domingo, 29 de mayo de 2011

El Barble





La primera vez que Nicanor Espinoza vio claramente al animal, fue el día en que su mujer abandonó la casa para irse con otro hombre.

-¡Andá al carajo!- le gritó él, después de empujarla y arrojar las valijas al patio delantero. Entonces la agarró del pelo, y la tuvo así sujeta un rato que le pareció tan largo como todos los años en que habían vivido juntos, porque en ese momento vio a la bestia entre los otros animales del corral.

Pequeño aún, tenía la cabeza parecida a la de un conejo, las patas cortas, y un largo hocico que se movía al olfatear el estiércol del chiquero. Las orejas se balanceaban como veletas en una tormenta. El cuerpo era flaco, casi con la forma de un perro, lo mismo que la cola sin pelo. Era todo blanco, y sorprendentemente limpio en aquel desierto de polvo y barro fundiéndose en una sola masa sobre sus tierras.

Él, que estaba castigando a su mujer por el desparpajo con que se había atrevido a engañarlo, la soltó de una vez sobre el suelo, mientras ella lo insultaba. Una mujer engañar a Nicanor, pensó con desprecio, como si no la hubiese atendido todos esos años como a una reina. Si hasta no había olvidado traerle flores de cuando en cuando, aún después de que Gonzalo muriera.

Después de llorar por tres meses la muerte de su hijo, una noche le regaló los primeros claveles que a ella le gustaban tanto, y se pusieron a lloriquear juntos, con los codos sobre el mantel de hule cuadriculado de azul y blanco. No recordaba haber llorado nunca antes de esa manera, excepto cuando él y sus hermanos enterraron a su padre. Pero la noche era confusa, la luna salía y se ocultaba con el paso enloquecido de nubes sumisas al capricho de la sudestada. Estaba frío afuera. La sombra del roble se mecía como una amenaza latente sobre el techo de la casa. El polvo se levantaba del camino formando una cortina opaca. La ruta, mucho más lejos, se veía desierta de luces y autos.

Fue esa noche que creyó ver, porque no estaba seguro de nada entre la polvareda y la oscuridad, un movimiento blanco. Un gesto de la tierra, o de la noche, que en sí mismo implicaba un color. Algo que surgió para desaparecer al instante. Pero aún sin verlo, Nicanor sabía que ese algo no era común. Sin abandonar la ventana, le había dicho a su mujer:

-¡Mirá, mirá!- Sin embargo, no podía atinar a señalar nada con certeza.

Ahora, ella estaba con las manos apoyadas sobre la tierra frente a la entrada, la espalda torcida, y mirándolo con compasión.

-No te va a devolver a tu hijo el tratarme así.

-Y vos no tenés vergüenza- gritó él, adelantando un pie para patearla, pero se arrepintió.

-Yo ya no tengo marido hace más de un año, así que no me vengás a contar de culpas. Sabés muy bien lo que hiciste...

Y estas palabras le clavaron a Nicanor un cuchillo. Pero el dolor se alivió al contemplar al animal aparecido a pleno día, tan tranquilo como si siempre hubiese estado allí. Se movía entre los demás con serenidad. Iba de un lado a otro, del corral de los cerdos a la charca de los patos o al gallinero. Ninguno parecía temerle, ni darse cuenta de su presencia.

Se quedó observándolo, parado bajo el sol del mediodía, que daba de lleno sobre el umbral. Los camiones pasaban por la ruta, dejando su cola de polvo y gas en el aire.

-¿Qué te pasa? Ayudame a levantarme-le dijo su mujer.

Pero no le hizo caso, dejó que ella levantara sola su cuerpo débil. El vestido rosa que se había comprado para gustarle más a él o al otro, estaba roto en las mangas. Pero luego agarró las valijas y la ayudó a llevarlas a la ruta, silencioso, dándose vuelta para mirar el patio a cada rato.

-No viste al animal nuevo, ¿no?

-¿Cuál nuevo? No me digás que te trajiste otro del pueblo, porque ya no me importa.

Sabía que ella estaba cansada de cuidar tantos animales que él y Gonzalo criaban. Nicanor había transmitido a su hijo esa misma pasión, y hasta que el chico murió, esa afinidad se había ido acrecentando con el tiempo. A veces, el chico les hablaba a los animales, y lo curioso era que ellos lo obedecían silenciosa y fielmente.

El colectivo llegó diez minutos después, la mujer subió con esfuerzo al estribo, y desapareció entre los pasajeros. Se llevaba una parte de la vida de Nicanor, también, aunque no el recuerdo de Gonzalo.

Volvió a la casa. La criatura seguía allí. Esa tarde no fue a trabajar al campo. Sacó una silla al patio, preparó una mesa, y puso a calentar agua para el mate. Nada había dejado ella en el horno, pero no tenía hambre.

El animal se movía dejando pequeñas huellas, sin inquietarle el sol fuerte de las dos de la tarde. Nicanor se levantó para acercarse. El bicho lo miró fijo por primera vez.

Esos ojos, pensó, no son los de una bestia. Cuando estaba a menos de treinta centímetros- si lo agarro, me lo llevo al pueblo y me hago famoso, se decía- el animal saltó sobre su cara. Nicanor se llevó las manos a los ojos, asustado. Los párpados le ardieron, pero sólo tenía algunos rasguños. La criatura se había alejado hasta la orilla de la laguna, y estaba persiguiendo serpientes en los pastizales. Nicanor la siguió. Los dientes del animal brillaban con el sol, y se dio cuenta de que eran demasiado grandes para el tamaño del cuerpo. Devoraba a las serpientes con más facilidad que cualquier ave de rapiña que él hubiese visto alguna vez. Entonces regresó al patio y se lavó las heridas en una palangana.

Al final del día, los rasguños todavía eran dolorosos, y la cara continuaba hinchada. El animal no se detuvo más a mirarlo, y siguió con su rutinaria tarea de olfateo y reconocimiento del lugar. Al salir la luna, se ocultó en un gallinero vacío, y Nicanor se quedó dormido en una silla, en el patio, bajo las estrellas.

-¡Nicanor, despertá, viejo!

-Era Gonzalo…- dijo entre sueños. Cuando abrió los ojos, vio al vecino que lo venía a buscar para el trabajo.

-Ya voy-contestó. Metió la cabeza en la pileta de agua fría, tomó unos mates tibios y se fueron juntos en la camioneta. Él había tenido un vehículo como ese antes del accidente, y mejor aún, porque era más nuevo, y hasta con una radio. Cada vez que su amigo lo pasaba a buscar, le venía a la memoria el día en que Gonzalo y él salieron para el pueblo a recoger la heladera.

Nicanor había visto los avisos en las revistas en el consultorio del médico o en los carteles a los lados de la ruta: “Heladeras Frigidaire”, y pensaba en las ventajas de tener comida fresca y bebidas frías todo el año. Ahora que tenían electricidad en la zona, no era posible que vivieran sin una heladera. Entonces se había decidido a gastar los ahorros de casi seis meses, y el aparato ya estaba en el pueblo, esperándolos. Gonzalo saltó entusiasmado al enterarse, corriendo una y otra vez desde la puerta de casa a la camioneta. A cada salto decía:

-¡Vamos, pá, vamos!

Hasta su mujer, tan fiel en ese entonces, los había despedido con un beso y una sonrisa que jamás volvió a tener, como una joya irrepetible.

La sensación de las ruedas sobre el camino de tierra era la misma que hoy. Un dejarse andar sobre nubes de polvo hacia la luminosa era de la modernidad.

-¡Che! ¿Qué te pasa?- le preguntó su amigo.

-La mandé a la mierda, ¿sabés? Y estoy solo.

Pasó casi todo el día trabajando en el campo, y pensando en el animal. Con el cuerpo sudado, regresó a casa al final de la tarde. Al cruzar el patio notó que había demasiado silencio para esa hora, cuando el gallo siempre cantaba y los patos chapoteaban en la laguna. Los perros fueron los únicos que se acercaron a recibirlo, pero se veían cansados. A lo lejos, el silencio de la laguna lo angustió. Un olor a sangre llegaba del gallinero. Entonces, al entrar, vio las gallinas y los patos carcomidos o destrozados.

La criatura seguía en un rincón del establo. Más grande y más alta. Con la boca y el hocico cubiertos de sangre, la lengua relamiéndose el pelaje sucio. Los ojos lo miraban, y él salió, atrancando la puerta.

Fue a la casa, agarró la escopeta y regresó en busca del animal. Buscó por todos los rincones, pero ya no estaba, había muchas ratoneras y aberturas entre las tablas de las paredes. Se resignó a desistir, esperando que se hubiese ido para siempre. Comenzó a palear y amontonar los cuerpos. El olor de la sangre había exacerbado el ánimo de los perros y caballos. Pronto iban a llegar los zorros de la región, si no los enterraba rápido, y cavó una fosa.

A la noche, un estruendo de gritos y ladridos lo despertó. Los perros ladraban hacia el corral del chiquero. Nicanor se colocó los pantalones a prisa, y salió descalzo. Apuntó la escopeta hacia la sombra blanca en que la bestia parecía convertirse durante la noche. Pero aquella sombra le cubrió la cara, sintiendo otra vez brevemente el calor de su pelaje extraño sobre los párpados.

El arma cayó al fango, y se arrodilló a buscarla. No era sólo barro lo que tocaba, sino fango mezclado con sangre. Los puercos que le había costado tanto criar, listos y gordos para la venta, estaban tirados con las entrañas abiertas.

-¡Voy a matarte, hijo de puta, te lo juro!- murmuró Nicanor entre dientes.

Dos días después, pasó por el consultorio del veterinario antes de volver a casa. Era un francés que se había instalado en el pueblo casi veinte años antes. Nadie supo nunca si estaba titulado o no. Desde la mañana que había llegado de Buenos Aires, se había puesto a curar animales, y a partir de entonces todos lo consultaban.

-Hay una bestia, doc, que me está matando a los otros-le dijo Nicanor.

-Me contaron…- Y puso sus manos sobre los hombros de Nicanor, como consolándolo.- Pero también sé por experiencia, que a veces nosotros, los hombres, nos enojamos mucho cuando una mujer nos abandona...

-Nada de eso. La bestia ronda la casa, y cada vez es más grande.

-Vamos- dijo el francés, mientras cerraba su consultorio.-Le invito algo en el bar.

Salieron a la calle, y el veterinario tomó de un brazo a Nicanor. En el bar, se encontraron con el joven Valverde, que sabía de animales extraños, según contaban.

-Sabés-empezó a decir el francés- en mi país tenemos leyendas de bestias con las que asustamos a los niños. Algunos dicen que son almas errabundas, con el aspecto verdadero que todos tenemos una vez despojados del cuerpo.

-Acá también- intervino Valverde. -Tenemos al Yaracusá, una especie de víbora con cara de lechuza, y al Curasán, un perro mitad hombre, pero ésta es una leyenda que trajeron del Brasil.

El doctor asintió, bebió otro vaso de vino, y siguió contando.

-Se les da muchos nombres según el pueblo. En mi ciudad lo llamábamos “le Barble”. En las vísperas del día de los muertos, salíamos en su busca, gritando: “¡Barble, Barble!”

La voz del doctor resonó en el bar como si llegara desde kilómetros de distancia, en medio de la llanura desolada en una noche sin luna.

-¿Y cómo es?- preguntó Valverde.

-Tiene patas de chivo, cola y cuerpo de perro, cabeza de conejo. Pero qué importa. En lo único que todos coinciden es que los ojos son humanos...

El francés se quedó callado. Nicanor estaba abstraído en sus propios pensamientos. Luego se despidió, oyendo que el doctor le decía:

-Límpiese esas heridas.

Nicanor estaba borracho, pero con una tenue, lánguida sensación de felicidad. Pensaba dormir bien esa noche en su cama caliente. Al llegar a casa, el caballo comenzó a corcovear sin poder contenerlo. Mientras más lo sujetaba de las riendas, más intentaba correr. Tuvo que bajarse para evitar que lo tirase.

-Acá pasa algo- se dijo.

Fue al establo, y descubrió al otro caballo muerto y masticado por los dientes inconfundibles de la bestia. El caballo de Gonzalo, el potrillo que él le había regalado y crecido con el niño. Recordó la alegría de su hijo cuando se lo trajo, saltando de contento igual que cuando fueron en la camioneta a buscar la heladera.

Habían dejado a su madre ya lejos, mientras recorrían el camino de tierra hacia la carretera principal. Cuando llegaron al río, vieron que el torrente estaba agitado y arrastraba montículos de barro duro y raíces enlazadas. Conocía la profundidad por haberlo cruzado cientos de veces, la mayoría siempre seco o sirviendo de lecho a un angosto hilo de agua. Sentados en la camioneta sin saber qué hacer, miraban cómo el agua sucia formaba torbellinos en los bordes.

-¡A la mierda, vamos a cruzar!- dijo Nicanor, decidido. Sabían que tendrían que esperar tres meses más para recibir la heladera en el siguiente pedido, y el verano ya habría pasado. Se sentía demasiado feliz, demasiado hombre frente a su hijo como para asustarse por el río que lo había traicionado poniéndole aquel obstáculo.

Arrancó, y las ruedas se metieron en el agua a toda velocidad. Mientras más rápido, mejor, pensó. Pero la camioneta se atascó a mitad de camino. El agua golpeaba la puerta, mientras el paso de las piedras resonaba bajo el chasis.

-Yo me bajo a empujar, vos agarrá el volante y mantenelo firme-le indicó a Gonzalo.

El agua era más fuerte de lo que parecía. Alrededor de la camioneta se había formado un torbellino envolvente, y le resultó difícil avanzar para ubicarse detrás y empujar. Pero la camioneta no se movió. Tal vez, si hacía girar las ruedas delanteras, el barro en que estaban enterradas cedería.

-¡Girá el volante!- gritó a su hijo.

El vehículo empezó a desplazarse un poco, pero de pronto oyó un estruendo, un estallido opaco de chapas bajo el agua, y vio que un tronco a la deriva había golpeado la delantera de la camioneta hasta hacerla torcer en la dirección de la correntada.

-¡Pará, frená!- Pero se daba cuenta que era absurdo que los frenos sirvieran de algo. El agua siguió golpeando el costado de la camioneta, y comenzaba a arrastrarla. Nicanor se agarró del paragolpes, pero las manos le sangraron con múltiples cortes de la chapa, y sin querer se había soltado. Lo último que vio, mientras se sujetaba a las largas raíces de los juncos, fue la cara de su hijo asomándose por la ventanilla, su mirada desgarrada clamando por auxilio.

-Yo lo maté- murmuró en el funeral muchas veces a todo el que se acercaba a darle el pésame, hasta que esta muletilla se repitió por meses.

Nicanor lloraba ahora, un año después, sobre el cuerpo del caballo de su hijo, que la bestia había destrozado. A la mañana siguiente, lo despertaron los gritos de su vecino.

-¡La siembra está destruida!- le decía.

Nicanor abrió los ojos como si hubiese despertado de una pesadilla. Antes de darse cuenta, ya estaban camino al campo. Y a medida que se acercaban, pudo ver el color gris del maíz seco, percibir el olor nauseabundo a saliva y excrementos. Los tallos estaban cortados desde la raíz.

-Las langostas, viejo, mala suerte-le dijo el hombre.

-No. Fue él, el animal que me está persiguiendo. Va a destruirlo todo.

Desde entonces esparció en el pueblo la advertencia sobre la bestia, que nadie había visto, y lo creyeron loco. Las viejas chismosas comenzaron a hablar en el almacén sobre Nicanor y su delirio. Lo vieron recorrer de noche las calles, anunciando la invasión de aquel animal desconcertante. Cuando le preguntaban cómo era, la descripción de su forma extraña e inverosímil provocaba las risas de sus vecinos.

-Pobre Nicanor- le decían, palmeándole la espalda.

Entonces él regresaba a casa. Ya sin animales, porque todos estaban enterrados, incluso sus perros.

El Barble, así había decidido llamarlo, era ahora del tamaño y la altura de un hombre. De noche escuchaba los pasos de sus pezuñas sobre la tierra, merodeando la casa y acechándolo.

Una mañana lo despertó el crujido de la madera. El sol apenas se asomaba. Al levantarse de la cama, alcanzó a ver por la ventana la silueta de la bestia destruyendo la vegetación alrededor de la casa. Todos los arbustos y el pasto hasta la ruta habían desaparecido. El animal estaba devorando con ahínco el último árbol que daba sombra al patio, el mismo bajo el que su familia y él habían descansado, y de cuyas ramas pendía la hamaca en que Gonzalo se columpiaba todas las tardes. El árbol cayó con un estruendo sobre los restos del corral vacío. La mirada de la bestia se dirigió a Nicanor.

Los ojos del Barble eran tan parecidos a los suyos, que creyó estar viendo algo familiar y entrañable. Un fugaz deseo de piedad lo detuvo por un instante, y luego corrió en busca del arma, la escopeta que presentía iba a serle inútil. Disparó muchas veces desde la puerta, recargó el arma otras tantas, hasta que el error y la falla sobre el objetivo le parecieron inconcebibles. El Barble esquivaba los tiros, y parecía reírse de su impotencia.

Nicanor tiró la escopeta a un lado y agarró un hacha. Fue tras el animal, que escapaba demasiado rápido. Lo persiguió durante casi todo el día, deteniéndose a descansar cuando veía que el Barble también se detenía a beber en la laguna. Ni siquiera esperaba que alguien viniese a ayudarlo, ya pocos lo visitaban.

Él arrojaba piedras y golpes de hacha, pero el animal se escabullía tras las nubes de polvo que levantaban sus patas. La persecución se interrumpía por momentos para que Nicanor descansara, tomara agua o remojara la cabeza en la laguna, alrededor de la cual el Barble daba vueltas, girando la cabeza de tanto en tanto hacia él, como burlándose.

Y la noche llegó, sin que Nicanor pudiese dominarlo.

Se metió en la casa y cerró la puerta. Se recostó en la cama después de una larga, tediosa hora de tregua y silencio. La luna parecía haber calmado al Barble. Se sacó la ropa y la colgó en la silla, tan prolijamente como no lo hacía desde que su mujer se había ido. Tomó un trago para reponer el sudor perdido, y limpiar su garganta reseca por el polvo. Al dejar la botella en la mesa, sintió un dolor en el pecho, como si el Barble lo hubiese atacado en aquel instante, aprovechándose de su descanso. Sin embargo, la casa y la noche estaban vacías. Después sintió un alivio acogedor y sereno, el sueño y la suave piel del murmullo estival entrando por las rendijas de la puerta le acariciaron la cara.

Y de pronto despertó sobresaltado. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero a su alrededor la casa había desaparecido, devorada o destruida por el Barble. El establo y el corral, el árbol y los montones de tierra señalando las tumbas de los animales tampoco existían. El cielo era casi blanco, y su antigua tierra estaba gris y desolada.

Un gran páramo, un espacio de vacío inquebrantable, lo separaba de la ruta de asfalto. Desde allí, alguien lo saludaba levantando los brazos.

-¡Gonzalo, esperame!- gritó Nicanor

Se quiso levantar de la cama rechinante, lo único que le quedaba de su vieja vida. Pero cuando se llevó las manos a la cara, no pudo verlas.


Este cuento nació con el objetivo de hacer un relato de género, es decir, un relato tipo gauchesco, con un personaje narrador habitante del campo y que mostrara su forma de hablar coloquial. La primera versión está perdida, pero como en la versión final, era una mezcla de literatura fantástica en el ámbito campestre. Durante varios años ese cuento permaneció dessaparecido, creo que se lo presté a un amigo y nunca lo recibí de vuelta, pero la idea continuó dando vueltas en mi cabeza, hasta que, como es mi costumbre, rescatando ideas viejas para cuentos nuevos, decidí retomar el tema. Fue así como surgió "El Barble". El personaje de Nicanor encontraría, más adelante, otras formas de explicar su historia familiar, en otro cuento y novela, pero por ahora es solamente el relato de este episodio de su vida, la muerte de su hijo por su propia culpa, la separación de su esposa, y el encuentro con este ser extraño que parece en sus tierras. Me pareció interesante utilizar un ser mitológico basado muy ligeramente en leyendas autóctonas, y confrontarlo con un ambiente realista como suele mostrarse el género gauchesco en su forma más tradicional. Sin embargo, los relatos de Horacio Quiroga influenciaron sin duda desde el principio. Lo extraño y lo fantástico son acordes al ambiente hostil y a la vez apacible del campo, a la oscuridad de la noche confrontada con la claridad abismal del día. El trabajo psicológico era imprescindible para dar ambigüedad al relato, para que lo fantástico no fuese forzado ni arbitrario. La culpa, entonces, era necesaria, el factor alternativo para una psiquis aparentemente desquiciada, que ve formas extrañas y monstruos destructores a su alrededor. La mención a Gustavo Valverde tiene el único objetivo de unificar el mundo creativo que constituye mi trabajo, lo mismo que el veterinario francés, que hace aquí su primera aparición. La muerte tiene diversas formas, se presenta, para cada uno, de manera distinta, incluso con formas concretas, no sólo modalidades, tema que me ha ocupado mucho tiempo y diversos trabajos, por ejemplo y más claramente en el cuento de este mismo libro, "Las ancianas". Para Nicanor, finalmente, la lucha con el Barble es una derrota gritada a voces desde el principio. Su desquiciamiento progresa junto a su deterioro físico y el abandono de sí mismo, ambos representados por esa última obsesión, la de matar al monstruo que lo va despojando de todas sus pertenencias, hasta quitarle, por último, su vida. La visión esperanzada del final no es una compensación a sus sufrimientos o remordimientos en vida, sino un elemento más de la muerte, que como ya dijimos, toma una forma concreta, recurso literario que tiene por fin la identificación del lector con algo concreto. La literatura, la narrativa más específicamente, sólo tendrá eficacia cuando hay personajes, situaciones, cuando se cuente una historia concreta. Podrán hacerse muchas divagaciones sobre la muerte, muchas teorías filosóficas, pero una línea eficaz es más que suficiente para provocar un escalofrío en el lector, una lágrima o siquiera, una pizca de pena. Un final abierto, ambiguo, puede permitir variadas interpretaciones, pero, al decir de Borges, no permite ningún otro final posible.

El armario






Laura se desabrochó el segundo botón de la blusa al ver a Tomás, que bajaba del colectivo en la esquina de la plaza. Tenía el traje azul de todos los días, gastado en las rodillas y con dos pitucones en los codos. Llevaba abierto el cuello de la camisa blanca, y el diario enrollado bajo su brazo izquierdo. Esta vez venía sin esa sonrisa que siempre estaba en sus labios al ir a visitarla. Sus ojos brillaban al pensar en Laura. Pero ahora no era así, había algo diferente en su rostro, muy parecido quizá a una expresión de irreflotable hundimiento.

Al entrar fue directamente hacia ella, rodeado por el aroma del pan y las facturas. La campanilla de la puerta se apagó con serenidad.

-Duque se murió ayer a la noche.- Dijo en ese silencio abrupto de las cinco de la tarde.

-¡Por Dios, querido!- Contestó Laura, abrazándolo por encima del mostrador. La blusa de seda se agitaba con su respirar entrecortado, apretada contra el pecho de Tomás, mojándole el cuello con sus lágrimas.

-¿Cuántos años tenía, trece, catorce...?

-Diecisiete años. Fue mi mejor amigo todo ese tiempo.

Decidieron ir al bar a conversar.

-¡Papá, salgo!- Gritó Laura hacia la cocina, y su padre debió escucharla pero no contestó.

En la confitería se sentaron cerca de la ventana, tomándose de las manos. El mozo puso dos cafés entre los brazos temblorosos.

Ella había visto a Duque tres días antes. Aquel perro viejo sí que era grande. Un mestizo ovejero alemán que aún saltaba y le lamía la cara al verla. Parándose en dos patas, le impedía abrirse paso por el pasillo estrecho de la casa de Tomás. Vivía solo con su perro, en esos cuartos pequeños y cerrados todo el día, con la humedad y el polvo cubriendo los muebles, y un olor a putrefacta acidez que surgía de alguna parte.

-Como afuera, no tengo ganas de cocinar cuando vuelvo del laburo.- Había dicho él alguna vez.

Entonces fue cuando ella se ofreció a cocinarle. Iba casi todas las noches a hacerle algo simple y caliente. Luego le preparaba la cama, las sábanas limpias en la que se acostaban juntos. Siempre se sentía vigilada por Duque, quieto y silencioso hasta que Tomás regresaba a las nueve de la noche. Al llegar le abría la puerta del jardín, mientras Laura los observaba jugar, sentada bajo el roble, con las luces de la ciudad ascendiendo hacia el cielo del crepúsculo. La luna pálida iba creciendo, y Duque aullaba.

-Le ladra a la luna todas las noches desde que lo conozco. Si no está afuera se desespera rasguñando las puertas, como cuando se sienta al lado del armario y no puedo sacarlo de ahí.- Se quejaba Laura muchas veces.

Tomás entonces la miraba con recelo.

-Es su armario, Laura. Allí Duque tiene sus cosas.

A menudo ella había revisado el mueble buscando algo, pero siempre cuando el perro estaba lejos. De lo contrario se le ponía delante, alerta, con un gruñido expectante, sigiloso y protector, vigilando las puertas de madera barnizada y lustrosa. Las patas de estilo veneciano y la fachada antigua contrastaban con la simpleza del pasillo. Porque el armario estaba allí, en medio del paso, estorbando de manera que había que estrecharse contra la otra pared para pasar.

-¿Por qué no lo ponemos en tu habitación?- Le preguntó.

-No, no quiero que toques nada.

Ella se quedaba mirando largo rato ese armario enorme, imposible de mover. Lleno de cosas viejas, de las fuentes que Tomás usaba para alimentar a Duque, las toallas para bañarlo, el jabón, las correas de cuando era cachorro, y las zapatillas carcomidas por sus dientes precoces.

-Se murió sin molestarme, pobre viejo Duque.- Dijo él en la tarde húmeda del bar, mientras miraban pasar por la vereda a los chicos que salían de la escuela.- Cuando se quedó tieso sobre la alfombra, recordé su fuerza, sus mandíbulas feroces de algún tiempo atrás. Te conté cómo me defendió, ¿no?

En realidad Laura estaba cansada ya de escuchar aquella historia. Todos en el barrio sabían cómo Duque lo protegió el día en que sus padres discutieron, y la forma en que la vieja se cayó golpeándose la cabeza. Decían que el viejo la empujó, y después quiso hacer lo mismo con Tomás. Él entonces era un chico de doce años. Un niño apático y triste que se escondía de los otros, huyendo con su perro de las discusiones de los padres.

-Nos íbamos hasta las vías del tren, y ahí nos quedábamos hasta las nueve de la noche, cuando papá se iba al trabajo de sereno en la fábrica. Yo contaba los trenes uno por uno, esperando aquel que se lo llevaría lejos hasta el día siguiente.

Tomás, sentado sobre las vías, se entretenía mirando a Duque, que ladraba a las locomotoras, lentas como mastodontes. Para el perro quizá eran monstruos, animales primitivos o bestias salvajes.

Empezó a rozar las piernas de Laura con sus zapatos debajo de la mesa. Ella miró alrededor, sonrojada.

-Vamos a casa, Laura. Estoy cansado y solo.

Ella aceptó y salieron a las calles de La Plata, cubiertas por las sombras de las casas en el atardecer. Eran casi las siete.

Al llegar encendieron las luces, pero no hubo quien los recibiera esta vez, ni ladridos, ni saltos alegres ni patas sucias de barro. Sólo el aroma de Duque persistía, su olor a pelo mojado y pasto fresco. Su olor en todas partes, y ese armario siempre allí, molestando. Siendo un obstáculo absurdo ahora.

Laura hizo el gesto inicial de intentar empujarlo, y Tomás gritó.

-¡No, no!- Se detuvo un instante al darse cuenta de su reacción.- Son sus cosas y no quiero sacarlas por unos días.

Laura le preguntó dónde lo había enterrado, y él la llevó al jardín para mostrarle el montículo de tierra removida.

Comieron poco, unos huevos fritos cuyo aceite ayudó a ocultar el aroma fantasma. Pero Tomás extrañaba las migas de pan que le daba al perro, sentado a su lado, mirándolo como un mendigo.

A las nueve Tomás dijo escuchar algo, pero ella sólo oía la bocina del tren a lo lejos. Él insistió en que aquel sonido venía desde el jardín, retumbando en los techos altos de la casa, ocultos en la sombra.

-Es el aullido de Duque, estoy seguro.

Tomás siempre contaba cómo Duque se abalanzó sobre su padre esa última noche. Estaba por irse a trabajar cuando a la madre se le ocurrió fastidiarlo pidiéndole plata.

-Las peleas eran siempre por lo mismo. Parecían socios irreconciliables de un negocio en bancarrota.

No recordaba exactamente cómo pasó, pero comenzaron a golpearse y ella se desplomó sobre el suelo de la cocina. El piso, de pronto, estaba cubierto de sangre, y el viejo se veía desesperado. Agarró a Tomás muy fuerte, tanto que el chico creyó que iba a matarlo.

-Tal vez, tal vez sólo me abrazaba muy fuerte, no lo sé.

Entonces Duque se tiró encima del viejo y lo mordió hasta desfigurarlo. Recién meses después se supo que al hombre lo habían llevado a prisión. Tomás así lo dijo, y todos lo aceptaron. El viejo jamás fue visto desde esa vez.

En la mañana Laura lo acompañó hasta la parada del colectivo. Hacía frío, ella llevaba un chal celeste y él un sobretodo. Cuando lo vio alejarse, regresó a la panadería de su padre. El próximo fin de semana era Pascua, y los huevos de chocolate lucían bellos en las vidrieras decoradas con figuras europeas. El aroma salía por la puerta, un olor amargo y caliente.

-Papá.- Se le ocurrió preguntar.- ¿Sabés de algún vecino que tenga cachorros para regalar?

Y con esa idea en mente buscó toda la tarde por el barrio. Hasta que en el baldío de la casa de las Cortéz halló dos perros pequeños y recién nacidos. Agarró uno y lo llevó a la casa de Tomás. Aún era temprano. Hizo la cena y dejó que el perro correteara por todos lados. Le abrió la puerta del jardín, apartándolo de la tumba de Duque. No sabía cómo llamarlo, eso iba a dejárselo a él.

-¡Perro, perro, entrá!- El cachorro la obedeció con rapidez.

Tropezaron en el pasillo con el armario, siempre en el medio del paso. Laura lo revisó, viendo qué podía sacar para moverlo. Sólo frazadas viejas, latas de conserva y las cosas tontas de Duque, sus correas y el bozal. El cachorro olisqueaba el mueble con una curiosidad intensa, se metía debajo y raspaba la pared.

Eran las ocho y media, y Tomás no llegaba. No sabía qué hacer y tenía hambre. Se puso a pensar dónde poner el armario. El cachorro seguía raspando la pared.

“Hace tanto que no limpia, que debe haber ratas muertas”, pensó Laura, y se decidió a vaciarlo. Sacó todo, incluso los estantes para hacerlo más liviano. Hizo fuerza y de a poco fue cediendo. Las marcas de las patas habían hecho un hoyo en el piso de flexiplast, y vio dos rayas a cada lado, como si alguien hubiese movido el mueble regularmente.

Corriéndolo despacio centímetro a centímetro, con mucho esfuerzo, y entre los ladridos del perro que saltaba entusiasmado a su alrededor, descubrió una puerta simple y despintada. El cachorro ladraba cada vez más enloquecido, y empujó la puerta que, sin llave, se fue abriendo con un rechinar de bisagras. Un abrupto olor a suciedad y fermentos le revolvió el estómago y se tapó la boca. Al principio la oscuridad le ocultaba las formas, pero luego vio la cama y las paredes sin aberturas. La única ventana estaba cubierta por ladrillos.

Había alguien allí. Se podía oír su respiración débil pero ronca, y el aliento ácido que inundaba el aire. Era un hombre deforme de gordura, rodeado de sábanas sucias, y había varios platos amontonados a un costado de la cama. Laura se fue acercando sin saber en realidad si lo que sentía era miedo o quizá un leve temor teñido de piedad. El perro, sin embargo, esta vez se quedó en la puerta. La bocina del tren de las nueve se oyó lejana y atenuada por aquellas paredes.

El hombre dijo algo ininteligible, como si no hubiese hablado en muchos años y no supiese si aún tenía voz. Su cuello estaba deformado por las cicatrices, el rostro era indefinido, y a Laura le pareció que una de las cuencas de los ojos estaba vacía.

El perro seguía ladrando, y la voz quejumbrosa del viejo abandonado renació, ahora más clara pero vacilante.

-Otro... perro.- Murmuraba, extrañando quizá el ladrido de su carcelero muerto.

Un luz iluminó, de pronto, la habitación desde el pasillo. Vio a Tomás que corría hacia el patio, y fue tras él. La bocina del tren de las nueve se escuchaba otra vez, húmeda y pesada, como el sonido de un cuerno de caza a través del rocío nocturno. Entonces Laura se detuvo en la puerta de la cocina, asustada, mirándolo desprenderse de la camisa bruscamente, y con una pala brillante a la luz de la luna, cavar en la tumba de su perro.


La historia de este cuento es especial. Hacia 1994 venía asistiendo a talleres literarios desde casi seis años antes, y luego de pasar por varias etapas donde intentaba encontrar un estilo, una temática propia, surgió un cuento que agradó mucho a los demás miembros del taller. Antes yo escribía ciencia ficción, historias fantásticas, luego relatos muy cortos, intimistas y herméticos, incluso poesía influenciado por el ambiente del taller literario. Me decían que yo escribía bien, incluso muy bien, pero hubo diferencia con el nuevo relato. Principalmente me dijeron que había creado una situación creíble con un final rotundo y compacto. Ese cuento llevaba el título de "El empleo en lo de Casas", y estaba narrado por un aprendiz de panadero que hace los mandados en el barrio. El lugar ya es el suburbio de La Plata que conocemos por los demás cuentos, los personajes de Laura, Casas su padre, Tomás y el perro, también, sólo desaparece el narrador testigo. El cuento, entonces, fue publicado en la revista Otras puertas, de mi maestro y amigo Alberto Ramponelli. Más tarde, el relato no me conformó del todo, creo que la razón fue porque comenzaron a surgir otros cuentos relacionados con el mismo barrio y los mismos personajes. Fue recién cuando ellos decidieron contarme sus historias, cuando apareció la necesidad de seguir contando y completando circunstancias, cada una con sus misterios y oscuridades, con sus revelaciones y tragedias, que la primera historia de este ciclo necesitaba ser modificada, adaptada a su posterior evolución. Fabián Vique dijo muy bien en el prólogo a mi tercer libro, "El rostro de los monos", que nada es definitivo, ni siquiera el pasado. Por eso, uno como narrador de historias y por ende creador de mundos, tiene el privilegio, casi como una especie de dios menos, de modificar las historias de sus criaturas. Pero también hay algo, como dije antes, más importante y más cierto, estas historias nos son contadas, incluso a su autor, por sus mismos personajes, unos van llamando a otros, amigos, vecinos, familiares. Pasado y futuro se hacen presente mientras nosotros viajamos con ellos en el tiempo, testigos de sus nacimientos, sus tragedias y sus días, sus muertes. La historia de la primer versión del cuento era más bien inconclusa, demasiado abierta. El narrador testigo, un adolescente enamorado de la hija del panadero y celoso de Tomás, espía a éste y lo encuentra desenterrando a su perro. En la nueva versión, los protagonistas ganan en personalidad, en detalles que los caracterizan, como en la escena inicial el diario bajo el brazo de Tomás mientras camina hacia la panadería luego de bajar del colectivo, o el acto Laura de desabrocharse un botón de la blusa al verlo llegar. La historia de los padres de Tomás se concreta, así como la participación del perro, todo esto aderezado con pistas sobre el olor de la casa de Tomás, el extraño armario que oculta una puerta condenada, la insistencia del cachorro en husmear bajo ese armario. Laura y Tomás se me vuelven personajes entrañables, uno apesadumbrado y fracasado, la otra joven, compasiva y bella, acostumbrada a su contanto con compañeros varones en la exploración de ciertos misterios del barrio, como la casona de las Cortéz, en "El patio de los perros", y con sus propias tragedias personales, como la muerte de su madre en "la mujer de Casas". De Casas padre ya tuvimos noticias desde el inicio de la saga, un inicio que fue tomando forma después de esta primera semilla fundadora, como si la primera célula de este mundo nuevo no fuese la más primitiva sino una más, sí más rudimentaria, a la espera de las otras más fundamentales, que la alimentarían para hacerla crecer. El mundo del cual los Casas fueron el punto clave, la primera puerta, quizá la puerta escondida tras el armario de mi propia conciencia.


sábado, 28 de mayo de 2011

Las torres






Alejandro miró los campos de pastoreo a los lados de la ruta, casi secos por el sol ardiente del verano. Sólo algunas vacas parecían obstinadas en buscar la hierba escasa. Las torres eran aún nada más que eso, estructuras brillantes y aceradas sosteniendo los cables de alta tensión. El viento corría con un hálito sofocante, caluroso.

Pensaba en los planos de la casa, que pronto iba a estar terminada. Habían sido demasiados viajes por esas rutas de provincia, destruidas, a veces inconclusas. Al principio, cuando Mara iba con él, conversaban y la noche los detenía en algún hotel. Pero cuando ella de pronto regresó a Buenos Aires, como si estuviese enferma o hubiera descubierto que él lo estaba, se vio dueño único de aquella casa a medio construir en San Juan, alejada de todo pueblo, rodeada por el desierto e invadida de ese olor que el viento seco traía del oeste.

La razón de la partida de Mara nunca fue clara, sólo tal vez predecible si recordaba ciertos signos. Como la manera en que ella lo había seducido en la clase de Historia Antigua a la que ambos asistían. Siendo aún una extraña, lo había llevado en poco tiempo de las charlas en los cafés a su departamento y a su cama. Era la primera mujer que así lo arrastraba de un sitio a otro, mudando sentimientos abruptamente y sin compromisos con el pasado inmediato, que a ella no le agradaba mencionar. No olvidaba tampoco su propia vida somnolienta antes de conocerla, como si los que lo rodearan hasta entonces lo hubiesen tenido sujeto al mundo circundante, oscuro y rutinario. Al encontrar a Mara, había comenzado a imaginar otras vidas más temerarias, y surgía entonces otro hombre más parecido a la vitalidad de la carne que a la infértil mente que siempre había estado alimentando.

Pero en uno de los últimos viajes a la obra, Mara estaba nerviosa, mirando hacia el campo. Luego había cerrado la ventanilla de su lado y se puso a fumar, porque dijo que ya no aguantaba el olor nauseabundo que había en toda esa zona. Alejandro sólo alcanzaba a oler la nafta y el aroma de los neumáticos recalentados en el asfalto, por eso se rió de ella con una jactancia que no había pretendido demostrar. Esa fue la primera ocasión que Mara lo miró asombrada.

-Rey...- dijo ella en voz alta, y en su mirada había un estremecimiento, un miedo a estar cerca suyo, como si viese en su cara algo que él no creía estar expresando. Quizá era aquel brillo retórico y despectivo de sus ojos que a veces no podía evitar. Ella lo comparó entonces con los rostros de los jefes de hordas brutales que habían azotado los desiertos asiáticos veinte siglos antes. Mara huyó al día siguiente, con esas palabras que ambos consideraron fugaces, pero que perduraron en su mente casi con un sentido de eternidad.

Cuando llegó a la construcción, los peones ya se habían ido y la noche recién empezaba. Fue a la terraza y observó las torres a lo largo de la ruta, iluminadas, brillantes por la humedad del rocío nocturno. Desde hacía algunas semanas apenas lograba liquidar las deudas de la obra, y hasta había tenido que escribirle a Mara para agradecerle que renunciara a su parte de la inversión. Era extraño todo esto, más aún cuando recordaba el entusiasmo que ella había tenido por esa casa y su vida juntos, y se sintió convencido de que su abandono era en realidad una huida.

Alejandro se quedó en la terraza, acostado entre el polvo y las baldosas a medio colocar.

El sábado al mediodía, el calor se levantaba del asfalto y parecía hacer que las torres languidecieran. Sin embargo, ellas resistían. Un aroma rancio inundaba la zona. Supuso que había animales muertos en las banquinas profundas. Se detuvo en la hostería en la que acostumbraba almorzar antes de seguir camino. Le preguntó al mozo de dónde llegaba ese olor. El muchacho dudó antes de contestar.

-El perro del patrón se cayó al viejo aljibe, hace tres noches. Los chicos le tiran piedras para taparlo.

Un niño apareció corriendo y se acercó al joven. Cuando ambos se alejaron de la mesa, Alejandro vio que el muchacho manoseaba al chico junto al mostrador. No dijo nada, sólo se dedicó a observar con más atención desde entonces.

El olor continuó durante toda la tarde y a kilómetros de aquel lugar. Entonces recordó que Mara una vez le había hablado de ese mismo olor, como si hubiese tenido la capacidad de adelantarse a los hechos y huir.

Aún después de llegar a la casa podía sentirlo, y los techos inconclusos, así como daban paso a la oscuridad naciente del cielo, eran incapaces de detener el olor. Recostado en la terraza, calculaba que al terminar los cielorrasos, la casa estaría lista para ser habitada. Sin Mara, era verdad, pero ya no la extrañaba demasiado. Se había acostumbrado a la sensación de tranquila soledad de la misma manera en que ahora se habituaba al vaho nauseabundo y creciente.

Una semana después, ya casi no lo fastidiaba, cansado además de que otras personas negaran sentirlo cuando les preguntaba de dónde provenía. Por eso el sábado siguiente abrió las ventanillas del auto y las mantuvo así todo el camino. En la hostería, el muchacho de siempre lo recibió vestido con sus habituales botas y pantalones de campo.

Alejandro quiso comer afuera, a la sombra del alero, donde podía percibir el aroma sin que se mezclara con los olores de la cocina. Necesitaba pensar por qué le resultaba tan familiar.

-¿Y el perro muerto?- preguntó.

-Ahí sigue en el pozo. El olor todavía va a durar unos cuantos días. ¿No quiere sentarse en el comedor?

-No, acá estoy bien-dijo.

Cuando el chico se había alejado, Alejandro se acercó al aljibe. Las moscas salían y entraban por la abertura. Con un pañuelo se secó el sudor de la nuca y la barba crecida. Miró hacia el fondo, pero no vio más que oscuridad.

Llegó a la casa más temprano de lo habitual, y dejando el auto en la cochera, buscó los planos. Se puso a recorrer los cuartos, insultando a los obreros, con una voz algo diferente, con el tono de siempre pero gastada y ronca, por los errores que habían cometido. Dos horas después, los hombres se fueron protestando por haber recibido la mitad de su sueldo semanal. Cuando estuvo solo, escuchando las últimas protestas desde la parada del micro nocturno en la ruta, Alejandro dejó los papeles a un lado y les hizo un gesto obsceno a la distancia.

Ahora más tranquilo, miró la casa desde el exterior. Harían falta otras dos o tres semanas, sin embargo estaba conforme, y pensó en las palabras de Mara antes de irse. Ya no resultaba extraño imaginar ese sitio como un reino, y a la casa como una fortaleza. Era una idea peculiar, dolorosa en cierto modo, pero también consoladora, porque al estar solo, únicamente sintiéndose como un rey, un ser autónomo y poderoso, podría sobrevivir.

Al otro sábado, mientras manejaba, una picazón en la cabeza le molestó durante todo el viaje. Era la sensación de que algo se posaba en su cabello, e intentó espantarlo como a un insecto. En la hostería, el muchacho sacó la mesa al verlo llegar, saludándolo con un respeto que se asemejaba mucho al miedo. El muchacho sudaba al hablarle, y dirigía la mirada permanentemente hacia el aljibe.

-¿Cuánto ganás?- preguntó Alejandro.

-Lo suficiente, señor.

-¿Te gustaría trabajar para mí como ayudante?

-Sí, señor. Cuando mande.

Alejandro empezó a comer la pata de cordero que había pedido apenas cocida.

Llegó a la obra con las manos y la barba aún sucias con grasa. Volvió a gritar a los obreros que quedaban, con esa voz ya definitivamente seca, con la mirada furiosa y triste a la vez. Su aliento tenía a olor carne fermentada, y de su boca salía un resoplido como un viento moribundo. Después se dio un baño para quitarse el sudor, pero la molestia en su cabeza continuaba.

Salió a la terraza en ese sábado de verano. Habían pasado algunos meses desde la ida de Mara. Se sentía excitado y la extrañaba, recordando cuántas veces fue ella quien había tendido que convencerlo para que se acostaran juntos, mientras le relataba historias asombrosas de héroes legendarios.

Y mientras pensaba en esto, Alejandro descubrió la transformación de la torre, la más cercana a la casa. Siempre estaban iluminadas durante la noche, pero al final de esta tarde, cuando las demás habían encendido sus luces y recortaban su figura en el cielo pálido, la primera torre permaneció a oscuras, y ya no era igual.

Parecía un cáliz, una copa de tallo ancho con un recipiente nacido en el extremo, como aquellas vasijas de madera de veinte o treinta siglos atrás. Algunos camiones pasaban, pero no se detenían o siquiera disminuían la marcha para mirar. Fue a buscar los binoculares. Apoyó un pie en la baranda. Al ubicar la torre, alzó las cejas con sorpresa, porque vio que ya no sostenía los cables de electricidad. Ahora era de barro y troncos, pero tan alta como las demás. La observó durante toda la noche, parado en la terraza, con los binoculares como una extensión casi infinita de sus ojos.

Al amanecer, saliendo de la casa entre los montones de arena, cal y ladrillos, caminó hacia la ruta. La mañana estaba deshabitada, con la carretera como una franja de asfalto inútil en el desierto. Mientras se acercaba, notó que no sólo una torre se había transformado en esa especie de copa gigante, sino también las otras. Eran exactamente iguales en forma y altura, pero diferentes en la construcción, la posición de los troncos y los dibujos del barro seco en la superficie. Daba la sensación de que los constructores habían estado allí pocos minutos antes, necesitando solamente de las horas de la noche para reemplazar las viejas por las nuevas. Pero contra esta idea, las torres se empecinaban en sugerir una vejez de siglos. Palpó la aspereza del barro resquebrajado y la madera petrificada.

El olor había regresado. La fetidez venía del extremo de las torres. Era aquella la razón de que durante todo el camino lo sintiera, aún cuando antes tuviesen otra forma. Tal vez fuese esto lo que Mara había visto el día en que discutieron, cuando observaba hacia el campo con temor.

Volvió a la casa, mirando los dos o tres kilómetros de torres que se destacaban a lo largo de la ruta bajo la luminosidad estridente del sol. El cielo seguía limpio y el polvo del camino comenzaba a levantarse. No tuvo deseos de regresar a la ciudad, los altos edificios y las calles lo asfixiaban. El auto permaneció en la cochera para ser olvidado.

En la tarde, contempló la extensión del desierto, e imaginó someterlo a su voluntad. Si las torres se habían transformado a su llegada, si le dieron la bienvenida de esa manera, era obvio que la tierra tenía que ser suya. Este pensamiento parecía estar formado con la misma sustancia de la carne, y querer escaparse con dolor de su cabeza para instalarse en el mundo.

El lunes controló a los peones todo el día. Los insultaba al verlos cometer el más pequeño error, y dos de los hombres se fueron con amenazas de volver para matarlo. Los demás aceptaron seguir si les aumentaba el sueldo.

Estaba cansado y decidió pedir ayuda al muchacho de la hostería. El martes a la mañana fue hasta allí muy temprano. Lo encontró adormecido, más delgado y débil, pero sólo era necesario mirar sus ojos para reconocer esa oscuridad que había descubierto cuando hablaba del aljibe y del perro muerto.

-Te vengo a buscar para el trabajo.

-Pero...

-Vestite y vamos, si no querés que le diga a tu patrón lo que le hacés a su hijo.

El chico lo miró como quien implora a un dios, y dijo que su nombre era José.

-¿Y su auto, señor?-preguntó.

-Desde ahora no habrá autos. Quiero que esta noche vengas a buscar dos caballos.

Alejandro iba a encender un cigarrillo pero lo arrojó al suelo. Su rostro se veía más grueso, los músculos del cuello se habían endurecido. Estaba bronceado con un tinte cobrizo, y la ropa había comenzado a rasgarse por el trabajo en la construcción.

José se convirtió en su ayudante personal. Fue además el conciliador entre Alejandro y el furor de los obreros. El miércoles perdieron a otros dos hombres. El polvo que levantaban los autos ocultaba sus figuras al caminar por la banquina. Alejandro no escuchaba los motores, se quedó mirándolos, con las manos en la cintura y desafiándolos con la mirada. Bajo el perfil de las torres y el aroma a muerte en su nariz, ellos eran la presa perfecta. Los habitantes que serían dominados o exterminados.

Después se dio vuelta y levantó la vista hacia la casa. Miró una vez más los planos. El arquitecto había diseñado un estilo colonial americano, pero allí se levantaba el castillo para refutarlo. Aunque los obreros se hubiesen empecinado en no entender las órdenes e insistieran en que la casa no era lo que Alejandro les decía que iba a ser, la fortaleza finalmente estaba terminada. Tenía contornos cuadrados, con paredes altas y cuatro torres en los extremos. Vio a José que caminaba confundido alrededor de la obra, y supo que también veía el castillo.

-Pero todavía no veo las torres, señor-le dijo, preocupado. Alejandro apoyó sus manos sobre los hombros del muchacho, consolándolo. Él también aún veía restos del otro mundo, pero pronto iban a desaparecer. Lo sabía porque el dolor en su cabeza continuaba. Construir un reino producía esfuerzos a su mente, a los brazos y piernas de su mente, capaces también de sudar.

En la noche del viernes, los últimos cinco obreros fueron obligados a quedarse hasta tarde, recibiendo órdenes confusas de dos hombres que parecían locos. Se limitaron a obedecer, pero antes de irse los amenazaron. Esa noche Alejandro se quedó despierto haciendo guardia, mientras José dormía.

Mirando hacia el desierto oscuro desde la terraza, junto a una fogata, le resultaba curioso pensar que todo había sucedido en un verano. El sol con su excesiva intensidad, el desierto que había levantado más polvo que otros años. Añoraba esas noches con Mara, cuando una parte de él había comenzado a despertar, una a la que no le importaba la discreción ni el intelecto. Le era inevitable extrañar la manera en que ella hacía el amor y luego se acostaba a su lado hablando de la historia y de sus líderes. Admiraba a aquellos hombres antiguos sobre cuya vida leía incansablemente. Le hablaba de los conquistadores asiáticos, y él los imaginaba cabalgar por distancias tan enormes que jamás recorrerían otra vez en el tiempo de sus vidas. Todo por la insobornable necesidad de la conquista, el imperioso fin que justificaba su venida al mundo.

Podría haber sido mi reina, pensó Alejandro.

A la medianoche, los peones llegaron. José se levantó para preparar la trampa. En los planos no figuraba, y tampoco los hombres recordaban haberlo construido, pero el foso allí estaba, rodeando el castillo. Los hombres caminaron en la oscuridad guiados por el fuego de la chimenea, seguro de que iban hacia la sala donde Alejandro dormía. Pero cayeron en el foso y sobre las estacas clavadas en el fondo. Sus gritos se escucharon como un eco en medio del desierto. Sus gemidos persistieron confundidos con el aullido de los perros lejanos.

Cuando José se acercó al borde con la antorcha, cayó de rodillas, y las llamas se agitaron. Miró hacia el camino. Luego se acercó a Alejandro y le besó los pies.

Él también podía ver ahora, le dijo, las torres de madera y barro.

Cargaron los cadáveres al amanecer. José trepó a las torres. Ataron a los muertos y los subieron con sogas hasta depositarlos en los cálices de barro. El sol se veía diferente, como si hubiese rejuvenecido veinte siglos. Se alejaron de las torres silenciosas, mirando hacia la cima. Los cuervos habían comenzado a llegar, posándose uno después del otro en los bordes de las torres. Luego oyeron el crepitar del tejido muerto entre los picos, el sonido de los huesos al quebrarse, y el sordo burbujeo de la sangre bajo el sol ardiente.

La memoria de Alejandro tuvo breves recuerdos extraños de una ruta, de una hostería que ya no era posible hallar, y ni siquiera estaba seguro de que estos nombres significaran algo. Sólo podía ver, a lo lejos, más allá de la sabana de polvo y arena, la pálida franja de un ancho río, de donde llegaba el bullicio de un pueblo lavando sus ropas en las orillas.


Último relato de "Los seres intermedios", es una especie de concreción definitiva de lo que ha venido afectando a los personajes de este libro. En su mayoría, sus protagonistas se hallan en situaciones que los enfrentan con elementos o circunstancias extrañas, fuera de la lógica habitual, fuera de lo racionalmente explicable, lo que entendemos normal, parámetro variable pero a su vez estandarizado y generalizado. Aquí, el protagonista se ve asediado por imágenes que no sabemos si son alucinaciones o ilusiones del pasado, o quizá, y muy probablemente, del futuro. Los criterios establecidos se trastocan, tiempo y espacio se intercambian, se conjugan en un presente. No hay un cruce de tiempos y espacios, sino una transformación. Y lo que provoca tal transformación no es mérito de fuerzas extrañas o externas al hombre mismo, sino provenientes de su misma interioridad. Lo que guarda el ser humano en su mente es tan poderoso como para trastocar los fundamentos racionales de la física. Alejandro, como su famoso predecesor en llevar tal nombre, se ve dominado por algo interno y salvaje, o quizá liberado de las cadenas de lo que denominamos civilización. Matar y dominar por necesidad, pero también sin escrúpulos, la vida humana como un premio de conquista o un obstáculo a derrotar. Al personaje de Mara ya lo conocemos del relato "Mara en la plaza", y no es arbitraria su inclusión aquí. Y hemos visto cuán liberal e inconformista es ella, huyendo cuando se ve frente a las consecuencias de lo que provoca en los demás. Alejandro, conservador y tímido, se siente liberado por mérito del sexo que ha conocido con Mara, pero esa libertad va más allá de lo sexual, se extiende hacia otros planos más trascendentes. La vida y la muerte, el respeto que ellas imponen, son desafiadas por él. Lo más difícil de este relato fue plasmar con eficacia esa metamorfosis del tiempo y del espacio, una transformación lenta pero apreciable definitivamente justo al final del relato. El objetivo era demostrar estos cambios como producto de la psicosis del protagonista, para que el cambio de realidades no fuese tan abrupto ni arbitrario. Para ello, el seguir exactamente el punto de vista del protagonista, era necesario. Lo que él ve, lo ve el lector. Cuando al final, todo a su alrededor se ha transformado, el lector lo acompaña, y fue importante incluir olores y sonidos, del camello, del río, de la gente, incluso la sensación del calor, completando la simbiosis, el paralelismo entre la ruta del siglo XX y el desierto asiático. Así, el libro, que había comenzado con "Dos niños peleando", relato donde hay un intercambio de almas entre dos planos distintos de la realidad, termina con otro en que aparentemente una realidad anula a la otra, o por lo menos en la que el protagonista elige como única para vivir. Si en el siglo XX era un hombre mediocre y sin fuerza, ahora será un líder que conducirá a su pueblo a la conquista, o al exterminio. En la literatura, como diría Borges, un simple hombre puede ser un malevo empuñando un cuchillo o el inquebrantable guerrero de una saga nórdica.




Ilustración: Mario Sironi


Los depredadores





Mamá estaba postrada en su silla de ruedas, silenciosa, mirando por la ventana el tráfico febril del mediodía. Alguien se acercó a la puerta y sonó el timbre.

-Es el cartero, mamá.- Le dije, y empecé a leer el telegrama en voz alta, pero me callé al ver de qué se trataba.

“Intimo a usted a abandonar la propiedad en un plazo de dos meses si no se me abonan los alquileres de los últimos cincos años”.

Di un pequeño gemido de sorpresa, y ella se dio cuenta.

-Nos echan, mamá, sabía que teníamos que hablar antes con este tipo.

-Van a demoler la casona y vender el terreno, ¿no es cierto?

La miré sin sorprenderme, porque ella solía adivinar esas cosas. Me di cuenta de la inquietud de sus ojos oscuros y siempre nerviosos. Ahora la echaban de la casa que había habitado por treinta años, el lugar que se había adaptado a ella como un molde perfecto. La oscuridad de los cuartos, el ruido de la madera, la humedad insoportable, y el aspecto sucio del jardín, siempre ocupado por perros vagabundos, nos marcaron como una familia extraña en el barrio. Nos llamaban “la bruja Cortez y su hija”, la adivina que hablaba del futuro, de las tragedias venideras gritadas a los cuatro vientos aunque nadie quisiera oírla.

-Escucháme, Lidia.-Me dijo Eduardo cuando le conté todo esto. Estábamos en el bar, al final de nuestro primer año de noviazgo.-Después de vivir tanto tiempo sin pagar rentas, y conociendo a tu vieja, cinco años de compensación por el aguante no es mucho. No te preocupés, yo me encargo de todo.

Cuando volví a casa, mamá había dejado la comida intacta sobre la mesita del dormitorio. Seguía mirando por la ventana, y murmuraba un rezo extraño que era cada vez más inaudible. Después, los perros del barrio comenzaron a ladrar todos juntos, como si ella fuese capaz de conectarse con el mundo instintivo.

-No quiero que traigás más a ese tipo.-Dijo de pronto.

-Nos vamos a casar, mamá. Va a salvar la casa.

-Te lo prohíbo.- Contestó.-No voy a dejar esta casa en manos de mis enemigos.

Eduardo se mudó un mes después. Sé que pagó la deuda o por lo menos llegó a un acuerdo con el propietario. Tomamos el cuarto que fue de mis padres porque allí estaba la única cama de dos plazas. Tenía un balcón a la calle, con una vista hermosa del barrio y la imagen de la catedral a lo lejos.

Los pasos fuertes y rápidos de Eduardo reinaban sobre la madera que cubría toda la construcción. Eran nuevos sonidos para la sombría vida cotidiana que llevábamos con mamá. Pero ella decidió no hablarle, ni se dignaba siquiera a mirarlo por diez segundos seguidos.

-No importa.-Decía él, pero sé que entonces recordaba la época en que con sus amigos me seguían hasta la casa, y se quedaban en la vereda de enfrente gritando: “¡Bruja!”. Desafiaban a mi madre por su extraña capacidad de adivinar o quizá determinar el futuro. Hasta pensé alguna vez que era así, que el mundo y sus tragedias se creaban a su alrededor. Esa indecible capacidad para que todos le temieran con sólo esto, saber, o decir saber el futuro de los hombres.

Por eso Eduardo también le temía. Cada mañana en el desayuno, él me hablaba, y yo a mi madre, y ella pocas veces a mí. Pero ambos no se dirigían más que miradas cortantes y sospechosas de ira contenida.

-Te casaste con el enemigo, sus padres y las familias como las de él nos odiaban. Esa época era como una caza de brujas.-Dijo mi vieja una vez delante suyo, a las nueve de la mañana de un día de sol radiante, y Eduardo se fue golpeando la puerta. Quise matarla en ese momento. Aprovechar su invalidez para asestarle un golpe que nadie iba a reprocharme.

-Debería estar agradecida.-Me dijo Eduardo a la noche en nuestra cama, ocupando el sitio exacto en que mi padre había dormido alguna vez. Puso las manos detrás de la nuca, mirando por la ventana abierta la noche de verano. Yo lo consolaba entonces para aplacar su bronca, aquel odio ancestral y casi mítico de su infancia.

La noche que fuimos a cenar afuera, tres meses después de casarnos, vimos cómo la gente nos rehuía y evitaba. Yo estaba acostumbrada desde chica, en la época en que Eduardo era uno de ellos. Pero ahora él también sentía aquel rechazo. Durante las dos horas que estuvimos allí, los mozos nos servían silenciosos, mirándonos de reojo. Entraron sus antiguos amigos, los mismos con los que se había burlado de nosotras y escrito obscenidades en las paredes de la casa. Salvo que él, entre todos ellos, se había fijado en mí.

“La belleza extraña, la delgada y tenue belleza de Lidia Cortéz”, escribió en el cuaderno de clases de la escuela, y yo lo supe. Pero eso se convirtió en una marca, en un estigma en su frente que todos los demás en el barrio empezaron a ver claramente. Porque, de un día para otro, ya no lo invitaron a asediar la casa con sus gritos, ni a poner crucifijos en nuestra puerta.

-Volvamos.- Pidió él. Sus amigos ni siquiera lo habían mirado.

Estaba nervioso mientras regresábamos. La luz del hall de entrada estaba encendida. La silueta de la casa se veía rodeada por el cielo oscuro y nublado. Luego percibimos un aroma peculiar e impreciso. Al entrar, vimos a mi madre al lado de una cortina en llamas, avivándolas, como si estuviese creando el primer fuego del mundo.

Eduardo corrió hacia la tela, y la tiró al suelo, pisándola desesperado. Traje un balde con agua de la cocina, y fui y volví varias veces hasta que el fuego se extinguió.

-¡Voy a ver el resto!-Dijo él, subiendo las escaleras. Se escuchaban sus pasos atronadores al abrir y cerrar las puertas.

Yo miré enfurecida e impotente a mi madre, que ahora estaba llorando. Sus ojos brillaban, y la frente blanca y amplia se frunció interminables veces. Así supe, en medio del humo y la ceniza cubriendo la sala, con la furia de Eduardo corriendo como un loco por las habitaciones, que mamá deseaba volver atrás, al tiempo no mágico de su vida. A la época en que aún no escuchaba voces extrañas y la casa no existía; cuando era todavía una niña y nadie escapaba de ella. Aquel tiempo en que aún no soñaba ni temía que una multitud viniese a buscarla con sus antorchas, para colgarla del primer árbol que encontrara.

-Maldita vieja de mierda.- Gritó Eduardo al bajar, casi tropezando. -¡Vieja desgraciada! ¿Sabe que gasté todos mis ahorros en pagar sus deudas? Ahora estoy atrapado.- Me acerqué para calmarlo, pero me empujó. Esa noche no dormimos juntos. “Estoy atrapado”, lo escuché gritar entre sueños desde el otro cuarto.

A la mañana siguiente estaba silencioso y con el rostro demacrado.

-Tu madre se metió en mis sueños anoche.- Fue lo único que me dijo.

Desde entonces mamá intentó quemar la casa muchas veces, en ocasiones aún con nosotros adentro, y ya no podíamos dejarla sola. Pensamos en llevarla a un asilo, pero entonces se agitaba tanto que teníamos que llamar al doctor Ruiz. Él no encontraba nada grave, y sin embargo ella sabía intimidarnos. Levantaba la mirada, girando los ojos como enloquecida.

Eduardo optaba entonces por salir muy temprano, aunque todas las mañanas los gritos de mamá lo perseguían hasta la puerta de calle.

-¡Fuego y carne chamuscada!-Deliraba ella.-¡Vendrán a quemarme, pero yo lo voy a hacer antes!

Me fui quedando sola de a poco, como cuando a los diez años, los chicos me insultaban por ser la hija de la bruja.

Después, Eduardo comenzó a adelgazar sin motivo. Comía todas las noches con nosotras, pero apenas, y se iba a acostar enseguida. Yo notaba cómo temía la mirada penetrante de mamá, que lo observaba con los párpados fruncidos y murmurando ininteligiblemente una maldición. Comenzó a dormir mal y daba vueltas en la cama, inquieto, sudando hasta dejar las sábanas húmedas y frías. Cada mañana me contaba la misma pesadilla.

-Soñé que me atacaban pájaros y murciélagos, y cada uno tenía la cara de tu vieja...No me deja dormir, va a terminar matándome.

Un día ya no quiso levantarse. Se quedó en cama, y decía sentirse demasiado débil. Su voz era quejumbrosa, la piel de la cara estaba tan blanca que ya parecía transparente. Supe con certeza, sin necesidad de ningún médico, que se estaba muriendo.

Me pregunté entonces si yo tenía también la misma capacidad de mi madre. Esa lúcida intuición tal vez llevada al extremo de la superstición. Esforzándome, estuve días enteros encerrada, agotando mi mente.

-Mamá.- Le pregunté un día.- ¿Pude haber heredado tus poderes?

Ella me miró como quien descubre a un rival.

-No vas a ganarme. ¿Es que no te das cuenta que nuestros enemigos están ahí afuera dispuestos a cazarnos?

Sin contestarle, agarré la silla.

-Vamos a acostarte, mamá.-La llevé a la habitación a las ocho de la noche. No destendí la cama ni encendí la luz. La dejé en medio de su pequeño cuarto, el más estrecho de la casa. Cerré con llave. Esa noche fue la primera en que no le di de comer, pero no protestó.

En lugar de cenar sola en la cocina, le llevé a Eduardo una fuente de sopa al dormitorio, y comimos juntos. Él me miraba sin preguntarme por ella, y una tenue y sutil sonrisa regresó a su rostro. Fue suficiente para recompensarme. Para estar segura de lo que debía hacer.

Durante la semana siguiente la vieja gritaba casi todo el día, aunque sus gritos se atenuaron de a poco. Eran ocultados por el bullicio estival de la calle, por los colectivos y las voces de los chicos de la colonia. Las campanas de la misa abortaban los gemidos de mamá. Hasta que casi no los escuchamos. Después oímos los golpes en la puerta, las cosas cayendo al piso y las ruedas de la silla girando de una pared a otra. Lentamente, Eduardo iba recuperando el color de sus mejillas.

Los perros del barrio comenzaron luego a acercarse al jardín, reclamando la vitalidad perdida de quien ellos parecían llamar su dueña. Los vecinos venían a buscarlos, pero se iban asustados ante los gritos de la vieja. Los animales entonces se quedaron todos juntos en el jardín de pasto espeso y alto. Gruñendo y rechazando el agua y la comida.

Un sábado, un hermoso sábado a la mañana, los gritos cesaron. Me vestí con mi mejor ropa. Una blusa blanca de seda, con los dos botones superiores abiertos, y una pollera azul. Bajé a la cocina y me hice un café, escuchando el sonido de la ducha mientras Eduardo se bañaba.

Estuve quince minutos allí, acompañada por el sonido de los animales afuera. Limpié la taza y miré por la ventana. Los perros se habían acercado y estaban saltando contra la puerta. Intenté forzar mi mente, como veía a mi madre hacerlo, y les hablé sin voz, mirándolos a los ojos. Luego los dejé entrar.

Doce perros atravesaron la sala como una horda salvaje en busca de su presa, y corrieron hacia la habitación de mamá. Se quedaron esperando en la puerta, y me abrieron paso sin tocarme. La blusa blanca quedó intacta, mi pollera azul no se cubrió con un solo pelo.

Al abrir se abalanzaron sobre el cuerpo de la vieja, tendido en el piso. Lo destrozaron con sus dientes ensangrentados y las bocas cebadas. La ropa, al desgarrarse, parecía hacer más ruido que la carne y los huesos. Arrastraron el cuerpo hacia el jardín, tan semejante ahora a una pradera africana. Yo me crucé de brazos, tranquila, contemplando la cacería bajo el sol.


Este relato forma parte del primer libro de cuentos, y constituye un eslabón más del ciclo que tiene como protagonista al barrio suburbano en la ciudad de La Plata. A su vez, este ciclo y sus personajes tienen extensión y proyección en otros relatos de los siguientes dos libros de cuentos, pero atengámonos por ahora a este cuento en particular. Aquí se retoman los personajes del principio del libro: la casona de "La construcción", y los personajes que aparecen en "Los fugitivos", "El patio de los perros" y "El tren a Buenos Aires". Conocemos, entonces, el final trágico de la bruja Cortéz, acorde con el tono - místico más que práctica- de su vida. Sabemos, también, que su capacidad no se perderá, pasando a la persona de su hija. En este cuento las protagonistas son casi exclusivamente mujeres, y el único varón tiene un papel más bien secundario, casi instrumento para ambas mujeres, víctima expiatoria en realidad para el sentimiento contradictoria de ambas. Puede tomarse, por supuesto, como una alegoría cuasi humorística de la relación de un marido entre su esposa y su suegra, pero el trasfondo intenta mostrar algo más oscuro, desde el punto de vista de la naturaleza humana, y más íntimo, desde lo particular y sentimental. Aquí se aborda el tema de los seres diferentes, de la tolerancia hacia lo que no entendemos, una de las ramas solamente de un mismo árbol cuyo tronco unifica y dispersa algo más profundo y tenebroso, más inquietante, que sólo unos pocos seres humanos más intuitivos que los demás pueden percibir, y muchas veces utilizar, para el bien o para el mal. Este tronco enraizado puede llamarse maldad, o simple poder emanado de una fuente más poderosa que la que presuponemos, trátese del alma humana o del místico poder de una deidad o entidad superior. En suma, el cuento nos plantea sólo una situación cotidiana y corriente de un barrio suburbano, sentimientos cruzados entre personas obligadas a una convivencia forzada. Los prejuicios, los rencores, forman parte de esta situación, hayan como hayan comenzado, no importa. Desde siempre los sentimientos son fuerzas más que instrumentos, son causas que abren caminos tortuosos o senderos apacibles. La fuerza proviene de otra fuente, y no está en el objetivo de este relato el explicar, sino insinuar a través de las grietas y las simas de lo cotidiano.

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...