La primera vez que Nicanor Espinoza vio claramente al animal, fue el día en que su mujer abandonó la casa para irse con otro hombre.
-¡Andá al carajo!- le gritó él, después de empujarla y arrojar las valijas al patio delantero. Entonces la agarró del pelo, y la tuvo así sujeta un rato que le pareció tan largo como todos los años en que habían vivido juntos, porque en ese momento vio a la bestia entre los otros animales del corral.
Pequeño aún, tenía la cabeza parecida a la de un conejo, las patas cortas, y un largo hocico que se movía al olfatear el estiércol del chiquero. Las orejas se balanceaban como veletas en una tormenta. El cuerpo era flaco, casi con la forma de un perro, lo mismo que la cola sin pelo. Era todo blanco, y sorprendentemente limpio en aquel desierto de polvo y barro fundiéndose en una sola masa sobre sus tierras.
Él, que estaba castigando a su mujer por el desparpajo con que se había atrevido a engañarlo, la soltó de una vez sobre el suelo, mientras ella lo insultaba. Una mujer engañar a Nicanor, pensó con desprecio, como si no la hubiese atendido todos esos años como a una reina. Si hasta no había olvidado traerle flores de cuando en cuando, aún después de que Gonzalo muriera.
Después de llorar por tres meses la muerte de su hijo, una noche le regaló los primeros claveles que a ella le gustaban tanto, y se pusieron a lloriquear juntos, con los codos sobre el mantel de hule cuadriculado de azul y blanco. No recordaba haber llorado nunca antes de esa manera, excepto cuando él y sus hermanos enterraron a su padre. Pero la noche era confusa, la luna salía y se ocultaba con el paso enloquecido de nubes sumisas al capricho de la sudestada. Estaba frío afuera. La sombra del roble se mecía como una amenaza latente sobre el techo de la casa. El polvo se levantaba del camino formando una cortina opaca. La ruta, mucho más lejos, se veía desierta de luces y autos.
Fue esa noche que creyó ver, porque no estaba seguro de nada entre la polvareda y la oscuridad, un movimiento blanco. Un gesto de la tierra, o de la noche, que en sí mismo implicaba un color. Algo que surgió para desaparecer al instante. Pero aún sin verlo, Nicanor sabía que ese algo no era común. Sin abandonar la ventana, le había dicho a su mujer:
-¡Mirá, mirá!- Sin embargo, no podía atinar a señalar nada con certeza.
Ahora, ella estaba con las manos apoyadas sobre la tierra frente a la entrada, la espalda torcida, y mirándolo con compasión.
-No te va a devolver a tu hijo el tratarme así.
-Y vos no tenés vergüenza- gritó él, adelantando un pie para patearla, pero se arrepintió.
-Yo ya no tengo marido hace más de un año, así que no me vengás a contar de culpas. Sabés muy bien lo que hiciste...
Y estas palabras le clavaron a Nicanor un cuchillo. Pero el dolor se alivió al contemplar al animal aparecido a pleno día, tan tranquilo como si siempre hubiese estado allí. Se movía entre los demás con serenidad. Iba de un lado a otro, del corral de los cerdos a la charca de los patos o al gallinero. Ninguno parecía temerle, ni darse cuenta de su presencia.
Se quedó observándolo, parado bajo el sol del mediodía, que daba de lleno sobre el umbral. Los camiones pasaban por la ruta, dejando su cola de polvo y gas en el aire.
-¿Qué te pasa? Ayudame a levantarme-le dijo su mujer.
Pero no le hizo caso, dejó que ella levantara sola su cuerpo débil. El vestido rosa que se había comprado para gustarle más a él o al otro, estaba roto en las mangas. Pero luego agarró las valijas y la ayudó a llevarlas a la ruta, silencioso, dándose vuelta para mirar el patio a cada rato.
-No viste al animal nuevo, ¿no?
-¿Cuál nuevo? No me digás que te trajiste otro del pueblo, porque ya no me importa.
Sabía que ella estaba cansada de cuidar tantos animales que él y Gonzalo criaban. Nicanor había transmitido a su hijo esa misma pasión, y hasta que el chico murió, esa afinidad se había ido acrecentando con el tiempo. A veces, el chico les hablaba a los animales, y lo curioso era que ellos lo obedecían silenciosa y fielmente.
El colectivo llegó diez minutos después, la mujer subió con esfuerzo al estribo, y desapareció entre los pasajeros. Se llevaba una parte de la vida de Nicanor, también, aunque no el recuerdo de Gonzalo.
Volvió a la casa. La criatura seguía allí. Esa tarde no fue a trabajar al campo. Sacó una silla al patio, preparó una mesa, y puso a calentar agua para el mate. Nada había dejado ella en el horno, pero no tenía hambre.
El animal se movía dejando pequeñas huellas, sin inquietarle el sol fuerte de las dos de la tarde. Nicanor se levantó para acercarse. El bicho lo miró fijo por primera vez.
Esos ojos, pensó, no son los de una bestia. Cuando estaba a menos de treinta centímetros- si lo agarro, me lo llevo al pueblo y me hago famoso, se decía- el animal saltó sobre su cara. Nicanor se llevó las manos a los ojos, asustado. Los párpados le ardieron, pero sólo tenía algunos rasguños. La criatura se había alejado hasta la orilla de la laguna, y estaba persiguiendo serpientes en los pastizales. Nicanor la siguió. Los dientes del animal brillaban con el sol, y se dio cuenta de que eran demasiado grandes para el tamaño del cuerpo. Devoraba a las serpientes con más facilidad que cualquier ave de rapiña que él hubiese visto alguna vez. Entonces regresó al patio y se lavó las heridas en una palangana.
Al final del día, los rasguños todavía eran dolorosos, y la cara continuaba hinchada. El animal no se detuvo más a mirarlo, y siguió con su rutinaria tarea de olfateo y reconocimiento del lugar. Al salir la luna, se ocultó en un gallinero vacío, y Nicanor se quedó dormido en una silla, en el patio, bajo las estrellas.
-¡Nicanor, despertá, viejo!
-Era Gonzalo…- dijo entre sueños. Cuando abrió los ojos, vio al vecino que lo venía a buscar para el trabajo.
-Ya voy-contestó. Metió la cabeza en la pileta de agua fría, tomó unos mates tibios y se fueron juntos en la camioneta. Él había tenido un vehículo como ese antes del accidente, y mejor aún, porque era más nuevo, y hasta con una radio. Cada vez que su amigo lo pasaba a buscar, le venía a la memoria el día en que Gonzalo y él salieron para el pueblo a recoger la heladera.
Nicanor había visto los avisos en las revistas en el consultorio del médico o en los carteles a los lados de la ruta: “Heladeras Frigidaire”, y pensaba en las ventajas de tener comida fresca y bebidas frías todo el año. Ahora que tenían electricidad en la zona, no era posible que vivieran sin una heladera. Entonces se había decidido a gastar los ahorros de casi seis meses, y el aparato ya estaba en el pueblo, esperándolos. Gonzalo saltó entusiasmado al enterarse, corriendo una y otra vez desde la puerta de casa a la camioneta. A cada salto decía:
-¡Vamos, pá, vamos!
Hasta su mujer, tan fiel en ese entonces, los había despedido con un beso y una sonrisa que jamás volvió a tener, como una joya irrepetible.
La sensación de las ruedas sobre el camino de tierra era la misma que hoy. Un dejarse andar sobre nubes de polvo hacia la luminosa era de la modernidad.
-¡Che! ¿Qué te pasa?- le preguntó su amigo.
-La mandé a la mierda, ¿sabés? Y estoy solo.
Pasó casi todo el día trabajando en el campo, y pensando en el animal. Con el cuerpo sudado, regresó a casa al final de la tarde. Al cruzar el patio notó que había demasiado silencio para esa hora, cuando el gallo siempre cantaba y los patos chapoteaban en la laguna. Los perros fueron los únicos que se acercaron a recibirlo, pero se veían cansados. A lo lejos, el silencio de la laguna lo angustió. Un olor a sangre llegaba del gallinero. Entonces, al entrar, vio las gallinas y los patos carcomidos o destrozados.
La criatura seguía en un rincón del establo. Más grande y más alta. Con la boca y el hocico cubiertos de sangre, la lengua relamiéndose el pelaje sucio. Los ojos lo miraban, y él salió, atrancando la puerta.
Fue a la casa, agarró la escopeta y regresó en busca del animal. Buscó por todos los rincones, pero ya no estaba, había muchas ratoneras y aberturas entre las tablas de las paredes. Se resignó a desistir, esperando que se hubiese ido para siempre. Comenzó a palear y amontonar los cuerpos. El olor de la sangre había exacerbado el ánimo de los perros y caballos. Pronto iban a llegar los zorros de la región, si no los enterraba rápido, y cavó una fosa.
A la noche, un estruendo de gritos y ladridos lo despertó. Los perros ladraban hacia el corral del chiquero. Nicanor se colocó los pantalones a prisa, y salió descalzo. Apuntó la escopeta hacia la sombra blanca en que la bestia parecía convertirse durante la noche. Pero aquella sombra le cubrió la cara, sintiendo otra vez brevemente el calor de su pelaje extraño sobre los párpados.
El arma cayó al fango, y se arrodilló a buscarla. No era sólo barro lo que tocaba, sino fango mezclado con sangre. Los puercos que le había costado tanto criar, listos y gordos para la venta, estaban tirados con las entrañas abiertas.
-¡Voy a matarte, hijo de puta, te lo juro!- murmuró Nicanor entre dientes.
Dos días después, pasó por el consultorio del veterinario antes de volver a casa. Era un francés que se había instalado en el pueblo casi veinte años antes. Nadie supo nunca si estaba titulado o no. Desde la mañana que había llegado de Buenos Aires, se había puesto a curar animales, y a partir de entonces todos lo consultaban.
-Hay una bestia, doc, que me está matando a los otros-le dijo Nicanor.
-Me contaron…- Y puso sus manos sobre los hombros de Nicanor, como consolándolo.- Pero también sé por experiencia, que a veces nosotros, los hombres, nos enojamos mucho cuando una mujer nos abandona...
-Nada de eso. La bestia ronda la casa, y cada vez es más grande.
-Vamos- dijo el francés, mientras cerraba su consultorio.-Le invito algo en el bar.
Salieron a la calle, y el veterinario tomó de un brazo a Nicanor. En el bar, se encontraron con el joven Valverde, que sabía de animales extraños, según contaban.
-Sabés-empezó a decir el francés- en mi país tenemos leyendas de bestias con las que asustamos a los niños. Algunos dicen que son almas errabundas, con el aspecto verdadero que todos tenemos una vez despojados del cuerpo.
-Acá también- intervino Valverde. -Tenemos al Yaracusá, una especie de víbora con cara de lechuza, y al Curasán, un perro mitad hombre, pero ésta es una leyenda que trajeron del Brasil.
El doctor asintió, bebió otro vaso de vino, y siguió contando.
-Se les da muchos nombres según el pueblo. En mi ciudad lo llamábamos “le Barble”. En las vísperas del día de los muertos, salíamos en su busca, gritando: “¡Barble, Barble!”
La voz del doctor resonó en el bar como si llegara desde kilómetros de distancia, en medio de la llanura desolada en una noche sin luna.
-¿Y cómo es?- preguntó Valverde.
-Tiene patas de chivo, cola y cuerpo de perro, cabeza de conejo. Pero qué importa. En lo único que todos coinciden es que los ojos son humanos...
El francés se quedó callado. Nicanor estaba abstraído en sus propios pensamientos. Luego se despidió, oyendo que el doctor le decía:
-Límpiese esas heridas.
Nicanor estaba borracho, pero con una tenue, lánguida sensación de felicidad. Pensaba dormir bien esa noche en su cama caliente. Al llegar a casa, el caballo comenzó a corcovear sin poder contenerlo. Mientras más lo sujetaba de las riendas, más intentaba correr. Tuvo que bajarse para evitar que lo tirase.
-Acá pasa algo- se dijo.
Fue al establo, y descubrió al otro caballo muerto y masticado por los dientes inconfundibles de la bestia. El caballo de Gonzalo, el potrillo que él le había regalado y crecido con el niño. Recordó la alegría de su hijo cuando se lo trajo, saltando de contento igual que cuando fueron en la camioneta a buscar la heladera.
Habían dejado a su madre ya lejos, mientras recorrían el camino de tierra hacia la carretera principal. Cuando llegaron al río, vieron que el torrente estaba agitado y arrastraba montículos de barro duro y raíces enlazadas. Conocía la profundidad por haberlo cruzado cientos de veces, la mayoría siempre seco o sirviendo de lecho a un angosto hilo de agua. Sentados en la camioneta sin saber qué hacer, miraban cómo el agua sucia formaba torbellinos en los bordes.
-¡A la mierda, vamos a cruzar!- dijo Nicanor, decidido. Sabían que tendrían que esperar tres meses más para recibir la heladera en el siguiente pedido, y el verano ya habría pasado. Se sentía demasiado feliz, demasiado hombre frente a su hijo como para asustarse por el río que lo había traicionado poniéndole aquel obstáculo.
Arrancó, y las ruedas se metieron en el agua a toda velocidad. Mientras más rápido, mejor, pensó. Pero la camioneta se atascó a mitad de camino. El agua golpeaba la puerta, mientras el paso de las piedras resonaba bajo el chasis.
-Yo me bajo a empujar, vos agarrá el volante y mantenelo firme-le indicó a Gonzalo.
El agua era más fuerte de lo que parecía. Alrededor de la camioneta se había formado un torbellino envolvente, y le resultó difícil avanzar para ubicarse detrás y empujar. Pero la camioneta no se movió. Tal vez, si hacía girar las ruedas delanteras, el barro en que estaban enterradas cedería.
-¡Girá el volante!- gritó a su hijo.
El vehículo empezó a desplazarse un poco, pero de pronto oyó un estruendo, un estallido opaco de chapas bajo el agua, y vio que un tronco a la deriva había golpeado la delantera de la camioneta hasta hacerla torcer en la dirección de la correntada.
-¡Pará, frená!- Pero se daba cuenta que era absurdo que los frenos sirvieran de algo. El agua siguió golpeando el costado de la camioneta, y comenzaba a arrastrarla. Nicanor se agarró del paragolpes, pero las manos le sangraron con múltiples cortes de la chapa, y sin querer se había soltado. Lo último que vio, mientras se sujetaba a las largas raíces de los juncos, fue la cara de su hijo asomándose por la ventanilla, su mirada desgarrada clamando por auxilio.
-Yo lo maté- murmuró en el funeral muchas veces a todo el que se acercaba a darle el pésame, hasta que esta muletilla se repitió por meses.
Nicanor lloraba ahora, un año después, sobre el cuerpo del caballo de su hijo, que la bestia había destrozado. A la mañana siguiente, lo despertaron los gritos de su vecino.
-¡La siembra está destruida!- le decía.
Nicanor abrió los ojos como si hubiese despertado de una pesadilla. Antes de darse cuenta, ya estaban camino al campo. Y a medida que se acercaban, pudo ver el color gris del maíz seco, percibir el olor nauseabundo a saliva y excrementos. Los tallos estaban cortados desde la raíz.
-Las langostas, viejo, mala suerte-le dijo el hombre.
-No. Fue él, el animal que me está persiguiendo. Va a destruirlo todo.
Desde entonces esparció en el pueblo la advertencia sobre la bestia, que nadie había visto, y lo creyeron loco. Las viejas chismosas comenzaron a hablar en el almacén sobre Nicanor y su delirio. Lo vieron recorrer de noche las calles, anunciando la invasión de aquel animal desconcertante. Cuando le preguntaban cómo era, la descripción de su forma extraña e inverosímil provocaba las risas de sus vecinos.
-Pobre Nicanor- le decían, palmeándole la espalda.
Entonces él regresaba a casa. Ya sin animales, porque todos estaban enterrados, incluso sus perros.
El Barble, así había decidido llamarlo, era ahora del tamaño y la altura de un hombre. De noche escuchaba los pasos de sus pezuñas sobre la tierra, merodeando la casa y acechándolo.
Una mañana lo despertó el crujido de la madera. El sol apenas se asomaba. Al levantarse de la cama, alcanzó a ver por la ventana la silueta de la bestia destruyendo la vegetación alrededor de la casa. Todos los arbustos y el pasto hasta la ruta habían desaparecido. El animal estaba devorando con ahínco el último árbol que daba sombra al patio, el mismo bajo el que su familia y él habían descansado, y de cuyas ramas pendía la hamaca en que Gonzalo se columpiaba todas las tardes. El árbol cayó con un estruendo sobre los restos del corral vacío. La mirada de la bestia se dirigió a Nicanor.
Los ojos del Barble eran tan parecidos a los suyos, que creyó estar viendo algo familiar y entrañable. Un fugaz deseo de piedad lo detuvo por un instante, y luego corrió en busca del arma, la escopeta que presentía iba a serle inútil. Disparó muchas veces desde la puerta, recargó el arma otras tantas, hasta que el error y la falla sobre el objetivo le parecieron inconcebibles. El Barble esquivaba los tiros, y parecía reírse de su impotencia.
Nicanor tiró la escopeta a un lado y agarró un hacha. Fue tras el animal, que escapaba demasiado rápido. Lo persiguió durante casi todo el día, deteniéndose a descansar cuando veía que el Barble también se detenía a beber en la laguna. Ni siquiera esperaba que alguien viniese a ayudarlo, ya pocos lo visitaban.
Él arrojaba piedras y golpes de hacha, pero el animal se escabullía tras las nubes de polvo que levantaban sus patas. La persecución se interrumpía por momentos para que Nicanor descansara, tomara agua o remojara la cabeza en la laguna, alrededor de la cual el Barble daba vueltas, girando la cabeza de tanto en tanto hacia él, como burlándose.
Y la noche llegó, sin que Nicanor pudiese dominarlo.
Se metió en la casa y cerró la puerta. Se recostó en la cama después de una larga, tediosa hora de tregua y silencio. La luna parecía haber calmado al Barble. Se sacó la ropa y la colgó en la silla, tan prolijamente como no lo hacía desde que su mujer se había ido. Tomó un trago para reponer el sudor perdido, y limpiar su garganta reseca por el polvo. Al dejar la botella en la mesa, sintió un dolor en el pecho, como si el Barble lo hubiese atacado en aquel instante, aprovechándose de su descanso. Sin embargo, la casa y la noche estaban vacías. Después sintió un alivio acogedor y sereno, el sueño y la suave piel del murmullo estival entrando por las rendijas de la puerta le acariciaron la cara.
Y de pronto despertó sobresaltado. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero a su alrededor la casa había desaparecido, devorada o destruida por el Barble. El establo y el corral, el árbol y los montones de tierra señalando las tumbas de los animales tampoco existían. El cielo era casi blanco, y su antigua tierra estaba gris y desolada.
Un gran páramo, un espacio de vacío inquebrantable, lo separaba de la ruta de asfalto. Desde allí, alguien lo saludaba levantando los brazos.
-¡Gonzalo, esperame!- gritó Nicanor
Se quiso levantar de la cama rechinante, lo único que le quedaba de su vieja vida. Pero cuando se llevó las manos a la cara, no pudo verlas.
Este cuento nació con el objetivo de hacer un relato de género, es decir, un relato tipo gauchesco, con un personaje narrador habitante del campo y que mostrara su forma de hablar coloquial. La primera versión está perdida, pero como en la versión final, era una mezcla de literatura fantástica en el ámbito campestre. Durante varios años ese cuento permaneció dessaparecido, creo que se lo presté a un amigo y nunca lo recibí de vuelta, pero la idea continuó dando vueltas en mi cabeza, hasta que, como es mi costumbre, rescatando ideas viejas para cuentos nuevos, decidí retomar el tema. Fue así como surgió "El Barble". El personaje de Nicanor encontraría, más adelante, otras formas de explicar su historia familiar, en otro cuento y novela, pero por ahora es solamente el relato de este episodio de su vida, la muerte de su hijo por su propia culpa, la separación de su esposa, y el encuentro con este ser extraño que parece en sus tierras. Me pareció interesante utilizar un ser mitológico basado muy ligeramente en leyendas autóctonas, y confrontarlo con un ambiente realista como suele mostrarse el género gauchesco en su forma más tradicional. Sin embargo, los relatos de Horacio Quiroga influenciaron sin duda desde el principio. Lo extraño y lo fantástico son acordes al ambiente hostil y a la vez apacible del campo, a la oscuridad de la noche confrontada con la claridad abismal del día. El trabajo psicológico era imprescindible para dar ambigüedad al relato, para que lo fantástico no fuese forzado ni arbitrario. La culpa, entonces, era necesaria, el factor alternativo para una psiquis aparentemente desquiciada, que ve formas extrañas y monstruos destructores a su alrededor. La mención a Gustavo Valverde tiene el único objetivo de unificar el mundo creativo que constituye mi trabajo, lo mismo que el veterinario francés, que hace aquí su primera aparición. La muerte tiene diversas formas, se presenta, para cada uno, de manera distinta, incluso con formas concretas, no sólo modalidades, tema que me ha ocupado mucho tiempo y diversos trabajos, por ejemplo y más claramente en el cuento de este mismo libro, "Las ancianas". Para Nicanor, finalmente, la lucha con el Barble es una derrota gritada a voces desde el principio. Su desquiciamiento progresa junto a su deterioro físico y el abandono de sí mismo, ambos representados por esa última obsesión, la de matar al monstruo que lo va despojando de todas sus pertenencias, hasta quitarle, por último, su vida. La visión esperanzada del final no es una compensación a sus sufrimientos o remordimientos en vida, sino un elemento más de la muerte, que como ya dijimos, toma una forma concreta, recurso literario que tiene por fin la identificación del lector con algo concreto. La literatura, la narrativa más específicamente, sólo tendrá eficacia cuando hay personajes, situaciones, cuando se cuente una historia concreta. Podrán hacerse muchas divagaciones sobre la muerte, muchas teorías filosóficas, pero una línea eficaz es más que suficiente para provocar un escalofrío en el lector, una lágrima o siquiera, una pizca de pena. Un final abierto, ambiguo, puede permitir variadas interpretaciones, pero, al decir de Borges, no permite ningún otro final posible.
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