La ruta estaba más transitada que lo habitual. Había coches con valijas y bicicletas sobre los portaequipajes. Pedro sabía que viajaban hacia la costa, coincidiendo con el comienzo del verano. Le agradaba verlos pasar. En ocasiones, hasta creía escuchar las voces de los niños desde los autos.
Siempre caminando, sin detenerse, se dijo que con mucha suerte llegaría a la ciudad antes del anochecer. Observó el campo a ambos lados del camino, interrumpido por algunas fábricas, las torres que sostenían los cables de alta tensión con la delicadeza de una araña, los puestos de frutas y las parrillas que iban cerrando a medida que oscurecía. Algunos talleres dejaban ver las caras de los mecánicos entre cámaras y llantas en desuso. Miró de costado el destacamento de la prefectura, pero sin fijar la mirada mucho tiempo ni darse vuelta. Los patrulleros descansaban tranquilos bajo el polvo y el sol de la tarde.
Una caravana de tres camiones levantó polvo a su alrededor. Se cubrió la cara con el cuello de la camisa sucia y tosió. El sol disminuía su calidez, ocultándose detrás de las luces de la ciudad aún lejana, empalideciendo frente a la enorme luna cuadrada de edificios y tubos fluorescentes. Con más atención que otras veces, observó a los perros muertos en las banquinas. Tenía la costumbre de contarlos para entretenerse mientras caminaba; a veces, poner la mente en blanco le era imposible, y los pensamientos repetidos llegaban a volverlo loco. Por eso comenzó a contarlos, incluso podía estimar los días que llevaban muertos. Era más fácil si conservaban cierta tibieza en la piel, si al acariciarlos se sentía aún la sedosa electricidad de los músculos.
Hacía frío y se puso la campera. El naranja del crepúsculo cedió espacio a la penumbra de la ruta, interrumpida por los faros de los coches. Estaba cansado, e hizo dedo para llegar más pronto a la ciudad. Un viejo Valiant se detuvo. Las puertas tenían manchas de diferentes talleres de chapistas.
-¿A dónde va?- preguntó el que manejaba. El aspecto del hombre le resultaba familiar, la tez oscura, el cabello lacio caído hacia un costado, y supuso que lo conocía de vista de algún pueblo cercano. Pedro abrió la puerta metiendo la mano por la ventanilla sin cristales, no había manija externa.
-Hasta General Lavalle...-contestó-… puede dejarme en el arco de la entrada, nomás...si es que el auto llega hasta ahí.
-No se preocupe, así como lo ve, este auto mató a una maestra en La Plata hace unos años, me dijeron. Me llamo Beto- y le ofreció la mano. Pedro le contestó estrechándola con ánimo.
Mantuvieron un breve silencio. Pero su compañero empezó a hablar y ya no dejó de hacerlo en todo el camino. En las pausas, Pedro pudo contarle sobre su trabajo y la familia, aunque en realidad no quería hablar. Pensaba en María, a la que necesitaba ver lo antes posible. Dos semanas eran demasiado para la ansiedad encerrada en sus pantalones. Con Dominga no intimaban desde hacía mucho tiempo. Había dejado de pensar en ella de ese modo, y después del cuarto hijo se rehusó a ceder. Esta noche, sin embargo, regresaría al cuerpo de María, que lo aguardaba. Sus manos empezaron a sudar cuando recobró el entusiasmo que nacía en él al recordarla. La voz del hombre a su lado le devolvió, de pronto, los recuerdos de su hermano.
-Me ayudaba mucho cuando me iba mal con alguna cosecha, siempre me hacía la gauchada con cualquier cosa...- Pedro se quedó pensativo, con la vista fija en los faros de los autos. Casi era capaz de palpar las luces, de tocar con sus dedos las blancas formas de la cara de su hermano dibujada en el cielo de mercurio.
-¿Qué pasa?- le decía el otro al verlo distraído.
-Es que se murió hace dos días. Si lo hubieras visto ahí tirado, con la cara tan tranquila que parecía haberse quedado dormido.
Desde ese momento sólo hicieron comentarios vanos, breves. Ya de noche, atravesaron el arco de la ciudad. No estaba seguro del todo, pero su compañero había mirado con desconfianza a los policías estacionados junto al mojón de la entrada. El labio inferior de Pedro también temblaba, pero quizá fuese solamente el frío nocturno. Observó las estaciones de servicio y los edificios a medio construir, los esqueletos ensombrecidos donde los pordioseros pasaban la noche. El auto se detuvo en una esquina.
-Aquí te dejo, porque tengo que girar.
-No te preocupés, estoy a unas cuadras nomás. Gracias, viejo, hasta luego.
-Hasta luego, entonces.
Esperó un rato mientras el auto, con esfuerzo, tomaba velocidad y se perdía entre otras luces iguales. Ya de noche, se encaminó enumerando las calles que lo separaban de María. De vez en cuando los vagabundos estiraban una mano desde las sombras, brazos delgados con mangas raídas, rojas algunas por el escozor de los piojos. La extensión del campo inundó de pronto sus ojos, sin aviso, tapándole la vista como un ladrón, un paño rojo que le cubría los ojos, y la serena soledad del cuerpo de su hermano le pareció inalcanzable.
Una vez había recorrido las mismas calles con Raúl, que pensaba llevar a esa gente al campo para trabajar en la siembra, pero él se había reído de esa insensatez.
-¡Mirálos!-le decía.- Están acabados, van a morirse como los perros de la ruta. Mañana se los van a llevar en un camión al cementerio.
Raúl entonces se puso a observarlo con los ojos entornados.
-No me mirés así, es la verdad- se defendió Pedro.- ¿Acaso tenemos plata para mantener a nuestras familias por lo menos?
Siguieron caminando, ofendidos uno con el otro, reconciliados más tarde en los mediodías al sol, cosechando, o en las reuniones junto al fuego y sus mujeres.
Llegó después de la cena. María no pudo ocultar su alegría al verlo, y le preparó un sitio limpio en la mesa. Pedro se puso a hojear el diario. Una noticia al pie de la página pareció llamar su atención, pero María lo distrajo al sentarse a su lado para contarle todo lo que había hecho en su ausencia.
Cuando se acostaron, Pedro se desnudó lentamente, hablándole de los planes que iban armando juntos desde algún tiempo antes. Boca arriba, fijó la mirada en las vigas del techo y los ladrillos sin revocar. Se dio vuelta para acariciar los pechos de María y besarla. Quería olvidar el derrumbamiento de aquellos planes. Ella lo rechazó con disimulo. Empezó a explicarle que le había conseguido un trabajo, y debían ir temprano a la fábrica. Sólo era cuestión de intentar, se dijeron, y apagaron la luz. Pedro se quedó pensando en los uniformes azules mientras él corría por el campo llano, hacia la ruta.
De a poco, acostado en la cama de María, sintió cómo sus músculos se iban relajando con extrema lentitud luego de la larga caminata, hasta quedarse dormido. Soñó, como otras veces, con el fuego. Una gran fogata que abarcaba toda la extensión de los edificios en construcción, quemando los cuerpos de los hombres débiles parecidos a ratas en sus cuevas de cemento. Llamas nacidas de un único y gran fogonazo de escopeta, repartiendo perdigones hacia todas partes. El disparo inicial que había dado vida al sol sobre los campos que él sembraba para alimentar a sus hijos.
Despertó sobresaltado por el timbrazo fuerte del despertador de María. Ella se estaba vistiendo y le recriminaba su pereza. Llegaron a la fábrica cuando el sol ya se había asomado detrás de las rejas del predio. Ella lo guió dentro del edificio, entre el ruido de las máquinas, y se puso a hablar con uno de los empleados, pero Pedro no entendió el diálogo, lo aturdía el rugido de los motores. Las voces de los hombres se iban haciendo semejantes una a la otra. Había tonos, palabras, sílabas que se parecían a la voz de Raúl. Intentó deshacerse de esa idea, y siguió a María hasta la oficina del jefe de personal.
El hombre era cordial. Le dijo que entraría como reemplazo hasta que sus papeles estuviesen listos. Pedro salió de la oficina pensando en el diario del día anterior que había visto apoyado sobre el escritorio, absorbiendo las manchas del café derramado.
-¿Cómo te fue?-le preguntó María, que lo esperaba sentada a un costado de la puerta.
-Empiezo hoy.-Pero al verla tan feliz, le molestó que ese ánimo contrastara tanto con el suyo. Se despidieron con rapidez cuando un empleado llegó para indicarle el puesto. Durante todo el resto del día creyó oír la voz de su hermano en el interior de la máquina. Lo escuchaba hablar de sus planes para la chacra.
-Contraté gente de la ciudad, Pedro. Un tipo va a venir esta tarde para ayudarme-le había dicho un día
Él lo miró entonces con resignación, cansado de recriminarle su estupidez.
-Te va joder, acordate lo que te digo, no me gusta la gente extraña…
Pero Raúl no le hizo caso. El tipo llegó y se puso a trabajar enseguida. Cavó las zanjas para los postes del alambrado nuevo, y luego ayudó Raúl a sembrar. En ese entonces todavía tenían el viejo tractor, y cada media hora paraban para que se enfriara. En la espera, se ponían a hablar de mujeres y de trabajo. Pedro, al pasar por el campo de su hermano todas las tardes, los hallaba trabajando o charlando amistosamente. Desde lejos los veía reír como si fuesen hermanos de sangre. Ellos lo saludaban agitando los gorros, y él les contestaba, pero una incierta bronca le crecía en el pecho sin comprenderla del todo.
-Ya terminé con el abono. ¿Querés que te ayude? -preguntó, secándose el sudor de la frente bajo el sol de una mañana de verano.
-No, Pedro, gracias, el “flaco” va a ayudarme.
Le llamaban así porque apenas tenía los músculos de un chico de quince años. Pero era alto, los hombros anchos compensaban la apariencia débil de sus brazos. Aquella rápida confianza con Raúl le había caído a Pedro como un baldazo de agua fría. Nunca se había llevado demasiado de acuerdo con su hermano mayor, pero siempre necesitó de su aprobación. Sólo Raúl podía darle la tranquilidad de un proyecto aceptado, de una idea compartida.
-Esta noche comemos en tu casa- dijo Pedro, sin esperar respuesta, como si deseara echarle en cara al extraño que los escuchaba, la confianza y el privilegio que éste aún no poseía del todo. Pero Raúl contestó:
-Bueno. El “flaco” va a hacer un asado de espectáculo.
Y ambos se rieron, sin mirar a Pedro.
-Pero...- empezó a decir él. Entonces se calló la boca.
Cuando el trabajo terminó, los hombres salieron de la fábrica como hormigas de un hormiguero aplastado, dejando atrás el zumbido de las máquinas. Las rejas se abrieron y los grupos se fueron dispersando hacia las paradas de los colectivos. A Pedro le pareció ver un rostro conocido. En la larga fila de espera, dos personas delante, estaba el tipo que lo había traído en el auto. No vestía el mameluco de la fábrica.
-Hola- dijo Pedro. -¿Te acordás de mí?
-¡Sí! ¿Qué me contás?
La luz del crepúsculo les llegaba como recortada por las rejas.
-Acá andamos, en mi primer día de trabajo. ¿Y tu auto?
El hombre salió de la fila y se le acercó para murmurarle algo al oído.
-No era mío…
Así que pasamos por destacamentos de la policía en un auto robado, pensó Pedro, y esa idea lo divirtió. Una sonrisa cómplice abarcó su rostro por primera vez en toda la tarde, que ya empezaba a terminar mientras el sol caía deshecho en jirones rojizos detrás de las chimeneas.
-Me alegro de ver a alguien conocido, te lo juro. Me estaba volviendo loco encerrado ahí dentro. Vamos a tomar algo.
Caminaron por el centro, buscando un bar.
-El más barato que tenga, jefe- pidió el Beto, cuando se sentaron a la mesa de un boliche con olor a humedad. Una aroma a orina llegaba desde el baño del fondo. La vidriera tenía la suciedad de por lo menos cinco años, según los almanaques que colgaban, amarillos, de la pared tras el mostrador. Un mozo les trajo un tinto del color de la sangre coagulada. Eso fue lo que pensó Pedro al levantar el vaso, deteniéndose para ver el líquido que bailaba bajo su nariz.
Con Raúl, a veces competían por quién tomaba más sin embriagarse, pero desde que se habían casado pocas ocasiones tuvieron de volver a hacerlo. Aquella noche que cenaron en su casa, el asado del “flaco” entusiasmó a todos a beber de más, incluso a sus mujeres.
-Ahora...a hablar de negocios-había anunciado Raúl golpeando la mesa con los puños. La Dominga trajo la damajuana y les sirvió.
-Escucháme, hermanito, el banco me pide garantías en terreno para el préstamo. Quiero expandirme y para eso necesito un tractor nuevo. Sabés lo que cuesta, y el flaco tuvo la idea de que me cedas la mitad de tus tierras, solamente en los papeles, con un escribano que él conoce.
Pedro miró al flaco, y con los ojos le decía que no iba a dejarlo salirse con la suya.
-¡Desgraciado hijo de mil putas!
Se tiró sobre el “flaco” dispuesto a matarlo. Su hermano lo separó con empujones y amenazas. Las mujeres intervinieron. La Dominga comenzó a recriminarle su falta de ambición. Raúl lo llamó cobarde por no animarse a algo tan fácil.
-¡No te das cuenta que quiere joderte, te va a sacar la guita!- insistió Pedro con los ojos llenos de furia. El vino derramado le había manchado la ropa. La mesa estaba volteada, y sus hijos lo miraban con miedo.
Regresaron caminando a oscuras bajo la luna en cuarto menguante. Sintió la mirada de su mujer que lo acusaba de cobarde y mal hermano y padre. Pero él pensaba en María, en su cuerpo bajo esa misma luna, en que podría haberla amado allí mismo sobre el pasto.
-¿Otra vez soñando, viejo?
La voz del Beto lo trajo de vuelta a la ciudad. El vino pasó finalmente por su garganta, no sin dificultad al principio. Bebieron vaso tras vaso, varias botellas, convenciendo al dueño de que les fiara. El viejo alzó los hombros con resignación.
El Beto se tambaleaba en la silla, mientras acompañaba la melodía de una propaganda de la radio que vendía un fijador para el pelo.
-Decime una cosa, si uno se pone eso... - preguntó señalándose la entrepierna.- ... se pone más dura, ¿no?
Los dos se rieron a carcajadas, y Pedro se acordó de pronto que María lo esperaba en casa. No tenía ganas de irse aún. Ni siquiera le quedaba la excusa de haberse emborrachado, porque a pesar de todo lo bebido, no había logrado embriagarse. Hasta eso era imposible sin su hermano. El Beto se levantó y dio vueltas por el local vacío, mientras el mozo ponía las sillas sobre las mesas y barría el piso. Las luces se apagaron hasta lo mínimo imprescindible, los faros de los colectivos al pasar alumbraban el interior por la puerta abierta.
Una voz en la radio anunciaba las noticias locales. Habían matado a un hombre cerca de allí. Pedro apretó los puños sobre la mesa, el mantel de hule se frunció con su fuerza. Creyó escuchar las sirenas, el llanto de Dominga perdiéndose en la distancia, y hasta vio de nuevo sus propias manos apoyadas sobre el pasto nocturno al tropezar.
-Voy a proponerte algo, viejo, ¡ ...y escúchame atento, boludo!- gritó, agarrando al Beto del brazo. -Tengo un campo bastante grande, y me da mucho laburo. Pero se está al sol y tenés tu propio horario. Te propongo venir conmigo para ayudarme. Si querés te doy un salario o un porcentaje de la cosecha, según lo que resulte. ¿Qué te parece?
No era él quien estaba hablando, no era su voz. Pero sí, allí estaba el mismo Pedro de siempre, en un bar de General Lavalle, a las once o doce de la noche, hablándole a un borracho. Era su cuerpo, su cara con una barba de tres días, sus manos callosas. Sin embargo, una sombra cruzó por delante de las bombillas que luchaban contra la viscosa oscuridad del lugar, un parpadeo con la forma de un cañón de escopeta.
Desde la discusión en el asado, la Dominga y él ya no se hablaban. La vio volver de la casa de su hermano varias veces, y supuso que se pasaban chismes con la cuñada. Pensó en los planes con María, en la casa de la ciudad que iba a protegerlo del mundo.
No había vuelto a ver a Raúl, salvo de lejos, trabajando en el campo. Le dolía no poder hablarle, acercarse a él por causa del orgullo. Al fin de cuentas era su hermano. Pero no iba a ceder, a dejar que un ratero de la ciudad los embaucara como a dos estúpidos.
El “flaco” lo seguía ayudando, y los veía compartir las tardes y las bromas, las botellas de agua y la comida, el calor del sol haciéndolos sudar por igual, como a un solo hombre. Pedro podría haber estado allí, ocupando el lugar del otro, era ése el derecho de su sangre.
Una mañana escuchó un motor muy fuerte, y toda la familia salió en pleno amanecer para ver el tractor nuevo de Raúl. Cómo hizo, se preguntó Pedro, descalzo y en calzoncillos, mirando el brillo relampagueante de la máquina. Su hermano estaba encima, domándola como el nuevo jefe de la zona, rodeado de la familia que lo vitoreaba como el héroe más grande de la llanura. Era Raúl quien brillaba, no el metal del tractor, sino sus ojos. Hombre y máquina era un solo y un único triunfo. Los niños se habían subido para tocarlo, Dominga lo abrazaba con el cabello suelto y una bata raída que dibujaba el perfil de sus senos.
No había siquiera nubes, ni una sola que pudiese cubrir por un instante la deslumbradora imagen de su hermano sobre el tractor. Raúl había logrado poseer ambas cosas: la admiración y la máquina. Y Pedro, casi desnudo en medio del polvo, parado junto a la pobreza de su casa, lo miraba, derribado en su orgullo, pero erguido por la ira.
-Viene a jactarse, después de todo viene a refregarme la mierda en la cara.
Era su voz más tenue y lúgubre la que hablaba, no porque temiera que su hermano lo escuchase, sino por temor del sol que nacía.
Se dio la vuelta y entró.
Al volver a salir, llevaba entre las manos la escopeta que el padre le había regalado a su otro hermano, Nicanor, y que éste dejó abandonada bajo la cama cuando se fue de casa. El arma, a pesar de la espesa capa de polvo, brilló con la luz que el sol parecía estarle dedicando especialmente. El cañón se elevó, firme, hasta la altura de sus ojos.
Los párpados de Pedro temblaron. Luego de unos segundos, logró cerrar uno y poner la vista en la mira. Buscó el cuerpo sobre el tractor, pero las formas de su mujer y sus hijos se interponían.
-¡Raúl!- gritó.
Todos se voltearon a mirar. Hubo un solo grito de niños, un solo grito de mujer, y la silueta pálida del hermano se dibujó clara y solitaria sobre la bella máquina de la tierra.
Pronto ya no existió más que una gran mancha de sangre en el cuerpo colgando boca abajo, con una bota enganchada en un pedal.
-Parecía dormido, te lo juro, sereno como si no se hubiera levantado esa mañana de la cama.- Pero el Beto estaba tan ebrio que no debía haber escuchado nada de lo que había contado.- ¿Así que vas a venir o no?
-¡Sí, hermano!-le contestó con su tonada de beodo.
Pedro sintió un sabor amargo en la garganta, pero no dijo nada. Ayudó al otro a levantarse y salieron del bar hasta la vereda húmeda de rocío. La puerta se cerró, y la figura del mozo se perdió en la oscuridad del interior. Se resignaron, entre hipadas y suspiros, a volver caminando, para que el aire fresco les despejara la cabeza. Su andar fue un zigzagueo en medio de la calle. Las pisadas se borraban del pavimento, pero otras detrás persistían dejando huellas en la humedad, formándose y muriendo al mismo ritmo que sus pasos. Como si una sombra familiar tomase cuerpo sobre la calle.
Pedro se sintió, de pronto, atrapado por dos hombres en medio de la calle abierta, uno que casi no conocía, y el otro al que presentía conocer demasiado. Sin embargo, no había nadie más que el Beto y él. Pero la voz del Beto lo lastimó entonces con una entonación que no le era propia, como si alguien con la suficiente fuerza para estar detrás y a su lado al mismo tiempo, hablara por su boca. Alguien que no quería abandonarlo.
-Si vamos a ser socios tenés que llamarme como mis amigos-le estaba diciendo.
-Está bien, compañero, ¿y cómo te llaman?-preguntó Pedro.
-Me dicen el “flaco”.
Ilustración: Carolyn Pyfrom