Alejandro miró los campos de pastoreo a los lados de la ruta, casi secos por el sol ardiente del verano. Sólo algunas vacas parecían obstinadas en buscar la hierba escasa. Las torres eran aún nada más que eso, estructuras brillantes y aceradas sosteniendo los cables de alta tensión. El viento corría con un hálito sofocante, caluroso.
Pensaba en los planos de la casa, que pronto iba a estar terminada. Habían sido demasiados viajes por esas rutas de provincia, destruidas, a veces inconclusas. Al principio, cuando Mara iba con él, conversaban y la noche los detenía en algún hotel. Pero cuando ella de pronto regresó a Buenos Aires, como si estuviese enferma o hubiera descubierto que él lo estaba, se vio dueño único de aquella casa a medio construir en San Juan, alejada de todo pueblo, rodeada por el desierto e invadida de ese olor que el viento seco traía del oeste.
La razón de la partida de Mara nunca fue clara, sólo tal vez predecible si recordaba ciertos signos. Como la manera en que ella lo había seducido en la clase de Historia Antigua a la que ambos asistían. Siendo aún una extraña, lo había llevado en poco tiempo de las charlas en los cafés a su departamento y a su cama. Era la primera mujer que así lo arrastraba de un sitio a otro, mudando sentimientos abruptamente y sin compromisos con el pasado inmediato, que a ella no le agradaba mencionar. No olvidaba tampoco su propia vida somnolienta antes de conocerla, como si los que lo rodearan hasta entonces lo hubiesen tenido sujeto al mundo circundante, oscuro y rutinario. Al encontrar a Mara, había comenzado a imaginar otras vidas más temerarias, y surgía entonces otro hombre más parecido a la vitalidad de la carne que a la infértil mente que siempre había estado alimentando.
Pero en uno de los últimos viajes a la obra, Mara estaba nerviosa, mirando hacia el campo. Luego había cerrado la ventanilla de su lado y se puso a fumar, porque dijo que ya no aguantaba el olor nauseabundo que había en toda esa zona. Alejandro sólo alcanzaba a oler la nafta y el aroma de los neumáticos recalentados en el asfalto, por eso se rió de ella con una jactancia que no había pretendido demostrar. Esa fue la primera ocasión que Mara lo miró asombrada.
-Rey...- dijo ella en voz alta, y en su mirada había un estremecimiento, un miedo a estar cerca suyo, como si viese en su cara algo que él no creía estar expresando. Quizá era aquel brillo retórico y despectivo de sus ojos que a veces no podía evitar. Ella lo comparó entonces con los rostros de los jefes de hordas brutales que habían azotado los desiertos asiáticos veinte siglos antes. Mara huyó al día siguiente, con esas palabras que ambos consideraron fugaces, pero que perduraron en su mente casi con un sentido de eternidad.
Cuando llegó a la construcción, los peones ya se habían ido y la noche recién empezaba. Fue a la terraza y observó las torres a lo largo de la ruta, iluminadas, brillantes por la humedad del rocío nocturno. Desde hacía algunas semanas apenas lograba liquidar las deudas de la obra, y hasta había tenido que escribirle a Mara para agradecerle que renunciara a su parte de la inversión. Era extraño todo esto, más aún cuando recordaba el entusiasmo que ella había tenido por esa casa y su vida juntos, y se sintió convencido de que su abandono era en realidad una huida.
Alejandro se quedó en la terraza, acostado entre el polvo y las baldosas a medio colocar.
El sábado al mediodía, el calor se levantaba del asfalto y parecía hacer que las torres languidecieran. Sin embargo, ellas resistían. Un aroma rancio inundaba la zona. Supuso que había animales muertos en las banquinas profundas. Se detuvo en la hostería en la que acostumbraba almorzar antes de seguir camino. Le preguntó al mozo de dónde llegaba ese olor. El muchacho dudó antes de contestar.
-El perro del patrón se cayó al viejo aljibe, hace tres noches. Los chicos le tiran piedras para taparlo.
Un niño apareció corriendo y se acercó al joven. Cuando ambos se alejaron de la mesa, Alejandro vio que el muchacho manoseaba al chico junto al mostrador. No dijo nada, sólo se dedicó a observar con más atención desde entonces.
El olor continuó durante toda la tarde y a kilómetros de aquel lugar. Entonces recordó que Mara una vez le había hablado de ese mismo olor, como si hubiese tenido la capacidad de adelantarse a los hechos y huir.
Aún después de llegar a la casa podía sentirlo, y los techos inconclusos, así como daban paso a la oscuridad naciente del cielo, eran incapaces de detener el olor. Recostado en la terraza, calculaba que al terminar los cielorrasos, la casa estaría lista para ser habitada. Sin Mara, era verdad, pero ya no la extrañaba demasiado. Se había acostumbrado a la sensación de tranquila soledad de la misma manera en que ahora se habituaba al vaho nauseabundo y creciente.
Una semana después, ya casi no lo fastidiaba, cansado además de que otras personas negaran sentirlo cuando les preguntaba de dónde provenía. Por eso el sábado siguiente abrió las ventanillas del auto y las mantuvo así todo el camino. En la hostería, el muchacho de siempre lo recibió vestido con sus habituales botas y pantalones de campo.
Alejandro quiso comer afuera, a la sombra del alero, donde podía percibir el aroma sin que se mezclara con los olores de la cocina. Necesitaba pensar por qué le resultaba tan familiar.
-¿Y el perro muerto?- preguntó.
-Ahí sigue en el pozo. El olor todavía va a durar unos cuantos días. ¿No quiere sentarse en el comedor?
-No, acá estoy bien-dijo.
Cuando el chico se había alejado, Alejandro se acercó al aljibe. Las moscas salían y entraban por la abertura. Con un pañuelo se secó el sudor de la nuca y la barba crecida. Miró hacia el fondo, pero no vio más que oscuridad.
Llegó a la casa más temprano de lo habitual, y dejando el auto en la cochera, buscó los planos. Se puso a recorrer los cuartos, insultando a los obreros, con una voz algo diferente, con el tono de siempre pero gastada y ronca, por los errores que habían cometido. Dos horas después, los hombres se fueron protestando por haber recibido la mitad de su sueldo semanal. Cuando estuvo solo, escuchando las últimas protestas desde la parada del micro nocturno en la ruta, Alejandro dejó los papeles a un lado y les hizo un gesto obsceno a la distancia.
Ahora más tranquilo, miró la casa desde el exterior. Harían falta otras dos o tres semanas, sin embargo estaba conforme, y pensó en las palabras de Mara antes de irse. Ya no resultaba extraño imaginar ese sitio como un reino, y a la casa como una fortaleza. Era una idea peculiar, dolorosa en cierto modo, pero también consoladora, porque al estar solo, únicamente sintiéndose como un rey, un ser autónomo y poderoso, podría sobrevivir.
Al otro sábado, mientras manejaba, una picazón en la cabeza le molestó durante todo el viaje. Era la sensación de que algo se posaba en su cabello, e intentó espantarlo como a un insecto. En la hostería, el muchacho sacó la mesa al verlo llegar, saludándolo con un respeto que se asemejaba mucho al miedo. El muchacho sudaba al hablarle, y dirigía la mirada permanentemente hacia el aljibe.
-¿Cuánto ganás?- preguntó Alejandro.
-Lo suficiente, señor.
-¿Te gustaría trabajar para mí como ayudante?
-Sí, señor. Cuando mande.
Alejandro empezó a comer la pata de cordero que había pedido apenas cocida.
Llegó a la obra con las manos y la barba aún sucias con grasa. Volvió a gritar a los obreros que quedaban, con esa voz ya definitivamente seca, con la mirada furiosa y triste a la vez. Su aliento tenía a olor carne fermentada, y de su boca salía un resoplido como un viento moribundo. Después se dio un baño para quitarse el sudor, pero la molestia en su cabeza continuaba.
Salió a la terraza en ese sábado de verano. Habían pasado algunos meses desde la ida de Mara. Se sentía excitado y la extrañaba, recordando cuántas veces fue ella quien había tendido que convencerlo para que se acostaran juntos, mientras le relataba historias asombrosas de héroes legendarios.
Y mientras pensaba en esto, Alejandro descubrió la transformación de la torre, la más cercana a la casa. Siempre estaban iluminadas durante la noche, pero al final de esta tarde, cuando las demás habían encendido sus luces y recortaban su figura en el cielo pálido, la primera torre permaneció a oscuras, y ya no era igual.
Parecía un cáliz, una copa de tallo ancho con un recipiente nacido en el extremo, como aquellas vasijas de madera de veinte o treinta siglos atrás. Algunos camiones pasaban, pero no se detenían o siquiera disminuían la marcha para mirar. Fue a buscar los binoculares. Apoyó un pie en la baranda. Al ubicar la torre, alzó las cejas con sorpresa, porque vio que ya no sostenía los cables de electricidad. Ahora era de barro y troncos, pero tan alta como las demás. La observó durante toda la noche, parado en la terraza, con los binoculares como una extensión casi infinita de sus ojos.
Al amanecer, saliendo de la casa entre los montones de arena, cal y ladrillos, caminó hacia la ruta. La mañana estaba deshabitada, con la carretera como una franja de asfalto inútil en el desierto. Mientras se acercaba, notó que no sólo una torre se había transformado en esa especie de copa gigante, sino también las otras. Eran exactamente iguales en forma y altura, pero diferentes en la construcción, la posición de los troncos y los dibujos del barro seco en la superficie. Daba la sensación de que los constructores habían estado allí pocos minutos antes, necesitando solamente de las horas de la noche para reemplazar las viejas por las nuevas. Pero contra esta idea, las torres se empecinaban en sugerir una vejez de siglos. Palpó la aspereza del barro resquebrajado y la madera petrificada.
El olor había regresado. La fetidez venía del extremo de las torres. Era aquella la razón de que durante todo el camino lo sintiera, aún cuando antes tuviesen otra forma. Tal vez fuese esto lo que Mara había visto el día en que discutieron, cuando observaba hacia el campo con temor.
Volvió a la casa, mirando los dos o tres kilómetros de torres que se destacaban a lo largo de la ruta bajo la luminosidad estridente del sol. El cielo seguía limpio y el polvo del camino comenzaba a levantarse. No tuvo deseos de regresar a la ciudad, los altos edificios y las calles lo asfixiaban. El auto permaneció en la cochera para ser olvidado.
En la tarde, contempló la extensión del desierto, e imaginó someterlo a su voluntad. Si las torres se habían transformado a su llegada, si le dieron la bienvenida de esa manera, era obvio que la tierra tenía que ser suya. Este pensamiento parecía estar formado con la misma sustancia de la carne, y querer escaparse con dolor de su cabeza para instalarse en el mundo.
El lunes controló a los peones todo el día. Los insultaba al verlos cometer el más pequeño error, y dos de los hombres se fueron con amenazas de volver para matarlo. Los demás aceptaron seguir si les aumentaba el sueldo.
Estaba cansado y decidió pedir ayuda al muchacho de la hostería. El martes a la mañana fue hasta allí muy temprano. Lo encontró adormecido, más delgado y débil, pero sólo era necesario mirar sus ojos para reconocer esa oscuridad que había descubierto cuando hablaba del aljibe y del perro muerto.
-Te vengo a buscar para el trabajo.
-Pero...
-Vestite y vamos, si no querés que le diga a tu patrón lo que le hacés a su hijo.
El chico lo miró como quien implora a un dios, y dijo que su nombre era José.
-¿Y su auto, señor?-preguntó.
-Desde ahora no habrá autos. Quiero que esta noche vengas a buscar dos caballos.
Alejandro iba a encender un cigarrillo pero lo arrojó al suelo. Su rostro se veía más grueso, los músculos del cuello se habían endurecido. Estaba bronceado con un tinte cobrizo, y la ropa había comenzado a rasgarse por el trabajo en la construcción.
José se convirtió en su ayudante personal. Fue además el conciliador entre Alejandro y el furor de los obreros. El miércoles perdieron a otros dos hombres. El polvo que levantaban los autos ocultaba sus figuras al caminar por la banquina. Alejandro no escuchaba los motores, se quedó mirándolos, con las manos en la cintura y desafiándolos con la mirada. Bajo el perfil de las torres y el aroma a muerte en su nariz, ellos eran la presa perfecta. Los habitantes que serían dominados o exterminados.
Después se dio vuelta y levantó la vista hacia la casa. Miró una vez más los planos. El arquitecto había diseñado un estilo colonial americano, pero allí se levantaba el castillo para refutarlo. Aunque los obreros se hubiesen empecinado en no entender las órdenes e insistieran en que la casa no era lo que Alejandro les decía que iba a ser, la fortaleza finalmente estaba terminada. Tenía contornos cuadrados, con paredes altas y cuatro torres en los extremos. Vio a José que caminaba confundido alrededor de la obra, y supo que también veía el castillo.
-Pero todavía no veo las torres, señor-le dijo, preocupado. Alejandro apoyó sus manos sobre los hombros del muchacho, consolándolo. Él también aún veía restos del otro mundo, pero pronto iban a desaparecer. Lo sabía porque el dolor en su cabeza continuaba. Construir un reino producía esfuerzos a su mente, a los brazos y piernas de su mente, capaces también de sudar.
En la noche del viernes, los últimos cinco obreros fueron obligados a quedarse hasta tarde, recibiendo órdenes confusas de dos hombres que parecían locos. Se limitaron a obedecer, pero antes de irse los amenazaron. Esa noche Alejandro se quedó despierto haciendo guardia, mientras José dormía.
Mirando hacia el desierto oscuro desde la terraza, junto a una fogata, le resultaba curioso pensar que todo había sucedido en un verano. El sol con su excesiva intensidad, el desierto que había levantado más polvo que otros años. Añoraba esas noches con Mara, cuando una parte de él había comenzado a despertar, una a la que no le importaba la discreción ni el intelecto. Le era inevitable extrañar la manera en que ella hacía el amor y luego se acostaba a su lado hablando de la historia y de sus líderes. Admiraba a aquellos hombres antiguos sobre cuya vida leía incansablemente. Le hablaba de los conquistadores asiáticos, y él los imaginaba cabalgar por distancias tan enormes que jamás recorrerían otra vez en el tiempo de sus vidas. Todo por la insobornable necesidad de la conquista, el imperioso fin que justificaba su venida al mundo.
Podría haber sido mi reina, pensó Alejandro.
A la medianoche, los peones llegaron. José se levantó para preparar la trampa. En los planos no figuraba, y tampoco los hombres recordaban haberlo construido, pero el foso allí estaba, rodeando el castillo. Los hombres caminaron en la oscuridad guiados por el fuego de la chimenea, seguro de que iban hacia la sala donde Alejandro dormía. Pero cayeron en el foso y sobre las estacas clavadas en el fondo. Sus gritos se escucharon como un eco en medio del desierto. Sus gemidos persistieron confundidos con el aullido de los perros lejanos.
Cuando José se acercó al borde con la antorcha, cayó de rodillas, y las llamas se agitaron. Miró hacia el camino. Luego se acercó a Alejandro y le besó los pies.
Él también podía ver ahora, le dijo, las torres de madera y barro.
Cargaron los cadáveres al amanecer. José trepó a las torres. Ataron a los muertos y los subieron con sogas hasta depositarlos en los cálices de barro. El sol se veía diferente, como si hubiese rejuvenecido veinte siglos. Se alejaron de las torres silenciosas, mirando hacia la cima. Los cuervos habían comenzado a llegar, posándose uno después del otro en los bordes de las torres. Luego oyeron el crepitar del tejido muerto entre los picos, el sonido de los huesos al quebrarse, y el sordo burbujeo de la sangre bajo el sol ardiente.
La memoria de Alejandro tuvo breves recuerdos extraños de una ruta, de una hostería que ya no era posible hallar, y ni siquiera estaba seguro de que estos nombres significaran algo. Sólo podía ver, a lo lejos, más allá de la sabana de polvo y arena, la pálida franja de un ancho río, de donde llegaba el bullicio de un pueblo lavando sus ropas en las orillas.
Último relato de "Los seres intermedios", es una especie de concreción definitiva de lo que ha venido afectando a los personajes de este libro. En su mayoría, sus protagonistas se hallan en situaciones que los enfrentan con elementos o circunstancias extrañas, fuera de la lógica habitual, fuera de lo racionalmente explicable, lo que entendemos normal, parámetro variable pero a su vez estandarizado y generalizado. Aquí, el protagonista se ve asediado por imágenes que no sabemos si son alucinaciones o ilusiones del pasado, o quizá, y muy probablemente, del futuro. Los criterios establecidos se trastocan, tiempo y espacio se intercambian, se conjugan en un presente. No hay un cruce de tiempos y espacios, sino una transformación. Y lo que provoca tal transformación no es mérito de fuerzas extrañas o externas al hombre mismo, sino provenientes de su misma interioridad. Lo que guarda el ser humano en su mente es tan poderoso como para trastocar los fundamentos racionales de la física. Alejandro, como su famoso predecesor en llevar tal nombre, se ve dominado por algo interno y salvaje, o quizá liberado de las cadenas de lo que denominamos civilización. Matar y dominar por necesidad, pero también sin escrúpulos, la vida humana como un premio de conquista o un obstáculo a derrotar. Al personaje de Mara ya lo conocemos del relato "Mara en la plaza", y no es arbitraria su inclusión aquí. Y hemos visto cuán liberal e inconformista es ella, huyendo cuando se ve frente a las consecuencias de lo que provoca en los demás. Alejandro, conservador y tímido, se siente liberado por mérito del sexo que ha conocido con Mara, pero esa libertad va más allá de lo sexual, se extiende hacia otros planos más trascendentes. La vida y la muerte, el respeto que ellas imponen, son desafiadas por él. Lo más difícil de este relato fue plasmar con eficacia esa metamorfosis del tiempo y del espacio, una transformación lenta pero apreciable definitivamente justo al final del relato. El objetivo era demostrar estos cambios como producto de la psicosis del protagonista, para que el cambio de realidades no fuese tan abrupto ni arbitrario. Para ello, el seguir exactamente el punto de vista del protagonista, era necesario. Lo que él ve, lo ve el lector. Cuando al final, todo a su alrededor se ha transformado, el lector lo acompaña, y fue importante incluir olores y sonidos, del camello, del río, de la gente, incluso la sensación del calor, completando la simbiosis, el paralelismo entre la ruta del siglo XX y el desierto asiático. Así, el libro, que había comenzado con "Dos niños peleando", relato donde hay un intercambio de almas entre dos planos distintos de la realidad, termina con otro en que aparentemente una realidad anula a la otra, o por lo menos en la que el protagonista elige como única para vivir. Si en el siglo XX era un hombre mediocre y sin fuerza, ahora será un líder que conducirá a su pueblo a la conquista, o al exterminio. En la literatura, como diría Borges, un simple hombre puede ser un malevo empuñando un cuchillo o el inquebrantable guerrero de una saga nórdica.
Ilustración: Mario Sironi
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