il se moquait de moi.

 

"Depuis que j'ai rejoint la police, presque les seuls vêtements que je connais sont ceux que je porte", répondis-je.

 

-Quand le service sera terminé, viens me voir pour parler. Même s'il est fermé, frappez.

 

C'est ainsi que nous avons parlé pour la première fois. Mais pendant longtemps, il n’a jamais évoqué directement ce qui était arrivé à sa famille. La nuit je suis entré dans les lieux et nous avons discuté, il a supposé que j'étais au courant de tout cela.

 

-Ma femme est toujours malade au lit, tu comprends ce que je veux dire, on dirait qu'elle ne veut pas aller mieux.

 

Il ne m'a rien dit du jour il a emmené sa fille et son petit-fils à l'ambassade en voiture. Alors qu'il marchait à deux ou trois pâtés de maisons, il a entendu l'explosion. C'était comme si la vie s'arrêtait brusquement dans un rayon de deux cents mètres, puis le temps reprenait son cours. C'est ce qui s'est passé, m'ont raconté les voisins, cet hiver 1992.


 

"Un jour par semaine, il ferme son commerce et va au cimetière, c'est le seul moment sa femme quitte le lit", m'a-t-on dit plus tard.

 

Le soir de ma visite, il a voulu que je choisisse du tissu, mais j'ai refusé.

 

Nous sommes allés à la cuisine derrière le magasin et avons mangé quelque chose. Après un moment il semblait hésitant, il se pencha près de mon oreille et je sentis son haleine rance, un vague mélange d'épices et d'alcool.

 

"Si j'étais sûr de ce que j'ai vu ce jour-là, si au moins je me souvenais avec certitude du visage de ce type", murmura-t-il, mais à ce moment-là je ne comprenais pas ce qu'il voulait dire.

 

Depuis, je suis resté distant. Il est difficile d'approcher quelqu'un qui ne parle pas de ce que l'on s'attend à entendre. Je ne suis pas revenu après la fermeture pendant les deux années suivantes.

 

Il a fallu tout ce temps pour réaliser qu’il existe des choses qui ne peuvent être racontées, des faits qu’il est tout simplement impossible de raconter ou de transmettre efficacement. Le problème est ce qui survit et vous ébranle à chaque nouvelle attaque, à chaque répétition de la tragédie. Je l'ai appris un matin de juin 1994, lorsque nous avons entendu l'explosion et un éclat de verre dispersé dans l'air, tombant sur les trottoirs comme une pluie. J'ai vu les vitres de presque toutes les fenêtres tomber en morceaux autour des gens qui passaient, et j'ai vu leurs visages blessés par des fragments de verre ou de fer. Je me suis frayé un chemin à travers ceux qui couraient, effrayés, entre les blessés, vers la colonne de fumée à un demi pâté de maisons de là. Un énorme nuage de poussière s'élève des vestiges du bâtiment de la Mutuelle. Puis j'ai eu peur, mais la peur m'a permis de marcher sur les décombres, malgré le vertige, de me sentir presque évanouie de désespoir. Et pourtant, j'ai continué, élevant la voix au-dessus des cris, et mes bras ont travaillé plus fort que pour le reste de ma vie. Tout au long de l'après-midi et de la nuit, mes mains se sont séparées, comme si j'étais une sorte de dieu élémentaire et domestique, le vivant d'entre les morts.

 

Je ne me souviens pas en détail de ce qui s'est passé ensuite, ni du temps qui s'est écoulé jusqu'au jour nous avons réfléchi à tout et arrêté les recherches. Ceux d'entre nous qui ont participé aux groupes de secours ont eu plusieurs jours de congé. Mais je ne pouvais pas rester à la maison et ne rien faire, et je suis retourné dans le quartier.

 

L'entreprise de David avait des vitres brisées et des rideaux métalliques cabossés.

 

Une autre affiche, comme celle d'il y a deux ans, avait été collée sur les stores à moitié levés. Les voisins m'ont dit que rien n'était arrivé à lui ni à sa femme. Ce jour-là, j'ai rencontré


 

son gendre. Ils ont tous deux parlé sur le trottoir, puis ils sont entrés. Les fourgons de la morgue continuaient de passer de temps en temps, et l'odeur de brûlé était peu à peu remplacée par l'odeur de putréfaction.

 

Quand je suis retourné au travail, les fenêtres de tout le bloc avaient déjà été réparées et j'ai vu David m'appeler depuis la porte.

 

-Monsieur, comment allez-vous ? A-t-il subi beaucoup de dégâts ? -C'est toujours la même merde, mais ça n'a plus d'importance maintenant, je dois te dire quelque chose… Il a mis un bras autour de mes épaules et m'a fait marcher entre les employés jusqu'au bureau au fond de la pièce. Sur le mur du fond se trouvaient des étagères et des tiroirs de toutes tailles. Ce lieu était si ancien, si proche d'une chaleur familière et attachante, que je me suis laissé emporter par ses paroles. Il m'a raconté pour la première fois le jour sa fille et son petit-fils étaient décédés. En baissant la voix, il a déclaré qu'en les laissant à l'entrée de l'ambassade, il avait vu la camionnette dont parlaient plus tard les journaux télévisés.

 

-La camionnette était garée juste devant moi, à vingt centimètres à peine de l'endroit je me suis garé pour qu'ils puissent descendre de la voiture.

 

En l'écoutant, j'ai commencé à penser que quelques misérables secondes de plus ou de moins auraient pu sauver sa famille ou le tuer aussi. Il continuait à parler avec une inquiétude croissante, se frottant les mains, toujours assis dans la pénombre. L'énorme meuble, telle une créature étrange et vigilante, semblait me menacer si je ne croyais pas au récit du vieil homme.

 

-Je jure que je l'ai revu, c'était le même type qui conduisait le van ce jour-là.

 

Il s'est approché encore plus de moi, touchant presque mon visage avec ses lèvres.

 

-Environ cinq minutes avant que la Mutuelle n'explose... -il a continué à compter -... Je l'ai vu passer devant le commerce avec un camion comme le précédent. Il s'est arrêté devant le feu tricolore et quand j'ai vu son visage, j'ai su que c'était le même. Je ne sais pas comment je n'ai pas eu de crise cardiaque à ce moment-là. Quand je suis entré pour le dire à ma femme, j'ai entendu l'explosion et les vitraux se sont effondrés.

 

David était devenu très agité et s'est arrêté pour se calmer.

-Tu sais, il m'est impossible de ne pas regarder attentivement chaque camionnette blanche qui passe dans cette rue.

 

S'il pensait à la bêtise de sa déclaration, je ne le savais pas et je ne lui ai pas demandé.


 

 

Je l'ai seulement fait se calmer avec des paroles un peu froides de ma part, des phrases officielles qui évitaient tout engagement, car après tout, il y avait beaucoup de monde qui nous regardait.

 

Je ne pense pas que j'en aurais parlé à quelqu'un d'autre, du moins à aucun autre policier de ma section, dans les mois qui ont suivi. Il est revenu à lui-même lorsque le quartier a commencé à se normaliser, à l'exception de cette obsession avec laquelle il surveillait chaque voiture qui s'arrêtait dans son quartier. Il continuait à porter ces costumes invariablement sombres et ces petites lunettes rondes. Sa femme ne sortait plus maintenant, seul le médecin venait lui rendre visite de temps en temps.

 

Deux années se sont écoulées avant qu’il insiste à nouveau sur son idée. Cette fois, il ne m'a pas appelé. Je suis allée le voir à la fin de mon service car je voulais confectionner un costume pour le baptême de mon fils. Nous étions en novembre et il commençait à faire chaud même à cette époque. Il a allumé les lumières de la porte d'entrée et nous sommes allés à son bureau. Il a apporté un mannequin sur lequel il a placé différents tissus d'une telle qualité que je ne savais pas comment expliquer mon incapacité à les payer. Je pense qu'il m'a compris parce qu'il m'a fait un geste d'indifférence.

 

J'ai remarqué qu'il était plus enthousiaste que ces derniers mois. Il a pris des mesures de la largeur de mes bras et de mon dos, mais ses mains tremblaient. Il a laissé les épingles sur la table et, à mesure qu'il s'approchait, j'ai senti son haleine de tabac envahir mes sens comme une drogue.

 

-Il y a un homme aux yeux sombres et avec une barbe dans une camionnette blanche, qui se gare tous les jours au coin de la rue. Il arrive à sept heures trente du matin, je peux toujours le voir depuis ma chambre. Je n'ai pas dormi depuis deux semaines...

 

-Mais on ne peut pas soupçonner tout le monde................. J'ai essayé de le convaincre, mais il a

continué à parler, devenant de plus en plus agité.

 

-Écoute-moi, ce type reste presque une heure, puis il part et marche avec de gros cartons jusqu'à l'avenue. Quatre heures plus tard, il revient seul et attend encore une demi- heure, jusqu'à ce qu'une femme l'accompagne et ils partent à deux heures de l'après-midi.

 

Il a inspiré et toussé, je lui ai tapoté le dos plusieurs fois et je l'ai supplié de se calmer.

 

-Il nous surveille, tu comprends ? Cela fait deux ans depuis la dernière fois. Vous ne vous en rendez pas compte ? Tous les deux ans, mon fils, nous sommes condamnés ! La peur lui fit bouger les yeux. Il regarda d'un côté à l'autre de la pièce, à la recherche de quelqu'un caché.


 

 

"Je vais m'occuper du problème", lui ai-je dit, et je ne sais pas pourquoi. L'entreprise et lui étaient si vieux que je me sentais peut-être désolé.

 

Le pire, c'est que le lendemain matin, j'ai vu le camion et l'homme dont il m'avait parlé.

Comme si ses paroles avaient soudain pris une catégorie de vérité probable, je me suis approché pour l'interroger.

 

-Nous vendons des livres avec ma femme, officier. La marchandise est de retour ici, tu vois, dit-il en désignant l'arrière du camion rempli de dictionnaires et d'encyclopédies. Il n’y avait rien d’étrange ou de suspect. Les documents indiquaient qu'il s'appelait Ariel Márquez et que les documents relatifs au camion étaient également en règle.

 

Pendant deux semaines, la camionnette n'a cessé d'arriver, et le vieux David m'appelait tous les jours pour me demander si j'avais des nouvelles, si j'avais pu me renseigner à ce sujet. Je ne savais pas comment le convaincre du contraire sans le traiter comme un fou. J'aurais peut-être agir différemment, plus durement. J'étais alors très jeune, pas encore vingt-cinq ans, et sans m'en rendre compte, j'en suis venu à avoir un respect particulier pour lui. Il a fini par s'énerver contre moi parce que je ne le croyais pas, il a arrêté de m'appeler et n'a pas voulu faire le costume à ma place.

 

Cela a duré presque un mois et cela m'a aidé à m'éloigner de son affection. Mais en même temps, cela m'empêchait de contrôler son désespoir grandissant, et je jure que je n'aurais jamais pensé qu'il pourrait devenir si grand.

 

Le matin du 1er mars 1996, alors que de fortes pluies avaient persisté toute la nuit, à sept heures et demie je me suis arrêté au coin de la rue. Le camion s'est garé comme d'habitude, j'ai salué l'homme et j'ai fait le tour du pâté de maisons. A sept heures quarante, j'entendis le coup de feu. J'ai couru sous la pluie, trébuchant sur des carreaux cassés. J'ai vu quelqu'un derrière le véhicule, un revolver à la main, jetant des livres sur le trottoir. L’encre a déteint et a taché les drains en noir. Puis j'ai reconnu le vieux David, le dos voûté et ses lunettes glissant sur son nez.

 

Il criait comme un fou, demandant de l'aide pour retrouver la bombe.

 

-Il faut que ce soit ici ! De l'eau tombait de la cabine du conducteur et elle était rouge. J'ai découvert le corps du type sur le siège, la main toujours coincée dans la poignée de porte, et la tête fracassée par l'explosion d'une balle.

 

 

 

 

 

LES GARÇONS DE LA PLACE

 

 

Il ouvrit la fenêtre et une rafale de vent froid essuya la sueur de son visage. Il inspira profondément ce vent qui soufflait sur ses cheveux raides, un peu longs pour son âge.


 

-Chef! -Cria Fernandez depuis son bureau, à deux pas de la fenêtre.

 

Puis il se rendit compte que les papiers de la dernière vente au Chili, arrivés par fax, volaient vers le plafond du bureau comme des aigles surgissant des montagnes.

 

"Désolé", dit-il avec son sérieux habituel, l'austérité dans les mots et les gestes. Il remarqua cependant qu'ils l'observaient du coin de l'œil, échangeant des regards intelligents, des sourires cachés par des moustaches sombres ou l'ombre des supporters qui luttaient contre l'humidité de ce lundi automnal et pluvieux.

 

Seul le maigre Bermúdez a osé l'approcher en toute déférence.

 

"Tu n'as pas froid, patron, tu ne veux pas que j'éteigne les ventilateurs si tu laisses la fenêtre ouverte ?" Il a tenu la tasse de café instantané de deux heures, mélangée avec un peu d'eau chaude pendant dix minutes, jusqu'à ce que la mousse bouillonne pendant qu'il versait le reste.

 

Il n'avait alors pas besoin de regarder l'horloge du distributeur de cartes de présence. La journée était divisée en un avant et un après le café préparé dans l'étroite cuisine d'un côté du balcon qui n'était presque jamais ouverte. Il leva la tasse, regardant toujours vers le parc. Il y avait les garçons qui jouaient au ballon, les filles qui allaient et venaient simulant les tâches ménagères qui les attendraient bien plus tard comme des mains aiguisées par le temps.

 

Il pensa au balcon, ouvert uniquement le soir du Nouvel An, lorsqu'ils décidèrent tous de célébrer ensemble après la fermeture du bureau. Mais comme à chaque fois qu'il avait tenté d'être comme les autres, de les rejoindre en se montrant tel qu'il croyait vraiment être, l'idée s'est effondrée avant minuit. A côté des visages allongés et de l'ennui qu'il voyait chez les employés et leurs femmes obligées de plaire à leur patron, il remarqua pour la première fois les enfants qui allumaient des pétards sur la place devant.

 

C'était peut-être deux ans auparavant, et il était maintenant étonné de voir combien de choses s'étaient produites depuis lors. La petite Griselda, aux cheveux blonds brillants comme des épis de maïs. La jolie Sara, avec ses yeux sombres qui le regardaient si intensément, lisant presque ses pensées, l'ombre de ses idées si loin du soleil sur la place.

 

Cette fin d'année, alors que les étoiles lumineuses mouraient entre les mains des filles, il savait ce qu'il devait faire, peut-être demain, ou le premier jour ouvrable de l'année, pour se débarrasser du désir ardent, de l'inquiétude qui était dans son corps depuis longtemps, plus longtemps que la durée de vie d'un feu d'artifice.

 

Les robes des filles se balançaient et les lèvres que leurs mères leur avaient laissé


 

peindre ce soir-là ressemblaient à des cerises et de la crème, un blanc crème sur leurs visages pâles sous les éclairs des cierges magiques ou des bougies.

 

Il regardait bêtement la place illuminée, le verre de cidre à la main, tandis qu'un de ses employés lui touchait le bras pour le réveiller et lui faire trinquer. Les cloches de l'église sonnèrent midi, et il revint à la réalité, souriant à peine, rougissant à peine, et il leur porta un toast.

 

Je savais que quelque chose commençait, non pas la nouvelle année, mais le canal, le canal ouvert à force de poings doux comme les joues des enfants qui jouaient. Et comme chaque après-midi à deux heures, sauf cet après-midi il ouvrait la fenêtre en plein automne, le café de Bermúdez répandait son parfum de jeunesse perdue, de consolation irrémédiable. Le café était une récréation, la sérénité avec laquelle il observait les sourires, les plaisirs que ses employés lui offraient pour s'attirer les bonnes grâces de lui.

 

Un murmure provenait des bureaux acculés dans chaque coin. Les chemises blanches retroussées, les cravates noires, lâches, agitées par le vent qui frappait les poitrines moites. Quelqu'un toussa.

 

L'ombre d'un immense nuage couvrait la ville, la place et pénétrait dans le bureau, et il ne les voyait plus bien. Devinez simplement leurs présences. Mais Bermúdez, s'interposant entre lui et la sérénité de son esprit, entre lui et l'avenir de l'ombre qu'il aspirait à atteindre pour enfin se reposer, alluma les lumières. Puis son visage a les surprendre, car ils le regardaient comme effrayés.

 

-D'accord patron?-. Et ce n'est pas le pédé de Bermúdez qui a demandé, mais la voix affligée de Fernández.

 

-Oui merci-. Mais sa main trembla et il se tourna vers la fenêtre. Les enfants ont continué à jouer, les filles ont ouvert leurs parapluies pour couvrir les poussettes avec les bébés jouets. Il me fallait les protéger, sauver pour toujours ces sourires, ces grimaces théâtrales, les préserver pour l'éternité que le ciel annonçait dans les nuages formés et détruits à chaque minute, sous le soleil qui faisait pousser des pointes dorées dans les cheveux des filles.

 

Il a fermé la fenêtre. Les rideaux, gris à cause des vapeurs de la voiture, cessèrent de bouger. Les liens se sont également calmés et les doigts des hommes ont de nouveau tapé sur les touches des machines à écrire et à additionner.

 

Bermúdez lui a remis un dossier avec les chiffres des ventes de cette année-là au Chili. Il s'assit, la tête appuyée sur sa main gauche et la main droite sur le papier. Mais les chiffres étaient blancs comme la neige de la chaîne de montagnes qu'il avait survolée lorsqu'il allait


 

disputer le championnat continental de rugby. D'autres fois, pensait-il, ou peut-être murmurait-il dans sa barbe, mais personne ne l'entendait. Je sentais encore, sous ce costume, son corps fort alors qu'il venait d'avoir quarante-neuf ans, ses bras écartés, son dos droit.

 

Il se leva et alla aux toilettes. En urinant, il se regardait dans le miroir au-dessus du lavabo. Il était sûr qu'il pouvait toujours séduire n'importe quelle femme qu'il trouvait, pas seulement celles qu'il payait pour lui plaire tous les quinze jours. Je ne pouvais plus les serrer dans mes bras, je ne pouvais pas les embrasser sans sentir l'arôme des autres hommes. Ce n'étaient rien d'autre que des organes sans visage, sans os, du sexe sans même une odeur.

 

Il revint au bureau, mais pas aux chiffres. Il regardait par la fenêtre la faible lueur du soleil sur les trottoirs, sur les carreaux rainurés de la place, sur la terre compactée les enfants lançaient le ballon vers des arches imaginaires.

 

« Messieurs, s'entendit-il dire soudain, sans le prévoir, je pars plus tôt, je ne me sens pas bien. Il passa une main sur son front couvert de sueur et partit sans attendre qu'on lui demande quelque chose.

 

Lorsqu'il atteignit le rez-de-chaussée, le portier le salua respectueusement, mais dans le miroir du couloir, il le vit faire une grimace moqueuse en s'éloignant.

 

Avant de partir, il souleva son col de pilote, le boutonna minutieusement et redressa sa cravate dans le miroir. Oui, se dit-elle, il était séduisant, et toutes les femmes qui l'avaient rencontré devaient penser la même chose. Mais ils se sont inhibés, et toute relation possible s'est ruinée dans le silence, dans les quelques phrases prononcées avant de partir pour toujours. C'est pour ça qu'il est allé voir des putes et les a payées pour leur dire je t'aime. Et pourtant, certains ont refusé, comme cette Claudia qu'il avait rencontrée en avril, même s'il était prêt à doubler le prix.

 

Ce sont des mots qui ne se vendent pas, ont-ils répondu.

 

Il regarda vers la place. Le vent avait diminué. Les enfants jouaient pendant que les mères discutaient sur le cercle de bancs en ciment sous la pergola. Il traversa la rue au milieu du pâté de maisons. Un gardien, debout dans un coin de l'école, était à peine visible parmi les mères, apparemment occupé à parler aux femmes et à contempler les hanches qui se balançaient sous leurs robes.

 

Lui qui les avait tant regardées et pleurées pour elles, avait désormais les yeux fixés sur les filles, les seules qui ne le laissaient jamais tomber, celles qui obéissaient aveuglément, celles qui ne s'en doutaient pas parce qu'elles ne s'étaient pas encore réveillées dans


 

l'obscurité. côté de la vie.

 

Il s'assit au bord d'un parterre de fleurs. Des fourmis grimpaient sur le pilote. Il trembla brusquement, et c'est alors qu'il entendit le rire, avant même de le voir. C'était comme si cela venait du ciel, des quelques rayons qui tombaient, illuminant la place de temps en temps. Il leva les yeux et elle était là, la petite fille d'environ six ou sept ans, couverte de taches de rousseur, aux cheveux roux, souriante comme un ange nouvellement incarné.

 

-Est-ce qu'ils te chatouillent ? -dit-elle en riant en se tordant les mains devant sa robe bleue, sale de boue pour avoir joué après la pluie.

 

-Non, mais si je les laisse rentrer dans mes poches, je vais les ramener à la maison, répondit-il. Ils rirent tous les deux. Comment tu t'apelles? -Sofia.

 

Les jambes de la jeune fille présentaient également des taches de rousseur. Les baskets avaient laissé des empreintes boueuses sur le carrelage.

 

-Enlevez vos baskets pour les faire sécher au soleil. Écoutez, maintenant, ça se voit.

 

Ils regardèrent le ciel ensemble et clignèrent des yeux devant la luminosité qui les aveuglait. Elle s'assit à côté de lui et commença à dénouer ses lacets.

 

-Tu vas devoir m'aider à m'attacher plus tard, parce que je n'ai pas encore appris. Ma mère m'apprend, mais j'oublie toujours.

 

-Ne t'inquiète pas, j'ai une méthode spéciale que tu n'oublieras jamais.

 

Puis il passa son bras autour des épaules de la petite fille. Ils semblaient pointus, maigres mais doux comme des tiges vertes.

 

Elle fouilla dans ses poches et en sortit des bonbons.

 

-Veux-tu ?-Il accepta. Ils mangèrent et les emballages tombèrent dans les flaques d'eau.

 

-Regarder! Ce sont comme des petits bateaux. Et les pointes des cheveux roux glissèrent jusqu'au sol, touchant l'eau.

 

-Vous allez vous mouiller. est ta mère? -Il a une réunion des mères à l'école de mon frère aîné.

 

-Mais il t'a laissé tranquille ?


 

 

Elle le regarda un moment, sérieuse, et se pencha près de son oreille. Ses mains croisèrent son cou. Il sentit la douce odeur de l'enfance, l'arôme parfait des cheveux de la jeune fille. Il se croyait soudain perdu dans un abîme dont il ne reviendrait jamais, le voyage au ciel et en enfer à la fois, le grand saut dont il ne se relèverait jamais ni ne se rachèterait.

 

"Il m'a laissé avec les autres enfants et je me suis enfuie pour jouer sur le toboggan, mais ils sont toujours occupés", lui murmura-t-elle, et lorsqu'elle le laissa partir, elle lui demanda de garder le secret. Il hocha la tête en mettant son doigt sur sa bouche.

 

"Chut..." dit-il, et la fille sourit à nouveau.

 

Les garçons sortaient et bloquaient le trottoir étroit et la rue. Les mères s'approchaient, cherchant parmi les têtes, brunes ou blondes, leurs enfants.

 

Le policier s'est perdu dans la foule et n'a jamais été revu.

 

Les deux regardèrent vers l'école, mais rien ne les intéressait et ils commencèrent à jouer avec quelques figurines qu'il sortit d'une poche et qu'il avait attachées avec un élastique.

 

"Ecoute, c'est le plus difficile de tous !", a-t-elle crié. Tu me prêtes ?

 

-Mais tu vas le salir avec tes mains. Laisse-moi le garder jusqu'à ton départ. Elle regarda la petite silhouette disparaître entre ses paumes épaisses et rugueuses, puis dans l'obscurité de la poche intérieure de la combinaison, protégée à jamais de tout danger.

 

Une demi-heure s'écoula et Sofia en avait assez des figurines. Maintenant, il marchait au bord du parterre de fleurs comme sur une corde raide dans un cirque.

 

-Il me semble que ta mère t'a oublié. Attends-moi ici et je verrai.

 

Il s'est levé et a commencé à marcher vers l'école, mais lorsqu'il est passé devant la fontaine au centre de la place, il s'est caché derrière une statue. Il a attendu cinq minutes.

 

Il regardait la jeune fille, qui ne bougeait pas de sa place, se parlant avec son imagination. Puis il revint à ses côtés.

 

-Ta mère m'a dit de t'emmener avec elle. Viens, donne-moi ta main. Sofia s'accrochait à lui, presque accrochée à son bras, heureuse.

-Quel est votre nom monsieur?


 

Il hésita avant de répondre, mais ce n'était pas quelque chose qu'il n'avait pas prévu depuis longtemps. Depuis qu'il avait vu Griselda, celle aux boucles blondes. Il lui avait posé la même question dès qu'ils avaient parlé. Et cette fois-là, il répondit comme il le faisait maintenant.

 

-Jésus. Je m'appelle Jesús Méndez.

 

-Mais ton nom est comme le petit garçon dans la crèche !-. Les yeux de Sofia brillaient, beaux, curieux, pleins d'attente.

 

-Ne t'inquiète pas, je suis trop vieux pour t'entraîner. Allez, allons chez ta mère.

 

Ils se dirigèrent vers le trottoir. Les gens les regardaient juste une seconde, souriant à ce couple père-fille, ou jeune grand-père et petite-fille. Il a répondu aux regards par un salut, Sofia a tiré la langue aux inconnus. Il se rendit compte que personne ne parlait derrière lui, qu'ils ne faisaient pas semblant d'être amicaux et qu'il n'était pas non plus un être étrange et isolé au milieu du courant humain. La fille était pour le protéger, et il lui rendrait bientôt la pareille.

 

Puis il se tourna un instant vers la fenêtre du bureau. C'était ouvert, et quelques têtes se sont rapidement cachées. Ils le regardaient. Il n'aurait pas partir plus tôt et il se demanda, pour la première fois de l'après-midi, pourquoi il l'avait fait. Il savait que tout pouvait finir à cause de cette seule erreur, et une telle idée lui procurait néanmoins un étrange sentiment de soulagement. Mais son visage s'assombrit, il eut peur de la douleur de la fin et il serra fort la main de Sofia.

 

-Oh, ça fait mal ! "Pardonnez-moi", dit-il, il desserra sa main et la jeune fille chanta à nouveau pendant qu'ils marchaient.

 

Il accéléra le pas et ils atteignirent la voiture. Ouvre la porte.

 

-Je suis venu t'emmener chez maman.

 

-Mais ma mère est de l'autre côté.............. Elle regarda autour d'elle, hésitante, la place était

grande et beaucoup de gens étaient passés par là, transformant l'endroit encore et encore depuis qu'ils étaient là. Il a mis ses doigts dans sa bouche et s'est rongé les ongles. -Je pense que c'était là, mais je ne sais pas...

 

-Ne t'inquiète pas.

 

Il essaya de la pousser doucement sur le siège. Elle résista aussi gentiment, comme si c'était une erreur de douter de cet homme bon qui se disait comme Dieu. Les mains de Jésus


 

lui avaient pris les bras et l'avaient soulevée du sol pour l'asseoir dans la voiture.

 

-La figurine ! - cria-t-il en se rappelant soudain.

 

-Je te le rendrai quand nous y arriverons-. Mais elle regarda la poche il l'avait gardé, et cette pensée semblait la dominer depuis.

 

Il ferma la porte, démarra le moteur et jeta un dernier coup d'œil à la fenêtre du bureau. Il était fermé, ou peut-être le brouillard de fin d’après-midi donnait-il cette impression. Il était cinq heures et demie et tout le monde devait descendre les escaliers. Elle regarda la jeune fille, qui regardait sa poche de travers, sérieuse, peut-être méfiante d'être dans cette voiture à l'odeur si étrange.

 

-Quelle vilaine odeur ! -Cigarettes, Sofia. Tes parents ne fument pas ? -Maman oui.

 

Les mamans fument, pensa-t-il, celles qui disent je t'aime sans se vendre. Ça a commencé.

 

Ils marchaient rue après rue, tournaient à de nombreux coins que la jeune fille regardait absorbée et toujours agenouillée sur le siège, les mains posées sur la fenêtre.

 

-Nous sommes loin de chez nous, Jésus-. Elle le regardait et ses lèvres tremblaient, au bord des larmes. Cette fois, il ne répondit pas. Ce n'est qu'au bout d'un moment, la voyant pleurer en silence, qu'il lui dit :

 

-Nous arrivons.

 

La lumière du jour s'est transformée en obscurité lorsque nous sommes entrés dans l'obscurité du garage. Le gardien parlait au téléphone dans sa cabine et le saluait à peine. La voiture montait en spirale sur deux, trois, quatre étages, et Sofía s'accrochait fermement à son bras, à nouveau unie à lui par la peur. A l’entrée du dernier étage, un ruban adhésif courait d’un mur à l’autre. Les ouvriers qui rénovaient l'appartement étaient déjà partis. La voiture a cassé le ruban adhésif et s'est garée sur l'une des places arrière.

 

Il a arrêté le moteur. Il passa son bras droit sur le dossier de Sofia et la regarda.

 

-Je ne comprends pas, laisse-moi sortir, est maman ?

 

Il la prit par les épaules, et peu importe combien elle essayait de s'éloigner en pleurant, il la rapprocha de son corps. Jésus commença à fredonner une chanson pour enfants qu'il avait apprise étant enfant. Elle n'a jamais su si eux, les innocents, la reconnaissaient, elle n'a jamais


 

vraiment pu le savoir. Mais la chanson l'a calmé. Cela lui rappelait les après-midi il dormait dans le lit de sa mère.

 

Il tenait Sofia de ses mains dures comme la pierre. Puis il posa sa bouche sur la sienne, la faisant taire. Les cris se sont arrêtés, le garage est revenu au silence de l'essence renversée. Les lèvres de Sofia criaient maintenant en lui, et il l'entendait en lui, dans sa poitrine. Bientôt, elle ferait partie de lui pour toujours.

 

Elle essayait de crier, mais elle s'étouffait. Ses bras le frappèrent, mais ils ne purent rien faire.

Et Jésus a pleuré lorsqu’il s’est rendu compte que ces lèvres fines et toujours pâles ne prononceraient plus jamais de paroles discréditantes ni ne blesseraient qui que ce soit.

 

D'une main il tenait la tête, de l'autre le corps. Puis il se mit à la bercer, fredonnant la mélodie de son enfance, la berceuse qui parle des enfants seuls et perdus dans les ombres qui avancent au crépuscule.

 

 

 

 

 

 

 

COMMENTAIRES SUR ANDRÉS

 

Je te vois pleurer au lit, tandis que le soleil de midi reste derrière les stores, et je pense que c'était justement ce matin lorsque nous nous sommes rencontrés au café. Vous vouliez retrouver Sonia et vous espériez l'appeler en quittant le travail cet après-midi. Vous m'avez parlé de son dévouement envers vous toutes ces années, malgré les combats et les désaccords. Vous n’en trouverez jamais de meilleur, disiez-vous.

 

Mais je n'oublie pas non plus la façon dont tu as commencé à regarder la fille à l'autre table.

 

Il était encore très tôt. Après presque un an sans vous voir, vous aviez envie de discuter avant de vous rendre au bureau pour me faire part de votre décision. C'est seulement maintenant, Andrés, que tu as réalisé l'heure, comme si tu avais soudainement vu des cheveux gris dans ta barbe en te rasant, plus que la peur ne te permettait de tolérer. Ou peut- être vous êtes-vous retrouvé à vous parler dans le miroir, dans la salle de bain en désordre, sans obtenir de réponse.

 

Mais Sonia perdait de l'importance dans tes paroles, tandis que je regardais par la fenêtre le mouvement de la rue. L'odeur de moisi de ce bar m'a rappelé des souvenirs de la maison


 

de tes parents. Je n'ai jamais su d'où cela venait exactement, que ce soit du parquet enfoncé dans les coins ou des murs.

 

Quand je restais manger, j'observais les bas-reliefs du lustre de la salle à manger, les taches humides formant des figures au plafond. Mais toi et tes parents ne sembliez pas vous en soucier. Ils parlaient comme si les éclats de peinture tombés sur la table n'existaient pas.

 

Quand ton vieux est rentré du travail, alors que nous jouions au ballon dans la cour, nous l'avons entendu frapper à la porte de la salle de bain.

 

-Donnez-moi une serviette propre ! -il l'a dit à ta mère. Puis il entra dans la salle à manger avec une odeur d’eau de Cologne rance. Ils ont parlé, oui, mais vous voyez ce que je veux dire. Ils échangèrent des mots sans vraiment se répondre. J'ai levé les yeux de mon assiette dans l'espoir de découvrir le seul moment leurs regards coïncideraient. Mais avant cela, votre vieille femme a apporté le plateau de fruits, et il a commencé à éplucher une pêche jusqu'à ce qu'elle s'effondre presque entre ses doigts, en la buvant dans son verre de vin. Sa barbe était tachée de rouge, puis il changea brusquement. En raison de son attitude soumise, le servant presque comme une servante, elle s'approcha de lui pour lui sécher le visage. D'abord d'une main, puis d'une paume ouverte, couvrant les joues et le menton, les frottant avec une tendresse qui augmentait avec une intensité imperceptible. Leurs regards, à ce moment-là, se rencontrèrent pour la première fois de la journée. Tout à coup, tu m'as dit :

 

-Allez!-. Nous allions jouer dans ta chambre. Vous avez fermé la porte et la scène de la salle à manger a toujours été tronquée dans mon imagination.

 

À la maison, mes parents se disputaient toujours, donc je ne comprenais pas vos soupçons, si je peux l'appeler ainsi. Vos parents, bien qu'étranges sur certaines choses, semblaient s'aimer.

 

"Je ne me marierai jamais", as-tu dit un jour pendant que nous écoutions des disques. Tes lèvres prononçaient ces mots au son de la musique, et je n'osais pas te répondre, je ne savais juste pas quoi dire.

 

Les tables se remplissaient petit à petit. Il était presque neuf heures du matin et je devais me rendre au bureau. Quand j'ai voulu te parler de ma femme, tu as posé ta main sur mon bras en regardant vers cette fille. C'est vrai, elle était belle. D'une manière ou d'une autre, toutes les femmes que j'ai vues avec toi se ressemblaient, même Sonia.

 

C'est pourquoi j'avais besoin de te parler d'elle avant que tu essayes de l'appeler, mais ta bouche vantarde m'a encore rendu gêné. Tu t'es levé et ce geste d'ennui m'a gêné lorsque j'ai essayé de t'arrêter, comme si tu disais que je te gênais aussi. Ta façon de séduire un parfait


 

inconnu m'a fait réfléchir à ma maladresse. J'ai regardé le serveur et j'ai su à son sourire qu'il vous connaissait déjà.

 

Je me souviens de la nuit nous avons dîné tous les quatre chez toi. Nous avons passé un bon moment, et puis c'est arrivé. Je n'ai rien compris, jusqu'à ce que ma femme te crie :

 

-Cochon, fils de pute ! Je ne l'avais jamais entendue parler ainsi. J'ai vu ta main s'éloigner d'elle et j'ai su ce qui s'était passé. Tu étais ivre, mais à ce moment-là, je m'en fichais.

 

Tu as reçu mon coup de poing avec une vraie fierté, je le voyais sur ton visage. Vous m'avez présenté vos excuses pendant que j'essayais de vous retenir. Tes lèvres saignaient, tachant ma chemise. Je ne sais pas ce qu'ils penseraient en nous voyant, mais je ne pouvais pas te lâcher. Je t'ai emmené sur le canapé et je t'ai essuyé la bouche avec le mouchoir. C'est juste que j'ai toujours été prêt à te pardonner parce que j'enviais ta façon d'être avec les femmes, ce défi entre naïf et arrogant que je n'ai jamais eu.

Toute la nuit, nous avons parlé, appuyés contre l'encadrement de la porte sur rue. "Je ne sais pas si j'aime Sonia", m'as-tu avoué. Vous n'étiez pas non plus sûr d'avoir

jamais ressenti la moindre affection pour toutes les femmes avec qui vous aviez couché. J'ai pensé aux visages de ceux que j'ai connus et j'ai eu honte.

 

Puis tu as pleuré, je me suis résigné à supporter tes larmes jusqu'à ce que tu sois sobre.

De la chambre sortaient les paroles irritées et furieuses de votre femme et de la mienne, pendant qu'elles préparaient les valises de votre Sonia. Tu t'es alors appuyé contre moi en me disant, avec une certitude irrémédiable, que tu n'étais pas capable d'aimer.

 

Une fois, quand nous étions enfants, je t'ai vu aussi effrayé que cette nuit-là. J'étais arrivé en retard chez toi. Des bruits étranges venaient du bas. Le couloir était long et dans l'obscurité qu'une vieille lampe ne pouvait jamais surmonter, le bruit des animaux gémissait et j'éprouvais plus de curiosité que de peur.

 

-Que se passe-t-il? Sont-ce les voisins ?

 

Ma question était innocente, je le jure. Je ne voulais pas paraître sarcastique. Par contre, vous avez interprété ce que je ne voulais pas dire. Quelques semaines plus tôt, à l'école, nous avions suivi un cours d'éducation sexuelle, au cours duquel nous riions et nous donnions des coups de coude en regardant les illustrations. Par la suite, il n’y avait plus d’autre sujet de conversation en dehors de l’école. Nous avons tous célébré les plaisanteries de Bermúdez, qui imitait avec sa voix flûtée les cris d'une femelle en chaleur.


 

Comment ne pas s'en souvenir maintenant, comment éviter de s'en souvenir cet après- midi-là.

 

Tu m'as poussé et tu as fermé la porte. Je restais sur le trottoir, sentant l'humidité qui venait de chez toi, par la lourde et haute porte. J'allais insister, mais quand j'ai pensé à ton visage, je n'ai pas osé.

 

Alors que j'examinais des dossiers à mon bureau, à onze heures et demie, j'ai reçu un appel. Ta voix sonnait très mal, comme celle du soir de la séparation. J'ai parlé au patron, j'ai trouvé une excuse pour un problème familial et il m'a laissé sortir.

 

J'ai découvert l'hôtel, cette auberge minable, aux frises rongées par l'humidité et la pluie et aux deux fenêtres fermées, comme il se doit toujours.

 

Les pièces sont condamnées à l'obscurité au gré des rencontres entre ceux qui ne veulent pas tant se voir, mais plutôt ressentir cette odeur humaine fragmentée, divisée par les cosmétiques, les cigarettes et l'arôme du temps sur les vieux murs. Une construction très similaire à la maison de vos parents. C'est pour ça que tu l'as choisie, je pense. Oui, je te connaîtrai, vieil ami.

 

Je suis allé poser des questions sur la chambre, le concierge m'a raconté ce qui s'était passé avant et après avoir vu l'homme qui avait fui l'hôtel. Quand je l'ai quitté, il soulevait déjà le tube téléphonique. J'ai marché dans le couloir et des putes se sont cachées quand elles m'ont vu. J'ai vu la porte ouverte. Je t'ai trouvé au lit, presque nu, mais je n'ai pas trouvé de traces d'alcool dans tes yeux. Tu tremblais et je t'ai couvert avec les draps.

 

-Ne m'explique rien.

 

Pourtant, vous en aviez besoin. Puis j'ai vu le corps de la jeune fille sur le sol, de l'autre côté du lit, probablement avec le cou cassé.

 

-Nous sommes arrivés, tout allait bien. On se déshabille, on s'allonge sur le lit. Puis le type est apparu, je ne sais d'où... il attendait ici....

"Pleure, défoule-toi", je t'ai dit avec les mots minimes et tièdes d'un ami.

 

-Le gars m'a attrapé les bras pendant qu'elle prenait mon portefeuille et ma montre. Et ils ont ri, tu me comprends ?, ils ont ri...

 

Je t'ai tapoté doucement les joues. Cheveux en désordre, visage sale de larmes.


 

Tellement semblable au petit Andrés qui m'a accueilli un après-midi avec l'expression la plus dénuée de protection que j'aie jamais vue de ma vie. Tu as toujours ce visage, après tant d'années, le même que je n'aurai plus jamais même si je me regarde dans le miroir pendant des heures, à la recherche d'un trait de qui j'étais. C'est pourquoi je te détestais, ne sentant plus mon estomac se retourner à l'idée que tu étais mon ami, que j'étais ton meilleur ami, et pourtant je te détestais.

 

-J'ai supporté leurs blagues pendant un moment, mais elles ne voulaient pas s'en aller. Le gars ne m'a pas laissé partir et elle a dit des choses stupides pour me rendre nerveux. Quand Mina lui a dit de m'attacher et qu'il a relâché mon emprise pendant une seconde, je me suis jeté sur elle.

 

Vous regardiez vos mains comme si ce n'étaient pas les vôtres, tachées de sang séché sur les cheveux du dos. C'est seulement à ce moment-là que j'ai pensé à les serrer entre mes paumes, comme je le faisais quand nous étions enfants, rappelez-vous. C'était le lendemain de l'après-midi, ou peut-être plus tard. Nous avons quitté l'école, mais nous n'avons pas marché sur le trottoir jusqu'à chez vous. Nous avons marché jusqu'au parc pendant que certains garçons enlevaient leur combinaison et frappaient la première balle du match. Sans les regarder, vous avez commencé à parler. Et pendant ce temps, j'imaginais chaque pas que tu faisais dans cette maison dont je ne connaissais pas complètement les recoins, même si je connaissais l'atmosphère, l'odeur qui offrait à chaque secteur d'ombre de mes souvenirs un cadre défini et adéquat. J'ai vu ta maison à midi. Un lampadaire au fond du salon. La salle à manger sombre, habitée uniquement par la silhouette noire de la table, les chaises écartées, les assiettes non soulevées. Au-delà de la lumière, le couloir qui menait aux chambres. Au fond, la porte donnant sur la cour, avec ses vitres dépolies qui dessinaient les ombres des arbres se balançant au gré du vent. Je t'ai vu marcher sur les éternels restes de peinture tombés du plafond, parcourir les pièces dans ton insomnie forcée. En attendant que les

bruits se calment, les gémissements insupportables à côté de votre chambre. Vous aviez un gros pyjama, les manches dépassaient la longueur de vos bras, le pantalon glissait de vos hanches.

 

Mais on ne pouvait plus être dans la cuisine, ni assis dans l'obscurité de la salle à manger. Vos yeux se fermaient, et chaque cri, chaque appel ouvrait vos paupières comme s'il y avait un doigt invisible devant vous.

 

-André! Ils te cherchaient. Perdant espoir qu'ils ne le feraient pas cette fois, tu as sombré, comme chaque nuit, dans le désespoir qui s'est répandu sur ton visage.

 

Ensuite, vous y êtes allé, vous avez obéi, car ne pas le faire, c'était attendre la punition du lendemain matin. Vous avez vu la lumière, pâle, jaune, sortir de la porte entrouverte de la chambre de vos parents. Et même si vous saviez ce que vous alliez trouver, vous aviez l’idée


 

stupide que cette nuit serait différente. Mais l'ombre de la main de ta mère sur le mur, comme une énorme araignée, se déplaçait en signal d'appel.

 

Elle était nue sur le corps de ton père, et son bras bougeait aussi, te réclamant. Toi, la transpiration coulant sur ton corps, tu as séché tes mains sur ton pyjama.

 

Ensuite, le pantalon s'est desserré et est tombé sur vos pieds. Vous ne vous en êtes pas rendu compte. Tes yeux, grands et effrayés, regardaient et ne voyaient pas. Vous ne l'avez découvert qu'en entendant leurs rires. Votre vieux n'a pas pu se contenir et elle lui a dit quelque chose comme "pauvre gars, ce n'est pas de sa faute", en riant. Il l'a encouragée, "mais c'est déjà un homme", et vous a demandé de vous rapprocher de la lumière. Vous ne les regardiez plus, mais vous regardiez plutôt votre boxer, tendu et mouillé par quelque chose qui n'était pas de l'urine.

Le concierge a déjà faire ce que j'ai demandé, et avant que la police ne franchisse la porte, je vais vous dire ce que je n'ai pas pu mentionner ce matin. Ce que je t'aurais dit si tu ne t'étais pas laissé empêtrer dans ce corps de fille indifférente, de fille trompeuse, comme tout le monde. Pour vous donner de mes nouvelles de la meilleure façon possible, en vous épargnant de ce que vous avez déjà fait, cette mort qui est à côté de nous.

 

Je peux déjà vous dire que ma femme m'a quitté. Après la nuit du combat, j'ai insisté pour te défendre, je te l'ai déjà dit, et il m'a abandonné des mois plus tard. Je ne t'ai pas appelé parce que je te ressemblais trop. Ivre et stupide dans ma solitude. Mais tu n'as plus à t'inquiéter, même pas à appeler Sonia pour attendre ta sortie de prison.

 

Je m'occupe d'elle maintenant.

 

 

 

 

 

 

GLORIA

 

Je ne l'aime pas, et pourtant je la cherche depuis dix mois. C’est le désir impérieux de la garder à mes côtés qui me fait suivre ses traces.

 

Comme lorsque nous vivions ensemble, et dans le vieux lit de l'appartement d'Almagro, il m'a raconté les problèmes dans lesquels il s'était retrouvé mêlé. Je dois me convaincre que ce n'est pas de l'amour, même si c'est terriblement semblable, ce besoin de la manquer que ressent ma mémoire. D'autant plus en ce moment que je crois l'avoir enfin trouvée dans la petite maison d'en face, dans ce quartier reculé de Lomas de Zamora, entre les grillages et les chiens sales qui aboient après les garçons qui jouent au ballon dans la rue. Je suis assis ici depuis des heures et j'essaie de ne pas attirer l'attention des voisins, mais c'est inutile. Les gens regardent la voiture avec curiosité, les femmes avec leurs sacs de courses, les enfants avec leur salopette ouverte. Dans chacun d’eux, j’espère voir Gloria, sa beauté inaltérable se


 

détachant parmi les signes accablants de la pauvreté. Il n'a jamais pu me convaincre lorsqu'il disait que sa place était parmi ces gens-là.

 

Dix mois plus tôt, il m'avait abandonné, laissant tout ce qu'il avait apporté : les rideaux, les draps neufs et les nappes tissées sur les tables de nuit, la tasse de café encore marquée de ses lèvres. Des choses qu'elle apportait uniquement pour se sentir calme avec l'inévitable mandat de la vie domestique, même si elle était toujours différente des autres femmes. Je me souviens de la première fois il a avoué avoir participé aux manifestations, me décrivant les blessés dans les rues et les tirs contre les murs de la rue Defensa. Il m’a parlé de la chute future du gouvernement de facto comme s’il récitait un poème épique, beau et improbable.

 

Peut-être l'ai-je croisé bien avant de la rencontrer, entre les tirs, en esquivant les balles et les gaz lacrymogènes, au milieu du tumulte. Elle était persécutée, violente et effrayée. Moi, l'enregistreur dans mes mains tremblantes, courant d'un trottoir à l'autre près du Congrès ou de la Maison du Gouvernement. Se croiser sans le savoir, sans imaginer que quelque temps plus tard nous serions dans le même lit, nous appelant amoureux, et étrangement heureux. Près d'un an s'était écoulé depuis le coup d'État, il passait de plus en plus d'heures aux réunions de son parti dans un endroit caché de La Boca.

 

Il n'a jamais voulu me dire quoi que ce soit en détail, c'était pour ma protection, m'a-t-il assuré.

 

Un mois après qu'elle m'ait abandonné, j'ai frappé à la porte de la rédaction pour exiger une couverture médiatique de l'attaque. Parce que ce matin-là, j'avais entendu à la radio la nouvelle de l'explosion dans la maison d'un chef militaire, et je me suis souvenu de ce que Gloria m'avait dit en partant : qu'ils étaient sur le point de faire quelque chose d'important et que je ne voulais pas m'engager moi-même, que nos modes de vie étaient incompatibles. . Elle l'a fait avec son émotion habituelle, ce geste d'engagement mélodramatique. Elle est repartie habillée comme lors de sa rencontre, avec son pantalon légèrement serré, son chemisier blanc déboutonné jusqu'à la naissance de ses seins, sans peinture ni colliers, juste le mouvement harmonieux de ses cheveux bruns tombant sur ses épaules. La maison du soldat était désormais détruite et la bombe semblait avoir crié le nom de Gloria en explosant.

 

L'éditeur m'a finalement donné l'autorisation, mais il fallait d'abord que je le vende. J'ai lui dire qu'elle était entre mes mains. Il m'a fait raconter comment nous nous sommes rencontrés lors de la dernière assemblée avant le coup d'État, comment nous sommes tombés amoureux et j'ai découvert ce qu'il faisait. J'ai inventé une histoire sur la façon dont j'avais découvert ses projets simplement en l'emmenant au lit et en lui faisant l'amour jusqu'à ce que je la force à tout me dire.

 

"La trahison et la prostitution sont la même vertu ineffable des femmes", ai-je dit à mon


 

patron.

 

Puis, comme un enfant qui ment pour la première fois, j'ai réalisé que je ne pouvais pas reculer. Elle avait vendu son nom, l'image du leader violent et subversif que je n'ai jamais vraiment connu. C'est pourquoi j'avais besoin de chercher l'autre Gloria, celle qui se sentait protégée rien qu'en étant avec moi.

 

La semaine suivante, j'ai publié une chronique entière consacrée à la guérilla accusée de l'attaque. Au début, il s’agissait de données dont d’autres journaux disposaient déjà ; La deuxième semaine, j'ai décidé de remettre mon entretien avec la mère de l'amie de Gloria. J'ai rendu visite à Mme Fay à Belgrano, dans un manoir qui a avoir l'effet inverse de celui que cette femme souhaitait pour sa fille Cristina, dont Gloria parlait rarement. Il est étrange de voir comment tous, militants, peuvent cacher leurs pensées ou diviser leur esprit en deux vies parallèles. Être amants et en même temps étrangers. Seuls les hommes comme moi, ceux qui n'ont qu'une pensée, sont simples et aussi plats que peut l'être tout ce qui est inutile.

 

Mme Fay a parlé de sa fille de manière désobligeante.

 

-Depuis l'âge de dix-huit ans, il a commencé à s'impliquer dans ces groupes. Je l'ai vue revenir de la rue avec des pancartes et cette attitude de mépris envers tout ce qu'on lui a donné, l'éducation, la position, vous comprenez ce que je veux dire. Mais aucun gouvernement n’est bon pour eux.

 

-As-tu rencontré ses amis ? -demandé.

 

-Plusieurs fois, il a tenu des réunions dans cette maison, alors que j'étais absent, bien sûr.

Quand je l’ai découvert et lui ai dit de partir, il m’a ri au nez.

 

Il s'arrêta pour chercher sur le bureau un morceau de papier qu'il me tendit entre les mains. Elle m'a dit qu'elle avait accepté cet entretien uniquement pour que je puisse l'aider à découvrir quelque chose sur sa fille.

 

-Tiens, c'est la dernière adresse que j'ai pour elle.

 

J'ai remarqué qu'elle était un peu émue pour la première fois depuis que nous avons commencé à parler, et elle m'a demandé ce que je savais des personnes qui avaient disparu lors des arrestations.

 

Je pensais, sans leur dire, que la terre les engloutissait.


 

 

 

L'adresse que m'a donnée la mère de Cristina était une maison du Général Rodríguez, et avant de partir, je me suis arrêté à la rédaction. Le patron s'est penché près de mon oreille et a murmuré :

 

-Donnez-moi le manuscrit, Beltrame. Ils me font pression d’en haut et j’ai la corde autour du cou.

 

Ensuite j'étais calme, je suppose que c'était la tranquillité, ce sentiment de faire quelque chose que tout le monde considère comme juste sauf une, du moins la plus petite partie de soi.

 

Quand je suis arrivé en ville dimanche après-midi, les rues étaient extrêmement calmes. Quelques chiens aboyaient et se croisaient, interrompant le silence établi. Je me suis arrêté dans une station-service et j'ai demandé quelle rue je cherchais. La maison s’est avérée être située à l’arrière d’une série d’appartements disposés en enfilade. J'ai frappé a la porte.

 

"Je suis une amie de Gloria", dis-je à la femme qui m'a ouvert la porte. "Es-tu Cristina Fay

?" J'ai arrêté la porte avec mon pied avant qu'elle ne se referme sur moi. -J'ai besoin de lui parler, j'étais sa partenaire et elle me manque.

 

Entendre ma propre voix, c'était comme entendre un autre homme faire semblant. Je lui parlais comme un amoureux qui se sent seul, mais je pensais à mon article qui était en ce moment imprimé à Buenos Aires.

 

Quand je l'ai convaincue, elle m'a fait entrer dans une petite pièce vide, comme ces endroits qui ne vont être habités que pour peu de temps. J'ai continué à lui parler et à observer ses beaux yeux, bien que pas aussi beaux que ceux de Gloria. Cependant, sa méfiance ne s’est pas atténuée, comme si elle pouvait aussi entendre les bruits des machines à imprimer dans ma tête. En m'approchant de son oreille, je lui ai parlé presque en pleurant.

 

-Tu ne peux pas imaginer à quel point elle me manque, à tel point que depuis sa fuite, je n'ai couché avec personne d'autre.

 

Puis j'embrassai doucement son oreille, posai une main sur sa cuisse, et il ne résista plus. Pas même ce silence prudent, qui disparaissait avec de fréquents soupirs. C’était comme briser la fragile barrière de son corps d’un seul coup. Mes mains ont commencé à toucher ses seins, les découvrant. Sortir cette robe qui ressemblait plus à un costume de femme au foyer qu'à un costume de combattant de la libération. Son corps était très maigre, presque sous-alimenté au niveau des hanches osseuses, des cuisses flasques, marqués de brûlures et de traces d'aiguillons du bétail.


 

Mais mon esprit s'égarait toujours, pensant aux mots de mon prochain message, et le visage de Gloria m'est soudainement apparu. À ce moment-là, nous avons fini et je me suis éloigné. Cristina était épuisée et, à son regard perdu, je savais que peut-être elle ne sortirait plus jamais de ce lit. Mes bras, pensais-je, mon corps, avaient été le dernier remède, l'extase et l'électricité qui guérissent et endommagent à la fois.

 

Pendant que je m'habillais, elle a regardé plusieurs fois par la fenêtre, comme si elle cherchait quelque chose, mais je l'ai ignorée. Puis il m'a regardé un instant et a commencé à fouiller dans quelques dossiers sur le sol à côté du lit.

 

"Quoi qu'il arrive, ne parle jamais de nous", m'a-t-il dit en me tendant un morceau de papier.

 

Je suis reparti de avec le papier froissé dans la main droite, une feuille d'agenda avec l'adresse de Gloria. Elle était peut-être son amie la plus proche, et avec qui il croyait avoir commis une trahison personnelle, petite et puérile peut-être, mais qu'il allait se rattraper en lui rendant son amante.

 

À mon retour à Buenos Aires, Mme Fay m'a harcelé avec ses appels.

 

"Ce n'est pas ce sur quoi nous étions convenus, vous avez déformé tout ce que je vous ai dit", s'est-elle plainte au téléphone, en me prévenant qu'elle me ferait fuir le pays.

 

J'ai cherché le journal du matin et j'ai lu un fragment méconnaissable de ma note.

 

Les faibles lueurs d'humanité avec lesquelles je voulais colorier la famille Fay avaient disparu. Cela ne servait à rien de se précipiter dans le bureau du patron.

 

En se levant de sa chaise, il a pointé son doigt vers moi comme un pistolet.

 

" C'est ce qu'ils allaient nous faire, à toi et à moi, si je ne le changeais pas. " Sa voix devint un murmure. -Pendant que tu baisais avec cette mine à Rodríguez, ils te suivaient, puis ils l'ont emmenée. Ils ont même kidnappé un agenda que, comme un idiot, il n'a pas pu voir.

 

Je me suis assis, j'ai desserré ma cravate et une sueur froide a commencé à couler dans mon dos.

 

-Hier, ils m'ont rappelé d'en haut. Ils m'ont donné toute une liste de personnes qui ont besoin de se faire baiser, tu comprends ce que je veux dire ? -. Et il se mit à répéter en se frottant le visage encore et encore : -On est foutus... Je retournai à mon bureau et verrouillai la porte. Les murs me semblaient quatre hommes et huit yeux imperturbables. Chaque faux pas


 

m'impliquait et j'avais tellement peur pour ma vie que je n'étais capable que d'un seul acte.

 

Cette foutue réaction qui a finalement été responsable de ma survie. Je suis retourné à la machine à écrire et j'ai commencé à taper comme un bourreau.

 

J'ai longtemps hésité à continuer à chercher Gloria. Je savais que son adresse n'était plus à l'ordre du jour de Cristina, donc aller la voir signifiait nous enterrer tous les deux.

Chaque semaine, je prolongeais ma vie en livrant au journal mon lot de nouveaux noms. Des hommes ou des femmes soupçonnés de militantisme subversif étaient mentionnés dans ma chronique, et s'il leur arrivait quelque chose, je ne voulais pas en savoir plus. Mais à la rédaction, mes collègues étaient chargés de me laisser sur mon bureau des rapports, des notes de décès inexpliqués, de disparitions, de raids et d'enlèvements qui, une fois publiés, changeraient leurs noms en d'autres plus conformes à la volonté dominante de rassurer le personnes. Ils ont laissé des notes anonymes sur le pare-brise de ma voiture et m'ont traité avec distance, méchanceté mais crainte, et j'ai appris un nouveau type de respect. La tension chaque matin face à la machine à écrire me donnait la nausée. Peut-être que mon corps se flagellait à cause des défauts de mon esprit. Je suis restée au lit pendant trois semaines, avec de la fièvre et une méningite qui m'ont laissé très faible. Seule Gloria pouvait me sauver de la chute qui me paraissait inévitable.

 

C'est pourquoi je suis venu à Lomas de Zamora pour chercher sa maison. Cela fait des heures que j'attends devant la porte, endurant le froid du matin et la pluie surprise de l'après- midi. Mais je ne l'ai pas vu. Je sors de la voiture et me mélange aux gens, au cas ils me surveillaient.

 

D'un coin, je la vois enfin sortir, toujours aussi belle. Il me vient à l’esprit qu’elle, par sa simple présence, est capable de racheter n’importe quel homme dans le monde. Regardez partout et courez vers l'autre coin en levant un bras pour arrêter le bus. Je sais que je n'ai pas le temps de chercher la voiture. Le bus s'arrête et elle monte, je cours et je le rattrape. Il pousse ceux-là devant, ils protestent et je vois Gloria se retourner.

 

Il m'a vu. Et à son regard, je réalise qu'elle me fuit comme si un criminel la poursuivait.

 

-S'il vous plaît patienter! -lui a crié.

 

Peut-être qu’un seul mot de sa part suffit à me faire sentir différent. Pas aimé, pas même pardonné, mais différent, autre que moi-même ou l'homme que je suis devenu.

 

Le bus est plein de monde. J'essaie de me frayer un chemin. Elle se faufile parmi les passagers. Quelqu'un se met en travers de son chemin, alors j'arrive à l'atteindre en lui tendant le bras. Je m'apprête à le faire, je peux toucher avec mes doigts le manteau bleu que


 

je lui ai offert pour son dernier anniversaire. Il l'a toujours, et c'est un signe réconfortant qu'il ne peut pas m'oublier.

 

Puis il me regarde une fois de plus. J'espère juste entendre ta voix. Mais tout ce que j'obtiens, c'est un regard de peur. Seulement la peur. S'il me détestait, s'il y avait au moins un mépris indescriptible dans ces yeux, cela suffirait peut-être à me justifier.

 

Le bus s'arrête à un feu tricolore et elle s'enfuit. Je la suis, mais la porte se ferme au nez. Maintenant, il me regarde depuis le trottoir, et soudain deux Falcons s'arrêtent à côté de lui.

 

-Ouvrir! -Je crie après le chauffeur, mais il ne m'écoute pas. Deux hommes descendent des voitures, saisissent Gloria par les bras et lui couvrent la bouche. Elle résiste, donne des coups de pied comme un animal. Les gens regardent par la fenêtre et murmurent.

 

Ils ont déjà chargé Gloria dans l'une des voitures. Ils démarrent et dépassent le bus dans le crissement des pneus sur l'asphalte, franchissant les feux rouges.

 

Je reste immobile, entouré de gens qui me regardent et ne disent rien, entouré de cette odeur humaine insupportablement accusatrice.

 

 

 

 

 

LA FÊTE D'ANNIVERSAIRE

 

Lucas a eu huit ans aujourd'hui.

 

Je suis arrivé chez Lucila en milieu d'après-midi. La fête n'allait pas commencer avant six ou sept heures, mais ils voulaient que je sois pour acheter des choses de dernière minute au magasin, porter des sacs et des caisses de soda, ou divertir les enfants pendant que ma sœur et les autres mères s'asseyaient pour se reposer. .

 

"C'est pour ça que je suis ici", lui dis-je. Comme si je n'avais rien à faire.

 

-Et qu'est-ce que tu dois faire ? -elle m'a répondu.

 

Tue-moi, lui aurais-je dit, prépare le projet de mourir le jour de mon dix-neuvième anniversaire. Mais je suis resté silencieux, et dans ses yeux durs, inflexibles comme ceux de maman, j'ai vu, l'espace d'un instant, juste un soupçon de pitié. Comme toujours, pour ne pas polémiquer, nous avons changé de sujet, ou en réalité chacun s'est occupé de ses affaires. C'est comme ça que nous avons appris à vivre ensemble après la mort de papa. Le vieil homme m'a protégé. C'était mon armure, mon bouclier contre les attaques verbales teintées d'affection de maman et de Lucila. Les hommes se défendaient les uns les autres, et c'était ma façon de grandir.


 

Mais mon esprit et ma mémoire sont une chose, mon corps en est une autre. C'est ce qu'a dit l'un des nombreux médecins que j'ai consultés au cours des huit dernières années et dont je ne me souviens plus des noms et des visages.

 

Je sais cependant qu'il y a des souvenirs enregistrés dans le corps.

 

Comme ce jour je suis sorti en courant du terrain vague de l’autre pâté de maisons et j’ai ouvert la porte de la maison. Le chat s'est enfui en miaulant vers la cuisine. Papa a regardé dehors, puis j'ai étouffé mes mots, je les ai avalés avec de la salive et de la sueur.

Parce que j'ai découvert, même si le visage de mon vieux était le même que toujours lorsqu'il se disputait avec maman, cette expression de patience amère, que plus rien n'était pareil.

 

Le miaulement avait été comme la cloche qui annonce un nouveau tour, ou les ciseaux qui déchirent le tissu, et dans les deux cas, il n'y a pas de retour en arrière. L'odeur des fritures, la télévision allumée, la table préparée avec la nappe en toile cirée et la bouteille de Coca-Cola étaient là comme tous les jours. J'ai entendu la voix de maman en passant sans m'arrêter devant la porte de la cuisine. Sa voix et les protestations habituelles. A onze ans, je connaissais déjà le caractère de ma mère. Mais cette fois, j’ai senti que quelque chose était différent.

 

Quand je me suis assis, elle est venue mettre le pain sur la table. Puis j'ai réalisé qu'elle pleurait avec des larmes silencieuses, ce qui était inhabituel pour elle. Voyant que je l'avais remarqué, elle s'essuya le visage avec son tablier et me regarda. C'était la première fois que je voyais la peur sur le visage de ma mère.

 

J'allais dire quelque chose, je ne sais quoi, mais papa est apparu et m'a supplié des yeux de me taire. Il la ramena à la cuisine, lui serrant les épaules, tandis qu'elle posait sa tête sur sa poitrine, froissant la chemise en sueur aux manches retroussées. Il gémissait, même si je n'entendais pas les pleurs, et papa pleurait aussi.

 

-Papa! -J'ai crié.

 

Il leva la main pour que je me rasseye. Il ressemblait à un grand orme dirigeant la croissance des êtres qui l'entouraient avec ses grandes branches étendues.

 

Mais l'orme tremblait, et c'était le vent qui sortait du téléphone qui le faisait.

 

Maman a quitté les bras de son homme, qui ne sera plus jamais autre chose que son mari. Les mains fortes de ma mère, celles qui élevaient deux enfants sans aucune aide, soulevèrent le tube. Papa la suivit et posa son oreille sur le combiné.


 

Le comédien à la télévision racontait encore des blagues, je suppose, mais personne ne l'écoutait plus. Les frites brûlaient, mais personne ne les sentait. Je ne comprenais pas ce que disait maman, la plupart du temps qu'elle était au téléphone, elle semblait juste écouter. Puis il a encore pleuré et a laissé tomber le tube. Papa a commencé à parler, il a posé des questions sur Lucila.

 

-Où…? Et j'ai senti, pour la première fois de ma vie, que ma sœur n'était pas seulement la fille qui me dérangeait, la sœur aînée insupportable qui prenait le parti de maman pour me rendre la vie misérable. Son corps était aussi fait de chair et de sang, il pouvait aussi être brisé.

 

-Ce qui s'est passé? -Je demande pour.

 

Maman est allée dans la chambre. Papa a secoué mes cheveux, avec le visage le plus triste que j'aie jamais vu sur lui.

 

-Je savais que ça allait arriver tôt ou tard ! -dit-il finalement, avec la colère qui montait sur son visage plein de peur-. Allons à l'hôpital, mon fils ! Votre sœur est malade.

 

Je savais que Lucila était enceinte, pas malade. Elle avait épousé Marco, après s'être disputée des centaines de fois avec mes parents, parce qu'ils disaient que c'était un méchant. Pendant un temps, Lucila le ramenait à la maison tous les jours.

 

Il était gentil, attachant, il parlait de football, il m'accompagnait parfois au baby-foot ou sur le terrain, mais ils ne se supportaient pas avec maman. Quand il est parti, mes parents se sont disputés et il a fini par être d'accord avec lui.

 

"Je ne sais pas ce qui chez lui ne me donne pas confiance", commenta papa, avec son ton lent et pensif habituel. Mais elle le savait. Je ne pouvais pas lui donner de nom et cela ne pouvait pas non plus être considéré à première vue comme un défaut physique. C'était quelque chose dans sa façon de parler, dans le claquement de sa langue, dans la couleur de ses dents, peut-être.

 

-Qu'est ce que je sais! Mais je ne vais pas les laisser se marier ! Ils se sont mariés et sont allés vivre chez la mère de Marco. Mais la femme est décédée cinq mois plus tard. À cette époque, Lucilla revenait très rarement à la maison. Quand maman l'a appelée, la voix de ma sœur ressemblait à un mal de gorge à force de pleurer.

 

Mais maintenant, presque sur le point d'accoucher, ma sœur était à l'hôpital, battue, ont dit les médecins. Cependant, ils n’ont pas parlé du bébé et n’ont pas mentionné la violence des coups.


 

Les garçons sont arrivés et ont commencé à jouer dans la cour avec mon neveu.

 

Lucila préparait la table avec ses amies et se tourna vers moi. J'ai regardé les garçons jouer, mais elle, comme toujours, ne pouvait pas me voir calme. Le voilà qui revient, me suis- je dit.

 

-Comment va le nouveau docteur ? -il a demandé, et c'était une façon de m'enquêter, de surveiller mon esprit. Personne, depuis huit ans, ne m'avait permis de rester assis un instant. Comme si me laisser divaguer était dangereux.

 

-Comme tous. Mais vas-tu me contrôler maintenant ?

 

Papa t'a laissé faire ce que tu voulais, et te regarde, tu ne travailles ni n'étudies, tu te promènes simplement sans aucun bénéfice.

 

-Mais arrête de me baiser, toi et maman ne me laisserez pas tranquille, ils comptent chaque respiration et chaque mot que je dis. On dirait qu’ils avaient peur de me laisser grandir.

 

J'ai grandi, si tu ne l'as pas remarqué, j'ai fait des choses que tu ne pourrais jamais faire.

 

Lucila vient de me lancer un regard tendu, même si je ne sais pas si c'était un regard furieux ou compatissant. Elle avait, comme ma mère, la particularité d'aimer mais sans le montrer sinon avec rigidité. Les femmes, m'a dit papa, ont tellement d'amour qui déborde qu'elles ne savent pas comment le contrôler et elles deviennent nerveuses.

 

Ensuite, nous assemblons les cartons pour la scène des marionnettes. Un marionnettiste était venu, mais son partenaire était malade, dit-il, alors Lucila m'a rapidement demandé de l'aider.

 

"D'accord, petite sœur, à ton service." Elle sourit avec condescendance, ses lèvres semblaient comme deux bords qui voulaient couper l'air que je respirais.

 

Avec le gars, nous nous sommes tenus derrière le rideau et avons commencé à inventer une histoire. J'étais un peu surpris que les enfants se moquent de cette histoire qui me paraissait si ridiculement fausse et joyeuse : deux chasseurs qui ne pouvaient rien tuer à cause de leur maladresse. À la moitié de l'histoire, j'ai pensé qu'il était temps de l'assaisonner d'émotion et j'ai attrapé un couteau par terre, avec lequel nous avions coupé les cordes qui attachaient la scène à notre arrivée.

 

"Nous ne pouvons pas rentrer à la maison sans rien manger", a déclaré mon personnage.


 

Le marionnettiste m'a regardé dans les coulisses.

 

-Mais il n'y a rien à chasser, petit ami. Ne vous sentez-vous pas désolé pour les pauvres petits animaux de la forêt ?

 

Puis j'ai levé le couteau avec les mains en chiffon de ma poupée.

 

-Non! La voix de Lucila était celle qui criait, si étrange au milieu de la fête, comme si un meurtrier avait fait irruption, répandant le sang autour des enfants. mer de sang. Alors mon vieux me regarda, me prenant en pitié malgré l'inquiétude qu'il devait avoir pour sa fille.

 

-Va t'acheter un Coca au bar, tu es un peu pâle. Il m'a donné des pièces. Maman ne m'a même pas regardé, elle regardait la porte qui menait au bureau de Lucila.

 

Un peu plus tard, je suis retourné dans la salle d'attente. Un médecin parlait à maman et papa.

 

"Ils l'emmènent à la salle d'opération", m'ont-ils dit plus tard. Il n’y avait rien d’autre à faire que d’attendre.

 

-Prends un taxi pour rentrer chez toi et dors un peu, demain matin je te raconterai ce qui s'est passé.

 

-Je ne veux pas, papa. Je n'ai pas sommeil.

 

"Faites ce que je vous ai dit", a-t-il insisté, mais ensuite nous avons entendu des cris venant de la porte d'entrée vitrée, puis un fracas de verre et de nouvelles voix et de nouveaux coups. Les agents de sécurité ont couru vers le comptoir, un homme a crié :

 

-Ma femme! Que font-ils à ma femme ?! Mais je n'avais pas besoin de regarder papa pour savoir que lui aussi avait réalisé qui j'étais. Gustavo a eu du mal à se libérer des gardes.

Pendant un moment, je me suis senti désolé pour lui. De la colère puis de la pitié pour ce garçon de dix-neuf ans qui ne semblait pas se rendre compte de ce qu'il faisait.

 

"Il se drogue", dit papa, et ses poings tremblaient, comme s'ils allaient à tout moment frapper son gendre. Mais il est resté immobile, pleurant, et ma mère s'est écartée, regardant l'ascenseur qui menait à la salle d'opération.

 

Nous savions depuis longtemps que Gustavo se droguait. Lucila l'avait caché tout au long de leur cour. Après son mariage, il avait entamé une rééducation qu'il n'a jamais terminée.


 

Les gardes sont passés devant nous avec lui, lui tenant les bras.

 

Gustavo nous regardait avec haine. Ses yeux étaient brillants et ses vêtements avaient une odeur étrange. J'ai regardé ses bras, pleins de morsures infectées. Papa s'est finalement levé et l'a attrapé par la chemise. Les gardes l'ont séparé, mais mon vieux a réussi à lui saisir le visage et à le frapper presque légèrement, puis à lui cracher dans les yeux. Mais Gustavo ne semblait rien ressentir.

 

-Je viens chercher ma femme ! -il a continué à crier. Puis il a profité du fait que les gardes l'avaient un peu relâché et lâché. Il sortit un couteau de sa ceinture et commença à menacer tout le monde comme un animal acculé à la recherche de sa femelle. Les gens venus regarder s'éloignèrent, formant un demi-cercle vide autour d'eux.

 

Il était une heure du matin, il restait quelques médecins qui traînaient dans les cabinets. Les lumières fluorescentes formaient des halos étincelants au-dessus de nous. Mes parents et moi étions fatigués, nous voulions rentrer à la maison et nous réveiller le lendemain matin en sachant que ce n'était qu'un mauvais rêve.

 

Mais la réalité des lumières était cruelle. Le fil du rasoir brillait comme nos yeux endormis. J'ai vu Gustavo arriver comme une figure brillante qui m'a surpris par son génie, et je me suis réveillé au contact de ses mains. Ma rêverie dura peut-être trente secondes, mais il était trop tard lorsqu'il attrapa mon bras et posa la pointe du couteau sur mon dos. J'avais mon visage pressé contre lui et, même si j'essayais de me retourner, il me tenait la tête avec son autre main.

 

-Je le tue! - cria-t-il en passant d'un côté à l'autre de la salle d'attente, sans se décider, ne sachant aller. Lorsqu’il s’est retourné pour chercher une sortie, j’ai vu les visages effrayés de ceux qui nous entouraient. Il y avait une expression de fureur sur le visage de mon vieux que je ne reverrais plus jamais. Ce n'était pas le visage de mon père, mais celui de cet homme que je n'avais jamais rencontré auparavant, car il dormait depuis le jour il avait rencontré ma mère.

 

Gustavo ouvrit la porte de l'infirmerie et, sans la lâcher, nous nous appuyâmes contre un comptoir. Pendant que les autres lui parlaient pour le convaincre d'abandonner, j'ai aperçu une boîte de chirurgie usagée à côté de la piscine. Il y avait aussi une lame de scalpel avec son manche, clairement visible parmi les pinces et les aiguilles, les fils de suture et la gaze sanglante.

 

J'ai regardé mes mains.

 

Je me demandais s'il était possible que mes mains soient libres et que je ne les ai pas


 

encore utilisées pour me défendre. Et tandis que j'entendais les voix crier, j'ai attrapé le scalpel et je l'ai planté dans le dos de Gustavo. Je ne me suis pas demandé si cela demanderait beaucoup de force, si le corps humain était dur comme une pierre ou mou comme une feuille. Lorsque le scalpel est entré, j'ai senti l'odeur, le doux arôme et la chaleur chaude du sang éclabousser sur le côté de mon visage. Gustavo s'est tordu et nous sommes tombés au sol ensemble. J'avais son sang sur mes lèvres, dans ma bouche, et j'ai commencé à vomir.

 

Mon vieux a couru à ma recherche pendant que les gardes attrapaient Gustavo et l'attachaient à une civière. Ils l'ont emmené à la salle d'opération par le même chemin Lucila avait disparu. Maintenant, ils seraient de nouveau ensemble, pensais-je.

 

Ma sœur a été sauvée et son bébé est prématurément, mais en bonne santé, par césarienne.

 

Je suis allé et revenu au commissariat à plusieurs reprises, faisant des déclarations que mon père a corroborées, ainsi que tous les témoins. Maman n'a pas bougé de la chambre de Lucila ni de la crèche. Papa, en revanche, m'accompagnait tous les jours aux soins intensifs, où se trouvait Gustavo.

 

Ils l'ont opéré, mais ils ont dit que son état empirait. Il avait toujours de la fièvre et la blessure ne cessait de suinter. Ils l'ont de nouveau opéré et lui ont retiré le rein gauche ; l'extrémité émoussée et cassée du scalpel était restée à l'intérieur.

 

Gustavo n'avait pas d'autre famille que nous. Je l'ai observé depuis la porte du salon.

J'avais peur qu'à son réveil, il me voie. Et comment allais-je supporter ses yeux, me demandai-je. À onze ans, je savais que j'étais plus lucide que lui la nuit je lui ai fait du mal. C'était un animal qui voulait survivre, moi, j'étais un homme qui avait planifié sa fuite.

 

"S'il meurt, que dois-je faire..." ai-je demandé à mon père.

 

-On en a déjà parlé... J'acquiesce, mais il y a des choses qui ne se transmettent pas, qui restent et grandissent en une seule.

 

Jusqu'à ce qu'il meure finalement une nuit en thérapie. J'ai entendu mon vieux dire à ma mère, lorsqu'il rentrait tard à la maison, qu'ils avaient débranché les fils, retiré les tubes et recouvert le corps d'un drap blanc et propre.

 

"Je l'ai tué", dis-je sans les regarder. Je l'ai répété encore et encore jusqu'à m'endormir d'épuisement, mais je n'ai pas pleuré.


 

Lorsque Lucila et le bébé ont quitté l'hôpital, je les ai accompagnés dans la voiture. Ils lui avaient raconté ce qui s'était passé. Il ne dit rien. Elle avait l'air fatiguée, triste et me regardait avec un sourire satisfait. J'étais seule avec un fils, je n'avais plus de temps pour moi ni pour mes prétendus chagrins.

 

Mais au fil du temps, il a commencé à me consacrer du temps et des efforts. J'ai grandi, traversé l'adolescence parmi des thérapeutes, et elle m'a guidé durement, soutenue par ma mère, qui n'avait d'yeux que pour Lucila. Plus tard, papa est mort, et le matin nous avons quitté la maison funéraire après la veillée funèbre, devant les silhouettes de fer d'eux deux sous le soleil d'automne, je me suis senti tomber dans un grand puits sur le trottoir. Et dans ce puits, m'avalant et me montrant du doigt, se trouvait Gustavo.

 

-Tuer! Mourir! Brisez la vie ! - mon chasseur de tissu aux yeux boutonnés a crié, et les enfants ont regardé, étonnés.

 

Lucila marcha derrière la scène en carton et attrapa mon poignet. Nous nous en souvenons tous les deux. La force de sa main remontait dans le temps, et je savais alors, définitivement, que sa main n'aurait jamais hésité à arrêter la mienne cette nuit-là à l'hôpital. C'est pourquoi, devant les enfants qui attendaient avec suspense la fin de l'histoire d'horreur que j'avais choisi pour les divertir, j'ai été libéré de la moitié de mon poids.

 

-Vivons en paix, chasseur ! -dit le marionnettiste, et mon petit personnage laissa tomber le couteau. Les enfants ont applaudi et ont couru vers la table avec le gâteau.

 

-Attends, il faut éteindre les bougies ! -dit Lucila avant qu'ils ne se jettent sur le gâteau d'anniversaire.

 

Les bougies étaient allumées. Les lumières se sont éteintes. Le visage de mon neveu s'éclaira d'un sourire timide, semblant encore plus embarrassé sous cette lumière pâle. A cette époque, il ressemblait beaucoup à son père.

 

Avant de souffler, il m'a secoué par la manche et m'a demandé quelque chose à l'oreille. "Oui," répondis-je. Vous pouvez demander à voix haute.

Je savais que Lucila me regardait avec méfiance, même si je ne la voyais pas bien. "Je veux que mon père revienne", a déclaré Lucas à voix haute et les yeux fermés.

Le silence des ténèbres devint encore plus intense. Même les enfants, qui savaient que leur ami était orphelin, murmuraient. Ma sœur n'a pas eu le temps de me dire quoi que ce soit,


 

elle a embrassé son fils et lui a demandé pourquoi il demandait ça. Elle ne lui avait jamais parlé de son père, et jusqu'à aujourd'hui elle ne s'était pas souciée de savoir pourquoi le garçon ne posait jamais de questions sur lui. Mais il ne pouvait plus différer sa réponse. Sans avoir encore soufflé les bougies, quelqu'un alluma les lumières. Les enfants se sont assis et ont semblé oublier. Lucilla avait l'air en colère, obligée de donner une réponse. Puis Lucas baissa les yeux vers le sol. Mais ensuite il m'a regardé de nouveau et a dit :

 

-Où est mon père ?

 

Huit ans, mon Dieu, en huit ans j'avais vu des centaines d'enfants avec leurs parents, et je posais juste la question aujourd'hui. Mais personne ne pouvait lui en vouloir. Il m'avait fallu tout ce temps pour trouver une réponse. La mort m'attendait la semaine prochaine, quand j'aurais dix-neuf ans. Et sentant toujours le reste du poids que je portais, j'ai dit à mon neveu, d'une voix sereine et triste de douleur :

 

-Je l'ai tué.

 

Plus rien ne pesait sur mon âme.

 

Je dirais à mon médecin, la prochaine fois, que je ne me suiciderais pas. Sous les yeux d’un enfant marqué à jamais, j’avais trouvé la paix tant désirée.

 

 

 

 

 

 

 

LE MATELAS

 

Une rue fermée, à côté de la gare Villa Luro, n'avait pas de nom. Il ne faisait pas plus d'une cinquantaine de mètres, il commençait sur l'avenue Rivadavia pour finir sur les voies ferrées. Dans le quartier, tout le monde l'appelait "la coupe du matelas", car au coin se trouvait le commerce de Don Álvaro, le même qui avait appartenu à ses parents et qu'il avait rouvert après de nombreuses années d'absence.

 

C'était un homme de quarante-cinq ans, petit, maigre, avec des bras apparemment courts et peu forts. Il était cependant capable de charger les lourds matelas à ressorts des camions dans lesquels les voisins les amenaient à l'intérieur des locaux. Puis les véhicules sont partis, et lorsque la fumée des pots d'échappement s'est dissipée, Álvaro a pu être vu à travers les vitraux, vérifiant la surface du matelas et écrivant sur un cahier à spirale. Il avait toujours un crayon posé contre une oreille, qu'il aiguisait avec un canif qu'il portait dans son tablier bleu. En hiver, je portais un t-shirt épais, car je ne pouvais jamais laisser la porte fermée plus de quinze minutes. Les voisins venaient le saluer à toute heure, même s'ils n'avaient rien à lui commander. Ils se trouvaient dans la vitrine du comptoir, des échantillons de tissus sales étaient restés pendant des années sans être renouvelés. Des fragments d’anciens almanachs étaient accrochés aux murs.

 

La nuit, les jeunes du quartier se rassemblaient à la coupe. C'étaient des enfants de


 

familles riches et élégantes qui se trouvaient de l'autre côté de l'avenue, des enfants d'avocats et de médecins. Ils fumaient, changeaient d'adresse de bordels et quittaient de temps en temps la ville pour se rendre dans l'un de ces endroits. Álvaro leva les yeux de son travail lorsqu'il entendit des rires à peine éclairés par les lumières de l'intérieur. Parfois, les petits frères arrivaient avec des messages de leurs parents leur demandant de rentrer dîner à la maison.

 

Álvaro travaillait tard tous les soirs, mais comme il le faisait presque toujours seul, il était en retard dans ses livraisons et les matelas s'accumulaient au fond de l'atelier. Ils ne lui ont jamais fait de reproches. Il savait réparer les matelas comme personne dans plusieurs quartiers environnants.

 

"Les ressorts ne grincent plus", ont déclaré les hommes.

 

"Je dors comme si j'étais dans les nuages", ont commenté les femmes.

 

Puis il hocha la tête, parce qu'il manquait de mots. Son crâne chauve révélait les cheveux bruns qu'il avait quand il était jeune. Des cheveux bouclés dépassaient du col de sa chemise et des manches relevées.

 

Mais ses clients les plus fidèles étaient ceux de la clinique de l'autre pâté de maisons, les seuls qu'il rencontrait régulièrement car ils le payaient sans délai. Et pourtant, ils étaient aussi les seuls auxquels il s'occupait avec désinvolture et maussade, comme si ses clients les plus rentables étaient aussi les moins désirés.

 

Un jour, un des jeunes hommes entra dans l'entreprise.

 

"Don Álvaro," dit-il, "mes amis et moi nous demandons... puisque tu es célibataire et dur... je ne sais pas si tu me comprends... si tu voudrais nous accompagner à un point d'eau à Caballito, ils ne nous laissent pas entrer sauf si c'est avec un homme plus âgé." .

 

Je jure que nous n'allons rien dire à nos parents.

 

Álvaro le regarda dans les yeux pendant presque une minute et le garçon crut ne pas l'avoir entendu. Puis il releva les épaules, comme si cela ne le dérangeait pas de leur rendre ce service.

 

-Vous êtes du Saravia, n'est-ce pas ? -Oui, Don. Vous avez rencontré mon grand-père à la clinique, m'a-t-on dit.

 

Il n'y avait aucune méchanceté ni ironie dans la voix du garçon, mais c'était la première


 

fois que quelqu'un mentionnait le passé. Le jour Álvaro est revenu dans le quartier, il avait espéré que les gens le reconnaîtraient, mais personne ne l'avait remarqué. Plus tard, seuls les plus âgés lui ont posé des questions sur ses parents. Pourtant, pendant cinq ans, personne ne lui a parlé de la clinique, ce qui l'a offensé. Comment peuvent-ils ne pas se souvenir de mon visage et de mon frère, s'était-il dit au début. S'il était revenu, c'était uniquement parce qu'il avait déjà quarante ans et qu'il n'avait pas d'entreprise prospère pour vivre. Dans le quartier il y avait un endroit inhabité, toujours au nom de ses parents décédés. Et en fin de compte, c'était son quartier, il avait laissé son frère.

 

Mais il a immédiatement changé la conversation.

 

-Dis à tes parents que le matelas est prêt, et que ton petit frère viendra m'aider la semaine prochaine.

 

Le garçon sourit, balançant nerveusement son long corps d'adolescent, alors qu'il lui disait au revoir.

 

Samedi soir, ils sont venus le chercher. Ils ont pris le train, ont parcouru les huit pâtés de maisons jusqu'au bordel et sont entrés. Álvaro resta dans le salon, se laissant caresser par l'une des femmes, endormie et ivre, tandis que les garçons entraient et sortaient des pièces le long du couloir sombre.

 

Le lundi suivant, le matin du premier jour de ses vacances d'hiver, un garçon de dix ans est arrivé comme aide-matelas. Les parents y envoyaient leurs enfants chaque été et hiver pendant les vacances.

 

Les enfants revenaient heureux du commerce des matelas, racontant ce qu'ils avaient appris, les fils et les aiguilles qu'ils avaient manipulés. Álvaro avait parfois besoin de petites mains pour coudre des coins que ses mains calleuses ne pouvaient même pas sentir.

 

"Je ne sens plus les fils fins", dit-il à ses voisins, qui se plaignaient de voir ces mains dures comme du cuir sec, contrastant avec son visage encore jeune mais toujours légèrement hébété.

 

"Álvaro a besoin d'une petite amie", ont commenté les gens. Le pauvre se sent seul.

 

La plupart des enfants qui étaient passés devant son entreprise étaient des adolescents qui se rassemblaient désormais au coin de la rue. Tout le monde avait des souvenirs des jours passés avec Álvaro, appuyés sur les matelas pendant qu'ils le regardaient coudre sous les faibles lampes suspendues aux hauts plafonds. Aucun cependant ne revint les vacances suivantes, même si leurs mains n'avaient pas grandi au point de ne plus être utiles au


 

matelassier. Ils ont dit qu'ils n'étaient pas intéressés, comme s'il y avait quelque chose d'arrangé entre Álvaro et les enfants, un lien, un contrat verbal, peut-être jamais prononcé, qui stipulait que seuls les enfants travailleraient pour lui. C'était dans les yeux clairs mais froids d'Álvaro, dans ses mains aux doigts plus forts qu'ils ne le paraissaient, dans sa voix austère, sèche et douloureuse lorsqu'il demandait quelque chose dans le silence interrompu par le passage des trains.

 

"Bonjour, mon garçon", dit-il.

 

"Bonjour, Don Álvaro", répondit Ignacio. Mon frère a insisté pour que je vienne aujourd'hui sans faute. Il a regardé avec des yeux timides l'homme derrière le comptoir, qui avait levé les yeux par-dessus ses lunettes aux verres brisés et à monture en écaille de tortue.

 

-Approche-toi, n'aie pas peur, je ne vais pas te manger. Vous n'aviez pas envie de venir, n'est-ce pas ?

 

Ignacio leva les épaules et baissa le regard. Le garçon s'habillait bien, mais il savait que ses parents n'étaient plus aussi prospères qu'à l'époque où la clinique était renommée. Ces dernières années, ils ont fermé des services et licencié plusieurs médecins. On disait dans le quartier qu’ils étaient sur le point de faire faillite. Le grand-père était décédé et le père n'était plus directeur de la clinique.

 

-Ton frère t'a forcé, c'est plus correct, j'imagine.

 

Le garçon hocha la tête. Álvaro ôta ses lunettes et commença à l'observer d'un air amusé, comme s'il se moquait de l'enfant.

 

-Tu es maigre et tu as de petites mains, tu vas être parfait pour le travail.

 

"Viens, laisse-moi te montrer", lui fit-il passer de l'autre côté du comptoir, posant une main sur la nuque d'Ignacio. Il leur expliqua à quoi servaient les outils, tandis qu'ils faisaient le tour des tables avec des tissus et se dirigeaient vers le fond, les matelas étaient entassés depuis des années. Des matelas abandonnés jamais récupérés par leurs propriétaires, dont les factures s'accumulaient également dans un tiroir de bureau.

 

-Je les considère comme morts. Les matelas ont été laissés ici et les propriétaires sont désormais dans la tombe, mais beaucoup moins confortables.

 

Ignacio l'écoutait sans trop y prêter attention. Il était attiré par l'air raréfié et pourtant pas tout à fait désagréable du lieu, les lumières pâles qui se perdaient dans le fond, dominées par les piles de matelas, les sacs de scotch et l'odeur pénétrante de la colle.


 

A sept heures de l'après-midi, le garçon bâilla.

 

-Assez pour le premier jour ? - J'ai un peu mal à la tête, Don. C'est que? -…l'odeur des matelas, l'odeur des gens, il me semble que je ne me sens pas bien.

 

-Tu t'y habitueras dans quelques jours. Depuis des années, je répare les matelas de la clinique. Tu ne connais pas l'odeur de pisse que je dois supporter, les taches de sang imprégnées. Je les laisse comme neufs, mais trois mois plus tard, toujours pareils. Cassé, enfoncé, sale. Il y a parfois une odeur différente... Ignacio est resté à attendre qu'il ait fini, mais Álvaro a continué à travailler comme si c'était la fin naturelle de la phrase.

 

-Eh bien, Don, à demain alors.

 

-A demain, gamin. Et il l'a salué en levant la main avec l'aiguille, de sorte qu'on ne pouvait pas dire s'il s'agissait d'une salutation ou du va-et-vient habituel de sa main lors de la tâche.

 

Le matin, Ignacio est arrivé en bâillant. La porte, autrefois à moitié inclinée et collée à l'autre vantail, fit un grincement en s'ouvrant.

 

-Daignez-vous paraître à cette heure, Monsieur le Directeur ? Regarder l'horloge.

 

-Pardon.

 

Ignacio baissa les yeux et commença immédiatement à organiser les bobines emmêlées.

 

Pendant qu'ils déjeunaient, Álvaro resta silencieux. Ce n'est que lorsqu'il travaillait que ses pensées se traduisaient en mots, s'exprimant presque sans regarder les autres. Peut-être était-ce là, devait penser Ignacio, ce dont Álvaro avait vraiment besoin, quelqu'un à qui parler au travail. Un sourire de satisfaction apparut sur le visage du garçon, comme s'il comprenait soudainement des choses qui étaient auparavant hors de sa portée, et les comprendre le ferait vieillir et il lui resterait moins d'étapes vers la maturité.

 

-Qu'est-ce qui se passe ?-Alvaro l'avait surpris avec un grand sourire.

 

-Rien, je me souviens de quelque chose. "Mais regarde..." dit-il soudain, surpris d'avoir trouvé quelque chose fourré dans un matelas.

 

Alvaro hocha la tête.


 

-Des papiers bonbons, des morceaux de plastique vermoulu, les gens mettent tout dans les coutures déchirées parce qu'ils ne se lèvent pas et ne les jettent pas à la poubelle.

 

Ils ont ri, et cette fois c'est Álvaro qui s'est retrouvé avec le rire coincé dans la bouche. Tandis qu'Ignacio l'observait, il expliqua :

-Si je te disais tout ce que j'ai trouvé au cours de ces années. Je t'ai parlé de la clinique, non ? Il était célèbre il y a de nombreuses années. Votre grand-père l'avait fondé et les gens venaient du centre et de l'ouest. Mon appendice s'est enflammé un été, j'avais alors douze ans et comme mon frère était mon jumeau, les médecins m'ont recommandé de nous faire opérer en même temps. Le nom de Germán était mon frère et il n'était pas content qu'on l'opère pour prévenir, comme disaient les médecins de l'époque, et pour profiter, comme disait mon père. Mais finalement, mon frère s'est laissé entraîner à la clinique en lui promettant qu'il manquerait l'école pendant deux semaines. Álvaro resta silencieux, mais son sourire ne disparut pas. Puis il répéta plusieurs fois : -Mon frère, quel bon garçon il était…-. Et il secoua la tête comme quelqu'un qui se souvient de choses qui n'ont jamais changé parce qu'elles sont figées, répétées et mortes dans la mémoire.

 

Le troisième jour est passé presque inaperçu. Les mêmes clients, les mêmes commandes. Seule l'odeur de graisse pendant qu'ils lubrifiaient les ressorts teintait certains gros mots qu'Álvaro marmonnait quand quelque chose n'allait pas.

 

Le lendemain après-midi, un long moment de silence avait précédé les interminables recommandations que la vieille femme de la maison d'en face faisait à Álvaro.

 

-Très doux et ne grince pas.

 

Don Álvaro la regarda partir, pensant que cette même voix avait crié à lui et à sa famille, de nombreuses années auparavant, les insultes qui avaient obligé ses parents à quitter le quartier.

 

"Bien bourré les couilles, si tu n'as pas quelqu'un avec qui coucher", murmura-t-il, et quand ses yeux rencontrèrent ceux d'Ignacio, il fit un clin d'œil.

 

-Et ils les ont opérés ? -demanda le garçon. Alvaro le regardait sans sourire.

-Ils nous ont opérés, oui. Un mercredi à deux heures de l'après-midi. Mon frère avait une


 

peur bleue, il avait uriné sur lui-même deux fois, alors que nous jeûnions depuis la veille. Moi, je ne sais pas pourquoi, j'étais calme. C'est sans doute pour cela qu'on dit que nous avons des jumeaux, une relation particulière, quelque chose qui nous unit comme ces blocs de bois qu'utilisent les psychiatres. Des organismes complémentaires.

 

Álvaro regarda l'horloge murale. Il était six heures de l'après-midi. Il commençait à faire nuit. Il n'y avait pas de feux de circulation ni de gardes à ce coin, donc les voitures passaient sans s'arrêter. Las luces de mercurio recién se habían encendido, y la luminosidad de la tarde que moría era como un filtro, un colador por el cual el rocío de la noche de invierno iba condensándose en las veredas, en las paredes con las formas de la humedad y la vieillesse.

 

Il ferma la porte, entrouverte par le tremblement des trains. Il retourna à l'une des tables du fond. Il alluma les grandes lumières, dissipant les ombres des matelas vers le plafond, comme des fantômes qui dormaient jusqu'à ce moment-là.

 

-Quand tu te réveilles après une anesthésie, tu te sens dans le pire des cas.

 

Je devais me réveiller à midi, peut-être une heure du matin. Je me souviens seulement qu'une infirmière me regardait et que deux autres têtes apparaissaient et disparaissaient. Ils m'ont ouvert la bouche pour me donner des pilules, mais je n'ai rien senti.

 

La langue était comme une pâte de menthe sans saveur, si sèche et froide, dis-je.

 

Ils parlaient de quelque chose, mais je n'arrêtais pas de pleurer. La lumière dans la pièce était très douce, même si j'avais l'impression qu'elle brillait droit sur mon visage et que les gens allaient et venaient d'un côté à l'autre. D'un lit à l'autre. Puis ils ont éteint les lumières et nous sommes restés dans l’ombre, mon frère et moi. Le grincement des civières se faisait entendre dans les couloirs.

 

"Allemand", murmurai-je. Il ne m'a pas répondu au début.

 

"Allemand", répétai-je. Puis un gémissement me répondit. Je pensais que les lumières venaient de s'éteindre, mais le tic-tac de l'horloge sur la table m'a fait comprendre qu'il était tard. Mon frère essayait de parler, il le sentait. C'est à ce moment-là que j'ai senti cette odeur pour la première fois de ma vie. Un arôme métallique acide et amer. Je pouvais le sentir dans mon nez, je pouvais le voir devant mes yeux même dans le noir. Et mes oreilles ont perçu le goutte-à-goutte que je ne voyais toujours pas. « Maman ! » J'ai crié. Aussitôt la porte s'ouvrit et les lumières révélèrent la couleur de ce parfum qui me paraissait plus ancien que l'histoire qu'on nous enseignait à l'école. Une infirmière s'est penchée, de façon absurde, pour recueillir le sang qui tombait du lit de mon frère. Un médecin est arrivé en courant. D'autres infirmières arrivaient avec des seringues, tandis que les ordres et les commentaires se succédaient sans


 

que je les comprenne. Je me suis levé un peu, mais j'avais mal à la gorge et à la poitrine. J'ai vu qu'ils avaient injecté quelque chose dans la bouteille qui transportait le sérum dans les veines de German. Je ne sais pas pourquoi j'ai suivi le chemin du flacon désormais vide, jeté dans le récipient métallique que l'infirmière portait dans ses mains, un peu séparé de sa jupe comme si elle portait un bébé mort. Ils ont éteint la lumière principale et allumé la lumière de la salle de bain. À peine dix minutes s'étaient écoulées lorsque le corps de mon frère a commencé à haleter, et il est devenu rouge, son visage enflé. J'ai réalisé que je ne pouvais pas respirer. Une infirmière s'est approchée de moi et m'a serré dans ses bras. J'ai senti ses seins contre mon visage. Et je me suis endormi pendant que quelqu'un me mettait quelque chose dans le sang.

 

Alvaro avait maintenant les larmes aux joues. Elle baissa la tête contre le tissu qu'elle cousait, se sécha et releva la tête.

 

-Je me suis réveillé le matin, et même si j'espérais que tout cela n'était qu'un mauvais rêve, je savais que ce n'était pas le cas. La lumière entrait clairement à travers les rideaux blancs de cette élégante clinique de l'avenue Rivadavia. Les fenêtres ouvertes rafraîchissaient la pièce avec l'air du petit matin. Je pouvais sentir le sang sur le matelas à côté de moi. Il était sûr que s'il tendait la main, il pourrait la toucher, encore humide. Mais le lit était vide et le matelas était vide.

 

Ignacio regarda l'horloge. Il était neuf heures du soir. Il n'était jamais resté aussi tard. "Rentre chez toi et mange", lui ordonna Álvaro.

Le garçon ne semblait pas savoir quoi dire. Álvaro n'était pas sûr de savoir à quel point le garçon avait pu comprendre tout cela, mais il n'avait pas réussi à s'arrêter. C'était la première fois qu'il racontait cela avec autant d'exactitude. Peut-être voyait-il dans le visage d'Ignacio, si semblable à celui de son grand-père, le visage du médecin qui l'avait opéré.

 

Mais avant de fermer la porte et de partir, l'enfant marmonna un mot qu'Álvaro ne comprit pas, même s'il ressemblait à une insulte lancée au hasard, crié dans la brise froide qui inondait le quartier et couvrait les maisons. les gens vivaient et condamnaient les autres.

 

Pendant deux jours, ils travaillèrent sans en reparler. Ignacio est arrivé tôt et est parti à l'heure habituelle, après avoir regardé Álvaro avec un mélange de honte et de tristesse à la fois. Mais Álvaro travaillait absorbé par sa tâche, commentant de temps en temps des choses sans importance.

 

Lorsque le garçon arriva le samedi suivant, ils se saluèrent comme d'habitude. Ils furent


 

occupés toute la matinée. Álvaro recevait les commandes et déchargeait les matelas. Certains voisins sont venus chercher celles déjà fixées, et Ignacio a grimpé sur les pilotis à la recherche de l'étiquette en papier en bois attachée au tissu avec un fil.

 

Ils déjeunèrent et c'est à la fin du repas qu'Álvaro lui parla de nouveau. Ils avaient fermé, mais ils continueraient à travailler jusqu'à cinq heures.

-Avez-vous prévenu votre maison ? -Oui, Don Alvaro.

 

-Tu sais qu'aujourd'hui je te paie pour la première semaine.

 

-Merci, Don Alvaro.

 

-Je réponds toujours par monosyllabes, tu me rappelles mon frère.

 

Il souleva les assiettes de la table, marquées par des coupures au couteau et des amas de colle sèche et dure.

 

-Vous ne connaissez pas l'expression choc anaphylactique, n'est-ce pas ? Moi non plus quand j'avais ton âge, mais je l'ai appris tout de suite car c'est ce que mon frère avait selon les médecins. Ils lui ont donné des corticostéroïdes pour l’inflammation, et il semble que cela l’ait tué. Ils ont dit qu'ils ne pouvaient pas l'expliquer, que même moi, leur jumeau, j'avais bien réagi. Un scandale éclate. Nous avons été dans les journaux pendant quelques jours, mais ensuite la presse n'a pas fait autant de sensationnalisme qu'aujourd'hui. Des expertises ont été réalisées et les médecins ont été acquittés. Les gens du quartier, ceux-là mêmes qui disaient du mal des médecins, s'étaient rassemblés devant la clinique pour se faire plaisir, car en fin de compte, la clinique donnait du prestige au quartier. Et ils ont commencé à nous regarder comme si nous étions Judas. Les affaires de papa ont commencé à faire faillite et nous avons dû partir. Nous ne nous en sommes jamais remis. Désormais, ce sont leurs enfants et petits-enfants qui vivent dans les maisons. Ils me regardent et ils ne se souviennent plus de rien de ce qui s'est passé, ou peut-être qu'ils ne le savent même pas. Je me souviens de la dispute de mes parents. Savez-vous ce que ça fait de voir de la haine dans les yeux de ses parents ? Mon frère était mort et il n'avait même pas besoin d'être opéré. Je savais que d'une manière ou d'une autre, ils me blâmaient, même s'ils ne le disaient pas.

 

Elle finit de sécher la vaisselle, la rangea dans le placard et fit chauffer de l'eau.

 

-Je vais te faire un chocolat, tu veux ?

 

Ignacio regarda la rue. Le samedi après-midi, à l'heure de la sieste, était l'un de ses


 

moments préférés. Les trottoirs étaient presque déserts, même la circulation sur l'avenue avait diminué. Il tourna son attention vers Álvaro, dont la voix semblait le fasciner, désireux d'entendre cette autre version de l'histoire du quartier.

 

-Quand j'ai fini mes études, j'ai commencé à travailler dans un atelier textile. Lorsque j'ai trouvé des tissus identiques à ceux du matelas de la clinique, j'ai eu la nausée.

 

J'ai couru aux toilettes et j'ai vomi. Je me suis lavé le visage. Mais dans le miroir, hagard et pâle, ce n'était pas mon image qui se reflétait, mais celle de mon frère German, avec le même visage que le jour de sa mort. Et le fond du miroir était de la couleur de son matelas. J’ai donc décidé d’étudier la médecine, mais mes parents ne voulaient pas.

 

J’ai donc mis en commun mes économies de l’usine et j’ai réussi à poursuivre mes études pendant près d’un an après avoir quitté le travail. Je partageais une pension avec un ami et mes parents ne l'ont pas su. À la morgue, les corps ressemblaient toujours à des Allemands et le sang avait toujours l'odeur de cette nuit-là. J'ai appris à disséquer et à explorer les corps. Mais un jour mes parents l'ont découvert et m'ont forcé à quitter l'école, j'ai vu le vieux reproche sur leurs visages. Je suis retourné travailler à l'atelier, et le reste, comme vous l'imaginez, est déjà connu de l'histoire.

 

Il posa la tasse de chocolat sur la table.

 

"Cet après-midi, il faut se rattraper", dit-il plus tard, en cherchant dans les piles au fond les matelas de la clinique, qui attendaient d'être réparés depuis vingt jours. Il apporta l'échelle et fit monter le garçon en premier.

 

-Regardez les étiquettes. Tu les vois? Alors laissez-moi monter, je veux voir s'ils ne sont pas tellement mangés par les mites qu'on ne puisse pas les réparer.

 

Il monta les escaliers et s'agenouilla sur le matelas à côté d'Ignacio. Il sentait les tissus et dès qu'il tirait un peu, ils se déchiraient. La garniture était incrustée et sentait les excréments. Il fit une grimace dégoûtée et le garçon se mit à rire.

 

"Fils de pute", dit Álvaro. Ils cachent tous la merde de leur âme dans les matelas quand ils se lèvent, et quand ils s'endorment, ils s'y frottent.

 

Il n'y avait aucun signe de plaisanterie dans sa voix cette fois, mais plutôt un sentiment maussade, rude, semblable à celui d'un couteau.

 

-Quand je me suis réveillé ce matin-là... - commença-t-il à se souvenir en arrachant les tissus-...la suie des voitures et la poussière de la rue étaient collées aux vitres. Ils avaient sorti


 

le corps de Germán de la pièce, mais avaient ordonné aux servantes de nettoyer plus tard. Le matelas taché et les vitres sales : un paysage magnifique au réveil. Puis, dans la poussière des vitres, j'ai vu des lettres dessinées. Ils venaient d'Allemagne. Il a le faire alors qu'il mourait, dans la pénombre de la salle de bains, car les fenêtres avaient été propres la veille.

 

Il regarda Ignacio attentivement.

-Tu ne peux pas deviner ce qu'ils disaient ?

 

Le garçon restait à réfléchir, aussi absorbé que si c'était la tâche la plus importante pour laquelle il était venu travailler.

 

-Une garce..., une demande d'aide..., non, je ne pense pas.

 

-Tu es sur la bonne voie, mon fils, bien mieux que tant d'autres qui sont passés par ici. C'est pourquoi je vais vous aider un peu. Que diriez-vous à votre frère, la seule personne que vous aimez au monde, même si c'est ce clochard qui vous utilise comme garçon de courses, dans un moment comme celui-là ?

 

-Je lui dirais… pensa Ignacio en se frottant les cheveux d'une main.

 

-Un mot qui commence par "v"... -Álvaro l'a aidé.

 

-Vengeance! -Cria Ignacio avec un large sourire comme s'il avait gagné le jackpot, mais il baissa aussitôt les yeux, embarrassé. Lorsqu'il les ramassa, il vit que deux larmes coulaient sur les joues d'Álvaro, à travers la barbe mal rasée de samedi.

 

Álvaro prit le visage d'Ignacio entre ses mains et l'embrassa sur la joue droite. Il tremblait, mais il ne parvenait pas à se contrôler. Le garçon fit des efforts pour se libérer.

 

-C'est bon, don, laisse-moi partir un peu... -Je ne peux pas...fils..................... Et il continuait à pleurer

pendant qu'il soulevait l'enfant en le tenant par le cou.

 

-J'ai mal! -Ignacio gémit pendant qu'Álvaro se levait.

 

Sa tête touchait presque le plafond et ses pieds s'enfonçaient dans le matelas grinçant.

L'écho se répercutait dans les locaux, mais pas un cri ne parvenait à filtrer dans la sieste silencieuse du quartier. Pourquoi soupçonneraient-ils un bruit de ressorts dans le magasin de matelas ?


 

Les pieds du garçon pendaient et se balançaient dans les airs. Álvaro, malgré son apparente faiblesse, le souleva comme il le faisait avec ses matelas, beaucoup plus lourds que ce corps. Puis il l'allongea et se couvrit la bouche. Ses mains dures ne sentaient même pas les dents d'Ignacio, qui lui faisaient autant mal que les crocs fragiles d'un chiot. Il attrapa un matelas de sa main libre, couvrit le garçon et s'allongea dessus, les bras tendus et les jambes écartées.

Attendez.

Il sentait les mouvements. Il entendit les cris étouffés. La voix qui lui parvenait à travers des centimètres de tissu et de caoutchouc, comme si elle parcourait des kilomètres de distance et de temps, comme si elle venait d'il y a des années et demandait une aide qu'il ne recevrait jamais.

 

Puis il enleva le matelas. Il regarda le visage, la peau violette autour des yeux. La bouche ouverte dans le cri interrompu. Dirigez-vous de côté, comme si vous dormiez. Poings fermés. Il essaya d'ouvrir ses mains ensanglantées. Les ongles présentaient de petits fragments de tissu. Les jambes étaient immobiles. Il palpa son cou à la recherche d'un pouls qui n'existait pas. Il ôta ses vêtements, la chemise grise et le pantalon. Il le recouvrit de nouveau avec le matelas.

 

Il descendit et confirma que les matelas sales n'étaient pas visibles depuis l'entrée du commerce. Il a éteint les lumières. Il a changé et brûlé les vêtements tachés ainsi que ceux de l'enfant. Il regarda l'horloge, il était quatre heures et demie. Des stores à moitié fermés, presque aucune lumière de l’après-midi n’entrait. Sur la vitre sale de poussière, quelqu'un de la rue avait écrit quelque chose, une obscénité peut-être, et il se souvenait des lettres sur la fenêtre de la clinique.

 

A cinq heures, plusieurs garçons apparurent au coin. Il releva les stores et regarda autour de lui. Lorsqu'il a vu quelqu'un à un pâté de maisons de l'autre côté de la rue, il a ouvert la porte. Ils l'ont salué à sa sortie. Alors Álvaro leva la main et cria :

 

-Ignacio ! 202 Il fit quelques pas sur le chemin. Les garçons le regardaient et il interpellait celui que les autres reléguaient parce qu'il était timide et qu'il portait des lunettes.

 

-Qu'est-ce qui ne va pas, Don Alvaro ? -C'est cet Ignacio, qui a oublié son salaire de la semaine. Le voyez-vous ? Il désigna un garçon qui tournait au coin de la rue à ce moment- là, vêtu d'un t-shirt blanc, presque de la même couleur que celui que portait Ignacio ce samedi-là. Le garçon ajusta ses lunettes et hésita un instant.

 

"Je vais voir si je peux l'attraper", dit-il avant de s'enfuir. Mais quand il arriva au coin, le


 

 

garçon avait disparu. A son retour, il a rendu l'argent.

 

"Faites-moi une faveur, dites à mon frère de venir chercher l'argent", a demandé Álvaro.

 

-Bien sûr, Don.

 

Une demi-heure plus tard, le frère d'Ignacio était à la porte et frappait avec ses doigts.

 

-Autorisation.

 

-Arrive.

 

-Est-ce que mon frère est ? -Mais il est parti à cinq heures et il a oublié l'argent. Voici.

 

-Je ne suis pas encore arrivé.

 

-Un de tes amis l'a vu partir. Demande lui.

 

-Oui, il me l'a déjà dit. Eh bien, peut-être qu'il doit déjà être arrivé en chemin. Merci, Don Alvaro.

 

Álvaro haussa les épaules et salua comme pour s'incliner.

 

Alors que la porte se fermait, il regarda par les fenêtres. Le quartier était toujours aussi calme. Les gens s'étaient réveillés de leur sieste et commençaient les préparatifs pour samedi soir. Il verrouilla la porte et baissa les stores à moitié. Ils l'avaient toujours vu faire la même chose, car il travaillait toujours tard le samedi. La lumière du magasin éclairait le coin réservé aux 203 garçons et, de l'intérieur, il entendait les cris ou les murmures et les bouteilles vides qui roulaient sur les carreaux.

 

Il s'est à peine distrait un instant de sa tâche pour prendre une tasse de café afin de retarder un peu plus son travail de nuit. Quiconque était assez curieux de voir ce qu'il faisait aurait pu le voir penché, en train de cuisiner, de réparer des sources. Mais personne ne prendrait la peine de jeter un coup d’œil sous les stores. Álvaro travaillait pour eux, calmement, dans un isolement volontaire qui ne dérangeait aucun d'eux. Le silence d'Álvaro, sa courtoisie correcte et son travail efficace l'avaient exempté des commentaires et des ragots habituels.

 

Il était huit heures quand on frappa à la porte. Les parents d'Ignacio sont venus lui demander s'il avait entendu parler de l'enfant. Il vit le visage du médecin, vieilli, avec des vêtements autrefois élégants mais désormais vieux. Il devait à peine être adolescent lorsque


 

son père était propriétaire de la clinique. Il avait le même visage que le vieux chirurgien, les mêmes manières correctes. Maintenant, il y avait cependant un signe de servile domesticité dans leur expression, comme si une ruine imminente avait atténué leur fierté et que c'était eux qui en avaient besoin cette fois.

 

-Désolé, Don Álvaro, mais nous nous inquiétons pour le bébé. Il n'a que douze ans et tout aurait pu lui arriver.

 

-Si je comprends. Mais je n'en sais pas plus que ce que j'ai dit à son autre fils. Nous l'avons vu tourner au coin... Les parents regardèrent le fils aîné, et il se tourna vers la porte, déjà habitué à se faire reprocher d'avoir négligé son frère. Álvaro posa ses mains calleuses sur les épaules du garçon.

 

-Ce n'est pas ta faute, peut-être qu'il s'est enfui pour une raison quelconque, les enfants gardent des secrets à cet âge, ils se sentent isolés même de leurs frères et sœurs plus âgés.

 

-J'espère que c'est ça…-dit la mère. Il avait pleuré, cela se voyait dans ses cernes.

 

Álvaro leur serra la main et se montra cordial, correct et sérieux comme ils l'avaient toujours connu.

 

La nuit a été interrompue par des réunions de quartier auxquelles il ne pouvait s'empêcher d'assister. Quand tout le monde se dispersa, il entra et baissa à nouveau les stores. Les grandes lumières étaient déjà éteintes, mais il laissa allumées celles en arrière- plan. Il se rendit à l'endroit il gardait les outils et regarda attentivement les fourches, en réfléchissant. Il en a choisi un large et fort.

 

Il grimpa sur l'échelle et enleva le matelas du garçon. Il posa le couteau sur l'une de ses épaules et l'enfonça jusqu'aux os. Le sang coulait et il faisait chaud. Il a taché le matelas, mais il l'a absorbé rapidement.

 

Il suivit la même ligne de coupe à la main, comme il l'avait appris dans la salle de dissection du collège, la coupe qu'il avait faite à plusieurs reprises sur les chiens morts sur le terrain de la voie ferrée. Il commença à séparer la viande avec une curette. C'étaient des muscles mous qui se détachaient facilement.

 

A peine les tendons opposaient-ils une quelconque résistance. Il coupa les ligaments et les os ressortirent presque propres et entiers du corps.


 

 

 

Il fit la même chose avec les autres membres, lentement, prenant toutes les heures restantes de cette nuit. Dans le thorax, il enfonça le bord de la pointe d'un poinçon au centre de la poitrine et brisa les côtes avec un ciseau et un marteau, comme s'il s'agissait du squelette d'un matelas. Il a retiré les os, laissé les viscères. Il a retourné le corps. Il lui a arraché les vertèbres. Il ouvrit le cuir chevelu et le retira du crâne.

 

Les jambes d'Álvaro s'enfoncèrent dans le matelas, qui déborda de sang vers celles du dessous. Il s'est arrêté pour se reposer. Les premières lueurs du jour entrèrent par les fentes des stores. Il s'essuya les mains avec un chiffon et descendit regarder par la fenêtre. Le quartier était calme, les voitures sur l'avenue passaient lentement dans ce dimanche matin endormi. Personne n'était jamais venu le déranger un dimanche à cette heure-là.

Il est allé chercher des sacs. Il monta et y mit les restes du corps. Il a démonté les sacs et les a enduits de colle. Il les emmenait à l'incinérateur où, le samedi, tous les quinze jours, il brûlait les fragments de tissus et de rubans inutiles. L'odeur ressortait avec l'arôme habituel, l'odeur profonde de colle à laquelle les voisins étaient habitués.

 

Dans l'après-midi, il avait déjà commencé à découper les matelas tachés pour les brûler.

Une colonne de fumée s'échappait pendant presque toute la journée par la ventilation qui surplombait le terrain vague à côté des voies ferrées. Les gens du quartier ne lui prêtaient pas attention. Deux ou trois fois, ils frappèrent à la porte. Il voyait des ombres derrière les fenêtres, il s'approchait pour écouter, il entendait des voix qui s'éloignaient ensuite.

 

Il réfléchit un moment en regardant les os éparpillés et commença à les briser avec une gouge. Lorsqu’ils furent suffisamment petits, il commença à les écraser avec un marteau. Les os étaient réduits en particules de sciure. Il les plaça dans un sac, le ferma et le cacha sous de nombreux autres sacs remplis de cadavres lourds et crus.

 

Puis il ralluma les grandes lumières. Il jeta un coup d'œil à l'intérieur des locaux. Tout était propre et il était très fatigué, mais il se sentait protégé par ces mêmes vieux murs qui abritaient ses parents.

 

Un policier s'est arrêté lundi matin pour recueillir des rapports. Il entra dans l'entreprise en regardant autour de lui, même les hauts plafonds à peine éclairés par les premières lueurs du jour. Álvaro ne donna aucun signe de le remarquer. Il pensait peut-être à l'odeur des matelas brûlés, mais l'odeur de ces pensées ne pouvait pas être perçue par les autres. Le policier ferma son carnet et partit, jetant un dernier coup d'œil rapide en fermant la porte.

 

Le même après-midi, Álvaro s'est consacré à prendre des poignées d'os du sac pour les


 

placer dans les matelas qu'il était prêt à livrer. Il les a mélangés entre le ruban et la structure des ressorts. Puis il a envoyé un des garçons qui jouaient sur le trottoir dire à la clinique que les matelas étaient prêts.

 

L'employé est venu les chercher le lendemain matin.

 

"Tu es arrivé plus en retard que d'autres fois, mon vieux", lui reprocha l'homme.

 

"Vous avez raison et je m'excuse", répondit Álvaro. Mais je pense que cette fois, il sera plus satisfait des arrangements. Et il lui sourit.

 

L'autre, qui ne l'avait jamais entendu prononcer plus de deux mots, garda la bouche fermée et se mit à porter les matelas. Il revint encore deux fois dans les jours suivants pour récupérer les disparus.

 

Une semaine plus tard, le sac était vide. Seule une poudre blanche restait au fond et cela la brûlait.

 

Ils cherchèrent Ignacio sur les voies ferrées, dans les terrains vagues et dans les hôpitaux. Une décision de justice a ordonné une perquisition dans les locaux.

 

"Excusez-moi, Don Álvaro, c'est l'ordre du juge, vous savez, car c'est le dernier endroit où se trouvait l'enfant", a déclaré le commissaire, qui le connaissait depuis qu'il était entré dans cette section comme caporal.

 

Il n'a pas répondu. Il a regardé son travail sur le comptoir et a laissé les policiers le faire, et après une demi-heure, et sans avoir rien trouvé, ils sont partis en lui serrant la main.

 

Les parents du garçon sont entrés un peu plus tard. Ils semblaient encore plus hagards et vaincus. La femme est restée silencieuse et a baissé les yeux, elle était maigre et son regard était perdu à cause des sédatifs. Le médecin s'approcha d'Álvaro, lui tendant la main avec un léger tremblement. Une mèche de cheveux gris et raides, qu'il ne pensait pas avoir vu la fois précédente, tombait sur son front.

"Merci pour votre condescendance envers la justice, Don Álvaro, pardonnez-nous de vous déranger", dit-il en lui serrant la main et en laissant tomber les pièces qui avaient été le salaire d'Ignacio.

 

-Si ce n'était pas toi, qui donne du travail à nos enfants et les éloigne des vices. Ceci... -


 

dit-il en désignant les pièces-...mon bébé n'en aura plus besoin.

 

L'homme essuya quelques larmes et partit.

 

Álvaro soupira profondément en le regardant partir. Mais il n'allait pas pleurer, il n'avait même pas envie de pleurer.

 

 Illustration: Le désespéré (Gustave Corbet)

Los dirigibles

Me quedé parado un largo rato mirando la flota de dirigibles. Cubrían el cielo hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar, viajando a ...