Para Alberto Ramponelli, mi maestro por sobre todo, y un amigo incondicional, porque estará en todos los libros, siempre.
Para Esteban Curci, mi hermano, porque nos une el lazo más indisoluble, la infancia.
Para Laura, mi mujer, una vez más y como siempre, por darme todos los días las agridulces sobredosis del verdadero amor.
“Cada uno es su niño y su cadáver.”
César Fernández Moreno
LOS CAMPOS INGLESES
1
Ibáñez estacionó el Falcon junto al Mercedes del doctor Farías, pero esta vez no sintió su crónica envidia por el ministro de Salud. Se había levantado a las cinco de la madrugada para realizar una autopsia que cualquiera de sus colegas podría haber realizado. Pero el ministro lo había llamado exclusivamente a él.
-Trasladaron el cuerpo desde Londres. Ya le explicaré el asunto mañana-le había dicho por teléfono la noche anterior.
Y aquí estaba ahora, en el estacionamiento detrás del edificio de la morgue, frente a la pared que ocultaba el crematorio, bajo un cielo nublado y frío de agosto. Dejó las manos quietas sobre el volante, y en pocos segundos ya las tenía insensibles. Había olvidado los guantes, así como también encender la calefacción del auto. Incluso tenía la ventanilla abierta y casi no se había dado cuenta. Porque su atención estaba puesta en esa pared, y la observaba como si la viera por primera vez. No como si estuviese viendo un muro de ladrillos y cemento, sino un cristal tras el cual el fuego del crematorio amenazara con estallar el vidrio y las llamas lo tomaran a él y a todo lo que a él concernía.
-Pero mañana me entregan los resultados de mi hijo, usted sabe que está internado hace diez días…-le había contestado Ibáñez.
-Que se encargue alguien más de la familia, doctor…
Mateo Ibáñez se sintió humillado. Una respuesta como esa habría originado en él una reacción muy distinta si otras preocupaciones no lo hubieran tenido abstraído y distante. Pero no iba a explicarle a Farias lo que éste ya sabía, por más que el ministro se adjudicara una confianza que nadie le había otorgado, que la madre de Blas estaba muerta desde que el chico tenía dos años. Ahora Blas lo necesitaba más que nunca, sin duda mucho más que aquel muerto tras el muro. Pensó en su hijo de ocho años, acostado en una cama de la clínica a la espera del resultado del laboratorio. Recordó las bolsas bajo los ojos, el cabello ralo y despeinado, y entre las sábanas el cuerpo fláccido y las costillas marcadas, las venas formando un mapa de caminos sinuosos, de valles y montañas.
Pero aquí estaba él, presente a la hora justa para cumplir con su trabajo. Un cuerpo lo esperaba con su olor de siempre, la piel morada y esa enorme quietud que tanto lo tranquilizaba al contemplar a los muertos. Una terapia más eficaz que el psicoanálisis, se había dicho muchas veces.
Cerró el auto y miró con desprecio la brillante estructura del Mercedes. Entró por la puerta posterior del edificio y lo recibió el aroma amoniacal de los quirófanos, el olor a lavandina que la gente de limpieza dejaba en los pasillos, y más lejos, hacia la salida por la otra calle, el aroma del café en la confitería.
-Buenos días, doctor Ibáñez. ¿Cómo está su hijo?-preguntó la secretaria.
-Por ahora sin novedad, gracias.
Siguió caminando hasta el vestuario. El encargado lo saludó y le entregó el ambo. Nadie había llegado todavía.
-¿Dónde están todos?
-Creo que no va a venir nadie más que usted y su enfermera, doctor-le contestó el otro.
Farias se estaba desquitando con él, no cabían dudas, pero no recordaba nada pendiente con el ministro. Fue saboreando la bronca mientras se ataba con dificultad las tiras del pantalón sobre un abdomen que había aumentado más de lo esperado en los últimos cinco años, y se anudaba la cinta del gorro y el barbijo en la cabeza de cabellos y barba pelirrojos. Sus manos grandes y pecosas, con dedos de espeso vello en el dorso, se entorpecían con esos nuevos uniformes que alguien del ministerio había decidido cambiar sin consultar a quienes iban a usarlos y que siempre resultaban chicos para él. Cerró con un estrépito el armario de metal y salió por la puerta que conducía al quirófano.
La enfermera ya estaba cambiada y lo saludó con una sonrisa que adivinó tras el barbijo. Soledad era una bella mujer, soltera según decían, pero ella nunca hablaba de eso.
-Nos levantaron temprano hoy, doctor. Ni siquiera el sol salió del todo.
-Apropiado para el gusto por los muertos. ¿No es cierto?
Soledad no le contestó, habituada a su cinismo, a esa mezcla de tristeza y amor por la profesión, quizá también de odio y resignación con que sus manos actuaban sobre los cuerpos. Ibáñez se lavó las manos y volvió al quirófano, se dejó colocar el camisolín y los guantes. Sintió el aroma de Soledad cuando ella se acercó a pocos centímetros de su cara. Ella no usaba perfume, pero era el olor de una mujer de treinta años bajo la luz de las lámparas que iluminaban las puntas del cabello castaño saliendo de los bordes de la cofia. Luego miró el cuerpo sobre la mesa, desnudo y con los brazos a los costados, las palmas hacia arriba, los pies algo inclinados hacia fuera, la boca abierta, los párpados cerrados, y el color amarillento de la piel. Había manchas de tierra apelmazada, especialmente en los cabellos negros y algo largos. Un hombre de quizá treinta y cinco años, no mayor que él mismo, delgado y de altura media. Entonces preguntó:
-¿Qué tenemos hoy, Soledad?
Pero antes de esperar respuesta o siquiera de escucharla, al acercarse al cuerpo vio que entre los dientes había hebras de pasto.
2
Como todas las mañanas, discutí con Cintia antes de salir al trabajo, aunque ya no recuerdo si el motivo fue distinto al de todos los días. Revisé el buzón, y junto a las boletas de servicios encontré una carta con sello del correo inglés. Me pareció extraño que alguien, aparte del estudio de abogados que trata el asunto de la herencia, me escribiese desde allí. Al volver a casa la dejé junto al teléfono. Creí que Cintia ya se había acostado, pero cuando terminé de comer y me disponía a abrir la carta, ella vino a interrumpirme, protestando por todo lo ocurrido durante el día, la rutina insoportable que la exacerbaba, sin saber que a mí el aturdimiento de su voz también me exasperaba cada vez más. Estaba en bata y despeinada. Nada quedaba en ella de lo que había visto alguna vez. En su cara y en su voz persistían restos que aún brillaban, sin embargo, como fragmentos de metal cobrizo que me recordaban lo que había amado en Cintia, y que no podía dejar de lado, como ese amor asentado y firme en el sitial de la costumbre.
Amenazó con dejarme. Al principio no supe contestar. Muchas veces antes lo había dicho, así que no le hice caso. Pero ella es capaz de hacer siempre lo contrario a lo que los demás esperan.
Al día siguiente discutimos otra vez, y creo haberla golpeado. No sé, estaba tan enojado con ella y también conmigo, que no recuerdo si levanté la mano antes o después de haber dicho tal o cual cosa, o si fue ella o yo quien habló justo antes del golpe. Sí recuerdo la palma de mi mano enrojecida durante algunos minutos después. Esa noche ya no hablamos. Dormimos en la misma cama, y como siempre me pregunté qué nombre ponerle a esa actitud tan fría como el hielo de acostarnos aborreciéndonos. Porque hasta el hielo puede provocar dolor, y esa cama era ya tan insensible como una piedra, éramos una pareja de inválidos sobre un lecho de sacrificio.
3
Soledad comenzó a leer el informe de la policía y a traducir los tecnicismos que a Mateo le desagradaban.
-Lo encontraron en un campo en las afueras de Londres. Según calculan los peritos, expuesto durante cinco días al aire libre.
-¿Cuándo llegó?
-Ayer a la noche, y el viaje debió durar doce horas, cuando menos, más los retrasos en bromatología.
-Y a eso hay que sumarle dos días como mínimo de trámites en Londres.
-Aquí dice que tardaron cuatro en identificar las huellas dactilares.
-¿Pero esperan que crea que este cuerpo lleva más de diez días y que aún se mantenga así? Si apenas tiene casi olor.
Ibáñez pasó al otro lado de la mesa de disecciones. El cadáver se extendía plácido y hermético a su inquietud. Trató de bloquear la sensación, creciente como un vértigo, de que su hijo resultaba demasiado parecido en esa posición, y se dijo que no era la similitud de estar acostados lo que los asemejaba, sino la circunstancia, no la causa de enfermedad o muerte, sino algo que los relacionaba en forma indirecta, enlazados por una lógica que aún no encontraba. Él sabía que la lógica a veces carece de sentido común, austera e inclaudicable en su camino hacia la comprobación de algo que quizá fuese la nada o el universo del cero.
-Empecemos-dijo, mientras Soledad tomaba un grabador y apretaba el botón de encendido. El punto rojo titiló, y los carreteles de la casete giraron. Ella se puso los guantes y le pasó el bisturí.
-Piel escoriada en cabeza y cuello. Elasticidad conservada. Hematomas retroauriculares. Tierra en las comisuras de los labios. Tórax depresivo esternal, pectum excavatum congénito. Vamos a ver la espalda.
Soledad movió la manija que levantaba la camilla hacia un lado. Ibáñez giró el cuerpo hacia un costado y lo ató. La piel allí sí tenía signos del tiempo transcurrido. Estaba húmeda y se desprendía con facilidad.
-Proceso de descomposición habitual por contacto con tierra y barro. Debió morir de espaldas y estar así los cinco días en el campo. Hay larvas debajo de la piel.
Hizo un corte bajo el omóplato izquierdo. Comenzó a salir sangre coagulada con diminutos parásitos blancos. Tomó una muestra para el laboratorio. Siguió cortando más profundo, pero los músculos eran tan blandos que escapaban al filo. Dejó el bisturí a un lado y palpó con los dedos. Fragmentos de músculos se deshicieron en sus manos.
-No entiendo, parece que de este lado el cadáver tuviese en realidad más tiempo del que calculamos, parece tener más de treinta días de descomposición.
Soledad lo miró como si bromeara, a veces no sabía si el doctor hablaba en serio o sólo era ironía. Pero esta vez ella se limitó a escucharlo y alcanzarle los instrumentos que pedía.
-¿Sabe que hoy me entregan los resultados de Blas?
-Sí, doctor. Por delicadeza no quise preguntar pero...¿por qué no pidió el día libre?
-Porque el ministro me tiene resentimiento, y esta vez encontró la oportunidad para joderme. Si hay que hacerle un trasplante a Blas, me lo llevo a Estados Unidos, sin dudarlo, y necesito plata y recursos. Farias es un salvoconducto para mí en este momento.
4
Cintia me dejó. Anoche la vi hacer sus valijas, guardar las cosas rápida y escrupulosamente, como si planeara un viaje de por vida. La vi salir de casa sin una palabra ni una mirada de más. Me quedé parado en la cocina, observando la taza de café que ella había tomado diez minutos antes, aún con la marca de sus labios. Miré el teléfono, pensando que tal vez debía llamar a alguien, como si el aparato fuese lo único fijo en esa casa que giraba como un trompo, y entonces volví a ver la carta. La abrí por primera vez desde que llegó casi una semana atrás. Pero no pude leerla porque está escrita en inglés. Además, mi mente se hallaba fuera de mi cuerpo, tal vez recorriendo la casa y dándose cuenta de la ausencia de Cintia.
Me levanté tarde y no fui al trabajo. Intenté localizarla sin éxito. Sólo logré que nuestros conocidos se enteraran antes de lo ocurrido. Volví a ver el sobre abandonado junto al teléfono, pero no me dediqué a la carta hasta después del almuerzo. No sé por qué me empeciné en dar vueltas las hojas buscando alguna palabra entendible para mí. Realmente nunca me importó aprender inglés, y siempre supe que mi vida no es de aquellas que llevan a sus dueños lejos del lugar de su nacimiento. Porque creo que mi vida hace lo que quiere conmigo. Yo soy sólo un hombre y mi vida es mi mujer.
Pensé que debía llevar la carta a mis abogados. No parecía haber relación entre ésta y la herencia, pero tal vez ellos pudiesen traducirla. Llamé al despacho y me dijeron que estaban en Londres. Me ofrecieron ayuda, contesté que no valía la pena, esperaría su regreso.
Al otro día tuve que ir a trabajar. Llevé la carta para que el jefe la tradujera. Al terminar mi turno golpeé a su puerta y entré al despacho. Nunca tuve problemas con él, -aunque a veces me resultara engreído-, así que me atreví a pedirle ese favor con cierta confianza. Tomó la carta y se puso a leerla bajo la luz del escritorio. Estaba en mangas de camisa y con la corbata floja. Sus anteojos ocultaban una mirada dirigida a mí de tanto en tanto, y creí ver señales de resentimiento. Luego me miró abiertamente. No me equivoqué, había cierto recelo en sus ojos. Me dijo que me ofrecían trabajo allá en Europa, luego sonrió diciendo frases ociosas, y me palmeó la espalda con sus manos sudadas.
Regresé a casa pensando en la carta durante todo el camino. Sentí el sobre doblado en mi bolsillo, e imaginé las figuras de las palabras inglesas dibujadas en el pavimento, en la vereda y las paredes de las casas.
5
Voltearon nuevamente el cuerpo boca arriba. Ibáñez hundió el bisturí en el pecho, bajo la orquilla del esternón. Extendió el corte. La sangre fluyó abundante al principio, cayó al piso y sobre las botas de goma. Ibáñez se mostró confundido. La sangre no se había coagulado en ese sector. Pidió compresas y gasas para secar el charco que se formaba sobre la mesa.
-Creo que no me equivoqué en venir, no me perdonaría haberme perdido esto, mientras le hallemos explicación.
Siguió hablando para el grabador, describiendo la consistencia y el estado de la piel del abdomen. Pidió un costótomo y comenzó a cortar el lado izquierdo. El ruido de los huesos sonó opaco, hundió compresas y volvió a retirarlas. El corazón estaba morado y casi negro, con signos de necrosis. Con la mano derecha lo apartó y comenzó a seccionar las arterias con las tijeras. La aorta estaba casi vacía, con paredes de coágulos oscuros. Le entregó a Soledad el órgano y ella lo puso en una bolsa negra que luego iba a etiquetar. El interior del tórax ya estaba seco, y los pulmones parecían gastadas esponjas de goma luego de muchos años de uso. Presionó un poco sobre ellos, y salieron dos chorros de sangre oscura por la nariz.
Soledad se sobresaltó, sabía que Ibáñez se había puesto a jugar otra vez.
-No vuelva a hacer eso, doctor.
-Es sólo un truco que aprendí en la facultad, pero no debía haber dado resultado en un cuerpo de tantos días.
A veces le gustaba bromear con los muertos, sentir que sus manos podían manipular cadáveres porque ellas estaban vivas todavía. Era jactancia, quizá, un tonto orgullo de niño sabio e ingenuo que provoca sonrisas en lugar de odios. Lo mismo que las risas mientras se opera un cáncer o las bromas groseras cuando se asiste a una amputación. Era difícil resistir la tentación de manifestarse vivo frente a la muerte. Como una afirmación, una necesidad imperiosa y teñida en realidad de amargo miedo.
Y Blas en la clínica, acostado como un muerto que respira. Su pequeño riñón casi inservible funcionando a medias, descansando en su lecho de sangre y membranas mientras el cuerpo que lo contenía se consumía y deshidrataba como una esponja al sol. Las vísceras del muerto que estaba abriendo podrían haber sido para su hijo, pero él sabía que las cosas no eran así de simples. Sin embargo, no había podido evitar ese pequeño juego, ese infinitamente pueril castigo hacia un cuerpo que no servía para salvar la vida de Blas.
6
Ha pasado una semana desde que ella se fue. Pude localizar a Cintia en la casa de su madre, después de muchos fallidos intentos para que mi suegra reconociera que estaba allí. Por fin le hablé. Pero no fui lo suficientemente convincente al pedirle que regresara. Una parte de mí lo sabía mientras le hablaba, viendo su expresión de terrible hastío, como cuando hacíamos el amor y ella me miraba como si fuese una carga o una bolsa sobre su cuerpo. Nada de lo que pudiese decir iba a convencerla. Ella sólo mencionó el asunto del divorcio y preguntó si mi abogado sería el mismo que trataba el asunto de los campos. Pensé, por un instante, que tal vez esa herencia inesperada podría atraerla, como si una probable y pequeña fortuna aún imprecisa pudiese hacer que cambiara de opinión. Pero la desesperación nos hace cómplices de ideas mezquinas, y dibuja en otros las propias faltas e iniquidades.
Esta conversación con Cintia me perturbó más que su abandono. Tal vez porque su voz me resultaba irreal y tuve la exacta noción de lo que era estar sin ella.
Continué trabajando sin mencionar la carta. Dejé de afeitarme cada mañana y se me hizo una costumbre comer afuera. A veces me acostaba sin haber cenado, y sin hambre.
El 1ro de mayo me levanté muy tarde. Me puse a revisar los papeles de la herencia después del almuerzo. Esta vez, como la primera, me seguí preguntando de dónde podrían haber salido estos tíos de los que nunca había escuchado. Dijeron los abogados que eran mellizos, tenían más de ochenta años cuando murieron en su casa, serenamente y cada uno en su cama, porque eran solteros. Se habían acostado luego de trabajar en los campos y recibir las visitas de sus vecinos antes del anochecer. Bebieron su última taza de té con el veneno que utilizaban para matar las plagas de su jardín. Dos días después, hallaron dos pozos removidos junto a la casa. Ellos, quizá, habían trabajado cavando y ensuciándose con la tierracomo si ahí hubiese un mensaje, o tratando de escuchar un llamado profundo que no podían desconocer.
No tengo a mi madre ni a mi padre para preguntar, pero sí recuerdo que cuando era chico, ellos me contaban historias de Europa. Incluso creo recordar imágenes evocadas por esas palabras, mesas con tortas y dulces en reuniones de té entre señoras viejas y jóvenes casaderas en sus jardines de invierno, contemplando a través de ventanales con puertas mosquitero a las víctimas marchitas del frío otoñal de Gales. Espectadoras que observaban a un cartero entregar de casa en casa las encomiendas que ellas mismas habían enviado. No necesitaban ver para saber lo que ocurría tras las paredes cuando la puerta se cerraba y el cartero se alejaba, así como sabía lo que me sucede aquí y ahora, a miles de kilómetros de distancia y de tiempo.
Creo que me quedé dormido, pero al despertar aún tenía en mis oídos el zumbido en que se habían transformado los murmullos y las voces de esas mujeres mencionando hechos y apellidos. El apellido Martins, levemente insinuado, me confirmó que a veces los recuerdos tienen más vida que la realidad, porque están más allá de la voluntad de quien quiere traerlos. Ellos regresan como accidentes, sin piedad.
Levanté la vista y me froté los ojos. Junto al teléfono volví a encontrarme con la carta, y esta vez me aferré a ella. Me puse a observar primero el sobre, a darle vueltas como si fuese un espécimen de laboratorio. Entonces recordé que Cintia había estudiado inglés, y aunque hacía mucho que no practicaba, tal vez podría aclararme ciertas dudas que no me atrevía a preguntarle a mi jefe. Llegué al departamento y ella me recibió con menos disgusto del que había esperado. Por suerte su madre no estaba. Cuando le di la carta se puso a leerla. Mientras lo hacía, le pedí detalles sobre el trabajo que me estaban ofreciendo, pero apenas unos segundos después arrugó el papel y me lo puso en el bolsillo, temblorosa de rabia. No comprendí hasta que me habló de la mujer que había escrito la carta y los detalles obscenos que allí describía. No tuve tiempo de decir otra cosa porque me despidió del departamento.
Caminé por el barrio antes de volver a casa. Al acostarme desarrugué el sobre y me pregunté una y otra vez qué era lo incomprensible. Pero estaba demasiado cansado para pensar en lo realmente extraño de todo eso.
7
Ibáñez tomó otra vez el bisturí en su mano derecha y abrió el abdomen. Pidió separadores y exploró la cavidad. Diez centímetros de tejido graso separaban la piel de los músculos, volvió a abrir más profundamente, pero esta vez salió poca sangre.
-Estado normal del tejido periférico-dijo para el informe.- Hemorragias leves a la incisión y músculo con necrosis inicial.
Pero al hundir la mano un poco más, tocó algo que no alcanzaba a ver. Amplió el corte y separó más los bordes. Entonces vio que había estado palpando vísceras duras como piedra, aunque no era ésa la sensación exactamente.
-Estómago endurecido, de paredes exteriores tensas, color negro vinoso, con venas colapsadas. Cardias dilatado, píloro obstruido. Deme las tijeras, Soledad.
Disecó el esófago y lo cortó a la mitad de su longitud. Luego exploró hacia el intestino, y encontró la misma consistencia en casi todo su largo.
-Voy a cortar.
Soledad le alcanzó las tijeras gruesas, luego el bisturí cuando él halló mayor resistencia. Levantó su mano izquierda con el estómago completo. Dejó la víscera sobre la mesa y comenzó a abrirla por una de sus caras. Los bordes de la pared se distendieron y quedó expuesta una masa de barro con la forma exacta del estómago.
-¿Pero esto es no es tierra, doctor?
-Sí, tierra común y corriente.
Hundió una pinza en la masa y ésta se rompió como una vasija antigua. Los pedazos de barro comenzaron a disolverse en el suero con que Soledad limpió la superficie de la mesa. Ibáñez volvió a buscar en el cuerpo. Cortó y sacó el resto del intestino. Más de un metro de vísceras comenzó a enrollarse sobre la mesa, y de cada corte brotaba el barro, disolviéndose y esparciéndose en el espacio que había ocupado la sangre, envolviendo la silueta del cadáver hasta volverse a secar. Como si la naturaleza del hombre fuese acorde a las enseñanzas de la Biblia: hombre hecho del polvo para regresar al polvo. Y el agua como instrumento o medio de transición. De la tierra alimentada por la lluvia nace la vida, y este hombre era como una planta que había vivido hasta secarse. Pero Ibáñez apartó estos pensamientos absurdos. Se sentía agitado y evidentemente preocupado. Sus manos no temblaban como podría esperarse de alguien menos experimentado, pero sus ojos expresaron lo que su boca ocultaba tras el barbijo.
La frente le comenzó a sudar bajo la luz intensa del quirófano. Regresó al cuerpo como si fuese una fuente de maravillas, casi redescubriendo la anatomía que creía saber de memoria. Rememorando sus años de estudiante disector en las cámaras de la morgue en la facultad de medicina. Pensando, con la música de Beethoven en la memoria de sus oídos, en el placer de abrir las elásticas membranas de las arterias y los bellos caminos de los tendones. Mientras un cuarteto de cuerdas sonaba en su cabeza, el olor del formol acompañaba el descubrimiento del cuerpo abierto como un libro único y sin repetición, un libro que podría volver a abrir al día siguiente, y al otro. Único pero repetible, como morir y volver a nacer.
Sacó el hígado. Extrajo los riñones y el bazo. No eran órganos huecos, pero cuando los abrió, vio que habían sido vaciados como si se tratase de la pulpa de una fruta, y vueltos a llenar con tierra.
-Veamos el corazón.
Soledad lo trajo de la mesa donde lo había dejado. Ibáñez lo cortó y encontró lo mismo, tierra y coágulos en cada cavidad.
-Tengo miedo, doctor-dijo ella.
Él la miró por primera vez a los ojos en toda esa mañana. Unas lágrimas amenazaban con caer sobre el borde del barbijo. Es una hermosa mujer, pensó Mateo Ibáñez, una mujer sensible al fin de cuentas.
-No se preocupe. No es nada más que un caso de tráfico de órganos. Después le voy a explicar.
Pero él dudaba de sus propias palabras. No era miedo, ni siquiera extrañeza, sino la sensación de vacío en un camino de asfalto que de pronto se interrumpe en medio de una llanura y se hace de barro, de tierra inestable después de una lluvia de tres días. Algo así como dudar de someter al auto a tal extremo, pensando si las ruedas se estancarán, si tendrá que bajarse y hundir los mocasines para empujar, o si deberá llamar a un remolque desde un teléfono inexistente en pleno campo. Hasta quizá pasar toda la noche a oscuras en el frío y el barro, escuchando la radio y con las luces encendidas hasta que tal vez también se agotase la batería. Era la inquietud, molesta e irritante, de no estar seguro de nada más que de los posibles errores de la noche.
8
Anoche estuve pensando en las tan opuestas versiones que originó la carta. Desayuné y fui a la oficina con la misma inquietud. Traté de evitar encontrarme a mi jefe. No tenía sentido hablar con mis abogados ahora, jamás los había visto personalmente y sentí vergüenza de preguntarles por algo que me estaba resultando una broma de muy mal gusto. En casa me puse a trabajar en lo que había ideado durante todo el día. Busqué mis viejos libros de la secundaria. Junto a un diccionario que saqué de la biblioteca, los puse sobre el escritorio. Decidí que no podía ser tan difícil traducir un texto tan breve. Estuve trabajando casi toda la noche, pero estaba cansado y con sueño. Las letras comenzaron a borrarse en un fondo marrón oscuro, y cuando levantaba la vista veía puntos verdes en las paredes, a veces líneas como hebras de pasto.
Al otro día fui a la oficina. Ningún recuerdo preocupante me distrajo, y estuve menos apartado que de costumbre de mis compañeros. Sabía que la carta me esperaba en casa, y que por la tarde iba a trabajar en ella. Pero en la noche comencé a sentirme mal. Tuve náuseas, y luego la sensación de un vacío en el estómago que no satisfacía con nada que encontrara en la heladera y la despensa. Entonces me di cuenta que venía de la incertidumbre que me provocaba el texto de la carta. Logré traducirlo, finalmente, pero no comprendí su significado en ese momento. Todo estaba silencioso a mi alrededor, como si la casa fuese un desierto vacío de arena y viento, aún del sol, y por eso era imposible hacer alguna pregunta o siquiera pensarla.
Dos días después, había logrado obtener un texto de cierta coherencia. Es verdad que me sorprendió su contenido, pero sobre todo que contrastara tanto con las otras versiones. En resumen, allí me hablaban de haber sido elegido entre un centenar de nombres para recibir una oportunidad única e irrepetible, y que no podía desaprovechar. Aparentemente son un grupo social, seudo-religioso en mi opinión, que me ofrece una nueva visión de mi vida. Nada es concreto en su discurso. Primero hacen una breve referencia a su historia, nombrando las pestes y las guerras en Europa y su función de salvadores de almas.
Nunca me hablan de dinero, y de esto también desconfío. Sin embargo, lo que más me atrajo fue su descripción de los campos ingleses. Imaginé las praderas extensas, siempre cubiertas de un verde tan indefinido como hermoso. Un verde homogéneo, interrumpido por la sombra de las nubes que pasan como islas de lento movimiento, semejantes a barcos a la deriva ensombreciendo el mar verde y ocultando el sol por instantes. Y en esos espacios de sombra, yo alcanzaba ver los cascos de aquellas naves, limpios de algas porque eran no de madera, sino de vapor concentrado en cúmulos, en globos de atmósfera encerrada. Casi como almas girando en el aire luego de su desprendimiento. Las bases de las nubes tenían caras que miraban los campos cuyo verdor protegían del sol del mediodía, y allí estaba yo, mirándolas con la cabeza inclinada hacia atrás y una mano en la frente.
Ellos aseguran que un lugar así podría salvar mi vida de la pesadumbre cotidiana. Dicen que sólo es necesario imaginarlo.
9
-Vamos a trepanar, Soledad.
Ella fue a buscar la caja con el perforador y se lo entregó. Ibáñez hizo dos orificios en los parietales. Luego cortó el cráneo con la sierra en una circunferencia exacta y abrió una ventana en los huesos. El cerebro estaba intacto, por lo menos en su superficie. Metió la mano derecha desprendiendo las meninges. Cuando la retiró, tenía tierra en los guantes. Miró a Soledad pero no dijo nada. Continuó trabajando y sacó con facilidad el cerebro. Sólo quedaba un fragmento, quizá la tercera partes de su masa normal, el resto del cráneo estaba ocupado por tierra.
-Esto es horrible…-dijo ella.
-No se asuste. Roban las células corticales para pacientes neurológicos. Acá no tenemos tecnología todavía, pero pueden hacerlo afuera y nosotros somos proveedores de la materia prima.
Ibáñez no lo mencionó, sin embargo imaginó otro cuerpo fragmentado en decenas de pedazos repartidos en otros tantos laboratorios y clínicas capaces de pagar en todo lo extenso del mundo. Otro cuerpo demasiado conocido, y rechazó la idea como se rechaza el filo de un cuchillo helado en la piel.
-Pero las cicatrices...-dijo, sorprendido.-No hay cicatrices.
Debía encontrarlas. Tuvo que rapar todo el cuero cabelludo para buscar los más mínimos orificios que pudiesen guiarlo en cómo habían extirpado el cerebro. Sólo detrás de las orejas encontró una cicatriz que no era reciente, pero que era la vía más probable de acceso.
-Parece una cicatriz de la infancia, doctor.
-Ya lo sé, aunque se puede disimular con bisturís de láser. En el cuerpo tampoco las hay, pero debieron sacar los órganos por vía posterior y ya vimos que es la zona más descompuesta.
Por qué pusieron tierra, se preguntó él. Quizá para distraer la atención de los peritos del seguro, pero los traficantes de órganos no abandonan los cuerpos, los hacen desaparecer, simplemente. Y ésta vez habían imitado el procedimiento de sectas cuyos ritos incluían hallazgos como éstos: cuerpos mutilados y casi sin cicatrices.
Ibáñez hizo largos cortes en las piernas y brazos. Habían también robado tendones, y los huesos tenían perforaciones que llegaban a la médula. Sí, era lo que había pensado desde un principio; pero por qué, se preguntaba, le era tan difícil aceptar sus propios argumentos, como si la simple y evidente observación de Soledad fuese más verdadera que toda su sapiencia recogida en años de estudio y experiencia. Como si los cuerpos fuesen misterios que él todavía no había llegado a comprender. Masas de tejidos mudos que hablaban sólo cuando les convenía, como niños caprichosos cuya mente nunca lograría penetrar del todo. Ni con clavos, mechas o martillos. La mudez de los cadáveres es un silencio más atroz que el silencio del cielo o la monótona estridencia del mar. Se parece a la vacuidad de la nada, donde ni siquiera el vacío puede llamarse así porque la nada carece aún del vacío.
Meter las manos en ese cuerpo, fue para él, por primera vez en su profesión, tocar dos mundos fusionados, dos realidades que viajan paralelas y que se juntan en esas ocasiones frecuentes pero negadas a los demás. Ocasiones donde un cuerpo muerto, sobre una mesa de disección, es penetrado no por instrumentos de metal, sino por manos que conservan el recuerdo vital del movimiento. Y esas manos eran las de Mateo Ibáñez, cuya mente viajaba en la tercera realidad de aquel instante, la vista puesta en el cuerpo moribundo de su hijo sobre sábanas manchadas por secreciones.
10
La carta no tiene despedida, así que la consideré un hecho aislado, un intento por atraer mi atención, que desistiría si yo no contestaba. Durante los siguientes días pensé muy poco en todo esto. Mi mente tampoco retuvo a Cintia por mucho tiempo, y la llamé una sola vez sin lograr que me hablase. Después de traducir la carta tuve la necesidad imperiosa de pensar en aquellos campos ingleses. Los había visto únicamente en películas, y por eso una imagen siempre igual y repetida se me presentaba en la memoria. Pero cada vez que veía la carta sobre mi escritorio sentía la urgencia de releerla, y mi imaginación entonces parecía ampliarse. Comencé a ver bosques lejanos más allá de las tierras, luego otros inmediatos a mi vista en ese paisaje sin perspectiva exacta. La extensión de mis campos nunca disminuía, iba creciendo cada tarde que dedicaba a su contemplación.
Empecé a soñar con ese lugar, no sólo imaginándolo durante el día, sino que se metió también en mis sueños nocturnos, y ya no sé si lo que he visto, si cada detalle y cada metro de mis tierras los he reconocido dormido o despierto. Sólo estoy seguro de que se hace irreversiblemente nítido y claro a medida que pasan los días. En especial desde que puedo visualizar mi propio cuerpo en aquellos campos, parado en medio de la nada o acostado en el pasto y mirando el cielo.
Cada mañana me cuesta más levantarme, y lo hago con lo minutos exactos para llegar a la oficina. Hay días que no soporto la idea de encerrarme en un despacho con una única ventana al tráfico de la ciudad. En el piso arriba de nosotros están las oficinas de una empresa de recolección de residuos. A veces encuentro a uno de los empleados en el ascensor, y conversamos sobre su hermano, un encefalítico al que visita los fines de semana en el asilo. Es un tipo triste y acabado, y yo voy en camino de parecerme a él. Por eso levanto la vista al espejo del ascensor y en lugar de verme, veo la carta, y tras ella el espejo se ilumina con espacios verdes.
No sé si extraño a Cintia o mi vida con ella. Ahora odio mi trabajo tanto como no lo había hecho desde que me inicié. Sé que no soy un viejo, pero he llegado casi a la mitad de mi vida y creo que todo lo he aprendido mal. El mundo que soy capaz de percibir parece lleno de defectos, y a veces pienso que mi visión está distorsionándolo. Debo reconocer también que soy extraño, algo así como un ser que se siente más cerca de un pensamiento que de una realidad.
Decidí enviar una contestación a Inglaterra. Copié cuidadosamente la dirección en un sobre y escribí la carta en castellano. Escribí pensando en los campos ingleses. Creo haber sentido su luz brillante sobre mi cabeza, y en las piernas la sensación de tenerlas extendidas sobre el césped.
Empecé a pasar el día fuera de casa. Pedí licencia en la oficina. Tampoco he vuelto a hablar con Cintia. Recibí varios llamados de mi abogado, que no respondí.
Han pasado dos semanas. Volví al trabajo. En realidad ya no me molesta estar en la oficina ahora. Al principio salía porque el aire libre me ayudaba a imaginar el campo. Pero después noté que había demasiados estímulos que terminaban distrayéndome. Desde hace días soy capaz de pensar en mis tierras dentro de este ambiente rutinario y mecánico, con las mismas voces que de tan familiares ya no noto, y sirven de acolchado sendero a mi imaginación.
No soy yo, me parece. Ya no distingo mi viejo nombre de este cuerpo que arrastro sobre los verdes campos. Sigo caminando con el pasto crecido en mis talones y el sol sobre la espalda, aún cuando estoy en casa y solo. De alguna manera disfruto de todo esto, pero otra parte de mi mente se siente apresada por el delirio. Por eso he aprendido a no resistirme. De una forma inaudita, estar allá es lo único que me permite seguir aquí, caminando en mi ciudad.
Hoy recibí la contestación a mi carta. Es una pequeña caja que dejé sobre la mesa, y fui a la oficina. No olvidé pasar por la biblioteca. Cuando regresé la abrí y preparé los libros.
Ellos me invitan a su país. Les ha gratificado mi actitud predispuesta y tan sensible. La precariedad de mi sistema de traducción hace que sus palabras sean ambiguas, o quizá lo son originalmente, no tengo manera de comprobarlo. Aún cuando entienda su significado, sigue escapando a mi comprensión el objetivo que buscan. La letra esta vez es más prolija y se me ocurre que debe ser de una mujer. Los giros gramaticales son típicos de una mujer mayor, pero expresados en plural. Me invitan a ir a su tierra, y sé que muy pronto seré dueño de un puñado de hectáreas heredadas. Pero la tierra no se hereda, dicen sus palabras, como si leyeran mis pensamientos mientras leo. Uno es dueño de la tierra, siempre. Venimos al mundo rodeados de ella, y envueltos en la sustancia que la alimenta: el agua. Somos barro y el barro regresará a nuestros cuerpos, y el alma se desprenderá como una nube de vapor cálido y asfixiante.Nosotros debemos entrar al barro para que él entre en nosotros. Hombre y tierra, como marido y mujer.
Pienso en la descripción detallada que hacen de sus campos, que es nueva para mí a pesar de todos mis esfuerzos para que nada falte. Entonces, pude sentir el aroma de la tierra negra en el papel. Busqué en la caja en que venía la carta y encontré una pequeña bolsa de nylon. La abrí y cayeron varios terrones secos. Era ése el aroma que le faltaba a mi pintura imaginada. Un perfume que le da coherencia y una historia a los objetos que he puesto cuidadosamente en mi paisaje.
Pero sobre todo, abandoné la idea de mi yo, sea cual fuese el nombre de mi conciencia. Estoy en mi campo, lleno de verde y de luz, y me siento ciego. Acostado en el pasto, y suspirando. Leo en voz alta la frase con que finaliza la carta, la que dice que moriré en los campos de Inglaterra.
11
-Dejemos esto como está, no voy a suturar. Ya debe ser más de mediodía. Mande las muestras al laboratorio.
Soledad asintió e Ibáñez salió del quirófano. Las puertas se cerraron tras él y entró al vestuario. Se frotó los ojos cansados. Tal vez necesitara anteojos a partir de hoy, se dijo. Frente a él estaba el ministro Farias, sentado en uno de los bancos frente a los armarios. El ayudante había salido recién por la otra puerta.
-Buenos días, Ibáñez.
Mateo emitió un gruñido casi sin levantar la vista del suelo. Estaba irritado y confuso, pero no buscó la discusión que había planeado esa mañana temprano. Comenzó a sacarse el camisolín y el ambo. Agarró una toalla de los estantes sobre los armarios. Mientras se secaba el sudor, oyó que Farias preguntaba:
-¿Qué te parece?
Entonces Ibáñez no pudo retener su bronca contenida.
-Escucháme, esto no era urgente, podía haber esperado hasta mañana u haberlo hecho otro.
Farias miraba alrededor con insistencia como para comprobar que nadie más hubiera entrado al vestuario.
-La ex mujer de este tipo es hermana de un coronel de la armada. Ella pidió la autopsia cuando lo encontraron en Inglaterra. Desapareció del país hace un mes sin pasaporte, y están buscando registros de algún vuelo, y ya los encontrarán.
Pero Ibáñez pensaba en otra cosa. Cómo podía el tipo haber salido del país sin pasaporte, o incluso el cuerpo llevado al extranjero, sin algún conocido en la fuerza, quizá su propio cuñado. Entonces se avergonzó de haber sido tan ingenuo. Demasiado apegado a los libros, no había querido levantar la vista.
-Ahora decíme qué vas a escribir en tu informe.
Mateo rescató su serenidad profesional del fondo donde la había hundido al encontrarse con Farias.
- Parece un caso más de tráfico de órganos, sumamente profesional esta vez, casi artesanal por el trabajo que se tomaron. Han simulado los ritos de algunas sectas que rellenan los cuerpos con tierra para desalojar el alma.
-Magnífico-dijo Farias, con una sonrisa que no podía ser más ancha ni más satisfecha.
Al ver la expresión interrogante de Ibáñez, comentó:
-Ahora, amigo mío, cumplimos con nuestro deber al asentar que el pobre hombre ha sido otra víctima de elementos foráneos. Tu informe quedará registrado oficialmente y yo lo avalaré.
Luego apoyó una mano sobre el hombro desnudo de Ibáñez.
-Sé lo de tu hijo, pero yo también tuve uno que no vivió más de quince días. Y aquí me ves, vivo y cuerdo todavía.
Sí, pensó Ibáñez. Es resentimiento.
-Lo que hacemos, amigo mío, los sufren nuestros hijos-dijo el ministro.
-¿Pero qué hice de malo para que mi hijo esté enfermo?
Farias no contestó mientras miraba a Ibáñez señalarse el pecho con la mano derecha, como si dijese yo y mi culpa. Mateo sintió en la boca el verdadero sabor de formar parte de un sistema. Él había puesto un ladrillo más en la pared de la fachada, primo facto de cualquier forma de gobierno, y sus propias manos habían actuado incluso por placer profesional. No le quedaba por eso siquiera la posibilidad de arrepentirse.
Terminó de cambiarse y salió dejando la puerta abierta. No volvió la vista a Farias. Miró el reloj: la una y media de la tarde. Los resultados de Blas ya debían estar listos. Puso la llave en la puerta del auto, y de pronto oyó la voz de Soledad desde la entrada de la morgue. Dejó que el sol de la tarde acostumbrara sus ojos al reflejo sobre el muro, donde la silueta de ella era como un maniquí de cera, bello y muerto.
No quería escuchar. No deseaba sentir pasar el tiempo tan rápidamente que ni sus propios pensamientos, con toda su carga de piedad a cuestas, podrían alcanzarlo. Pero sus ojos ahora contemplaban con claridad los ojos de Soledad, que lo habían recibido con su brillo cada mañana. No podría confundir entonces el mensaje que leía en ellos, igual que había leído la irreprochable y serena muerte de aquel hombre en el exacto y lejano lugar designado para su fin. Había sentido ese olor en la tierra del cadáver, ese aroma que no era aroma, sino un llamado.
-Llamaron de la clínica, doctor.
La cara de Soledad no dejaba lugar a dudas.
EN LA PERPENDICULAR
1
Ibáñez se sacó los anteojos de marco plateado y fino, redondos y algo pequeños para su cara ancha y sonrosada, de barba encanecida que una vez fue pelirroja. Se frotó primero la base de la nariz, recta, mediana, luego las orejas, donde las patillas de los lentes ajustaban demasiado, pero eran los únicos anteojos que podía usar todo el día sin que se le cayeran al inclinar la cabeza sobre el escritorio o la mesa de la morgue.
Encendió un cigarrillo. La llama del fósforo iluminó los bigotes levemente teñidos de amarillo por el tabaco, y ensombreció su rostro con las formas confusas de los dedos. Sus amigos lo vieron parpadear, pero fue inevitable que el brillo de los ojos se delatara con la luz de la llama. Ni siquiera el punto rojo del cigarrillo bailoteando frente a su cara logró distraerlos de aquella amargura que Ibáñez estaba expresando sin querer.
-Por ser tu cumpleaños, te vamos a dejar fumar tus Benson -dijo Walter, haciendo un guiño a los demás.
Ellos lo cargaban por fumar esa marca desde que era joven. Cigarrillos para mujeres, le decían. Pero él no se enojaba y reía con ellos. Esta vez, sin embargo, fue una excusa para romper el silencio que se había formado luego de la cena donde los cuatro, hombres casi viejos y costumbres moderadas, no habían hecho más que comer y beber muy poco.
La araña del comedor de Ibáñez no tenía más que dos bombillas funcionando, y desde la calle entraba el parpadeo de las luces de neón de los negocios de enfrente. La ventana daba a la Avenida La Plata sobre un segundo piso, y la lluvia de ese viernes de invierno hacía garabatos casi obscenos en el vidrio.
Mateo se acercó a la ventana, que no había dejado de mirar desde que comenzaron a tomar el café. Suspiró profundo y su aliento formó un halo opaco en el vidrio. Dibujó algo con el dedo índice de la mano izquierda, con la que sostenía el cigarrillo. Su amigo Alberto le tocó la espalda y murmuró algo que Ibáñez interpretó como un ofrecimiento de coñac, o un aperitivo, tal vez.
-No tengo ganas de tomar nada, gracias.
-Sinceramente, viejo, este es el cumpleaños más triste que he visto -dijo Ruiz. -Debimos contratar algunas chicas.
Los otros sonrieron pero no dijeron nada. Sabían que eso era solamente una broma. Quizá recordaran todavía las fiestas en la facultad, las noches largas bajo los tubos fluorescentes en las aulas y las salas de la morgue convertidas en cenáculos de placeres privados y compartidos con amigos íntimos, nunca menos que íntimos. Porque sólo ellos podían comprender que alguien brindara por la vida mientras los cadáveres esperaban en las piletas de formol, escuchando con oídos sordos el sonido perfecto de una voz de mujer llamando, exigiendo el sentido de la vida en esos hombres que llevaban libros en lugar de cabezas sobre sus hombros. Hasta que ya no fue necesario anunciar el cese definitivo de aquellas fiestas, y los números de las agencias de acompañantes se perdieron para siempre.
Ahora Ibáñez cumplía cincuenta y siete años, y los demás no estaban demasiado lejos de esa edad. Walter Márquez, el arquitecto, el doctor Bernardo Ruiz y Alberto Cisneros, el anestesista. Sólo tres amigos quedaban, y eran suficientes para escuchar y ver la tristeza en su semblante. Esa marca que resurgía de tanto en tanto en la cara redonda y siempre impecable de Ibáñez. Y no era porque nunca hubiese sufrido, sino porque esta vez, la bella mensajera de ojos transparentes, esa a quien llaman melancolía, y que poco se diferencia de su hermana, la angustia, estaba mirándolo desde el fondo de esa ventana, e incluso imaginó verla caminar por la vereda frente al edificio, bajo la lluvia y sin importarle el tráfico escaso de la una de la mañana.
-¿Querés que te acompañe a visitar a Blas?
Mateo miró a Ruiz por un momento. Se frotó los párpados y volvió a colocarse los anteojos. Dio la espalda a la ventana, tosió, no a causa del tabaco sino como un gesto de desaire. Se sentó en el sofá de pana que había sido de sus padres. Allí él reinaba como un viejo y sabio médico, una imagen que le agradaba proyectar, aunque sabía que estaba lejos de la realidad. El humo casi llenaba la habitación y apagó el cigarrillo en el cenicero del apoyabrazos. Bajó la tapa cubierta de la misma tela del sofá, ocultando varias cerillas y cigarrillos a medio terminar. Tenía por costumbre dejarlos por la mitad, como si se cansara de un sabor que en un tiempo había encontrado placentero.
-Tenés que ir alguna vez, aunque él no te reconozca.
-Ya lo sé, pero no quiero verlo así. No estoy preparado.
Walter se levantó de la silla junto a la mesa que estaba llena de platos y cubiertos, servilletas arrugadas y vasos que brillaban con destellos opacos bajo la araña.
-Sos un boludo, si me permitís que lo diga. Es tu hijo, después de todo, y cosas más difíciles hiciste por él.
Mateo levantó la vista y dijo:
-Si no tenés hijos, no entendés.
Walter se alejó y volvió a sentarse. Esta vez fue él quien encendió un Jokey Club que no ofreció a nadie más. Alberto eructó, dejó el vaso de coñac en la mesa y se rascó la barba espesa y negra a pesar de los años.
-Sos un hijo de puta-fue lo único que dijo, sin mirar a nadie en particular, solamente al cielo raso y a esa araña que luchaba con la noche para que ellos no se extraviaran en las sombras de sus propios cuerpos. Porque él, Mateo Ibáñez, sabía que los cuerpos son menos que el agua que fluye de una canilla. El agua recorre cañerías y vuelve al río y luego al mar, pero los cuerpos se hacen sombra, y en ella el viento se encarga de arrastrar los restos, como esos vientos de invierno que se escuchan durante la noche, en la seguridad de nuestra cama, protegidos por mantas junto a una estufa. Pero en la mañana, algo en el paisaje del mundo ha cambiado, algo ya no está que ayer estaba, y se siente un vacío tan cortante como el contacto de los dedos congelados con un metal en una mañana escarchada.
Lo que creía seguro, había desaparecido irreversiblemente. Su hijo Blas estaba extraviado en los umbrales de la locura, en un hospital de alienados. Y él sabía que de esos lugares nunca se vuelve; aunque el cuerpo regrese, la mente es otra, y es tan fácil confundir la mente con el alma, como hacían lo antiguos médicos, que la diferencia entre ser y estar se convierte más que en un abismo, en una distancia sólo comparable a la vida eterna. Paralelas que jamás se juntarán, por más que se miren una a la otra con extrañeza y desesperación, como se observa una parte del cuerpo cortada para siempre. Mateo Ibañez sabía todo eso, así como tenía la certeza de que los cuerpos sólo persisten un tiempo en el formol, convertidos ya no en cadáveres, sino en preparados anatómicos para vivir breves vidas eternas, modelos en miniatura de lo que Dios siempre ha prometido a costos demasiado altos.
Los cuatro estaban en mangas de camisa. Sólo el arquitecto conservaba puesta la corbata sobre la camisa azul oscura, la barba bien cortada porque se había afeitado antes de ir al departamento de Ibáñez. Ruiz estaba arremangado hasta los codos, la camisa abierta hasta la mitad del pecho; era delgado y de pelo castaño, ojos marrones en una cara redonda y pequeña como su estatura. Alberto tenía dos grandes manchas de sudor bajo las axilas de camisa blanca, salida de los pantalones sucios de ceniza y manchas de vino. Ibáñez se había sacado la corbata recién ahora, abriendo los tres primeros botones de la camisa de seda que Blas le había regalado el último cumpleaños. Pero no pensó en esto sino hasta este instante, entonces se dejó caer en el sofá y metió la cabeza entre las manos, mientras una mosca sobrevolaba los restos de comida sobre la mesa.
-Desde hace muchos años que no piso esos hospitales. Me recuerdan a una mujer que conocí cuando era muy joven. Fue uno de los primeros casos que tuve, y me cuesta, no soporto en realidad, relacionar a Blas con el recuerdo que tengo de ella. La creía enterrada para siempre, y cada vez que paso frente a esos sitios me parece ver la entrada de un cementerio.
-¿Qué caso fue ese?-preguntó Walter.
-Tenía veinticinco años, ni siquiera los había conocido a ustedes todavía. Me llamaron un día de la morgue para hacer la autopsia de un chico de quince años. Yo era un aprendiz, no había hecho más que dos autopsias en los últimos seis meses. Me dijeron que era de rutina, porque la forma de muerte era evidente: le habían dado dos puñaladas en el pecho.
Ibáñez se apoyó en el respaldo y aspiró profundo. Sus lágrimas, si eso llegaron a ser, habían desaparecido. Volvió a encender un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa. Se veía ya no triste, sino enojado. Sus ojos celestes brillaban como dos lagos en el tapiz sonrosado de su cara.
Dijo que pensó, en aquel tiempo, mientras viajaba en el colectivo hacia la morgue, que debía tratarse de una pelea callejera. Pero cuando vio el informe, se quedó sorprendido. Era un chico normal de clase media, y había sido su madre quien lo había matado con un cuchillo de cocina, después de apuñalar también al padre.
-Un cuchillo de los grandes, para cortar el asado. Fui hasta la mesa de disección y lo vi allí desnudo, flaco como todo adolescente de su contextura, con dos orificios largos y transversales en el pecho, uno debajo del otro, a no más de cinco centímetros de distancia. Los bordes estaban desparejos, con astillas del esternón sobresaliendo de la piel. El cuchillo había entrado entre las costillas, por eso la posición transversal. Dios mío, pensé en ese momento, porque entonces no tenía experiencia y no imaginaba lo que llegaría a ver más adelante, esa impronta característica de los humanos, esa marca invisible que nos hace capaces de todo, absolutamente.
-Demasiado pesimista para mi gusto, Mateo, ya lo discutimos muchas veces -dijo Walter. -Yo creo en un único absoluto, Dios, todo lo demás es relativo.
-Yo hago correspondencias con lo que observo, nada más.
-Tu ciencia se jacta de no ver con turbiedades, pero tiene un ojo bloqueado por el escepticismo.
-Lo mismo que vos sos escéptico para aceptar lo que te incomoda. Si hay alguien en este mundo que mata a su hijo o a sus padres, vos y yo también somos capaces. No me desligo de esa posibilidad, y trato de no olvidarla cuando pateo una mesa por bronca en lugar de agarrar un arma.
-Pero seguí contando-dijo Ruiz- creo que alguna vez leí del caso.
-Hice la autopsia, y fue como les conté. El arma entró entre los espacios intercostales directo al corazón. Fueron dos golpes limpios, y ya con el primero el chico había muerto. El resto fue papelerío de rutina. Estampé mi firma y sello en el informe y nos fuimos a almorzar con dos colegas mayores que yo.
Pero esa tarde, dijo Ibáñez levantándose y caminando alrededor de la mesa, volvió a la morgue porque había una enfermera que le gustaba y había decidido invitarla a salir. Habló con ella un rato, la invitó a tomar un té a las cinco y media en Harrod’s, pero ella tenía que ir a trabajar a un neurosiquiátrico.
-Decidí acompañarla. Había terminado mi trabajo del día y planeaba pasar la noche con ella.
-Estabas más caliente que de costumbre -dijo Ruiz con una sonrisa tan suave que excluía toda obscenidad.
Los demás rieron, pero callaron al ver que Mateo tenía una expresión de angustia mezclada con ira.
-Yo era virgen en ese entonces-dijo Ibáñez, sin mirar a los ojos a sus amigos.-Era un joven remilgado tal vez, demasiado tímido también, pero ahora que lo pienso, desde esa época ya sabía que el sexo es tan fugaz como los momentos que tardamos en realizarlo. Y la desilusión es mayor al placer cuando en los ojos del otro no están los restos de piedad y de dolor que sospechamos en los nuestros.
Cuando llegaron al hospital, había algunos periodistas de La Nación esperando en la puerta. Habían llevado allí a la madre del chico para hacerle los exámenes pedidos por la fiscalía. Pasamos entre ellos, y la enfermera,- cuyo nombre él ya no recordaba-, lo agarró del brazo y lo guió hasta el segundo piso. Lo presentó a sus compañeras y le dijo que la esperara en el comedor, que le avisaría cuando terminara su turno. Ibáñez miró la hora en su reloj de muñeca: eran las tres de la tarde. Caminó por el pasillo, espiando sin querer el interior de los cuartos. Las puertas estaban abiertas porque hacían la limpieza. Las enfermas lo miraban sentadas desde sus camas, con ojos vidriosos que resaltaban a la luz opaca y lánguida de la siesta. Las ventanas eran grandes, pero enrejadas y con cortinas gruesas y viejas, húmedas. De los techos colgaban cáscaras de pintura desprendida, con grandes manchas alrededor de las lámparas. Una o dos mujeres lo saludaron, y lo llamaron doctor, aunque no tenía el guardapolvo ni nada que lo identificara. Pero vio a su costado, en la pared izquierda, un cartel con los horarios de visita. Recién empezaba a las cinco, así que el único hombre de traje que pasaba por los pasillos tenía que ser un médico, pensarían ellas.
-Esta idea quedó flotando por encima de mi cabeza, supongo. Como esas briznas de otoño que se enganchan en el pelo y uno no se da cuenta hasta que alguien nos avisa. Pero al llegar al final del pasillo, vi a dos mujeres policía junto a una puerta. En ese momento salieron dos médicos y un hombre con traje, tal vez un abogado. Fue suficiente escucharlos hablar un poco para saber que allí estaba la mujer que había matado a su hijo. Me paré cerca de la escalera, simulando buscar algo en los bolsillos, y miré de reojo hacia la habitación abierta. Allí estaba ella, sentada en la cama, con las persianas a medio cerrar y las manos sobre la falda. Tenía las piernas cruzadas, y me pareció que jugaba con sus dedos, o quizá tamborileaba con ellos sobre la pollera. No parecía ansiosa ni triste, tampoco lloraba ni hacía escenas. Poco más logré ver antes de que se cerrara la puerta. Entonces, cuando los otros dejaron el piso al tomar el ascensor, me di vuelta hacia una de las guardianas y dije: “Perdón por llegar tarde, soy el doctor Ibáñez, forense”.
Ellas lo miraron sin expresión casi, y enseguida abrieron la puerta. Ibáñez vio a la mujer observándolo mientras entraba, quizá algo sorprendida por un segundo. Separó los labios para decir algo, aunque desistió.
Él se presentó sin extender la mano ni acercarse a menos de cinco metros de ella. Ahora que estaba allí dentro, se preguntó por primera vez por qué había actuado tan impulsivamente. Si era descubierto pasaría vergüenza, se enterarían en su trabajo e incluso quizá mereciera dos renglones en una columna del diario matutino. Pero no se detuvo a meditar sobre esto, no tenía tiempo. Más adelante se diría que el miedo y la curiosidad lo llevaron a ese cuarto, actuando juntos y coordinadamente, porque no es cierto que uno previene al otro, sino que la curiosidad es la bisagra del miedo, el resquicio entre la puerta y el marco para ver la verdad. Más adelante también sabría que otra cosa lo había arrastrado hasta ese lugar, como manos gruesas nacidas del pasillo y que se parecían lejanamente a las de la mujer. Sin embargo, cuando presentimos el arrepentimiento, incipiente e inevitable, cuando quisiéramos largarnos a llorar como niños en espera de que alguien venga a rescatarnos y decirnos que todo ha pasado, ya es demasiado tarde.
-La miré a los ojos, y pensé que ya no podía echarme atrás como cuando era un chico y salía corriendo cuando algo me avergonzaba demasiado como para enfrentarlo. Ella se levantó y caminó hasta la ventana. Era una habitación pequeña, con una cama y dos sillas. El blanco de las sábanas era lo único que contrastaba con su ropa negra. Llevaba una blusa de hilo y una pollera de seda. Cuando levantó los brazos para separar las cortinas, su figura se marcó frente a la ventana. La blusa se pegó a sus senos y pezones, la pollera dejó ver las rodillas y marcó la forma de las nalgas. Debía tener más de cuarenta años, pensé en ese momento, después habría de decirme que recién los había cumplido ese año. Era madura, y hermosa todavía. Tenía las caderas algo anchas, pero sólo lo suficiente para dejar demostrado que el tiempo no sólo le había dado experiencia, sino belleza. Su cabello, negro y levemente ondulado en las puntas que rozaba sus hombros. Lo llevaba suelto, y se sacudió al darse vuelta otra vez.
Siéntese, doctor, le había dicho ella. Él acercó una de las sillas y ella trajo la otra y la puso enfrente. Se sentó suave, casi sensualmente, cruzando las piernas. Ibáñez miró el muslo que se asomaba, y ella lo sorprendió en ese instante. Él desvió los ojos hacia la ventana y tosió. Parecía un joven inexperto que se presentaba por primera vez con una prostituta. Pero ella ignoró esto con sutileza, y preguntó el motivo de la visita. Su tono no era afectado y no aparentaba estar fingiendo. Tampoco tenía esa mirada ausente de los esquizofrénicos o los psicópatas, que a pesar de su rigurosa lógica, en algún momento suelen traicionarse a sí mismos.
“Soy Mateo Ibáñez, señora, y acabo de hacer la autopsia de su hijo.”
Ella movió los ojos en un arco que abarcaba el techo y las paredes, frunció los labios y suspiró, como quien se dispone a repetir por enésima vez el mismo argumento.
“Ya les dije a todos que no era mi hijo.”
-No había el más mínimo rasgo de tristeza, no hubo quebrantamiento en su voz ni en sus ojos, hasta creo que brillaron, quizá excitados por la situación en la que estaba involucrada. Nunca me negó el asesinato, únicamente las identidades, las que todos, inclusive yo hasta ese momento, creíamos conocer sin equivocarnos.
2
La primera vez que ellas se encontraron fue una ocasión confusa para ambas. Ana viajaba en taxi hacia su casa después del trabajo. Eran las nueve de la noche y se sentía cansada. La primavera estaba terminando, y el atardecer se había postergado hasta pasadas las ocho. A medida que el auto iba dejando atrás la zona céntrica de edificios altos, pudo reconocer en el cielo los colores del crepúsculo que siempre le gustaron tanto. El viento suave entrando por la ventanilla le dio escalofríos.
Miguel ya debe haber vuelto de la casa del padre, pensó. Entonces, en el intervalo entre dos parpadeos, vio aquella figura en el asiento contiguo. Cuando volvió a mirar, había desaparecido. Se sintió mareada por algunos segundos, pero estaba segura que el cansancio de sus ojos había provocado esa imagen transitoria. Olvidó el asunto mientras veía pasar las casas, cada vez más ensombrecidas. Cuando llegó, las luces de mercurio eran las nuevas dueñas de las calles. Cenó sola, mirando el reloj de vez en cuando, extrañando la cara de Miguel, que aunque ya casi no le hablaba, era una compañía. Luego se cambió y comenzó a quitarse el maquillaje, y frente al espejo recordó de pronto algo muy preciso de esa figura que creía haber visto fugazmente en el taxi: se trataba de una mujer de una edad cercana a la suya.
Con el segundo encuentro comenzó su temor. Esta vez vio todo tan claramente que no pudo dudar de ello, aunque fuese absurdo concederle un segundo de certeza. Había terminado de cenar con su hijo, que a diferencia de otras veces estuvo hablando todo el tiempo del padre, y ella ya estaba cansada de escucharlo. Se había arrepentido muchas veces de permitir que lo visitara después de la separación, y ahora había llegado a una etapa en que no se animaba a prohibírselo por miedo a ponerlo en su contra.
Miguel encendió el televisor después de la cena, las voces estridentes desde el aparato la asustaron. Fue en ese instante, tal vez más extenso que la vez anterior, cuando vio de nuevo a esa figura. Sin saber cuánto tiempo había pasado mirándola, gritó. Miguel se dio vuelta, y ella intentó ocultar la inquietud que le había producido esa imagen tan semejante a sí misma, no en la pantalla del aparato, sino junto a él, a su hijo. La vio parada mirándolos a ambos, con la misma forma de su cuerpo, pero con otra cara que más tarde no pudo recordar con precisión. Ni siquiera estaba segura de qué tipo de rasgos la formaban, sólo que era fea, aunque no supo explicarse por qué. Tuvo incluso la sensación de que su propia voz había sonado diferente al gritar. Se levantó y pasó junto a Miguel sin mirarlo, hacia su habitación, escuchando las voces y la música que habían vuelto a absorber la atención de su hijo.
Durante dos semanas nada parecido volvió a pasar. Casi había olvidado aquellos episodios. Una mañana decidió arreglarse un poco más, quería verse distinta de algún modo, por más que fuese pueril intentarlo. Iba a cambiarse el color del pelo y el peinado. Sabía, sin embargo, que a su hijo no iba a agradarle. No recordaba desde cuándo el chico había comenzado a hablar y decir las mismas cosas que su padre.
Al volver de la peluquería él no estaba, y fue a acostarse. Mientras se desvestía frente al espejo del baño, pensó en las posibles críticas de Miguel, en la manera brusca que tenía para decir las cosas más inocentes, y era casi como continuar viviendo con su marido. Ellos se parecían tanto, que casi no era posible diferenciar sus voces por teléfono. Los gestos y ademanes que alguna vez la hicieron enamorarse de su esposo y que había llegado a odiar años después, ahora estaban también en su hijo. Se le ocurrió que si Miguel no hubiese nacido, su cuerpo no habría sufrido ni se hubiese deformado de esa manera, porque desde el embarazo no había podido recuperar la estrechez de su cintura ni la forma original de sus senos. Había entregado su juventud por su hijo, el cuerpo y la belleza que sabía eran el único consuelo frente a la insatisfacción del amor. Había dado años y llanto por el padre, y lo único que recibía eran críticas y soledad.
3
-Ella dejó de hablar, bajó la mirada, se arregló la blusa y se arremangó. Parecía incómoda con su propio cuerpo. No se veía acalorada, pero su frente estaba sudando. Se levantó y abrió un poco la ventana tras la cual las rejas eran el solo signo que marcaba el sitio donde estábamos.
Ibáñez miró el reloj. Había pasado casi una hora sin darse cuenta, debía irse pronto. Dio un vistazo a la puerta, como esperando que fuese a abrirse de un momento a otro.
“Tengo que irme, señora.”
“Llámeme Moira”, dijo ella.
Mateo no comprendió. Estaba seguro de que le habían dicho que se llamaba Ana, y ella misma pronunció ese nombre en el relato. De pronto sintió más vergüenza que al entrar, tenía que salir de allí antes que alguien se diese cuenta. Se dijo que tenía derecho a hacer esa visita siendo el forense de la víctima, pero él sabía que eran excusas, no motivos justificados. La verdad a medias es únicamente mentira, se dijo. Caminó hacia la puerta y tocó el picaporte, pensando que no había hecho la pregunta que hasta allí lo había arrastrado, el por qué, la razón, la causa y objetivo de matar a alguien, si ese alguien además ha sido engendrado por uno mismo. Salió pensando en quién estaría esperando en el pasillo, olvidando ya de saludar a la mujer que dejaba atrás. Volvía a ser el doctor Ibáñez, alto y de pelo castaño rojizo, de barba recortada y traje gris. Sólo quedaba una oficial en la puerta. Saludó y bajó las escaleras. Olvidó a la enfermera que quizá lo esperaba, y se encontró en la calle con la claridad cegadora que sin embargo siempre ocultaba la verdad. Pensó en el relato de la mujer, en las alucinaciones que tal vez fuesen el principio de todo aquel drama. Nunca volvería allí, no era su trabajo, insistió en convencerse mientras caminaba hacia su casa.
4
-Pero me imagino que volviste a verla al otro día -dijo Ruiz.
-Sí, y me pasé toda la noche pensando en ella. No pude dejar de imaginarla desnuda, porque el negro de su ropa no hacía más que mostrarla tal como era. Me sentí un desgraciado por pensar así cuando era yo quien había puesto las manos en el cuerpo del hijo que ella había matado a sangre fría. Traté de dormir, pero me fue imposible. No tuve más remedio que desahogarme contra las sábanas. Recién a la madrugada concilié el sueño. A la tarde siguiente, fui hasta el hospital. Me presenté con los psiquiatras que la trataban y me recibieron con cordialidad. Iban a tenerla internada una semana para estudiarla. Después me dejaron solo y caminé por los pasillos, haciendo tiempo hasta las tres de la tarde.
A esa hora el hospital parecía muerto. El sol entraba como un sedante por las ventanas cuadriculadas de hierro. Un sol cortado en dosis exactas para cada enferma, cada médico y enfermera o personal de aquel lugar. Una luz que adormecía las paredes y cerraba los ojos dibujados en los revoques rotos y en las manchas del techo. Las camas eran una extensión del cuerpo, y la mente se hundía en los colchones para formar parte de la languidez de la tarde, donde hasta las bocinas de la calle y los ruidos del patio se convertían en senderos de plumas para transportar la conciencia hacia abajo, lentamente, y perderse en el olvido.
-Era como si la nada se hiciera cargo del hospital a esa hora, y en tal anonimato llegué a la puerta de la habitación. La oficial estaba dormida en la silla. Abrí la puerta y entré. La mujer estaba acostada, con la misma ropa, sobre la cama aún sin hacer entre las sombras del cuarto. Iba a irme cuando noté que tenía los ojos abiertos. Doctor Ibáñez, siéntese, me dijo, dando golpecitos sobre la cama con la mano.
Mateo se acercó y miró la ventana.
“No abra, por favor, me duele la cabeza”. Ella le agarró una mano y lo hizo sentarse a un lado en el colchón. No se levantó, sólo un poco la cabeza para colocar otra almohada. Ibáñez se estremeció al sentir su contacto.
“Lo picó la curiosidad, ¿no es cierto, o es sólo profesionalismo? Es raro que un carnicero como usted se interese en las cosas de la mente”.
Ibáñez se dio cuenta que aquello era cierto. Esa mujer, con sólo verlo, lo había comprendido mejor que él a ella con todo su relato de una hora. Él era eso, un carnicero curioso y excitado por la carne que se ponía a su disposición: carne muerta. Pero mejor era la carne viva que allí estaba tendida, capaz de provocarle escalofríos con solo tocarlo.
5
Entonces la extraña figura apareció otra vez, no en el espejo sino a su lado. Se estaba viendo a sí misma, con asombro y perplejidad, sonriendo de la manera reconocible en que siempre lo había hecho. Le era tangible la sensación de que no habitaba su cuerpo, y sus sentidos recibían estímulos externos. Era como si formara parte de otro cuerpo. Pero lo más inquietante fue descubrir, saber en realidad como se sabe lo que conocemos desde antes de la memoria, que en ese momento ella se llamaba Moira, que no tenía hijos ni estaba casada. Una mujer que se creía fea y sin atractivos, y que pocos años antes había engordado sin motivo. Ana estaba en un cuerpo habitado por una especie de sabor amargo y de repulsión eléctrica. Moira tenía los miembros tensos e inquietos, no dejaba de mover cosas de un lugar a otro de una casa que Ana no reconoció, pobre y de mal gusto, donde la luz de la calle entraba cargada de humedad y smog. La habitación estaba llena de objetos y adornos de toda clase, puestos uno junto al otro sin armonía de tamaños o colores. Había muebles toscos y sin lustre, cubiertos de polvo. Creyó ver una alfombra y una puerta abierta que conducía a un baño, entrevió una toalla de dibujos obscenos. Pero algo la atraía, sin embargo, la certeza de que esa casa solo podía pertenecer a Moira, donde nadie más que ella decidiría quién iba a entrar ni con qué objetos debía adornarla.
Pero todo se detuvo de pronto. Ana estaba nuevamente en su departamento, y una calidez extrema vino de sus cosas familiares. Ya no pudo pensar si era locura o algo más parecido a la muerte. Sintiéndose agotada, fue a su habitación y cayó en la cama sin sentido.
6
La mujer tocó el muslo de Ibáñez. Ella tenía ahora los párpados cerrados, como las persianas de ese cuarto, capaces de ocultar la luz del sol y los secretos tras los ojos. Por eso su voz sonaba hueca a veces, sin expresión, casi como una cronista y no una protagonista de su relato. Pero la mano sí temblaba, o simulaba un temblor que a Ibáñez le pareció verdadero. La mano subió hasta su entrepierna y él sintió el comienzo de una erección. Se levantó enseguida y retrocedió hasta la puerta, mirando el picaporte sin llaves. No, se dijo él, no puedo hacerlo, no debo.
Ella abrió los ojos.
-Estoy sola hace mucho tiempo-y su voz sonó quebrada entre las sombras.
Algunos rayos del sol entraban por las rendijas de la persiana y formaban pecas amarillas sobre la ropa y las sábanas. Parecía la placa negativa de la foto de un tigre.
-No puedo, señora.
-Ya te dije que me llames Moira.
-Disculpe, pero creo que ya no debo volver. Espero lo mejor para usted. Buenas tardes.
Cuando salió al pasillo, no había nadie, pero vio que una de las policías subía la escalera con una taza de café humeante.
-¿Listo por hoy, doctor?-le preguntó.
-Sí-se limitó a decir Ibáñez, que esperaba no se notara el sudor en su frente y el brillo de sus ojos frente a la luz intensa del pasillo.
Bajó las escaleras y caminó a su casa. Había olvidado completamente que tenía compromisos para esa tarde, un consultorio que ya no deseaba atender y dos visitas en el hospital.
7
Mateo fue hasta la cocina y trajo una botella de vino fino. La descorchó y sus amigos lo miraron en silencio. Walter seguía fumando, los otros dos fueron a buscar algo de comer.
Ruiz regresó y palmeó la espalda de Ibáñez.
-Esta noche es la noche de las equivocaciones, amigo mío. Confesaremos nuestros errores hasta la madrugada. Es la única forma de conocer la causa del fracaso.
-Pero el error es origen de la verdad. Nos equivocamos porque sólo queremos ver claramente aún con los lentes sucios.
-A veces no hay paños limpios a mano, y casi siempre tenemos las manos sucias-dijo Alberto.
-¿Entonces qué hacer? ¿Caerse continuamente en la oscuridad, quizá matar al que tenemos al lado, porque no lo vimos?
Mateo sirvió las copas y levantó la suya. Ofreció otro brindis por su cumpleaños:
-Cada tantos años enterramos a alguien ¿no es cierto? En ocasiones a nuestro yo anterior, que no volverá aunque lo llamemos a gritos, e incluso desaparece del recuerdo como un hijo ingrato.
Se sentó en el sofá y eructó.
-Voy a seguir contando antes de que esté demasiado borracho para hablar con coherencia. La noche después de mi segunda visita intenté distraer el insomnio, que veía venirme encima como una manada de elefantes. Quería leer cualquier cosa que no fuese sobre medicina. Estaba harto de los hospitales, a pesar de estar recién recibido, y me sentía confundido por mi pretensión ya no de curar, sino de entender siquiera el objeto de mis estudios. Pero a las doce de la noche saqué de un estante casi por azar, si debo llamar de alguna forma a los movimientos más triviales, hasta esos que nos hacen elegir el bien o el mal, un libro del que ya no recuerdo el nombre. Me puse a hojear las páginas, leyendo el comienzo de cada una para ver si me interesaba. La luz de la mesita junto a la cama alumbraba y calentaba el dorso de mi mano derecha. El techo continuaba negro como la noche de afuera. Los motores de los autos en la calle se fueron pareciendo a rugidos de animales que pelean. Entonces leí por primera vez en mi vida sobre las sefirot, esas cábalas que definen el destino del hombre, pero que cada uno es libre de tomar o dejar. Sin embargo, ¿ es posible elegir si la misma posibilidad de elección ya es algo convenido?
Eran las tres de la mañana. Mateo había cerrado el libro y apagado la luz. Esta vez durmió, pero en su sueño aparecieron Moira y Ana. Las dos le hablaban al mismo tiempo, las dos le acariciaban el pelo y le besaban el pecho. Una lengua era suave, la otra áspera. Una lo mordía y otra lamía el vello de su cuerpo. Ibáñez no se despertó hasta las diez, cuando los pliegues de la sábana le lastimaban la piel y la garganta seca le pedía algo de beber. Tomó un café e hizo unas llamadas para cancelar citas. Estaba enfermo, con gripe, dio como excusa. Y la verdad era que se sentía así, afiebrado, quizá obnubilado por un halo de incongruencias y ensoñaciones. Si así iban a ser todas las mujeres por las que sentiría atracción, no iría a vivir mucho tiempo, pensó, mientras miraba por la ventana con la taza de café en una mano y el plato en la otra, el tráfico de colectivos y coches, tan inocentes e inofensivos comparados con la humanidad.
Dejó pasar la mañana sin vestirse. Contempló desde la cocina la parte de su dormitorio que se veía por la puerta entreabierta. Las sábanas colgaban de los bordes de la cama, allí donde había dormido un hombre solo, la almohada y la frazada apiladas sobre el colchón, medias sueltas y un calzoncillo olvidado en el piso. Entonces Mateo se sintió más solo que en toda su vida, tanto como nunca lo había estado antes, porque carecía de amigos íntimos, porque no tenía mujer, porque ni siquiera un perro lo acompañaba, ni la radio sonaba con la música de Beethoven o el pronóstico del tiempo. Únicamente la claridad metálica de la mañana, el ruido acolchonado de los motores y el silencio abrumador de su tristeza. Y se preguntó por qué recién hoy se daba cuenta.
Aunque fuese una asesina, ella era una mujer al fin de cuentas, diferente a las otras, quizá destinada a él por motivos que no estaban a su alcance. No era amor, se dijo, tal vez obsesión, o la excitación que dura unos pocos días y necesita, imperiosamente, ser satisfecha. Ningún ritual solitario ni reemplazar el objeto deseado por otro equivaldría a lo mismo, no hasta que ella estuviese contra su cuerpo y sintiera sobre su piel las formas de ella anunciadas bajo la ropa.
Dios mío, se dijo Ibáñez en voz alta, con sorpresa y desamparo al mismo tiempo. Alegría y desesperación en la misma frase que clamaba por quien él no confiaba del todo, porque no sabía decir si no estaría hablándole al vacío, tan parecido al que habitaba ese cuarto.
A las dos de la tarde se vistió y fue al hospital. Encontró la misma calma que solía haber en las tardes, pero cuando subió las escaleras, cuatro médicos salían de la habitación de Ana. Dos eran conocidos que lo saludaron mientras continuaban hablando. Desde adentro se escucharon un par de gritos, luego las guardias salieron y se pararon a cada lado de la puerta.
Ibáñez recorrió el pasillo hasta asegurarse que los demás habían bajado. Regresó y vio que no eran las mismas vigilantes de la vez anterior.
-Soy el doctor Ibáñez, y trato a la señora-dijo él. No fue su intención dar una interpretación distinta a sus palabras, pero las policías debieron entender que se trataba de un psiquiatra y lo dejaron pasar.
Ana estaba llorando con la cara contra la almohada, mientras su espalda se movía con gemidos. Le habían sacado la ropa y tenía un camisón blanco de hospital. Él se acercó y la tocó, ella se dio vuelta sin brusquedad.
-No sabés lo que me hicieron, me pusieron aparatos en las muñecas y en la cabeza, sentí como electricidad recorriéndome el cuerpo. ¡Fue horrible!
Ella se abrazó a la cintura de Ibáñez, la cabeza contra su pelvis, las manos enlazadas en la espalda. Lloraba, y sus lágrimas mojaban la camisa y el pantalón. Ibáñez trató se separarla, pero no pudo o no quiso, entonces empezó a acariciarle la cabeza. Parecía tan vulnerable como una niña a la que han castigado excesivamente por motivos triviales. Su pelo despedía un olor a desinfectantes, a algodones con agua oxigenada. Era bello estar así, pensó Mateo, solo con una mujer que lo necesitaba tanto como necesitaba el aire, sentada a sus pies y abrazándolo como a un dios, en una habitación en penumbras y lejos del mundo que presentía allá fuera como algo prescindible.
Pero ella entonces colocó la boca sobre su entrepierna. Mateo no se sorprendió, el contacto de su cara ya había comenzado a excitarlo. Miró la puerta, se separó de Ana y trabó una silla contra el picaporte. Volvió con ella y la abrazó. Ambos se tendieron sobre la cama, él levantándole el camisón, ella abriendo los botones de la camisa. No se desnudaron del todo, sólo se habían sacado lo necesario para sentir que el cuerpo de uno era el cuerpo del otro.
Ella gemía con un susurro en sus oídos. Le lamía y mordía los lóbulos de las orejas, apretaba las uñas sobre la espalda de Mateo. Él la besaba con desesperación, como si toda la experiencia humana se hubiese filtrado a través de la intrincada trama de su conciencia para ayudarlo a disfrutar de lo que no volvería a repetirse.
“Moira”, murmuró él. Y ella rió al escuchar que pronunciaba su verdadero nombre por primera vez. “Moira”, repitió varias veces hasta que su jadeo llegó adonde el corazón humano es capaz de soportar, y luego fue calmando lentamente el ritmo de sus latidos. Volvió a decir su nombre mientras seguía respirando sobre ella y sintiendo la humedad de los cuerpos que los unía como si estuviesen bajo el agua.
-Dijiste mi nombre siete veces-dijo ella.
Ibáñez se apartó, de pronto, cuando pensó en el libro que había leído la noche anterior. Era esa la tercera vez que la visitaba, y había dicho ese nombre siete veces. Números en los que él nunca había creído y que ahora se presentaban como cábalas. La miró de costado. De algún modo ella había rejuvenecido, o por lo menos así le pareció.
-Hacía tanto tiempo que estaba sola. Ana tenía todo lo que yo quería. Belleza, un esposo y un hijo. Un gusto exquisito en la elección de su ropa y cosas para la casa. Hubo veces que pensé que yo también merecía tenerlas, después me resigné a que sólo podría conseguirlas robándoselas. Pero la barrera que nos separaba era casi imposible de romper. Y la ira que nació al darme cuenta, fue el cuchillo que desgarró la tela y abrió el espacio que me hizo ver la vida de Ana como en un microscopio, al alcance de mis manos. Pero las cosas que yo tocaba se rompían, entonces me dije: si no puedo tenerlas, ella tampoco.
8
Habían pasado dos meses desde el último encuentro, y Ana terminó por aceptar que todo había sido una crisis pasajera. Pero cuando esa visión volvió a sorprenderla una mañana al despertar en su cama, como si toda su vida pasada hubiese sido nada más que un sueño, no se sintió demasiado sorprendida. Ahora habitaba el cuerpo de Moira, y supo que era una mujer llena de recuerdos trágicos, de resentimientos que le provocaban dolores en la espalda y la sensación de haber dormido con las manos y las piernas atadas. Aunque no pudo comprender al principio la estética extraña de ese mundo, era indudable el sentimiento desbordante de furor en el cuerpo de Moira.
La nueva experiencia la atrapó en la confitería en la que almorzaba. Había aprendido a estar más atenta durante aquellos estados, y se dio cuenta de que Moira también estaba asustada. Ambas se miraban una en el cuerpo de la otra, como si estuviesen sentadas en mesas contiguas del mismo comedor. Ana miró el espejo a tres metros de distancia, que aparentaba ampliar el local al doble. Allí estaba Moira, obesa en las caderas, de cabello pelirrojo teñido y desprolijo, con mechones que colgaban de la nuca y la frente con equívoca intención de elegancia. Se había maquillado de manera excesiva, con rouge intenso, carmín en las mejillas y azul en los párpados. La cara era obtusa y de expresión furibunda, grotesca cada vez que abría los labios para comer una porción de tarta y beber un vaso de vino barato. Entonces Ana sintió en la boca el agrio sabor del vino viejo. Miró su propio plato y vio la tarta, luego levantó la vista otra vez al espejo. Moira la estaba observando. Los ojos fijos de cada una en el rostro de la otra. Ana movió los labios para hablar, y Moira hizo lo mismo, exactamente, y ya no tuvo dudas al respecto, aunque un vértigo la amenazara con hacerla desmayar allí mismo, en medio de gente que parecía existir más en los espejos que en la realidad. Los mozos pasaban sin percibir la incongruencia, la tez pálida en la cara rubicunda, las manos temblorosas cuyas pulseras bailaban y sonaban sin llamar la atención de los demás. Ella se estaba mirando a sí misma, no a Ana, sino a Moira, pero ella seguía pensando como Ana, mientras el sentimiento de furia comenzaba a invadirla como desde un piso embarrado. Era algo parecido a un intercambio de espacios raramente entrelazados, se dijo. Un lazo intemporal tal vez, porque cuando ambas miraron el reloj de la pared, notaron que el tiempo no transcurría. Fue por eso que nadie a su alrededor descubrió las muecas grotescas y dolorosas que Moira hizo con el rostro de Ana, burlándose de ella desde el fondo del salón. Allí estaba su propio cuerpo, junto a la puerta del toilette, en una posición de mal gusto que ella nunca hubiese adoptado. Era grotesco verse a sí misma actuando como una borracha en un salón elegante, expuesta a las miradas reprobatorias de los otros. Nunca nadie había hablado mal de ella, nadie se había avergonzado de estar a su lado, excepto su marido y su hijo. La angustia de Ana se perfiló en el rostro de Moira. Le habría gustado lastimarla ahora que estaba en su cuerpo, y sin embargo, a la vez se dio cuenta que el cuerpo de Moira era un refugio y un disfraz, como el que utiliza quien quiere escapar sin ser reconocido, o está dispuesto a cumplir sus deseos no confesados con el nombre y la cara de otro.
Cuando todo terminó, su propio cuerpo estaba dolorido y cansado, y Ana se dio cuenta de la vulnerabilidad que había expuesto. La otra estaba al tanto de su vida y de su familia, pero ella no había podido descubrir más que un estado de inabordable soledad y desesperación permanente en el cuerpo de Moira. Intentó recordar dónde había visto esa cara antes. Quizá en las calles del barrio, o el supermercado, pero era imposible saberlo. Tantas personas con las que uno apenas cruza una mirada o un roce de la ropa, pueden convertirse en pesadillas.
En los siguientes encuentros establecieron una especie de lucha en la que cada una intentó dañar el cuerpo de la otra. Ana se sentía agotada después, y más irritable que de costumbre. Un día al regresar del trabajo, encontró a Miguel y al padre conversando en la cocina. Intentó evitar la discusión habitual con su marido, pero le fue imposible pasar por alto su carácter pasivo y sin ambiciones. Él siempre había insistido en ser diferente a lo que Ana quería, la escuchaba pero nunca le había hecho caso cuando ella hablaba de buscar la extrema calidad de vida que pensaba debía obtenerse. La idea invariable de mediocridad era la definición de su marido, con una serena y hasta raramente feliz falta de ambición, pero mediocridad al fin.
Esa noche pelearon porque no le había avisado de su visita. Miguel se encerró en su cuarto, enojado, y su esposo se fue. Ana estaba resentida hacia el chico porque él no era capaz de ver la diferencia entre ellos. Miguel se había transformado en un hombre casi tan lamentable como su padre.
Los encuentros con Moira continuaron para convertirse en una costumbre. Moira le hablaba despectivamente, insinuando que su esposo y su hijo estaban conspirando en su contra. Ana intentaba no escucharla, pero ya había agotado los escasos recursos que conocía para hacerla callar. Moira se burlaba de su debilidad.
“Tu marido va a llevarse a Miguel para siempre”, le decía, llamándola estúpida.
Ahora los encuentros sucedían en cualquier momento y lugar, duraban tanto como un vértigo y regresaba de ellos mareada y confundida, insegura de su nombre. Escuchaba voces, a veces el sonido de una radio distorsionada que transmitía la música estridente que a Moira le gustaba. Entonces iba en busca de un espejo o una ventana para asegurarse dónde estaba, no el lugar de su cuerpo en el espacio, sino en cuál cuerpo.
Una semana después, regresaba a casa y se miró al espejo junto a la puerta mientras cerraba. Por un momento creyó ver a Moira . Enseguida escuchó las voces de Miguel y su padre, que había regresado otra vez sin pedirle permiso. Ellos reían y sus voces sonaban felices por encima del sonido de la televisión. Pero Ana sintió pánico porque esta vez Moira se había aferrado a su cuerpo con más fuerza que la habitual. Hizo esfuerzos por hablarle, pero Moira no le hizo caso. Fue hacia la cocina mirando el reloj, que esta vez no se había detenido. De alguna forma Moira había hallado la perpendicular en la que sus caminos iban a confluir tarde o temprano, como en una esquina de una ciudad muerta. Tan cerca siempre, que no había sabido verla. Ella debía haber planeado todo aquello para que sus vidas fuesen iguales: para anular la diferencia era necesario quitar.
Llegó a la cocina y le pidió a Miguel que saliera.
-¿Me hacés el favor de ir a pagarle al taxista, querido?
Cuando estuvo sola con el marido de Ana, abrió un cajón de la cocina y sacó un cuchillo. Él seguía mirando la televisión, dispuesto como era habitual a callar para no discutir. Moira se acercó por detrás y lo apuñaló en la espalda.
Ana creyó por un momento dominar de vuelta su propio cuerpo. Al ver los ojos de Miguel mirándola con el arma en la mano, supo que se había equivocado.
Después ya no le resultó extraño el deseo de matar también al chico al verlo acorralado, gritando:
-¡No, mamá, por favor!
Pero ella le exigió llamarla con el nombre que todos deberían utilizar desde entonces.
-¡Me llamo Moira!- dijo, clavándole el cuchillo en el pecho dos veces. -¡Mi nombre es Moira!
9
Al terminar de escucharla, Ibáñez se levantó de la cama y se abrochó el pantalón y la camisa. Sus manos temblaban y confundían los botones. Miraba a Moira como si de un momento a otro fuese a atacarlo, porque ella seguía acostada boca arriba, desnuda, moviendo los brazos en vaivén como si tuviese un puñal en cada mano, golpeándose los muslos. Pero no gritaba, sólo murmuraba su nombre continuamente.
“Dios mío” pensó él, “¿qué hice?” Se miró las manos y se restregó la cara. Escupió para quitarse el sabor y la saliva de Moira. Era un engendro de hombre, se dijo, un monstruo más horrible que el que estaba sobre la cama, que al fin de cuentas seguía siendo tan hermoso como todo lo terrible y lo definitivo.
10
Ibáñez estaba rodeado por sus tres amigos. Él sentado en el centro del comedor, ellos parados a poca distancia. Habían dejado sus vasos en la mesa, y lo escuchaban uno con las manos en los bolsillos, otro con los brazos cruzados, el tercero jugando con su barba.
-Tuve ganas de matarla. Me tiré sobre ella y puse las manos en su cuello. Pero entonces me miró de una forma distinta. Esta vez había tristeza, y entonces comprendí que quien me miraba no era Moira. Pero tampoco era una mirada inocente, ni siquiera dulce, sino llena de espanto por lo que había pasado, quizá por lo que había permitido que pasara. El rencor y la furia abren caminos y desgarran los velos de las sombras ignorantes. A veces los deseos que esconde la virtud en la noche son tan deformes como los que grita la maldad a pleno día.
-Pero Mateo, no me vas a decir que creés en las cábalas, que Gebura y Tifferet estaban en esas mujeres- dijo Ruiz.
Ibáñez levantó la vista hacia su amigo. Tenía lágrimas que no intentó ocultar, y una expresión de reproche que Ruiz no olvidaría.
-¿No entendiste nada de lo que dije? ¿Ninguno entendió una mierda de lo que acabo de decir? ¿No se dan cuenta de que no eran la buena y la mala, sino una sola? Ambas eran Gebura.
Ninguno de los tres había visto a Mateo Ibáñez hablar de esa forma. Lo conocían desde hacía más de veinte años como un escéptico. Ibáñez siempre había dudado de todo, incluso de la sospechosa simplicidad de los hechos.
-Pero Mateo -dijo Walter, poniendo una mano en su hombro-Nnca nos dijiste que creías en estas cosas.
-No creo. Soy médico, como lo era en esa época, y les conté lo que vi así como escribo mis informes desde que tengo memoria, con total sinceridad.
Se restregó la cara y miró el reloj de pared. Eran las tres y media. El aroma del vino volaba encerrado en el comedor. Fue a abrir una ventana y el aire fresco de la noche movió las cortinas. Las cenizas volaron pero las colillas resistieron en los ceniceros.
-Creo que ya es tiempo de irse a dormir. Si quieren pasar la noche acá, les traigo unas frazadas y puede tirarse en la alfombra del living.
Ellos asintieron. Mañana sería feriado y podrían levantarse más tarde. Ibáñez fue hasta su dormitorio y revolvió en la parte superior del armario. No sé por qué les conté todo eso, no me entendieron, pensó Cómo iban a comprender la forma en que lo peor de cada uno brota como el maíz en pleno campo y bajo el más espléndido sol del año. Que el mal puede recogerse como la mejor y más abundante cosecha de la vida, tanto que nuestras manos no dan abasto y las parvas nos ocultan la vista mientras recorremos el sendero hacia los silos. Y las semillas quedan en las uñas, y sembramos muerte en cada surco arado, hasta que el campo que contemplamos orgullosos es un sembradío de frutos verdes y sin sabor, de hojas anchas pero duras como el cuero, y son plantas que nunca mueren.
Miró el retrato de Blas sobre su mesa de luz. Una foto de cuando era pequeño y había salido indemne del transplante. Su sonrisa era la misma de cuando el chico se había recibido de médico, posando junto al padre en una fotografía de tres años atrás. Pero ésta la había roto, porque no quería recordar que su hijo había dejado morir a un paciente. Mateo Ibáñez, eminencia forense, no perdonaba la negligencia. El doctor Ibáñez tenía el suficiente orgullo para no tolerar en su familia a los locos y asesinos.
Volvió al comedor y tiró al suelo las frazadas que había cargado como fardos, como parvas de maíz.
-Aquí tienen, muchachos. Si quieren usar el baño, no me lo dejen sucio, por favor. Buenas noches.
-Mateo-dijo Alberto- ¿Qué pasó con la mujer?
-Me dijeron que se mató en el hospital diez años después. Trataron su esquizofrenia pero nunca mostró mejoría. Algunos la escucharon simular voces cuando estaba sola. Bueno, ya estoy cansado de hablar de esto. Además, mañana tengo que levantarme temprano para ir a lo de Blas.
Ellos se miraron extrañados.
-Sé lo que dije antes, pero ya no puedo sostenerlo después de esta noche.
Se fue a su cuarto, abrió las ventanas y apagó las luces. El olor a cigarrillo y a vino inundó la almohada y las sábanas. Sabía que no lograría dormir, pero ya no quería seguir viendo las caras de compasión de sus amigos. Ese era también su carácter, el aislamiento ante lo que sabía de antemano un fracaso.
Un mosquito se posó en su mano derecha sobre la almohada. La mano que exploraba y leía en los cuerpos, así como sus ojos hoy leían en la noche del barrio y sus oídos adivinaban el origen de los ruidos de la calle. Las mismas manos que encontraban la verdad en los cuerpos muertos habían perdido su belleza y todo derecho de expiación una tarde de muchos, demasiados años antes. Porque no hay redención para quien después de tocar el cadáver virgen de un muchacho, toca el cuerpo de las sombras sin nombre.
A DÓNDE VAN LAS ALMAS DE LOS NIÑOS
1
Hay alguien aquí conmigo. Lo siento respirar con un aliento que no parece, sin embargo, ser el aliento de un ser humano. No quiero abrir los ojos todavía, y sé también que aunque quisiera no podría hacerlo. Prefiero adormecerme en la memoria que llega como olas embistiendo la playa sin dejarme avanzar. Como si las olas fueran piadosas advertencias, las últimas palabras antes del mar profundo.
Recuerdo haber estado escuchando la discusión de mamá y papá durante todo el día. Después del almuerzo ella comenzó a levantar los platos de la mesa, mientras recriminaba a mi padre las cosas hechas y las que nunca terminaba de hacer. Siempre era igual. Me despertaba con la voz de mamá hablando en la cocina mientras tomaban mate, y la voz de mi padre, parsimoniosa y sombría, contestando con monosílabos. Al principio creía que se trataba de sueños, porque la voz de ella tenía la virtud exasperante de la monotonía. Esa tensa cuerda del sonido que nos mantiene en el umbral de lo conciente, esa voz que no permite que vayamos a ningún lado hasta terminar de oírla, como el hilo de Ariadna pero con un nudo que ni los dioses podrían desatar.
Papá aguantó toda la tarde. Luego protestó él también, levantó la voz varias veces e insultó a mamá otras tantas. Pero ella era fría como el hielo. Lloraba muy seguido, pero sólo logró lo que al pastor del viejo cuento infantil que daba avisos falsos sobre el lobo: cuando realmente sucedía, ya nadie le hacía caso. Salía de casa golpeando las puertas, y me hacía acompañarla como si yo fuese su escudo, incluso a veces me acostaba a su lado en la cama matrimonial para que papá no la molestara. Y en la oscuridad yo escuchaba sus protestas contra él como si intentase sembrar en mí la semilla de un odio que quizá ni ella sentía, pero que creería su deber cosechar en mi persona años después.
Ayer domingo a la noche papá se fue de casa. No lo vi salir, sólo oí el motor del auto. Volvería poco después, pensé. No podía imaginar siquiera su ausencia por más de un día, no era posible según las reglas que habían gobernado mi vida hasta entonces, la familia y la casa, ambas formando un entramado tan estable en que no existían roturas o desgarrones que no pudiesen ser cosidos, aunque dejasen marcas o rugosidades, que al fin de cuentas también constituyen recuerdos. Esto lo puedo comprender muy bien. Porque tengo doce años, y miro atrás mi vida, que choca contra mí como si yo fuese un auto que ha frenado abrúptamente.
2
Ruiz levantó la vista del suelo. El sudor le caía por la frente y la cara, corría por el cuello y mojaba su camisa. Tenía el cuero de los mocasines manchados de sangre y las suelas llenas de barro. Le pesaban al despegarlas de la tierra irregular alrededor de las vías. Casi no había asfalto en cien metros cuadrados, sólo en el paso a nivel un pavimento de más de veinte años, maltrecho y roto por el tránsito incesante de camiones y colectivos.
El tren estaba detenido en el medio. La locomotora a más de doscientos metros, lo más cerca que había podido frenar, la cola al final de quizá otros diez o quince vagones. Ruiz escuchaba lo que sucedía del otro lado. Los autobombas, los patrulleros de la policía de la provincia, los autos que llegaban y eran desviados, los gritos de los familiares, las bocinas, el zumbido de las grúas que recién ahora arribaban.
Habían estado dos horas buscando sobrevivientes. Él se hallaba a más de veinte metros del tren, y aún allí seguían encontrando ropa de niños, mocasines escolares, restos de guardapolvos. Pero lo que él buscaba eran cuerpos, y tenía la increíble, la virginal confianza de que encontraría alguno vivo. Para eso estaba, era médico y no funebrero. Y bajo el cielo encapotado por nubes de tormenta, el aire extático lleno de electricidad en esa hora catorce de un lunes de noviembre, fueron muchas las cosas que encontró en el barro, entre las vías y bajo la estructura del tren, pero fue al levantar el zapato de cordones todavía atados a un fragmento de pierna cuando se clavó una astilla de hueso en un dedo. No sintió dolor, únicamente un nudo en la garganta, tan duro como el cordón que intentó desatar, porque de tan mojado le fue imposible. Sus manos temblaban, sucias. Los demás no lo miraban. Quien mira al piso en busca del pasado, extravía el presente, se dijo él. Logró desatar el nudo al final, aflojó el cordón, sacó el zapato, deslizó la media con la marca Ciudadela estampada en la etiqueta, y liberó el pie. Un pie pequeño de un niño de diez años tal vez, cuya planta se conservaba limpia y con restos del talco que su madre misma debió ponerle luego del baño. Pero por encima del tobillo no había nada más que un hueso expuesto y quebrado como un tronco hachado.
Dios es un leñador sin experiencia, pensó el doctor Ruiz.
3
Mateo detuvo el auto frente al cordón policial.
-Soy el forense-dijo al oficial que se acercó a su ventanilla.
-¿Apellido?
-Ibáñez-contestó, mirando al policía consultar la lista que le habrían preparado tal vez sólo diez minutos antes. Luego vio que éste le hacía la silenciosa señal de permiso, y avanzó. La cinta blanca con rayas rojas en espiral cayó bajo las ruedas del auto, y sólo entonces se dio cuenta de qué recuerdo le traían: las espirales luminosas frente a las peluquerías infantiles. Vio las sirenas de los patrulleros girar en silencio, ensombrecidas por el ruido de las orugas que movían los escombros de metal, esos restos del micro que habían quedado esparcidos a lo largo de doscientos metros, alejados de las vías o junto a las rejas que las separaban de la calle paralela, otros aplastados bajo los primeros vagones o consumidos por el fuego al estallar el tanque de nafta. El olor a quemado no era desagradable al principio, a Ibáñez le gustaba ese aroma que de algún modo representaba el punto cero después de un incendio, el blanco inherente bajo el negro de la combustión. Pero no le gustaba cuando el agua se entrometía en el proceso, ni siquiera la amenaza del agua como ahora ocurría. Pronto iba a llover, y la humedad insoportable estaba acelerando la descomposición de los cadáveres e impidiendo que los cuerpos chamuscados se secaran como la naturaleza lo considera correcto.
No había visto a los muertos todavía, pero tras el caparazón de acero de su Fiat, con el aroma de su hijo recién nacido aún intacto en la nariz, y el recuerdo de su mujer durmiendo serenamente en la cama del hospital todavía fresco en su memoria, imaginaba la escena del accidente con más detalles de los que en realidad veía. Porque él hoy se sentía inmune a la muerte, como un capellán que con su mitra y agua bendita bendice a los soldados caídos.
Después escuchó los gritos, más cercanos a medida que avanzaba hacia las vías. Su corazón sintió un sobresalto cuando vio las manos y la cara de una mujer sobre la ventanilla cerrada del costado derecho de su auto. Por un momento pensó que la había golpeado, pero después un hombre, quizá el esposo, la apartó agarrándola de la cintura, y casi levantándola en brazos se la llevó hacia una ambulancia. Ella vestía un impermeable verde musgo y tenía el cabello revuelto, pero Ibáñez la recordaría más tarde por su rostro y su expresión de completo terror.
Ya no pudo seguir. Bajó del auto y lo recibió una llovizna tenue. Caminó hacia el tren sobre el barro que cubría el viejo pavimento. Evitó las esquirlas de metal y los vidrios esparcidos a todo lo largo y ancho del predio, fragmentos que podrían haber atravesado las suelas de sus botas. Lo habían llamado poco después del accidente, y se había vestido con cuidado para la escena, botas altas y negras de goma, un impermeable azul oscuro con capucha, pantalones anchos y una camisa blanca. Ibáñez se sentía joven y fuerte para su trabajo, como un guerrero con escudo y armadura, un casco bajo el brazo izquierdo listo a ser colocado, y una lanza o ballesta en la mano derecha.
-¿Quién es usted?-le preguntó un policía. Tenía el uniforme roto en las mangas y los hombros, debía haber estado agachado tratando de retirar cadáveres entre los hierros. El policía se sacó los guantes, sus manos estaban llenas de ampollas.
-Soy el forense-dijo Ibáñez.
El policía ya no le hizo caso, ocupado en apretarse las manos doloridas contra el cuerpo. Ibáñez siguió caminando hacia un grupo alrededor de la locomotora, pero alguien lo llamó. Giró la vista sin descubrir quién.
-¡Acá, del otro lado del tren!
Mateo se arrodilló y miró por debajo. Un hombre le hacía señas para que diera la vuelta. Dio un largo rodeo alrededor de los restos del micro escolar. De la chapa color naranja no quedaban más que retorcidos hierros quemados. En algunos fragmentos podía verse alguna letra o leerse alguna sílaba del rótulo de los costados, pero lo demás eran pedazos de asientos, alfombras de goma y barras de metal. Allí había habido niños sentados, mirando por las ventanillas y sujetos a aquellas barras alguna vez firmes. Seguros de esos hierros que creían tan eternos como sus vidas.
Vio al hombre a veinte metros saludándolo con un brazo en alto. Ese lado de las vías era diferente. No había vehículos de rescate ni gente interponiéndose en el camino, sólo unos pocos hombres mirando hacia el suelo, buscando lo que Mateo ya sabía. Pero su aspecto distaba de eso, más bien lucían como agotados campesinos escarbando la tierra en busca de alimañas. Los muertos no siempre son alimentos del suelo, se dijo Ibáñez, a veces los huesos lastiman los pies desnudos de los campesinos y provocan infecciones. A veces los muertos exigen compañía.
Llegó hasta donde estaba el otro, que le extendió una mano sucia y con sangre seca. Pero Ibáñez evitó tocarlo cuando vio que con la otra mano arrojaba algo a la distancia, algo que parecía parte de un muñeco roto.
-Soy el doctor Ruiz, doctor. Lo escuché presentarse con la policía hace un rato.
-¿Desde allá lejos y con el ruido de las grúas?
-Tengo muy buen oído, doctor. Soy músico aficionado y escucho notas que la gente pasa por alto.
Ambos se miraron por un instante y luego giraron para observar el paisaje. A un costado del tren había una pequeña montaña de objetos cubiertos de barro y telas.
-No encontramos sobrevivientes todavía, pero tengo la esperanza de hallar alguno dentro de lo que quedó más completo del micro-comentó Ruiz.
Ibáñez lo miró, incrédulo. Cómo un médico que estaba allí, en medio del desastre, podía hablar aun de ese modo. De pronto, Ruiz se le apareció como una figura extraña con aquella sonrisa melancólica, el cuerpo esmirriado y la mirada pensativa. Pero descubrió que el otro también lo estaba mirando con curiosidad.
-Si me permite que le pregunte, ¿qué hace acá, doctor?
-Me avisaron del accidente. Quieren que haga la autopsia del chofer. Piensan que estaba enfermo o borracho, algo para que el seguro pueda evadirse. Decidí ver la escena yo mismo.
-No es común esa preocupación en un médico de laboratorio, doctor.
Ibáñez no pasó por alto la ofensa.
-¿Llama laboratorio a la sala de disección? ¿Al escalpelo y la sierra? Yo lo llamaría taller, doctor Ruiz.
Ibáñez le dio la espalda a Ruiz y se puso a caminar a lo largo de la vía. Luego regresó y preguntó:
-¿Se sabe algo de la causa?
-Oí decir que el micro se paró. Tal vez tuvo una avería. Algunos vecinos dicen que vieron al chofer forzar la palanca de cambios. Los chicos trataron de ayudarlo. La gente dice que escuchó los gritos desesperados de los chicos, pero el tren estaba tan cerca que…
-Nadie pudo hacer nada, lo imagino.
Ibáñez caminó hacia el montón junto al tren. Levantó las telas y las moscas salieron espantadas, pero otras regresaron a posarse sobre los cuerpos. Había torsos quemados, brazos completos, pies con zapatos, guardapolvos envolviendo formas de cabezas sueltas. El hedor era dulce, tan dulce que no parecía el olor de los muertos sino el perfume de los cementerios hastiados de flores.
-Si el chofer hubiese revisado el motor antes de salir…-dijo Ibáñez-. ¿Era un vehículo viejo, no?
-Un colectivo reformado para micro escolar, lo más barato que una escuela de clase media puede comprar. Pero si vamos a los si, doctor, no terminaríamos nunca de plantearnos hipótesis. Dios ya arrojó sus dados, y el conocer la causa es sabiduría bella pero inútil.
Seguía lloviznando, y las grúas continuaban su trabajo. Habían despejado el lado norte de las vías, pero debían esperar el lento cavar de las palas y el retiro de los fragmentos. Ibáñez puso una mano sobre el hombro de Ruiz.
-¿Usted cree en Dios, doctor? ¿Y si juega a los dados, en qué se diferencia de nosotros? Yo también puedo arrojarlos y llamarme Dios.
-Creo en lo imperativo de los hechos.
-Y si ahora mismo, junto a nosotros, las vías estuviesen libres y el tren hubiese seguido su camino, y el micro atravesado las vías y los chicos en sus casas…
-Si no lloviera y hubiese sol… Esa es esperanza aferrada a la fantasía.
-Yo llamo esperanza fantasiosa a su idea de encontrar a alguien vivo. Hablo de autodefensa, la forma de caminar por este sitio sin perder la razón.
Ibáñez escuchó su nombre desde el otro lado. Se agachó y vio que un bombero lo reclamaba.
-¡Encontramos el cuerpo del chofer, doctor!
-¡Llévenlo a la ambulancia! Yo los sigo hasta la morgue en mi auto.
Luego se irguió y extendió la mano a Ruiz, había olvidado que no había estrechado la que el otro le había ofrecido antes. Ruiz le volvió a mostrar sus palmas sucias.
-No importa, doctor. Fue un honor llegar a conocerlo.-Y le estrechó la mano.
-Si no hubiese sido por el accidente no nos habríamos conocido…-dijo Ruiz, pero no había cinismo en el tono, sino un torpe ofrecimiento de mutua confianza.
4
Eran las nueve de la noche cuando mamá y yo nos quedamos solos. Como todos los domingos, me di el baño semanal. Esta vez ella no preguntó por qué había tardado tanto, yo salí con el pijama y encontré la mesa de la cena servida. Mamá se me acercó, se arrodilló y ajustó los botones de mi chaqueta. Había llorado, se notaban las ojeras, y la imaginé haciendo esas rápidas cenas dominicales que la rutina me había hecho odiar: huevos fritos y sándwiches de paleta y queso. Comida sin esmero ni preocupación, comida para despedir el fin de semana, hecha con las pocas ganas que la idea de una nueva jornada de trabajo ofrecía. Pero en casa se sumaba la tristeza del domingo luego de las discusiones habituales, la sombra tras el halo de luz de las tardes de verano.
El sonido del televisor retumbaba en las paredes de la antecocina, con empapelado de rayas naranjas y blancas. La luz de la lámpara también era típica de domingo a la noche, intensa pero amarga, una luz amenazada permanentemente por la hora próxima del lunes, el reloj con la alarma puesta para las seis de la mañana, esperando sobre la mesa de luz del dormitorio, como un monstruo o una gran boca somnolienta sin dientes. El peligro no era la muerte sino la perdición, el completo extravío en el oscuro pasaje de los días laborales, al final de los cuales aguardaba el cadáver maltrecho y hediendo de otro domingo.
Mamá se acercó y dijo:
-Ahora sos el hombre de la casa y tenés que ayudarme.
Fue esa la primera vez que me di cuenta de lo que ella había hecho. Yo siempre la defendía. Me repetía a mí mismo los argumentos que ella utilizaba: papá que llegaba tarde, que no hacía lo que debía hacer, que no ganaba suficiente plata, papá esto y papá aquello. Pero la voz de mamá era la única presente, siempre. Aún la música más amada puede ser odiada cuando suena a destiempo.
-Se fue por tu culpa-le contesté.
Entonces descargó su rabia contra mí. Fue hasta la mesa, recogió mi plato intacto y tiró el contenido a la basura. Sentí que las lágrimas iban a brotarme pronto, pero un nudo en la garganta me lo impidió. A mí nunca me gustó llorar delante de los otros, sólo lo había hecho silenciosamente en mi habitación.
-Andáte a la cama-me dijo, pero siguió hablándome, yendo y viniendo desde la cocina a la puerta del dormitorio. Yo apagué la luz, me cubrí con las sábanas y traté de no escuchar. Sin embargo hay voces que dejan su sonido en la mente como campanillas. Continúan sonando en sueños y vigilias, en medio de una ruta desierta o en una multitud.
Y yo no sentía culpa, sino mucha ira.
Por eso, esta mañana en la escuela, me senté en el último banco y evité a mis compañeros. Me ensimismé en la prueba de matemáticas, tratando de descifrar cálculos que me resultaron imposibles de realizar, raíces cuadradas, teoremas o fracciones. Números que flotaban en los ventanales que daban al patio de recreo. Allí donde el timbre lanzaba su desafío lacerante, el filo que acortaba el plazo de un examen para el que no tenía resolución. Dios mío, pensé, no sé qué va a hacer mamá cuando vea el cero en rojo encabezando la hoja de examen.
Los chicos se fueron levantando uno a uno y entregando las pruebas en el escritorio de la maestra. Quedábamos pocos, sentados. Ella nos miraba con impaciencia, los demás jugaban en el patio, corriendo, mientras yo usaba el tiempo extra y perdía mi recreo. Finalmente me di por vencido. Creo que estaba pálido, pero me propuse no llorar. Entregue la hoja y vi la cara desaprobadora de la maestra. Eso es lo que yo veo en ellas todo el tiempo, la cara ofuscada de mamá.
Me fui a un rincón del patio y me senté agarrándome la cabeza entre las manos. Pensé en papá, en si había vuelto a casa, en dónde había dormido, o si lo vería a la noche. Volví a clase y soporté las bromas de mis compañeros. Me robaron la comida que llevaba, pero no dije nada. Mancharon de tinta mi carpeta, y me quedé callado.
La maestra se acercó y puso una mano en mi frente.
-¿Te sentís bien? Estás ojeroso.
Dije que sí con la cabeza y me aparté, tiré los libros al suelo, pero nadie notó en eso algo más que una torpeza innata. Los demás rieron, hasta la maestra.
-Está bien, está bien, te dejo en paz…
Y así fue que llegó el mediodía, y luego las doce y media y la hora final de la escuela. Salimos del aula y formamos. Bajamos la bandera del mástil con la rápida ceremonia habitual. Abrieron las puertas. Los que regresamos a casa en micro escolar debemos hacer otra cola a un costado, apretujados contra las paredes del vestíbulo mientras los chicos de otros grados salen o esperan que los vengan a buscar sus padres. Mi casa no está muy lejos, creo que son casi veinte cuadras después de las vías. Soy el último que sube a la mañana temprano y el primero que baja en el regreso. Creo que soy como un mojón en nuestro itinerario, cuando subo los chicos me miran con desagrado, pensando en qué poco falta para llegar al colegio, cuando bajo, no he tenido tiempo para conversar con ellos. Por eso casi siempre me siento al fondo del micro, junto a la ventanilla izquierda para ver pasar a las chicas mayores que salen de la escuela después que nosotros. Eso es lo que hago ahora, y me pregunto si ellas también serán algún día como mamá.
Abro la ventanilla para que entre la brisa. Hace calor y está nublado. Espero la lluvia como espero a papá. Ojalá estuviera de regreso esta noche. Pero cómo pasar el día con esa duda. Miro a todos lados, sin embargo él no está esperándome en la calle. Esto por lo menos me daría la seguridad de que me extraña, de que quiere hablar conmigo. Pero si no vino es quizá porque vamos a vernos más tarde en casa. Sí, entonces es una buena señal que no esté aquí, me digo.
El micro va a arrancar. El chofer ha cerrado la puerta, pero le cuesta encender el motor. Escucho las protestas de don Oscar. Su chomba gris tiene dos grandes manchas de transpiración en las axilas, y otra más grande en su espalda. Rollizo y casi calvo, su voz es gruesa como la de cantante de ópera. Pero su voz no conoce más que insultos, lo que le gana reprimendas de la directora. A nosotros no nos importa. Aprendemos de él lo que debe o no decirse en caso de furia. Y yo estoy atento a sus palabras. Muchas veces las he pensado en casa, otras tantas en la calle, y practico mentalmente las obscenidades.
Nos sacudimos con un traqueteo y un rítmico sonido de válvulas gastadas. Una columna de humo que sale del caño de escape rodea la parte izquierda del micro al entrar en segunda. Pero pronto debemos dejar paso a los chicos que cruzan a mitad de cuadra y luego nos detenemos ante el semáforo en rojo. Algunos nos saludan, dos maestras dicen algo a don Oscar. Una de ellas es mi maestra, y me agacho para que no tenga oportunidad de recriminarme con la mirada. Cuando tenga el resultado del examen va a citar a mamá. Sé lo que va a suceder.
Y sin pensarlo, doy un codazo a uno de mis compañeros. Me ha estado molestando toda la mañana y ahora se acerca a tirarme del guardapolvo, riendo como un retrasado mental. Me doy cuenta que he estado soportando sus empujones mientras yo pensaba en papá, en las mujeres y en las maestras, mirando al mismo tiempo la espalda de don Oscar en sus esfuerzos por poner en marcha el micro.
Pablo me mira con rabia, cubriéndose el mentón con una mano. Le rompí un diente, quizá. Se me tira encima y los demás vienen a separarnos. Pero ya es tarde. Sus manos sucias me tiran del pelo y del guardapolvo, y siento su saliva en mi cara. Dice algo, pero su ortodoncia no le deja insultar con claridad. El micro sigue detenido, aún cuando se encendió la luz verde. Escucho las bocinas. Yo sólo estiro los brazos para protegerme. Pablo parece un cachorro que intenta rasguñar y morder. No es más grande que yo, y sus movimientos torpes. Entonces la voz y las manos de don Oscar interrumpen la pelea.
-¡Pero dejen de hacer quilombo, la puta madre! ¡Hace una semana que no tengo celador ni una maestra que los cuide mientras manejo!
Me mira un momento, pero enseguida levanta a mi compañero del brazo casi hasta su altura. Pablo llora y grita para que lo baje. Los demás lo observan como si estuviera a punto de arrancarle el brazo. Después lo suelta en el asiento y me agarra de la mano.
-Vení para acá vos.
Me lleva hasta el frente y dice:
-Sentáte y dejá de provocar a los otros.
Caigo en el primer asiento detrás del conductor. Lo miro por el espejo, y él me dirige un vistazo. No dice nada más, pero yo quisiera preguntarle qué hice, más que sentarme como siempre a mirar por la ventanilla. A veces pienso que el mundo es una gran ficción que todos actúan para mí. Que hay algo más grande que todos me esconden, algo que todos cuchichean para que yo no escuche. Así como detrás de las fachadas de las casas hay habitaciones que uno nunca imaginó, las caras de la gente me parecen mentiras creadas para mantenerme aislado. No soy lo suficientemente grande, me dirían si pudiesen confesarme la farsa, ni soy lo suficientemente listo para entender. Eso dice mamá, porque mis calificaciones distan de ser las mejores. Son apenas correctas, notas dignas del montón, números en una libreta de ejecuciones. Cada cosa fluye como el agua y desaparece como ella, y sin embargo todo duele más que el agua hirviente. Es igual al ácido que se usa para destapar las cañerías, tan fuerte que carcome la piel y nos dejaría ciegos con sólo percibir su vaho. Por eso cada palabra me hiere.
En esto pienso cuando veo la espalda del chofer. Quisiera preguntarle qué hice para que me hable como lo hizo recién, yo que tanto quisiera parecerme a él, fuerte y seguro de sí mismo, un hombre que ya es un hombre a pesar de todos sus defectos. Pero me quedo callado, y miro las vías del ferrocarril a las que nos acercamos. Las barreras están bajas, tiemblan un poco con la lluvia, y las rayas amarillas y negras juegan un baile de espejos con la niebla y los charcos sobre el pavimento. Hay una luz roja en un costado, como las de las sirenas de ambulancias y policías. Pero esta muerta, apagada quiero decir. Me quedo mirándola mientras nos detenemos frente al paso a nivel, y sigo pensando en qué pasará en casa en estos momentos, tras estas vías que ahora me separan de ella.
5
Dios es un hombre alto y fornido que camina por un sendero de grava. Viste pantalones de pana negra con bocamangas metidas en las botas. Tiene una chaqueta sin mangas ni cuello, de cuero marrón, desabotonada por delante. Camina con cierta torpeza porque la suela izquierda está rota y atada con una cuerda, las piedrecillas del camino se le meten entre los dedos y de vez en cuando debe detenerse para sacarlas. Su brazo izquierdo se balancea a un costado, salvo cuando tiene que ajustarse la suela. El brazo derecho está alzado por encima del hombro, sujetando el mango de un hacha cuya hoja brilla en esa tarde que acaba. El hombre tiene la cabeza gacha, como mirando su pecho de vello crespo, pero quién sabe lo que está mirando en realidad, porque sus ojos van entrecerrados, aunque adivinamos que son marrones como su barba corta y el cabello enrulado.
A veces eleva la mirada hacia el frente, pero no parece ver más que la base de los troncos, ni siquiera dirige un vistazo hacia el verdor que se oculta en lo oscuro como lo hace el sol tras la línea de la tierra. El hombre no gastará miradas a lo inútil, sabe que de la oscuridad nada puede rescatarse. Sus pasos disminuyen el ritmo, luego reanudan su velocidad. Giran un poco hacia la derecha, hacia una fila de árboles que parecen haber sido plantados deliberadamente, porque han crecido en dos líneas paralelas. El leñador se detiene frente al primer tronco. Lo mira ahora con absurda atención. Sus ojos, nos damos cuenta recién entonces, son de idiota. Son los ojos de un niño grande que nada entiende, que sabe que el hacha está para cortar el tronco, pero tal vez olvide levantar la leña y llevarla luego a quemar en su hogar.
Asienta firmemente las botas en el suelo, hundiéndose un poco en el barro entre las raíces que sobresalen de la tierra. Está frente a un árbol joven, el diámetro del tronco no es mayor al del cuerpo del leñador. Empuña el hacha, levanta los brazos y hace caer el filo sobre la corteza. Vuelve a hacerlo una y otra vez, pero no avanza mucho. Lastima la superficie con crueldad sin avanzar demasiado. En lugar de cambiar el ángulo de la hoja, da siempre el mismo hachazo con el lado que quizá tiene menos filo. Si un leñador veterano lo viese en estos momentos, le daría un golpe en la cabeza y lo apartaría, enojado y desilusionado de ese torpe aprendiz.
Sin embargo, sabemos que no hay nadie más en este bosque. El leñador no es joven ni demasiado viejo. Es el dueño de estas tierras desde siempre, desde que él tiene memoria, aunque ésta es precaria y falla en ocasiones, confundiendo los tiempos, los senderos y los árboles que debe cortar.
Ruiz escuchó el ruido del hacha que llegaba desde veinte metros, frente a él. Eran los bomberos que abrían los restos del micro, que todavía humeaban bajo la llovizna. Y entre los golpes oyó un bullicio que fue creciendo muy rápido entre el chapoteo sobre los charcos y el barro. La lluvia se detuvo, pero caía aún una cortina hiriente como agujas de sal.
-¡Doctor Ruiz!-gritó alguien entre el gentío de alrededor.
-¡Doctor Ruiz!-volvieron a reclamarlo varias voces.
Él corrió hacia allí junto a otros rescatadores, policías y bomberos con impermeables, padres en mangas de camisa, con los cabellos pegados a la frente y la ropa empapada.
El doctor Bernardo Ruiz se abrió paso entre ellos. Pisó fragmentos de hierro, tropezó con otros y se hizo un corte en la rodilla con una chapa. Los bomberos habían abierto una puerta en el techo del micro, como la tapa de una enorme lata volcada. Despejaron la abertura y le mostraron lo que habían encontrado.
Había asientos de cuero quemado y resortes salidos. Había un olor insoportable a goma y a combustible. Entonces le pareció ver, bajo el volante que todavía se mantenía en el tablero, el cuerpo de un chico vestido con el guardapolvo. Y en la oscuridad, bajo lo que quedaba del tablero, descubrió dos luces. Pero era imposible que los indicadores siguiesen funcionando, y no era eso por lo que los otros lo habían llamado. Las pequeñas luces se apagaban por unos segundos y volvían a encenderse a ritmo irregular. No titilaban, sino que mostraban el brillo de unas lágrimas.
Ruiz sintió temblar sus muslos, y pensó que iría a desmayarse allí mismo como un estudiante de medicina en su primer día. Pero se agarró la cabeza y detuvo su vértigo, avanzó a gachas, gateando entre los hierros y los bultos de goma blanda y caliente como brea.
-Dios mío-dijo, y de atrás le respondieron gritos de alegría.
-Tengan listo el oxígeno-pidió alzando la voz lo más que pudo. Después tocó un brazo del chico. Sintió el temblor, pero no lloraba ni gemía. Su respiración era muy lenta. Le agarró la mano y le tomó el pulso.
-Te vas a poner bien-susurró a lo que todavía era una sombra para él.-Te vamos a sacar. Pero no te duermas, escucháme y no te duermas.
Siguió hablando mientras intentaba sacar al niño, que estaba recostado sobre los pedales. Ruiz necesitaba que retiraran un poco más el asiento del conductor. Un bombero entró con un soplete y cortó lo que quedaba del asiento. Después agarraron al chico de las piernas y lo deslizaron lentamente. Aunque tuviera fracturas, pensó Ruiz, no eran nada comparadas con la asfixia. No había suficiente espacio para levantarlo en brazos.
-¡La mascarilla!-pidió, mientras apoyaba la cabeza del chico en su regazo. Luego lo alzó un poco más para abrazarlo contra su costado como a un bebé.
El bombero salió y un enfermero le alcanzó la máscara de oxígeno. De afuera llegaban las voces de la gente, pero Ruiz sólo tenía oídos atentos al rumor del aire corriendo por el interior del tubo. Colocó la mascarilla sobre la cara del niño.
Debía tener doce años, quizá. Era delgado y de ojos claros. El pelo estaba ennegrecido por el humo y la cara llena de grasa y hollín. Ruiz vio cómo los dedos temblaban mientras los músculos lentamente se iban recuperando, como animales que en algún momento hubiesen estado muertos. Como cadáveres que recuperaban el rosa pálido de la piel, como bocas que se llenaban de aire y exhalaban gemidos luego del silencio. El calor tras el frío.
Los brazos dejaron de moverse, descansaban. Las piernas entonces se contrajeron en convulsiones suaves. Empezó a toser. Ruiz le sacó la mascarilla y le acomodó la cabeza de costado por si llegaba a vomitar, pero no lo hizo. Volvió a darle oxígeno y ajustó el elástico de la máscara detrás de la cabeza.
-Voy a salir-avisó. Escuchó los movimientos de la gente que se apartaba para que ampliaran un poco más la abertura. El aire allí dentro se estaba volviendo irrespirable para él también. A los olores anteriores se sumaba el del metal recién fundido por el soplete.
Al fin el aroma de la lluvia entró como un vaho fresco. La humedad del exterior no lo molestó luego de diez minutos en aquel encierro. Era aire libre, agua caída del cielo para apagar las cenizas y ahuyentar el hedor en aquel cementerio de metal.
6
Ibáñez vio arrancar la ambulancia que llevaba el cadáver del chofer del micro, con las luces bajas encendidas pero sin la sirena. No sabía él en qué estado lo habían encontrado, ni si la autopsia sería difícil o no. En ese momento sólo pensaba en sacudirse el barro del calzado para no ensuciar el auto, luego subió y prendió el motor. No hizo veinte metros cuando volvió a aparecer a su costado la cara de la misma mujer que había visto al llegar, con las manos y los dedos contra el vidrio, como esos muñecos con manos de ventosa. Pero su mueca no era divertida, ni siquiera grotesca, sólo atrozmente dolorida, como si hubiese avanzado un paso en su ánimo desde la última vez que la había visto. Ya no era horror, sino el dolor de las llagas que no pueden verse a simple vista. Y otra vez las manos del hombre la tomaron por los hombros y la arrancaron con un sonido parecido al de una estructura que se quiebra. No vidrio ni madera, sino metal cuyo estruendo fuese un equivalente exacto del accidente, como si ella estuviese recreando el desastre con sus gritos, una reminiscencia que iría a repetirse una y otra vez en el mismo sitio, hubiera lo que hubiese en ese lugar después de hoy. Porque los recuerdos, piensa Ibáñez, son frutos maduros del tiempo, frutos que se independizan de los días y no se pudren nunca, y en sí mismos llevan las semillas de su reproducción.
Detuvo el auto lo suficiente para que la pareja de padres se alejara. Sintió que su corazón se había acelerado y bajó la ventanilla que la mujer había ensuciado. Respiró profundo y recordó a su hijo en brazos de su esposa, allá lejos en el hospital. Un niño nacía mientras otros veinte morían. ¿Era posible esa paradoja? El tiempo y el espacio no siempre corren juntos. Las vías y los muertos eran lo único que podía verse allí. Entonces, ¿podía existir al mismo tiempo un lugar donde la vida floreciera más intensamente que un rosal al comienzo de la primavera? A veces Mateo Ibáñez pensaba que la realidad era una ilusión de los sentidos, un escenario proyectado por la mente. Sólo los recuerdos de otros lugares y tiempos nos rescatan de la locura, de ese estado de pérdida y extravío que es la locura verdadera.
Miró adelante. La ambulancia había doblado la esquina y desaparecía en la avenida. Arrancó y siguió el mismo camino. Los policías lo saludaron, y echó un último vistazo a la silueta del tren bajo la llovizna, al reflejo de las luces rojas de los autobombas sobre el metal, a las columnas de humo que se desprendían de los restos torcidos del micro. Prendió la radio. Sonaba un be-bop que le pareció blasfemo para ese momento, cambió el dial y lo dejó en una emisoria de música clásica. Dos minutos después reconoció el primer movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven. En poco tiempo más comenzaría el segundo, una marcha fúnebre que siempre lo había fascinado, un tempo con el cual Beethoven lo había conquistado desde que era un niño y escuchaba los registros de las nueve sinfonías por Toscanini en los discos 78 que tenía su padre.
Alcanzó a la ambulancia y se mantuvo detrás. Era media tarde y las calles lentamente iban borrando los recuerdos de lo que había visto en las vías. Los chicos corrían por las veredas o iban de las manos de sus madres. El agua caía del cielo con menos dolor, y un reflejo estridente se colaba por las nubes para dar al asfalto un tono deslumbrante pero opaco. Charcos aquí y allá deleitaban a los niños que jugaban después de clase y antes de empezar sus tareas cuando anocheciera. Antes de la merienda con café con leche o un vaso de cocoa, con galletitas dulces y mermelada, mirando los dibujos animados en la televisión. Ibáñez sentía que estaba allí afuera, mirándose a sí mismo pasar por la calle tras una ambulancia que hoy cumplía el rol de coche fúnebre, en su Fiat rural perlado de gotas de lluvia, de donde brotaba una marcha triste, demasiado para que algunos lograran comprenderla. Un ritmo cuya melancolía parecía nacer de raíces arraigadas a través del pavimento en la vieja tierra que alguna vez había visto el cielo con ojos de barro. La antigua tierra que habían cubierto con ropa de brea o adoquines, haciéndola muda, sorda y ciega, pero aún con manos suficientes para desgarrar en ocasiones el manto y atrapar cuerpos con qué alimentarse.
Esas calles eran caminos, transitaban la ciudad, y como tales eran etapas solamente, transiciones. Le era más fácil imaginar a su hijo, ahora que la séptima sinfonía había capitulado su tristeza y llegado al final con una típica apoteosis beethoveniana. Pero el rigor del destino que la música había insistido en proclamar se parecía demasiado al rigor mortis, imposible de revertir y únicamente reemplazado por la podredumbre, el reblandecimiento del cuerpo y la emisión de excrecencias: una apoteosis también, quizá, que la música intentaba convertir en otra cosa más bella para nuestra consuelo. Las artes son piadosas, los médicos somos carniceros, se dijo Ibáñez.
Llegaron a la morgue y la ambulancia descendió la rampa de la entrada subterránea como hundiéndose en una tumba. Pero Ibáñez dio la vuelta a la esquina y estacionó en el lote para el personal. Tras la puerta de entrada lo esperaba un vigilante de seguridad.
-Buenas tardes, doctor.
Él saludó y siguió de largo hasta el vestuario. Mientras se vestía con la ropa para el quirófano, preguntó si había llegado su ayudante.
-Hoy empieza una enfermera nueva, doctor-le dijo el encargado-. Una chica muy bonita -agregó con una sonrisa.
Ibáñez no le respondió, no estaba de humor para hablar de mujeres después de lo que había visto. Atravesó la puerta que daba directamente al quirófano. El cadáver ya estaba tendido desnudo sobre la mesa de mármol. Dos hombres de limpieza estaban pasando un trapo al piso, y el olor a desinfectante fue casi un alivio luego del hedor en el lugar del accidente.
-Buenos días, doctor-le dijo la enfermera.
Era joven, de cabello castaño recogido bajo la cofia, pero dos mechones se escapaban en la nuca. Tenía ojos claros e inteligentes.
-Buenos días, señorita. ¿Cómo se llama?
-Soledad, doctor.
Ella se dio vuelta. Ibáñez no había logrado ver si le sonreía, tenía puesto el barbijo.
Se volvió a acercar para colocarle los guantes, y él sintió el perfume de la piel mezclado con el aroma del barro y el cabello quemado que brotaba del cuerpo junto a ellos. Entonces miró el cadáver por primera vez con la atención que su trabajo le exigía. Un hombre de casi cincuenta años, obeso y alto. Calvo excepto por finos cabellos negros en los costados y la nuca. Tenía una barba de dos días y un bigote desprolijo, manchado de nicotina. De pecho ancho y abdomen pronunciado, boca arriba la grasa abdominal parecía disimularse. El brazo derecho estaba fracturado en varias partes, con los huesos expuestos. La pierna izquierda tenía una herida que circundaba el muslo y descendía hasta la parte posterior de la rodilla. La pierna derecha estaba fracturada y los fragmentos del hueso sobresalían por delante. El pie derecho estaba rotado hacia fuera en más de noventa grados. En la cara había varios cortes profundos, hematomas en la frente, y la oreja izquierda había sido arrancada. Ibáñez dio la vuelta a la mesa buscando el brazo izquierdo, pero sólo encontró un muñón donde el hueso se asomaba con un extremo astillado. Apoyó las manos en el pecho Sintió que las costillas crepitaban como si flotaran sobre un colchón de aire.
-Fracturas costales múltiples con neumotórax masivo-dijo, mientras la enfermera tomaba nota-. Vamos a abrir, pero antes haremos una punción para tomar muestras.
Mateo hundió la aguja entre las costillas. La jeringa se llenó de sangre rápidamente.
-Hemotórax con probable ruptura aórtica.
Luego usó la sierra para cortar el esternón y separó las costillas. La sangre fluyó hasta detenerse un minuto después, corriendo por las ranuras de la mesa y desapareciendo en el orifico central que drenaba en un balde de metal.
Amplió la incisión hasta el abdomen. La grasa dificultaba agarrar las vísceras.
-No parece haber daños. Pero…-Ibáñez siguió explorando a ciegas con sus manos.-Hay desgarro severo de la vejiga y fractura de pelvis.
Volvió al tórax y sacó el corazón. Lo observó unos minutos.
-Formas normales, sin alteraciones congénitas evidentes. Lo dejaremos para anatomía patológica.
Soledad asintió y puso el órgano en una bolsa.
Ibáñez se puso a revisar las fracturas expuestas. El brazo amputado no le interesó, tenía un corte evidentemente realizado por alguno de los hierros del micro. El brazo derecho estaba quebrado en cuatro partes. Limpió la sangre y encontró un apósito protector color piel en el dorso de la mano. Lo retiró con cuidado porque era casi el único sitio que se conservaba casi completo. Vio un corte pequeño y dos signos de mordedura. Pero no eran las que dejan los incisivos de un perro, como pensó primero, sino dos frontales. Era típicamente una mordedura humana.
-A lo mejor el hombre se peleó con alguien-dijo la enfermera.
-Pero debió ser esa misma mañana, mire la mancha de yodo, y además no hay cicatriz ni se desarrolló la infección todavía.
Pidió bisturí y abrió más la herida. El tercer hueso metacarpiano estaba fracturado a la mitad.
-Anote, Soledad. Herida reciente en mano derecha por mordedura humana en dorso, con fractura única de tercer metacarpiano. Probable agresión de no más de tres horas de evolución.
Ibáñez se quedó pensando antes de comenzar a suturar.
-Esto debió hacerle difícil manejar-decía, mientras aceptaba el hilo y la pinza de manos de la enfermera-. Tener que maniobrar o hacer los cambios de la palanca al piso con la mano fracturada es a veces casi imposible.
-¿Cree que el seguro cubrirá esta causa, doctor?
-Si el motivo es lo que hizo el chofer antes de empezar a trabajar, no lo creo. Incluso si se peleó con alguien, a lo mejor estaba ebrio también. Hay que esperar los resultados de la alcoholemia y el peritaje de los mecánicos, si es que encuentran algo entre esos restos.
-Dios mío, todos esos pobres chicos…-dijo la enfermera.
Ibáñez la miró por un instante. Si sólo una cosa hubiese sido distinta esa mañana, todos esos chicos estarían en sus casas, y el cadáver que ahora estaba en sus manos tal vez habría comenzado a cebar un mate para su mujer en algún barrio del conurbano en esos momentos. Tan seguro se sentía Ibáñez de eso como de que en la clínica su esposa y su hijo dormían mientras aguardaban que los llevara a casa. Qué era realidad y qué parte de una ilusión creada por la mente de un dios de humor cambiante. Tal vez todo fuese el resultado de un dios esquizofrénico o psicópata. Cuál diagnóstico sería el más correcto para esa entidad que jugaba con el azar y el destino arrojando los dados sobre un tapete de piel humana, cuyo número podía cambiar el color de ese tapete a un rojo sangre. Sangre que necesitaba salir alguna vez para conocer la arquitectura del mundo y así formar su trama interna.
7
El chico respiraba a ritmo regular, pero había que llevarlo al hospital lo más pronto posible. Miró hacia fuera y unos destellos lo enceguecieron por un instante. No era el sol, ni siquiera el reflejo entre las nubes después de la lluvia, suficiente para lastimar unos ojos acostumbrados a la claustrofóbica oscuridad del micro reducido a la forma de una araña muerta. Eran los flashes de las cámaras fotográficas y las luces de las cámaras de televisión que los buscaban como a dos ratones a punto de salir de su escondite.
Levantó al chico entre los brazos igual que lo habría hecho con un muñeco de papel crepé que él hubiese construido o por los menos reparado, y que el más mínimo roce podría estropear. Algo que él había rescatado de un rincón parecido al círculo negro por donde dicen que entran los muertos, y que ahora lentamente, trabajosamente había vuelto a respirar con un sonido crepitante que no le gustaba, pero que sin embargo era un sonido humano, y eso era suficiente a esa altura de los hechos: un signo de vida, porque el resto es siempre un eterno silencio que moldea, lima y frota la superficie de las cosas para hacerlas entrar en el enorme espacio de la nada.
Sólo de eso Ruiz ha tenido miedo siempre. No de las alturas o los abismos, del encierro o la amplitud desmesurada, sino miedo a imaginar la nada como un vacío que ha saltado sin darse cuenta, o rozado como quien pasa sobre el borde de un precipicio a alta velocidad. Un espacio hueco que estará siempre allí delante y ni siquiera se puede ver.
Por eso levantó al chico como la única joya construida con huesos que había rescatado viva del accidente, pasó agachado por la abertura que habían ampliado y se arrodilló junto a la tabla para inmovilizar el cuerpo. Se aseguró que la mascarilla estuviese ajustada y el tubo de oxígeno indicara la presión correcta. Ruiz parecía encargarse de todo, de controlar los signos vitales, de colocar las tiras de velcro en las piernas y el tórax y el collar de goma. Pidió el estetoscopio y escuchó los latidos. Controló el pulso y la tensión arterial. Iba a decir que estaba listo para subir a la ambulancia cuando auscultó una arritmia. La presión disminuía y el corazón se aceleraba a ritmo irregular. Dos enfermeros lo miraban sin saber qué hacer.
-¡Se nos va!-lo oyeron decir.
Ruiz dejó el estetoscopio y apoyó el oído sobre el pecho del chico. Luego puso las palmas sobre el esternón y empujó una y otra vez. A cuántos había recuperado de esa manera, no lo recordaba. Quizá a ninguno en toda su carrera. Métodos ortodoxos que eran eficaces en escasas ocasiones. Rudimentos de la medicina frente a la fuerza centrípeta de un tornado que conducía hacia las aguas del río Estigia. Aguas turbulentas y enturbiadas por el fango.
Sintió a su alrededor las luces de los flashes como relámpagos en una noche que se avecinaba tormentosa y fría. Los murmullos de la gente eran iguales a pequeñas olas rompiendo en la playa alrededor de las vías. Una playa de barro donde un gran animal de hierro yacía detenido como un rey que había atropellado a sus súbditos sin malicia ni intención, y que esperaba dormido a que separaran los restos para continuar su camino.
Mientras empujaba el pecho del chico para hacer que el pequeño corazón volviera a hablar, él sabía que cada segundo se estaba llevando un puñado de posibilidades, y que sus gestos iban en camino de convertirse en una caricatura de médico de hospital pobre.
Se detuvo un instante para descansar y desentumecer las manos. No supo cuánto tiempo, sólo recordaría después que levantó la mirada a los que lo rodeaban y vio una docena de caras que lo miraban a los ojos. Las cámaras aprovecharon la ocasión y lanzaron su vaho luminoso. Hasta pudo apreciar el calor de las luces, ensuciando el aire ya hastiado de humedad y sudor. Pero las caras eran tantas, que no habría podido encontrar la de los padres del chico, si es que estaban allí. Porque habría querido deshacerse del niño de una vez por todas. Dejar la responsabilidad que él mismo se había impuesto. Entregar el cuerpo junto con la cruz. No sabía por qué pensaba en esto, no era un hombre religioso. Sólo asociaba a la cruz con su significado pre-cristiano: cruz y castigo.
Cruces de caminos, exactamente como aquel paso a nivel. Como así lo ilustran los carteles viales amarillos, ahora sucios de mugre y olvido, a los costados de la calle.
8
Sé que hay alguien más a mi lado. No es un hombre, estoy seguro de eso. Es una cosa imprecisa sin cuerpo ni mente, sólo fuerza sin dientes pero que aprieta con tanto filo como si los tuviese. Está cerca, pero aún prefiero no mirar. Doy vuelta la cara hacia los recuerdos, y pienso en la última vez que hablé con don Oscar. Lo miré durante un largo rato. Contemplé el triángulo de su espalda, su nuca ancha girando nerviosa y sin compás, sin un ritmo que identificara sus pensamientos. Me habría gustado preguntarle qué había hecho yo de malo para que me tratara así un rato antes, si al fin de cuentas Pablo me había provocado. Sentí que era más que injusto. Siempre me inquietó la falta de lógica en los actos de los adultos, aquellos razonamientos que podrían hacer más fáciles sus vidas. Llegué a imaginar las peleas de mis padres como las voces de dos pequeños cánceres que estuviesen creciendo en sus cerebros, obstruyendo la coherencia y la armonía de los hechos. Mi abuela había muerto de un derrame cerebral, y aunque entonces no entendía qué significaba, lo imaginé como un accidente de tránsito donde un camión se salía de la ruta y volcaba su contenido en la banquina.
Entonces, como un líquido que se vuelca, no pude contenerme, y pregunté con toda la bronca que durante aquella mañana había acumulado:
-Don Oscar, ¿por qué me dijo eso?
El hombre me miró por el espejo retrovisor. Acabábamos de detenernos frente a las barreras del paso a nivel. El timbre sonaba pero la luz no se encendía. Algunos peatones cruzaban mirando a ambos lados. Teníamos una corta fila de tres coches y un camión detrás.
-¿De qué estás hablando, pibe?
-¿Por qué me retó si yo no hice nada?
Él hizo un gesto de cansancio y furia a la vez. Se dio vuelta y me dijo:
-Vení acá.
Había algo que no me gustaba en su cara y su voz. No fue un grito ni una amenaza directa, pero yo sentí que esta vez sería diferente al simple estallido de hacía un rato. Me levanté y quedé parado a su lado, casi rozando con mi brazo izquierdo su hombro derecho. Mantuve la mirada baja, haciendo círculos con mi dedo índice sobre la palanca de cambios.
-No te hagás el boludo que de eso no tenés nada-me dijo don Oscar.-Los pibes calladitos como vos son los peores, provocan a los demás con solamente estar delante. Son lepra, si sabés lo que es eso. Ustedes tienen llagas que les crecen en los intestinos y cagan algo peor que la mierda.
Sé que todos los chicos lo escucharon porque oí el silencio que se formó en el micro. Afuera el timbre seguía sonando, el rumor de los motores y el repiqueteo del tren que salía de la estación. Alcé la vista para verme en el espejo. Tenía las mejillas coloradas pero sin signos de lágrimas. De algún modo sabía que no iba a llorar. Algo era más fuerte que el dolor, una barrera más alta y ancha que las del paso a nivel me había protegido de don Oscar. Un represa de cemento y hierro que levantó mis puños y los llevó contra el cuello del chofer. Me arrojé a él con los ojos cerrados, pero sentí que sus manos fuertes me separaban con facilidad mientras yo manoteaba en la oscuridad. Sólo logre golpearme con el tablero y el volante, y una vez con el parabrisas sin dañarlo.
-¡La puta que te parió!-gritó don Oscar mientras me separaba.
Yo abrí los ojos justo a tiempo para ver al tren pasar, por eso no escuché sino el eco de la última palabra y sólo vi los gestos de los chicos que se levantaban de los asientos sin atrever a acercarse. Y por eso tampoco escuché el sonido del cachetazo de don Oscar en mi cara. No solamente la mejilla izquierda, sino toda mi cara quedó marcada por el golpe de su palma de piel endurecida. Una mano que había tocado válvulas y bujías, cambiado neumáticos y engrasado motores. Una mano que debió haber tocado mujeres con cierta suavidad alguna vez.
Tampoco lloré. Vi cómo se levantaban las barreras, pero don Oscar no miraba adelante, sino afuera, como si temiera que lo hubiesen visto. Se veía nervioso, y volvió a mirarme.
-¡Andá a sentarte!-dijo, levantando otra vez la mano derecha, y pensé que iba a intentarlo de nuevo, y que ahora su mano me lastimaría definitivamente. Y sin saber cómo ni haberlo pensado antes, detuve su mano con las mías y la mordí.
Don Oscar lanzó un grito sin insultos, hizo una mueca más que desagradable en su cara sin afeitar. Se agarró la mano con la otra y la apretó contra el cuerpo. Escuché su lamento de dolor contenido, como si el orgullo le apretara también la garganta. Retrocedí unos pasos, pero sabía que mis compañeros no iban a hacerme nada. Los chicos miraban boquiabiertos desde sus lugares y un par de chicas lloraban.
Mi pelo estaba mojado de transpiración. El guardapolvo se me había pegado como una camisa de fuerza. No me moví. Observé la cara de don Oscar, a la vez sorprendida y llena de dolor. Cuando se miró la mano, vi la sangre que le brotaba de una vena del dorso y me asusté. Di otro paso atrás hasta ubicarme a la altura del primer asiento. Don Oscar se levantó para buscar algo en la guantera. Revolvió entre un montón de objetos viejos, pero no encontró lo que buscaba.
-¡La reputísima madre que te parió! ¡Voy a buscar una venda en el kiosco, y que nadie baje!
El tren ya había pasado y las barreras se elevaron. La fila de autos había aumentado. Los conductores tocaban bocina, se asomaban y gritaban obscenidades al chofer. Él se limitó a mirarlos con furia y dirigirse directamente al kiosco de la esquina. Algunos autos nos pasaban por el costado, pero pronto la barrera volvió a bajar. Hacía calor, y la situación era más que complicada, yo era conciente de eso. Pero no sentía miedo más que de mi madre.
Pablo se me acercó de atrás. Me golpeó la cabeza y retrocedió riendo con su risa tonta.
-¡Qué boludo, qué boludo!-no dejaba de repetir señalándome con el dedo.
Dios, pensé, era hora de demostrar lo que yo escondía. Era hora de apartar la vergüenza. Avanzar sin piedad sobre los otros. Tal vez no existan métodos intermedios, ni justicia ni caballerosidad. A los doce años estaba completamente seguro de que sólo hay dos bandos en el mundo: los que avasallan y los que se dejan avasallar.
Se tiró entonces sobre mí, y otros dos chicos se animaron a seguirlo. Yo caí en el asiento del chofer, pero logré escabullirme de a poco bajo el peso de los tres, que no podían sujetarme bien porque la palanca de cambios y el volante los entorpecía. Me metí entre los pedales, les golpeé las piernas y me deslicé hacia un costado. Usé la palanca para agarrarme, y sentí que algo se rompía. El motor había estado en marcha todo ese tiempo, don Oscar había olvidado apagarlo después de lo que sucedido. El micro dio un traqueteo y el motor se apagó. Los chicos se detuvieron al ver a don Oscar regresar por la vereda amenazándolos con el puño sano. Ya estaban en sus asientos cuando él subió.
-¡Sentáte!-dijo casi sin mirarme.
Me fui a mi asiento y todos hicimos silencio. Afuera los bocinazos continuaban, algunos se habían detenido a mirar y se reían de nosotros. Yo estaba agitado y con miedo, porque mi pensamiento estaba más allá de las vías. Cuando llegara a casa, mamá estaría tan ardientemente hostil como la humedad de aquel mediodía. Imaginaba a don Oscar bajar del micro agarrándome de una oreja hasta la puerta de mi casa, y a mi madre echándome miradas silenciosas de reproche mientras escuchaba al chofer.
Más allá del río de acero estaba el campo de batalla. Era un río que de alguna manera no valía la pena cruzar. Pero el tiempo es su propio enemigo, como un hombre que llevase en su mano izquierda un puñado de semillas y en la derecha una pistola .45.
Don Oscar giró la llave de encendido. El motor funcionó perfectamente. Las barreras se estaban levantando otra vez, pero el micro no respondió a la primera marcha. Otra vez los bocinazos sonaron exigentes, y un par de personas se acercaron a preguntar si necesitábamos ayuda. Don Oscar negó con la cabeza, estaba demasiado ofuscado y confundido. Pasaron varios minutos, pero finalmente el micro avanzó y ascendió la leve loma en las vías. Estábamos en medio de ellas cuando algo se atascó en la palanca de cambios. Don Oscar hizo intentos por mover la palanca mientras apretaba el embrague. El motor se apagó varias veces y logró encenderlo otras tantas. Cuando quiso volver a la primera marcha el micro no respondió. Don Oscar aceleró pero el motor pareció ahogarse definitivamente.
Yo veía que la mano le dolía y el apósito comenzaba a mancharse de sangre. Se estaba poniendo nervioso y ahogaba el dolor mirando a los costados. Habíamos perdido mucho tiempo, y las barreras empezaron a bajar delante y detrás de nosotros. Los autos retrocedieron y los conductores bajaron. Varios vecinos corrieron para ayudarnos. Entre todos comenzaron a empujar mientras otros nos decían que bajáramos. Don Oscar miró a la derecha y se quedó absorto unos segundos. El tren que se dirigía a la estación se acercaba con demasiada rapidez.
Mis compañeros gritaron y corrieron por el pasillo, unos pocos lloraron en sus asientos. Varios hombres subieron al micro y comenzaron a bajarnos a uno por uno, pero éramos veintisiete chicos para salir por la única puerta estrecha de adelante.
El tren seguía avanzando, y comenzó a tocar con insistencia la estridente bocina. Avisando lo que no necesitaba anunciarse, y no sé por qué justo en ese momento me acordé de una historieta del oeste donde el tren atropellaba a una chica atada a las vías y el conductor gritaba: ¡Fíjese por donde va!.
La gente trató de empujar el micro, pero la caja de direcciones se había trabado. Lo incuestionable era que el micro se había atascado igual que una ballena moribunda en una playa, dispuesta a dejarse morir. Los esfuerzos de varias criaturas parecidas a hormigas no podrían apartarlo, sólo otras máquinas como ella lo harían, y no había tiempo para eso.
El tren estaba a menos de una cuadra.
Me paré junto a don Oscar, que no se había separado del asiento, tratando de recuperar el control de su vehículo. No pensé entonces si era porque únicamente le importaba salvar al micro, o porque no quería entregarse a la verdad inevitable. Podría habernos ayudado a bajar, un chico más a salvo era mejor que nada. Pero a mí no me importaba todo eso. Me abrazó de la cintura y se puso a llorar. Me miró por un segundo y entonces me empujó hacia abajo para ocultarme entre sus piernas.
9
Eran las ocho de la noche. Había dejado de llover y las nubes se estaban retirando hacia el sur, impulsadas por un viento de cuya verdadera fuerza sólo se daba una pequeña muestra en las calles de la ciudad. Una brisa fresca que parecía un regalo y un consuelo que un Dios pobre o avaro entregaba a sus criaturas luego de un desastre.
Ibáñez contempló el arco iris, por lo menos una parte entre dos altos edificios. Caminó una cuadra y llegó a la plaza. Allí pudo ver casi el arco completo. Llevaba el impermeable doblado colgando de su antebrazo derecho. Prendió un cigarrillo y miró a un par de perros jugando y bebiendo en los charcos de agua. Se acercaron para olfatearle el pantalón y movieron las colas, pero enseguida se fueron al oír el llamado de una vieja que traía una bolsa. Los perros saltaron a su alrededor y ella lentamente se sentó en un banco y sacó dos huesos de espinazo, todavía con carne cruda y roja. Se pusieron a comer uno cada uno, sentados a cada lado del banco.
Mateo Ibáñez entonces pensó en los niños de las vías.
Dios mío, se dijo, maldita la profesión que me hace pensar así. Tenía un hijo recién nacido esperándolo. Se restregó la cara tensa de cansancio. Volvió al auto y condujo hacia la clínica. Ya había oscurecido cuando llegó, y las luces de la entrada eran como un pequeño paraíso para dormir. Luces blancas pero tenues, propias de los hospicios y los hospitales psiquiátricos.
Cuando entró, las recepcionistas lo saludaron con una sonrisa sin dejar de atender los teléfonos. Había dos o tres personas esperando su turno en la sala de espera. Tomó el ascensor al tercer piso. La puerta se estaba cerrando cuando el doctor Cisneros entró.
-¿Qué tal Ibáñez?
-Bien, Alberto. ¡Pero qué digo, Dios mío! Muy bien. Hoy mi mujer dio a luz un varón.
-¡Pero muchas felicidades!-dijo estrechándole una mano fuertemente.
Cisneros llevaba el guardapolvo con el logo de la clínica bordado en el bolsillo superior izquierdo. Estaba peinado a la gomina, un bronceado le resaltaba sus ojos celestes.
-Estoy un poco distraído. Tuve trabajo toda la tarde y vengo a ver a mi familia. Hubo un accidente en un paso a nivel…
-Sí, oí las noticias en la televisión del cuarto del chico que estuve atendiendo. El oncólogo me llamó hace dos horas. Es un caso terminal, Mateo. La última semana estuvo gritando como un perro apaleado, pero pude sedarlo un poco. El padre está histérico y la madre es una zombi. Pero por lo menos el chico ya no grita y se despierta para hablar con ellos de a ratos.
El ascensor se detuvo y bajaron a la planta del tercer piso. Ibáñez recordaba a ese chico, la última vez que lo vio le impresionó su aspecto. Mateo sintió que algo de pronto se asentaba en sus espaldas, como una carga de bolsas con huesos, o el peso del hierro tan parecido a la incontenible marcha del recuerdo. Pero por qué en aquel lugar, se preguntó, donde su hijo recién nacido lo esperaba, por qué allí donde la vida brotaba de las habitaciones con llanto vital. Sin embargo, el llanto es llanto, y quién podría distinguir de lejos y a simple oídas si es de alegría o dolor. Miró a Cisneros, que continuaba hablando, pero escuchó únicamente las últimas palabras.
-…Martín murió esta tarde a las tres. Si lo hubieras visto, flaco y amarillo.
Ibáñez se despidió prometiendo mantenerse en contacto. Caminó por el pasillo hacia la habitación 21. Golpeó y abrió la puerta. El cuarto estaba iluminado por la lámpara de mano junto a la cabecera de la cama, donde su mujer dormía. El cuerpo daba sombra el bebé que reposaba a su lado. Después de cerrar la puerta para evitar la luz del pasillo, Mateo se acercó en silencio. Tocó la cabeza de su hijo.
El niño dormía. Sus bracitos se movieron en el sueño que Ibáñez imaginó plácido y celestial.
Pero pueden los bebés soñar con otras cosas, se preguntó. Le habría gustado interrogar a su hijo Blas sobre el destino de las almas de los niños. Sin embargo, por ahora se trataba de una posibilidad tan remota como la de combatir la muerte.
10
-Tres minutos y medio-dijo el enfermero.
Ruiz dejó de mirar la cara de los curiosos que rodeaban el lugar como uno de los círculos del infierno. El chico llevaba muerto tres minutos y medio. Ya era tiempo de dejar transcurrir el tiempo, se dijo. De nada valía retener los segundos cuando todo acostumbra a fluir con más facilidad que el áspero pensamiento humano, que como un tosco papel matamoscas, intenta convertir el mundo en un museo de insectos, en una morgue donde reina el formol y el silencio es roto únicamente por el zumbido de las nuevas y jóvenes moscas.
Sus manos se detuvieron sobre el pecho del chico. Los flashes continuaban estallando como relámpagos retrasados de una inmensa cámara en mal funcionamiento. Ruiz recordó las luces blancas del hospital donde trabajaba, y ahora le parecieron tan semejantes a las que se utilizan en los frigoríficos, que un temblor le recorrió la espalda. Cerró los ojos. Qué era la morgue del hospital, sino, más que una cámara de enfriamiento. Una habitación soberbiamente iluminada por focos que jamás molestarán a los muertos.
Se puso a palpar el cuerpo como si no creyera que estuviera entero, preguntándose por qué el desastre había respetado ese cuerpo sólo para matarlo por asfixia poco después. Pero de pronto vio que algo salía por la comisura de los labios del chico, deslizándose por la barbilla. Vio la lenta caída de la saliva y se dijo que aún los muertos eliminan secreciones por un tiempo. Y sin embargo, al sujetar la cabeza del niño creyó percibir un leve aliento sobre el dorso de la mano. Le abrió los párpados, iluminó los ojos con la linterna y encontró el reflejo intacto. El pecho se movía ahora a ritmo regular y firme.
Volvió a colocar la mascarilla y aplicó dilatadores en la vía endovenosa. La gente que se había alejado regresó, y un murmullo extraño comenzó a crecer alrededor de Ruiz y los demás. Él no miró, así que no supo si se trataba de aprobación, sorpresa o quizá desilusión. Había sido testigo muchas veces de que la muerte era un asesino por encargo que no cobraba nada. Una aliada que se llevaba los molestos fardos de los cuerpos enfermos. Pero más molesto aún es verlos regresar. Si se fueron llevándose todo recuerdo y todo amor, o todo recuerdo y todo odio, que al volver no esperen que el mundo sea el mismo. El vacío de su partida es como un globo roto, no puede rellenarse de aire, no puede repararse ni reconstruirse. Sólo arrojarse en un baldío junto a otros desechos que están esperando desde quién sabe cuánto tiempo.
Ruiz se quedó quieto un instante, como si su sangre aguardase que la mente se adaptara a lo que estaba viendo. El niño se había recuperado y respiraba casi normalmente, frunciendo la cara y llorando, emitiendo gemidos inarticulados que pretendían formar palabras, tal vez su nombre.
Un instante después abrió los ojos por unos segundos. Eran marrones, y miraron a Ruiz sin miedo ni dolor o agradecimiento, simplemente como quien observa un instrumento que ha sido de gran utilidad.
Pero Ruiz no llegó a pensar en esto. Sólo dijo:
-Cerrá los ojos y respirá tranquilo. Ya estás bien, hijo, ya estás bien del todo.
Le acarició suavemente la cabeza de pelo duro y chamuscado, levantando la vista al cielo de la tarde que comenzaba a caer, la noche que avanzaba desde el horizonte como cientos de pájaros oscuros sobre las vías.
11
Hay alguien aquí, conmigo. No es el hombre que me ha levantado y coloca una mascarilla de plástico en mi cara, y que me hace respirar mejor. Mis pulmones se están liberando del humo estancado, como si el aire nuevo fuese un torrente de agua arrastrando el polvo y las cenizas de una devastación.
Hay alguien que respira conmigo, ayudándome a controlar el ritmo. Conozco mi propio cuerpo, intento decirle, pero él me aconseja en silencio y con una sonrisa que adivino a pesar de mis ojos cerrados. Es el tono de su voz sin sonido lo que me consuela y me perturba a la vez. Se parece a esos insistentes vendedores ambulantes que pasan casa por casa, y sus palabras son tan abrumadoras que convencen no por cansancio, sino por la lenta transformación que ha ocurrido en nosotros, nos convertimos en arcilla moldeada por sus manos. Sospechamos, allí en el fondo mismo de la situación, que hay un interés subrepticio en sus palabras, y nos arrepentimos de haberles abierto la puerta.
No sé cómo se llama todavía. No quiere decirme su nombre.
Es un chico de mi edad, o apenas más grande, tal vez. Tiene ese engreimiento típico que nos hace actuar como mayores, pero cuyas palabras y giros revelan la ficción. Yo también he inventado novias ante mis compañeros, he relatado aventuras y anécdotas que nunca me han pasado, y mejoré la realidad para satisfacción de mi ego maltrecho.
Eso es lo que él hace, me envuelve con palabras de aliento que se convierten lentamente en un resquebrajado tono de amenaza. Hay grietas en la superficie de su tersa mansedumbre, agujeros por los que sale una oscuridad más profunda que la que ahora conozco, la de los ojos cerrados. La penumbra de él tiene olor a tierra podrida, a esos campos junto a las rutas donde la gente arroja a los perros atropellados.
El aire nuevo me ha ayudado mucho. Siento que avanzo hacia atrás. Las olas me llevan hacia la playa nuevamente. Abro los ojos por un instante, y veo los haces de luz que penetran por aberturas hechas en el hierro del micro. Todo está negro y chamuscado, todo yace invertido, excepto nosotros. El hombre que me tiene abrazado en su falda y yo. Sus manos me sujetan para que no me caiga, sus ojos miran hacia la luz y gritan algo que no entiendo. Los oídos me arden y zumban. Entonces me levanta un poco, arrastrándome por el estrecho espacio entre hierros torcidos.
Cierro los ojos otra vez porque la luz intensa me lastima. Sé que he sobrevivido a lo que fuese que hemos pasado. Recuerdo el tren viniendo hacia nosotros, la cara de espanto de don Oscar, el líquido del miedo endurecido como mercurio congelado, formando las esferas de sus ojos.
Por eso sé de qué se trata el miedo. No el trivial temor frente a un examen desaprobado, ni siquiera la incertidumbre que sentí frente a la separación de mis padres. Sólo se le parece lejanamente aquella inquietud que tuve una vez al ver el cadáver de mi abuelo en su ataúd. Mamá me había alzado un poco para despedirme de él, y vi que algo se lo estaba llevando. Algo que lo arrastraba con quejidos por el piso sin que nadie más lo viese, y ese arrastrar era tan lento y tan insoportable que cerré los ojos, me tapé los oídos y me puse a gritar.
Tengo los párpados abiertos, pero los demás no se dan cuenta. Veo, sin embargo, tras el velo de las lágrimas opacas de hollín y suciedad, la luz triste de este día nublado, y centelleos esporádicos como relámpagos. Oigo voces, un murmullo creciente que se apaga apenas siento el dolor fuerte en mi pecho.
“Dios mío, se nos va”, me parece haber escuchado. Me están pinchando los brazos, y las venas me arden.
El mar comienza a calmarse, ya no hay olas que me empujen de regreso. Levanto la cabeza y veo las nubes sobre el agua. Llueve y yo floto a la deriva. Tengo miedo, no pánico. Únicamente ese miedo cosechador de angustia y desolación. Nado un poco como un perro, pero mis brazos y piernas se están cansando. No tengo dolor, sólo una sensación de extrema pesadumbre, de irremediable pena. Todo lo mío ha quedado en la playa, lo que me ha pertenecido y lo que ya nunca tendré. Hasta la memoria de mi padre y el recuerdo de mi madre cuando era más joven y más buena, se esfuman. Los días en la playa y los paseos en auto, las calles de camino a la escuela, los juguetes rotos y las imágenes vistas en un cine una tarde de domingo. Todo se hunde tras las olas ya tan lejanas, como si la playa fuese una estación de peaje que hemos pasado tras pagar el precio.
Entonces veo una balsa, de color amarillo, más adelante. Es un punto de color en la penumbra del mar. Veo que alguien levanta la mano y me saluda. No logro verlo del todo, pero pronto se acerca y estira los brazos para alcanzarme.
-¡Agarráte!-me dice, y reconozco su voz.
Es él quien me ha estado acompañando desde hace rato.
Intento avanzar hacia la balsa y finalmente llego a agarrarme del borde, pero me resbalo y él me sujeta de la mano. Con dificultad logro subirme mientras él me levanta de la ropa. Qué extraño, pienso, no me había dado cuenta que aún llevaba el guardapolvo de la escuela, y las ropas mojadas eran más pesadas que mi propio cuerpo. Me dejé caer al piso de la balsa, respiré profundo varias veces y luego me senté. Miré al otro chico con atención por primera vez. Estaba vestido con una camisola de hospital. Era extremadamente flaco y tenía la cara demacrada con ojeras profundas, el cabello ralo y con mechones desparejos, como si se le hubiese caído durante los últimos tiempos. Sin embargo su mirada desmiente el aspecto.
-Me llamo Martín-me dice con una sonrisa parecida a la de una hiena, pero inmediatamente después su boca se tuerce en una mueca que me recuerda a un perro herido.
-Gracias por ayudarme.
Pero él no me contesta, se limita a levantarse la camisola con la mano izquierda y meter la derecha debajo. Saca una escopeta corta. Al principio se me ocurre que es de juguete, pero enseguida me doy cuenta que es de esas que venden en las armerías para los niños.
-Me la regaló mi papá. Vamos juntos a cazar una vez por año a los bosques.
-¿Sabés usarla?
Él se ríe y levanta el arma, la pone en posición y me observa a través de la mirilla. Yo no entiendo su juego. La presencia del chico me había tranquilizado, pero ahora vuelvo a tener miedo. Por reflejo, levanto los brazos y pongo las manos delante como si con eso pudiese detener una bala. El chico se ríe todavía más.
-Necesito tu cuerpo-dice sin dejar de apuntar.
No comprendo a qué se refiere.
-Tenemos que volver a la playa-insisto yo.
-¿Todavía no te diste cuenta?
Mueve la cabeza, como resignado ya a no tratar de explicarme nada.
-¿Dónde estamos?-pregunto.
-No sé, pero no nos queda mucho tiempo. Mientras más nos alejamos de la playa nuestros cuerpos se pierden. Es decir, tu cuerpo se está perdiendo. El mío ya es carne de cementerio.
Yo miro la nada líquida y gris a nuestro alrededor, un escalofrío me recorre la espalda.
-¿No tenés miedo?-digo temblando.
-Vos sos el único que tiene miedo. Como un conejo en la trampa.
Entonces baja el percutor y yo grito de pánico.
-¡No, por favor, por favor!
No sé por qué lo hago. Si he visto la masa inmensa del tren abalanzarse sobre el micro, y ni siquiera grité, por qué ahora tengo tanto miedo. Me siento desnudo a pesar de estar vestido con ropas empapadas, solo y desamparado en un lugar del que no hay posible rescate, y mi alma está expuesta como un hueso roto a través de la piel.
Entonces me doy cuenta de todo, como cuando se descorre un vidrio esmerilado y vemos el claro paisaje de una guerra nuclear.
Me pregunto si las almas de los niños siempre carecen de guías como me está sucediendo ahora, si deambulan perdidas en balsas endebles sobre el mar, caminan sin agua en los desiertos o descalzos y desnudos en medio de la selva. Tal vez las almas tampoco son inmortales, quizá deban pelear para sobrevivir. Las almas de los niños a lo mejor también sangran y se ahogan.
El chico baja el arma, y su mirada implica que desde el principio no ha tenido intención de usarla. Se me acerca casi arrastrándose en el pequeño espacio del que disponemos, y me agarra de los hombros. Yo intento acurrucarme contra un extremo, temblando. Él debe tener apenas un año más que yo, y está débil. Pero la amenaza de su postura y su sonrisa desarman mis defensas. Me empuja sobre el borde. Intento agarrarme de la balsa, trato incluso de empujarlo en sentido contrario, y logro detener sus movimientos por unos instantes. Está más débil aún de lo que parece, y necesito aprovechar eso para salvarme. Pero entonces él hace algo inesperado.
-¡Por favor, necesito tu cuerpo!-me grita con una voz desesperada, la cara contrahecha de dolor. Igual que las caras y las voces de los chicos del micro.
Ya no puedo pelear, entonces. Debo reconocer que me ha vencido.
Y quién me espera en casa, me pregunto. Quizá el llanto de mi padre y el amargo remordimiento de mi madre.
El mundo parecido a lo que siempre ha sido.
-Ya es tiempo-reflexiono en voz baja.
No sé si él me escucha, pero renueva de pronto su fuerza y me golpea en el pecho. Caigo al agua, y el guardapolvo y los zapatos de la escuela se convierten en un ancla. Mis ojos lentamente abandonan la línea del mar, mientras observan cómo la balsa se aleja hacia la playa.
He despertado, por fin. Miro la cara del médico que me observa con ojos en lágrimas, y el hermoso reflejo del sol entre las nubes después de la tormenta, limpiando las sombras sucias del desastre. Sé que mi cuerpo, aunque golpeado, está sano. Y sé también, aunque insistan en darme otro nombre, que me llamo Martín.
EL HOGAR
1
Apoyó el codo en la almohada y su cabeza descansó sobre la mano derecha. Fumaba un cigarrillo y la ceniza caía sobre las sábanas. Pero él no alcanzaba a ver más que la lucecita roja en la punta, iluminando humildemente la habitación en sombras. Porque no podía esperar que un simple cigarrillo fuese capaz de alumbrar la belleza del cuerpo de Nadia, que dormía de espaldas a él en esa misma cama. Desnuda, traicionada por las sábanas que él había retirado para observarla una vez más, a la luz impotente de aquel cigarrillo.
Con la mano izquierda sacudió la ceniza sobre la cadera izquierda de Nadia. Ella se movió un poco, y aunque no alcanzaba a ver su cara, sabía que ella había hecho una mueca de placer más que de disgusto. El calor compensaba ahora el fresco de la noche que había comenzado a cubrirla como una sábana congelada, y del que ella intentaba protegerse en sueños colocando las manos entre los muslos.
Él pudo ver el movimiento de los dedos sobresaliendo entre las piernas, un temblor la recorrió sin que despertara. Entonces volvió a sentirse excitado, a pesar de que habían hecho el amor dos veces antes de que ella se durmiera. Él no había conciliado el sueño pensando siempre en la casa, en la puerta de la casa de sus padres. La doble puerta de madera con aldabas y una mirilla con forma de óvalo. La casa a la que nunca podría entrar otra vez, ni siquiera pidiendo permiso como lo hacía cuando su hermano vivía allí con su familia.
Él, Jorge Benítez, que había nacido y vivido allí por veinte años, ya no tenía derecho más que a contemplarla desde la vereda de enfrente, como un ladrón o un fisgón, casi como un pervertido del que cualquiera sospecharía algún delito a perpetrarse muy pronto.
Y también era verdad que él actuaba acorde a esa sospecha, incapaz de explicar el por qué de su paso lento y ensimismado frente a la casa, si ni siquiera él sabía la razón de que sus ojos se desviasen hacia ella, o más bien su mente se concentrara tan fijamente en esa fachada a la que un corto alero de tejas españolas daba sombra y ayudaba a alimentar el musgo en las paredes, a embeber de humedad y muerte la puerta de entrada que tantas veces lo había dejado pasar cuando era un niño.
Pero hay puertas, se dijo muchas veces, que únicamente permiten el paso de la infancia, como si el crecer fuese un delito obligado, inevitable. Una condena en una cárcel sin rejas donde se está solo, un completo desierto donde las puertas no pueden ser concebidas porque irían contra su propia naturaleza. El vacío, que casi todo lo abarca, incluso el cielo y el suelo que pisamos, no concibe el material para construir una puerta y un techo.
-El infierno es eso-murmuró Jorge, exhalando humo sobre la nuca de Nadia.
-¿Qué cosa, querido?-dijo ella entre dientes, apenas girando la cabeza.
-Dije que el infierno debe ser algo parecido al cielo, allí no hay lugar adonde escapar, no hay puertas ni escondites. Dios te puede ver en todas partes. Imagináte un día eterno, sin noches, donde el sol te dé de lleno siempre en la cabeza, llegarías a ver la cara de Dios en ese sol, haciéndote muecas de burla, apiadándose y riéndose de vos al mismo tiempo.
-Creo que soñaste, querido-contestó Nadia, y volvió a esconder la cara sobre la almohada. Pero su espalda quedó dando frente al cielo raso, escondido en la sombra protectora de esa noche, que gracias a Dios, se dijo Jorge, aún permanecía, alterada y corrupta comparada con las ancestrales noches del principio del tiempo, pero todavía digna y misteriosa.
Cómo penetrar el cuerpo de Nadia, ya que sus sentidos eran impenetrables a los pensamientos que él necesitaba expresarle. Atravesar su espalda con lacerantes esquirlas de ideas para que ella comprendiese lo que él sentía: la suprema impotencia para regresar, para sentir otra vez el absoluto abandono del mundo. Porque él tenía miedo desde que había nacido. Quizá a todos les pasaba lo mismo, pero cómo hacérselos reconocer sin pasar por loco, sin que lo mirasen por la calle y murmuraran “ahí pasa el raro”. Un mujeriego soltero a los cuarenta años, sin hijos y sin casa. Un auto deportivo, un Torino que tronaba las calles cada vez que corría los domingos a la cancha. Un motor que gritaba como él en las noches de La Plata por las calles del barrio de las putas.
-Nadia, escucháme-murmuró, pero sabía que ella apenas lo oía cubierta su cabeza de cabello negro por la almohada. Entonces pegó su cuerpo contra el de ella, frotando su pelvis contra la pelvis de Nadia, luego sacó el cigarrillo de sus labios con la mano izquierda, sujetándolo entre el dedo índice y el medio, mientras acariciaba con los otros los muslos de Nadia.
Ella gimió al sentir el calor, pero no abrió los ojos. Lo dejaba hacer como tantas otras veces, cuando simplemente le frotaba la espalda o le besaba el cuerpo durante minutos, durante horas, hasta a veces el amanecer, cuando finalmente se dormía y ella se levantaba.
Como si él viviera feliz durante la noche, protegido por las paredes cuyo color no importaba porque eran como una extensión de la piel de la mujer. Como si al moldearla con sus manos amasara la arcilla para construir la tienda que lo aislara de las estrellas, que al fin de cuenta eran soles, millones de mirillas por las cuales Dios atisbaba y vigilaba las acciones de un teatro viejo y pobre. Paredes de piel que irían creciendo hasta hacerse anchas y fuertes como la casa de sus padres. Esa casa en la que nunca lo dejarían entrar otra vez.
Jorge apoyó la punta del cigarrillo en un glúteo de Nadia. Ella giró sobresaltada y lo miró sin decir nada, pero sabía lo que él estaba pensando. Era demasiado fácil darle a entender lo que deseaba, meras insinuaciones de cosas y actos fútiles, vislumbres que hasta un perro apaleado sabría comprender.
-No, Jorge, esta vez no, por favor.
-Pero si te gusta...
Ella iba a contestar, sin embargo su cara demostraba que no podría defender una negativa rotunda. Había accedido ya demasiadas veces antes para negarse ahora.
-Es tarde para empezar otra vez, tengo sueño y mañana hay que levantarse temprano-. Encendió la luz de la mesita. -Pero si faltan apenas dos horas, Dios mío, y me caigo de sueño.
El humo ascendía sobre ellos como una espiral, envolviendo los cuerpos. Él la besó en la boca, el cuello y las clavículas, lamió los pechos de Nadia mientras ella gemía rindiéndose al calor, al roce del cuerpo de Jorge, a los vellos del pecho que la rozaban como una suave corteza con musgo. A eso olía él cuando transpiraba, al aroma escondido bajo las hojas secas en el bosque, al barro oculto bajo las piedras. Ella se lo había dicho una vez mientras hacían el amor, mientras él le susurraba en los oídos un tenue ritmo de “eses” entrecortadas que se parecía mucho a la música del viento entre los árboles. Porque las copas de los árboles son también un techo que protege no sólo de la mirada de Dios, sino de la saliva con que pretende comprobar la humana naturaleza de tierra, como un científico temeroso de que su descubrimiento se malogre al día siguiente, o no sea más que un sueño.
-A veces Dios también sueña-dijo Jorge cuando llegó en su camino de besos hasta la entrepierna de Nadia-. Él también debe ser un macho cabrío, a veces, si es verdad que te creó, amor mío.
Entonces apoyó el cigarrillo sobre la piel del muslo derecho de Nadia. Ella se agitó como si hubiese tenido un orgasmo. Luego hizo lo mismo sobre el otro muslo, más cerca del sexo, y ella volvió a gemir. Pero se dio cuenta que lloraba. Era un gemido diferente, porque sus pechos se agitaban como los de una vieja enferma que llora extraviada en la calle donde siempre ha vivido. Nadia perdida en sus propias creaciones, o más bien en las paredes dolorosas que ella llegó a construir con el material del que él la había provisto.
-Algunos levantan y otros destruyen paredes-dijo Jorge mientras regresaba sus manos hacia los senos de Nadia, lamiéndolos hasta dejar un hilo de saliva en la que apagó finalmente el último cabo del cigarrillo.
Ella gritó esta vez, pero él ahogó la voz penetrándola con fuerza, hasta notar la leve transformación del dolor en placer, y diciéndose a sí mismo, como si rezara, que a veces Dios era más que un hombre: era un gran inventor.
2
Tengo que llamar a la vieja. Hace tres días fue su cumpleaños y otra vez lo olvidé. Y cuántos cumple no lo recuerdo si no saco la cuenta del año en que nació. Dios mío, setenta y nueve. Sí, setenta y nueve años. Tengo que conseguir un teléfono y llamarla antes del domingo. Siempre se enoja si lo hago el domingo de Pascua. Es la resurrección del Señor, me dice, mi cumpleaños fue hace una semana. La hace sentir culpable esa veta, esa pátina de pintura religiosa con que la barnizaron en la escuela de monjas, de pequeña, allá en Junín. Un convento de carmelitas en medio del campo, rodeado de pastizales quemados por el sol del verano, mientras los coches pasaban por la ruta de tierra levantando polvo y olor a bosta hasta invadir las aulas y los patios, sembrando el aroma de los animales en las narices de niñas y mujeres vírgenes.
Ese paisaje, o ese olor, había prevalecido en la mente de mamá, aún luego de haber venido a la ciudad y haberse casado con un hombre que nada tenía que ver con el campo. Un hombre como mi padre, que despedía aliento a café con coñac bebido en los bares de la ciudad, teñido su bigote rubio por el tabaco de cigarrillos fumados hasta la colilla. Hombre de ojos enternecidos por el alcohol o por la vista de esa mujer que había venido del interior de la provincia y que miraba con ojos vírgenes el perfil huesudo de la cara de quien iba a ser mi padre, la gorra inclinada a un costado y el olor al puerto, el tufo a pescado que nunca pudo sacarse de encima en toda su vida. Recuerdo, como si fuera hoy, el olor que despedía su féretro cuando lo enterramos, era como estar sepultando una bolsa de pescados viejos.
Los ojos celestes de mi vieja.
Dios mío, por qué estaré pensando en pasado. Debo llamarla aunque no me recuerde, aunque el Alzheimer la lleve y la traiga de lugares imprecisos en donde se refugia para esquivar la realidad. Si yo pudiera evadirme también, pero no puedo porque en cualquier momento me caerán encima, ellos, los abogados y los juicios, los demás periodistas y la mala opinión pública. Sé que mi nombre ha sido manchado y pisoteado en muchas ocasiones, han hablado de mi colaboración con el gobierno de facto, de los hombres y mujeres que he entregado en mis artículos. Por eso estoy aquí, para sumar un eslabón en la cadena de mi reivindicación, un punto a mi favor que pueda borrar lo otro. Eso que ni siquiera recuerdo con precisión porque nunca archivé los nombres que mis manos escribieron, como si algo en mi cabeza se hubiese puesto inmediatamente en funcionamiento cuando mencionaba nombres y hechos o apenas sospechas. Un factor defensivo, lo sé, porque si no eran ellos, habría sido yo a quien hubiesen arrancado de la cama una noche cualquiera, a punta de pistola y secundado por tres hombres de civil, para ser subido a un Falcon verde que se perdería en barrios que nunca vería por tener los ojos vendados, que nunca escucharían mi voz por estar amordazado con un pañuelo, que sin verlo, imaginaba blanco.
Porque blanca es la suma de todos los colores que anula y absuelve, como la conjunción de positivo y negativo, como el encuentro de fuerzas opuestas, como la ira y el perdón. El blanco es el color del olvido, me parece. Lavado de memoria con ácido clohídrico, hasta lograr que el mundo exterior se esfume en vapores irrespirables que obligan a usar mascarillas como vendas del olfato. Caminando entre tufos que no huelen a nada, paradoja propia de las buenas costumbres. Máscaras parecidas a esas que están usando los soldados que se han rebelado en Campo de Mayo, a las órdenes de oficiales levantados en armas contra la democracia reestablecida hace ya tres años, este bebé que más parece un muñeco de paja y trapo porque en realidad nadie lo ha concebido. Yo más bien creo que es un muerto que alguien sacó de cementerios clandestinos y maquilló con suma destreza para presentarlo en televisión -medio de doble filo que puede levantar o hacer caer a los dioses del momento-. Porque la prensa, los periodistas gráficos como yo, somos apenas unas putas o unas vírgenes, extremos ambos merecedores de la misma piedad y la misma desgracia, del mismo perdón y del inmediato revocamiento de ese perdón. La verdad no llega a la tinta de un diario, se queda pegada en la conciencia, y ella se quema con ácido clohídrico, se transforma en vaho que oculta el olor de los cadáveres.
-¿Qué hacés acá?-me preguntó Mario, el fotógrafo. Tiene, como yo, alrededor de cuarenta y cinco años, barba canosa y pelo largo y enrulado. Lleva un piloto azul abultado con lentes y cámaras, un bolso negro con más equipo fotográfico, las manos sudadas, donde un anillo de casamiento ha quedado para siempre a pesar de una ya larga separación. Las leyes no toleran el divorcio, por ahora.
-No me hagás preguntas idiotas...-le respondo.
Me mira por la ventanilla que yo mantengo cerrada no sé por qué, como si pudiese detener una bala perdida. Me hace una señal obscena y luego se ríe. Da la vuelta y entra del otro lado.
-¿En serio querés tener la exclusiva? Los pendejos lameculos te van a ganar de mano.
-Ya lo sé, pero no hay ninguno con mi experiencia...
-Doble experiencia, en eso tenés razón.
No me molesto en contestarle. Siempre me hace esas observaciones que en los demás son más parecidas al odio que al sarcasmo. Prefiero este último, al menos existe un resto de aprecio escondido en su estructura, semejante al reproche de una amante humillada. Sin embargo, no puedo jactarme ni contestar todas las veces que quisiera. Debería ir por la calle caminando con la frente en alto, pero enseguida la imagen de un militar con su uniforme y la gorra bajo el brazo entrando a tribunales se me aparece en la memoria, y bajo la cabeza y acepto las bofetadas y los golpes verbales.
No puedo decir que lo que hice estuvo bien, ni puedo decir que volvería a hacerlo. El recuerdo de Gloria me aterra, me despierta con el chirrido de los Falcon en el empedrado o el asfalto en un barrio recorrido por colectivos repletos de gente, testigos de secuestros, testigos de desapariciones propias de magos expertos en la muerte. No hay magia, pienso, sólo la biología utilizada a favor de un principio. Gloria capturada porque yo decidí seguirla, yo como un cebo tras el cual los perros corren en un silencio aprendido con estricta disciplina siguiendo las leyes del hambre. Para que me perdonara, así como ahora hago esto para atenuar los rigores y los castigos que se me vienen encima.
Tres años, Dios mío, y si tengo trabajo, es por las migas de pan duro que me arrojan los viejos compañeros como Mario, que aún sin perdonarme, me miran a los ojos y ven lo que yo no sé si todavía conservo. Eso que no quiero nombrar por no caer en el facilismo y el lugar común en que sin embargo he caído al escribir las novelas por las me hice conocido. Eso que los hombres conservan hasta un tiempo después de muertos, y que después desaparece en los vacíos rasgos del rigor mortis.
-Así que el viejo Bautista Beltrame hace méritos para reivindicarse-dice Mario palmeándome la rodilla y haciéndome un guiño cómplice.
Esta vez soy yo quien lo mira con sarcasmo.
-Por lo menos vas a tener material para una nueva novela.
Le convido un Camel, y le digo:
-Conozco a muchos que en los próximos meses van a publicar novelas sobre los años de plomo, y no quiero ser el único chivo expiatorio.
Él me entiende. Nadie mencionará mi nombre, probablemente, no con absoluta certeza todavía, en ninguna novela o ensayo. La resaca del miedo, como quien dice, de aquellos años, todavía va a persistir por mucho tiempo. Pero si yo vuelvo a publicar, no será ya con esa seguridad de quien se mete de lleno en el mercado con un material a toda prueba, esas novelas de fácil lectura, una aceptable intriga y algo de sexo que los censores decidieron pasar por alto. Porque al fin de cuentas fui yo quien las había escrito, un periodista de renombre de un diario importante de la tarde. Un intelectual que, sin mencionarlo ni gritarlo a voces, dio su apoyo a la realidad. Alguien que siempre se ajustó a las leyes y a los patrones dictados por las necesidades de urgencia.
Mis dos novelas habían vendido mucho, y habían recibido frías pero ponderables críticas de algunos comentaristas -si lo hicieron llevando las manos a los bolsillos o no, no me interesó saberlo es esos días-. Pero después aparecieron las demandas por plagio. Una por la trama del primer libro, y dos por dos relatos publicados en una revista de actualidad. Banalidades judiciales, dicen mis abogados, nadie puede probar nada. Eso es lo que digo yo, y podría darle también el nombre de venganza si me considerara un ingenuo, pero el nombre verdadero es oportunismo. La oportunidad es aprovechar los rasgos laterales de una verdad. Como esas roturas que se producen en los costados de un auto cuando una moto pasa demasiado cerca, no se notan a simple vista, pero con el tiempo la pintura se resquebraja y aparece el óxido. Es allí, como sobre una llaga, donde ellos ponen el dedo.
-No, Mario. Tengo en mente otra novela diferente a las anteriores. Algo de policial con rasgos más psicológicos. Quiero alejarme de lo social por un buen tiempo, por lo menos en la ficción.
Él se ríe y empieza a toser. Yo abro las ventanillas.
-Pero si estás enterrado en la realidad, Beltrame. A vos no te sacan ni con palas ni azadones del pozo en el que te metiste.
Mira más allá del parabrisas, los soldados cambian la guardia frente al cuartel. Llevan las caras embadurnadas de negro, ramas cortas con hojas verdes en los cascos, las botas resuenan en el suelo hasta donde estamos sentados nosotros, a más de cincuenta metros detrás de las verjas de la base. Un oficial de rango menor dirige el cambio de pelotones. Pero todo esto se hace detrás de dos filas de bolsas apiladas hasta poco más de un metro de altura. Las cámaras de televisión están sobre las verjas, algunos transmiten en directo. La rebelión y la toma del campamento militar ha comenzado recién hace unas horas.
-¿Sabés algo, te dijeron algo?
-¿Qué voy a saber?
-Digo, nomás, son tus amigos...
Entonces le doy una trompada en la nariz que me sale mal por el poco espacio y por tener que usar la izquierda. Mario se lleva una mano a la cara y comprueba si sangra. Al fin de cuentas sólo logro magullarlo nada más que un poco.
-La puta madre que te parió...-me dice.
Yo pienso en mi vieja, la de los ojos celestes perdidos en el cielo del Alzheimer. Miro adelante la cara embadurnada de los soldados, que se asoman como orugas negras por encima de las empalizadas. Afuera hace frío, pero en el auto está cálido. Me siento bien acompañado, aún con este tipo a quien finalmente no sé si considerar amigo o enemigo.
-Esta semana mi vieja cumple setenta y nueve años. Para ella el mundo se detuvo hace quince. Lo votó a Perón en el setenta y tres, y a veces me pregunta, cuando está más lúcida, en qué año estamos.
Mario me está mirando.
-Perdonáme.
-Ya me golpearon otros tipos peores que vos, Beltrame. No te preocupés.
Se pone a armar su cámara. Yo empiezo a tomar notas en mi libreta, levantando la vista de vez en cuando hacia el cuartel. La luz de la tarde sobre Campo de Mayo, las luces de los camiones militares encendidas. El humo de los caños de escape formando una cortina de humo frente al edificio principal. Los flashes de las cámaras como relámpagos rompiendo el silencio del Jueves Santo.
A veinte metros a mi izquierda, un grupo de periodistas muy jóvenes ceban mate y comparte sus sandwiches. Anoto esto también, la forma en que parten el pan en trozos iguales y lo pasan de mano en mano. No había nadie en el centro de esa ronda, sólo la luz alerta de una cámara de televisión, como un fuego fatuo fijo y sereno en su cruel y constante verdad.
3
Jorge Benítez caminaba con las manos en los bolsillos del jean. Calzaba unas sandalias de cuero negro, y vestía una remera blanca de mangas cortas. Iba con la vista ensimismada en las baldosas de la vereda. Los sábados a la tarde no trabajaba, así que se entretenía en caminar por las calles de La Plata, recorriendo el barrio tranquilo y amodorrado en las tardes de verano. Eran las mismas veredas y fachadas que había visto de niño, poco habían cambiado. Algunas paredes conservaban las marcas de los pelotazos que junto a su hermano y los otros chicos del barrio habían hecho al jugar en la calle. Había menos tráfico, es verdad, pero en tardes como ésta el tiempo parecía no haber transcurrido, como si las cosas no sufriesen el paso del tiempo justo cuando nosotros sentimos este transcurrir con más dolor. Cuando nos sentimos viejos o inútiles, las cosas se empecinan en jactarse de su eterna juventud. Pero Benítez no podía sentir resentimiento hacia ese barrio. Sabía que se acercaba a la casa de sus padres, a su casa, que por esas cuestiones de la gramática y el tiempo ya no le pertenecía más que en el recuerdo. Y qué es el recuerdo, se preguntaba. ¿Realidad o fantasía de la mente? Cómo asegurar que allí detrás siguen estando las cosas que nos pertenecieron alguna vez.
Se miraba los pies al caminar, observaba el paso cadencioso de las sandalias sobre la vereda, a veces rota, desnivelada en ocasiones, interrumpido por algún perro acostado que levantaba la mirada como quien comparte un sentimiento, quizá hasta un destino común. No había nubes y eran las tres de la tarde, a quién se le ocurría salir a esa hora en pleno verano. Pero Jorge Benítez nunca acostumbró a dormir la siesta. En casa, su madre se acostaba de dos a cinco de la tarde, invariablemente, costumbre que le había sido legada por su infancia en el campo. Su padre también descansaba las tardes de los fines de semana. Después del almuerzo con pastas o asado, el aroma errante del vino de damajuana se escabullía de sus labios y se iba adormeciendo sobre el mantel que la madre dejaba intacto hasta que se levantaba de la siesta. Sobre todo los domingos el tiempo parecía detenerse para siempre, pero jamás estaban exentos del miedo. Porque todos sabían que se acabaría, que aún la eternidad tiene un fin y un lunes que le sigue. La mañana siguiente y el trabajo eran relojes despertadores no sólo de la conciencia cívica, sino de la conciencia moral del hombre. El remordimiento de la pereza, pensó Jorge mientras recorría el barrio.
Sabía que mañana sería domingo, y que no podría llevar a Gabriel a la cancha. Su hermano y su sobrino se habían alejado de él, con seguridad para siempre. No podía culparlos. Jorge Benítez era una amenaza cuando la ira hacía presa de él, cuando de la melancolía, como la que hoy experimentaba, pasaba a arrebatos delicadamente planeados.
-Soy un hombre peligroso-dijo en voz baja, sólo para saber si todavía era capaz de algún rasgo de ironía y complacencia consigo mismo. Un perro lo miró, levantando la cabeza e irguiendo las orejas. Era un animal de raza incierta, lanudo y color pardo, acostado en el umbral de la casa de la familia Cortéz. Siguió de largo, sintiendo que ese perro continuaba mirándolo como si de un momento a otro fuese a perseguirlo para morderlo. Deseó, por un instante, por un brevísimo momento que podría haber llevado también el nombre de eternidad, que lo hiciera. Porque así no habría continuado su camino a lo largo de la calle, ni habría doblado la esquina hasta ver, poco más allá, la fachada incólume y perfecta de la casa de sus padres.
Jorge Benítez siguió caminando, entonces, hasta pasar frente al bar de Santos. El dueño estaba sentado en una silla de madera, justo en la puerta de su negocio, leyendo el diario.
-Buenas tardes, Santos-dijo él, apenas disminuyendo un poco el paso. No tenía intención de detenerse a charlar.
-Buenas tardes, Benítez-contestó el otro.
Jorge notó cierto alejamiento en el trato, el mismo que había sentido en los demás vecinos desde el episodio en la cancha con su hermano y su sobrino. Quizá habían llegado rumores, con seguridad algo se sabía. Por eso desvió la mirada hacia su vieja casa y se dispuso a continuar el paseo, pero entonces escuchó la voz de Santos preguntándole:
-¿Sabe que se mudan vecinos nuevos?
Jorge se dio vuelta. Presentía algo malo.
-¿A dónde?
-A la casa de tus viejos. Dicen que es un oficial de policía retirado y su familia.
Jorge había aceptado que ya no podría entrar en esa casa. Estaba cerrada desde hacía meses por orden de su hermano, clausurada y puesta a la venta. Pero había casas que tardaban años en venderse, y mientras ese estado de las cosas persistiese, él podría seguir pasando frente a la casa sin vergüenza ni pudor, podría tocar la madera de la puerta y sentir el musgo de las paredes en las palmas de sus manos. Ver la sombra del alero sobre la vereda y recordar su propio cuerpo sentado en el umbral, con pantalones cortos y el torso desnudo y transpirado luego de jugar a la pelota, mientras su madre lo miraba desde la puerta, con el delantal y el cabello atado en la nuca con mechones ensortijados y levemente manchados de harina. Las nubes pasando con signos del próximo otoño en sus vientres de niebla, la sombra de los árboles de la vereda dejando libre a la brisa que refrescaba los cuerpos sudados de un sábado a las cinco de la tarde. Un niño sentado en el umbral, bebiendo un vaso de leche con chocolate, observando el transcurrir de los autos y el inquebrantable paso de la nada y el vacío como una amenaza aún lejana avanzando desde el fondo de la calle, quizá desde el baldío o paredón donde nacía o moría. Y él, el chico, levantaba la mirada por encima del borde del vaso hacia la vereda de enfrente de vez en cuando, como si compartiese con el otro Jorge Benítez, el hombre, que también mira ahora hacia allí, el mismo miedo y el mismo presentimiento.
Pero mucho antes del final de la calle, apenas a un centenar de metros, una nueva familia iba a mudarse a la vieja casa, y Jorge pudo ver el camión de la mudanza que acababa de llegar.
-¿Cómo le va a tu hermano en Buenos Aires?-preguntó Santos.
Jorge sintió la ira acrecentándose a cada minuto. La casa invadida por extraños, la pregunta malsana y cruel de Santos.
-Supongo que bien-contestó, como si esa pregunta necesitase una respuesta amable.
-Gabriel y me hija eran compañeros de escuela, eran noviecitos, me parece. No creo que tu hermano logre retenerlo mucho tiempo por allá.
Jorge lo miró a lo ojos, y por un momento creyó ver un atisbo de comprensión.
-Ojalá vuelva-dijo Jorge-. Lo dejo tranquilo, voy a conocer a los nuevos vecinos.
Se despidieron con un gesto de la cabeza, y Jorge siguió caminando en dirección a la esquina. Cruzó la calle, llegó a mitad de cuadra y se detuvo. El camión llevaba en los costados el nombre de la empresa de mudanzas. Había tres hombres jóvenes que debían ser los empleados y el chofer. Bajaban muebles de comedor, un armario ropero demasiado grande, sillas de cocina, lámparas de pie, camas y una heladera. Las canastas, donde debía haber ropa, libros, cosas de cocina, fueron bajadas en último término. Cuando ya estaban entrando las canastas de mimbre, llegó un Chevrolet rojo. Bajó un hombre de cuerpo fornido y cabello oscuro, con barba de pocos días, una mujer rubia, delgada y un chico de no más de diez u once años con un perro ovejero. El hombre saludó a los empleados y entró a la casa. La mujer comenzó a bajar las valijas del baúl. El chico, siempre acompañado del perro, corrió hasta la casa y desapareció.
Jorge observaba todo esto desde enfrente. Algunos vecinos también habían salido al ver la mudanza. Lo saludaron y comentaron algo que Jorge no entendió porque estaba demasiado atento a lo que veía, anulando todo estímulo fuera de aquel acontecimiento. Como si estuviese viendo la llegada de una carroza fúnebre y los muebles fuesen ataúdes en realidad. Cuatro ataúdes que regresaban a la casa. Porque allí morían lo que habían vivido en ese lugar alguna vez. Los antiguos habitantes de cada casa de cada barrio en todas las ciudades del mundo pueden irse por sus propios medios, o pueden desaparecer incluso sin que nadie los haya visto mudarse, pero todos inevitablemente mueren para la casa, para el hogar que la casa y ellos formaron, constituyeron a lo largo de los años.
-Los cuatro hemos muerto-dijo Jorge.
-¿Qué...?-preguntó la vieja vecina sentada en una silla en la vereda cuando él pasó. Ella vivía en la casita con rosal de la esquina, y que tantas veces había cuidado de él y su hermano cuando sus padres se ausentaban.
-Nada, no dije nada.
Jorge se fue caminando sin mirar atrás.
Esa noche tomó el teléfono y marcó el número de Nadia. El tono daba ocupado. Hizo varios intentos durante media hora. Ella no podía estar hablando tanto, la línea debía estar descompuesta o el teléfono descolgado por error. Iría a verla, necesitaba tenerla en brazos y hundir su cara en el pliegue del cuello de Nadia. Era imprescindible para la salud del alma de Jorge recorrer ese cuerpo como había recorrido las calles del barrio, y luego llegar al centro no de la ciudad, sino al agujero negro que el cuerpo de Nadia utilizaba como centro del vértigo y de la perdición, el sitio que absorbía el mundo de los hombres. Hundirse en los pliegues de Nadia era como regresar a la pileta de aguas cálidas donde él y su hermano pasaban los veranos. Esas aguas que le recordaban lo que no era posible que recordara y sin embargo presentía al sacar la cabeza de la superficie y encontrarse con la cara de su madre, que los aguardaba en el borde de la pileta con una toalla seca.
Se puso una campera y salió a la calle. Subió al Torino y recorrió las treinta cuadras que lo separaban de la casa de la hermana de Nadia. Bajó del auto, tocó el timbre y esperó. Eran las once de la noche. La calle estaba desierta, el barrio era triste, de casas a medio construir o abandonadas. De vez en cuando se escuchaba el rugido del caño de escape de una moto a la distancia. Gritos imprecisos llegaban desde alguna casa cercana. Una luz se encendió en el porche y alguien corrió la cortina de la ventana. Era Mariana. Enseguida abrió la puerta y se tiró contra él.
-¡Maldito hijo de puta!-decía mientras lo golpeaba.
Jorge tardó en reaccionar, pero cuando pudo sujetarla de las muñecas le preguntó qué le pasaba.
-¿Qué le hiciste a mi hermana, hijo de puta? ¡Se lo estuviste haciendo todos estos meses y ella nunca me dijo nada!
Ahora sabía de qué estaba hablando. Las quemaduras eran el problema. No podía soltarla porque insistía en golpearlo.
-¡Pará un poco! ¡Dejáme hablar! ¡Era un juego, ella siempre estuvo de acuerdo!
Mariana lo miró a la cara y del llanto pasó a la risa histérica.
-¡¿Así que estuvo de acuerdo en que la quemaras, la golpearas y le hicieras perder al chico?!
-¿De qué hablás? ¿Qué chico?
-¡Estaba embarazada! ¡No sé qué le hiciste, pero tuvo una hemorragia y lo perdió! Ahí llega mi marido. Te va a cagar a trompadas.
El cuñado de Nadia lo sorprendió de atrás y lo empujó al suelo. Después se le subió encima y comenzó a golpearle la cara. Jorge se protegía con un brazo, pero sin atacar porque recordaba un episodio parecido, un domingo afuera de la cancha: él tirado de espaldas en el barro, vencido por su hermano, luego de que él hubiese intentado matarlo para apropiarse del hijo, de la casa, de la vida que él no poseía.
Mariana agarró a su marido de un brazo.
-¡Dejálo, va a venir la policía! Lo que falta es que te lleven preso cuando deberían llevárselo a él.
Ella y el marido entraron a la casa y cerraron la puerta. Las luces se apagaron. Escuchó pasos y voces de vecinos que no se atrevieron a acercarse. Sintió la sangre en la boca. Se limpió la nariz con un pañuelo. Un perro se acercó para lamerle la cara. Él se levantó y lo pateó. El perro salió corriendo con la cola entre las patas.
-¡Agarráte con uno de tu tamaño!-le gritó alguien desde la esquina, y se dio cuenta que muchos lo estaban mirando.
Pero Jorge Benítez era una silueta oscura que se tambaleaba en la vereda. Quizá por eso nadie quiso acercarse para ayudarlo ni para terminar lo que otro había empezado. Subió al auto, encendió el motor y las luces. Se alejó acelerando a fondo y dejando un chirrido de ruedas en el asfalto. Sintió el golpe de una botella sobre el baúl. Pero ya se había alejado de ese barrio, y se acercaba a las calles en las que había crecido. Veía levantarse a sus costados las familiares fachadas de casas y almacenes que había recorrido y visitado cuando niño. Con su hermano en su bicicleta, o de la mano de su madre o su padre.
Paredes que lo protegerían definitivamente.
4
Es noche de Jueves Santo.
La noche de los traidores. La noche en que Judas se ha escondido entre los olivos, espiando desde las sombras el arresto de Jesús el Cristo. No todos pueden ser tan afortunados, pienso ahora, mientras observo las luces imprecisas e inútiles desde la base militar, luces que parecen estrellas inmensamente lejanas cuyos puntos luminosos son restos moribundos de algo que ya lleva muerto más tiempo del que puedo imaginar. Cadáveres que fosforecen en la oscuridad de un campo, un campo de batalla, quizá. Porque toda base militar es una imitación, un espacio fabricado para simular la guerra cuya amenaza yace latente y crece desde las grietas en el asfalto que cubre precariamente el alma de los hombres.
No todos son tan afortunados, es verdad. Algunos debemos conformarnos con entregar a seres que ni siquiera conocemos, nombres de una lista robada por informantes que deben permanecer anónimos. Sólo un hombre, Judas Iscariote, puede firmar al pie de una roca en el monte de los Olivos, así como Bautista Beltrame ha sabido firmar durante años al pie de su columna dominical en uno de los diarios más importantes de Buenos Aires.
A veces, solemos entregar mercadería especial. Seres humanos bellos como debió ser Cristo, pero no santos ni vírgenes, sino sólo bellos porque los hemos amado. Como Gloria, por ejemplo, cuyo rastro seguí como un animal tras el perfume de su hembra para que al final otras bestias me la arrebataran. Bautista se he quedado solo con su culpa y su remordimiento, y nadie más que él puede apiadarse de sí mismo. Porque hasta ahora no ha habido un solo libro ni una sola frase en todo lo escrito, que mencione o sugiera apenas una cierta piedad hacia Judas Iscariote. Ha cumplido su rol en la historia, se ha dicho, es un eslabón necesario en la cadena, han afirmado otros. Pero la tolerancia o el análisis no atenúan el rencor ni contemplan el perdón.
-Noche de Jueves Santo-dice Mario a mi lado, ofreciéndome un trago de su botellita de Fernet.
Tomo un trago y afirmo con la cabeza. Sé adónde se dirige con esas palabras.
-Nos espera una larga noche, mi querido J. I.
Este es el único humor que él sabe utilizar. Ni siquiera cambia sus bromas de año en año.
-Creí que renovarías tu repertorio esta Pascua.
-¿Para qué? Los cadáveres son siempre los mismos, y no se quejan.
Lo miro en la casi completa oscuridad del auto. Su sonrisa es penosa, sus ojos brillan por un instante como si estuviese a punto de llorar. Quizá ve el odio en mis ojos, el tremendo odio que puede llegar a sentirse por un amigo. Y ese quizá es su papel, me digo, el acicatearme constantemente hasta lograr que yo haga algo que ni él ni yo sabemos todavía qué será.
Cuando se llevaron a Gloria en el Falcon, yo me quedé mirando como un chico que ha visto a su madre atropellada en el tráfico de la ciudad, y sólo pude hacer lo único que sabía hacer, escribir lo que el miedo me dictaba. Seguí publicando nombres, sugiriendo siempre, analizando la situación política del país cada domingo. Y cada lunes los noticieros de la televisión me invitaban a ampliar el tema en horarios centrales, para que la familia entera escuchase la amenaza que representaban los guerrilleros. Debíamos terminar con las explosiones en las escuelas, debíamos liberar las calles de los peligros que amenazaban a nuestros hijos. Yo era un bien para el país, así lo dijeron durante mucho tiempo.
Pero yo seguía teniendo miedo. Salía con mi auto, y cada que vez que colocaba la llave de encendido, no sabía si ese giro me llevaría expulsado hacia el infierno o al cielo de los imprescindibles Judas. Si en cada esquina me esperaba un disparo, si un coche se detendría mientras caminaba por la calle para raptarme. O simplemente, al tomar mi café matutino, un leve desvanecimiento me llevaría a la frontera que linda con el terreno donde crece el antiguo árbol de la horca. El que es culpable muere tres veces: primero cuando mata, segundo cuando lo castigan, tercero cuando se mata. Algunos pueden matarse antes de ser castigados, y entonces mueren sólo dos veces. Pero así queda un margen de odio esparciéndose en el mundo, el de aquel que no puede satisfacer la venganza. Por eso es mejor morir tres veces, mientras más se muere más limpia queda el alma, más transparente y diáfana como una tela vieja o un velo incalculablemente antiguo cubriendo el pubis de Dios.
De todos modos, la gente comenzó a apartarse de mí. Un par de mis informantes murieron y de los otros ya no supe más. Llegó un domingo que nada tuve que informar, y de pronto me encontré escribiendo un artículo sobre el general que tomaría el mando de la república el próximo mes. Pensé que esa semana yo pasaría casi desapercibido, lo que escribía no era más que lo que se decía en otros medios y en la calle. Al día siguiente me llamaron de la oficina del redactor.
-Óigame, Beltrame-dijo el jefe apoyando las manos en mi hombros.
Sentí el aliento a cigarrillo calentándome la cara.
-Usted escribe bien ciertos temas, pero no otros. Hay gente especializada para eso. Unos se dedican a deportes, otros a espectáculos. Algunos hacen política, y usted logró destacarse en una rama hasta ahora inédita. Lo suyo es la política ciudadana. Usted logró apelar al sentir del hombre medio para hacerle conciente del peligro. Delatar no es delinquir, eso es lo que usted les dijo. Pero por favor, amigo mío, no se meta con los peces gordos.
Mi jefe volvió a sentarse y me dijo que a partir de ahora dejaría mi columna dominical para pasar a formar parte de la edición del sábado. Seguiría mi columna social, pero apuntando a otras cosas: denuncias de baches en las calles, accidentes, perros perdidos, lo que se me ocurriera o viera en mis recorridos por Buenos Aires. Me despidió gentilmente, y cuando me di vuelta escuché una palabra murmurada al cerrase la puerta. No dicha a mí, sino a alguien más en la oficina, aunque yo no había visto a nadie más. Entonces recordé que el aroma que había sentido no era a cigarrillo, sino a tabaco de pipa. Imaginé la pipa primero, luego los labios y una cara curtida por el sol en un campo de entrenamiento.
Esa noche no pude dormir. Dejé las luces encendidas en todo el departamento. Levanté el volumen del televisor, prendí la radio y cerré las persianas. Prendí la estufa y los quemadores de la cocina, y me acosté vestido y acurrucado como un feto apretando la almohada. Fue la única manera de sentirme a salvo, por lo menos sabía que mientras estuviese conciente de la luz y el ruido, la vida no se me escaparía mientras durmiese. La vida era tan frágil a veces, tan susceptible a las más leves influencias, que no quise pensar qué sucedería si de un momento a otro cortaban la electricidad y sólo quedaban las llamas de los quemadores en la cocina. No me permití el pensamiento ni el recuerdo de lo que las llamas significaban.
Me tomé cuatro semanas de vacaciones. Escribí artículos inocentes y superfluos para los sábados que estaría ausente. Tiré a la basura las tapas de las revistas en las que yo aparecía como el destacado periodista del momento. Recordé las revistas que había en casa de mi madre. Todas dedicadas a la cocina, la decoración y el cuidado de los hijos y el hogar.
-El domingo es el cumpleaños de mi vieja-le digo a Mario.
-Ya me lo dijiste. Llamála mañana.
-A ver si me acuerdo. Esta noche dormí vos.
-Como quieras-. Mario bosteza, baja el respaldo del asiento y cierra los ojos. Aprieta el impermeable con las manos sobre el pecho. Después de un rato abre los ojos otra vez.
-No puedo dormir, este café de mierda que tomamos me deja insomne.
-¿Querés una pastilla?
-No, gracias. Y decíme, ¿de qué va a tratar tu próxima novela?
-Tengo unas ideas sobre una historia policial de hace algunos años. Un par de putos en un barrio de La Plata. Uno mata al otro, y el caso queda sin resolver, o por lo menos se resuelve para el carajo. La cosa es que el asesino queda impune.
Mario me mira con una expresión en la que creo leer admiración más que sorpresa.
-Siempre supe que tenías más instinto para las noticias que muchos de los mejores. Talento para intuir la polémica sin caer en el amarillismo-me dice.
-¿Un intelectual popular?
-Eso comentan las revistas, ¿no? Y un escapista, agregaría yo. Te abriste camino como escritor para zafar de los peces gordos.
-Soy un cornalito, entonces.
-Uno inteligente, hasta que te atrapen con un medio mundo. Por eso no te conviene acercarte demasiado a los muelles.
Nos reímos juntos por primera vez en mucho tiempo. Afuera, de tanto en tanto, relampaguean los flashes sobre el asfalto cubierto de humedad. Se escuchan cambios de guardia y algunas órdenes castrenses. La niebla se ha asentado sobre el auto y sobre el campo.
-Las revistas. Si no fuera por ellas... Mi vieja compraba “El hogar” cuando era joven. Tenía toda la colección y la guardaba apilada en el estante superior del ropero. Yo de chico revolvía todo cuando no tenía nada que hacer, y me gustaba mirar las fotos y dibujos de esas mujeres de peinados perfectos y ropa impecable.
-Nunca existieron-dice Mario.
Yo no estoy tan seguro de eso. En alguna parte debían estar en ese entonces, fuera de mi casa de barrio, donde las figuras de Perón y Evita colgaban en un rincón del comedor, donde mi vieja planchaba casi todas las tardes escuchando la radio o mirando la novela en la televisión, mientras caía la lluvia de invierno tras las ventanas, y yo me quedaba mirando la calle pensando en esas casas que nunca había visto. Casas con jardines delanteros de pasto cuidado y un auto impecable estacionado al frente. Hogares donde los niños siempre sonreían con las manos a la espalda y mirando a sus madres y a sus padres que los reconvenían con un dedo alzado y la mirada amable. Padres de traje y pelo engominado, madres de vestidos claros y faldas con delantales limpios y cabellos recogidos en la nuca. Casas de aspecto implacablemente perfecto, donde no podía concebirse algo roto ni dañado, y donde nada faltaba.
-Lo curioso es que quienes redactaban esas revistan sabían identificarse con la gente común. Junto al aviso del último modelo de una heladera había recetas y secretos para quitar las manchas de la ropa usada o para mantener más tiempo la vieja heladera.
-En mi casa se compraban revista de autos, mi viejo era mecánico...
Mario se pone a hablar de su infancia, pero casi no lo escucho. Soy yo entonces quien se va durmiendo con el sabor agrio del café instantáneo que él preparó para los dos. Soñaré esta noche como todas las noches, probablemente. Sobre la nueva novela que tengo en mente, tal vez. Pero cuando sueño con el pasado siempre aparece Gloria, mirándome desde la ventanilla de un Falcon verde, amordazada y llorando.
5
Se acostumbró a pasar tres veces por día frente a la casa, a veces cuatro. Primero a las siete de la mañana, camino al trabajo. A esa hora todavía no había movimientos ni señales de vida adentro. Ni siquiera la luz del umbral estaba encendida. Quizá no funcionara, o no fuese la costumbre de los nuevos dueños dejar una luz en la puerta, costumbre ancestral de guía para los viajeros nocturnos en los antiguos poblados y convertida en estos tiempos en una inútil forma de desalentar a los ladrones. Su madre jamás habría dejado pasar una sola noche sin encender la lámpara y apagarla a las siete de la mañana siguiente, mientras veía a su esposo alejarse por la vereda, ya sin el auto en la época que Jorge recordaba, acompañado por los dos hijos ya grandes, resignados los cuatro a la decadencia económica, a los tristes designios que los había hecho perder, entre otras cosas más importantes, el viejo Valiant blanco. El hombre cabizbajo, los hijos altos y delgados.
Y aunque su madre no podía verle las caras mientras ellos se alejaban, ella sin duda sabía que los rostros de sus hijos tenían una sonrisa extraña, maliciosa e inocente al mismo tiempo. Tan iguales, Dios mío, se decía ella en voz alta, pero diametralmente diferentes a la vez, como desconocidos. Luego cerraba la puerta y regresaba al comedor para levantar los restos del desayuno, limpiaba el mate y las tazas de café con leche, y como poco tenía que hacer ahora que sus chicos habían crecido, a veces se ponía a leer la vieja colección de El hogar, de la que se sentía orgullosa. La abuela le había dejado los ejemplares más antiguos, y más tarde ella había coleccionado la revista hasta su desaparición. Había construido el interior de su hogar pensando en las fotos de esa revista durante cada día y noche desde que se había casado. Pero los miembros de una familia no son objetos de decoración, lo sabía muy bien. Los hombres de una familia son animales imposibles de domesticar. Ellos arrasan con los pequeños adornos, ellos devoran las delicias que las delicadas manos de una mujer confeccionan, ellos usan y tiran, sin mirar atrás. A veces acarician, pero no saben si lo hacen por amor o necesidad. Los hombres son perros que no pueden llevarse en las faldas por mucho tiempo. Ellos crecen y se vuelven duros y ásperos, silenciosos y distantes. Y no son capaces de llorar.
Jorge trabajaba en la ferretería por la mañana. Al mediodía regresaba a almorzar al departamento, y pasaba de vuelta frente a la casa. Como siempre, el sol caía a pleno sobre el alero, haciendo brillar el pequeño jardín delantero como dispuesto a quemar el pasto y los arbustos que apenas sobrevivían al calor del verano y el abandono reciente. Allí se había sentado él cuando era chico casi todas las tardes después de comer, con una naranja entre sus manos. Su hermano se unía a él a veces, pero casi siempre prefería dormir la siesta. Daniel era aplicado en la escuela, más centrado, decía su madre. Jorge así también lo entendía, pero lo enojaba esa manera que tenía Daniel de retarlo, de ordenarle cosas como si fuese mayor. Eran gemelos, y sin embargo la ventaja de su hermano siempre estaba allí, latente y funcionando eficazmente a su beneficio. Cómo lo había logrado, Jorge no lo sabía. Pero su hermano había hecho que la Providencia le diese mayor fuerza, convicción y una familia propia. Y ahora ellos se habían alejado de Jorge. Porque Jorge era un extraño y un peligroso miembro que amenazaba con destruirlos. Jorque había deseado, un domingo del año anterior, matar a su hermano y quitarle a su hijo.
Su sobrino Gabriel se parecía mucho a él, y casi podía verlo otra vez sentado en el umbral esperándolo para ir a la cancha. Pero sabía que la imagen que el sol del verano ahora le estaba provocando era no del chico ni la suya cuando era pequeño. Sino otro niño diferente, de cabello oscuro, más delgado y bajo. Y junto al niño había un perro, el mismo que había visto bajar del auto la vez anterior. Ambos lo observaban, porque Jorge se había parado justo enfrente, con las manos en la espalda, las cejas fruncidas, la cara casi deformada en el esfuerzo intenso por discernir qué clase de alucinaciones le estaba produciendo el sol del verano. El chico miró atrás, al interior de la casa. ¿Llamaría a alguien?, pensó Jorge. Era mejor irse antes que sospecharan y llamasen a la policía. Debía tener más cuidado, le habían dicho que el nuevo dueño era un policía retirado. Lo había visto, alto y fornido, aún joven, de rostro no amigable entre de la barba crecida. Había visto los modales bruscos y la fuerza con que levantaba los canastos de la mudanza. Son tipos susceptibles, se dijo él, y suelen llevar armas.
Por eso, a la noche decidió pasar más temprano. El tipo no trabajaba pero siempre regresaba a las diez. Jorge recorrió la cuadra a las siete y media. Había chicos en bicicleta, aunque ninguno se detuvo a conversar con el vecino nuevo. Éste leía con la espalda apoyada en la pared del jardín, mientras el perro le lamía los pies. De vez en cuando el niño se reía y retaba al animal.
-¡No Duque, ya basta!
Jorge y Daniel nunca tuvieron un perro. Cuando la casa y la familia estaban en sus mejores tiempos, su madre decía que los animales ensuciaban mucho, que eran un problema constante para la higiene. Patas sucias, saliva y excrecencias, tres puntos en contra de los cuales no había argumentos posibles. Eran verdades inevitables a las que habría que ceder si se decidía tener un perro. Entonces nunca fue posible. Su padre estaba demasiado ocupado con la papelera, viajando de fábrica en fábrica, haciendo constantemente tratos con distribuidores amigos y controlando que el depósito en Paraná estuviese debidamente cuidado. No eran tiempos fáciles. El gobierno de Illia estaba dejando de tener apoyo. La economía se estancaba y los militares daban señales de descontento. El viejo Benítez llegaba a su casa preocupado, ignorando las alfombras que su mujer había hecho colocar a los costados de la cama matrimonial, pasando por alto la cortina de la ducha que ella había elegido con su color favorito. Comía con desgano, y había comenzado a tomar más vino en la mesa. Nunca se pasaba de los cuatro vasos, pero era más de lo que estaba habituado.
Jorge levantó la vista de su recuerdo y vio el auto del nuevo dueño estacionarse enfrente. El hombre bajó y el chico corrió hacia él, hablándole pero sin tocarlo. El padre siguió caminando hasta entrar a la casa, salió poco después con una manguera y un balde. Se puso a lavar el auto. De tanto en tanto miraba hacia la esquina, donde Jorge se había sentado en un banco como si esperase el colectivo.
Por qué había llegado tan temprano, se dijo. Quizá la mujer había llamado a su esposo al sospechar del hombre que los observaba todos los días y a cualquier hora. Sin embargo, él no sintió preocupación. Esa era su casa, al fin de cuentas, allí había vivido la mayor parte de su vida. Qué podía haber de extraño en contemplar la casa en que uno había vivido su infancia.
El hombre pasaba un trapo mojado al auto, luego arrojaba agua con la manguera. El chico lustraba el cromado de los paragolpes. El perro corría alrededor o ladraba a los chicos que pasaban en bicicleta. La noche estaba ensombreciendo la calle, formando pozos oscuros en los charcos. A veces el hombre los pisaba, pero no se hundía, y esto era curioso y peculiar para Jorge. Porque la lógica era contraria a lo que estaba sucediendo. En un pozo uno debe hundirse siempre, para eso existen, para eso son abismos que Dios pone para desafiar la inteligencia del hombre. Dios sabe que el hombre es suspicaz o es estúpido, sabe que no hay puntos intermedios. Por eso ha construido el cielo y el infierno. Y esa calle era un sueño. Todo el mundo es un sueño de quienes viven en alguno de esos dos sitios. El perro es un sueño, el auto que ahora brilla con la luz de los faroles es una brillante pesadilla de acero, el hombre de barba que ignora a su hijo es un personaje de características indefinidas, un molde donde un autor aún no ha colocado las debidas peculiaridades de carácter. Jorge sabe que por tal razón ese hombre es peligroso, no por lo que él sospecha a partir de lo que le han contado, sino por las múltiples posibilidades de lo que ignora.
Y sobre todo de lo que ambos, Jorge y el otro, ignoran de sí mismos.
Tanto como lo que él desconocía de su padre. Cuando el escándalo del incendio de la papelera y el juicio hubo pasado y pudo hablar con Daniel por primera vez de sus sentimientos, supo que su hermano tampoco conocía a su padre realmente. Pensaba que como Daniel se interesaba más en el negocio, y que el viejo lo tenía casi como su favorito, sabría más de su carácter. Sin embargo fue una sorpresa para todos cuando después del incendio del depósito, el cual pensaron accidental, los del seguro presentaron una demanda y llevaron al viejo Benítez a juicio por incendio intencional. Así fue cómo la mujer y sus hijos se enteraron que el golpe de Onganía había terminado por romper el equilibrio en las cuentas, y el viejo no tuvo mejor idea que jugar su última partida. El incendio fue el 25 de abril, pero esa noche estaba toda la familia en casa. Benítez debió arreglar con alguien el comienzo del incendio, una braza arrojada por una ventana rota para la ocasión, una colilla de cigarrillo mal apagada. Ni Jorge ni Daniel podían saberlo, ellos estaban acá en La Plata, preocupados porque la señorita Inés, la directora de la escuela, los quería hacer repetir el año.
El viejo Benítez enfrentó el juicio, la familia tuvo que esquivar a los vecinos y las cuentas impagas. Meses después lo exoneraron. Un diputado de apellido Farías lo ayudó, decían que era una vieja deuda entre amigos. Farías pagó o habló, nadie lo sabía con certeza, con la gente adecuada. Ofreció al padre un trabajo a sueldo fijo en un ministerio como empleado de escritorio. Daniel dio los exámenes antes de fin de año y recibió el título de bachiller. Entró en una oficina del ministerio y le dieron tiempo para estudiar en la facultad. Jorge siguió el curso regular y se recibió al año siguiente, cuando abrió el primer negocio de muchos otros que tendría, un local de venta de cigarrillos y golosinas.
Ambos regresaban a casa muy tarde a la noche. Daniel a veces llegaba con la novia, con quien se casaría y sería la madre de Gabriel. Jorge se sentaba a la mesa, silencioso, escuchando la voz de su hermano, el nuevo dueño de la casa, contando cosas de su trabajo y la facultad. El padre los miraba a ambos, destrozando la comida con sus cubiertos, sin comer. Bebía vaso tras vaso de vino fino, delicadamente, hasta quedarse dormido. La madre era demasiado educada para enojarse frente a la novia de su hijo. Con el pelo de color rubio ceniza atado en un rodete sobre la nuca, una mancha de harina en la mejilla que la hacía parecer adorable y jamás desprolija, apoyaba sus manos sobre los hombros de su marido, y susurrándole algo al oído lo hacía levantarse.
Pero Jorge no podía soportar verlo así, entonces arrojaba los cubiertos y la servilleta y se iba a la calle. El ruido de su auto, el primer Torino que se compró usado, arrancó a toda velocidad. Daniel y su novia se quedaban solos para terminar de comer, comentando sin demasiado énfasis lo que había pasado.
6
Escuché un disparo, los siguientes se sucedieron unos segundos después sin interrupción, como un largo rosario rezado continua y circularmente a la largo de las veinticuatro horas de cada día de Semana Santa. Ristras de balas de ametralladoras, ristras de ajos para espantar a los vampiros, granos de arroz unidos por hilos formando rosarios. Círculos que no tienen límites por la propia definición de su concepto, capaces de confundir sus inciertas fronteras y unirse. La eternidad. Por eso la muerte también es otro círculo.
El sueño es uno más de esos entramados. Por tal razón, ahora que estoy despertando, los disparos de mi sueño, los tiros mezclados al chirrido de los Falcon en el asfalto, continúan sucediéndose en la vigilia matutina. Deben ser las seis de la mañana, y desde Campo de Mayo se escuchan disparos cada vez más alejados, menos frecuentes con el correr de los minutos, hasta que cesan del todo.
Mario me sacude del brazo y despierto sobresaltado. Me golpeo la cabeza con la ventanilla y miro afuera. Los fotógrafos corren hasta la cerca de alambre y disparan sus propios haces luminosos, tiros que en cierta forma también matan, según las leyendas de algunos viejos pueblos, porque roban el alma para atraparla en un papel. Y ésta también es una forma de eternidad.
Mario sale del auto y prepara su cámara sobre el capot. Me mira con esa sonrisa incierta y despectiva, calma y serena, observando con desprecio a los fotógrafos jóvenes ansiosos por documentar lo que está pasando. Por la expresión de Mario, sé que todo es falsa alarma. Es un simple simulacro, un entrenamiento quizá, o una forma de distraer la atención. Allí dentro, en las oficinas o pabellones donde se reúnen los oficiales amotinados, pasan cosas que no podemos imaginar. Ellos tienen las armas, y eso es lo único importante es este momento.
Salgo del auto, bostezo, miro el cielo nublado, me seco el sudor de la frente. Siento mi propio aliento agrio, el olor a transpiración en mis axilas.
-Me gustaría darme un baño.
-Preguntáles a tus amigos si te dejan pasar. Ya es tiempo de usar tus influencias si querés una primicia real.
Esta vez le sigo la corriente. Si quiere hablar de eso, vamos a hablar hasta hartarnos.
-Hace mucho que dejé de tener importancia para ellos-le digo.
-Ya lo sé, te usaron un tiempo y ya no les servís. Tuviste suerte que no te tiraran a la basura.
-Mi nombre todavía perdura. El nombre sobrevive. Por eso soy escritor, soy un best seller, ¿no lo sabías?-comento con ironía.
-¡Cómo no lo voy a saber! Y fue una buena táctica, te lo dije antes. Pero por eso tenés que seguir usándola.
-¿Hasta qué punto? Hasta los nombres desaparecen si se convierten en una amenaza. Más ahora, cuando ellos están escondidos por miedo. Son más peligrosos. Antes llegaban en autos fácilmente identificables, podías oler incluso el olor de las armas, de los cuerpos sudados. Porque por más que estén acostumbrados, siempre se transpira cuando se va a matar, el cuerpo traiciona.
Como ya no se escuchan disparos, los colegas regresan a sus puestos y nos saludan.
-No pasó nada-dice uno.
Nosotros afirmamos nuestra previa suposición.
-Voy a buscar algo para desayunar-me dice Mario.
Media hora después, regresa al auto con un termo de agua caliente, un mate, yerba y un paquete de medialunas. Se pone a cebar en silencio, mirándome de vez en cuando. Afuera está tranquilo, caluroso, el cielo amenazando lluvia. El parabrisas está sucio pero no me molestaré en limpiarlo. Tras la cerca de alambre, vemos un pelotón haciendo cambio de guardia. Tienen las caras pintadas, los fusiles en posición de descanso, marchando rítmicamente y en perfectas filas y columnas.
-¿Cuánto pensás que va a durar?-me pregunta.
-Hasta el domingo seguramente.
-Si vos lo decís...
Me pongo a mirarlo con fijeza mientras le devuelvo el mate.
-¿Vas a estar a cada minuto diciendo lo mismo?
-Hoy es Viernes Santo, mi querido Judas Iscariote. La noche de los mártires.
No puedo evitar reírme.
-No me vengás con boludeces, por favor. ¿Mártires los que pusieron bombas en los colegios?
-Y también en las casas de los milicos, no te olvides.
-Sí, ¿y...? ¿A dónde querés llegar?
-A ningún lado. Si pensás que todos se lo merecían, me pregunto por qué entonces extrañás tanto a Gloria.
Durante diez segundos me quedo en silencio. Cuento los segundos uno por uno porque fue la única manera de controlarme, de intentar hacerlo por lo menos. Cierro la ventanilla, luego la del lado de Mario. Levanto el seguro de las puertas. La ira me come el pecho y tengo ganas de vomitar. Me acerco a él, lo agarro del cuello del piloto. Siento su aliento casi en mi cara. Él no se mueve. Simplemente sonríe con desgano, casi resignado, a qué, me pregunto.
-Claro que extraño a Gloria, pero su nombre es demasiado grande para tu boca, pedazo de mierda. Tu boca llena de basura no merece pronunciar su nombre. Maldito hijo de puta. Si la volvés a nombrar te mato. Te lo juro por mi vieja.
Mario suelta una risa tonta, rara en él. Está nervioso, o comenzando a ponerse nervioso. Sé que de afuera pueden vernos, pero no hay nadie cerca por ahora. Y para mi sorpresa, pensando que he logrado controlarme, siento que mi corazón se acelera y que mis puños no quieren soltarlo.
-¡Claro que extraño a Gloria! Quisiera devolverle la vida, ¿me entendés? Me acuerdo de su mirada la última vez que la vi. Me tenía miedo. Yo, que la había amado, que había entrado en su cuerpo tantas veces y la tuve en mis brazos para protegerla, era a quien tenía más miedo.
De pronto me encuentro apoyando la cara en un hombro de Mario, con los puños temblando. Lloro, y a pesar de estar haciendo el ridículo, no puedo controlarme. Creo que es la primera vez que lloro en toda mi vida, y ese nombre es el único que ha podido lograrlo. Aún escuchándolo en boca de un desgraciado, es demasiado hermoso para no emocionarse al escucharlo. Es el sonido de un laúd tocando compases compuestos por Bach. Y nadie puede destruir tanta belleza. Su nombre sobrevive, y tiene además la poderosa virtud de destruir las barreras emocionales de quien lo oye o lo pronuncia.
Gloria, me digo, y siento un filo en la garganta, un corte y luego un nudo que detiene la hemorragia de arterias rotas por la cruda belleza de ese nombre.
Entonces le hablo a Mario de cosas que él ha presenciado, pero que no conoce del modo en que yo las he vivido. Pasa su brazo izquierdo sobre mis hombros y me da pequeñas palmaditas como si consolase a un niño que confiesa sus travesuras. Le cuento del día que presenté mi primera novela, una ficción basada en un caso policial que había leído en un diario de algunos años antes: la muerte de un niño a manos de su madre y el posterior asesinato de ésta por el marido. La llamé El dibujo, y la editorial organizó la presentación en una librería de la calle Corrientes. Eran un viernes a la noche. Fui con el auto y lo dejé a dos cuadras, en una playa de estacionamiento sobre Talcahuano. Las veredas estaban repletas de gente esperando lugar en las pizzerías, o entrando y saliendo de las librerías de usados. Las luces de neón del cartel de Coca Cola, a unas pocas cuadras, era un eterno parpadeo, casi como los imperecederos labios de una puta abriéndose y cerrándose hacia el gran símbolo que el Obelisco, obscena y equívocamente, representaba. Su verdadero origen olvidado, perdido por el tiempo y ganado por la imaginación, siempre más fuerte que la memoria, y la imaginación vencida a su vez por la libido. Qué fantasías son más fuertes y más rápidas que las sexuales, me pregunté en ese momento. Surgen de algún lugar en nuestras mentes y dejan un rastro más fuerte que un arado, más imborrable que la marca de un cuchillo en la carne.
Las marquesinas de los teatros rebalsaban de luces de neón iluminando las enormes figuras de las vedettes, las caras de los capocómicos y los tristes rostros de las actrices viejas. Las bocinas de los autos sonaban frente a los semáforos, y éstos cambiaban uniéndose al juego de las marquesinas. Yo había llevado a mamá conmigo. Caminamos juntos hacia la librería, ayudándola a esquivar a la gente en la vereda, cuidando que nadie la empujara. Ella se distraía mirando las vidrieras y las puertas de los teatros con las fotos de los artistas.
-Vamos mamá, que llegamos tarde-le dije, sabiendo que hacía años que no venía por el centro, y que aquel paseo era quizá más importante para ella que la presentación de mi libro.
Ella giró la cabeza y elevó la mirada hacia mí. Me sonrió sin decir nada. Vi en sus ojos un brillo que no había visto en mucho tiempo. Pensé en el efecto que producen las luces y el ruido del centro, especialmente a la noche y aún cuando no se trate de un fin de semana. Son embriagadoras, me dije, uno se olvida de todo en esas calles, el pasado no existe y el día siguiente es una cifra tan lejana como el año próximo. Sólo la música del ruido, el esplendor de las mujeres bellas, los chistes subidos de tono ocupan el mismo sitio que los buenos libros, y el aroma de la pizza, la cerveza o el café es más difícil de contrarrestar que el delicioso perfume de la más delicada gastronomía.
Y allí estábamos, junto a la vidriera de la librería, abriéndonos paso entre la gente que había ido a verme. Saludé a muchos conocidos, otros que no había visto en mi vida me pidieron autógrafos. Había muchos colegas del diario, incluso aquellos que ya no me saludaban. El editor me vio entrar y caminó entre la gente para llevarme hasta el fondo del local. Ubicamos a mamá en un asiento de la primera fila, ella comenzó a hablar con los demás, como si los conociera de toda la vida. Su sacón de piel era el mismo que mi viejo le había regalado hacía treinta años, y sólo se lo ponía cuando venía al centro. Era una ocasión especial para ella, tanto como aquellos sábados en que los tres salíamos al cine y a comer afuera, ocasiones para ponerse el sacón y las pulseras. Pero hoy esas pulseras ya no existían, las había vendido cuando murió papá.
-Beltrame, querido, tenemos mucha gente y todos los medios de Buenos Aires. Mire allá...
Me señaló a un viejo crítico de un suplemento literario. Luego me fue mostrando a los periodistas de una revista de actualidad hablando con un par de escritores conocidos. Los llamó y se acercaron. Nos saludamos con el respeto debido entre escritores que se desconocen personalmente y cuya obra quizá apenas hemos leído. Yo, sin embargo, sentía admiración por ellos dos. De pronto me di cuenta que algo raro vibraba en el aire, una cierta tensión que salía de las miradas y las bocas de la gente al dirigirse a mí. Miré alrededor, había varios hombres junto a las paredes y estanterías, solos. Yo sabía quiénes eran, y también estaba seguro que los demás lo sabían. Era esa una gran reunión social, los que deseaban figurar en los medios y las fotos otorgando su apoyo a un evento que contaba con el aval oficial representaban la mayoría. Los otros, aquellos amigos o interesados en el libro, eran pocos, o ninguno. Y también estaban los escritores que habían hablado y escrito pestes sobre mí, pero que necesitaban estar presentes para continuar publicando, o por lo menos para seguir estando vivos.
El dueño del negocio era un viejo librero que no parecía a gusto esta vez con brindar espacio para una presentación. Me acerqué a saludarlo y apenas se dignó a estrecharme la mano. Luego desapareció tras una puerta del fondo y no volví a verlo.
El editor había pedido a los dos escritores de renombre que comentaran el libro. Los cuatro nos sentamos tras el escritorio. Frente a cada uno había un micrófono y un vaso de agua. Los ejemplares de mi novela estaban apilados en un extremo. A un costado del local, una mesa exhibía los ejemplares a la venta.
El que habló primero, de voz suave y dicción cuidada, se explayó durante veinte minutos. Fue preciso y ambiguo a la vez. Destacó la prosa elegante y eficaz, alabó la verosimilitud de la trama y la exactitud de las descripciones. El otro tomó el micrófono y dijo que no había tenido tiempo de leer la novela. Todos rieron porque conocían la filosa ironía de este escritor. Repitió que no había tenido el placer de leerla, pero que descontaba que iba a agradarle conociendo la destreza de Bautista Beltrame en el arte de la prosa.
-Todos hemos disfrutado de sus deliciosos artículos dominicales, y no dudamos que el arte de la narrativa se vea beneficiada por su enorme fidelidad a la verdad.
El público aplaudió y una sonrisa se desprendió de los labios de todos. Entonces me di cuenta de que estaba punto de desvanecerme, porque vi enormes bocas de neón con labios rojos tras las manos que aplaudían. Yo estaba sudando, y los dos escritores me miraron, luego el editor también lo hizo, y me hice conciente del silencio recién entonces, sin saber si me había desmayado y vuelto a despertar, o simplemente los aplausos habían cesado sin darme cuenta. Me vi tomar el micrófono y agradecer las palabras de tan autorizadas eminencias. Dije cuánto me satisfacía haber llegado al objetivo propuesto: escribir ficción era una forma de deshacerse de los propios demonios. Así había hecho el protagonista de mi novela, matar es limpiarse, lo malo es que uno vuelve a ensuciarse por fuera, y después la sangre penetra nuevamente, se agria como leche cuajada, y el olor se hace insoportable.
-No es sangre coagulada y seca, es un hematoma que se infecta y luego se abre.
Se me quedaron mirando un rato, no sé si sorprendidos o esperando que siguiese hablando. Yo había devuelto lo que me habían entregado esa noche aquellos famosos escritores, me sentía conforme a pesar de estar como en una cárcel llena de libros, lleno el aire con aroma a pipas y cigarrillos, encerrado con un montón de gente que compartía mi aflicción y mi condena, pero que de todos modos no se perdonaban uno al otro.
-Ahora, y antes del refrigerio que nos espera para brindar con un vino de honor, leeremos algunos de los telegramas que ha recibido nuestro homenajeado.
Mi editor leyó frases de felicitaciones y deseos de éxito de varias personalidades, después sonrió consecuentemente, y dijo:
-Aquí tenemos una sorpresa muy agradable. El flamante presidente de la república envía un mensaje de congratulaciones.
No recuerdo las palabras exactas, pero el tono y la forma eran algo así como “deseamos el mayor éxito a quien ha demostrado ser un fiel defensor de la república, y esperamos que desde su flamante actividad no deje de cumplir con el eficiente servicio que ha brindado al actual proceso de reconstrucción nacional.”
Hubo más aplausos, los flashes de las cámaras quemaron el aire viciado. La gente se levantó y muchos se acercaron a la mesa. Los dos escritores se colocaron uno junto al otro y se dejaron fotografiar. Se sirvieron canapés y vino fino. Comencé a firmar ejemplares, y de tanto en tanto dirigí miradas hacia los hombres parados junto a los estantes, que parecían estarme esperando como en un relato kafkiano. Pero yo sabía que siempre estarían allí así como siempre lo habían estado aunque no los viese. Era sin embargo ese un lugar tan pequeño que resultaba inevitable descubrirlos tarde o temprano. Y de un modo inesperado, dejé de sudar, firmé los libros con una sonrisa más fresca y mi tensión se fue aflojando hasta comenzar a verme más sereno y espontáneo. Noté en los ojos de mi editor que me agradecía tal cambio de actitud, y me abandoné al clima íntimo de la librería, a ese tono donde cada carácter parece armonizar con el otro, porque todos han llegado a la misma conclusión. Ese era mi hogar, me dije. Allí estaba mi vieja, recibiendo felicitaciones por ser la madre del escritor, mirándome extasiada porque nunca antes había sido testigo de mi éxito como profesional. Tras las puertas estaba la calle Corrientes, que aunque trivial en su maquillaje, era una arteria del cerebro del país, y no podía abstraerse del todo de lo que estaba sucediendo.
Pero adentro yo firmaba ejemplares con palabras dedicadas a cada lector, como si hubiese escrito el libro para cada uno de ellos, como si viviese en un pueblo cuyos habitantes se hubiesen reunido alrededor de un hogar para escucharme leer historias de fantasmas o de niños muertos, de amores frustrados o amantes traicionados, de las exaltaciones de la vida y de lo que conduce a la muerte.
7
Antes había notado ya que la puerta transpiraba. Cuando él llegaba los domingos después de almorzar para buscar a Gabriel e ir a la cancha, sentía la madera cubierta de sudor al pasar la palma de la mano sobre la superficie. No era extraño, los domingos de verano son extremadamente calurosos, y la madera es una sustancia que siempre conserva algo vivo, y en invierno, el calor interior de las estufas produce el mismo efecto pero en sentido inverso. Por eso ahora tampoco le extrañaba demasiado ver cómo la puerta de la casa había comenzado a abombarse hacia fuera. Efectos de la humedad en las puertas viejas, dilataciones de la madera que continúa viva a pesar de haber sido cortada de sus raíces mucho tiempo antes. Así también como los cadáveres tienen memoria de lo que alguna vez fueron, porque persisten en sus formas aún enterrados, y los huesos deciden mantenerse incólumes durante años.
Y ahora la puerta crecía en una convexidad quizá excesiva, amenazando con romperse en cualquier momento. Vio salir y entrar a los miembros de la familia durante toda la semana, y a pesar de que esperaba que la puerta se trabase, ellos abrían y cerraban sin dificultad. Pero hoy domingo la puerta estaba más hinchada que nunca, parecía una mujer embarazada de ocho meses, ese período donde la ansiedad por el parto llega a sus límites y un mes más ya no parece tolerable. Jorge había visto a su cuñada sufrir el calor y la extrema pesadez durante aquel verano en que esperaba a Gabriel. Y así parecía sufrir ahora la puerta de la casa, hasta creyó verla respirar. Esa puerta era un vientre, los ojos eran las ventanas, las manos los dos arbustos en el jardín delantero, dispuestos a secarse el sudor de la frente, ese alero de tejas que dejaba gotear los restos de lluvias y humedad.
Se preguntó si Nadia se habría visto así también, esperando al hijo de Jorge, al único hijo que ya nunca tendría. Si a los ocho meses de gestación Nadia caminaría por la calle abanicándose con las cuentas de la luz en la mano y una bolsa de compras en la otra, dirigiéndose a la casa donde Jorge la estaría esperando. Una casa como ésa, la que fue suya. Un hogar como aparecía en la vieja revista que su madre coleccionaba en un estante de la biblioteca. De esa revista emanaba el cálido hálito de las estufas en las tardes de invierno, o la sombra tenue de la siesta en los jardines de verano.
Era una buena oportunidad para presentarse a aquella nueva familia. Tocar el timbre y ofrecerse para arreglar la puerta. Conversar con el dueño e ir llevando la conversación hacia el tema de la infancia. Seguramente lo habrían invitado a pasar, y él podría entonces ver nuevamente el interior, recordar lo que temía estar olvidando hasta convertirse en algo irrecuperable. Estaba seguro que podría ver de nuevo a su padre a la cabecera de la mesa del comedor, ese hombre fuerte y seguro como un Virgilio que los conducía a salvo entre los senderos del infierno. Aquel maestro que había intentado salvarlos y sin embargo se había condenado a sí mismo, hundiéndose en lagos de alcohol casi imperceptibles durante las cenas. El vino tinto es oscuro como la noche, y los lagos de vino son espejos del cielo sin estrellas. Hasta a veces parece verse una luna rojiza en las vetas líquidas del vino. Y el alcohol es combustible para el fuego. Allí, en la casa también estaba la madre de Jorge. Ella era como la legendaria Beatrice, una esposa que sabía hacerlo todo: mantener el hogar perfecto aún en las condiciones no ideales, que disimulaba las falencias con una tela o un lustre bien aplicado, la misma que hacía silencio cuando el viejo se derrumbaba, limitándose a ayudarlo a levantarse e ir a la cama.
Jorge necesitaba entrar.
No era un deseo solamente, sino una de esas pulsiones definidas en los libros de psicoanálisis como imperiosas necesidades cuya frustración podría destruirlo por dentro, o convertirse en algo tan monstruoso que no podría controlar.
Pensó en Nadia, pero nadie le diría dónde encontrarla.
Pensó en entrar a la casa por la fuerza, maltratar al chico que llamaban Tomás, matar al perro y violar a la esposa.
Nada de esto le parecía posible para ver la casa por dentro una vez más. Porque lo que buscaba era la paz del hogar antes del derrumbe.
Las tardes y la siesta del verano, los anocheceres tras las ventanas del invierno.
La voz de su madre canturreando en la cocina. La silueta de su padre lavando el auto con el torso desnudo.
Había alejado a su hermano y su familia. Había destruido la única posibilidad de un futuro hogar.
Pero él todavía conservaba las llaves de la casa.
8
Es sábado a la mañana. Abro los ojos y me encuentro solo en el auto. Mario está junto al alambrado de la base. Hay mucho movimiento de periodistas y curiosos que corren hacia allí, y de pronto todos se tiran al suelo o se dispersan hacia la calle o corren a esconderse tras los autos. Una fotógrafa joven, de cabello rubio atado en cola de caballo se refugia junto a la puerta del auto. Como no escuché el primer disparo, en cuanto bajé la ventanilla oí claramente los que lo siguieron, una salva continua de ametralladora.
-¡Escóndase!-me grita ella, pero es demasiado tarde.
Veo el orificio de bala en el parabrisas, perfectamente limpio y perfecto, del cual parten las telas de una araña de vidrio. La bala entró justo por debajo del techo; miro atrás, no hay orificio de salida, pero quizá se incrustó en el tapizado. No tengo miedo, sólo asombro, hasta hago un comentario estúpidamente banal sobre la suerte y el destino.
Los disparos han cesado, pero yo no puedo creer que nos hubiesen disparado realmente a nosotros, periodistas, porque de algún modo todo esto va a terminar bien, el domingo de Pascua. Yo así lo creo, porque es costumbre del orgullo castrense dar estas demostraciones de poder de tanto en tanto, para mantenernos adiestrados, para enseñar al perro de la democracia quién es el dueño de la situación. La mano con el arma es como la mano con el látigo, o con la comida, en caso de los perros domesticados.
Por eso, pienso que esa bala que ha pasado tan cerca no me estaba destinada a mí ni a ninguno de mis colegas, sino que se trató de una bala perdida, una de tantas cuyo trayecto no puede calcularse por más que se tengan todas las precauciones posibles. Hay un margen de error, siempre, una zona ingrávida donde lo imposible gana terreno y se convierte en soberano. Una zona entre la vida y la muerte, como el útero materno, o más exactamente como el canal de la vagina. Un pasillo donde podemos perdernos antes de surgir a la vida definitiva o regresar al bienestar de la ingravidez. Pero ambos son extremos tan parecidos, que se anulan entre sí. La vida no se suma a la vida, es simplemente una energía que se desgasta desde el mismo instante en que nace.
Los disparos no se repiten. Hay movimientos tras el alambrado, algunos soldados corren entre las trincheras de bolsas de arena hasta el pabellón principal. Algunos periodistas aprovechan para fotografiarlos, zoom mediante y con lente de alta velocidad. Veo a Mario acercarse al auto y palpar con dos dedos la superficie del parabrisas.
-Hoy sí puedo decir que he nacido de vuelta...-me dice.-Justo salí a mear ahce dos minutos.
Pero el orificio estaba sobre mi asiento, le hago notar. No sé si me escucha.
-Tendremos que hacer la denuncia-sugiero.
-¿Para qué? ¿Cuántas balas se dispararon hoy? Cientos, miles. Nadie murió por lo que vi hasta ahora. Otro truco de la pantomima...
Le doy la razón. Noto, sin embargo, que está transpirando. Se pasa un pañuelo por la frente, se saca la corbata que ha llevado floja durante dos días. Dejándose caer en el asiento, agarra la botella de agua mineral del bolso y bebe por dos minutos completos.
-¿Te sentís bien?
Me mira y escupe por la ventanilla de mi lado. Su cinismo ha regresado intacto, así que no necesita contestarme.
-¿No tuviste miedo?-pregunta.
-Lo habría tenido si hubiese visto al que disparó. Pero sin tiempo a pensar es difícil que el miedo sea eficaz. Es extraño eso, ¿no? ¿Acaso conocés algún filósofo que haya hablado del tema?
-Maldito hijo de puta-murmuró.
No tengo miedo ahora. Hubo un tiempo cuando el miedo me crecía como la barba, se asomaba todas las mañanas y debía cortármelo al ras para que no se notara, para que no me produjese cosquilleos y escalofríos, para saberme prolijamente atildado sin los residuos negros del temor. Pero siempre nos alcanza, crece en la noche y allí está, a veces en el espejo, a veces en una vidriera, otras ni siquiera lo vemos, pero lo palpamos. Es una pátina en la cara, como las que usan los soldados amotinados este fin de semana. Porque ellos se pintan para ocultarse, actuar sin ser vistos. Y qué es eso sino producto del miedo.
El día que sentí más terror en toda mi vida fue la noche de la presentación de mi segunda novela. La intención era realizarla en la misma librería que la anterior, pero el dueño se había negado. Se habían esparcido rumores sobre mí, no por mis columnas en el diario, que ya habían pasado de moda, sino sobre el debilitamiento en el apoyo oficial que se me otorgaba. Un apoyo que yo nunca pedí, y que sin embargo era como la espada de Damocles sobre mi espalda. El hecho de estar al margen de las noticias políticas bajaba mi perfil socialmente, pero el oficialismo me mantenía vigilado, y sentía además que otros también me seguían. Tal vez amenazaron al dueño de la librería: si prestás lugar a ese tipo, vas a terminar mal, le habrán dicho. Ésa era la fórmula universal, válida en Buenos Aires como en Madagascar. Nada nuevo, en realidad, tampoco el miedo, pero éste tiene la peculiaridad de transformarse eficazmente en algo siempre renovado, nunca acogedor, pero reluciente como una cocina que se regala a mamá, brillante como un cuchillo recién comprado, espléndido como una bomba entre las manos.
Se hizo la promoción y llegado el día, llevé a mi vieja en el auto a la confitería de San Telmo donde se había preparado la presentación. Había mucha gente en la puerta, a pesar de ser las ocho de la noche de un invierno especialmente lluvioso y frío. Me había resignado a que esta novela tuviese menos repercusión que la anterior, el tema era difícil y extraño, y tenía tintes alegóricos que podrían interpretarse políticamente, en diferentes sentidos. Cada uno, según qué ideas preconcebidas tuviese del autor, podría llegar a conclusiones de conveniencia.
Los adoquines brillaban en la noche con la luz de la vidriera y los faroles en la puerta. Los flashes se encargaban de testimoniar las presencias de algunos funcionarios de la cultura, algunos colegas escritores y un montón de desconocidos. Sobre una mesa, vi ejemplares de El rostro de los monos, todavía solitarios y resignados. Vi el rostro de la portada, al protagonista enfermo y aislado que intentaba poblar el mundo con seres como él. Era un asesino múltiple, como yo lo había sido. Y no podía decirse que no habíamos podido elegir. Su eterno miedo era ser distinto al resto, mi miedo era el mismo, y nadar contra la corriente es imposible.
Esta vez no vi hombres extraños, pasaban desapercibidos o quizá no habían venido, como si para eliminarme el bando contrario fuese un buen instrumento para eso, sobre todo porque ahorra tiempo y municiones al propio interesado. La disposición de las mesas dispuestas en forma irregular me puso nervioso, no alcanzaba a ver quién estaba detrás de quien. La gente se levantaba para buscar cosas en el bar, los meseros iban y venían con bandejas repletas. Los fotógrafos no dejaban de estorbar en los espacios vacíos.
-¡Qué éxito Beltrame! ¡Cuánta gente ha venido a verlo!-dijo el editor.
Mis viejos conocidos, los dos escritores de la primera presentación no estaban. Uno se había excusado por hallarse enfermo, y era un secreto a voces que el otro había desaparecido seis meses antes. El editor organizó el desorden y todos se sentaron o hicieron silencio mirando hacia el escritorio tras el cual un colega del diario, el editor y yo nos habíamos sentado. El ambiente no era intimista y nostálgico como la vez anterior. Había demasiadas luces, olor a comida que contrastaba con el ambiente literario, y las estufas estaban innecesariamente encendidas considerando la humedad ambiente. Yo me secaba el sudor de la frente, no sólo por sentirme tenso, sino también por aburrimiento y sopor. Mi amigo de la prensa estaba cumpliendo con el objeto para el que se lo había traído, daba su opinión positiva sobre la novela. El acto fue breve, pocos comentarios seguidos por el inmediato brindis y el servicio del lugar. La gente comió, fue en busca de su ejemplar del libro y yo los firmé. Todo esto metódicamente, con una parsimonia que me sorprendió. Había sido una presentación más concurrida y sin duda el libro tendría más éxito aún que el anterior. Incluso las críticas más serias me lo confirmaron después. Sin embargo, algo me inquietaba. Tanta serenidad, es decir, tanta civilizada servidumbre no amenizaba con la conocida rebeldía de los escritores. Si por algo ellos se caracterizan, es por su constante falta de ubicuidad. Esa sensación de sentirse fuera de lugar en todo momento.
Y eso era lo que yo sentía, sabiéndome el único con esa sensación esa noche, lo cual me incomodaba por la jactancia que implicaba. Aunque nadie podía ver mi interior, yo sentía vergüenza de llamarme escritor en ese lugar donde no podía sentirse la más ligera pizca de arte. Como si todos fuesen actores contratados para aquella función. Me parecía estar narrando, a la vez que viendo, la presentación de una novela de autor desconocido. Perdí de vista a mi vieja, mezclada entre el bullicio de los que recién llegaban. Tuve que saludar a cada uno de los que habían llegado tarde, aceptando sus disculpas. Yo decía que no importaba, y señalaba la mesa donde se vendían los ejemplares. Todo se resumía en eso, me parece: un ritual comercial. Nada de misticismo literario, de conversaciones entre intelectuales, de controversia sobre corrientes y estilos. No había ningún escritor de relieve, sólo artistas y periodistas.
Entonces miré afuera, un solo instante, y vi las pancartas que un grupo llevaba en alto frente a la confitería. No se escuchaba nada desde adentro, pero ellos gesticulaban con los brazos alzados y caras enojadas. Los carteles decían simplemente la única palabra que nunca, en todos esos años, me atreví a pronunciar, sino siquiera a pensar. La había leído muchas veces, la había relacionado con locos, drogadictos y amantes frustrados. Cualquiera menos yo. Porque yo era un hombre común y corriente, acostumbraba a decirme a mí mismo cada mañana al levantarme y cada noche antes de dormir. Yo había nacido en una familia normal, me había criado en un barrio común de clase media, mi madre cocinaba y leía El hogar, mi padre trabajaba y pagaba sus impuestos. Ni siquiera habíamos protestado cuando el cadáver de mi viejo tuvo que esperar siete días en la morgue antes de ser enterrado, porque había tenido la desgracia de morir el mismo día que Perón.
Yo escribía, no portaba armas. Pensaba, no salía a la calle a matar.
Pero las armas son muchas, tuve que reconocer finalmente. Y allí estaban ellos, llamándome asesino.
Un vidrio estalló con una piedra arrojada desde la calle. Algunos gritaron, otros se tiraron al piso. Hubo un revuelo de platos caídos y botellas rotas. Escuchamos el canto de los manifestantes en la puerta, mientras hacíamos un silencio acorde a un himno.
-¡Qué vergüenza!-decía el editor, yendo hacia la puerta para enfrentarlos.
Le arrojaron otra piedra y regresó a mi lado con la frente cubierta de sangre.
-¡Que alguien llame a un médico!-grité.
-No es nada, Beltrame...no se preocupe.
Nadie quiso enfrentarse a los de afuera. Sin embargo, estos no entraban. Iban de un lado a otro a lo largo de la vereda, con las pancartas en alto y gritando “asesino”. Todo esto no duró más de media hora, la policía llegó para reprimirlos. Dos patrulleros detuvieron el tránsito, seis hombres aporrearon a los manifestantes y éstos se desbandaron. Dejaron los carteles en el piso, y cuando salimos, ahí estaban, como señales en el asfalto para peatones perdidos. Muchos me miraron con resentimiento, como si no hubiesen sabido que asistir a tales eventos era un riesgo en esa época, o quizá esperaban otra cosa, tal vez habían venido a ver mi sangre y ahora se retiraban sintiéndose traicionados en sus expectativas.
Agarré a mi madre del brazo y la llevé hasta el auto. Ella temblaba, así que me despedí lo más rápidamente posible.
-Mañana nos vemos en la editorial...-me dijo mi editor secándose la sangre con un pañuelo.
Yo asentí y subimos al auto. Puse las manos al volante, y me di cuenta que no podía manejar todavía, mis manos temblaban y mi corazón sonaba como una bomba. Y no sé por qué pensé en esa palabra. Lo único de lo que estoy seguro es que la red del lenguaje es un entramado que intenta dar sólo una idea del intrincado funcionamiento de los hechos. Yo pienso esa palabra, y en algún lugar el artefacto estalla, alguien muere o queda sordo, alguien pierde una pierna o simplemente llevará el recuerdo del sonido por el resto de su vida.
Doce horas después, el editor me llamó a casa. Me dijo que habían puesto una bomba en la oficina de la editorial. Sólo había muerto la mujer que hacía la limpieza.
9
Todavía conservaba las llaves de la casa. Seguramente habían cambiado la cerradura, pero qué perdía con intentar, se dijo Benítez. Era domingo y toda la familia había salido. Miró el reloj. Las tres de la tarde, el sol cayendo a pleno sobre la calle, ni un auto, ni un perro pasando por la vereda, sólo el aullar de una ambulancia a muchas cuadras de allí. Y él era un habitante más del barrio desde hacía cuarenta años, y ya todos estaban acostumbrados a verlo deambular sin motivo ni propósito por los alrededores. Se estaba convirtiendo en un loco inofensivo, eso era lo que debían estar pensando los demás. Por eso, sabía que no tenía mucho tiempo, que algo, tarde o temprano, iba a pasar. Era esa angustia de las tardes de domingo, el remordimiento junto con la desesperación formando una sustancia de impredecibles efectos. Un vacío, quizá, en medio de la calle, frente a la puerta de la casa. Como una fosa defensiva semejante a la de un castillo feudal. Atravesarla era entrar en una trampa, casi con seguridad, pero la cabeza le pesaba como si tuviese piedras, y a pesar de estar parado bajo el sol, creía estar corriendo impulsado por el peso de su cabeza. Si se detenía, moriría, si continuaba, caería en la fosa. Y no había otras alternativas.
Subió al Torino y regresó al departamento, buscó las llaves en el cajón de la mesa de luz. Las mismas viejas llaves con el llavero de cuero raído que había puesto cientos de veces en sus pantalones cuando era adolescente. Jorge regresó y estacionó el auto justo frente a la puerta. Quizá no pensaba en lo que hacía con claridad, como si tuviese la certeza de que el tiempo había vuelto atrás y adentro lo esperaba su familia. Abrió la verja y se detuvo frente a la entrada principal con la aldaba. Algo le decía que si intentaba abrir fallaría, y eso significaba el derrumbe mismo del sol que mantenía la alucinación con su inmensa esfera de energía radiante. Además, había sido su costumbre entrar por la reja del costado, por el pasillo que llevaba al patio posterior.
El ladrido de un perro lo sobresaltó. Entonces se dio cuenta que había olvidado al perro de la nueva familia, que seguramente habían dejado cuidando la casa. Pero el ladrido no venía del fondo, sino de la calle. Miró atrás y vio al animal que lo había seguido hacía unos días, salido de la casona de las Cortéz.
-Hola-dijo.
El perro movió la cola, la lengua le colgaba a un costado de la boca abierta. Luego se le acercó y se sentó a su lado. Gemía muy suavemente. Le lamió la mano y la agarró entre los dientes sin morderlo. Tiró de él, como si quisiese sacarlo de allí.
-No, viejo amigo, vos te quedás acá y me avisás si viene alguien.
Entonces Jorge colocó la llave en la cerradura de la reja verde. Era una puerta de hierro, endeble y oxidada en las bisagras. A nadie habría podido detener si la hubieran forzado, y tal vez por eso no habían cambiado la cerradura todavía. La llave funcionó, y el corazón de Jorge Benítez se aceleró cargando toneladas de sangre para alimentar un cuerpo que se estaba estremeciendo de alegría y estupor. Entrar a la casa luego de tanto tiempo, sentir el olor que había experimentado durante más de la mitad de su vida, ese aroma al que había contribuido con las secreciones de su propio cuerpo mientras crecía. El olor a sudor, el aroma de la piel, el aliento. El aroma de las comidas cada mediodía, cada cena y desayuno y merienda, leche hervida y chocolate caliente, canela y asado. El olor de la cerveza en los vasos abandonados sobre la mesa del patio los sábados a la noche. El perfume del viejo jazminero del fondo. El aroma de los fuegos de artificio en las navidades y fines de año.
Sintió un breve vértigo que lo hizo apoyarse contra la pared de la derecha, la que lindaba con el comedor. Hasta el áspero contacto de esa pared en la palma de su mano le era familiar, como si la memoria hubiese estado esperando a ras de piel para aflorar completa e intensamente.
La casa lo estaba esperando.
La casa era una madre, al fin de cuentas, que aguardaba libre de las fatigas humanas, el regreso del hijo pródigo.
Las cosas son más fieles que los hombres, eso lo sabía muy bien. Las cosas permanecen, mientras que los hombres mueren e incluso los recuerdos se convierten en restos que empalidecen cada día un poco más.
Llegó al patio, caminó sobre el pasto, tocó la vieja mesa de metal, que no había sido cambiada. Entró a la casa por la puerta de la cocina. La llave esta vez no le había servido, pero él sabía cómo abrir la ventada del costado. Eso era lo que había hecho cuando de chico regresaba tarde de jugar a la pelota y no quería que su madre se enterase. Entraba por la ventana y se sentaba a la mesa, como si hubiese estado allí toda la tarde. Entonces ella lo veía tan tranquilo e inocente, que no podía hacer más que sonreír y revolverle el pelo con una caricia.
Allí estaba la vieja pileta de la cocina, las mismas alacenas, el armario de la limpieza. La mesa era otra, redonda y de un solo pie. Pero recordaba la mesa de roble, rectangular, que podía extenderse con un mecanismo de bisagras que pocas veces habían usado. Siempre estaba cubierta con un mantel de tela fina. Su madre había protestado infinitas veces cuando se manchaba, pero eso era parte del ritual, ella lo sabía, la suciedad es parte inconmovible de las cosas. La mugre viene implícita con la belleza que se adquiere.
Atravesó el pasillo, ocupado por un armario grande que pertenecía a los nuevos dueños. Entró al comedor. La vieja mesa de su familia estaba intacta. No habían cambiado el mobiliario, quizá no disponían del dinero para hacerlo. Le habían dicho que el hombre era un policía retirado, todavía joven, quizá estaba enfermo, aunque su contextura física no lo delataba, o probablemente lo hubiesen desafectado por algún problema legal.
Los adornos de las paredes eran nuevos. Ya no estaba el viejo cuadro al óleo del barco anclado junto a un puerto, ni los platos de figuras chinas dispuestos en líneas inclinadas. Tampoco las porcelanas sobre los estantes, esas figuras de pastorcitas y ovejas que tantas veces se había puesto a observar con admiración cuando tenía menos de diez años. Era imposible tocarlas si no quería merecer los retos de su madre. Sólo una vez había roto una, y fue suficiente para no atreverse a tocarlas de nuevo. Fue una noche trágica para él, ella lo había mirado con odio, con un rencor que mucho después supo reconocer como verdadero al volver a verlo en otras caras extrañas. Fue entonces cuando aprendió que los lazos familiares no son garantía de nada, que el amor no está necesariamente implícito, que son muy delgados y su fragilidad es inversamente proporcional a la necesidad que se tiene de ellos.
Fue una lección, lo mismo que aquella bofetada que su padre le dio en plena calle una única vez, frente a muchos extraños testigos de la humillación, sobre todo testigos de su propio fracaso como niño. Porque ahora lo reconocía, el fracaso no es la pérdida de una siembra, sino que es otra planta sembrada junto a las demás. Con una mano arrojamos unas semillas, con la otra las semillas del fracaso. Pero son tan iguales, tan idénticas, que es imposible reconocerlas sino hasta que crecen. Y ya es tarde, entonces. Se han formado como se modela la forma de nuestro cuerpo, el tamaño de nuestra nariz, la forma de los ojos y la aspereza o la suavidad de las manos.
Pero el aroma continuaba ahí, la humedad de los cuerpos que se impregna en las paredes y la madera, las tonalidades de la luz por las ventanas, las largas sombras sobre el piso o los haces del sol descubriendo las motas de polvo del aire. La brisa que ahora entraba por la ventana era la misma de mucho tiempo antes, porque estas cosas no cambian demasiado. El sol parece eterno, y la luz más sabia que la endeble memoria humana. Y los objetos que el hombre crea para que lo sobrevivan entienden de estas cosas, porque su sustancia reconoce los átomos del aire y el sol, los aullidos del viento y el aroma de una tormenta, la electricidad inmanente en una leve brisa de verano.
La madera y el sol. Las cortinas de lino movidas por el viento que acarició alguna vez los maizales. El cemento de las paredes y la sustancia calcárea de las rocas de un acantilado. El aroma de la pintura y los excrementos de las palomas en el patio.
Jorge Benítez era sustancia de esa casa. Sus huesos habían crecido bebiendo el aroma de la mañana, la calidez de las estufas y el sonido del agua que fluye de los grifos. Las voces de su familia le llegaban nítidas, porque hay sentidos que se equivocan, como la vista, tan confiada a veces, como el tacto, ingenuo en ocasiones. Pero el olfato y el oído requieren de la oscuridad, y allí estaba la oscuridad que exige la memoria como resultado final. El recuerdo no como un fin, sino como un camino. Y Jorge se daba cuenta de esto, y presentía que ese domingo, como muchos otros, no terminaría bien.
Escuchó ladrar al perro. Corrió apenas la cortina del comedor y miró hacia la calle. El auto de los nuevos dueños se había estacionado detrás del suyo. Recién se dio cuenta que ya era casi de noche. Había pasado más de cinco horas dentro de la casa, se había dormido sobre el sillón y había soñado y recordado. Por eso estaba tan oscuro afuera, y apenas reconoció la cara del hombre bajando del auto y observando el Torino con curiosidad. La mujer y el chico se quedaron parados en la vereda, mientras el hombre les decía algo. Luego abrió de vuelta la puerta del auto e hizo bajar al perro, que corrió hacia donde estaba el otro perro vagabundo. Empezaron a pelear, pero el que había seguido a Jorge estaba en desventaja, y pronto quedó de espaldas pataleando para deshacerse del otro que lo retenía e intentaba morderle el cuello.
-¡Duque!-gritó el chico para separarlos, pero el más pequeño logró soltarse y huyó corriendo con la cola entre las patas.
-Habría que haber dejado al perro cuidando la casa. Hay ladrones. Quédense acá. Yo voy a ver-dijo el hombre.
Jorge pudo escuchar muy claramente la conversación, y al mirar otra vez el comedor sintió como un golpe de realidad, por lo menos del plano tangible y concreto de la realidad que toda la jactancia de la que son capaces nuestros ojos puede apreciar. El interior de la casa ahora le resultaba extraño, lleno de objetos y muebles, que exceptuando la mesa del comedor, eran diferentes y con el sello personal de otras personas. Otros cuadros colgaban de las paredes, fotos de artistas o reproducciones baratas de cuadros famosos. Adornos comprados en balnearios, portarretratos con gente que no conocía, jarrones y platos de pésimo gusto. Y sobre todo ese olor a incienso que tanto despreciaba.
Oyó el golpe de la reja y el paso apurado del hombre a través del pasillo. El nuevo dueño se había dado cuenta que la puerta principal estaba intacta, así que si él entraba por allí el intruso huiría por detrás. Jorge estaba atrapado. Resolvió enfrentar la situación, fue hasta la cocina y llegó justo cuando el hombre entraba y lo apuntaba con una .38 que había sacado de la campera.
-¡Quédese quieto o lo mato!
Jorge levantó los brazos e intentó explicar.
-Escúcheme, por favor. Yo soy vecino del barrio, todos me conocen, nací acá. Viví en esta casa casi treinta años...
-¡Al piso, cabrón de mierda!
Jorge comenzó a arrodillarse, sin bajar los brazos, e intentó seguir hablando.
-Está bien, tiene razón. No debí entrar. Pero entiéndame, por favor. No vine a robar.
-Explicále eso a la policía, viejo.
-¡Por favor, no me denuncie! Yo sé que usted es policía también, ¿cree que me habría arriesgado a tanto si fuese un ladrón? Hasta dejé el auto en la puerta...
El hombre lo miró con una mueca lejanamente parecida a una sonrisa de sorna, por lo menos eso fue lo que él creyó ver.
-Es la primera vez que me vienen con esas excusas tan pelotudas. ¿Y para qué viniste, entonces?
-Ya le dije, necesitaba ver la casa de nuevo. No se lo puedo explicar mejor...
Jorge se daba cuenta que estaba a punto de llorar. Había caído demasiado bajo y ni siquiera se dio cuenta de cuándo había empezado a derrumbarse. Los ataques de ira eran como ataques de epilepsia, habían degradado su mente de a poco, borrando el límite ya de por sí inexacto entre realidad y ensoñación, realidad y recuerdo, entre lo que debe y no debe hacerse si esperamos vivir en paz con los demás. El problema es, se dijo, que ya no podía vivir en paz consigo mismo.
-Por favor, no me denuncie.
El hombre bajó el arma y esta vez sonrió con toda la boca. Jorge sabía que era desconfiado y suspicaz, pero esperaba que dijese algo totalmente diferente a lo que finalmente dijo e hizo mientras sonreía.
-Quedáte de rodillas.
Salió y cerró la puerta de la cocina. Lo escuchó hablar con su familia, y luego el auto volvió a arrancar. El hombre regresó. Ahora estaban realmente solos. Cerró la puerta, bajó las persianas.
-Así que tenemos a un cagón que no quiere enfrentar a la policía. ¿Y tu familia no sabe nada?
-No tengo familia-dijo Jorge.
-Entonces, además de cobarde, maricón. Porque conozco algunos maricones que tienen más pelotas que vos.
Jorge se dio cuenta que se había encontrado con algo más difícil de traspasar que una pared de diez metros de alto. Un hombre peligroso con un arma en la mano. Alguien acostumbrado a salirse con la suya.
-Mire, esto se está poniendo raro. Si quiere avisar a la policía, hágalo.
El hombre ahora se puso a reír.
-Así que para vos se está poniendo raro. Yo vengo de pasear con mi familia y encuentro a un tipo en mi casa, que entró por la fuerza, y para vos se está poniendo raro. Estás más loco que una cabra, viejo.
Jorge bajó la cabeza y los brazos. Apoyó las manos en las rodillas.
-No te dije que bajaras los brazos.
Jorge volvió a levantarlos, pero le pesaban. Dios mío, pensó, Dios mío.
-Tenemos toda la noche para que pienses qué es lo que te conviene.
El hombre se le acercó, con el arma en la mano derecha, y apoyó el cañón en el oído de Jorge.
-¡No, por favor! ¡Se lo ruego por Dios!-dijo Jorge con las manos juntas, temblando. Escuchó el sonido del percutor y entonces gritó. Pero un segundo después todavía seguía vivo, abrazado a la pierna del hombre, llorando.
-Me estás empapando la ropa, maricón. Seguro que te measte encima, además.
Agarró a Jorge del pelo y lo hizo mirarlo a la cara.
-Te dejo ir si antes arreglamos algo. Te dejaría ver la casa cuando quieras, venir a visitarme a mí y a mi familia. ¿Qué te parece? Entonces nosotros podemos encontrarnos en alguna parte, un par de veces por semana.
El hombre lo miraba con un brillo que relucía en la penumbra. Era alto y fornido, la pierna a la que Jorge se había aferrado era fuerte y firme como un árbol. La mano que lo sujetaba tenía dedos que sabían también cómo acariciar, porque habían comenzado a tocarle la cabeza con suavidad, empujándola como a una oveja descarriada hacia el lugar donde se sentiría protegido.
La mano derecha del hombre, sin soltar el arma, se abría el cierre del pantalón y con la otra mano acercaba la cabeza de Jorge a la entrepierna. Jorge se resistió, pero el otro volvió a apoyarle el arma en la cabeza. Durante treinta segundos forcejearon, pero el hombre tenía más fuerza que él, y Jorge se sintió igual que el perro vagabundo bajo el poder del otro más grande. Sólo que él no tenía la oportunidad de huir, sólo de rendirse.
Pensó en Nadia, en la casa que lo había cobijado, la calidez del hogar que lo había protegido. Donde podía esconderse de la calle y cubrirse la cabeza con las manos. Cerrar los ojos y sentir la oscuridad que borra los peligros del mundo mientras la tibia calidez del hogar acaricia la espalda así como el líquido amniótico filtra lo que amenaza a los aún no nacidos.
Y por un instante que nunca sería capaz de medir, sintió algo parecido al placer y al dolor simultáneos, alternándose en un juego más cruento que la guerra entre Dios y sus demonios, que se burlan uno del otro sin piedad ni descanso durante siglos, amputándose partes del cuerpo y volviéndolos a reconstruir para tener con quien luchar, matándose uno al otro para revivirlo inmediatamente después. Formando el número cero del espacio sin tiempo.
Donde nace todo. El origen.
La casa es como un número cero, un útero de cemento y ladrillos.
Jorge logró apartarse y vomitó en el suelo de la cocina. Manchó las zapatillas del hombre y se quedó con la boca sobre ellas.
-Sucio hipo de puta-protestó el otro.
Jorge alzó la cabeza, logró erguirse un poco apoyando las manos en el piso, sin poder pararse del todo, y le dio un golpe en el abdomen.
El hombre no pareció sentir nada, ni siquiera se movió. Lo agarró otra vez del pelo hasta elevarlo hasta su cara. Jorge sintió el aliento a cigarrillo, vio la barba negra y espesa, los ojos oscuros y las facciones tan fuertemente formadas que era imposible la resistencia. El otro lo acercó más a su cara y le dio un beso en la boca que duró diez segundos. Después le torció la cabeza hacia la derecha hasta un ángulo que lo habría hecho ver su propia espalda de haber sobrevivido. Su propia espalda, antes de la original y la abismal oscuridad.
El cuerpo tembló dos veces antes de entregarse como un muñeco. El hombre lo levantó en hombros y lo llevó hasta la puerta. Varias cosas cayeron al piso, pero la calle estaba en silencio. Lo dejó junto a la puerta principal, abrió, miró afuera, y volvió a levantarlo, poniendo un brazo bajo la axila del cadáver y poniendo un brazo de Benítez sobre sus hombros. Quien los viera salir de la casa, habría dicho que Jorge Benítez estaba ebrio y que su vecino lo ayudaba a regresar a casa. Pero probablemente nadie los haya visto, porque nunca se supo que alguien informara nada sobre las horas previas a su muerte.
Puso el cuerpo en el asiento del Torino, dijo algo, como dar a entender que le hablaba por si alguien los estaba observando, luego subió al asiento del conductor y encendió el motor. Las luces delanteras iluminaron la calle y comenzó a conducir hacia el sur. Cuando llegó al barrio de las putas, estacionó el auto en una esquina y apagó las luces. Vio a varias mujeres en la esquina próxima. Habló en voz baja al cuerpo de Benítez, luego se bajó y lo puso en el asiento del conductor. Frotó con un trapo el volante y las manijas de las puertas.
Se fue caminando de vuelta a su casa.
10
Ése podría ser un final apropiado para mi tercera novela. Lo que ocurrió realmente más tarde, no era necesario explicarlo. El doctor Ibáñez, que estaba por esos días en La Plata participando de un congreso, fue invitado a aportar su opinión sobre el cuerpo de Jorge Benítez, más por consideración a un huésped reconocido que a una real necesidad de peritaje. Ibáñez confirmó lo que sus colegas locales habían ya determinado: muerte por dislocación cervical. Se encontraron restos de semen en la boca, pero cuando Ibáñez pidió la muestra para llevarla con él al laboratorio en Buenos Aires, la bolsa de nylon había estado expuesta sobre una estufa y su contenido era inservible. El médico forense presentó su queja, y se volvió a Buenos Aires farfullando entre dientes una protesta que nadie entendió con precisión, pero que todos sabían relacionada con la negligencia de la policía de la provincia.
El caso se archivó bajo el rótulo de crimen pasional. Algunas prostitutas fueron interrogadas, algunos vecinos que habían conocido a Benítez desde la infancia, incluso los escasos miembros de su familia tuvieron que presentar su testimonio. El cuerpo fue enterrado, el expediente archivado en el cajón de casos no resueltos, y el recuerdo de un hombre llamado Jorge Benítez se fue diluyendo en medio de hechos más importantes. Porque lo que estaba sucediendo en el país sobrepasaba los crímenes pasionales. Eran bombas y asesinatos en masa, una guerra que los subversivos habían declarado a la patria, y por eso el gobierno de reorganización nacional había venido para rescatarnos a todos.
-Eso fue lo que escribí el día siguiente al golpe. Fue una sensación de alivio, me parece. Quién no sintió en ese momento que el ejército llegaba así como habíamos visto en las películas del oeste llegar a la caballería para salvar al pueblo del ataque de los apaches. Éramos jóvenes, Mario. El ejército era una institución, y lo creíamos incólume e incorruptible.
Mario se ríe. Es el atardecer del sábado Santo. Hay mucho movimiento de periodistas alrededor de la base. El tiroteo de la mañana no se ha repetido, pero dejó los ánimos candentes y expectantes. Esperamos, incluso yo, que se repita, porque de algún modo eso rompería la insoportable rutina de una vigilia a la cual no vemos objetivo ni utilidad. Si todo está preparado para terminar el domingo de Pascua con la rendición de los oficiales sublevados, por qué esta pantomima que puede provocar una muerte. A menos que las balas sean de fogueo, y no es así, porque el orificio en el parabrisas de mi auto fue hecho por una bala verdadera.
Es como si la función montada para la gran alegoría de la resurrección de la democracia sea al mismo tiempo irreverente para con lo sagrado y demasiado insultante para la mentalidad castrense. No somos prostitutas, y si nos vendemos, nos venderemos caro, parecen haber manifestado con aquel despliegue de esta mañana. Como yo siempre dije, ellos tienen las armas, ellos deciden.
-Me admira tu lucidez, Beltrame. Esta novela que me contaste parece ser mejor todavía que las otras. En serio te lo digo, aunque me mires como si me estuviese burlando de vos. Siempre envidié tu capacidad de reflexión sobre la política y lo social. Lástima que te prostituiste tan pronto, y te vendiste tan barato a los peores tipos.
Nunca me había hablado tan directamente, y menos con aquella tranquilidad que daba todo por sentado, como si él hubiese vivido mi vida.
-No sabés ni la mitad del infierno que tuve que pasar...
Me interrumpe con otra risa que le cuesta reprimir.
-Parecés uno de esos peleles de la película sobre los juicios de Nuremberg.
No le contesto. Decido esperar que siga hablando, que sus insultos sean mayores para acabar de una vez con esta noche.
Está oscuro y las luces en la base continúan apagadas. Las luces de las cámaras de televisión son como hogueras en el Monte de los Olivos. Pasan dos helicópteros registrando la zona con enceguecedores haces de luz blanca, tan bajos que levantan nubes de polvo sobre hombres y máquinas. Se oyen protestas. Yo cierro las ventanillas y quedamos casi aislados.
-No me considero un criminal-digo, desafiando a Mario.
-Eso ya lo sé, sino te habrías pegado un tiro cuando entregaste a Gloria.
Dios mío, pienso en el profundo silencio dentro del auto, en el centro de mi mente, que como una nuez partida es el punto siempre firme de un poder inclaudicable: yo. Mi conciencia y Dios. Y alrededor el vacío y la nada. El silencio como un enorme hueco donde el nombre de Gloria sólo es admitido para ser pronunciado en compañía de plegarias y la adecuada ordalía de beatas admoniciones y juramentos, de ritos sacros y promesas virginales.
El auto se está rompiendo por dentro. Un líquido parece escaparse por el orificio de la bala. Lo que alimenta a los hombres es lo mismo que alimenta a los embriones. Mañana es el cumpleaños de mi madre, me digo.
-Te advertí que no ensuciaras su nombre con tu boca de mierda.
Mario no me hace caso. Sigue mirando hacia más allá del parabrisas con los brazos cruzados, pero de pronto pregunta:
-¿O qué? ¿Me vas a mandar a uno de tus muchachos?
Me tiro contra él y empezamos a forcejear. No hay mucho lugar, menos con las cámaras de Mario, los restos de papeles y bolsas de comida y los abrigos que llevamos a pesar del calor, y nuestros cuerpos son robustos además. Yo simplemente lo sacudo de la solapa del piloto tratando de sacarle de encima esa pátina de cinismo con que se ha cubierto el jueves antes de encerrarnos en este auto. Él opta entonces por tratar de apartarse, como quien intenta sacarse de encima a un cachorro malhumorado.
-¡Pará, pará un poco! ¿Me querés morder, cachorro de bulldog? O preferís que te llame perro policía, o doberman de las fuerzas armadas.
-¡¿Pero qué mierda te pasa, se puede saber?! ¿Por qué te la agarraste conmigo justo estos días? ¿Si tanto me odiás por que no lo dijiste en todos estos años?
-Porque recién hace tres meses me enteré lo que le pasó a Gloria. Tu bendita y amada Gloria, de la que me contabas las más excelsas virtudes cuando éramos más que íntimos amigos. Las noches que pasaban juntos, lo que le gustaba que le hicieras y lo que te gustaba que ella te hiciera.
Le agarro la oreja izquierda y la retuerzo en mi mano con toda mi fuerza. Él empieza quejarse de dolor pero no deja de sonreír.
-¿Qué sabés de Gloria?
-Primero soltáme...
Así lo hago. Mario se frota la oreja y empieza a contarme.
-Hace tres meses llegó a la oficina un tipo, uno de los arrepentidos, ya sabés. Vino diciendo que quería hablar, que le hiciéramos un reportaje. Dijo su nombre con toda tranquilidad, él pensaba que si salía en el diario los milicos no podrían tocarlo ahora. Tenía como veintipico de años, pero parecía mayor a cuarenta. Estaba arruinado, demacrado, medio calvo y fumaba como una chimenea. Era 31 de diciembre, me quedé para hacer unas fotos del festejo en la 9 de Julio, y no había ningún redactor. El hombre estaba algo bebido, pero lo suficientemente lúcido para hablar con coherencia. Ya no aguantaba más, me dijo. Quería confesar lo que había visto.
-¿Y qué vio, por Dios, qué sabía de Gloria?
Mario enciende un cigarrillo y me convida uno con sarcasmo. Le arrebato el paquete y lo destrozo en mi puño.
-Seguí hablando, pelotudo.
-Era un cadete en ese entonces. Le habían dicho que no servía para entrenar. Tenía problemas en una pierna o algo por el estilo. Lo habían puesto entonces a limpiar el cuartel, pasar el trapo, limpiar los baños y letrinas, lo de siempre. Un día lo trasladaron a la ESMA, y ahí cumplía con cualquier tarea, limpieza, mandados, cocina, lo que fuera. Había visto cosas, me dijo, gente, civiles que entraban y salían casi arrastrados por los milicos. No se cuidaban mucho de discreción puertas adentro. El pibe no tenía permisos de salida. Lo único que veía del exterior era el cielo del patio. No lo dejaban hablar por teléfono con la familia, y le controlaban las cartas. En unos meses estás afuera, pibe, le decían. Y él estaba contento porque la pasaba bien, abrigado en invierno, con ventiladores en verano, bien alimentado y en compañía de la jerarquía más alta de la Marina.
“A la noche escuchaba gritos, y a veces no podía dormir bien, pero incluso a esto se acostumbró. Algunas noches los tiros lo despertaban, y una vez lo obligaron a levantarse para ayudar a controlar un motín de unos detenidos. Esa fue una noche complicada, me dijo. Cinco detenidos se habían rebelado y costó reprimirlos. Hubo sangre en los pasillos, luego cada uno fue arrastrado hasta las celdas de castigo. Él ayudó a abrir las puertas, que no eran de rejas, sino puertas como de habitaciones comunes de un hotel, pero al abrirlas salía olor a fermentos humanos. Los detenidos fueron arrojados dentro y él volvió a la sala principal del cuartel. Pasó por la puerta, esperando órdenes. Debían ser las tres de la mañana, y aún había mucho movimiento. Tenía sueño y los ojos se le cerraban de cansancio, irritados por las luces y el olor a mierda que había salido de las celdas. Entonces empezó a oler aroma a alcohol, a whisky y cerveza. Venía de la sala de oficiales, y cuando de vez en cuando alguno entraba y salía podía ver las luces encendidas y varios hombres que iban y venían de una habitación más al fondo. Uno de ellos se asomó a la puerta que daba al pasillo y le ordenó que trajese toallas. Fue al depósito y volvió con varias bajo los brazos. Golpeó varias veces y recién le contestaron cinco minutos después. Que pasara, le dijeron, y cuando abrió escuchó un grito de mujer. Era inequívoco. Sólo una mujer podría haber dado ese grito entre tantas voces masculinas. Venía de la habitación del fondo. Atravesó la sala, donde varios oficiales estaban dormidos en las sillas, con las cabezas inclinadas sobre el pecho o apoyadas sobre la mesa. Tenían los uniformes desabrochados, dos de ellos estaban en camiseta y algunos pantalones tirados en el piso.
“Él pasó directamente al fondo. Nadie le dijo que se detuviera en la puerta, que de todos modos estaba abierta. La luz que llegaba de adentro titilaba como cuando baja la tensión eléctrica. Escuchó un zumbido continuo o intermitente, coincidiendo con las voces destempladas de los oficiales. Había una mesa en el centro, grande y ancha. Una mujer desnuda acostada encima. Los restos de la ropa interior habían caído bajo la mesa. Él miró allí abajo, porque no se atrevía a fijar la mirada en lo que sucedía sobre de la mesa. Nadie lo había autorizado a hacerlo, y a él le habían enseñado a temer lo que no comprendía, a huir y negar lo que le producía miedo. Los oficiales insistían en que la mujer hablase, en que dijese algo que ellos necesitaban saber, pero la mujer estaba amordazada. El pibe seguía parado a un costado de la puerta, de uniforme, así que pasaba desapercibido casi como uno más de ellos, porque había notado que casi todos estaban borrachos, y que las voces y gritos eran a veces incoherentes y se alternaban con risas o bromas obscenas. Levantó entonces la mirada como uno más de todos ellos, y observó con creciente... ¿interés?...le pregunté yo, y él bajó la mirada al piso y me contestó que sí. Se puso a mirar, siguió diciéndome, cómo los oficiales se abrían la bragueta y se frotaban contra la cara de la mujer. No pudo verle la cara a ella, pero escuchaba su llanto, y el pibe era un chico, al fin de cuentas, y era un varón que casi no había conocido mujer. Sintió mojarse sus propios pantalones mientras miraba, sin soltar las toallas de los brazos.
Mario se interrumpe para encender otro cigarrillo de un nuevo paquete. Yo bajo la ventanilla de mi lado, mirando el campo y el cuartel como amortajados por la oscuridad de esa noche nublada y sin luna.
-¿Era Gloria?-pregunto, sin énfasis de ninguna clase, en voz baja, porque temo que algo en la oscuridad me esté vigilando, y que de pronto vaya a atraparme si me oye hablar.
-Sí, era Gloria. Para antes de las seis de la mañana, le habían aplicado la picana cinco veces. Primero en los senos, luego en el cuerpo, como para divertirse, para estimularla casi. Fue después de violarla varias veces cuando le colocaron la picana en la vagina...
-Calláte… -le digo.
-...y un rato después en la boca, también...
-Calláte de una vez…-intento gritarle, pero la garganta me duele tanto como si estuviese hablando contra un tornado. Mi voz no alcanza a salir del ámbito de mis manos. Estas manos que han tecleado en la máquina de escribir más nombres que el número de células que las conforman. Y sin embargo ellas viven, y los nombres han desaparecido para siempre.
-...la quemaron, Bautista, la quemaron toda, y después quién sabe qué hicieron con ella…
Me pongo a llorar ahogando mi grito entre las manos.
-…porque al fin de cuentas era peligrosa, ¿no es cierto? Había puesto una bomba en la casa de un general, y había que tratarla de acuerdo a ello. Un mes después de que el tipo se esfumara, me pasaron un informe de buena mano. Una lista de los arrestados el día del motín. El nombre y el apellido estaban ahí, junto a su edad y la profesión que apenas ejerció. Gloria Sanmarco, 28 años, maestra de escuela.
Abro la puerta porque me ahogo. Camino agitado de un lado a otro junto al auto, mientras Mario me mira. Cruzo frente al parabrisas muchas veces, hasta que dejo de contar porque no sirve de nada. La ira me está dañando el corazón, un dolor intenso me oprime el pecho y únicamente sé que quiero seguir viviendo. Que la lógica y la razón están de acuerdo con la piedad, que la muerte parece incluso razonable después de ver y escuchar el inmenso paisaje de aquella habitación perdida en el tiempo. Pero yo aún amo mi vida. Por eso el dolor es demasiado para soportarlo, y como siento que me muero, sólo sé correr hacia delante, dispuesto a terminar con el origen del dolor.
Veo a Mario, ese cáncer de indescriptible dolor creciendo en el auto como un feto deforme en el útero de su madre. Un feto que sin hablar vomita gérmenes teñidos de pestes y sufrimientos. Por eso abro la puerta y agarrándolo de la ropa lo tiro al suelo. Busco desesperada, febrilmente algo, no sé qué, en la guantera, pero mis manos sí lo saben. Ellas son, desde siempre, mis mejores armas, las más valiosas amantes que han salido airosas en defensa de mi vida. Las manos saben, por eso encuentran el destornillador y lo empuñan temblando no de debilidad, sino de tanta fuerza, que temen descontrolarse y errar. Entonces clavo la herramienta en el pecho de Mario, varias veces, hasta asegurarme que el respirar es un recuerdo, un gesto olvidado, una manía caprichosa y obscena que el ser humano debe desterrar de su cuerpo para siempre.
LA POESIA
DE LOS INSECTOS
1
Regresaron caminando del cementerio. Era la
una de la tarde del tercer domingo de junio. Un día soleado, pero el frío
golpeaba las caras de quienes iban y venían por las veredas de la avenida,
envueltos en abrigos y bufandas. El aire tenía esa peculiar iluminación de las
tardes invernales, cuando hasta la luz parece congelarse y tomar tintes opacos
o refulgentes como la nieve. En Buenos Aires es muy difícil que nieve, sería
una ocasión tan excepcional como la invasión de una plaga de langostas.
Ruiz levantó la mirada al cielo, como si esperase ver esa plaga, pero en
realidad estaba mirando la nada que tan bien es capaz de simular el vacío allí
arriba. El azul del cielo siempre le pareció una pared, y le costaba imaginar
que podría apoyar las manos y jamás encontrar nada. Un color siempre es algo,
la manifestación de algo, y era inconcebible que no existiera nada más allá. Había
visto las ilustraciones del sistema solar, había contemplado extasiado las
fotografías tomadas desde un telescopio, y la oscuridad del universo se le
antojó desde entonces un artificio, un esquema que toda ciencia necesita crear
para explicarlo de algún modo. Hay lagunas tan grandes en la ciencia, que son
aún más extensos los puentes de la imaginación que las pequeñas islas de la
certeza.
Él quizá se había hecho médico únicamente
para confirmar las dudas que había descubierto mientras crecía. Las dudas son
también un sistema útil de supervivencia, lo único seguro en un camino tan
inestable como la vida. Por lo menos para quienes ven en ella algo más que el
sólo hecho de comer, respirar y procrearse. La duda como pensamiento esencial,
cimiento y cadena entre el cielo y la tierra, soporte mínimamente seguro sobre
un bote en mares turbulentos.
Cómo, si fuese de otra forma, explicarse la huída de Cecilia. Ese escape
rápido por un atajo que nunca imaginó para ella. Ni él ni su padre habían
podido concebirlo. Ahora ambos iban juntos, Bernardo Ruiz y el padre de
Cecilia, el viejo tomando el brazo del doctor, apenas un poco más alto,
recorriendo, porque no podría decirse que caminaban, la vereda de la concurrida
avenida. Porque cuando uno camina va a alguna parte, y ellos sólo recorrían
como quien tiene el día libre, y así era en realidad. Ruiz había pedido
licencia por dos días, y éste era el último. En cuanto al padre de Cecilia, se
había jubilado hacía diez años, y nada tenía que hacer. Su mujer había muerto
en el mismo hospital donde habían operado varias veces a Cecilia. Mientras ella
vivía en el departamento de Ruiz, el viejo había vivido con ellos.
-¿Y ahora adónde voy a ir?-dijo Renato Taboada.
Ruiz lo miró, pero el viejo tenía la mirada perdida en un vacío que
había creado para sí mismo entre toda aquella gente en la calle. Llevaba
un sobretodo negro de piel de camello,
con el cuello levantado y una bufanda muy gastada. Usaba una gorra de corderoy
gris y guantes de lana verde. Tenía el olor peculiar de los viejos, mezclada
con la lavanda que se aplicaba después de afeitarse. Esa mañana se había
afeitado muy mal. Bernardo dejó de desayunar y se levantó para ofrecerle ayuda.
Ambos se miraron al espejo: uno no muy joven ya, con la camisa blanca sin
abotonar, el otro viejo, con una camiseta sin mangas que dejaba ver el cuerpo
huesudo y cubierto de escaso vello blanco en el pecho. Las manos de Renato
temblaban y apenas ponía la hoja de afeitar sobre su mejilla se hacía un corte
pequeño.
-Déjeme ayudarlo-le había dicho,
pero no quería ofender la dignidad del hombre que podría haber sido su suegro.
Quizá en realidad lo era, porque él así lo sentía. Entonces comenzó a
afeitarlo. Renato se abandonó a los cuidados que el otro le hacía, como un
perro que se deja limpiar sumisamente. Ruiz pasó la hoja filosa sobre la barba
aún abundante y blanca de Renato, pero las sinuosidades de la piel de un
anciano son un camino difícil de recorrer. Hay surcos, hay recovecos e
interrupciones como en un camino de montaña.
Ahora Bernardo lo miraba en la calle y descubrió, con la luz intensa del
sol, lo que la precaria lámpara del baño le había ocultado, la mediocridad de
su tarea al afeitar al viejo. Miró los ojos azules de Renato, claros como el
agua, ojos que Cecilia no había heredado, porque ella tenía los ojos marrones
de la madre.
-¿Qué está diciendo, Renato? Usted sigue viviendo en mi casa.
El viejo le dedicó una sonrisa que pronto desapareció.
-¿Vos creés que se mató, Bernardo?
-No sé.
Era una respuesta estúpida. Él sabía que una sobredosis de heroína nunca
es un accidente.
-Pero vos sos médico... ¿qué te dijeron los forenses?
Por qué mentir, se dijo Ruiz. El hombre con quien hablaba era viejo,
pero al fin de cuentas era un hombre que había vivido su tiempo y su
experiencia, y era también y sobre todo el padre de Cecilia. Le pareció que
mentir era más complicado y sucio que decir la verdad.
La ridícula estratagema de Cecilia había sido una función de teatro para
sí misma: poner heroína en las ampollas de insulina. Ella sabía que no
engañaría a nadie, fue simplemente su vanidad. Casi como la puesta en escena de
uno de sus poemas, aunque esta vez era un poema para ser representado, no
escrito. Una escena que se repetiría en la mente de todos sin que la
hubiesen presenciado jamás. Únicamente
el hombre que había dormido con ella esa última noche.
Ruiz lo había buscado en el funeral, pero
no lo encontró. Hablando con Ibáñez sobre la autopsia, había preguntado por
aquel sujeto, pero debía estar en la comisaría en averiguación de antecedentes.
Saldría libre, nada había tenido que ver, y Bernardo no era celoso. Cecilia
había abandonado el departamento de Ruiz casi seis meses antes, dejando al
viejo como una valija rota junto con esas cosas que decidimos dejar atrás.
-Creo que fue así, Renato. Lo lamento.
-Está bien, no te preocupes. Si la hubiese visto ayer nomás, pero hace
tantos meses que no la veía, que me fui acostumbrando. Cualquier separación es
como una muerte.
Hice bien en decirle la verdad, se dijo
Ruiz. Sintió, sin embargo, cómo el cuerpo del viejo se sacudía un poco bajo su
brazo. No quiso mirarlo otra vez para no avergonzarlo, sabía que el viejo
lloraba, mojándose la cara mal afeitada. Ruiz sacó un pañuelo del bolsillo,
pero Renato ya se estaba secando con los guantes de lana. Sintió un nudo en la
garganta, y habría querido decir algo, pero estaba seguro que el silencio
siempre es más digno que cualquier palabra premeditada. Incluso el bullicio y
el ruido de la avenida conformaban un marco más bello que el sonido de una
frase artificiosa. Como un pintura de arte contemporáneo, donde una calle
concurrida no es una calle, sino la proyección del alma de cada hombre y mujer
que ha dejado restos y fragmentos de piel y cabello que construyen la figura de
un hombre solitario bebiendo a solas, sentado en un taburete de un bar frente a
un mostrador, contemplando en el espejo las monstruosas figuras de los hombres
comunes.
Caminaron diez cuadras. Esperaron en cada
esquina el cambio de las luces en los semáforos y el paso de cada auto, incluso
permitieron que mujeres con niños en brazos cruzaran la calle antes que ellos.
Ruiz iba lentamente, extrañado de ser el mismo que hacía unos días corría abrumado
por la falta de tiempo. Mañana regresaría al ritmo habitual, el hospital por la
mañana y el consultorio privado por la tarde. Pero hoy prevalecía el ritmo que
los muertos se empecinan en hacer llevar también a los vivos por un tiempo. Se
observa el paso del ataúd cargado por cuatro hombres en el cementerio, y ese
ritmo deja caer muchas piedras en muchas bolsas que cada uno, incluso los
niños, arrastrarán durante todo el día. Algunos más, otros menos tiempo, pero
nadie se salva de la pesadumbre. Y en cada funeral nos cargan con nuevas bolsas
de piedras; por más que hayamos abandonado las anteriores en el camino, las
nuevas se suman a los restos. Mucho después, las bolsas serán tan grandes y el
peso tan insoportable, que deberemos detenernos. Pero como no se nos permite
salir del cementerio sin ellas, tendremos entonces que quedarnos, ahora
definitivamente quietos, quizá acostados, o tal vez parados para contemplar
nuestro propio cuerpo sumiéndose en la tierra; y entregaremos después las
pesadas bolsas a quienes vinieron a despedirnos.
El sol del invierno forma sombras largas
y precoces en la ciudad. Ruiz estudió su propia sombra en la vereda, deformada
al subir y bajar los cordones. El viejo trataba de seguirle el paso, pero sus
pies se tropezaban, así que disminuyó su ritmo.
-¿Se siente bien, Renato?
El otro contestaba que sí, pero tenía un poco de hambre. Esa mañana no
había querido desayunar más que un mate.
-Vamos a almorzar algo liviano en ese restaurante que le gusta a
Cecilia.
No está bien nombrar a los muertos como si todavía estuviesen vivos. Hay
algo de mala suerte en eso. Dicen que al pronunciar sus nombres no se los deja
descansar en paz, porque el pasillo que deben recorrer es como todo pasillo de
un edificio deshabitado, tiene un eco más intenso que cualquiera que pudiésemos
imaginar. Un nombre es siempre un llamado, y ellos se dan vuelta para mirar a
quien los llama desde el lugar que dejaron.
El viejo se dio cuenta, pero no dijo nada. Le apretó el brazo y siguieron
caminando. Dos esquinas más adelante, llegaron al bar. Era un local donde
almorzaban oficinistas en su gran mayoría, se notaba en los gestos lentos y
preocupados, queriendo hacer del escaso tiempo que les quedaba un elástico que
ya no resistía mucho más. Miraban la hora en los relojes de pulsera, fumaban un
último cigarrillo mientras sorbían someramente de un pocillo de café. Allí él
había citado con Cecilia por primera vez, cuando ella trabajaba para la
revista, y luego también, cuando había aceptado aquel puesto en la empresa de
heladeras. Él le había aconsejado que no lo hiciera, que si iban a vivir juntos
no necesitaba aquel trabajo de oficinista. No le convenía a sus piernas estar
tanto tiempo de pie, caminando casi en círculos en esos despachos pequeños y
atiborrados de archiveros y escritorios. Ruiz la imaginaba atendiendo teléfonos
que nadie quería atender, yendo de escritorio en escritorio con papeles y
carpetas, haciendo sufrir sus piernas, y encima comiendo mal. Incluso ella le
había confesado que en ocasiones hasta se olvidaba de colocarse la ampolla de
insulina. Cecilia nunca se atrevió a reconocerlo, pero él sabía por el médico
de la empresa, que ella se había desmayado dos veces. Se olvidaba de la
medicación y creía compensarla no comiendo nada. Había intentado explicarle que
el cuerpo no funcionaba de esa manera, que la lógica matemática no podía
aplicarse al metabolismo.
-Ella me miraba entonces como si yo fuese un chico y ella mi maestra, y
me decía: “yo podría enseñarte más de mi enfermedad que todo lo que vos
aprendiste en los libros”.
Renato sonrió, pero no llegó a reírse como otras veces. Bernardo sacudió
las cenizas del cigarrillo en el cenicero y apoyó los codos en la mesa. Estaban
sentados junto a la ventana, y desde allí miraba de tanto en tanto el rincón
donde estaba la mesa que Cecilia acostumbraba ocupar. A ella le agradaba
esconderse ahí, donde pasaba desapercibida. Ya era bastante con que la mirasen
llegar cojeando, con sus zapatos especiales para reemplazar lo que le habían
quitado en el hospital.
-La conociste cuando tenía dieciocho años, Bernardo, y le amputaste el
dedo gordo del pie, si no recuerdo mal. Fueron diez años, no es poco.
Ruiz se quedó pensativo. Era verdad. Había comenzado quitándole el dedo
del pie, y había terminado la relación justo después de amputarle la pierna.
Entre ambos hechos habían pasado muchas cosas, y se habían perdido también como
esa pierna que ya no estaba en ninguna parte. Es curioso, se dijo él, mientras
el mozo extendía el mantel sobre la mesa, luego el plástico transparente, los
cubiertos, las servilletas, los vasos, que casi nunca hubiese pensado qué
sucedía con aquellos fragmentos amputados. Habitualmente se los cremaba como
residuos patológicos, porque jamás había sabido de nadie que los reclamara.
Además, eran partes gangrenadas en su mayoría. Eran, sin embargo, como enviados
que se adelantaban para explorar la muerte, y aunque no regresaban, se
convertían en pequeños nichos donde la
muerte se regodeaba como en un pequeño teatro de títeres. No los grandes
escenarios de las muertes colectivas: accidentes, catástrofes naturales,
tampoco la íntima escena del que muere en una habitación de tres metros por
cuatro, solo y estremecido por el pánico. Sino una muerte de juguete, pero sin
duda real, porque la podredumbre es tan asfixiante como en sus hermanas
mayores, y las larvas crecen tan precozmente como en las otras.
-¿Se acuerda de cuando usted y su esposa me la trajeron al consultorio?
Tenía el pelo peinado en una cola de caballo, los ojos marrones más tristes que
había visto en mi vida, y la espalda encorvada.
-Vos la palmeaste y le dijiste: “las chicas tan lindas nunca tienen que
estar con esa cara, las hace verse feas”.
-Pero ella me contestó con su perspicacia de siempre: “las chicas lindas
se ven más lindas si piensan”.
-Cómo lloró cuando le dijimos que debían amputarle el dedo...
-Sí, me acuerdo. Apoyó la cabeza en mi guardapolvo, y nunca, se lo
confieso, ningún paciente había hecho eso. Cómo no enamorarme de su hija,
entonces.
Cecilia tenía el cuerpo y la mente de una mujer incluso en esa época. No
parecía una adolescente, sino una mujer casi vieja por momentos. Su tez blanca
y pálida, los ojos pequeños y de tonalidad amarronada, a veces verde oscuro
según la luz que la alumbraba en determinado momento.
-¿Era necesario cortarle la pierna ahora? La habríamos tenido en casa
hasta ayer mismo si no se hubiesen peleado.
Ruiz miró a Renato y no pudo evitar el reproche.
-Ya se lo dije a usted y a ella, se estaba gangrenando. Habría muerto en
menos de quince días.
-Pero habría muerto con nosotros...
Ruiz no contestó. Para hacerlo hubiese tenido que recordar cada instante
pasado con Cecilia, cada discusión y cada beso. No quería pasar por eso de
nuevo. Sólo deseaba almorzar liviano, quedarse en silencio y mirar cómo el
mundo que lo rodeaba continuaba su camino sin necesidad de él. La calle y la
gente que no lo aguardaban, los autos que iban y venían como carros fúnebres o
ambulancias. Todos estaban enfermos y no lo sabían, todos viajaban desde o
hacia el cementerio o el hospital. En el medio, había casas, refugios donde
dormir y protegerse del clima, camas donde el vivir se confunde con la
satisfacción del instinto, libros en los que algunos viajan más allá o más acá
del tiempo real. La vida es tan extensa como los límites de un campo de juego,
puede ser una cancha de béisbol o un tablero de ajedrez. Pero es tan difícil
recordar la reglas, se dijo Ruiz, que algunos abandonan antes del fin del
partido.
-No creí que ella fuese tan cobarde...
Renato lo miró a los ojos, por primera vez enojado. Las manos venosas y
llenas de pecas le temblaban de repente. Volcó la copa de vino sin querer y se
puso a llorar.
-Nunca fue cobarde, hijo de puta, soportó todo lo que pudo soportar. La
cortaste una y otra vez y se aguantó siempre...
Ruiz le agarró las manos con fuerza y le pidió perdón. La gente de las
otras mesas los miraba. Justo bajo la luz de la ventana, al sol intenso de la
primera tarde, parecían dos contrincantes de una pulseada.
El viejo se calmó, pero Ruiz ya no estaba tranquilo. Le soltó las manos
y se dispuso a comer su plato de carne, entonces notó que tenía mal olor. Le
dio la vuelta y vio las larvas grises.
-La puta madre, qué restaurante de mierda.
Renato lo miró sorprendido, pero Ruiz ya había llamado al mozo.
-Mire esta carne, jefe, ¿le parece que puedo comer esto?
El mozo miró el plato y no entendía.
-¡Está llena de gusanos!
El otro se llevó la comida. Le trajeron otra y esta vez no encontró nada
extraño.
Ruiz había perdido su habitual tranquilidad. Su figura menuda, de
espaldas firmes y brazos fuertes, no necesita de muchos ejercicios pera
mantenerse bien. El cabello castaño y rizado combinaba agradablemente con su
nariz recta y el mentón delicado. Parecía más joven que su edad, y quizá por
eso, a los veinticinco años y recién recibido de médico, había hecho que
Cecilia se enamorase de él.
Ahora, sin embargo, tenía diez años más, algunas canas y una expresión
tensa que llevaba varios años formándose, moldeándose a su rostro como si no
naciera de su propio estado anímico, sino que fuera una máscara fraguando a
medida que el líquido que la constituía se esparcía sobre él. Cayendo desde
algún lugar del cielo, tal vez desde los infiernos que casi siempre nacen como
mundos condensados de las nubes de nuestros pensamientos.
-¿Un café, Renato?-preguntó, pero
el viejo negó con la cabeza, cavilando con la mirada perdida tras la ventana y
tamborileando los dedos en la mesa. La melodía que llevaba era inventada, Ruiz
lo había sabido por Cecilia, y era una costumbre que la irritaba. Pero a él le
era indiferente, y hasta a veces le agradaba. Al escuchar los golpecitos de los
dedos del viejo sobre la mesa de madera, su imaginación, o más bien su alma, se
transportaba a patios y cocinas de barrios suburbanos, a mesas y sillas de
mimbre y gente tomando mate en las tardes de verano. Recuerdo de gente y
tiempos que no creía haber conocido y sin embargo añoraba. Arbustos en los
jardines donde los perros corrían y dormían tirados en el césped, viejas
mujeres que se levantaban de sus sillas de cocina y se colocaban los sweters de
hilo al sentir la primera brisa fresca de la tarde.
El viejo estaba enojado con él, y Ruiz se recriminó haber dicho lo que
dijo. Se preguntó si lo pensaba realmente, pero en ese momento prevalecían la
ira y los celos. Cecilia lo había abandonado, y poco tiempo después moría en la
cama con otro hombre. Le había dejado a cargo al viejo y toda una carga de
culpa y recriminaciones. Y ella ahora estaba libre, y él atado a lo que siempre
había estado atado. Ella se había quitado las cadenas de su cuerpo enfermo, y
él seguía amarrado al mundo no por cadenas, sino por el peso de una idea
inmensa. Una idea hecha de carne y de huesos, de sangre y entrañas capaces de
fermentar todas las criaturas imaginadas. Una idea de plena felicidad o de
completo horror.
Eso era el cuerpo para Cecilia. Por eso se había complementado tan bien
juntos, viviendo aquellos años casi sin necesidad de explicarse o decirse
cosas. Sólo acciones había entre ellos, hacer el amor, preparar las jeringas,
comer y acariciarse, y sobre todo mirarse. Seres que utilizaban la voz para el
mundo exterior, el trabajo y la rutina social. La única comunicación verdadera
es con el cuerpo, le decía ella cuando estaban en la cama, mirando el cielo
raso. Él observaba los dibujos de las moscas caminando en el techo, ella
buscando aquello a lo que aseguraba haber renunciado.
-Un café-pidió Ruiz al mozo.
Le trajeron el pocillo. Vertió un poco de azúcar. Sonrió para sí mismo,
sin mirar a nadie, y menos al viejo. Pobre Cecilia, el azúcar era veneno para
ella. Entonces siguió vertiendo más en la taza, y el líquido rebalsó y la taza
se convirtió en una taza de azúcar húmeda. Pero continuó volcándola hasta que
el frasco se terminó y levantó la mirada. Todos lo estaban observando. Dejó
tranquilamente el recipiente vacío, sacó la billetera, dejó más que lo
suficiente para pagar la cuenta y se levantó. Creyó ver, por un instante, unas
muletas apoyadas en el rincón tras la mesa de Cecilia. Se detuvo en la puerta
un momento, lo vieron mirar al piso y pisotear algo, como si estuviese matando
insectos. Lo oyeron pronunciar un par de obscenidades y luego detenerse en la
puerta.
-Vamos, viejo.
Renato se levantó sin aceptar ayuda del mozo y tomó del brazo al hombre
que podría haber sido su yerno. Los vieron alejarse por la vereda azotada por
el sol, caminando lentamente como si estuviesen recorriendo no la calle de una
ciudad, sino un camino de tierra, arbolado y frío en un día nublado.
Eran las tres de la tarde cuando llegaron al departamento. Subieron en
el ascensor en silencio y con las miradas de cada uno puestas en los pisos que
se sucedían uno tras otro. A través de las rejas se veían los palieres vacíos y
las puertas cerradas. Escucharon el eco de una que acababa de cerrarse abrúptamente,
quizá por la corriente de aire, y luego la voz de una mujer joven llamando a alguien,
quizá a un niño, y ambos sabían lo que el otro estaba pensando en ese momento.
Demasiadas veces habían oído la voz de Cecilia sonando en el pasillo, y el
repiqueteo de la suela de sus zapatos especiales haciendo eco a través de todo
el edificio.
Entraron, y Ruiz cerró la puerta. Habían cerrado las persianas al salir
y todo estaba oscuro. Encendió la luz del vestíbulo y fue a levantar la
persiana del ventanal que daba al balcón. Renato se dejó caer en el sillón, sin
sacarse el abrigo. Ruiz lo miró mientras se deshacía del sobretodo y luego del
saco y la corbata. Se sentó y desató los cordones de los zapatos. Cuando se
liberó de ellos, arrojándolos a un lado, dio un suspiro de alivio.
Se dio cuenta del silencio, del frío y
del odio que los separaba en ese instante, invasores que amenazaban con
instalarse definitivamente si no los expulsaba ya, ahora mismo, con palabras y
acciones que demostrasen que allí había gente que aún estaba viva.
-Voy a encender la estufa-dijo Ruiz.
Se levantó y fue hasta la cocina a buscar fósforos. Cuando regresó al
living Renato estaba sacando su pipa del bolsillo interior del saco y la
llenaba con tabaco. Cuando la estufa estuvo encendida, se acercó al viejo y le
dio fuego para su pipa.
-Gracias, hijo.
El viejo lo sujetó de una mano.
-Está bien, Renato, todo va a estar bien. Yo voy a cuidarlo, no se
preocupe.
Pero confiaría el viejo en él realmente, o era sólo porque no tenía a
nadie más en quien confiar su debilidad creciente, y esos diminutos insectos de
la vejez que van surgiendo para arrugarnos la piel, hacer de los huesos un
tejido de cristal y convertir la maquinaria del cuerpo en una chatarra
irreparable. Dónde mejor iba a estar que en la casa de un médico, para recibir
las sustancias que difícilmente repararían los estragos de aquellos seres que
se adelantaban, como mensajeros, desde la tierra que despide los vahos de
estiércol del futuro.
-Cuando quiera unos mates, avíseme. Voy a ducharme y luego a leer algo
en el estudio.
Renato asintió con la cabeza. Lo dejó en el living saboreando su pipa.
Ruiz se desnudó en su cuarto, tiró la ropa sobre la cama, esa cama donde hacía
seis meses Cecilia no dormía. Agarró una toalla y entró al baño. Se miró al
espejo. Se sentía despejado, pero aún así no tenía deseos de ir a trabajar
mañana. Sin embargo, tenía una cirugía programada desde hacía un mes, que no
admitía postergaciones. Se metió bajo la ducha de agua caliente y permaneció
casi media hora, sin pensar en nada, sólo dejando correr el agua por su cuerpo,
sintiendo el vapor intenso que inundaba el baño, sabiendo ya entonces que así
como estaba, desnudo y sin nada más que su propio cuerpo, era el hombre más
pobre del mundo. Porque el cuerpo no es una pertenencia, es simplemente nosotros.
A menudo discutía con Cecilia por este hecho. Ella pensaba que el cuerpo nos
esclavizaba, que era una cadena con el mundo del que sin embargo no podemos
desprendernos sin pagar un precio. La vida y el cuerpo son cosas diferentes,
pero la mayoría de las veces se entremezclan como aquellos microorganismos que
emiten seudópodos para desplazarse o invadir otros seres. Ruiz decía que somos
uno, cuerpo anatómico indivisible que se deshace en la tumba. La vida, para él,
es la vida del cuerpo, e incluía, por supuesto, la mente, sólo una parte más de
sus diferentes compartimientos y funciones.
La teoría de Ruiz carecía, por definición, de conflictos.
Pero la teoría de Cecilia era, entonces, algo muy parecido a una guerra.
Cerró la llave de paso y comenzó a secarse. Con la toalla limpió el
espejo empañado, y vio una cucaracha atravesando el techo. Se subió a la tapa
del inodoro e intentó matarla con la toalla, pero se resbaló y cayó al piso.
-¿Estás bien?-le preguntó Renato desde el otro lado de la puerta.
-Si, me resbalé, nada más.
Miró hacia arriba y la cucaracha seguía allí. Volvió a levantarse.
Arrojó de nuevo la toalla hecha un bollo contra el techo, dio en el blanco y
cayó otra vez. Revisó la tela en busca del insecto, pero estaba limpia. Buscó
en el piso, y no encontró nada. Se olvidó del asunto para untarse un
desinfectante en el raspón de la rodilla. Cuantas veces, pensó, le había dicho
a Cecilia que se cuidara de las heridas. Cualquier moretón podía convertirse en
una úlcera. Así había pasado la primera vez que tuvo que amputarla; la segunda
vez, ella se había lastimado la planta del pie con un alambre, y cuando
recurrió a él, la infección estaba demasiado avanzada. No la había vuelto a ver
desde la primera hospitalización. Durante esos tres años ella se había cuidado.
Era la época de su trabajo en la revista, y se sentía feliz. Pero cuando entró
al consultorio con el piel vendado y oliendo a putrefacción, él ya adivino, sin
necesidad de abrir las vendas, que el pie era insalvable.
Ella lo miró ese día como si le rogase que no hiciera lo que estaba
pensando. Esta vez había venido sin sus padres. Él la recordaba bien, era
difícil olvidarse de una adolescente que llora sobre el guardapolvo de su
médico. Hablaron un rato, entonces ella se calmó y comenzó a contarle sobre su
trabajo, sobre los artículos que escribía.
-¿De qué tratan?-preguntó Ruiz, mientras curaba la herida y envolvía el
pie en vendas como si se tratase de un bebé recién nacido.
-De cosas que veo en la calle, situaciones, de todo un poco. Pero hay
cosas que no me dejan publicar. Opiniones, ¿entiende? con las que la editorial
no está de acuerdo.
-¿Y puedo preguntar cuáles opiniones?
-Críticas del mundo, de la gente. Hay algo aborrecible en la gente ¿no
le parece, doctor?
Ruiz se dedicó a mirarla como si estuviese viendo una mente soberbia. Él
había llegado a la misma conclusión que ella recién después de ciertos años de
trabajo, lectura y experiencia. La confianza, o más bien la esperanza, es
difícil de perder en ocasiones, se aferra al temperamento de algunos y no
quiere morir en el camino. Pero hay pieles, como la de Cecilia, donde resbala,
hace esfuerzos por sujetarse con pequeñas patitas de insectos, pero finalmente
muere aplastada.
-Ya deberías tutearme, Cecilia,
no tengo muchos años más que vos.
Ella le sonrió, como si ya no le doliese, como si ya no tuviera el pie
que pronto iba a morir. Un pie que estaba tomando una tonalidad oscura y que
debía ser eliminado para preservar al resto que aún continuaba vivo.
Bernardo salió del baño y vio a Renato colocando un disco en el equipo
de música. Para algunos, habría sido un signo de insensibilidad. Para el padre
de Cecilia, era un homenaje. Mientras se vestía, Ruiz escuchó la obertura de
una ópera. Pasó tras el sillón de Renato y le preguntó si estaba bien. El olor
a tabaco y la música eran un consuelo para el viejo. Fue al estudio, dejó la
puerta un poco abierta, no le molestaba la música para estudiar. Se preguntó
cuál era el consuelo para él. Miró la vacuidad de su cuarto de estudio. A pesar
de estar repleto de estantes en las cuatro paredes, el escritorio cubierto de
papeles, libros abiertos y una lámpara, alfombras verdes y molduras de madera
bordeando el cielo raso, apoya libros de mármol, los cuadros con el título de
médico y los certificados de los cursos de postgrado, sólo el olor del tabaco y
la música de Verdi fueron capaces de hacerlo llorar, mientras escuchaba el aria
de Margarita de La traviata. Esa oscura y serena languidez de una voz
que se pierde en el tono medio del registro de la cantante, acolchada por los
violonchelos y el suave murmurar de los fagotes. Una voz que sabe que va a
morir.
Se sentó tras su escritorio, se secó la cara y abrió el libro que tenía
frente a él. En la página 304 del libro de anatomía había un papel con un
nombre y una cita. Mañana es la cirugía, pensó Bernardo, tengo que prepararme,
por lo menos leer un poco. Había postergado la operación de ese paciente por
dos días a causa del funeral de Cecilia. El hombre tenía pólipos malignos en el
intestino e iba a extirparlos. Corrigió la posición de la luz sobre el libro.
De pronto vio sombras que revoloteaban sobre la página. Eran polillas de la
luz. Aplastó unas cuantas entre las manos y fue a cerrar las ventanas. Estaba
atardeciendo prematuramente. Se preguntó si Renato querría tomar unos mates,
pero decidió dejarlo en paz con su música. Verdi continuaba su obra de
redención y perdón, su trabajo interminable de rescatar las almas llevándolas
de un sitio a otro, de tristeza en tristeza, de furia en furia, de dolor en
dolor. Y el resultado era la gran melancolía de sus sopranos y sus barítonos,
la ira de sus bajos y la congoja de sus tenores.
Vertió su mirada sobre las páginas de anatomía. Releyó lo que ya sabía
de memoria, contempló la roja estampa de los músculos, los blancos huesos como
piezas de fina arquitectura, el enramado tortuoso de los árboles de arterias y
venas. Pasó las páginas como si estuviese desplazando membranas que se deshacían
en sus manos. Y dentro de la belleza convivían los incansables gusanos.
Esperando, pacientes como vagabundos, insistentes como detectives, invisibles
como espías. Ocupantes de todos los cargos porque toda forma y tejido les son
gratos. Ubicuos y competentes como Dios.
A las ocho de la noche Renato lo encontró dormido, con las manos sobre
el libro y la cabeza apoyada en ellas. La música había terminado una hora
antes. La protagonista moría y dos hombres se lamentaban. Pero Ruiz no sabía
que el viejo lo observaba dormir, él ahora estaba parado en una llanura,
contemplando la fachada de una casa de campo. La casa parecía una cabeza
humana, no porque tuviese la forma, sino que cada parte podía imaginarse como
las partes de una cara. Por ejemplo, se dijo Ruiz, hablando en voz alta, aunque
nadie había para escucharlo, la puerta sería la boca, vertical en lugar de
horizontal, como si hiciese una histriónica mueca de asombro, amanerada, quizá
infantil (bien podría tratarse de una cabeza de niño). Las ventanas,
simétricas, a los lados de la puerta, eran los ojos, pero los postigos de
madera blanqueada a la cal estaban cerrados. El techo, a dos aguas, con tejas
españolas oscurecidas, podría representar un peinado uniforme y conservador. El
pequeño alero que sobresalía por encima de la puerta, la nariz, respingada casi.
Ahora estaba mejor orientado, fácilmente podría ser la cabeza de un chico.
Se acercó un poco a la casa, miró hacia el lado derecho para ver si
había patio trasero. Vio un jardín lateral, pero que no era del todo un jardín.
Había una cerca de alambres de púa con postes de madera a cada metro, una
plantación estrecha de hortalizas, una pileta de lavar junto a la pared y dos
palanganas. Algunas sogas y sábanas se asomaban de más atrás, en lo que sí
debía ser el patio trasero. En el jardín, había un viejo sentado en una silla
de madera con asiento de paja entretejida. Estaba con los ojos cerrados, igual
que la casa. Pero en la pared lateral había una puerta que se agitaba aún
cuando había muy escasa brisa. En realidad era la puerta mosquitero la que se
sacudía, golpeándose una y otra vez contra el marco y luego contra la pared, en
un viaje ida y vuelta de 180 grados. Y con cada golpe, el viejo parecía
sobresaltarse, porque levantaba la cabeza un poco y luego volvía a dejar caer
el mentón sobre el pecho. Pero no abría los ojos.
Entonces Ruiz descubrió al perro entre las piernas del viejo. La
decadente luminosidad de la tarde, la sombra de la casa, el cuerpo y las ropas
grises del hombre lo habían ocultado hasta entonces. Tampoco el perro se movía,
y era extraño. Pero de pronto se escuchó el sonido de un motor. Ruiz se dio
vuelta. Un colectivo se acercaba por la carretera de tierra, levantando una
gran cola de polvo. Entonces el perro ladró. Ruiz lo vio levantarse y correr
hacia el colectivo, que todavía estaba lejos. El viejo abrió los ojos y gritó
el nombre del perro, llamándolo para que volviese. Se levantó y comenzó a
caminar torpemente hacia la salida del jardín. El perro saltó el alambre de
púas y corrió hacia la carretera. Era un perro blanco, robusto, pero Ruiz sólo
alcanzó a verlo de atrás mientras se alejaba. Pudo, sin embargo, ver bien al
viejo, que caminaba sujetándose al alambre como si fuese una baranda, pero no
parecía darse cuenta que las manos le sangraban. Luego se tropezó y cayó
lastimándose la cara. Se levantó y continuó caminando hacia la carretera. El
perro ya había llegado hasta el árbol que marcaba la parada del colectivo. Era
un olmo, grande y esbelto, piadosamente envuelto por un aura de niebla y los
suaves tonos de grises del anochecer. Había pasado muy rápido el tiempo, el
viejo seguía caminando y el colectivo continuaba acercándose al árbol. El perro
no dejaba de ladrar, pero parecía ciego, porque ladraba al aire en lugar de al
vehículo. Parecía reconocer las distancias grandes pero no las pequeñas.
Entonces la nube de polvo se acercó, porque el colectivo se estaba deteniendo.
La nube continuaba a la misma velocidad y envolvió todo hasta ocultar incluso
al micro. El perro desapareció en la nube, pero siguió ladrando hasta que su
voz fue tragada por el ruido del motor. Luego el colectivo emergió otra vez y
se detuvo, llevando esta vez en la rueda delantera derecha un fragmento de piel
blanca.
El polvo de la carretera comenzó a asentarse. El chofer no descendió del
colectivo. En realidad Ruiz no alcanzaba a ver si había alguien más en el
vehículo, y ni siquiera veía al chofer tras el parabrisas sucio.
El viejo se detuvo de pronto, hizo la
señal de la cruz sobre su cara lastimada y manchada con sangre. Estaba a diez
metros del árbol, y no intentó acercarse más. Luego cayó rígido sobre el pasto,
duro como si ya hubiese estado muerto desde antes y sólo aguardase la muerte de
su perro para rendirse definitivamente.
Nada se movía ahora, ni las hojas del árbol, ni el viejo, ni el micro.
Únicamente la tierra que volvía a postrarse en su elemento, luego de haber sido
perturbada. Regresaba para acomodarse en su hogar ancestral, ubicando sus
miembros a todo lo largo y ancho del campo. La tierra extendía sus brazos para
recostarse luego de las caprichosas molestias de los hombres, y esta vez se
llevaba dos prendas a cambio de aquel atrevimiento.
Se llevaba a un perro ciego.
Y cargaba a un hombre en su regazo.
2
Ruiz se despertó a la mañana
siguiente, sólo con el dudoso recuerdo de haber dejado su estudio muy entrada
la madrugada para después desvestirse y acostarse. Incluso la luz de la mañana
y las cosas de su habitación parecían más irreales que el sueño que había
tenido. Se deshizo de las sábanas y la frazada de estampado floreado que
Cecilia había elegido para festejar el quinto años de vivir juntos. Ahora él
cambiaba las sábanas recién una vez por mes, cuando venía una mujer a limpiar
el departamento. Hoy era el día indicado, probablemente, no estaba seguro. De
todos modos arrancó de la cama las sábanas transpiradas y las dejó hechas un
bollo sobre el colchón. Levantó las persianas y abrió las ventanas. Oyó el
tráfico matutino, y ladrar a un perro. Pensó en el perro de su sueño, tan
parecido a aquellos extraños animales que había visto en La Plata cuando ejercía allí.
Se dio una ducha. Mirándose al espejo, apenas se peinó con las manos,
los rizos cortos siempre se acomodaban solos. Luego se afeitó y se vistió.
Preparó el maletín. Renato ya se había levantado y preparaba el desayuno, café
con leche y tostadas. La pava con el agua caliente sobre la hornalla. Estaba
cebando mate para Ruiz, que no tomaba lácteos.
-Estoy atrasado, tengo cirugía y llego tardo. Unos mates nada más...
Renato le alcanzó uno, y mientras él lo tomaba, sus miradas se cruzaron
en silencio.
-¿Durmió bien?
-Más o menos. ¿Vos tuviste pesadillas? Te hoy quejarte.
-Un
suelo malo y estúpido, qué se yo. La verdad es que no tengo ganas de ir a
laburar, pero creo que me va a hacer bien para distraerme.
Se despidió luego del primer mate. No quería hablar con el viejo. Su
cara le hacía acordar al hombre del sueño.
Dejó el auto en el estacionamiento del hospital y entró directamente
hacia la recepción. Las secretarias lo saludaron. Algunos, que sabían la causa
de su ausencia, le dieron el pésame. Otros, que también se habían enterado pero
no eran más que conocidos del trabajo, lo miraron mientras caminaba algo
encorvado hacia el ascensor. Tenía la vista fija en la puerta de metal,
contemplando el número de piso del indicador. Se daba cuenta que la gente
quería acercarse a él para charlar, pero no se animaban, él siempre fue
escurridizo para hablar de sus sentimientos. Tenía el aspecto de un chico
desamparado con sus ojos marrones y pequeños, los rizos sobresaliendo del
contorno de su cabeza fina y de tez clara. Cuando usaba anteojos, lucía aún más
indefenso. Pero él arruinaba toda iniciativa de piedad por parte de los demás
con sus juicios cortantes y sus exabruptos. Cuando se enojaba, optaba por
callarse la boca y no dirigir más la palabra a nadie en todo el día. Pero el
resto del tiempo demostraba una paciencia extrema.
Llegó al tercer piso y entró al vestuario del quirófano. Había dos
colegas que iban a ayudarlo.
-¿Trajeron al paciente?
-Sí, Ruiz. Me contaron lo que pasó, lo lamento mucho...-dijo uno.
-Si hubieras avisado, te acompañábamos un rato en el funeral..-.dijo el
otro.
Él agradeció mientras se colocaba el ambo.
-Era una chica muy valiente-dijo Cisneros.
Alberto Cisneros, el anestesista, lo había ayudado en la amputación de
Cecilia. Esa vez le había aconsejado que no la operara él, sino otro. Pero ella
había insistido, no quería otro cirujano que no fuese Ruiz. Si no, no se
operaba. Había internado a Cecilia el día anterior para que pasara la noche en
el hospital. Era lo habitual para preparar los estudios previos, pero también
fue un alivio para Ruiz. No habría soportado dormir en la misma cama con la
mujer a quien iba a amputar. Todos esa mañana en el quirófano lo habían mirado
como si viesen a alguien más que un simple hombre. Él vio a Cecilia salir del
vestuario acompañada por dos enfermeras. Se dio vuelta antes que ella le
dirigiera una mirada. La escuchó hablar con el anestesista, que le pedía que se
acostara en la camilla. Luego colocaron los campos estériles tapando la visón
de ella, y entonces recién pudo acercarse a la mesa de operaciones y mirar la
pierna pintada con yodo. Esa pierna que olía terriblemente mal y era como un
perro muerto descomponiéndose lentamente. Como si Cecilia hubiese estado
llevando un cadáver adherido a su pierna por meses.
Bernardo volvió a la realidad.
-Vamos a operar-dijo él, y entró al quirófano. El paciente estaba
despierto todavía.
-Quiere hablar con vos-le comentó Cisneros al oído.
-¿Qué pasa, Vicente?
-Doctor, si algo me pasa, dígale a mi hermano que se cuide de los
pájaros.
Ruiz miró a Cisneros, luego a las enfermeras, pero nadie entendió a qué
se refería.
-Debe ser efecto del sedante, seguramente-dijo Ruiz-. Está bien,
Vicente. Todo va a salir bien, no se preocupe.
Vicente Larriere era un hombre de cuarenta años, y durante los últimos
cinco meses los pólipos habían estado creciendo de manera muy rápida. Cerró los
ojos, las manos le temblaban. Le pusieron la mascarilla de oxigeno y se
adormeció.
Ruiz se lavó las manos y regresó al quirófano. La enfermera y la
instrumentadora charlaban de sus cosas, Cisneros observaba el ritmo cardíaco
del paciente en el monitor. Ruiz se puso el camisolín, los guantes estériles,
se acercó a la mesa y pidió el bisturí. Hizo una incisión transversal en el
abdomen, sobre el lado derecho. Extendió el corte oblicuamente hacia el centro.
Pidió gasas, secó la herida, profundizó hasta atravesar el tejido graso y llegó
a la membrana del peritoneo.
-Separadores anchos.
El ayudante, un residente avanzado, abrió los labios de la herida y los
revistió con gasas. Coagulaba los vasos sanguíneos menores que Ruiz iba
cortando. Llegó hasta el duodeno y metió la mano derecha para palpar las
adherencias. Sintió un pinchazo y retiró la mano bruscamente.
-¿Se cortó, doctor?
-No sé, y además con qué, si no usé más que mis manos.
Se cambió los guantes. Tenía un pequeño punto rojo en el dedo índice. Se
lavó con desinfectante y volvió a calzarse guantes nuevos. Metió otra vez la
mano. Esta vez palpó varias protuberancias duras como piedras. Siguió el
trayecto del intestino delgado. Allí no había pólipos pero le preocupaban esas
protuberancias.
-Hay unas tumoraciones muy raras. Necesito tijeras.
La instrumentadora se las alcanzó y él comenzó a disecar las membranas
de los epiplones. Cuando liberó casi un metro, levantó las vísceras. Brillaron
bajo la luz. Observó las paredes y sintió que estaban repletas de esas mismas
tumoraciones, adheridas a la cara interna.
-Pueden ser metástasis...
Ligó las arterias del sector que iba a seccionar, y hundió el bisturí.
Entonces de la herida brotó una fila de insectos que se diseminaron cubriendo
el resto de las vísceras, metiéndose en las partes inaccesibles del abdomen
abierto, esparciéndose por las manos de Ruiz y las telas que cubrían al
paciente. Eran negros, parecidos a escarabajos, pero no hubiera sido capaz de
clasificarlos por más que hubiese tenido tiempo para observarlos como un
entomólogo. Y mientras estos pensamientos volaban vertiginosamente por su
cabeza, los insectos se multiplicaban a una velocidad mucho mayor, porque no
dejaban de salir de la herida.
-¡Dios mío!-decía Ruiz, pero no pudo ver las caras de su ayudante o del
anestesista, y ni siquiera miró a las enfermeras, dando por supuesto que se
habían desmayado o alejado. Sólo atinó, como un chico, como un hombre
cualquiera y no con la experiencia de un cirujano, a aplastar los insectos como
si estuviese en el jardín de su casa y una plaga hubiese brotado de un
hormiguero inundado de agua.
No supo qué dijo después, quizá hizo
preguntas a nadie en particular, posiblemente al dios que nombró, porque a
alguien hemos de llamar cuando vemos lo que nunca supusimos podría existir,
porque no era posible que existiera. Un hombre lleno de insectos era una buena
pregunta para hacerle a Dios.
Golpeó el cuerpo del paciente
buscando aplastar el mayor número de insectos, puso gasas cubriendo la herida.
Las manos no le bastaban para abarcar a todos los que seguían saliendo del
cuerpo. Vio que caían al piso y se dispersaban por el suelo. Creyó ver que las
enfermeras los pisoteaban y que Cisneros estaba en la puerta, como paralizado.
Nadie monitoreaba el corazón del paciente, y entonces sintió que el típico
sonido del monitor se interrumpía con una alarma.
-¡Cisneros! ¡Se muere, venga rápido!
Lo vio volver saltando porque no parecía atreverse a pisar los insectos.
Pero Ruiz no sabía qué hacer. Era imposible suturar, los insectos
seguían saliendo y toda la mesa era una capa crepitante de membranas rotas
entre las cuales salían los que aún estaban vivos. Ruiz sentía náuseas. Pidió
agua para irrigar el cuerpo, y apenas logró despejar un poco la herida. Fue
entonces cuando vio las arañas. Los insectos se estaban dando vuelta y sus
vientres se abrían y dejaban salir arañas que se desplazaban rápido por la
mesa. El cuerpo del paciente estaba envuelto completamente de arañas, las manos
y brazos de Ruiz cubiertos de escarabajos. Las arañas de patas largas y muy
delgadas comenzaron a balancearse en telas desde la lámpara hasta el suelo.
Ruiz oyó gritos, golpes y un estruendo que no supo si se había producido
en el hospital o en el interior de su cabeza. Porque su conciencia colapsó de
un inclasificable asombro y de asco. Cómo nombrar lo que había visto. La
comprensión humana avanza a pasos cortos en escalones oscuros, cada paso es una
lenta y débil iluminación. Llegado a este escalón de su vida, Ruiz creyó, por
un instante, que la muerte es más que un infierno, y que el destino de las
almas era convertirse en arañas.
Entonces todo se oscureció. La luz del
quirófano se apagó como un estallido y el olor a quemado de un músculo cortado
con un coagulador eléctrico. Le dolía la cabeza y ya no podía tenerse en pie.
Se palpó los brazos y comenzó a sacudirse las arañas.
-¡Sáquenmelas de encima!-gritaba.
Dos personas lo retenían de los brazos. Abrió los ojos. Al mirarse las
manos, vio que estaban libres de insectos, y que vestía un pijama, y ya no
estaba en el quirófano. Reconoció una de las habitaciones del hospital, pero
siempre había estado del otro lado, al pie de la cama, observando el espacio
que él ocupaba ahora.
-Doctor, ¿se siente mejor?
Sentía que los insectos aún estaban en su piel, recordaba cómo habían
saltado a su cara y él se había restregado con asco y náuseas. Retiró las
sábanas de la cama y miró, estaban inmaculadamente limpias, oliendo todavía a
almidón y desinfectante.
-Dios mío. ¿Qué pasó? Los insectos… ¿cómo los mataron?
Miró a cada uno de los que lo acompañaban. La enfermera de sala, canosa,
obesa y de mediana edad, lo miraba con tristeza desde la puerta de la
habitación. Cisneros estaba al pie de la cama, inexpresivo, alto y rígido como
siempre. Un ayudante de sala lo observaba sin entender nada. La instrumentadora
estaba llorando, sentada en una silla junto a él, y lo tomaba de la mano.
-Tuvo un shock, doctor. El paciente entró en paro cardíaco y usted
perdió el conocimiento. Le hicimos análisis, mire...
Cisneros le alcanzó un papel con los resultados.
-Viniste a trabajar por lo menos con veinticuatro horas de ayuno.
Estabas hipoglucémico. ¿Cómo se te ocurre? Eso y el susto por lo del paciente
te hicieron colapsar, Bernardo.
-El paciente falleció, doctor Ruiz-dijo
ella.
Él no entendía de qué estaban hablando. Suponía que de lo que había
ocurrido hoy, pero quizá hablaran de cualquier otro día, porque nadie
mencionaba el principal desastre de aquella mañana.
-¡Pero los insectos, carajo! Las arañas que salían de los escarabajos,
como si fueran reservorios…tantas y tantas dentro del abdomen, Dios mío, no
puedo creerlo…
Ruiz hablaba con los ojos fijos en la blancura de las sábanas, creando
una teoría, imaginando una disposición y un proceso evolutivo de cierta lógica.
Era atractivo pensar en eso, aunque no pudiera explicarse todavía cómo habían
entrado al intestino del paciente, cómo se habían desarrollado.
Me estoy volviendo loco, pensó Ruiz.
-Estuviste delirando toda la tarde con insectos y arañas-dijo Cisneros.
Ruiz se levantó y lo agarró de los brazos. Lo sacudió de una forma que
no era violenta, sino desesperada.
-Pero si te vi casi escapando del quirófano, y no te animabas a
pisarlos...
Cisneros miró a los demás con cara compungida. Ruiz se dio vuelta y
observó a cada uno. La instrumentadota lloraba y él la tomó de los hombros y
preguntó:
-¿Vos también me vas a decir que soñé todo esto?
Ella asintió.
-¿Y el paciente dónde está?
-En la morgue.
-¿Y los familiares?
-Está su hermano solamente. Ya le dimos la noticia. Mañana a la mañana
vienen a buscar el cuerpo.
Ruiz miró a Cisneros con la expresión de quien cree haber descubierto a
otro en un error.
-¿Pero quién cerró la herida, quién limpio el cuerpo? ¿No van a hacer
autopsia?
-Tu ayudante cerró la herida después del
deceso, las enfermeras limpiaron el cadáver. No es necesario hacer autopsia, yo
firmé el certificado de defunción por paro cardíaco. Hay tres testigos, vos
incluido.
Ruiz se cubrió la cara con las manos y volvió a sentarse en la cama.
Cisneros se le acercó y puso una mano en su hombro.
-Tenés que descansar. Estás estresado por todo lo que pasó en estos
días. Todos conocíamos a Cecilia, era una excelente chica. Tendrías que tomarte
un par de semanas de vacaciones.
Bernardo levantó la vista hacia su amigo.
Movió la cabeza con un gesto afirmativo. Cisneros era demasiado distinguido,
como un caballero inglés, la presencia de la estampa médica casi perfecta con
su ambo impecable y su serenidad. Pero lo había visto desesperado hacía apenas
unas horas, aunque ya no estaba seguro. La habitación era real, la tarde
cayendo sobre el estacionamiento bajo la ventana del cuarto, las ambulancias,
las cortinas blancas balanceándose con la brisa de la ventana. Sintió
escalofríos, tenía el pijama empapado en sudor.
La enfermera trajo el termómetro y lo colocó en su axila. Un minuto
después estudió la columna del mercurio.
-Algo de fiebre, no mucha, doctor. Necesita comer y descansar.
-Tengo que volver a casa, mi suegro está solo.
-Ya le avisamos por teléfono. Viene para acá a visitarlo. Pueden comer
en el comedor del hospital esta noche.
-Pensaron en todo...-dijo Ruiz, sin intención.
Los otros tres se miraron sin pronunciar palabra, luego salieron del
cuarto y lo dejaron solo.
Siempre se había considerado un hombre que nunca podría ser capaz de
llegar a los extremos de la alucinación. La enfermedad mental, para él, era no
algo que podía resolverse extirpando o medicando una dieta apropiada y una
droga que compensara la acción de un metabolismo alterado, sino como una
debilidad de carácter. Era médico, es verdad, pero por eso se había dedicado a
una especialidad donde casi no existían controversias ni interpretaciones
erróneas. Los tumores deben extirparse, las enzimas alteradas deben revertirse
en su mal funcionamiento. Pero la mente es un área que él no comprendía, así
como no entendía la sustancia del alma. De lo único que estaba seguro era que
la mente era capaz de todo, absolutamente, incluso de esconderse de sí misma.
Huir de los perseguidores que ella había creado, por laberintos y escenarios
inventados para ese objetivo, sin olvidar colocar una venda sobre los ojos de
aquellos policías inventados.
La duda como parte del juego llamado certeza.
Y el sueño era el ambiente más grande, un sitio ilimitado donde la mente
del hombre vivía más tiempo y con mayor comodidad. La vigilia es una cárcel,
como lo era el cuarto donde ahora estaba. Mirando por la ventana las
ambulancias estacionadas mientras el atardecer hacía caer la sombra desde el
techo del mundo. Como si los grandes ojos del cielo se cerraran, o quizá las
compuertas de la gran fábrica del mundo, donde de construyen y desarman
permanentemente hechos destinados a un único fin: la fugacidad, el olvido como
la más perfecta obra de arte.
Los engranajes nunca se rompen, y si lo hacen, hay suficiente tiempo
para modificar las estructuras de la mente y corroborar que nunca hubo tal
desperfecto, y que si existió, nada ha sobrevivido de éste. Pero la mente
humana está en un cuerpo que es como el tronco de un árbol. Las cicatrices
quedan, la sangre, como la savia, brota, y la piel es una corteza que cura con
rugosidades e imperfecciones. Eso es lo que el alma o la mente no quieren,
residuos y cicatrices, por eso se empeñan en que el cuerpo dure lo menos
posible, pero la carne y los huesos resisten a pesar de los insectos y los
gérmenes. El cuerpo soporta y es más fuerte que un dios cuya sustancia
estuviese formada con los elementos de la roca volcánica.
Por eso Ruiz recordaba lo que había pasado esta mañana no como una
alucinación, ni siquiera como una ilusión, si cabía la diferencia, sino con el
sabor amargo de los insectos que habían rozado sus labios y la sensación de sus
patas recorriéndole los brazos.
-Tengo que ver el cuerpo-dijo, y se dio
vuelta para ver que nadie lo hubiese escuchado.
Sólo estaba Renato, en la puerta de la habitación. No lo había visto
llegar, y quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí.
-¿Cómo estás?-le preguntó.
-Mejor.
El viejo acercó una silla y se sentó junto a la cama. Ruiz se recostó
después de elevar la cabecera y poner un par de almohadas.
-Me dijeron que te desmayaste.
-Creo que sí, no me acuerdo bien. Solamente que entré al quirófano y
después me desperté acá. En el medio creo que soñé, supongo...
No tenía sentido explicarle al viejo. Además de preocuparlo, perdería la
poca confianza que aún le tenía. Necesitaba protegerlo como a un niño cuyas
expectativas no quería defraudar.
-Dígame, Renato. Esta mañana quería preguntarle algo y me olvidé. Tuve
un sueño anoche, y bueno...quería saber si Cecilia tuvo mascotas alguna vez.
El viejo frunció las cejas mirando al vacío, tratando de recordar.
-No, no me acuerdo que hayamos tenido. Solamente una vez se entusiasmó
con un hormiguero, de esos que vienen entre dos láminas de vidrio. Ella tenía
una prima, Leticia, de parte de la familia de mi mujer. Pasaron un verano
juntas en la playa, y la primita, que tenía la afición de coleccionar insectos,
le regaló un hormiguero de esos que te digo. Se podían ver los pasillos como
diferentes pisos de un edificio de departamentos. Cecilia alimentaba a las
hormigas con hebras de pasto y hojas trituradas. Un día se le cayó de la mesa de
luz al despertarse y todas las hormigas se esparcieron por el piso. Durante
semanas encontramos hormigas por todas partes. Pero el primer día fue un drama,
Cecilia lloraba por su pérdida, mi mujer y yo corríamos tratando de matar a las
hormigas. Eran imposibles de detener. A la noche nos acostamos, riéndonos de lo
que había pasado, y entre las sábanas seguíamos encontrando hormigas.
Renato rió por primera vez desde el
funeral.
-Esas fueron las primeras y únicas
mascotas que tuvo Cecilia. ¿Pero por qué me lo preguntás?
-Por nada en especial. Ya le dije, tuve
un sueño...
Desde ayer a la noche los acontecimientos
se precipitaban como en esos sueños donde el despertar es sólo una parte más
del sueño. Un estado más superficial en apariencia, pero tal vez más profundo
en realidad, donde cada despertar es un hundimiento mayor, un desgarramiento
más extenso de las imprecisas membranas que separan la vigilia y el sueño.
Membranas iguales a las que envuelven los músculos o a aquellos capullos de los
gusanos. Debía ver el cuerpo del paciente y comprobar por sí mismo que lo que
recordaba con todo detalle no era más que una muestra de la perfecta ingeniería
de las pesadillas.
Cecilia le había contado una vez sobre la prima Leticia. Fue después de
la segunda cirugía, cuando le amputaron una parte del pie. Ella estaba en la
cama del hospital, mirando hacia el techo. Cuando Bernardo se acercó y la tomó
de la mano, ella la retiró de él y señaló el cielo raso. En ese entonces recién
empezaban su relación. Los padres de ella no se habían acostumbrado todavía a
la idea de verlos juntos, así que no les gustaba hacerse demostraciones de
afecto en su presencia ni frente al personal del hospital.
-Un verano mi prima me llevó a la
playa-comenzó a decir ella-. Tenía dos frascos de vidrio que había sacado del
estante donde guardaba su colección de insectos. En uno había una araña, en el
otro una langosta. Leticia abrió uno, agarró la langosta y la puso en el frasco
con la araña, y lo cerró. Entonces las dos nos dedicamos a mirar cómo la araña
iba envolviendo a la langosta con sus patas, a pesar de que era tres veces su
tamaño. La langosta, débil como un vegetal, se doblaba y se alejaba hacia la
tapa del frasco. Pero la araña la seguía sin apuro, primero atrapándola con las
patas, y después empezó a atraerla. No sé cómo hacía, pero de ese cuerpo
chiquito salieron como dos patas con tenazas que comenzaron a masticar a la
langosta. Ésta se movía a pesar de que había perdido partes del cuerpo, pero al
final se quedó quieta cuando la araña le comió la cabeza.
Cecilia continuaba señalando el techo.
-Era una araña como esa-dijo.
Bernardo miró, había una telaraña en el rincón entre el techo y la
pared. Algo se movía pero no alcanzó a distinguirlo, y tampoco le importaba.
-Todo salió bien, mi amor. Tenés que cuidarte.
-Ya lo sé, para eso te tengo a vos. ¿Pero no es curioso, querido, cómo
los hombres y los insectos se parecen?
-No te entiendo, ¿en qué sentido se parecen?
-Unos comen a otros, a pedazos. Y es curioso como una puede permanecer
viva aún sin partes del cuerpo.
Esto había ocurrido cinco años antes. Luego, ella accedió a mudarse al
departamento de Ruiz, y durante tres años y medio, la pierna y el pie
permanecieron indemnes.
Preguntó al viejo si había cenado, y lo invitó a comer juntos en el
buffet del hospital. Ruiz se puso una bata que Renato había traído, junto con
el cepillo de dientes y ropa interior. Bajaron la escalera y llegaron al
comedor. Había sólo una pareja sentada a una mesa. Le dijo a Renato que se
sentara mientras él iba a comprar comida para ambos. Buscó una bandeja y
escogió de las fuentes dos supremas de pollo y dos ensaladas. Sacó de la
heladera dos gaseosas y pasó por la caja para pagar. Al darse vuelta chocó con
alguien que esperaba detrás.
-Perdón-dijo. Al principio no había reconocido al hombre, pero mientras
regresaba a la mesa se dio cuenta de que era el hermano de su paciente. Se
sentó y miró atrás, el hombre también lo estaba observando mientras pagaba su
cena. Lo vio sentarse cerca de la puerta.
-¿Qué pasa?-preguntó Renato.
-Es un conocido...
No tenía ganas de charlar ni dar explicaciones. Intentó olvidarse, pero
sentía la mirada del otro sobre él. Cinco minutos después lo vio a su lado.
-¿Usted es el doctor Ruiz, no es cierto?
Él lo miró y asintió.
-Soy el hermano de Vicente.
-Ah, ya lo recuerdo. Siento mucho lo que pasó. Supongo que le habrán
dicho que sufrió un paro cardíaco.
-Sí, pero fueron ellos quienes lo mataron.
-No entiendo.
-Ellos, los que viven en los sitios oscuros, bajo las rocas, en las
cañerías, en los techos.
Si el hombre estaba loco, no fue esto lo que llamó la atención de Ruiz,
sino que era el único que hablaba de lo que nadie parecía dispuesto a hablar.
-Pero no es eso por lo que lo molesto, doctor. Quería saber si mi
hermano le dijo algo...
-No me acuerdo, pero sí...déjeme pensar...antes de dormirse me recomendó
que le dijera que se cuidara de los pájaros.
El hombre sonrió. Sus dientes cariados no lograban enturbiar una sonrisa
asimétrica en un rostro delgado y de piel resquebrajada prematuramente. Era
alto, con un abdomen pronunciado que deformaba su figura espigada. El hombre le
extendió la mano. Ruiz se la estrechó. Inmediatamente reconoció la sensación
que había sufrido esa mañana al contacto con los insectos. Entonces apartó la
mano con rapidez pero el otro no pareció notarlo. Saludó a Renato con un
“buenas noches” y salió del comedor.
Terminaron de comer en silencio. No respondió a una sola de las palabras
del viejo.
-Vaya a casa y duerma. Mañana al mediodía seguro que estoy allá-le dijo
al despedirse.
No se acostó. Miró el estacionamiento por la ventana, a la izquierda estaba
el pasillo que llevaba a la morgue. Dejó la habitación y pasó frente al office
de enfermería.
-Voy a la guardia a conversar con unos
colegas-dijo a la enfermera.
Ella asintió.
En la guardia había poco movimiento. En
la sala de médicos no había nadie. Entró y buscó unas llaves en el escritorio.
Salió por la puerta de emergencias y recorrió el pasillo que había visto por la
ventana. Era la una de la mañana de un jueves. Estaba fresco y húmedo. La
humedad de las paredes y el olor a basura lo rodeaba. Abrió la puerta de la
morgue y entró. Encendió las luces. Pasó a un lado de las piletas y las mesas
de disección. Se paró frente a la cámara frigorífica donde estaban los
cadáveres. Había tres columnas de tres pisos. Todas carecían de rótulos o
indicaciones en las puertas. Probó con la primera, estaba vacía. La segunda a
la derecha, tampoco había nada. La tercera igual.
Comenzó con la segunda fila. Allí estaba su paciente. La piel morada con
rastros de sangre seca en la cara. Vio las costuras que su ayudante había hecho
en el abdomen. No había rastros de insectos en la superficie de la piel. Fue a
buscan una tijeras en el armario del instrumental y regresó junto al cuerpo.
Cortó las costuras, y lo único que salió fue una mosca. Una mosca verde y
grande que había sobrevivido a la baja temperatura del frigorífico, aún cuando
era casi imposible que lo hiciera. Pero había resistido el frío escondiéndose
en la calidez que aún emanaban las vísceras del hombre. Vio también algunas
hormigas muy pequeñas en la camilla, sobrenadando en las secreciones que habían
filtrado sobre la camilla.
Sin embargo, nada de esto era extraño en un sitio como ese. La vida se
abre paso de la manera más insensata posible en los lugares más inadecuados.
Nada de esto le servía para confirmar que lo de esa mañana hubiera sido más que
una pesadilla. Sólo las palabras del hermano de Vicente, y ya se sabe que las
palabras son susceptibles a múltiples interpretaciones, sobre todo si provienen
de un hombre afectado por la muerte de un pariente tan cercano.
Cuando salió de la morgue vio una sombra que se escabullía por la salida
del pasillo. Era alta, y creyó ver también que tenía un abdomen prominente.
Corrió hasta allí y lo vio agazapado en un rincón junto a las bolsas de
residuos. La sombra no se movió, pero él sabía de quién se trataba. Escuchó un
llanto muy suave, luego notó que levantaba un brazo y lo apoyaba en la pared,
como si fuese a levantarse. Entonces Ruiz se alejó para dejarlo solo. Pero se
dio cuenta, justo un segundo después de alejarse, que la mano había atrapado
algo contra la pared. Una pared sucia en un rincón lleno de basura, dónde
únicamente viven a gusto las ratas y las moscas.
Esa noche se acostó finalmente
en su cama de hospital, bajo la luz amarillenta y escuchando el goteo constante
de un grifo del baño. Se puso de costado y estuvo un rato con los ojos
abiertos, mirando el suelo de ese lado de la cama. Después se durmió, o creyó
dormir, porque lo que había comenzado a imaginar estando despierto continuaba
en el sueño. Caminaba por el campo hacia el mismo árbol de la vez anterior. El
colectivo se estaba alejando, sin interesarse por los dos muertos que quedaron
atrás. Ruiz primero se acercó al perro, casi aplastado y con los huesos desarmados
flotando como dentro de una bolsa de cuero. Quiso ser metódico y no gastar
fuerzas de más, por eso había planeado enterrar a los dos al mismo tiempo.
Levantó al perro de las patas y lo llevó hasta el cadáver del viejo. Éste yacía
boca abajo, lamiendo el rocío del atardecer en el pasto. Ruiz sacó una cuerda
del bolsillo, no sabía por qué la llevaba encima, pero no pensó mucho en eso.
Se dedicó a atar las patas del perro a los pies del viejo, luego le ató las
manos dejando un largo lazo que anudó
alrededor de su cintura. Cuando estuvo listo, empezó a caminar arrastrando a
los dos cadáveres desde la carretera hasta la casa. Era una sendero en subida,
ahora que llevaba peso recién se daba cuenta. Se encorvó un poco para hacer
fuerza, mirando de tanto en tanto su carga. Había un rastro limpio detrás del
perro, un nuevo sendero marcado para otros, quizá.
Llegó al patio de la casa. Pasó la verja de madera y alambres de púa. Se
detuvo y buscó con la mirada alrededor. Encontró una pala apoyada contra la pared.
Se desató y se puso a cavar allí mismo donde se había detenido. Estaba
oscureciendo, pero no necesitaba luz. Cavar un pozo lo puede hacer cualquiera
que tenga brazos y una herramienta, incluso un ciego sólo necesita palpar el
nivel de la tierra para saber cuándo detenerse. El sol se ocultaba detrás del
árbol, y el humo del colectivo formaba una columna densa frente al sol débil.
Del otro lado, la luna pálida se asomaba sobre la casa.
Cavó y cavó durante lo que le pareció más de media hora. Se metió en el
pozo y comprobó la profundidad, llegaba hasta su cuello. Era más que
suficiente. Buscó la sombra del cuerpo del viejo y encontró el extremo libre de
la soga. Tiró con fuerza y logró arrastrarlo hasta el borde y hacerlo caer. El
perro lo siguió, atado siempre a los pies de quien había sido su dueño.
Apenas veía donde arrojar la tierra
cuando se puso a devolver ésta a su lugar. Quedó un montículo elevado, y
después de dos o tres golpes, dejó la pala en la tierra removida. Se dio vuelta
hacia la casa. No veía absolutamente nada. Me habré quedado ciego, se dijo.
Pero pronto alcanzó a ver una línea de luz en el horizonte, muy delgada, y las
estrellas que recién nacían. Entonces la luna salió de atrás de una nube y lo
iluminó, viéndose ahora a sí mismo parado de espaldas junto a la tumba. Levantó
la vista hacia la luna y retrocedió, cayó de espaldas al tropezar con algo.
Buscó el objeto sobre la tierra oscura. Encontró algo cubierto de pelo, lo
levantó y lo expuso a la fría luz de la luna.
Era la cabeza del perro. Debió quedar casi decapitado por el accidente,
y él no lo había notado. La cabeza había resistido todo el camino, hasta que
justo antes de caer al pozo se desprendió. La miró con atención. Los párpados
estaban cerrados, las orejas habían perdido su rigidez, la boca dejaba ver los
colmillos fuera y la lengua sobresalía. Todavía estaba caliente. Agarró la
cabeza y la llevó bajo su axila derecha hacia la casa. Esperaba que adentro
hubiese agua con que lavarla, algo con que cubrirla para que no tuviese frío.
Una parte del cuerpo es el cuerpo mismo, pensó. Un ser dividido en dos
no son dos, sino siempre la mitad de uno.
Y su voz se confundió con el zumbido de los mosquitos que comenzaron a
rodear la casa, mensajeros de la helada certidumbre de la sangre.
3
Abrió los ojos y lo primero que vio fue su
mano derecha sobre la almohada. La palma hacia arriba como una mujer acostada
de espaldas que muestra el vientre y el sexo. Los dedos flexionados y
aparentemente relajados. Pero se dio cuenta que no era así, estaban tensos y la
forma que tomaban era como si estuviesen reteniendo algo. Algo con la forma de
una calavera de perro.
Bernardo recordaba que Cecilia le había mostrado una cabeza de animal el
día que se mudó a vivir con él. Cecilia tocó el timbre igual que una visitante
cualquiera y penetró en su vida con una valija en cada mano, balanceándose con
el vaivén característico de su andar, de la qué él era responsable. No de la
enfermedad, porque ésta es sólo una manifestación, un conjunto de hechos
inaccesibles a la lógica de la culpa.
El hombre, sin embargo, tiene un alma indivisible, una sustancia que no
puede analizarse porque nada la conforma y todo a su vez forma parte de ella.
No fragmentos, sino una entera, pétrea, indestructible unidad que con todo el
peso de lo posible y lo imposible actúa aún sobre el más pequeño grano de sal.
Puede destruirlo o puede fecundarlo. Capaz de lo probable como también capaz de
lo improbable. Fecundar una piedra es un trabajo que le concierne. Por eso, el
alma, tan fecunda y poderosa, se parece a un niño jactancioso y a la vez
ingenuo. Actúa sin darse cuenta, y mata a veces sin intención. ¿Pero es el alma
un hueso crecido de ingenuidad o un tumor alimentado por el mal?
Ruiz la había operado por segunda vez y
ella entonces decidió mudarse con él.
Enamorada o agradecida, quizá ambas cosas al mismo tiempo, junto a una tercera
posibilidad haciendo equilibrio sobre ellas: el resentimiento.
Cecilia deshizo las valijas, llenó los estantes vacíos y un lado del
placard. Ella no lo invadió, simplemente ocupó los espacios que él le había
designado. Luego se desnudó y entró a la bañera. La vio sumergirse en el agua
tibia, subir las piernas y colocarlas sobre el borde.
Me duelen, le dijo ella. Él se acercó para hacerle masajes y palpó la
cicatriz del muñón.
Te duele todavía, le preguntó. Ella negó con la cabeza. Insensibilidad,
pensó él, neuropatía por diabetes. Pero la insensibilidad estaba también en las
manos y la mente de Ruiz, eso era lo que ella estaba diciendo ahora con los
ojos. Me mudo con vos y ni siquiera me besás. Y qué excusas tenía él, quizá su
propio cerebro era también una masa putrefacta de nervios descompuestos,
incapaces de sentir piedad o amor. Esos dos extremos de la condición humana.
Entonces, casi desesperadamente, Bernardo comenzó a desnudarse, y sin
hacerlo del todo, se metió en la bañera y se puso a besarla. Diciendo
perdonáme, mientras lo hacía.
Esa tarde ella desenvolvió la calavera de perro que su prima le había
regalado cuando eran chicas. La habían encontrado en la playa, la estudiaron
juntas, y cuando se despidieron al regresar a la ciudad, su prima le dejó en
obsequio aquel conjunto de huesos. Cecilia estiró los brazos sujetando la calavera
en las manos, para que Bernardo la viese mejor, pero ese primer día no le
permitió tocarla. La puso sobre el televisor y luego pareció olvidarla. De vez
en cuando la movía al limpiar, pero sin mirarla siquiera. Otras veces él había
notado, sin embargo, cómo ella apartaba sus ojos de la pantalla y su mirada se
perdía en la superficie ósea de la calavera. Podía estar así una hora sin decir
nada, sólo tocándose la pierna enferma para rascarse, porque ella sentía que
cientos de hormigas se paseaban por el interior de sus huesos.
Ruiz ahora se levantó de la cama de hospital y corrió las cortinas. Eran
las diez de la mañana. La enfermera debía haber pasado varias veces, pero nadie
se molestó en despertarlo. Tenía dos semanas libres, según le habían dicho. Ni
siquiera estaba seguro si el día anterior había pasado en realidad todo lo que
recordaba. El día lucía espléndido por la ventana, y mientras se duchaba y
afeitaba rogó a su imagen en el espejo del baño que todo hubiese sido producto
de su imaginación. Sabía que la mente es tan fértil como Dios en crear
invenciones, y que incluso esa misma
mente era capaz de haber creado al Dios que a su vez la había creado a ella.
Todo eso, la existencia del creador y las connotaciones en torno a éste, no era
algo que ahora tuviese que preocuparle. Su inquietud se centraba exclusivamente
en salir de ese cuarto de hotel para enfermos, desayunar y comprobar después
que el cuerpo de su paciente seguía siendo un cadáver con las características
propias de cualquier otro, es decir, la inmovilidad y el silencio, porque sólo
la muerte concilia ambas virtudes en su significado absoluto.
Se cepilló los dientes, se pasó loción por la cara recién afeitada, se
vistió con lentitud y se miró al espejo una vez más. Todo estaba listo. El
reloj marcaba las once de la mañana. Bajó al comedor del hospital y todos lo
saludaron como si hubiese llegado de su propia casa.
-¿Se siente bien, doctor?-preguntó la enfermera de la sala mientras
ambos se sentaban a tomar un café.
-Mucho mejor, gracias.
-Coma unas medialunas, doctor. Está ojeroso, parece más flaco que ayer.
Él aceptó. Varios pasaron por su mesa para saludarlo. La instrumentadora
que lo había asistido el día anterior lo miraba fijo mientras le hablaba. Con
la boca decía una cosa, con la mirada otra. Él no quiso preguntar nada.
Cisneros pasó apurado hacia el quirófano y lo saludó de lejos. Ruiz miró el
techo del comedor, hacia el lado de la cocina vio dos cucarachas desfilando
lentamente hacia el centro del cielo raso. Bajó la vista, justo debajo había
dos personas sentadas, vestidas de negro, un hombre de sesenta años
aproximadamente, de barba y cejas espesas, que parecía no sentirse cómodo con
el traje que llevaba. La otra era una mujer joven, quizá la hija, vestida con
una blusa negra y un par de pantalones grises; sus dedos jugaban con un collar
dorado de metal barato, mientras miraba hacia donde estaba Ruiz.
Los insectos se habían quedado quietos, y Bernardo tuvo la curiosa
sensación, si debía definírsela a sí mismo con el término menos atroz posible,
de que parecían sombras proyectadas. No era posible que las hubiese en ese
ambiente iluminado por luces fosforescentes a los cuatro costados y en plena
mañana. Ni podría decir si los insectos eran sombras de las personas o las
personas sombras de los insectos. Pero mirar hacia arriba era como ver algo tan
humanamente común como un miembro más de los cuerpos que allí abajo estaban
sentados, quietos y sin casi moverse. Y mirar a la mujer era como contemplar
dos moscas verdes que hubiesen usurpado el lugar de los ojos. Eran bellos, sin
embargo, y no contrastaban con la tez
blanca y el cabello castaño. Entonces el reloj de la pared dio las doce del
mediodía y ellos se levantaron y fueron hacia la salida. Las cucarachas ya no
estaban.
Cuando pasó la puerta trasera del hospital, la luminosidad del patio lo
encegueció por un instante. Las paredes blancas de cal, el metal blanco de las
ambulancias haciendo destellar el reflejo del sol, que no era amarillo sino
blanco, filtrándose dificultosamente a través de una suave nieblas de invierno.
La oscuridad a veces es más pacífica que la luz, más piadosa también, porque
permite la esperanza aún dentro de lo desconocido; en cambio la extrema
luminosidad reduce todo a una tosca ceguera dolorosa y sin esperanza. No hay
redención ni paz entre las fronteras verticales de una luz que todo lo cubre y
lo funde en una blancura inerte, estéril. Vida eterna, sí. Inmovilidad y
silencio constituyen la vida eterna.
Bernardo vio cómo sacaban el ataúd de la morgue, y retrocedió para dar
paso al cortejo. Cuatro ancianas acompañaban a los cargadores del féretro.
Salieron del patio hacia la calle y pusieron el cajón en un coche fúnebre. Las
viejas subieron al coche siguiente. El hermano de Vicente, la chica del comedor
y el hombre viejo subieron al tercero. La mujer debía ser la esposa o la pareja
del paciente, no lo sabía con seguridad. El hombre, el padre o quizá el suegro.
No se atrevió a preguntar al hermano cuando pasó cerca de él, rozándole el codo
y sin darse cuenta de quién era. Porque la luz extraña de ese mediodía daba la
sensación de estar en la pantalla blanca de un televisor interferido, y las
figuras de las ancianas parecían puntos negros, moscas caminando sobre el vidrio
de la pantalla.
Cuando los ojos de Ruiz se habituaron a la luz, buscó su auto
estacionado en esa misma cuadra y siguió el cortejo. No sabía a dónde
sepultarían a Larriere, pero nada más tenía que hacer él ese día, así que fue tras
ellos a lo largo de muchas cuadras, y las cuadras se convirtieron en kilómetros
hasta salir de la ciudad y tomar la ruta hacia La Plata. Quizá lo
llevaran al cementerio de la ciudad natal, pensaba él mientras conducía,
protegido del frío del invierno por la calefacción del auto. Aun así se
filtraba una brisa fresca, por eso se colocó los guantes, primero uno y luego
el otro, sin soltar el volante. Una abeja apareció del lado interior del
parabrisas. Ruiz siguió el vuelo del insecto con la mirada. El zumbido comenzó
a serle molesto. Decidió aplastarla, con cuidado y con certeza para que no
alcanzara a picarlo. La abeja se posó sobre el tablero menos de un segundo y él
la aplastó con la mano derecha. Los restos quedaron pegados al guante.
Miró por el espejo retrovisor, y comprobó que él era el último de la
caravana. Únicamente cuatro coches la conformaban, viajando a no más de
cuarenta kilómetros por hora. Pasaron los límites de La Plata. Continuaron casi cuatro
horas más, cuando llegaron al puente sobre el río Samborombón siguieron otros
pocos kilómetros y se desviaron para tomar un camino de tierra a la derecha.
Era el comienzo de un pueblo muy pequeño. El cartel al costado de la ruta
anunciaba: “Le coeur antique”. Había construcciones aparentemente abandonadas y
semiderruidas a los lados del camino. Edificios bajos con arcadas y techos
altos a dos aguas. El coche fúnebre levantó nubes de polvo que envolvieron a
los de atrás, dejando entrever de tanto en tanto a los perros que salían de las
antiguas ochavas y algunos niños que miraban el paso de la corta caravana.
Llegaron al centro del pueblo, o lo que debía ser el centro a juzgar por
lo que se veía: una plaza chica sin árboles, unos asientos de madera astillada,
un busto colocado sobre un pedestal de cemento y un mástil oxidado sin bandera alguna. Del
otro lado, un almacén con ladrillos de adobe cuya puerta daba a la esquina, dos
mujeres viejas conversaban envueltas por un enjambre de moscas negras. A la
izquierda, una ferretería y forrajería, con dos ventanas estrechas a los
costados de la puerta desvencijada, y en cuyo umbral había dos sillas vacías
con asientos de paja y almohadones. Un perro ladraba sentado en la vereda, sin
levantarse siquiera, con un ladrido ronco, cansado y viejo. A la derecha había
una panadería, con vidrieras donde la mercadería parecía haber estado expuesta
desde hacía más de cuarenta años. Latas de sardinas, de embutidos y fiambres, y
al fondo el pan que no debía tener ya olor a pan, porque un aroma a
humedad invadía todo el lugar.
Estacionaron unos minutos junto a otro local cuadrado, con paredes
encaladas de rosa oscuro, una puerta alta de dos hojas y una lámpara oscilando
con la brisa, aún encendida como señalando el paso entre las nubes de polvo que
lentamente iba asentándose o esparciéndose con la leve brisa de la media tarde.
Era una papelería, al parecer, pero también había rollos de telas, estantes con
libros apilados, algunas botellas de vino vacías y viejas planchas de sastre.
Una de las ancianas bajó del auto y entró
allí. Diez minutos después volvió a salir, y en ese tiempo los autos esperaron
con el motor encendido. Cuando ella salió, hizo una señal a los demás coches y
los choferes apagaron los motores. Ruiz los imitó. Las puertas se abrieron y
los ocupantes bajaron. Los cuatro cargadores descendieron el ataúd y lo
llevaron en hombros hacia la plaza. Las viejas los siguieron, caminando
despacio, con las manos enlazadas sobre el pecho como en una plegaria, pero
algo le decía a Ruiz que no se trataba precisamente de un rezo. Los zapatos de
tacones bajos casi se deslizaban sobre la tierra y las piedrecillas. La familia
del muerto comenzó a caminar detrás, la mujer en medio de los hombres, tomada
del brazo de cada uno. El hermano de Vicente miró a Ruiz al bajar del auto. Le
sonrió amablemente y continuó su camino. Bernardo iba a seguirlos, pero sintió
deseos de orinar, y se dio cuenta que no aguantaría mucho más. Decidió pedir
permiso en esa especie de bazar, así que entró y golpeó palmas porque no había
nadie a la vista. El interior estaba escasamente iluminado por unas aberturas
en lo más alto de las paredes, que carecían de revoque. Estaban, además,
cubiertas de estantes con innumerables objetos, herramientas, telas viejas,
ruedas dentadas, planchas de papel madera, neumáticos, llantas, y muchas cosas
más que él no tuvo tiempo de distinguir, porque de pronto apareció un hombre de
baja estatura, calvo y una barba espesa, con un libro en las manos. Sin hablar,
lo interrogó con la mirada.
-Disculpe-dijo Ruiz-. ¿Me permite utilizar el baño?
El hombre señaló un pasillo al fondo. Ruiz agradeció y fue hacia allí.
El mismo olor y una penumbra más densa habitaban el pasillo. El piso era de
tierra. Pasó junto a la puerta de una cocina, la cual miró de costado, era amplia
y muy vieja, con una mesa grande en el medio, cuatro sillas alrededor y un
horno de metal negro y redondo como el caparazón de un enorme escarabajo
muerto. La siguiente puerta era la del baño. La misma antigüedad en las
instalaciones. un lavatorio amplio de porcelana blanca y marcada de rayas
verdes por donde el agua se había estancado a lo largo de los años, un espejo
con manchas de óxido, un inodoro blanco sin tapa y una larga cadena que colgaba
del depósito. Orinó durante tres minutos bajo la luz mortecina que pendía del
techo. Cuando terminó, sintió un cosquilleo en los pies. No me habré meado
encima, supongo, se dijo a sí mismo. Era una sensación caliente y hormigueante
que pronto le provocó ardor. Se subió el cierre del pantalón y se miró los zapatos.
Estaban cubiertos de hormigas. Comenzó a sacudir los pies, y tuvo la mala idea
de sacarse los zapatos. De esa manera tuvo que apoyarse sobre el piso lleno de
hormigas. La puta madre que lo parió, dijo varias veces mientras saltaba, sin
querer hacer mucho ruido porque le daba vergüenza que el dueño del lugar
llegase y lo viese saltar como un marica. Abrió la canilla del lavatorio y
levantó un pie a la vez para ponerlo bajo el agua. Así, de a poco, pudo
liberarse de las hormigas. Se colocó otra vez los zapatos y salió del baño. En
el pasillo se encontró con el hombre.
-¿Todo bien, señor?
-Sí, un problema con unas hormigas-dijo, rascándose sin darse cuenta una
pantorrilla después de la otra.
-Sí, usted sabrá disculpar, pero es un problema común en este pueblo.
Ruiz miró hacia la puerta de calle y pensó que el cortejo ya debía
haberse perdido de vista.
-¿Podría indicarme cómo llegar al cementerio?
-¿Al camposanto? Sigua el camino de la plaza y después el camino de
tierra, no hay otro y no se va a confundir.
Ruiz saludó y salió a la calle. Subió al auto y se puso en marcha por el
camino indicado. Después de la plaza había un descampado con arbustos y
matorrales, entre los cuales se abría el sendero por el que apenas entraba el
ancho de un auto. Pronto se encontró con el cortejo, que iba a pie con el mismo
paso en que los había visto partir. No había espacio para adelantarse, si
dejaba el auto ahí interrumpiría el
camino, y aunque no estaba muy seguro que alguien más fuera a pasar por allí,
decidió seguirlos a marcha lenta. Pero a los quince minutos poco habían
adelantado y el motor comenzaba a recalentarse. Se detuvo, abrió el capot y
echó agua al tanque de refrigeración. Mientras, el cortejo continuaba avanzando
lentamente entre los arbustos y bajo el sol de la tarde. Volvió a subir, puso
la radio y trató de sintonizar las noticias, pero había interferencias que no
dejaban escuchar nada claro. Cambió el dial hasta encontrar la única estación
libre de intermitencias. Estaban pasando una ópera, y entonces pensó en Renato.
Tenía que haberle avisado a dónde iba, o por lo menos que se ausentaría por
algún tiempo. Más tarde lo llamaría de un teléfono público. Intentó identificar
la música, y reconoció el aria del Macbeth
de Verdi donde Banquo y su hijo son emboscados en el bosque. La honda
belleza de la voz del bajo repercutió en el espacio estrecho del auto, y
saliendo por las ventanillas, pareció rebotar entre los arbustos para regresar
a sus oídos con otro tono, doble, pero no como un eco, sino como otra voz del
mismo cantante, esta vez más oscura y triste. Como si el bajo cantase con otro
que fuese él, también, pero mucho más adelante, ya muerto. Entonces Ruiz tuvo
la extraña idea de que la voz llegaba desde el cortejo, abriéndose paso entre
el silencio que parecía querer dominar el camino al cementerio.
Puso en marcha el motor y se adelantó
hasta justo detrás de los familiares. Ni siquiera se dieron vuelta para
observarlo. Le molestó un poco esa indiferencia, porque al fin de cuentas era
el único, además de la familia, que había asistido al sepelio. Supuso que eso
no debía importarles mucho, era evidente que aquel cortejo tan extraño, esas
viejas que debían haber organizado todo el funeral, y aquel sitio tan peculiar
para enterrarlo, era ya suficiente evidencia de que no se trataba de gente
común y corriente. Y casi había olvidado lo que había vivido ayer en el
quirófano, como si en lugar de un día hubiesen pasado meses o años.
El cortejo se detuvo en un claro del
camino. No había un solo árbol, sólo arbustos de toda clase y llenos de flores
de colores múltiples, hojas de formas diversas, bajos o altos, algunos de
diámetro estrecho y otros de varios metros, extendiéndose todos a lo largo del
camposanto. Las lápidas estaban entre los arbustos, sobresaliendo como pequeños
mojones de señalización en un camino abandonado. El mismo paisaje se extendía
hasta mucho más allá de lo que Ruiz podía ver. No formaban un verde parejo,
pero sí parecía un mar de oleaje congelado. Más tarde, ya después del funeral,
Ruiz descubriría que a medida que el sol iba cayendo y la penumbra comenzaba a
descender desde el cielo, el mar de arbustos tomaba un tono grisáceo del cual sobresalían
las lápidas, no como tumbas, sino como piedras indicadoras.
Pero aún eran las cinco y media de la
tarde, y el cortejo se adentró entre las plantas. Ruiz dejó el auto y los
siguió. Fue leyendo la inscripción de las lápidas, y sólo pudo distinguir
fechas y nombres que nada en absoluto le decían. No había retratos ni signos
religiosos, no había ofrendas ni señal alguna de pertenencias personales. Nadie
parecía visitar a los muertos, y sin embargo el lugar aparentaba cuidadosamente
mantenido. Los arbustos no tenían podas artificiales, pero habían crecido con
una armonía curiosa en su disposición. De pronto, Ruiz tropezó con algo. Miró
atrás y vio el tronco de un árbol cortado. Mientras continuaba, notó que había
muchos más ocultos entre los arbustos. Todos los árboles habían sido cortados,
incluso la plaza carecía de ellos. Entonces se dio cuenta que sin árboles
tampoco podía haber aves, y notó el silencio de todo trino desde que había
llegado, no había visto ni un solo pájaro en todo ese tiempo.
“Que se cuide de los pájaros”, le había
encomendado Vicente que le dijese al hermano. Porque las aves habitan en los
árboles, y comen, entre otras cosas, insectos. Donde no hay pájaros, los
insectos pueden vivir. Pero Ruiz no había visto nada extraño, ni podía llamar
así al episodio de las hormigas en el baño. En un lugar de campo es común que
haya insectos.
El cajón había sido depositado a un
costado de la fosa ya abierta. No había cavadores ni palas a la vista. La
tierra removida estaba seca y agrietada a un costado así que debió haber estado
preparado desde días antes, quizá. Pero Vicente había muerto sólo hacía
veinticuatro horas. Las viejas se detuvieron junto al féretro, y una después de
otra, dieron una patada a la madera. Fueron ocho golpes de sus zapatos grises
de taco bajo y punta redondeada, zapatos de anciana, tan inocentes como cabía
esperarse de sus dueñas. Ruiz no sabía si reírse o indignarse de aquella
ceremonia. Nadie pronunciaría palabras de despedida, ni un párroco hablaría
sobre la vida más allá de la muerte o recordaría el repetido polvo somos y al
polvo volveremos. Por qué romper la elocuencia del silencio o desconocer la
evidente supremacía de la tierra. Eso estaba bien, de algún modo, pero...
¿patear el ataúd? Como si hubiesen tenido la intención de despertar al muerto.
Y entonces Bernardo se dio cuenta de que aquellas patadas no tuvieron otro
objetivo que hacer salir a los insectos que estaban adentro. Por la ranuras
entre la tapa y el resto del ataúd comenzaron a salir los escarabajos de la
misma clase que él había visto en el quirófano. Los insectos brotaban de a
cientos, y durante diez minutos continuaron saliendo, bajando al piso y
descendiendo a la fosa.
Las manos de Ruiz estaban temblando, por
la cara le caía un sudor frío. Creyó que iba a desmayarse, pero entonces
comprendió la lógica de lo que veía, esa lógica invertida. Los insectos deben
ir al cuerpo muerto para carcomerlo, eso es lo normal. Esta vez, sin embargo,
habían estado en el cuerpo vivo, comiéndolo, y ahora lo abandonaban.
Los cargadores pasaron dos sogas bajo el
ataúd, y colocándose dos de cada lado, lo levantaron sobre la fosa y lo
hicieron descender. Un enjambre de moscas se levantó en ese instante de todos
los arbustos. Ruiz se tapó la cabeza con el abrigo, buscando alrededor un sitio
dónde refugiarse, pero obviamente no había ninguno. Los demás no se movieron,
dejándose envolver por las moscas que producían el zumbido más horrible que él
hubiese escuchado alguna vez. La luz había menguado, porque el enjambre parecía
cubrir también el cielo, pero al mirar arriba vio que no eran moscas, sino una
inmensa plaga de langostas que llegaba desde el ancho río y la laguna de
Samborombón. Pasaron sobre ellos, golpeándose contra los cuerpos de los hombres
y mujeres junto a la fosa. Cuando las langostas desaparecieron y sólo pasaban
algunas rezagadas, Ruiz contempló el cielo nublado.
Los insectos huían de una tormenta. La
lluvia comenzó a caer con gruesos goterones que embistieron la tierra al
costado de la tumba. Luego la lluvia se hizo más fina pero constante. Ruiz
corrió al auto cerró las ventanillas, habían quedado moscas y langostas muertas
sobre el tapizado, pero nada podía hacer más que aguantarse. Puso el
limpiaparabrisas y contempló la forma en que el agua ablandaba la tierra seca y
cumplía con el papel que debían haber cumplido los cavadores. La tierra ahora
reblandecida por el agua comenzó a caer en la fosa, primero de manera lenta,
luego como una avalancha que cubrió el cajón definitivamente.
Las viejas, los cargadores y la familia
se dieron vuelta y caminaron de regreso hacia el pueblo. Pasaron junto al auto.
El hermano de Vicente dijo algo que él no entendió con el ruido de la lluvia.
La mujer lo observó por un instante, y Bernardo creyó ver que le dedicaba una
sonrisa. Pero quizá fuese la forma en que el agua, al correr por el lado
externo del vidrio, deformaba las caras.
Esperó a que la lluvia amainara un poco
antes de emprender la vuelta al pueblo. Esperaba llegar antes que el camino
estuviese tan enlodado que le fuese imposible pasar sin quedarse estancado.
Aunque ya era tarde para prevenirse de eso, de todos modos no podía quedarse en
el camposanto. Era curioso que el tipo del bazar lo hubiese corregido cuando él
dijo cementerio. Camposanto era una palabra afín con lo religioso y lo
cristiano más específicamente. En aquel cementerio no había signos religiosos,
y ahora que lo pensaba mejor, no había visto ninguna iglesia en el pueblo.
Debía buscar alojamiento para pasar la
noche, no tenía la menor intención de tomar la ruta con esa lluvia y ya casi
era de noche. Pero así como no había visto un templo, tampoco un hotel. Llegó a
la plaza. Los coches fúnebres estaban tomando el camino de salida a la ruta. Si
ellos se animan… se dijo. Pero él no había comido nada desde el desayuno,
estaba hambriento, cansado y con la ropa empapada. Bajó del auto y fue hasta el
bazar. Había dejado de llover y el aire tenía una tonalidad casi verdosa, como
si la humedad ambiente tomase color. El hombre estaba en la puerta, con la pipa
en los labios, sentado con un libro abierto sobre los muslos. Ahora que lo veía
con más luz y sentado, notó el abdomen prominente, contrastando tanto con la
figura esmirriada y la estatura baja. El hombre le sonrió mientras lo miraba
acercarse.
-¡Qué chaparrón les agarró!
-Un diluvio me pareció a mí.
-Es verdad.
Se quedaron en silencio un minuto, sin
saber cómo continuar, o más bien fue Ruiz el que se sentía cohibido en ese
lugar.
-¿No hay un hotel por aquí? Tengo hambre y
quiero secarme la ropa. Creo que tendré que pasar la noche en el pueblo.
El hombre se rió.
-¿Un hotel? Nunca tuvimos nada parecido.
-O una posada, una habitación en casa de
familia, podría ser. No me gustaría pasar la noche en el auto. Entraron
insectos y huele horrible.
Entonces se le ocurrió que podría preguntar
a la familia de Larriere, pero no sentía que fuese apropiado molestarlos en su
día de duelo, y menos por quien había sido parte en la muerte de Vicente. Y el
hombre le dijo, como si le hubiese leído el pensamiento:
-Por
qué no pregunta a los Larriere, ellos tiene casa grande a cinco kilómetros de
aquí.
Señaló, con la pipa, hacia el camino que
pasaba junto al almacén. Ruiz no tuvo más que aceptar esa alternativa.
-Bueno, le agradezco el consejo. Voy a molestarlo
con otra inquietud. ¿Por qué el pueblo tiene ese nombre tan raro?
-¿Le coeur antique? Llevaría mucho
explicarle, pero se lo resumiré. Los fundadores del pueblo llegaron de Francia
hacia más de ciento cincuenta años, los Larriere, se entiende, y bautizaron el
pueblo con el nombre de su aldea natal allá en Europa.
-No habría imaginado que este pueblo
llevara tanto tiempo de existencia.
-Es de los primeros fundados en la
provincia. Tuvimos nuestros buenos tiempos, lo que queda son restos, señor,
esqueletos más bien.
Ruiz quiso dar su nombre y preguntar el del
otro, pero un estornudo lo interrumpió.
-Se va a resfriar. Vaya con los Larriere,
lo van a recibir bien. No son nada resentidos.
Ruiz lo miró con sorpresa.
-¿Por qué lo dice?
-Porque usted es el médico que no pudo
salvar a Vicente, ¿no es cierto?
Ruiz habría querido preguntar cómo se
había enterado, pero probablemente la
vieja que bajó del auto cuando llegaron se lo había dicho. Lo que lo molestó
fue que no se trató de una pregunta, en realidad, sino de una afirmación que
además conllevaba la verdad. Y ésta no admite más que el silencio y ese inmenso
conjunto de sentimientos contradictorios que lo sigue de cerca, esa una maraña
de hilos, pelusa e insectos muertos que habitan los antiguos desvanes
abandonados.
Se fue sin despedirse. Se sentía enfermo,
confundido y malhumorado como para respetar la buena educación que había
aprendido. A quién debía respeto en ese pueblo que empezaba a desaparecer en la
penumbra de la noche, porque ni siquiera alumbrado público había en las calles.
Él también tenía miedo de desaparecer, por eso se habría ido si hubiese tenido
el valor de enfrentar la ruta y la lluvia aún con la fiebre que ya lo estaba
acosando.
Siguió el camino que el hombre le había
indicado, pasó junto al almacén, donde un cartel de chapa oxidada decía Larriere
y Cia. Encendió los faros delanteros para guiarse en ese camino oscuro
hasta encontrar una casa que nunca había visto, pero que debía reconocer porque
era la única según el tipo del bazar. Leyó el cuentakilómetros, llevaba ya
cinco y aún no había nada. Todo el paraje era de una oscuridad total, la
llovizna se había reanudado y las luces únicamente alumbraban matas de arbustos
a los lados. Entonces, bastante lejos todavía, vio una luz sobre el camino, que
fue agrandándose a medida que avanzaba. El sendero hacía una lomada, y tras
ella estaba la casa de los Larriere. Cuando ya estaba muy cerca vio que era una
estancia bastante grande. Sin límites de demarcación en el terreno que rodeaba
la casa, llevó el auto hasta la entrada y tocó bocina. Algunas luces se
encendieron además de las que iluminaban las ventanas. Un hombre, que reconoció
entonces como el hermano de Vicente, fue hasta el auto.
-¡Doctor Ruiz, creímos que se había ido!
Venga, entre a la casa para secarse.
Bernardo bajó del auto y se dejó guiar
hasta la puerta principal. El vestíbulo estaba alumbrado por una lámpara
amarilla, con un perchero y un paragüero de madera de caoba. Se limpió las
suelas en un felpudo estampado.
Las dos personas que ya conocía fueron a
su encuentro desde el living.
-Doctor, ella es mi hermana Natalia, y éste
mi papá, Gustave Larriere.
Ella le sonrió, y apenas movió los labios
con un saludo que él no entendió. El viejo dijo, con un acento francés
inconfundible:
-Lamento la lluvia y los inconvenientes,
doctor. Usted ha sido el único amigo que se ha molestado en acompañar a mi hijo
en sus últimos pasos.
-Pero por favor, sáquese ese abrigo sucio
y mojado. Natalia, traé ropa de mi habitación. Doctor, lo acompaño al baño para
cambiarse. Mientras mi padre le prepara una bebida caliente, ¿qué prefiere?
-Sinceramente no he comido nada en todo el
día.
El otro se golpeó la frente con un gesto
desmedido.
-Pero doctor, llámeme Norberto. Viejo,
calentá la sopa de verduras que comimos hoy y un par de sándwiches de jamón
crudo y queso de cabra.
Norberto lo acompañó hasta el baño. Ruiz
se sacó la ropa y se secó con una tolla, aún tibia por haber estado junto a la
estufa. Golpearon a la puerta, Norberto la entreabrió y las manos de Natalia le
alcanzaron la ropa.
-Espero que le vaya bien, doctor, disculpe
los colores, pero no soy menos que un
clásico al vestirme.
Eran una camisa y un pantalón negro de
buena confección. Le pasó también un calzoncillo y un par de medias. Ruiz
comenzó a vestirse y sintió que debía romper el incómodo silencio.
-Curiosa ceremonia la del camposanto...
El otro lo miró con las cejas fruncidas,
como si se hubiese enojado. Pronto sonrió al preguntar:
-¿No habrá estado hablando con el viejo
Hernán Aranguren, por casualidad?
-Si así se llama el hombre del bazar, sí.
¿Por qué?
-Ya lo imaginaba, él lo llama camposanto
para llevarnos la contra. Viejas rencillas de familia, ya sabe.
No dijo más sobre el tema.
-Vamos a la mesa, doctor.
Ruiz se tomó otro minuto para lavarse la
cara y peinarse. Por el espejo echó una mirada a Norberto, que aparentaba
observar el suelo, o quizá su abdomen abultado bajo el casimir abotonado.
Los cuatro se sentaron a la mesa, él con su
plato de sopa, la fuente con sándwiches, un vaso, una botella de vino fino y
pan recién calentado en el horno. Los demás tomaban una taza de café acompañada
por una copita de jerez.
-Gracias otra vez por venir, doctor-dijo el
viejo.
Ahora que estaba afeitado, el hombre se
veía más joven, pero debía tener más de setenta años.
-Mi papá llegó de Francia hace muchísimos
años, pero no ha perdido su acento-dijo Norberto-. Yo no sé ni una palabra,
pero mis hermanos sí. Natalia y Vicente tenían planes de viajar para el próximo
año, y creo que eso precipitó su ruina.
Ruiz no comprendía la relación.
-No entiendo, disculpe.
-No importa, doctor. Se me fue la
lengua-dijo, mirando a su hermana y a su padre como disculpándose.
El comedor era amplio, alfombrado de pared
a pared, con un hogar cuyos leños crepitaban y despedían un inconfundible olor
a cedro.
-¿Y cuál es su medio de vida?-preguntó.
-Campos, doctor-respondió
Norberto.-También tenemos los negocios alrededor de la plaza, excepto, por
supuesto, el bazar de Aranguren.
Ruiz sintió una picazón en el oído derecho
y no tuvo más remedio que rascarse. En la punta del dedo le quedaron los restos
de una mosca.
Ellos se rieron.
-Inconvenientes de vivir en el campo,
doctor. Nosotros somos sus víctimas desde toda la vida. Puede decirse que
vivimos y morimos por sus efectos.
Todos sonrieron, amargamente. Sus caras eran
patéticas en el sinsentido que expresaban, en la melancolía y la desesperación
que brillaba en los ojos con la luz del hogar reflejada en ellos. Parecían
luciérnagas inocentes expuestas al peligro de una gran araña colgando del
techo. Más arriba de la lámpara, el cielo raso estaba oculto en la oscuridad,
las vigas de madera no podían verse para nada, y desde allí llegaba un zumbido
que Ruiz no pudo identificar.
Bostezó.
-Les agradecería si me prestasen
alojamiento por esta noche...
Los tres reaccionaron como insultados en su
honor.
-Usted se queda a dormir en la habitación
de Vicente. Lamento que no tengamos otra libre.
Sin darle tiempo a reaccionar, Norberto lo
agarró del codo con amabilidad y lo llevó hasta la habitación.
-Cualquier cosa que necesite, golpee en la
puerta de al lado, ahí duermo yo. Ya sabe donde está el baño. Buenas noches,
doctor.
El viejo y la hermana pasaron a despedirse
también. Estrechó la mano a cada uno. La piel de ella era suave, pero la del
viejo parecía estar seca como una membrana fibrosa. Era la misma sensación que
había tenido al recibir a Vicente en su consultorio la última vez antes de la
operación.
-¿Puedo usar el teléfono? Tengo que avisar
a mi suegro, debe estar muy preocupado.
El viejo señaló el aparato sobre una mesita
de cedro con patas moldeadas y un mantelito de hilo tejido.
-Hola Renato... Perdóneme que no le haya
avisado, pero salí del hospital apurado y… bueno, estoy un pueblo cerca de
Chascomús...No sé cuándo vuelvo, supongo que mañana. No se preocupe.
Escuchaba una música en el auricular.
Reconoció la música de Verdi y su Macbeth.
-¿Está escuchando la radio?... ¿No?
¿Cuándo puso el disco? ¿Esta tarde?
Colgó el tubo y volvió pensativo a su
cuarto. Se desnudó y se metió entre las sábanas. El olor del campo húmedo era
bello y estremecedor al mismo tiempo. Era como dejarse adormecer sobre un
colchón de pasto, pero desprotegido. Había estado tan tenso en la ciudad, tan
seguro de que el continuo estado de alerta lo defendería de todo, que si ahora
se relajaba y se dejaba mecer por el sonido de la lluvia sobre los arbustos tal
vez no volvería a despertarse. Porque el dormir es morir, es rendirse frente a
la muerte cotidiana de cuya lástima dependemos como pecadores sumisos y
cobardes.
A
las doce y media de la noche, el chirrido de las cigarras lo despertó hasta el
límite entre la vigilia y el sueño leve, o quizá, quién podría negarlo con
absoluta certeza, entre el sueño profundo y la muerte verdadera.
Y
soñó que se conducía por el camino de tierra hacia la puerta lateral de la
casa, con la calavera del perro sostenida en sus manos y los zapatos
embarrados. Adentro estaba oscuro porque el viejo había salido antes de que
cayera la noche. Buscó a tientas, sobre las paredes, la perilla de la luz. Al
prender la lámpara del techo, vio una telaraña de sombra envolviendo el
comedor. Miró al techo, donde en lugar de una lámpara colgante había una araña
de metal y vidrios esmerilados. En la sala había una mesa negra de cuatro
patas, gruesas como muslos que se adelgazaban como tobillos hacia los extremos,
y cubierta con un mantel de hilo blanco. Las sillas tenían respaldos altos y
las patas con la misma forma de la mesa. Un armario de estantes estaba
empotrado en la pared del fondo, con vajilla de porcelana con imágenes de
pastorcillas arriando ovejas junto a un lago de la Bretaña francesa. A la
izquierda una pared con un retrato de cuatro mujeres sobre una carreta, bajo un
cielo plomizo. Bajo el cuadro, un televisor apagado con dos antenas levantadas
y dispuestas en forma de “v”.
Ruiz caminó hasta el televisor, dejó la
calavera encima y lo encendió. La imagen era pura intermitencia y el sonido
nulo. El vidrio de la pantalla estaba cubierto con heces de mosca. Fue hasta la
cocina, angosta y larga, con la mesada, la pileta, el horno y la heladera
dispuestas en fila contra una de las paredes. Buscó un trapo, lo mojó bajo el
agua de la canilla y volvió al comedor. Limpió la pantalla del televisor y
devolvió el trapo a la cocina. Mientras estaba ausente, la pileta se había
llenado de hormigas. Abrió otra vez el grifo para que el agua las arrastrara.
Volvió al comedor, sintonizó el único canal que transmitía a esa hora. Era un
programa para el hogar. Una mujer de mediana edad comenzó a preparar la comida,
tenía cabello enrulado, corto y prolijamente peinado, y un vestido de mangas
cortas con el delantal blanco. Ruiz se sentó en una silla. La mujer, en lugar
de mostrar los ingredientes y los utensilios de cocina, comenzó a acomodar
huesos sobre un mostrador.
-Hoy vamos a aprender, mis queridos
televidentes, a armar un esqueleto.
Ruiz se sintió entusiasmado, como si de
repente recordara a lo que había venido, luego de todas aquellas postergaciones
que habían representado el accidente del perro, la muerte del viejo y su
posterior entierro. Entonces se levantó para ir a la habitación contigua, donde
había una cama matrimonial con el colchón desnudo, que olía a formol, una
mesita de luz con las mismas patas del resto del mobiliario, y una cómoda de
color negro. Buscó en los cajones, llenos de ropa interior de hombre, papeles
amarillentos, bolsas con elementos que no podía dedicarse a mirar porque la
mujer de la televisión no iba a esperarlo mucho tiempo. Al fin, encontró un
papel en blanco y un lápiz.
De regreso al comedor, se sentó y apoyó el
papel sobre su muslo derecho, dispuesto a tomar notas.
-Ahora que están provistos de papel y
lápiz -dijo la mujer- empezaremos.
Entonces comenzó a explicar cómo realizar
primero un bosquejo del cuerpo. Se necesitaba primero un papel grande, de
tamaño natural. Luego dibujaríamos el esbozo de la figura sobre él. El
siguiente paso era hacer un catálogo de los huesos necesarios, y si ya se
disponía de todos ellos, habría que abastecerse de mucho alambre y pegamento.
Una buena provisión de tornillos también era necesaria, lo mismo que su
correspondiente destornillador, alicate para cortar alambre y pinzas de punta
fina.
La mujer mostró todos estos elementos
sobre el mostrador. Entonces, de una caja, sacó los largos y delgados arcos de
veinticuatro costillas, dejándolos a un lado. Luego sacó de otra caja, uno por
uno, como si levantase entre sus dedos la débil fibra de un tejido recién
nacido, los cuerpos de las vértebras. Algunos eran anchos y fuertes, otros
pequeños y delgados, con espinas laterales y posteriores o sin ellas, pero
todos con un orifico como un pozo de aire, como un ascensor donde suben y bajan
los fluidos, pero encargado de transportar otros seres más grandes que los
habituales elementos de la sangre. De cada una de las vértebras, de su trama
ósea excavada con pasadizos y pozos irregulares, comenzaron a salir hormigas.
Entonces la mujer se puso a recitar un
poema. Algo que Ruiz conocía de memoria y que ahora, cuando lo necesitaba, no
recordaba con precisión. Porque la memoria es como un edificio de
departamentos, muchos están cerrados, pero no por eso dejan de ocupar un
espacio que se llena de polvo y arañas, hasta que alguien un día vuelve a abrir
la puerta.
4
Despertarse
en la habitación de un hombre muerto, es como haber compartido la cama con ese
hombre, haber usado las mismas sábanas y compartido las frazadas bajo las
cuales el sudor y la respiración, incluso los olores y las secreciones, se han
visto mezcladas por el contacto mientras se duerme. Despertar con la boca del
otro junto a nuestra cara y el aliento de la noche rodeando la cama.
Si uno es un hombre, lo mismo que el
muerto, es como una comunión con uno mismo. Mirarse al espejo de una sábana
gastada por el roce de nuestra piel a lo largo de los años. Es mirar la piel
que tendremos en ese lecho o en cualquier otro, pero siempre en la misma
posición, porque siempre hay que morir en posición horizontal. El cuerpo no es
una columna, ni siquiera es madera, es carne que sin la electricidad vital no
es capaz de mantenerse erguida. De ahí nuestra debilidad, la tristeza de lo
pobre por endeble y por viejo. Todo cuerpo humano es antiguo, por más que se
trate de un recién nacido, porque todo cuerpo lleva encima la carga de todos
los muertos desde el principio del mundo. Cada uno pone sus bolsas y sus fardos
encima del bebé que ha nacido hace diez segundos, y cuyo llanto no es de
alegría, sino de sorpresa, de amarga sorpresa que se convierte en aguda
desesperación, y luego, mucho tiempo después, en esa palabra tan manida y sucia
por manos precoces de pretendidos santos: la palabra resignación acompañada por
el signo de la cruz. La cruz y la rendición, la sumisa costumbre de los
pacifistas, los que ofrecen la otra mejilla al insalubre viento de la nostalgia
y la melancolía. Elementos éstos de los cobardes, que sobreviven, que
persisten, que vencen, quizá, por un tiempo, las tremendas acometidas de los
infames hijos de la atrocidad y la destrucción.
Ellas, más temibles que la muerte, porque la muerte al fin es un fin, un
instrumento de bienestar, un vehículo adecuadamente condicionado para el
innombrable estado en que el alma se sumirá un día, al final de los tiempos, en
un espacio donde el número cero tendrá más valor que todos los demás números
sumados, multiplicados y consumidos por la voraz boca de Dios.
Si despertar en el lecho de un muerto
tiene estas consecuencias para los pensamientos, Ruiz no dejó de
experimentarlas. Por eso, frente al espejo del baño se lavó y restregó la cara
hasta sacarse de encima las marcas y los surcos
que el sueño va sumando noche a noche sobre la piel cada vez menos
elástica de los vivos, cada vez más lastimosa y pétrea como la de los
escarabajos.
Bajó a desayunar. Se encontró en el
comedor con los dos hombres.
-Buenos días, doctor-dijo el viejo,
levantándose efusivamente de la mesa para estrecharle la mano.
Ruiz pensó por un instante, que el anciano
no estaba lo suficientemente triste como era de esperarse de alguien que ha
perdido a su hijo sólo un día y medio antes. Es más, no había visto a ninguno
de los tres llorar. Pero cada familia tiene su carácter, sus modos y sus duelos
internos.
Norberto Larriere lo saludó mientras se
secaba los labios con la servilleta, luego le sirvió una taza de café con
leche, le ofreció miel, azúcar y jugo de frutas. Todo el servicio de mesa
estaba impecablemente puesto, como si hubiese personas de servicio, pero no
había nadie más. La chica no había bajado a desayunar aún, dijo su hermano.
-Ella nunca se levanta antes de las nueve.
Ambos sonrieron, mirándose uno al otro,
sin involucrar a Ruiz en su complicidad. El sol entraba radiante por el
ventanal, y la sala lucía mucho más bella que la noche anterior. Incluso podían
verse las vigas de madera lustrada y la gran lámpara colgando del techo con una
cadena dorada muy corta. Era de gran diámetro, con salientes y rebordes de
metal que parecían patas queriendo adherirse al cielo raso.
-Espero que no se vaya hoy, doctor, con
este día espléndido. Quiero mostrarle nuestros campos-dijo Norberto.
-Mi hijo lo llevará a dar una vuelta,
espero que disfrute de nuestra hospitalidad. Es un honor para nosotros.
Luego, cuando los tres se levantaron de la
mesa, el viejo apoyó sus manos sobre los hombros de Ruiz.
-Usted intentó salvar a mi hijo, eso me
consta. Así que no se sienta mal. Sería tan hermoso que se sintiera parte de
nuestra familia.
Mientras decía esto, echó una mirada por
encima del hombro derecho de Ruiz. Norberto estaba detrás. Bernardo no supo qué
decían los álgidos ojos azules dirigidos al hijo, pero como desde hacía
cuarenta y ocho horas, muchas cosas le pasaban por encima, como si él fuese un
pequeño insecto esquivando la muerte entre pisadas de gigantes.
Los tres salieron juntos, pero el viejo se
separó de ellos para dirigirse a un galpón al otro lado del camino. Ruiz no
había podido ver nada de todo esto al llegar. El campo era muy verde alrededor
de la casa, una inmensa alfombra verde interrumpida por el camino de tierra. No
había árboles, y sin embargo no parecía haber necesidad de ellos. Era pura
llanura. El sol resultaba espléndidamente adecuado como adorno más que como
esencia. Es verdad que sin el sol nada se habría desarrollado, pero Ruiz sabía
que aún en las más oscuras grutas crece la vida. Formas de vidas no
necesariamente dependientes de la luz. Los humanos son quienes necesitan ver
para quitarse el miedo, y el calor del sol es como un abrigo y una caricia
materna. Pero debajo de las rocas, en los mares más profundos y bajo la tierra
la vida se reproduce aún más intensamente, quizá. Por eso él miró el sol como
quien mira a un subalterno, a un molesto servidor que trae una lámpara útil
pero prescindible.
Norberto y Ruiz subieron al jeep. Larriere condujo a lo largo del camino
alejándose del pueblo. Había visto a un par de personas en la plaza, pero éstos
que ahora encontraban el el camino eran trabajadores de los campos, gente que
vivía en los alrededores.
-Pasan la mayoría del tiempo en sus
tierras, algunos trabajan para nosotros-dijo Norberto.
Cuando llegaron, unos hombres se acercaron
al jeep y se pusieron a hablar con Larriere. Le ofrecieron condolencias por la
muerte de Vicente, pero en seguida cambiaron de tema. Hablaron de cultivos, de
semillas, de un par de trabajadores que habían caído enfermos. Todos tenían
caras curtidas por el sol y espaldas anchas cubiertas de camisas de algodón,
pañuelo al cuello, sombrero y pantalones con botamangas.
El capataz apoyó un codo en el auto,
mirando a Ruiz de tanto en tanto, mientras hablaba con Larriere. Ruiz contempló
el movimiento de trabajadores. Unos se dirigían hacia los campos de la
izquierda, sembrados de amarillo. Otros ya trabajaban en unas hectáreas de
color verde intenso. En el centro había unos viveros cubiertos.
-Bueno, los dejo laburar...-oyó decir a
Larriere, y volviéndose hacia el doctor, dijo:
-Vamos a visitar los viveros. Le gustarán.
Hicieron un par de kilómetros más hasta la
puerta de los galpones. Bajaron y caminaron unos metros entre macetas viejas
arrumbadas a los costados del camino estrecho y aromático. Una vez dentro, Ruiz
se quedó parado ante lo que veía, más de quince filas de canteros con flores de
todas clases. No habría sabido clasificarlas aunque hubiese tenido semanas para
hacerlo. Cada fila tenía un cartel clavado con el nombre en latín, pero esto
nada le decía. Sólo identificó las rosas, los crisantemos y las gardenias.
Norberto lo acompañó recorriendo los senderos entre las plantas, hasta que
llegaron al sector de las calas, que se abrían como enormes campanas blancas
cuyo péndulo amarillo se mecía casi con obscenidad. A muy pocos les agradan
estas flores, brutales en cierto sentido, no demasiado bellas y para nada
delicadas ni exquisitas. Norberto se dio cuenta que él se había detenido
expresamente ante ellas.
-Somos pocos los que cultivamos y vendemos
calas, doctor.
-Son casi indeseables, Larriere. En la
quinta de mi tía había una planta enorme de calas. En verano yo no podía
acercarme. Tenía miedo de las avispas y abejas que permanentemente la rodeaban.
-Es verdad, doctor. Pero no tiene por qué
tener miedo. Nosotros también somos apicultores.
Salieron por la puerta del fondo y se
encontraron con hombres vestidos con mamelucos blancos y las cabezas cubiertas.
Manipulaban panales y miles de abejas volaban alrededor. Ruiz no quiso
acercarse más. Norberto se rió.
-Ay, doctor. Se pasa la vida entre sangre
y cadáveres, y tiene miedo de unas simples abejas.
Ruiz no contestó, se sentía en situación
de inferioridad. Recordaba los veranos en casa de su tía. Los domingos por la
tarde escuchaba el zumbido de los enjambres invadiendo el jardín, y él se veía
obligado a permanecer encerrado en casa.
-¿Tiene miedo de los insectos, doctor?
Bernardo Ruiz recordó lo que había visto
en el quirófano. Si hubiese tenido pánico, habría muerto de un infarto. Pero no
era eso, sino un temor que iba creciendo como bajo tierra. Abultando la
superficie de su conciencia.
Entonces pasaron frente a ellos dos viejos
con el torso desnudo, los pantalones desabrochados y descalzos. Venían de las
letrinas, y se veían excesivamente delgados. Pero no podían dejar de notarse
los vientres abultados, iguales al que Vicente Larriere había tenido. Por
primera vez en varios días, Ruiz se puso a pensar como médico. Una enfermedad
estaba afectando a los habitantes de ese lugar. No eran pólipos lo que había
sufrido Vicente, sino parásitos. Algo en el agua o la alimentación los
diseminaba. Pero si lo pensaba mejor, lo que había salido del abdomen de
Vicente no podía clasificarse de ese modo. Y quizá, también, no había hecho más
que soñar.
-¿Esos son los hombres enfermos de los que
habló el capataz?
-Sí,
doctor.
-Podría analizar su sangre y secreciones,
si me lo permite.
-Para qué, doctor. Ellos ya no tienen
salvación, ya lo saben y por eso no se quejan, como lo hizo mi hermano.
-No entiendo.
-Mire a su alrededor, doctor Ruiz. Mire la
belleza de las flores, mire los campos cultivados con trigo y girasoles. Mire
el maíz, doctor. La vida crece en ellos, pero debajo quedan los restos muertos.
Lo que se seca cae y pasa a formar parte de lo que las raíces toman para
alimentarse. Todos vamos a morir, doctor. Estamos sumidos en la muerte desde el
nacimiento, y ellos, los seres pequeños, crecen dentro, y somos sus servidores.
Pero de algún modo la belleza de las flores y la música del viento sobre los
campos nos compensan.
-No hay árboles, ni pájaros. Esto no es
normal.
-Sí lo es, depende de qué parte de la
naturaleza quiera hacer prevalecer. Lo llevaré a ver a nuestras ovejas.
Volvieron a Jeep y recorrieron diez
kilómetros hacia el sur. Llegaron a unos campos donde pastaban ovejas blancas.
Bajaron y caminaron hasta las cercas. Larriere saltó y arrastró a una de ellas,
sujetándola de la lana del lomo. Los perros que las cuidaban ladraron, saltando
y moviendo la cola alrededor de su dueño.
-Toque, doctor.
Ruiz acarició al animal. Le pareció sucio,
áspero y desagradable. Cuando retiró la mano, estaba llena de pulgas. Se
sacudió y se restregó las manos en la ropa, pero no sabía cómo sacárselas de
encima. Mientras Larriere no dejaba de reírse de él, intentaba aconsejarle:
-No se desespere, doctor. En unos minutos
se irán solas. La temperatura del cuerpo humano no les conviene.
Entonces Ruiz vio a las pulgas saltar de
sus manos hasta el suelo o hasta la oveja que estaba junto a ellos. Los perros
también recibieron algunas, se rascaron desesperados por unos momentos contra
el suelo, y luego se acostumbraron.
-Dios mío, ¿y cuándo las esquilan?
-¿Esquilarlas?
Norberto Larriere seguía riendo. A no más
de dos días de la muerte de su hermano, él reía a pleno bajo el sol y en medio
del campo. Rodeado de lo que amaba, en medio de millones de criaturas que sin
ser notadas, salvo cuando lo deseaban, decidían la forma de vida y la muerte de
los hombres que allí vivían. Ellos eran dos, nada más. Incluso los perros y las
ovejas los superaban en número. Y qué decir, entonces, se dijo Ruiz, de las
bestias pequeñas que el ojo humano apenas alcanza a percibir, y que lo dominan
todo, invadiendo y carcomiendo los cuerpos. Tal vez incluso antes de la muerte.
-No las esquilamos nunca, doctor.
Y regresaron a la casa justo al mediodía.
Estaba insolado y le dolía la cabeza. No quiso almorzar y se quedó en su cuarto
con una botella de agua. Se quedó dormido con la cabeza de costado sobre la
almohada, mirando a su lado la jarra sobre la mesita de luz, intentando
vislumbrar los seres que habitaban el agua. Seres que no tienen cara. Porque
aunque los insectos tienen una parte del cuerpo que podría llamarse anterior, y
a veces, no siempre, llevan allí los órganos de los sentidos, no puede
denominarse cara, y mucho menos rostro.
Y el agua puede convertirse en viento. El
doctor Bernardo Ruiz sabía que los elementos del agua cambian su estado líquido
por uno gaseoso, siendo arrastrados, envueltos y sometidos a merced del viento,
que es otro elemento más de la naturaleza, otra fuerza que utiliza para dominar
el mundo. Entonces el viento que ahora escuchaba podría haber nacido del agua
quieta de su jarra de vidrio transparente. Un viento que se parecía mucho a la
música de Debussy, sus arpegios, sus armonías, los sutiles toques del teclado
en las notas bajas y agudas imitando el sonido etéreo del viento sobre un
templo abandonado en un noche de luna, o aquel que sopla como una brisa suave
entre los maizales.
Un piano. Pero no recordaba haber visto
anoche ni esta mañana ningún piano en la sala. Se levantó y se lavó la cara.
Tenía hambre. No había almorzado, y por suerte ya le había pasado la náusea que
había sentido al volver del campo. Bajó a la sala, no había nadie. El piano
seguía sonando un poco más fuerte. Siguió el camino del sonido, como una rata
hubiese seguido la música del flautista de Hamelin. Atravesó el comedor, entró
a un pasillo, pasó delante de dos puertas abiertas que llevaban a una
biblioteca y una sala de juegos. En el fondo había una luz que salí por debajo
de una puerta. La música sonaba más fuerte. Llegó y golpeó con los nudillos. La
música se detuvo.
-Pase-dijo la voz de Natalia Larriere.
Bernardo entró y la vio sentada en la
butaca frente al piano. Llevaba el cabello negro recogido en una cola de
caballo y un mechón cayéndole sobre la frente. Con una de sus manos, que eran
muy blancas y pálidas, de dedos largos y delicados, ella se apartó el pelo de
la frente y sonrió.
-Me dijeron que no comió nada. ¿Se siente
mejor?
-Sí, gracias.
-Entonces acompáñeme a la cocina y le
preparo algo.
Sin darle tiempo a negarse, ella se
levantó, pasó su brazo derecho bajo el izquierdo de Ruiz y lo condujo a la
cocina. Sacó de la heladera unos restos de carne asada y preparó dos
emparedados. Sirvió una copa de vino blanco frío y puso todo en una bandeja.
-Volvamos a la sala de música-dijo,
llevando la bandeja e indicándole que lo siguiera.
Ella se sentó otra vez frente al piano, pero
no antes de haber puesto el plato sobre la mesa baja frente al sofá donde
estaba Bernardo. Mientras él comía, la escuchó tocar. Era una buena ejecutante.
Debió haber estado tocando por quince minutos, cuando se detuvo.
-Es una gran pianista.
-No exagere, doctor. Regular, diría yo.
Estudio música desde los cinco años, así que no tuve más remedio que aprender
algo. ¿Qué música le gusta?
-La que usted tocaba. También la ópera, mi
suegro es un gran aficionado.
-¿Quiere escucharme cantar algo? Las pocas
veces que tengo auditorio, trato de aprovecharlas. Acá nunca viene nadie nuevo.
-Así que también canta…
-De nuevo, regular.
Ella comenzó a cantar una melodía
acompañándose en el piano. Tenía un bella voz de contralto, profunda y tersa.
Era como el viento que había escuchado antes, húmeda como una brisa que trajese
rumores de tormenta. Cantaba en francés, y había un estribillo de cuatro versos
que se repetía. Ruiz reconoció, aunque sus nociones del francés fuesen casi
nulas, el verso que enunciaba el nombre del pueblo. Fueron casi diez minutos de
esa larga balada, que subía de tono y se aceleraba en su parte media, pero
volvía a decrecer y hacerse triste en cada estribillo. En el último, el piano
se fue apagando, como si literalmente desapareciese de la sala, llevándose no
sólo la música sino incluso el recuerdo del tiempo. Dejando únicamente una
angustia y una premonición, o primero la premonición y luego la desesperación
consecuente.
Natalia se dio vuelta y preguntó si le había
gustado.
-Me pareció estremecedor.
Ella sonrió con una ingenuidad que fue
como una trampa y un par de tenazas que atraparon el corazón de Bernardo Ruiz.
-Es una antigua balada francesa. Pasó de
generación en generación, y la trajo mi abuela cuando emigró y llegó al país.
Durante más de trescientos años no tuvo música escrita, la cantaban los
trovadores en las ciudades y los campesinos en el llano. Hace casi cien años
escribieron la música, dicen que el mismo Debussy fue quien la compuso, pero
eso nunca se comprobó.
-Tiene ciertas reminiscencias del Debussy
maduro, me parece.
-Así es, y me alegra que sea usted un
hombre tan sabio, doctor.
-Para nada, Natalia.
-No sea modesto, apuesto que también
escribe poemas.
-No,
no soy capaz. Pero...ya que lo menciona, mi mujer, mi pareja, en realidad, era
poeta. Y anoche estuve recordando un poema suyo. No sé por qué ese
especialmente...pero, en fin.
-Recítelo, doctor.
-No me avergüence...
-No es mi intención, y no debe sentir
vergüenza.
Entonces Ruiz comenzó a recitar el poema de Cecilia tal
como lo recordaba, y no creía apartarse mucho de las palabras exactas. Era un
poema que hablaba de las hormigas que entran en el cuerpo de un hombre, suben
por las vértebras y anidan en la base del cerebro. Era una temática y un clima
típicos de Cecilia, su obsesión por la anatomía y la degradación de los
cadáveres. Lo había escrito antes de mudarse con Ruiz, pero a ella le gustaba
recitarlo mientras estaba en la cama, revisando sus escritos. Él, entretanto se
duchaba, oía su voz, que sonaba como una fila de hormigas en un bosque bajo la
lluvia. Cecilia había pasado por la segunda cirugía cuando comenzó a recitar
ese poema más frecuentemente, intentando corregirlo en base a cómo sonaba en
voz alta. Como si esperase que alguien más, en algún momento, lo fuese a
cantar.
-Es muy hermoso, doctor. Me
gustaría conocerla.
-Murió hace tres días, Natalia.
-Lo lamento. Debió ser una mujer muy
sensible, muy perceptiva, sobre todo.
-Lo era, ¿pero por qué lo dice?
-Porque ese poema es muy similar, en
sentido por lo menos, a los versos de la balada que le canté. Es muy extensa,
pero trataré de resumirla. La canción dice que el corazón humano tiene pilares
de diferentes grados, y estos pilares forman cavidades, como grutas. En una
anidan los seres que hacen sentir al hombre amor u odio, en otra los que lo
hacen bueno o malo, y en la tercera habita el destino de cada uno. Estas
criaturas viven entre los pilares como entre los troncos de los árboles de un
bosque donde siempre es de noche. Y los pájaros nocturnos salen de caza y
atrapan a las pequeñas criaturas del corazón. Las que sobreviven, entonces, son
las que conforman la naturaleza de cada uno.
-¿Y el estribillo?
-Dice más o menos así: “Si acercas tu oído
a una piedra, escucharás una vieja melodía; es el antiguo corazón de los
malvados, más eterno que la roca del mundo”.
-Y qué quiere decir eso, no entiendo.
-Doctor, las criaturas que sobreviven son siempre
las más listas, aún más que los pájaros que intentan cazarlas, porque entregan
a las otras a los picos de esas aves. No hay forma de supervivencia sin un
rasgo de cruel astucia, ¿no está de acuerdo?
-No puedo decir que sí, Natalia. ¿Qué hay
de la piedad?
-Es para los débiles, doctor. O más bien
para los cobardes, porque la debilidad no implica necesariamente falta de
valor, en cambio los cobardes son un absoluto en sí mismos. Como mi hermano.
Era la segunda vez ese día que escuchaba hablar
despectivamente de Vicente Larriere, y ella había sido aún más lapidaria que su
hermano.
-Me gustaría pedirle un enorme favor,
doctor.
-Cómo no.
-Sería un honor para mí ponerle música al
poema de su mujer. Le prometo tenerlo listo antes de que se vaya y lo cantaré
para usted. ¿Qué me dice?
-Creo que Cecilia se sentiría muy honrada.
Ella formó una sonrisa completa, no sólo
con la boca, sino que los ojos y el leve enrojecimiento de sus mejillas
participaron para darle esa expresión de belleza intacta, apenas tocada, virgen
en cuerpo y en alma. Pero no una virginidad enferma o víctima de represiones,
sino como un campo de césped jamás pisado que esconde sonidos, agua y sangre.
Un campo cuyo mayor miedo es siempre el de ser arrasado por las agudas aspas de
las hélices del tiempo.
Durante el resto de la tarde, hasta casi
las seis, tomaron un té en el comedor y continuaron hablando del campo que Ruiz
había visitado. También hablaron del pueblo, y Natalia le habló de los vecinos
como quien cuenta anécdotas sin importancia. Luego llegaron Norberto y el
padre. Venían sucios de polvo y transpiración, y riendo.
-Así que mientras trabajamos, mi hermanita
toma el té con el doctor.
-Alguien tiene que dedicarle tiempo a
nuestro huésped.
-Me parece muy bien, hija-dijo el viejo.
Luego miró a Ruiz. -¿Tocó para usted?
-Sí, y también cantó con exquisitez. Debe
estar orgullosa de su hija, señor.
-Lo estoy, de eso no puede tener dudas. Hay
hijos e hijos, doctor, no sé si me entiende.
Ruiz creyó haber entendido perfectamente.
-Tenemos que asearnos y cambiarnos para la
festival. Nos va a acompañar, doctor.
-¿Qué festival?
-Hoy sábado a la noche tenemos un festival
en la plaza del pueblo. Hay feria, quermeses, espectáculos que le interesarán,
seguramente.
-No sé si estoy con ánimos para una fiesta,
ustedes saben que hace unos días perdí a quien fue mi pareja.
Era la primera vez que alguien insinuaba
la más leve necesidad de duelo o de tristeza después de las exequias.
-Por eso mismo, doctor, ¿me comprende? Por
eso mismo, se lo repito-dijo el viejo poniendo una mano en el hombro derecho de
Ruiz, como un padre, como si fuese más cercano a su corazón que Renato, cuyo
distanciamiento y acrimonia lo había malherido como un resabio inquebrantable
de resentimiento por lo que Ruiz le había hecho a la hija.
Entonces aceptó.
Norberto le prestó un pantalón y una
camisa nueva, además de los que ya tenía. Ropa interior y botas de cuero.
-La plaza va estar enlodada después de la
lluvia del otro día, tarda más en secarse que el resto de las tierras. Hay una
declinación en esa zona, y no es raro que se inunde cuando llueve mucho.
-¿Y no es un impedimento para el
festival?-preguntó él mientras se vestía.
-Para nada. Verá, doctor. Los festivales
se hacen después de lluvias como la que pasamos ayer. Es un renacimiento,
¿sabe?
Ruiz no entendía nada. Pero aquel ambiente
nuevo y a su vez extraño en cuanto rarezas se refiere, levantaba su ánimo y lo
hacía olvidar la vida que lo aguardaba en Buenos Aires.
A las ocho de la noche se pusieron en
camino hacia el centro del pueblo. Los cuatro subieron al jeep y recorrieron el
camino que Ruiz había hecho también de noche hacía apenas un día. La misma
disposición que llevaban en el vehículo, la mantuvieron mientras caminaban
hacia la plaza, el viejo Gustave y su hijo Norberto adelante, detrás Natalia y
Bernardo Ruiz tomados del brazo. Ambos se miraban de tanto en tanto, comentando
con escasas palabras la vida agitada de esa noche alrededor de la plaza. Ella
llevaba un vestido negro de terciopelo, ajustado a la forma de su cuerpo
delgado, cerrado casi hasta el cuello, con un collar de perlas color azabache
que brillaban más que las perlas blancas con la luz de las guirnaldas que
habían colocado sobre los postes montados específicamente para ese día.
-Está muy atractivo con esa camisa blanca
de mi hermano, doctor.
La camisa era de seda, de un tejido fino
que dejaba transparentar levemente el vello oscuro y crespo del pecho. Se había
puesto una fragancia peculiar que Norberto le había prestado con un guiño de
ojos después de afeitarse.
-Gracias, Natalia. Pienso que es usted
quien merece los halagos, no yo.
-Entonces cumpla, doctor.
Ruiz
sonrió, bajando la mirada como un adolescente. De pronto, no sabía qué decir.
Ella se estrechó más a él y continuaron juntos, sabiendo que no había necesidad
de decir más. Los otros Larriere, habían desaparecido entre el resto y ya no
los veían.
Ahora, el bullicio de la plaza requería su
atención. Los negocios de alrededor estaban iluminados, por las ventanas y
puertas viejas salía una luz amarilla y fuerte interrumpida por sombras de
gente que entraba y salía. Por las calles pasaban bicicletas y mucha gente
caminando. Ruiz veía por segunda vez a algunos de los chicos que habían salido
de las construcciones abandonadas cuando llegó al pueblo. Había muchos perros,
casi tantos como personas. Eran mansos, caminaban a la par de sus dueños, a
veces se olían uno al otro al cruzarse. Casi no ladraban. El bullicio venía de
la gente, campesinos que trabajaban sus propias tierras, probablemente, pero la
mayoría debían ser empleados de los Larriere. Desde la panadería llegaba un
olor intenso a pan recién horneado, a tortas y galletas con aroma a anís. La
forrajería era un lugar de reunión, muchos se daban cita allí y luego salían
hacia la plaza. El bazar de Aranguren, en cambio, estaba cerrado, y esa cuadra
parecía no existir, porque la oscuridad era una mancha, como un sector borrado
en una pintura.
No preguntó la causa, y sabía que no
encontraría a Aranguren entre los asistentes al festival. Durante el día habían
colocado postes alrededor de la plaza, y de ellos colgaban guirnaldas con
lámparas de pocos batios de potencia. Había luna, y gracias a ella la plaza
resultaba más iluminada que por la luz artificial. Pero entre los arbustos que
proliferaban irregularmente había superficies de sombra donde se escondían los
perros asustados por el paso continuo de la gente. Hoy la plaza parecía más
grande que cuando él la había visto al llegar, tal vez la oscuridad colaboraba
a esta impresión. Las sombras, como los espejos, a veces dilatan las
distancias.
Había música también. Un sonido como de
organillo venía de todas direcciones. Ruiz, cuyo recuerdo de los circos había
quedado agradablemente prendido a su memoria, intentó buscar el origen, y
llevaba a Natalia hacia una u otra dirección.
-¿Qué busca, doctor?
-Al organillero.
Ella sonrió y señaló con el brazo un puesto
justo frente a ellos, apenas iluminado por el reflejo de la luz de la luna en
la madera del puesto. Había un viejo de barba larga, calvo, tocando el
acordeón. La melodía era desconocida, pero similar a la música monótona y
envolvente de las calesitas de una plaza de barrio suburbano.
Se acercaron. El viejo levantó la vista
hacia Bernardo. La cabeza salió de la sombra para entrar en el halo de luz de
una lámpara que se mecía con la leve brisa de esa noche. Ruiz no se había
equivocado al verlo de lejos, era calvo y de larga barba canosa. Pero el olor
de su ropa era insoportable. Ni siquiera las parrillas, junto a la plaza donde
se asaban carne y achuras, lograba hacer pasar desapercibido el olor de aquel
hombre. Entonces el viejo pidió:
-Una colaboración, por favor.
Su acento era francés, como el del viejo
Larriere. Debía tener su misma edad, tal vez más. Y cuando Bernardo estaba por
sacar una moneda del bolsillo, vio los pies del viejo. Estaban descalzos y
hundidos en el barro, donde algunos escarabajos se desplazaban con dificultad
para subirse a las piernas. Las pequeñas patas de los insectos se adherían a la
piel ulcerada del viejo y ascendían, lentamente, pero ascendían.
Ruiz dejó dos monedas en la palma del
anciano.
-Merci-lo
oyó decir.
Natalia se acercó al organillero y le dio
un beso en la mejilla.
-Adiós, tío.
Ruiz se quedó parado mirándola como si
viese a una extraña.
-Es primo de una tía que vive en Buenos
Aires.
-Y por qué...
-¿Por qué... qué?
-Nada. ¿Querés algo para tomar?
-Un vaso de vino dulce, por favor.
Fueron caminando hacia el puesto de
bebidas. Era una mesa larga muy bien puesta, con un mantel color crema,
botellas abiertas y vasos de cristal. La gente se acercaba, elegía su bebida,
el encargado servía, daba el vuelto y el cliente se retiraba complacido. Los
chicos tenían jugos de frutas, y curiosamente, café caliente.
Ruiz pidió vino dulce y le sirvieron dos
vasos. Bebieron caminando hacia uno de los puestos cercanos. Unos chicos
pasaron corriendo y casi les hicieron volcar los vasos. El vestido de Natalia se
manchó, pero casi no se veía en la tela oscura.
-No
se nota sino en el aroma. Mi padre y mi hermano van a pensar que querés
embriagarme-dijo ella, con una sonrisa tan dulce como el vino que humedecía sus
labios.
Ruiz la retuvo del brazo y no pudo evitar
el impulso besarla en los labios. Ella no se resistió, su boca incluso pareció
intentar seguir la boca de Ruiz cuando él se apartó unos centímetros. No se
dijeron nada, ni siquiera sonrieron. Volvieron la mirada adelante y se
encontraron de pronto mirando lo que los demás también observaban con atención.
Un hombre sentado tras una mesa de chapa
cubierta con una tela, bastante sucia por lo que tenía encima, varias fuentes y
recipientes pequeños sin tapa, de cuyos bordes salían gusanos, larvas blancas,
cucarachas que caminaban por los bordes de las fuentes y por el mantel,
hormigas y un par de arañas grandes como un puño. El hombre tenía las manos
ocupadas sacando de una y otra fuente el alimento que llevaba a su boca,
también demasiado ocupada en evitar que los insectos se escaparan de los labios
antes de ser molidos y muertos. No miraba a los demás, sino que estaba
concentrado en controlar todo aquel zoológico que no pretendía escapar, sino
sólo mantenerse en movimiento. Y ese hombre utilizaba su inteligencia para
mantenerlos juntos, diciendo de tanto en tanto, y con la boca llena, algo así
como “mis pequeños, no huyan, mis pequeños”.
Eso fue lo que Ruiz creyó entender, y el
vino en su vaso se movía con una leve vibración de su pulso mientras él veía,
extasiado, cómo el hombre se alimentaba de insectos no por diversión, aunque
fuese esa la intención de montar tal espectáculo, sino por necesidad. Como si
su sistema digestivo lo impeliera a satisfacer el hambre no con las bellas y
aromáticas preparaciones que halagan habitualmente al paladar humano. El hambre
de aquel sujeto tenía otra clase de satisfacción, evidentemente.
Ruiz comenzó a sentir náuseas, pero tragó
saliva y se contuvo. Sin embargo, se sentía pálido y la frente le transpiraba.
Tal fue el primer espectáculo de la feria
que ambos visitaron. Natalia, sin soltarlo del brazo, unida a él ahora también
por ese beso que constituía un lazo más fuerte que enlazar las manos, porque
involucraba complicidad. Luego vieron a unos perros correr hacia un espacio
abierto, y se dirigieron hacia el puesto que se levantaba allí. Una luz caía
directamente sobre el lugar, y a medida que se acercaban se abrieron paso entre
los que regresaban de aquel sector. Natalia saludó a unos conocidos y presentó
a Bernardo. Lo saludaron como si ya hubiesen oído hablar de él. Continuaron
hasta encontrase con el hombre delgado y oscuro que yacía acostado sobre una
frazada. Ruiz no encontraba nada especial, el hombre parecía estar durmiendo.
Tal vez se ha aburrido de esperar espectadores, estaba por decirle a Natalia.
Entonces se dio cuenta que la ropa se movía, pero no así el hombre. Se
desplazaba como si hubiese viento, pero no había, además el movimiento no
producía pliegues sino un deslizamiento continuo. El hombre abrió los ojos en
su cara oscura, y eran claros. No era ropa la que llevaba, sino una capa, tal
vez varias, de hormigas que caminaban encima suyo cubriéndole el cuerpo
completamente, salvo los ojos ahora abiertos como dos vasijas vacías. Estaba
acostado de espaldas, y poco después cambió de posición, entonces las hormigas
se desplazaron hacia los espacios que se separaban del suelo. Cada unos minutos
el hombre se movía un poco, luego se sentaba, después se paraba o daba vueltas
como si estuviese desfilando. Las hormigas se excitaban y se desplazaban con
mayor rapidez. Cuando el hombre abría la boca, ellas entraban. Ruiz pudo ver el
sinuoso movimiento de la nuez de Adán al tragar.
Ruiz se dio vuelta y se colocó una mano
sobre la boca. Natalia le frotó la espalda, consolándolo.
-Ya te vas a acostumbrar, Bernardo.
La miró y volvió la vista hacia el hombre.
Esas olas de hormigas le provocaban un vértigo semejante al de un mar
embravecido en una noche tormentosa y sin luna, donde cielo y mar se confunden,
donde pies y cabeza cambian posiciones y el vértigo es el amo del mundo.
Se vio solo por un instante, ella regresó
con un vaso de agua fresca. El bebió de un solo trago y la transpiración de su
frente comenzó a secarse.
-Ya estoy mejor.
-Entonces sigamos. Sería una lástima que
te perdieras el festival.
Natalia se sujetó otra vez al brazo de él,
empujándolo, obligándolo con una ternura que hacía parecer esas fuerzas las más
débiles estratagemas del mundo. Y sin embargo eran las más fuertes, porque si
no de qué otro modo Bernardo hubiese podido erguir la cabeza como si nada
pasara, como si esa feria fuese una feria común y corriente, como la que puede
hallarse en cualquier pueblo o barrio de una ciudad cualquiera. Pero él no
había visitado todas las ferias, así que no podía saber lo que el mundo podía
ocultar tras la apariencia de lo que se suele llamar normal.
De los ojos de Natalia, de su voz segura,
firme y hueca como un ánfora, una vasija de barro construida por manos nativas
y colocada en una vitrina de la estancia que acababan de dejar, se desbordaba
la verdad. Y la verdad es simplemente eso, carne desnuda mostrando el vello
crespo de un pubis desprovisto de maldad o perversión. La verdad del mundo es
bella como el vientre de una niña de doce años que ha tenido su primera
menstruación. Es bella y es terriblemente dura, dolorosa e insoportable.
Eso era lo que ahora veía, parados ambos
frente al siguiente puesto. Una mujer obesa, excesivamente, casi desnuda si no
fuera por el cabello largo que formaba un velo triste y desgarrado sobre sus
senos. Estaba sentada sobre una silla que apenas sujetaba el peso de su cuerpo,
pareciendo balancearse sobre un bastón. Pero no era esto lo peculiar, sino las
características de su piel, o más bien la carencia de ella. Estaba cubierta de
llagas de color rojo vinoso y morado, otras de color blanco donde algo se
movía. La mujer tenía los brazos extendidos y abiertos como si mostrase
tatuajes, pero en realidad eran sus úlceras las que intentaba mantener
desplegadas como si todas formasen parte de una sola figura, y cuyo conjunto
sólo pudiera contemplarse abriendo los brazos y extendiendo las piernas
completamente. En las llagas vivían gusanos grises, y algunos capullos se
rompían y dejaban libre a innumerables mariposas que salían volando y se
perdían en la oscuridad o morían poco después sobre la luz de las lámparas.
Era hermoso ese espectáculo, Ruiz debía
reconocerlo. Miró a Natalia, que lloraba ante tanta belleza, entonces él no
pudo dejar se sentir un enternecimiento que nunca había sentido por Cecilia.
Cecilia era fuerte y no lloraba, Cecilia necesitaba consuelo pero nunca lo
había aceptado, así como no aceptaba la lástima ni reconocía al perdón como
parte de su vocabulario. La ironía era el instrumento de los ojos y la lengua
de Cecilia, sólo en sus manos había algo de poesía.
Miraron alrededor y buscaron el siguiente
puesto. Un hombre parado con los pies juntos y las manos pegadas a los costados
del cuerpo. Al principio Ruiz no alcanzó a distinguir sus facciones. Parecía
tener la cabeza gacha mirando al suelo. Estaba vestido con un traje gris, la
camisa era oscura. Los zapatos lustrados eran lo único que brillaba. Emitía un
zumbido intenso, y Ruiz se acercó un poco más para escuchar, asomándose por
encima de los chicos que miraban. Natalia lo retenía del brazo como si de ese
modo gentil evitara que se cayera en un abismo.
Bernardo se dio cuenta que la cabeza del
hombre allí parado era un cráneo abierto con carne desgarrada y los restos de
una cara desvanecida, arrugada como una máscara de látex que se apoyaba sin
vida sobre el pecho. Del cráneo abierto sobresalía el borde superior de un
panal, y en él entraban y salían y rondaban cientos de avispas, rodeando
también el cuerpo del hombre, que de algún modo inexplicable se sostenía en
pie, porque sin duda debía estar muerto.
Frunciendo las cejas y entornando los
ojos, Bernardo intentó ver mejor el panal. Natalia le susurró que no se
acercara mucho, las avispas no eran confiables, ni aún para ellos. No preguntó
qué quería decir con eso, si jamás eran confiables para nadie, pero la
curiosidad lo dominaba. Había visto un parpadeo en la cara muerta, y el
movimiento de un dedo de la mano derecha. Quizá habían sido las avispas las que
lo provocaran tales movimientos, pero un rato después, cuando estaban irse,
escucharon la voz del hombre, diciendo:
-Gracias.
Dos
chicos le estaban entregando monedas y dos billetes de bajo valor, mientras él
extendía la mano con la palma hacia arriba. Y Ruiz vio la cara del hombre,
ahora claramente, los ojos inmensamente acongojados de quien no tiene más
esperanza que una vida no más amplia ni menos ruidosa que una habitación
repleta, completa y absurdamente, de avispas.
Bernardo Ruiz bajó la mirada al suelo y se
llevó las manos a la cara. Natalia se las apartó y lo hizo mirarla a los ojos.
Eran un consuelo, un bálsamo refrescante para lo que había visto recién, y
cuando Natalia hubo curado así sus ojos lastimados, retomaron el paseo. No
habían terminado de ver ni siquiera la mitad de los puestos, y la noche del
festival recién comenzaba.
Pasaron delante de un coro de voces mixtas
que cantaba una canción de cuna en alemán. La iluminación allí era mayor y los
cantantes estaban parados en dos filas, las mujeres delante y los hombres sobre
una tarima detrás. Ruiz reconoció algunas caras que había visto en la mañana en
el campo. Las voces eran agradables y no destempladas como cabía esperarse de
un coro de aficionados.
Volvieron a pasar delante del puesto de
bebidas.
-¿Querés otro vaso de moscato?
-No, querido. Nada por ahora, gracias.
Él le agarró la mano con fuerza y
siguieron su camino por la plaza ya repleta de gente, esquivando perros,
saludando conocidos, estrechando manos que dejaban en las palmas de Ruiz una
sensación pegajosa. Llegaron al cordón de la vereda y bajaron a la calle. Algo
aislado del resto, había un puesto poco visitado, pero no por eso carente de
algunos curiosos. No había niños, sólo ancianos, varones todos, mirando como de
pasada y ajustando sus anteojos para ver mejor. Tenían el vientre abultado pero
eran extremadamente flacos. Entre ellos debían estar los dos viejos que habían
dejado el trabajo esa jornada, y otra vez Ruiz se dijo que como médico debió
haberse mostrado más interesado, haber insistido en hacer un examen físico a
los afectados. Sin embargo nadie se quejaba ni buscaba asistencia médica. La
enfermedad es parte de la salud, se había dicho él muchas veces. No una entidad
que debe ser eliminada como un insecto aplastado por un pie o muerto por un
insecticida. La salud, como la muerte, son estados de un único lapso de tiempo
continuo.
Un hombre es irrepetible, un hombre muere
y se pierde para siempre. Los insectos mueren y nacen a millones. Son eternos
por eso, son inmortales porque el número y la cifra está de su parte. Dicen que
Dios es un verbo, y es también una cifra. Existe porque un número lo determina.
No el número uno, tampoco el cero como muchos dicen, sino siempre más que el
número dos. Dos es poco, tres ya es un todo. Y en el todo, el absoluto, yace la
razón de la existencia de Dios.
Porque un hombre que muere es un único
irrepetible, somos los que sobrevivimos quienes lo envolvemos en una mortaja,
para que la tierra no lo golpee tan brutalmente, no lo lastime tan prontamente
como los dientes de un perro loco. Así, entonces, como los hacemos nosotros, lo
hacen las arañas, de quienes hemos aprendido a construir mortajas porque ellas
saben tejer el material exacto para el descanso de la carne.
Allí, delante de todos los que se atrevían
a mirar, sobre la tierra apisonada de la calle justo frente al bazar, estaba el
cuerpo de un hombre sacudiéndose la mortaja prematura que cien, quizá mil
arañas estaban tejiendo para envolverlo, desplazándose por su cuerpo como
viejas y sabias tejedoras de una fábrica cerrada hace ya mucho tiempo y que se
han quedado para siempre porque nada las espera en casa. Sólo sus manos, sus
patas, les siguen siendo fieles, sólo la idea de cumplir su ancestral trabajo
las consuela de la soledad y el vacío de sus vientres incapaces ya de
engendrar.
-Papá-dijo Natalia.
Ruiz reconoció a Larriere en uno de los
ancianos que les daba la espalda.
Cuando se dio vuelta, ellos vieron que
tenía los ojos enrojecidos y le caían gotas de la nariz. Su hija se le acercó
para limpiarlo.
-Gracias-dijo, y miró a Bernardo con una
triste sonrisa-. Sepa disculpar estas chocheras de viejo, doctor.
Bernardo le palmeó la espalda con
confianza, el otro agradeció aquella muestra de afecto.
Los tres volvieron a la plaza. Ahora había
muchas personas arrimadas al centro, y muchas más iban en la misma dirección,
comentando entre ellas. Los chicos corrían adelantándose a sus padres,
acompañados por los perros. Norberto se reunió con su familia, venía del puesto
de la mujer obesa, y comentaba que había conversado con ella unas palabras.
Alguien se subió al entarimado que ocupaba
el centro de la plaza, junto al mástil, que era utilizado para colgar lámparas
e luminar el escenario improvisado. Había llegado la hora del espectáculo
mayor, pensaba Ruiz. Tal vez un discurso de apertura y luego la presentación de
algún conjunto de música. No fue nada de eso, sin embargo. El hombre se limitó
a dar la bienvenida a todos. Era bajo de estatura, delgado y de hombros anchos.
Vestía un saco de color verde sobre una camisa sin cuello. Sus pantalones eran
ajustados y calzaba botas. Parecía un maestro de ceremonia levemente afeminado,
porque su cara brillaba con un polvo acumulado en las mejillas y alrededor de
los ojos. Se movía como un artista de variedades, como un mimo, haciendo el
gesto de sacase una galera que no tenía.
-Damas y caballeros-dijo, cuando el coro
dejó de cantar una melodía sin palabras, sólo un coro mudo de voces guturales
como pájaros estrangulados-. La principal voz de nuestro pueblo, hoy nos
cantará una canción nueva.
Extendió su brazo hacia donde los Larriere se
habían parado a observar. Todos aplaudieron. Eran a Natalia a quien buscaban.
Ella pronto se separó de él sin antes olvidar darle un pequeño pellizco en el
brazo, haciéndolo cómplice de la alegría que sentía, luego, mientras el maestro
de ceremonias la ayudaba a subir al escenario, ella se dio vuelta un instante
para mirarlo y le guiñó el ojo izquierdo.
Se quedó parada en medio del escenario,
se alisó la falda del vestido y apartó el cabello de su frente. Se veía
realmente simple y hermosa, se dijo Ruiz. Pero fue al cantar cuando el
verdadero significado de la palabra hermosura abarcaba todo lo que Natalia
representaba. Porque su voz no era un complemento a su belleza, sino lo
esencial. Su voz de contralto parecía formarse y madurar con cada segundo que
duraba y cada nota que pronunciaba. Y no salía sólo de su boca, sino de la
oscuridad que envolvía la plaza, del espacio sin árboles y las calles con olor
a tierra húmeda, venía de aquel cementerio cercano semejante a un mar de
arbustos.
Ella cantaba el poema de Cecilia, y Ruiz
se preguntó cómo había podido ponerle música tan pronto, con tan poco tiempo
entre esa misma tarde y esa noche que ahora transcurría. Ningún instrumento la
acompañaba, era un canto a capella,
pero nunca había escuchado Ruiz una voz tal que no necesitara nada más su
propia compañía, porque ella era el viento que soplaba en su garganta, el eco y
el hueco de la boca, caja de resonancia más fiel y más grande que cualquier
gruta enterrada a cientos de metros e inexplorada por hombre alguno.
El poema de Cecilia adquirió entonces un
significado que no había visto antes, que él no había entendido y que quizá
Cecilia había estado buscando cuando lo recitaba una y otra vez en su cama, con
un lápiz en la mano, revisándolo, corrigiéndolo, buscando en los versos el
secreto de las palabras, y en las palabras el simbolismo de las letras. Y más
allá aún, la música que no sabía crear porque le estaba vedada, y que ahora
surgía por medio de otra mujer cuyo talento difería del suyo, pero igualmente
revelador. Una y otra, y tal vez una tercera, la mujer que había enseñado a
Cecilia a contemplar la belleza de los insectos y la armonía subyacente en los
contornos de un hueso.
La canción duró varios minutos. Las
lámparas colgando del mástil se mecían con el viento suave que se había
levantado hacía poco, e iluminaban con
movimientos y juegos la figura de Natalia, proyectando el sonido, moldeándolo a
la forma de las manos del viento, hasta dispersarlo a todo lo ancho de la
plaza. Ruiz sintió que todos los presentes se conmovieron al escuchar, incluso
los fenómenos y las criaturas extrañas que no se habían movido de sus puestos
tenían la mirada o el oído atento hacia quien cantaba. Los chicos estaban
quietos junto a sus padres, las cabezas en alto, la mirada curiosa sobre la
mujer del escenario, los perros se habían sentado y un par de ellos aullaba con
un tenue quejido más triste que el canto de un lobo extraviado.
Entonces Natalia miró hacia esos dos
perros a diez metros de distancia. Su voz se detuvo, muriendo suavemente con la
última palabra del poema. Y esa última palabra era un nombre, un distintivo
aplicado a un hueso del cuerpo humano que hacía referencia a un dios mitológico
que era capaz de sujetar el peso completo del mundo en sus espaldas.
La base de un cráneo. El sostén del mundo.
Como si todo aquel peso pudiese ser
soportado incluso por el agua como una esfera, un globo lleno de sonidos y de
música, de voces que transcurren por las autopistas del viento.
Un dios que fuese capaz de descansar por
instantes y depositara su carga sobre un débil soporte más etéreo que el aire.
Como un irresponsable que se distrae y descansa, y dispuesto a recoger otra vez
la carga, ve que ésta ha desaparecido, arrastrada por las manos del viento con
voces lóbregas y aullidos funestos.
La fuerza necesaria para mantener en
equilibrio al mundo en un punto estático, es la misma que si permanece en
movimiento continuo. Ruiz sabía esto, algo de física y su lógica se lo habían
enseñado. Los misterios del mundo, la lucha entre el bien y el mal, las grietas
que se hunden en la cotidianeidad y desprenden los despreciables vahos de la
podredumbre y la muerte corporal, muchas veces responden a los mismos
principios de la precaria ciencia inventada por el hombre.
El cerebro inventa su propia muerte, la
explicación de la vida y la misma vida nacen simultáneamente. La muerte está en
el cerebro humano. Su propio dios creador y su destructor.
Quienes se asoman a las grietas abiertas
en las plazas de esos pueblos como el que Ruiz ahora visitaba, ven las
caravanas y las carretas de los que recogen cadáveres de casa en casa para
llevarlos a sitios donde se amontonan como montañas, que luego arderán hasta
convertirse en cenizas perdidas, arrastradas e inutilizadas por el viento.
Natalia bajó del escenario, y Ruiz ni
siquiera se daba cuenta de que él mismo era quien se había acercado y le
extendía una mano para ayudarla. Nadie aplaudió, porque el silencio era más
satisfactorio en ese caso.
El viejo Larriere abrazó a su hija.
-¿Cómo pudiste encontrar esa canción,
hija? La creía perdida...-dijo él.
-Es un poema de quien fue mujer del
doctor, papá…
El viejo miró a Ruiz con asombro, con
admiración.
-Dígame, doctor. ¿Cuál era el apellido de
su mujer?
-Taboada.
-¿Y el de la madre?
Ruiz hizo memoria por unos segundos.
-Gonçalvez.
El viejo pareció reconocer el apellido y
pasó un brazo encima de los hombros de Ruiz.
-Doctor, no se imagina cuán acertado
estuve cuando le dije que me gustaría tenerlo en la familia. Hay gente que sabe
más que los demás, ¿comprende? Personas que intuyen lo que hay en un hueco sin
luz, y aún lo que se esconde y se palpa sobre el asfalto a pleno mediodía de un
verano cualquiera. Las mujeres son especialmente susceptibles a eso. Su mujer,
que en paz descanse, lo intuyó al componer ese poema. E imagino que otras más
de su familia también fueron capaces de ver, por ejemplo, el miedo o el espanto
que avanza como un enjambre de avispas.
Ruiz imaginó a Cecilia y a su prima Leticia
en una playa, de pequeñas, mirando, acostadas en la arena, cómo una araña
devoraba a una langosta.
Regresaron a casa en silencio, escuchando
la música de las cigarras, rodeados por las luciérnagas que huían de los
enjambres de mosquitos nocturnos que brotaban de la maleza junto al camino. Los
varones Larriere se fueron cada uno a sus habitaciones y dejaron solos a Ruiz y
Natalia en el living de la estancia, frente al hogar que crepitaba y atraía
mosquitos en vez de espantarlos.
Ambos tenían la vista en el fuego,
silenciosos y pensando quizá en lo mismo. Buscaban algo para decir que
significase un paso irreversible, algo del cual no pudiesen volver atrás. Por
eso optaron por continuar en silencio y acariciar uno la mano del otro sobre el
respaldo del sofá, luego las manos tocaron las del otro, después el cuerpo,
hasta llegar a los hombros y acercar las cabezas mutuamente hasta que sus
labios se encontraron.
Se besaron muchos tiempo, respirando sólo
lo necesario para continuar en ese estado, liviano como el humo desprendido del
fuego junto a ellos, protegidos por el cielo raso cuyas vigas no veían, pero
entre las cuales se habían formado nuevas telarañas durante el día. Y en el
momento en que ellos se abandonaban al sentimiento del cuerpo entregado al otro
cuerpo, mientras los labios de ella besaban las orejas de él, y él besaba el
cuello y el nacimiento de los senos de ella, las arañas consumían su ración
diaria de moscas atrapadas en las telas.
Bernardo y Natalia se levantaron del sofá
y caminaron tomados de la mano hacia el pasillo que llevaba a los dormitorios.
Sus labios casi no se desprendían y caminaron por la sala prácticamente a ciegas.
Llegaron a la puerta del cuarto de ella. Él hizo un muy pequeño gesto de
apartarse, como una concesión a las buenas costumbres. Al fin de cuentas, se
decía, él era un intruso en una casa de buena familia. Pero ella lo retuvo de
la mano, entraron juntos a la habitación y cerraron la puerta.
Ella se asentó en la cama sobre la colcha
de lana de oveja. Él se sentó a su lado y comenzó a desprenderle el cierre del
vestido, besando al mismo tiempo los centímetros de piel que iba descubriendo.
Natalia se bajó el vestido hasta la cintura. Luego él desprendió el broche del
corpiño y ella se dejó caer sobre la cama.
Bernardo se arrodilló entonces frente a
ella y comenzó a besarle los senos como si fuese un dios al que rezara. Ella se
acostó, él le quitó el resto de la ropa. Se quitó la camisa y los pantalones, y
ya no fue necesario ninguna luz ni ningún sonido para saber que lo que estaban
haciendo había sido decidido tal vez muchos tiempo antes, quizá siglos antes,
por una antigua tradición que no sólo incluía tristes deberes sino también
sucesos como el que ahora estaba sucediendo: el éxtasis y el placer, efímeros y
fugaces, pero no menos imprescindibles para después cumplir con los otros con
la mente lúcida y la sangre a una temperatura acorde con los cadáveres que se
recogen de casa en casa, de pueblo en pueblo.
Natalia tenía el corazón repiqueteando
con un tamborileo parecido al de un niño tambor tocando en plena batalla. Era
dulce y excitante al mismo tiempo. El cuerpo de Ruiz, en cambio, era una suma
de cuerpos de muchos hombres cayendo con todo su peso luego de ser derribados
por cañones y balas sobre los duros antebrazos de la tierra. Eso era ella,
tierra donde él caía, y la tierra se moldeaba a su forma, lo envolvía.
Ella ahora tenía las piernas atrapando las
piernas de él. Ruiz las sentía subir y bajar hasta apretarse y cerrarse sobre
sus glúteos. Un brazo de Natalia apretaba la cabeza de Bernardo contra su
cuello, el otro brazo empujaba su cuerpo contra el suyo. Ella lo había atrapado
y no lo dejaría ir. Pero él no tenía deseos de huir de esa cama. Ella era como
una mantis religiosa, cuya triangular cara verde en cualquier momento devoraría
la cabeza del macho.
Él lo sabía, y sin embargo tenía que
terminar lo que había empezado. Hay cosas que no pueden detenerse, flujos que,
como oraciones, no deben quedar truncos si no se quiere caer en la blasfemia o
en un sincope cardíaco. Momentos como esos son los contados instantes donde el
cuerpo y la llamada alma son una sola cosa, más consistente que el aire, más
sustancial que cualquiera de los elementos que conforman el mundo, algo
indivisible, aunque por sí sola fuese tan inútil como una piedra.
Cuando él sintió que ya todo se acababa,
gritó sintiendo un hormigueo recorriéndole la espina dorsal. Comenzó en la base
de la espalda, allí donde ella había apoyado sus pies, luego subió hasta la
cuello y la cabeza. Ruiz se acostó a un lado, agitado y con un zumbido extraño
en los oídos.
Natalia apoyó la cabeza sobre su abdomen,
acariciándolo, jugando con el vello de su pecho mientras decía algo, pero no
logró entenderla. Ella cantaba, tal vez, por eso no se dio cuenta de los
calambres que él sufría en los músculos del abdomen. La boca de Natalia seguía
habitada por el canto, poblada de vidas que ella creaba con esa balada cuyos
acentos extranjeros resultaban melancólicos.
Entonces Bernardo vio en el cielo raso de
la habitación, las telarañas pendiendo de viga en viga, y las pequeñas figuras
de las arañas desplazándose en muchas direcciones como sobre carreteras que
conducían a los sitios del alimento, la reproducción y la muerte.
Ruiz se quedó dormido mientras su corazón
disminuía sus latidos hasta el límite exacto de lo normal. Y en esa frontera se
trasladó al ámbito del sueño, a esa casa de campo donde él continuaba armando
un cuerpo con el material indicado por un programa de televisión. Pero ya no
había ningún televisor, y el cuerpo estaba casi construido, a excepción de la
cabeza.
A eso se dedicaba ahora. Sentado frente a
la mesa del comedor, moldeaba con sus manos sucias de arcilla, barro y
pegamento, la forma de una cara sobre el hueso todavía desnudo. A medida que
ponía capa sobre capa de arcilla y luego pegaba briznas de pasto mezcladas con agua
y pedruscos, la piel iba tomando un color amarronado. Pero era sólo parte del
cuero cabelludo, la cara en sí misma todavía era un esbozo apenas descifrable.
No sabía cuánto tiempo llevaba trabajando sin dormir, y sintió que debía bajar
los brazos por un momento y descansar.
-¿Qué creés que estás haciendo?-dijo
alguien.
Ruiz miró a todos lados, pero estaba solo.
-¿A dónde mirás, soy yo la que te habla?
Entonces vio que los labios de la figura,
formados solamente por dos cilindros, se movían. Era la cabeza la que hablaba.
El resto del cuerpo seguía parado en un rincón. La cabeza se dirigía a Ruiz con
voz de mujer, amable pero firme, levemente despectiva o enojada.
-¿Cuál es tu nombre?-preguntó ella.
Él, de pronto, dudó. No sabía quién le
hablaba, así que también había perdido la noción exacta, quizá, de quién era
él. Luego de pensarlo un rato, contestó:
-Hamlet. ¿No ves acaso cómo te he sujetado
entre mis manos, preguntándome sobre la vida y la muerte?
-Bien, entonces, querido Hamlet, te darás
cuenta que estos labios son molestos y demasiado carnosos. Creo que deberías
diminuir su grosor.
-Tal vez tengas razón.
Se dedicó a aplastar un poco los cilindros
de caucho que los formaban.
-¿Están mejor así?
-Sí, mucho mejor, querido Hamlet.
-Creo que se equivoca, me llamo Victor
Frankenstein.
Ella frunció la piel de la frente, y el
barro reseco se quebró y cayó en la mesa.
-Es tu culpa, me habías dicho otro nombre
hace un rato.
-Yo lo arreglaré, no te preocupes.
Preparó una nueva mezcla. Ella observaba
los dedos que trabajaban sobre su frente.
-¿Vas a tardar mucho? Creo que voy a
transpirar y otra vez se me caerá el maquillaje.
-La humedad es buena para la mezcla.
-Si lo decís vos, Victor...
El
retiró las manos, casi enojado.
-¿Por qué insistís en llamarme de otra
manera? Mi nombre es Yepetto.
-Bueno, esta vez es un poco más simpático.
Quiero un espejo, por favor.
Él trajo un espejo ovalado. Lo puso frente
a la cabeza. No sabía qué podía estar pensando esa cabeza viéndose a sí misma
con la cara a medio construir, pero no pareció desagradarle.
-Vamos bien, Yepetto.
Él arrojó el espejo sobre la mesa y se
cruzó de brazos mirándola fijamente.
-¿Qué pasa ahora?
-Pasa que me llamo Michelangelo.
La cara se deformó con una sonrisa irónica,
y lucía tan horriblemente absurda como el motivo por el que reía.
-Bueno, bueno...hemos avanzado en
pretensiones. Cada vez te exigiré más, entonces.
-Lo que desees, y mejor aún. Soy tu
creador.
Ella puso una expresión de duda.
-¿Estás tan seguro, Miguel Ángel?
Él levantó la silla y amenazó con arrojarla
sobre la cabeza.
-¡Un error más y no me contengo! Me estás
provocando llamándome siempre por nombres diferentes.
Ella, resignada, preguntó cuál era su
verdadero nombre.
-Leonardo.
Entonces ella asintió, porque comenzaba a
tener miedo de la cordura de su creador. Lo vio acercarse y ponerle las manos
encima, moldeando otra vez la arcilla con mayor brusquedad que antes. Decidió
mantenerse callada, a pesar del olor horrible que él tenía en la ropa, sudada y
sucia de tierra. Debía haber estado enterrando gente poco tiempo antes. Ella no
recordaba haber tenido una vida, pero a medida que su cara se iba formando, y
especialmente al mirarse al espejo, encontró semejanza con alguien que conocía,
sin saber de cuándo o dónde.
Luego, él se detuvo. Sus manos se quedaron
quietas y miró hacia la puerta. Ésta se había abierto y una brisa fresca
entraba desde el anochecer inminente. Ella también escuchó la música, pero
creía que era el viento, porque sus oídos aún eran rudimentarios.
-¿Qué es eso, Leonardo?
Él la miró con una expresión de intenso
desprecio.
-Me llamo Giuseppe Verdi. Y ese es el coro
de mi Nabucco.
Diciendo esto, salió. La puerta quedó
abierta, así que ella pudo ver el campo por el que ahora él caminaba, tranquilo
y seguro de adónde se dirigía. Al fondo había un árbol, grande, y las ramas se
movían, y alrededor el césped no era verde sino negro.
El camino que él recorría era un campo
sembrado de escarabajos, y el cielo había sido invadido por langostas. El cielo
se movía de costado, tenía profundidad y cimas como un mar verde. El suelo
parecía haber ascendido y el cielo nocturno bajado. Pero él caminaba firme,
seguro hacia el árbol cuyas ramas se extendían como brazos con manos y dedos
ofreciendo arañas, como un dios que reparte alimento a sus súbditos.
Iba
en su busca, hacia esas manos y ese techo de telarañas que lo protegerían. Y el
mundo se balanceaba al ritmo de un coro sobre un mar levemente agitado. En
medio de una noche que empezaba, en ese espacio donde el tiempo es sólo una
idea rota colgando en hilachas de ramas filosas que lo desgarran mientras
corre, huyendo, aunque jamás sepa de qué puede escapar él, el tiempo, dueño y
señor de todo, excepto de aquellos pasos que ha dejado atrás y lo persiguen,
siempre.
5
En la
mañana, a Ruiz lo despertaron unos gritos que venían de la habitación de al
lado. Los postigos estaban abiertos y era ya de día, quizá las nueve o diez de
la mañana. Miró el reloj de la mesa de luz, recién eran las siete. Era raro que
Natalia se hubiese levantado tan temprano. Los gritos, que ahora se daba cuenta
eran gemidos de dolor, tenían la voz del viejo Larriere. Se levantó, pero no
tenía para vestirse más que la ropa de anoche. Entonces vio, sobre la colcha a
los pies de la cama, una bata de hombre. Seguramente de Norberto, y ella se la
había dejado ahí para cuando despertara. Se puso la bata y abrió la puerta del
cuarto. El pasillo estaba vacío, y los gritos se escuchaban más fuertes. Sin
duda venían de la habitación del viejo. Salió y tropezó con Norberto que
llevaba una taza humeante con un líquido de fuerte olor.
-Buen día, Ruiz-dijo simplemente, y entró
en el cuarto de su padre cerrando la puerta.
Bernardo fue hasta la cocina y encontró a
Natalia sentada a la mesa, desayunando.
-¿Qué le pasa a tu padre?
-Lo que esperábamos desde hace un tiempo,
mi amor. Es el proceso.
-¿Qué
proceso?
-El desprendimiento, querido. Ya lo viste
con Vicente en el quirófano.
Ello tomó de una mano y lo hizo sentarse a
su lado. La mañana del domingo era soleada, una intensa luz penetraba por el
ventanal que daba al jardín.
-Sentáte y dejáme que te explique. Ellos
están por salir, ¿sabés?
-¿Ellos?
Natalia hizo un gesto de fastidio, los
gritos de su padre la alteraban, aunque pretendía mostrarse despreocupada.
-Bernardo, no digas que no entendés
después de todo lo que viste en la feria. Ellos, querido, salen cuando vamos a
morir. Están en la sangre de nuestras madres, crecemos con ellos, los
alimentamos. Luego, cuando nos llega la hora, salen porque ya no les servimos.
Y para salir deben romper las vísceras y la piel.
Mientras hablaba, miró a Ruiz como si
tuviese enfrente a un niño ingenuo y asustado. Parecía una maestra, una madre
paciente que hablaba tranquila pero con tristeza.
-Es doloroso, lo sé. Todos nosotros
tenemos miedo, es inevitable. ¿Quién no tiene miedo de morir con dolor?
Apretó la mano de Ruiz cuando uno de los
gritos se hizo más estridente, más agudo que los anteriores, casi un llamado
agobiante de desesperación y piedad. Entonces él no pudo evitar el reflejo de
protegerla y consolarla, la abrazó y sintió cómo la cabeza de Natalia
descansaba en su pecho, respirando agitadamente, pero a salvo de todo lo que
estaba sucediendo en la otra habitación.
Norberto regresó con la taza vacía, la
dejó sobre la mesada y se sentó frente a ellos.
-No
se preocupe por él, Ruiz, papá sabía que esto llegaría. Se estaba preparando
para soportar el dolor.
-Pero está sufriendo...
-Ya lo sé, y es lo que debe hacer. Gritar
y sufrir. ¿Acaso no nacemos de la misma forma? ¿Quién dice que la muerte debe
ser apacible, silenciosa y medicada? Ellos lo saben, esa es su función, aunque
no sean concientes de eso.
-Es el proceso, querido-agregó Natalia sin
separarse de él, y la voz repercutió en
su cuerpo como si recorriese los espacios vacíos de sus pulmones. Se preguntó
si realmente estaban vacíos.
-¿Le sirvió la tizana?-preguntó ella a su
hermano.
Él asintió. Se quedaron en silencio,
tomando unos mates para calmar los nervios y dejar que el tiempo pasara. Los
tres estaban todavía con ropa de cama. Él con la bata de Norberto, ella con un
camisón blanco y una bata de seda, su hermano con un pijama a rayas.
-¿Por qué Vicente fue a verme, entonces?
Cómo pudo arriesgarse a que todos supieran lo de ustedes...
-Vicente era un cobarde-dijo Norberto-.
Desde chico tenía miedo. No soportaba el dolor, y después de ver cómo nuestros
abuelos y tías morían, él decidió que lo haría con anestesia. Por eso tuvimos
que acompañarlo al hospital, al fin de cuentas era nuestro hermano.
Ruiz recordó las primeras consultas, el
amable optimismo que había tratado de infundirle para que no se preocupara por
aquellos supuestos quistes intestinales. Acostumbraba a ir solo, mirando atrás
antes de entrar al consultorio, como si tuviese miedo de que lo siguieran o
alguien lo viese hacer lo que no debía.
-La gente del hospital ya lo sabe, Ruiz.
Por lo menos los que estuvieron en el quirófano con vos. Son de los nuestros.
-¿Pero cuántos son, entonces?
Ellos sonrieron, pero los gritos
interrumpían todo gesto que no fuese solemne.
-Imposible que nosotros lo sepamos,
querido-contestó ella, acariciándole una mejilla-. Miles, millones, tal vez.
Miró a su hermano buscando aprobación.
Norberto asintió.
Las agujas del reloj en la pared de la cocina
avanzaron lentamente, marcando primero las ocho, luego las nueve y las diez de
la mañana. Casi al mediodía, los tres ya estaban vestidos y daban vueltas por
la casa sin saber qué hacer para distraerse de los gritos del viejo. Cada vez
que alguno de los hermanos entraba al cuarto con la tizana, los gritos
disminuían por un rato, pero luego volvían a acrecentarse, a veces más fuertes.
Los tres se sentaron en la sala. Norberto
en un sillón individual, Natalia y Bernardo agarrados de la mano en un sofá
grande.
-¿Cuánto más va a durar?-preguntó Ruiz.
-No hay reglas para esto. Debe entender,
Ruiz. Es un proceso natural, usted como médico debe comprenderlo. ¿Cuánto dura
un parto desde que comienzan las contracciones? ¿Acaso hay un tiempo fijado?
Esto es lo mismo. Ellos nacen cuando nosotros morimos, ¿pero ellos nacen porque
nosotros morimos, o nosotros morimos porque ellos nacen?
-¿No lo saben? ¿Son de su raza y no lo
saben?
-Acaso usted, doctor, que ha leído sobre el
cuerpo humano y sobre los hombres en general, ¿sabe la razón de la vida, el por
qué hemos nacido para irnos no mucho después? Además, está equivocado si piensa
en nosotros como de otra raza. Somos humanos, por eso ellos nos pueblan. Somos
un hábitat más, un ambiente para cumplir con el proceso de sus vidas.
Miraron la puerta de la habitación del
viejo, hubo un golpe. Natalia se levantó del sofá.
-¡No vayas!-la previno su hermano-. ¿Por
qué no va usted, Ruiz? Llévele la tizana y véalo, hable con él si puede.
Pero no hubo tiempo para responder. Un
estruendo de objetos caídos vino del interior del cuarto y un grito profundo y
largo desgarró la estabilidad del aire dentro de la casa, partió la luz del
mediodía en dos fragmentos irreconocibles. Un antes y un después del lapso de
tiempo cortado con un cuchillo de sonido se estableció para siempre en medio
del pasillo, y por allí ellos deberían seguir pasando durante toda la tarde y
la noche, hasta que finalmente los gritos se acallaran y el espacio sin tiempo
frente a la puerta fuese recorrido por aquello que habitan en las entrañas.
Los dos hermanos corrieron a la puerta,
pero Norberto llegó y entró antes que ella. Natalia golpeó la puerta y dijo:
-¿Está bien? ¿Qué le pasó?
Pero no le respondieron. Ruiz intentó
apartarla del pasillo. Ella no se resistió, mientras lloraba otra vez con la
cabeza apoyada sobre el pecho de Bernardo. Era la primera vez que la veía tan
insegura y asustada, no parecía la misma mujer que la noche anterior cantaba de
manera tan segura y orgullosa, y que lo había sostenido mientras recorrían los
puestos de fenómenos en la feria.
Norberto salió.
-No pasó nada, quiso levantarse y se cayó
de la cama. Pero por lo menos el susto sirvió de algo, ahora está durmiendo.
Norberto suspiró profundo. Se veía agotado,
pero no quería dejar de atender a su padre.
-¿Por qué no salen? Vayan a almorzar al
pueblo-dijo, y mirando a Ruiz, agregó: -Llevála, distráela un poco, por favor.
Bernardo estuvo de acuerdo. Natalia iba a
hacer lo que le dijera su hermano, pero antes le dio un beso en la mejilla y
fue hacia su cuarto a cambiarse.
Norberto apoyó las manos en los hombros de
Ruiz. Se puso a lagrimear.
-Gracias que estás vos para ayudarnos. Vas
a ser mi hermano desde ahora. A veces siento que solo no puedo, yo también
tengo miedo, pero otro hombre joven en la familia es una gran ayuda para
resistir.
Abrazó a Ruiz, y éste se sintió aturdido.
Cuando estuvo dispuesto a abrazarlo él también, Norberto ya se había separado y
le decía que se tomaran toda la tarde libre. Él cuidaría del viejo hasta que
regresaran. No había que preocuparse porque muriera mientras estaban ausentes,
el proceso, aseguró, iba para largo.
Entonces Ruiz y Natalia subieron al jeep y
tomaron el camino al pueblo. En la plaza, estaban levantando los entarimados y
varias mujeres barrían las veredas. Había restos de papeles, vasos de plástico,
botellas rotas. Unos perros mordisqueaban algunos huesos pelados del asado.
Caminaron por la plaza cambiando saludos con algunos vecinos. Enfrente estaba
Aranguren, sentado en el mismo lugar y posición donde lo había visto el
viernes. Ruiz lo saludó y cruzaron la calle.
-¿Cómo está, doctor?
-Bien, gracias.
Aranguren no miró a Natalia, ni ella le
dirigió la palabra.
-Voy a la panadería, querido, te espero
ahí-dijo ella.
Ruiz asintió, y mientras la miraba
alejarse, Aranguren le dijo:
-Ya ve que no nos llevamos bien. Viejas
rencillas familiares, querido doctor. Y ahora que parece que va a formar parte
de la familia...no pude evitar verlos tomados de la mano, usted disculpe...no
sé si seguirá frecuentándome.
-Me gustaría saber el motivo del problema.
No creo que ellos quieran contarme, por eso se lo pregunto a usted.
-Mire, doctor. Nos hemos peleado por
intereses laborales, podríamos decir. Tenemos áreas comunes de dominio, y
aunque con medios diferentes, nuestro fin es común. La familia Larriere es
representante de una forma de morir, invasora y bestial, repugnante en mi
opinión. Las otras familias, a la que pertenezco, nos dedicamos a distribuir
otras formas de muerte, la peste, por ejemplo, las ratas y sus túneles.
¿Entiende? No somos invasores, somos mensajeros. Ellos, en cambio, llevan la
muerte dentro de sus cuerpos, nosotros simplemente la distribuimos.
Ruiz miraba hacia el cementerio mientras
escuchaba el relato de Aranguren. Había visto un movimiento como de olas de
mar, pero se dio cuenta que era el reflejo dorado del sol sobre los arbustos.
-Entremos, doctor. Lo invitaré con algo
fresco. ¿Le gustan los aperitivos?
Ruiz contestó que sí y lo siguió. Una vez
dentro, escuchó música que llegaba de un tocadiscos en un rincón. Era Va pensiero de Verdi, y pensó en su
sueño de aquella noche.
-Le gusta la ópera, ¿no es cierto, doctor?
Ruiz pensó en Renato Taboada, el hombre que
había considerado su suegro hasta tan poco tiempo antes. Él también debía estar
escuchando aquel coro en ese momento en el departamento de Buenos Aires, podía
asegurarlo.
Aranguren trajo dos vasos altos y sirvió
una medida de Fernet para cada uno, luego lo diluyó con soda y levantó su vaso.
-A su salud, doctor.
Ruiz miró el abdomen del viejo. Estaba tan
hinchado como el de Vicente o el de Larriere.
-Yo también, doctor. Los que vivimos en
este pueblo estamos expuestos a ellos, mi madre lo estuvo y por eso yo estoy
obligado a vivir acá. Si vuelvo con mi familia, contagiaré a mi gente. A su
salud, doctor. Por que viva mucho tiempo.
Ruiz levantó su vaso y brindó.
Por la ventana del costado se alcanzaba a
ver sólo una parte de un jardín de césped cuidado, con arbustos dibujando un
laberinto. Muy cerca de la ventana, unos chicos jugaban a perseguirse. Sus
risas se oían claras y felices, pero Ruiz creyó escuchar unos insultos que no coincidían
con esas risas. Se levantó a mirar. A más de diez metros había un bulto tirado
en el pasto. Parecía un paquete de basura, envuelto en una bolsa de arpillera.
Pero se movía, como zigzagueando, luego rodando a trechos. Entonces Ruiz
reconoció a uno de los capullos que la noche anterior estaban envueltos con
telas de araña.
Los niños se habían acercado y lo
insultaban. Corrían alrededor, saltando y burlándose con palabras soeces que
resultaban grotescas en sus bocas. Ruiz no era remilgado ni demasiado
conservador, pero sintió que esos chicos estaban repitiendo palabras enseñadas,
como si alguien les hubiese dicho que si encontraban a seres como aquel, debían
actuar y decir lo que estaban diciendo, aún sin saber lo que significaba
Luego, se dispersaron, y Ruiz pensó que
lo dejarían en paz, pero regresaron con ramas y palos. Comenzaron a pegarle con
fuerza, y le pareció que ellos disfrutaban, que habían sabido todo el tiempo el
verdadero sentido de sus insultos. No eran niños ya, porque ellos miraban como
los hombres que llegarían a ser, hombres que sabían que ellos, como ese capullo
en su mortaja de telas de araña, así morirían alguna vez.
Los palos bajaban y subían mientras el
cuerpo en el capullo se sacudía y se estremecía con cada golpe. Alcanzaba a
escucharse un zumbido o un quejido por encima de los gritos de lo chicos.
Ruiz dejó el vaso en la mesa y se dirigió a
la puerta. Aranguren lo detuvo de un brazo.
-No, doctor. Déjelos jugar, así se
entretienen los chicos acá.
Pero él se desprendió de la mano que lo
retenía y salió. Dio la vuelta a la esquina del edificio y entró el jardín. Vio
que varios perros ahora mordían el capullo, disputándose la presa. Los chicos,
al verlo venir dejaron de golpear y esperaron que se acercara. No parecían
temerle, tal vez ni siquiera esperaban que él los retase, debían imaginar que
deseaba unirse a ellos. Pero cuando agarró una rama del suelo y comenzó a
amenazarlos, se apartaron. Luego espantó a los perros lo suficiente para
arrodillarse junto al capullo. Rompió una parte de las telarañas que cubrían la
cabeza del hombre, vio los ojos abiertos y cubiertos de una pátina transparente
de secreciones que olían horriblemente. Cargó el cuerpo en brazos y caminó
hacia la plaza, mirando atrás a los chicos que lo seguían, a los perros que le
ladraban, a Aranguren que intentaba detenerlo, a muchas personas que lo miraban
sorprendidas.
No había planeado esto, ni siquiera sabía
por qué razón lo hacía. Sólo estaba seguro de sus actos, del reflejo de su
cuerpo que había reaccionado tan rápido como cuando hacía guardias en el
hospital y debía salvar la vida de alguien.
Ya había cruzado casi toda la plaza cuando
se encontró frente a Natalia. Ella lo observaba muy seria.
-¿Qué estás haciendo?
-Lo estaban matando...no puedo dejarlo
aquí.
No se detuvo al contestar, siguió caminando
hasta el jeep mientras ella lo agarraba de la ropa, exigiéndole que se
detuviera.
-No entendés, Bernardo. Así debe morir...
-No así...nadie tiene que morir así.
Dejó el cuerpo en la parte de atrás del
jeep y subió al asiento del conductor.
-Vamos...
Ella dudó, mientras los vecinos los
miraban. Los perros ladraban y uno se animó a saltar al jeep y morder el
cuerpo. Ruiz arrancó y el animal cayó al suelo. La gente se apartó de su
camino, Natalia les echó una mirada que parecía pedir perdón. Se restregó la
cara, nerviosa, y dijo:
-Creí que habías entendido...
-¿Entender qué? Este pueblo está enfermo y
voy a tratar de curarlo. No sé en qué estuve pensando en todos estos días. Como
si hubiese vivido en un sueño y recién ahora me despierto para ver que es real.
-Una realidad que no vas a cambiar en nada.
Te lo aseguro.
Llegaron a la estancia. Llevó el cuerpo
hasta el depósito y lo protegió con mantas. Natalia lo dejó hacer sin decir
nada, luego se dio vuelta para entrar a la casa. Ruiz intentó sacar el resto de
las telarañas, pero parecían formarse de nuevo a medida que sacaba capa tras
capa. Al fin desistió, y después de asegurarse que el hombre respiraba, lo dejó
allí, cerrando la puerta con trancas.
En la casa se encontró a los dos hermanos
hablando. Ella debía haberle contado a Norberto lo que él había hecho.
-¿Qué esperabas lograr, Bernardo?-dijo
Norberto.
-No lo sé. Tal vez ustedes me lo digan.
-Me sorprendés. Te fuiste hace unas horas
siendo una persona y volvés siendo otra.
-Cuando vi a los chicos y a los perros
destrozando al hombre, no pude quedarme quieto. Si lo hubiesen dejado solo,
cumpliendo su ciclo, me habría resultado algo natural, pero no del modo en que
lo estaban atacando.
-¿Y qué diferencia hay entre que lo hagamos
nosotros cuando ya viste cómo ellos nos usan? Ellos no tienen piedad por
nosotros.
-Pero es un hombre...
-Pronto dejará de serlo.
Ruiz se sentó. Estaba cada vez más
confundido, y comenzaba a sentir toda la desesperación que había dejado atrás
esos días. Pero ahora se daba vuelta y veía que esa desesperación era una
montaña que amenazaba no con aplastarlo, sino con meterse en su pecho y
ahogarlo.
Empezó a llorar. Natalia se arrodilló a su
lado y lo besó. Sus besos eran dulces, y él le habría entregado a ella su alma,
si se lo hubiese pedido en ese momento.
-Hace un rato-dijo Norberto-te pedí que me
ayudaras a resistir, y ahora hacés sufrir más todavía a Natalia.
Piedad, se dijo Ruiz. ¿Debo sentir piedad
por ellos?
Escuchó otra vez los gritos del viejo.
Natalia lloraba y él la abrazó con fuerza. Afuera estaba oscureciendo y ya
llevaban más de diez horas soportando esos gritos.
-Voy a entrar a hablar con él. A lo mejor
logro entender lo que tengo que hacer.
Los hermanos estuvieron de acuerdo.
-Pero llamános para despedirnos, si ves
que...
Él dijo que sí y entró al pasillo. Se paró
frente a la puerta, golpeó con los nudillos, abrió la puerta y se asomó. La
pieza estaba oscura. Las cortinas se balanceaban en la ventana abierta con la
brisa. Vio la cama y el cuerpo del viejo acostado. Cerró la puerta.
Escuchó los gemidos, los movimientos del
cuerpo dando vueltas sobre las sábanas arrugadas. Larriere estaba cubierto
solamente con un calzoncillo largo de algodón. El sudor hacía brillar su cara y
el torso de vello lacio y blanco. Giraba de un lado a otro en la cama, y de
tanto en tanto se agarraba el vientre como si lo atacara un espasmo
insoportable. Era entonces cuando gritaba más fuerte, y luego se iba serenando
de a poco, hasta recostarse otra vez de espaldas, abriendo los brazos en cruz.
-Señor-dijo Ruiz.
Larriere abrió los ojos.
-Hijo...
-Soy el doctor Ruiz, señor...
-Ya lo sé, por eso te llamo hijo. Por lo
menos mi yerno...
Ruiz no estaba tan seguro que las cosas
sucederían de esa manera, pero no quiso contradecirlo.
-¿Necesita compañía?
-Sí, hablemos antes que me ataquen de
nuevo.
Ruiz se sentó en la cama y vio el vientre
extremadamente abultado, aún más que el que había visto en Vicente.
-No hagas sufrir a mi Natalia...
-Señor Larriere, yo no estoy tan seguro de
que nos casaremos...
-Yo sí lo estoy. No hay forma en que puedas
evitarlo. Sos uno de nosotros.
Ruiz sonrió, creía escuchara a un niño
cuyos padres estuviesen por separarse.
-No soy como ustedes...
El viejo lo agarró de la mano y la apretó
con fuerza, como si así contuviese todo el dolor que debía estar sintiendo otra
vez. Luego se relajó un poco, y dijo:
-Te pinchaste en el quirófano. Así me
contaron.
Bernardo recordaba.
-Y varios insectos se te subieron a la
cara, y tocaron tus labios.
Eso también estaba bien presente en su
memoria.
-Entraron, Bernardo, hijo mío. No lo dudes.
Y la memoria de su piel rescató el
escalofrío que había sentido esa vez, la repulsión y la náusea.
-Le aseguro por Dios que esta vez usted se
equivoca...
-No me equivoco, aunque Dios existiera.
Ruiz comenzó a caminar por la habitación.
Tropezó con cosas que se habían caído esa tarde cuando el viejo quiso
levantarse. Se agarró la cabeza con las manos y repitió una y otra vez que no
podía ser cierto. Él no iba a morir como ellos.
-Cuando mi muerte quede atrás, te vas a
acostumbrar a olvidar por un tiempo. Vas a vivir tu vida como cualquier otro.
Pero en momentos como éste, serás diferente al resto.
-¡Pero tiene que haber alguna forma de curarme!
-Yo no la conozco, sólo ellos podrían
decírtelo. A mí nunca se me ocurrió preguntar. Me enseñaron a aceptar este
destino como cualquier otra forma de muerte.
-¿Cómo hago para preguntarle a ellos?
-Son muchos más que nosotros, nunca pueden
poblarnos de manera suficiente para sobrevivir todos. Algunos se han adaptado a
crecer fuera de los humanos. Crecen y se transforman. Parecen hombres, pero son
insectos. Justo al revés que nosotros.
La voz del viejo se había ahogado una vez
más en otro ataque. Era admirable la forma en que se contenía para no perturbar
más de lo necesario a su familia. Ruiz lo agarró de las manos y lo ayudó a
hacer contenerse.
-Aguante. Vamos, aguante un poco más...
El viejo asentía con la cabeza hasta que volvía
a sentir alivio.
-¿Pero dónde están...?
-Ni siquiera yo los reconocería. Usan
lugares cerrados y abandonados, como galpones viejos cerca de lugares húmedos.
-¿Pero dónde...?
-Me han dicho, quienes los vieron, que en
los depósitos de las dársenas de Buenos Aires.
Entonces Ruiz ya sabía qué hacer. Llevaría
el capullo a la ciudad, junto a los otros. Y vería la transformación. Si todo
lo que el viejo decía resultaba verdad, no le quedaba otro camino más que
matarse.
Larriere gritó tan fuerte esta vez que su
voz se rompió y desapareció en el silencio, pero en la penumbra iluminada sólo
por la luz tenue del atardecer que entraba por la ventana, sintió una multitud
de insectos invadiendo la cama. El vientre del viejo finalmente se había
abierto como una cáscara seca, y de allí brotaban los escarabajos y las arañas.
Ruiz quiso escapar hacia la puerta pero el
piso ya estaba cubierto de insectos, y
comenzaban a subir por las paredes. Se le trepaban por las piernas y él intentó
inútilmente sacárselos de encima. Expulsaba cientos y muchos más volvían a
treparse. Pidió ayuda a gritos, oyó que golpeaban la puerta. Recordó que había
puesto el seguro del picaporte al cerrar, entonces contuvo las náuseas y fue a
abrir. Cuando se entreabrió, los insectos se filtraron como agua por la
abertura. Los dos hermanos lo esperaban en el pasillo.
Natalia lo agarró de una mano. Norberto
volvió a cerrar la puerta. Los tres corrieron afuera de la casa y se quedaron
en el jardín, agitados, en silencio y esperando. Entonces vieron cómo por las
ventanas y las puertas salían olas de insectos. Arañas de patas largas y
delgadas que formaban rápidamente telarañas en los techos y paredes.
Escarabajos cuyas pinzas se adherían a la madera de muebles y puertas y
comenzaban a carcomerlas. Las lámparas se apagaron, y la casa parecía una gran
gruta donde los insectos formaban sus nidos, creaban su progenie y se esparcían
para invadir el mundo.
Esa noche dormirían en la casa de un
vecino. Ruiz siguió a los hermanos, que caminaban juntos delante de él, tomados
del brazo. Natalia había querido caminar junto a él, pero Ruiz se resistió a
volver a tocar a cualquier miembro de esa familia. Dejó que ellos siguieran
caminando. Norberto se daba vuelta de tanto en tanto para ver si los seguía, ya
no tenía esa mirada amable que le había dedicado siempre, sino una expresión
furiosa. Era verdad que había perdido a su hermano y a su padre en menos de una
semana, y que ahora quedaba como único responsable de la familia y los
negocios. Pero Ruiz presentía que había más que todo eso, la desilusión de que
él no era lo que el otro esperaba.
Ruiz se detuvo en medio del camino de
tierra, escuchó que los pasos de los hermanos también se habían detenido. Él
comenzó a correr de vuelta hacia la casa, mientras Norberto lo llamaba y corría
detrás. Pronto lo alcanzó y lo agarró de un brazo.
-¿A dónde vas?
-A recoger mi auto para volver a la ciudad.
-Sos un pobre pelotudo, y yo que pensé que
tenías más valor que Vicente.
No
esperó respuesta, le dio un golpe en la mandíbula y se fue hacia donde había
dejado a Natalia. Ruiz se frotó la boca, sintió el gusto de la sangre en un par
de dientes flojos y se fue caminando a la casa. No iba a entrar, pero se dijo
que el galpón no debía estar ocupado por insectos. Desatrancó la puerta y vio
que el capullo seguía allí. Descolgó unas mantas que se reservaban para las
monturas y se acostó sobre el piso.
Se durmió en seguida, porque el golpe lo
había entumecido, anestesiando su cara y sus sentidos ya de por sí embotados
por el cansancio de todo aquel día de vigilia. Entonces regresó al sueño, al
campo de su sueño donde el suelo estaba formado por escarabajos, el cielo
oscurecido por langostas que no acababan nunca de pasar, y un único árbol en
toda aquella extensión.
El árbol de las arañas.
Podía escuchar el zumbido de las
langostas, y el crepitar constante de los escarabajos. Giró la cabeza hacia la
casa. Por la puerta salía una mujer, que iniciaba el camino hacia donde él
estaba.
Era el cuerpo de Cecilia reconstruido por
sus manos de cirujano, pero a medida que ella se acercaba vio que no tenía
cabeza, sino que la llevaba bajo el brazo izquierdo, como un casco. Él había
olvidado colocársela antes de que la música llamara su atención. Ella,
seguramente, venía a reclamarle aquel descuido.
Caminaba por un sendero imposible de
diferenciar del resto del campo, todo era una superficie plana y crepitante que
se desplazaba continua y lentamente. Él no se movió de su lugar junto al árbol.
Cuando Cecilia estuvo a un metro de él, la cabeza le dijo:
-Por favor, doctor, termine su trabajo.
Entonces él levantó los brazos y dos patas
de arañas le extendieron agujas e hilo. Otras dos bajaron de las ramas y se
posaron sobre los hombros de Cecilia. Ruiz comenzó a hilvanar las agujas,
diciéndole que apoyara la cabeza sobre el cuello, y comenzó a coser. Las arañas
daban vueltas alrededor del cuello y sobre los hombros, sus patas trabajaban
más rápidamente que las manos de un cirujano. Iban y venían, paseaban por la
espalda y el pecho, pero lo suyo era trabajo únicamente. Habían tejido una tela
que descendía de las ramas y por allí subían y bajaban nuevos miembros de
aquella comunidad de tejedoras. Ruiz les agradecía la ayuda, sin dejar de mirar
los puntos que iba dando con extremo cuidado.
Finalmente la cabeza estaba cosida al resto
del cuerpo. Cecilia probó su nuevo estado haciendo girar o inclinando la cabeza
a un lado y a otro. Parecía estar feliz de poder ver tanto con simplemente
mover un poco la cabeza. Ella sonrió, pero sintió de pronto un dolor que la
hizo arrodillarse.
-Mi pierna-dijo.
Ruiz se dio cuenta que la pierna izquierda
se le había desprendido y yacía en el piso.
-Cósala, doctor, por favor.
Pero
él sabía que no podría hacerlo. Sus manos habían perdido su habilidad en esos
segundos, como si hubiesen nacido para reconstruir a Cecilia una sola vez.
-No puedo-contestó.
Ella lo miró con tristeza y un cierto
resentimiento.
-Pero tus manos...-dijo ella, mientras
intentaba levantarse sujetándose de las manos de Ruiz-…tus manos tienen la
poesía de una araña.
Él la cargó en brazos y se quedó esperando,
no sabía qué.
Un colectivo apareció por la ruta. No
levantaba polvo como la primera vez, sino olas de escarabajos muertos. Las
langostas formaban una aureola alrededor, entraban y salían por las
ventanillas.
El colectivo se detuvo junto al árbol. Él
subió con Cecilia y la dejó en un asiento. Adentro estaba oscuro, porque era la
hora del último servicio. El chofer lo miró, pero él no supo contestar porque
no hablaba el idioma de los insectos. Miró al resto de los pasajeros, eran
delgados y de miembros largos, parecían sufrir en esos asientos estrechos. Los
ojos eran grandes y no lo miraban a él, sino a las langostas que invadían el
interior dejando una pátina verde y pegajosa en todas partes.
Bajó del colectivo y lo observó marcharse
por el mismo camino. De abajo del chasis apareció un perro, que se acercó a
Ruiz. Era blanco, de constitución robusta, no muy alto, sin orejas, y parecía
ciego, porque apenas abría los párpados, levantando la cabeza y olisqueando el
aire. Pronto pareció orientarse y salió corriendo tras el colectivo. Ambos
desaparecieron entre las nubes verdes y el suelo negro.
La poesía de una araña, le había dicho
ella. Pero él no sabía si ero era un mérito o un insulto. Cecilia siempre había
estado dispuesta a la ironía elegante y filosa, sutil y cruel al mismo tiempo.
Él sabía que ahora su mente se estaba abriendo como con un bisturí muy afilado,
porque esas palabras eran armas más eficaces que todo lo inventado por el
hombre. Y quién le había dado el lenguaje al ser humano, ¿él mismo lo había
creado o le había sido otorgado por Dios?
Un dios que fabrica sus criaturas con un
manual, un código incorporado, un sistema de signos que ellas deberán
desentrañar lenta, parsimoniosa y obsesivamente durante toda la vida, sólo para
descubrir una frase al final del camino, quizá una sola palabra que no leerán,
que ni siquiera escucharán. El recuerdo de un eco, una adivinanza, una
premonición.
La única certeza, la del sueño.
Ruiz se desnudó. Sus plantas pisaron la
superficie membranosa de los insectos, estrujó en sus manos las langostas que
pasaban en ese momento a su alrededor. Sus manos y pies se cubrieron con la
sustancia que formaba a esas criaturas. Entonces se apoyó contra el tronco y
comenzó a trepar, adhiriéndose a la corteza.
Y mientras ascendía hacia la alta y amplia
copa del árbol, primero unas y luego muchas patas de arañas grandes y fuertes
se asomaron de las ramas para ayudarlo, pendientes de su avance, vigilando que
no cayera, cuidándolo como si él fuese uno de sus miembros, tal vez el más
importante, y estuviese regresando a su hogar.
6
Despertó
empujado, tironeado de la ropa, llena la cara de pelos y saliva. Escuchó entre
sueños los ladridos de los perros, y entonces abrió los ojos a la realidad como
había abierto sus oídos un poco antes. Por lo menos a la realidad de ese pueblo
en el que había encallado como un náufrago siguiendo un barco fúnebre.
Estaba junto al capullo que los perros
habían comenzado a destrozar luego de entrar por la puerta que él había dejado
abierta por descuido. Ni siquiera recordaba si la había entornado por lo menos,
tan cansado estaba anoche.
Se levantó para separarse de la jauría que
tiraba de la carne del hombre envuelto en telas de araña, pero de las telas
poco quedaba, y de la carne sólo había jirones deshechos. Había cinco o seis
perros, unos se habían llevado pedazos a los rincones del galpón, otros
insistían en arrancar lo que quedaba. Debió haber sabido que tarde o temprano
así terminaría todo. Natalia tenía razón. No podía irse contra la naturaleza.
Él se había obstinado siempre en revelarse, en extirpar y combatir lo que la
vida se empecinaba en deformar o maltratar. Pero el olor de la sangre es
siempre el acre y severo olor de la sangre, fin último del atento olfato, del
sensible poder de penetración de los sentidos de cada especie carnívora del
mundo.
Hombres o perros, el aroma de la sangre
siempre satisface.
Se levantó y retrocedió hacia la puerta
vigilando que los perros no lo siguieran. Abrió un poco más la puerta y la luz
de la mañana iluminó el interior. Los perros, agazapados sobre los fragmentos
de su presa, levantaron la cabeza y lo miraron, pero él se dio cuenta de que no
lo veían. Eran perros ciegos, blancos, de pelo corto, cuerpo robusto y no muy
alto, de cola corta, que ahora tenían erectas y muy tensas, y sin orejas, sólo
un orificio a ambos lados de la cabeza gruesa y el hocico ancho.
Ruiz salió rápido y cerró la puerta con la
tranca exterior. Miró hacia la casa. Había gente entrando y saliendo, trabajadores
que llevaban baldes y cepillos. Vio a Natalia con un delantal de limpieza y el
pelo recogido, cubierta la cabeza con un pañuelo rojo. Ella lo saludó y él
caminó hacia ella, cabizbajo, agotado y hambriento. Tenía la ropa sudada y olía
horriblemente a saliva.
Ella fue a su encuentro y lo abrazó.
-Estás terrible, querido. Tenés que darte
un baño antes de desayunar.
-Me voy...-la interrumpió él. No deseaba
verla ni escucharla, porque eso significaba ceder, verse vencido y obligado a
quedarse.
Ella lo miró sin soltar los brazos de su
cuello, sin desprender el cuerpo apretado contra el suyo.
-Estás asustado por lo de anoche, pero ya
pasó. Vienen tiempo mejores, mi amor. Fue un tiempo de mala racha, como dicen.
Ahora quedamos los tres, y somos jóvenes.
-Tengo una vida en Buenos Aires. Un trabajo
que no puedo dejar...
-Está bien, pero podés ir y volver. Es un
viaje de dos horas, apenas...
-Escucháme, por favor. No sé si quiero
volver con vos…
Natalia se sentó en la silla de mimbre
donde solían pasar la tarde mirando el campo.
-Querido, los que somos diferentes solamente
tenemos alguna oportunidad con los que son diferentes. Si no, qué nos queda...
-Eso es lo que tengo que averiguar. No
estoy seguro si hay un lugar donde pueda seguir viviendo. Primero tengo que
saber si soy uno de ustedes o no.
-¿Y cómo pensás averiguarlo? ¿Haciendo tus
benditos análisis de sangre?
La ironía no tenía cabida en ella, porque
carecía del cinismo de Cecilia. En Natalia esas palabras eran crueles por sí
mismas, carentes de toda elegancia y sutileza. Su belleza se deformaba,
ensombrecía su rostro y la voz, dulce y oscura, se hacía áspera y muerta.
Ruiz no respondió. Fue hasta su auto, que
había quedado estacionado desde el viernes junto a la puerta principal. Retomó
el camino hacia la ruta. No miró atrás, aunque sabía que el polvo ocultaba la
estancia y la figura solitaria de Natalia sentada en esa silla, mirándolo
partir, alejarse, como un desgarramiento.
Sintió que algo sobrevolaba el coche,
mientras recorría el mismo camino de tierra a cuyos lados se sucedían las
construcciones abandonadas. Los mismos niños y los mismos perros lo miraban
pasar, pero esta vez, curiosamente, no salían, sino que entraban a sus ruinosas
casas. Como si él fuese el protagonista de una película cuya cinta estuviese
siendo rebobinada.
Esa sombra, sin embargo, lo acompañaba.
Miró el cielo por el parabrisas. Algo pasaba por encima suyo, pájaros, tal vez,
pero le parecía que hacía tanto que no veía uno, que no estaba seguro ya de
reconocerlos. Y tuvo miedo, de repente tuvo terror de ver un pájaro rondándolo,
escuchar su graznido hambriento, y se dijo, en voz alta, que de ahora en más
debía cuidarse de ellos. Este pensamiento no lo sorprendió en lo más mínimo,
fue natural, espontáneo, pero no por ello dejó de sentirlo como una sentencia
irrevocable.
Llegó a la ruta y tomó la dirección a
Buenos Aires. Tenía la sensación de haberse ausentado del mundo durante una
semana, y ahora que veía la ruta y otros autos como el suyo, otras casas y los
invariables puentes sobre los canales o ríos de la provincia, se preguntó si no
habría soñado todo lo sucedido. Excepto la muerte de Cecilia, de la cual hoy se
cumplía exactamente una semana. Porque ella había muerto un lunes a la noche en
un departamento con un hombre que según la policía, ella conocía del colegio
secundario. Muerta con una sobredosis de cocaína.
-Tenés la poesía de una araña-le había
ella dicho al despertar de la anestesia luego de la amputación, mientras le
cambiaba las vendas. Había sangrado mucho y la cama empapada en sangre.
-¿Cómo?-preguntó él, sin mirarla siquiera,
atento a controlar la hemorragia.
-Sos como las arañas, querido. Suave pero
tosco, inocente pero cargado de horror.
Él la miró, entonces, y se formó un nudo en
su garganta. Su labio inferior tembló, por eso se dedicó a seguir curándola,
colocando las gasas y las vendas, envolviendo el muñón con telas nuevas.
Fue en esa época cuando él hizo que se
acostumbrara a los ansiolíticos, luego a los antidepresivos. Y cada mañana,
antes de despedirse de ella para ir al hospital, le dejaba las pastillas sobre
la mesa de luz con la indicación exacta de cuándo debía tomarlas. Después ella
comenzó a regularlas por sí misma, y unos meses más tarde él creía que las
había abandonado. Pero pronto llegó el tiempo del resentimiento y la tristeza
que ninguno de los dos supo afrontar, y un día ella decidió irse.
Debería matarme, dijo Ruiz en voz alta,
mirando cada coche que venía en dirección contraria como un arma disparada hacia
sí mismo. ¿Pero por qué matar a otro inocente? Tendría que conducir hacia la
baranda de un puente y acelerar hasta caer al río. ¿Pero si todo fue un sueño,
si aquel pueblo fue una pesadilla provocada por la muerte de Cecilia? Él sabía
que no era así. Si estoy infectado, si soy uno más de ellos, debo terminar con mi
vida. Se dio cuenta que lo único que lograría con eso sería esparcir sus
engendros antes de tiempo. Se imaginaba el coche desbarrancado y él partido en
dos, mientras los insectos se diseminaban por la ruta y el campo, inundando el
segmento del mundo hasta ahora libre de la plaga.
Abrió las ventanillas y aspiró profundo el
aire húmedo de esa mañana de lunes. Debía haber llamado a Renato antes de
salir. Paró en una estación de servicio. Dejó el auto para que llenaran el
tanque y entró a tomar algo. Eran las diez y no había desayunado aún. Estaba
sucio y los empleados lo miraban con recelo. Se lavó en el lavatorio del baño
lo mejor que pudo. Volvió a la cafetería y pidió un café con leche. Luego llamó
al departamento, pero nadie contestó. Era raro que Renato no estuviese en casa
a esa hora. Tuvo un mal presentimiento, no podía dejar de sentirse mal por
haberlo dejado solo tanto tiempo, justo después de la muerte de su hija. Cómo
pude irme así, se recriminó, dejarlo todo para pasar esos días en un sitio que
más parecía un nido de arañas que un pueblo.
Volvió a sentarse y el empleado del surtidor
entró a avisarle que el coche estaba listo. Antes de subir al auto, leyó el
cartel que prohibía fumar. Como si nunca lo hubiese visto antes, como si
estuviese dirigido a él especialmente.
Cigarrillos y combustible.
-Disculpáme, me olvidé pedirte que me
llenes un bidón, por si me quedo en el camino-le dijo al empleado.
Abrió el baúl y sacó un bidón de plástico.
Mientras esperaba que lo llenara, Ruiz regresó a la cafetería y compró un atado
de cigarrillos y un paquete de fósforos. Regresó al auto, pagó la cuenta, subió
y retomó el camino. Ahora tenía un plan: llegar a un descampado, rociar el auto
y su propio cuerpo con nafta y encender un cigarrillo. Los insectos no podrían
sobrevivir al fuego, nada lo hace, excepto las piedras, y aún ellas quedan
manchadas.
Pasó la laguna de Chascomús. Vio un recodo
a la derecha, con una serie de árboles solitarios cuyas ramas se movían con la
brisa. Se desvió hacia allí y paró el auto. Sacó el bidón del baúl y abrió la
tapa. Olió el aroma penetrante del combustible, y de pronto tuvo miedo de lo
irreversible. ¿Y si él no estaba infectado, por qué terminar su vida, que al
fin de cuentas amaba a pesar de todo?
Debía asegurarse que lo que había dicho el
viejo fuese verdad antes de matarse. Escuchó unos trinos y una bandada de
gorriones salió de aquellos árboles y retomó el vuelo hacia el sur. No lo perseguían,
ni siquiera habían volado por encima de él, y eso lo hizo sentirse mejor.
Paranoia, se dijo. Entonces volvió a arrancar, tiró los cigarrillos por la
ventanilla, pero guardó los fósforos en la guantera.
Cuando llegó a Buenos Aires, sintió que
volvía a su hogar. Las calles cuyo ruido había llegado a odiar, incluso el
tráfico incesante que lo asfixiaba, eran ahora signos inconfundibles de que
estaba en el camino correcto hacia el sitio que le había sido destinado para
vivir. No el campo ni el silencio sepulcral de esas noches donde sólo había
oscuridad y la nada espantosa delante de los ojos. Donde incluso el chirrido de
los grillos parecía un llamado más lejano que la propia eternidad. Aquí, en
cambio, los ruidos y las luces tenían un motivo y una causa, algo palpable que
limitaba las explicaciones a lo claro y simple.
Simple y claro. Esa era una cuestión
esencial para sobrevivir. Descartar lo complejo para avanzar. Dejar los fardos
de tierra detrás, abandonarlos como se abandona a los muertos, y continuar el
camino olvidándose que uno también es y será tierra alguna vez. Porque la mente
sabe volar, debe ejercer ese poder para levantar el cuerpo que insiste en
adherirse a la tierra como si llevase en el vientre miles de insectos que insisten
en regresar al humus, a la negra tierra siempre fértil que engendra las
criaturas que matan para alimentarse.
Por eso la ciudad, el cemento y el asfalto
eran no un sacramento de esclavos sino una hostia de libertad, porque sólo
desde el hueco de las calles entre dos edificios altos puede apreciarse y
amarse la estrecha franja de cielo asomado entre ellos. Qué mérito puede haber
en amar un cielo que día y noche está allí, aplastándonos, haciéndonos recordar
que la tierra es el único camino para huir de él. Dios y el cielo, prensas que
utilizan el vértigo como trampa, armas para amedrentarnos, para ponernos un pie
sobre la nuca y fregarnos la cara contra el suelo.
Estacionó el auto junto al cordón de la
vereda del viejo y querido edificio de departamentos donde vivía desde hacía
casi diez años. El portero lo saludó con amabilidad, dándole el pésame que no
había tenido oportunidad de ofrecerle antes.
-¿Cómo está Renato?-preguntó él.
-Lo vi ayer, estaba bien, pero un poco
triste, como es de comprender.
Ruiz se sintió aliviado. Tomó el ascensor y
entró al departamento. Las persianas estaban cerradas, pero la luz del baño
estaba encendida y corría el agua de la ducha. Renato se estaba bañando, se
dijo, voy a prepararle el desayuno mientras tanto.
Prendió la hornalla, calentó agua para el
café y el mate. Sacó mermelada y manteca de la heladera. Untó varias tostadas y
las puso en un plato. Esperó. El agua seguía corriendo. Fue hasta la puerta del
baño y golpeó:
-Renato, soy yo, recién volví. Le preparé
el desayuno.
No recibió respuesta. Abrió la puerta
entornada. El vapor apenas dejaba ver el espejo del botiquín empañado y la
toalla colgando de la barra de la cortina de la ducha.
-Renato, ¿está bien?
Nada más que el agua le contestó. Corrió la
cortina y vio el cuerpo de Renato tirado en la bañera, boca abajo, la pierna
derecha torcida y quebrada. Lo sacó de la bañera y lo levantó en brazos. Llevó
el cuerpo desnudo a su cuarto y lo acostó en la cama. Buscó el pulso, apoyó el
oído en el pecho del viejo. Aún estaba cálido. Intentó masajes cardíacos y
respiración artificial. Buscó su maletín, buscó las ampollas, pero estaba
nervioso como un inexperto y no pudo control su temblor. Finalmente se sentó en
la cama y se dijo que ya no tenía sentido intentar nada. El viejo estaba
blanco, debía llevar muerto varias horas. Sólo el agua caliente había mantenido
cálido el cuerpo.
-Dios mío-dijo en voz baja, mirando los
ojos cerrados de ese hombre que no sólo le había confiado a su hija, sino que
también le había entregado su vida para que lo cuidase en la vejez.
Y él había hecho estragos con ambos.
Cubrió el cuerpo con la colcha y salió de
la habitación. Mecánicamente fue al baño y cerró la llave de la ducha. Tiró al
piso unas toallas para secarlo un poco. Fue hasta su estudio y lo encontró como
lo había dejado, los libros de anatomía sobre el escritorio, la lámpara de mesa
aún encendida. Guardó los libros en el estante, apagó la luz y levantó las
persianas. El sol de la tarde entró fuerte y abrumador, no como luz, sino como
una fuerza sólida semejante a una legión de bárbaros avanzando, siempre
avanzando por la estepa desierta de un país lejano. Así le parecía ahora la
ciudad que contemplaba por la ventana, el hogar que un rato antes había creído
reencontrar ya había perdido sentido, porque quien conformaba ese hogar ya no
lo esperaría nunca más.
Un departamento es aire entre cuatro
paredes, son libros y muebles, pero una vida que espera la llegada de otra es
la esencia, la definición, la unidad indivisible que constituye un hogar.
Él lo había destruido.
Fue hasta la cocina y abrió las llaves del
gas. Dios, se dijo, me estoy pareciendo demasiado a una actriz de telenovela.
Qué pretendo hacer, se preguntó, volviendo a cerrar las llaves. La idea del
suicidio volvía una y otra vez, y sin embargo la raíz que alimenta el árbol de
la lógica insistía en llevar la savia virgen y refrescante a su mente
confundida. Si tanto desastre he creado, pensaba, por qué aún quiero seguir
viviendo. Entonces sintió pena por el desesperado espíritu humano que siempre
desea sobrevivir a pesar de todo, luego sintió desprecio, y más tarde creyó
necesario demostrarle odio, pero no pudo. Amaba su cuerpo como amaba los ojos
que veían la luz del día. Aborrecía el dolor, y por eso había intentado
combatirlo durante su vida y con su profesión como arma de fuego e instrumento
de remodelación. Extirpar lo que no sirve y moldear el hueco. Y sin embargo en
ese vacío, en esas heridas, siempre pugnaban por surgir las larvas, y las
moscas insistían en posarse para sembrar sus huevos.
No existen los vacíos blancos, sólo los
oscuros, porque el vacío es profundidad, hacia arriba o hacia abajo, pero
siempre y nada más que un hundimiento perpetuo donde no penetra la luz.
Debía saber, antes de matarse. Comprobar
lo que Larriere le había dicho. Si en realidad ellos existían, si estaban
caminando entre el resto del mundo, nada podría hacer él más que ocultarse y
callar. Si él era uno más de ellos, entonces sí tendría que terminar con su
vida. El modo lo decidiría después.
Larriere había mencionado que se escondían en lugares húmedos y
abandonados. Mencionó las dársenas del puerto. Allí iría entonces. Miró el
reloj, eran las tres de la tarde. Debía hacer algo con el cuerpo de Renato,
pero no podía esperar. No podría, en realidad, soportar la espera de los
empleados de la funeraria, preparar los papeles, aguardar las horas de velorio
y entierro. No estaba dispuesto a tolerar siquiera una sola repetición de aquel
rito que había presenciado menos de una semana antes.
Salió del departamento y bajó a la calle.
Subió al auto y arrancó sin mirar más que adelante, la vista puesta en el
parabrisas y pensando qué calle le convendría tomar para llegar más rápido.
Hizo varias cuadras, tomó la avenida Rivadavia, luego giró a la izquierda en
Gascón, tomó Corrientes y siguió derecho hasta el puerto.
Cuando llegó a la zona de las dársenas, se
encontró con las barreras de la aduana, con el tráfico y la gente que iba y
venía de los edificios administrativos. El cielo estaba claro y el sol se
reflejaba en el río. Varios barcos anclados eran indicios de que allí podían
estar ellos, entre esos escombros de hierros oxidados, sitios adecuados para su
crecimiento. De chico había visitado con sus padres el puerto de La Boca. Recorrían la
costanera con el auto, y él se asomaba por la ventanilla para contemplar los
adoquines que llegaban hasta la orilla del agua, que olía muy mal, pero que era
el aroma del puerto, acorde a los barcos
abandonados y en ruinas, vestigios de largos y remotos viajes por
inmensos océanos desde la lejana y antigua Europa.
Allí debían estar creciendo,
desarrollándose con la humedad de la noche y con el rocío de la madrugada como una cuna nacida en las
sombras. Los insectos al sol de la mañana, dispersándose entre los adoquines,
mezclándose entre los pedruscos y la basura, asimilados así al ambiente,
mimetizados mutuamente, la ciudad y los insectos. De la tierra nacen, es
verdad, pero el cemento y el acero les ofrece recovecos que difícilmente
podrían hallar en el campo. Así como el hombre siente vértigo del vacío, ellos
huyen de los grandes espacios. Todos necesitamos un techo que nos oculte de la
mirada inquisidora de Dios. Y ellos tienen sus dioses, también. Ruiz había
comenzado a intuirlo.
El sueño, se dijo, es como la promesa de
un paraíso.
Caminó varias cuadras, hasta que decidió
esperar la noche en un bar cerca del Luna Park. Era un lugar viejo, descuidado
a pesar de la cercanía con el centro de la ciudad. Tenía dos vidrieras a los
costados de la entrada, con persianas de metal levantadas poco más de la mitad,
ocultando el nombre. Las mesas eran de madera oscura, pintadas, y las sillas
incómodas y duras, algunas con cojines viejos de tela verde. Se sentó junto a
la ventana, apartó el cenicero, el salero y el frasco de azúcar, y apoyó los
codos. Pidió un café doble, se lo trajeron en una taza con el asa rota. No
había servilletas de papel y fue a buscar algunas en la mesa de al lado.
-¿Me permite?-le dijo al hombre que leía el
diario.
El otro levantó la vista y asintió. Ruiz se
quedó unos segundos mirándolo a los ojos. Luego pidió disculpas y regresó a su
mesa. No había visto nada extraño, pero se dio cuenta que estaba buscando
indicios, alteraciones de la realidad que le confirmaran lo que venía pensando
desde hacía tiempo: que él se estaba volviendo loco, o que el mundo se estaba
abriendo a sus ojos. Y quizá, pensó, ambas cosas fuesen las dos caras de lo
mismo.
Entró una mujer alta, espigada, de cabello
oscuro y lacio, largo hasta los codos, con impermeable blanco, botas negras y
una cartera de cuero. Tenía las manos en los bolsillos. Cuando ella se sentó
junto a la otra pared del bar y apoyó las manos sobre la mesa, Ruiz vio que
tenía dedos largos y las uñas pintadas de color azabache. Tan parecida a una de
esas arañas que cuelgan de las vigas en las casas o galpones de techos altos,
ocultas en la oscuridad, tranquilas porque los hombres no suelen mirar hacia arriba
cuando hay un techo que los protege.
Más tarde llegó un hombre gordo, con un
traje marrón, corbata haciendo juego y camisa blanca. Tenía anteojos de carey
de lentes gruesos que deformaban sus ojos. Era casi calvo, excepto por la
medialuna de pelo en las nuca y encima de las orejas. Se sentó justo enfrente a
Ruiz. Él escuchó la voz aflautada pidiendo un café y tres medias lunas de
manteca. Cuando lo sirvieron, el hombre comenzó a comer con voracidad,
sumergiendo la medialuna en el café y llevándosela a la boca casi entera. Las
mangas de la camisa dejaban ver el vello negro del dorso de las manos y las
muñecas, entonces Ruiz imaginó que así debía ser todo su cuerpo, negro y
oscuro, donde el pelo espeso formaba una costra semejante a las caparazones de
los escarabajos.
Y así fue analizando a cada hombre, mujer
o niño que entraba o salía del bar, encontrando en todos algún signo, bien
marcado o apenas perceptible, de que pertenecía a la raza de los que había
dejado en el pueblo. Miró el reloj pulsera, eran las siete de la tarde. Ya la
aduana debía estar cerrada, y la vigilancia mínima, si es que había alguna en
esos depósitos abandonados. Sabía por los diarios que el gobierno de la ciudad
tenía planeado remodelarlos, impulsar mejoras en la zona, vender los terrenos a
particulares. Pero hacía años que los galpones de las dársenas permanecían
cerrados, con las puertas clausuradas, rodeadas de cajas enormes bajadas de los
barcos, esperando meses la aprobación de la aduana o que los dueños viniesen a
buscarlas.
En esto pensaba cuando vio entrar a un
hombre que no habría confundido con ningún otro, como si la vista de Ruiz se
hubiese vuelto experta en distinguir los signos de esa nueva enfermedad que
necesitaba diagnosticar no para erradicarla, sino para dejar asentada en los
libros de la mente y las cuentas de su alma que se sentía culpable. El hombre
tenía un vientre abultado, como una prominencia deforme e incongruente con el
resto de su cuerpo. Era bajo de estatura, de hombros estrechos y espalda encorvada,
pero el abdomen se veía bien marcado bajo la camisa de hilo.
El hombre se detuvo en la puerta, miró el
interior, buscando una mesa libre. Después entró y se sentó junto a la pared
del fondo. Había dos mesas libres más cerca de la vereda, pero él había optado
por sentarse en el sitio más oscuro, junto a la puerta que conducía a los baños
y al depósito del bar. El mozo se le acercó. El hombre levantó una mano con
haciendo la seña de un café cortado. Ese signo parecía la señal de la cruz que
los curas hacen en la bendición final de la misa. Ruiz recordó esa imagen de la
última vez que había entrado a una iglesia, cuando era un chico. Ahora el
recuerdo era una despedida, lo sentía así, algo que vuelve de la memoria sin
fuerza ni sentimiento, algo filtrado por un error del mecanismo de la vigilia.
Dios estaba ausente en ese bar, porque el
polvo y la vejez no necesitan de nada para existir, ellos son la quietud que
los sostiene, son inmovilidad y serena complacencia. A sí mismos se bastan, y a
veces crían huéspedes, porque su propia forma es capaz de cobijarlos sin
perturbar su crecimiento, como cualquier dios lo haría con sus criaturas.
La vejez y el polvo, son los dioses de los
insectos. Son el padre y la madre de los redentores del hombre. La vejez,
estéril, cría huéspedes; el polvo, infértil, los protege.
Los insectos sostienen la vida de los
hombres y se la llevan al abandonarlos. Luego se convierten otra vez en
hombres, como acostumbran hacerlo todos los cristos. Luego mueren y vuelven
a los cuerpos de los hombres.
Un ciclo evolutivo.
Y Ruiz, en esa señal de la cruz creada en
el aire indicando un pocillo de café, hecha por las manos de un hombre que
debía, sin duda, ser uno de ellos, descubrió que comenzaba a creer en algo por
primera vez. No en la salud ni en la enfermedad, ni siquiera en la anatomía,
única deidad en la que pensó confiaría por el resto de su vida. Sino en un
paraíso que había apenas vislumbrado en el sueño de aquellas últimas noches.
Ruiz transpiraba, de su frente caían gotas. Se secó con
una servilleta, y vio el nombre del bar impreso en el papel.
“El corazón antiguo. Bar. Café. Minutas”
Levantó la vista al vidrio que tenía justo
al lado. Medio tapado por la cortina de metal, la parte inferior de las letras
grandes de color verde dejaba deducir el mismo nombre. Y él pensó que estaba
soñando otra vez. No era extraño, en pleno sueño, especialmente en los que
suceden en las últimas horas de la noche, decirse a uno mismo que está en un
sueño, y cuando cree despertar sigue sin embargo soñando, diciéndose que es un
sueño, y así se repite el engaño, o la percepción de un engaño que quizá sea
simplemente la disolución de un entramado en otro, del sueño y la vigilia
entremezclándose, confundiéndose para hacer del hombre una víctima del caos en
que ambos, sueño y vigilia, suelen vivir. No hay manera de escapar de una
realidad cuyo sustrato es tan volátil como los átomos del aire, que en un
momento son agua, y al otro, hielo. Cada uno un sueño del otro.
El hombre pidió al mozo el diario del
día, se puso a hojearlo despreocupado, ajeno a la desesperación que Ruiz estaba
sintiendo y lo hacía sudar como un afiebrado, moviendo inquieto los pies bajo
la mesa. La gente lo miraba, pero no el hombre con quien él quería hablar. ¿Y
qué iba a decirle entonces: discúlpeme, no es usted un insecto? Debía esperar,
tener paciencia. Cuando saliera a la calle, en plena noche, lo encararía.
Por eso aguardó, serenándose con el paso
del tiempo marcado por el reloj viejo que colgaba de la pared y promocionaba
una bebida gaseosa que ya no existía hacía muchos años. Sintió cómo el sudor de
sus axilas se iba secando con el fresco de la noche, y sólo quedaba un aroma
seco a ropa transpirada. Se puso el pulóver que había dejado en el respaldo de
la silla. Entonces el hombre se levantó, fue hasta el baño, regresó cinco
minutos después y fue hasta el mostrador a pagar su consumición.
Ruiz llamó al mozo para pedir la cuenta.
El hombre pasó frente a su mesa. Él lo siguió con la mirada mientras se alejaba
por la vereda, llamó otra vez al mozo porque tardaba. Pagó con rapidez, sin
esperar el vuelto, y salió a la calle buscando al hombre cuya pista había
perdido. Se quedó parado con las manos sobre la cabeza y una expresión llorosa
en la cara. Una mujer le preguntó si se sentía bien. La miró sin entender y
corrió a la esquina, entonces exhaló un suspiro de alivio al ver al otro
cruzando la avenida en dirección al puerto.
Los autos se habían detenido frente al
semáforo. Ruiz cruzó corriendo porque justo se estaba poniendo la luz amarilla.
El hombre pasó el primer puente hacia la zona de las dársenas. Ruiz pensó que
el hombre debía estar por morir. Iría allí para dejar a sus criaturas. Por eso
el aspecto demacrado que le había notado en la cara, y a pesar de eso, la
resignación ser un rasgo constante en todos ellos.
Tomar un café y leer el diario del día
antes de morir.
Pero lo que Ruiz buscaba era la raíz de un
espanto demasiado conocido. La muerte de lejos es un monstruo atrayente, pero
al fin de cuentas un monstruo. La muerte, de cerca, es un columpio donde nos
mecemos cada vez más alto, más alto, hasta que la vuelta de 360 grados es un
paseo sin vértigos, un escalofrío en la espalda y un entumecimiento piadoso de
la voluntad.
El hombre siguió caminando hacia la
dársena 7. No había vigilancia, únicamente un vagabundo con sus bolsas y dos
perros que lo seguían. El hombre llegó a la entrada del enorme galpón de
ladrillos rojos, empujó la puerta y desapareció en el interior.
Ruiz lo seguía a una cuadra de distancia.
Se cruzó con el vagabundo que le pidió una limosna. Le dio unas monedas y el
otro siguió su camino. Los perros ladraron a un hombre en bicicleta, y el tenso
silencio anterior se le hizo evidente por el sobresalto que le produjeron los
ladridos. Sólo el ruido del tráfico llegaba ahora, atenuado, y las bocinas
parecían un chirrido de grillos en la distancia. El río era silencioso como el
campo, oscuro en la superficie y en el cielo que lo cubría. El puerto estaba
iluminado más al norte, pero en esa zona las luces de mercurio estaban casi
todas apagadas.
Llegó a la puerta y empujó. No esperaba
que la hubiesen cerrado por dentro, quién más iba a seguir a un hombre tan anónimo
y común como ése. Si yo fuese uno de ellos, se dijo Ruiz, ya estaría tan
acostumbrado a la idea de mí mismo, que pensaría en todos como mis iguales. No
me seguiría alguien que no sospecha, sino quien sospecha de sí mismo como de
alguien afectado por la misma circunstancia. Es decir, yo soy el que sigue y a
quien un día algún otro seguirá.
Penetró en la sombra y cerró la puerta, y
de pronto ya no le parecía estar en Buenos Aires, sino en la orilla de un
pantano, donde los árboles son tan altos que ocultan la luz de la luna, y la
humedad tan densa que obstruye el paso de los sonidos del campo y los gritos de
las bestias en la noche. De allí cerca venían los gemidos, de la oscura
profundidad de un sitio donde no había pozos ni ciénagas, sino un suelo de cemento
que no alcanzaba a ver, pero que allí estaba. Sus pies pisaban concreto, pero
había tierra y polvo, incluso pedazos de arenisca y cascotes. Una corriente de
aire venía de los altos techos, y un escabroso goteo de agua pesada fluía dura,
abriéndose paso difícilmente entre cañerías y canaletas. Escuchó unos
lengüetazos salpicando agua, e imaginó a los seres que debían estar bebiendo.
Caminó en esa dirección, sin que nadie lo
detuviese, sin que manos o brazos intentasen agarrarlo o empujarlo hacia la
puerta. Ni siquiera un llamado de advertencia, sólo un gemido que de a poco se
fue multiplicando, no porque fuese uno solo al principio, sino porque sus oídos
se fueron acostumbrando igual que los ojos se habitúan a la oscuridad. Entonces
presintió, supo, en realidad, que había muchos, quizá decenas de ellos
esparcidos por el suelo, uno al lado del otro, desconociéndose entre sí, cada
uno entregado a su propia tragedia y su íntimo dolor. Un dolor igual en uno y
en otro, pero separados, imposibilitados de compartirlo y por eso atenuarlo o
soportarlo.
Ruiz olió el aroma de la podredumbre, el
olor que surge del barro acumulado bajo las piedras, del agua estancada.
Escuchó un zumbido que creció tan rápido, que no tuvo tiempo de protegerse la
cara, y los mosquitos lo atacaron durante uno o dos minutos, pero no lo
picaron. Como si lo explorasen y hubiesen comprobado que era uno de ellos, lo
dejaron en paz y regresaron de donde habían venido, de las aguas estancadas
allí delante, tan cerca de él, y que sin embargo no veía.
Dio otros pasos, vacilante, estirando los
brazos como un ciego, pero ahora se guiaba por el olfato, percibiendo el aroma
de los cuerpos que sin duda yacían junto a la orilla a la que aún no había
llegado.
Tropezó con algo. Metió la mano en un
bolsillo y sacó la caja de fósforos que había comprado en la ruta. Encendió uno
y la llama iluminó el espacio alrededor suyo. Había cuerpos envueltos en
capullos, que se movían zigzagueando, arrastrándose en busca de agua. Algunos
eran como el que había visto en el pueblo, otros todavía no se movían, quietos
y duros como escarabajos muertos. Pero éstos estaban detrás, en una fila que se
continuaba con los que iban desplazándose, ya maduros y casi convertidos en
hombres.
La
llama se apagó y encendió otro fósforo, y luego otro, hasta que completó
el panorama a retazos. Los cuerpos que estaban junto a las paredes eran
insectos todavía, pero iban creciendo con lentitud. Más al centro seguían los
que habían adquirido movilidad e intentaban llegar al agua. Cerca de la orilla
estaban los capullos erguidos, extendiendo los miembros, brazos y piernas que
luchaban contra la tela. Caminó entre ellos, viendo cómo un hombre desnudo
surgía del capullo y se dejaba caer otra vez junto al agua podrida, sin abrir
los ojos, como un bebé recién nacido pero silencioso, cubierto de una baba seca
que eran los restos de las telarañas.
Miró atrás, con un fósforo encendido en
la mano. Reconoció al hombre que él había seguido, tirado junto a una pared,
gimiendo de dolor mientras su vientre se abría y dejaba salir nuevas criaturas
que se unían a las otras y se detenían en un montón que crecía rápidamente,
hasta asentarse en un flujo continuo, lento, como las aguas servidas en las
cloacas de la ciudad. Y de allí venía el agua de la que se alimentaban. No del
río, tan cercano, sino del agua muerta que volvía al río.
Entonces Ruiz pensó en el pueblo, a pleno
mediodía de domingo, sereno y estable como un paraíso del que había sido
expulsado por negarse a creer.
Durante toda su vida no había tenido
pruebas de Dios, sólo el dolor y la inútil lucha que había entablado contra él.
Pero allí estaban ellos, los insectos,
buscando el agua y la vida, sabiendo que cuando salieran de ese lugar, los
aguardaba ese campo de suelos en movimiento, como mares negros de escarabajos
desplazándose bajo un cielo verde de langostas hacia un árbol prometido, de
tronco fuerte y ancha copa. El árbol de donde brotaban las arañas que tejían el
entramado que sostenía al mundo.
Ruiz
supo, ya definitivamente, que no se mataría.
Salió
del lugar, y regresó caminando al departamento, ya muy tarde en la noche. Se
acostó junto al cuerpo de Renato y se durmió. Esta vez no tuvo sueños.
Al
despertar, vio la luz del día entrando por las rendijas de la persiana. Se
levantó y abrió la ventana. La luz penetró bella y serena a la habitación.
Fue a la cocina, puso a calentar agua y
aguardó. Se asomó al pasillo y vio dos o tres moscas caminando sobre el cuerpo.
Volvió a la cocina, puso el agua en el
filtro y el café comenzó a caer en la taza. La llevó, humeante, hasta su
estudio. Levantó el tubo del teléfono y marcó un número. Esperó cuatro tonos, y
cuando contestaron, dijo:
-Natalia, soy yo. Esta noche regreso.
Sonriendo, colgó y fue hasta la puerta de
la habitación. Vio que las moscas habían cubierto el cuerpo por completo y
muchas más volaban alrededor. Y mientras más entraban, más denso se hizo el
enjambre, más amplio, hasta que pronto toda la habitación fue tomada por ellas.
Las sabias moscas, imperecederas
mensajeras e incansables mercaderes de la muerte y la resurrección.
LOS SEGADORES
1
No diré cuál de nosotros mató a nuestro padre. Pero así como compartimos la culpa, compartimos el trabajo de enterrarlo. Puede decirse que cada uno de los tres fue el creador de una idea en la maquinaria que habíamos inventado. La máquina que debía matar a papá al final del invierno, para que la primavera nos encontrase libres del yugo de su poderosa debilidad: la terca mansedumbre de Don Pedro Espinoza a la tierra, porque lo mismo que ella lo tenía atrapado de pies y manos, él lo hacía con nosotros. Como si la sangre no fuese el lazo más débil, y él estuviese obligado a responder con solícita obediencia a esa entidad innominada que los seres humanos han decidido apodar con el llamativo y extraño nombre de tierra. De tierra es el suelo que pisamos y donde crecen los cultivos, de tierra es el hábitat donde yaceremos para la eternidad de los tiempos, como dice mi madre que lo ha escuchado decir al cura del pueblo. Pero me pregunto si puede llamarse tierra a esa mano negra de barro que se levanta de la conciencia, desgarrando las membranas del cerebro, rompiendo los huesos del cráneo y reclamando la sumisión por parte de los que encuentra a su paso. Y éstos a su vez se sienten obligados a entregar su hacienda y sus pertenencias, sus ropas y sus animales, y cuando están desnudos van en busca de sus hijos y también los entregan.
La entidad tierra no es un espectro, es una semilla que vuela con el viento que se levanta cada tarde en los campos, toma tonalidades doradas al mediodía y se envuelve de sombras ocres por la tarde. Huele a nada cuando es joven, a rancia podredumbre cuando ha muerto. La tierra muere, también, y hemos aprendido, gracias a nuestro padre, que la tierra tiene un enemigo. No el agua, según dirían las mentes estrechas, no el viento, como pensarían los espíritus poéticos, sino el fuego.
Nuestra madre lo supo desde siempre, ella fue el lazo conectivo entre la ciencia de Dios, que ella recibía de los curas cada domingo en cada pueblo por los que pasamos, y mi padre. Él encontró su justificación en este parentesco entre su necesidad y las razones de Dios.
Quemar los campos para revivir la tierra. Matar los viejos vicios para que renaciesen las nuevas virtudes. En cada grano de polvo él veía una oportunidad, la semilla de una casa donde asentarse definitivamente. La lluvia y el granizo se lo impidieron, los precios de las cosechas y los grandes compradores ajustaron sus cuentas para sumarse al quiebre de mi padre. Así debo llamarlo, quiebre, desequilibrio, aunque todos en el pueblo hubiesen comenzado a llamarlo loco chiflado, y el comisario, que tantas veces le aconsejó detenerse, decía a quienes nos conocían que Don Pedro Espinoza era un delincuente.
Por eso hoy, en esta mañana de septiembre, apenas sale el sol, subiendo y encajándose en el horizonte como una piedra más dura que una roca volcánica, nosotros tres: Raúl, Pedro y yo estamos llevando el cadáver de nuestro padre hacia el campo de girasoles. Allí, en esa última locura, porque no más que eso fue la ilusión que tuvo de cultivar girasoles luego de tantos y tan rotundos fracasos, él encontraría su morada final.
-¿Por qué habremos recorrido tantos pueblos, si al final el viejo iba a terminar en el único lugar que quería? La tierra es la misma en todas partes.
Mis hermanos me miraron. Raúl tenía veinte cinco años, Pedro veinte uno. Yo acababa de cumplir los dieciocho. Ninguno de los dos pareció siquiera intentar responderme. Íbamos los tres en la cabina de la camioneta, herrumbrosa y destartalada, que tenía más de veinte años y el viejo había conseguido cuatro meses antes a cambio de los dos únicos caballos que teníamos. El parabrisas estaba trizado y parecía quebrarse un poco más en cada salto del camino. Raúl conducía, se había apropiado de la camioneta sin preguntarle a nadie. Pedro estaba a mi otro lado, mirando fijo hacia delante, con su pelo crespo y su bigote espeso, oscuros ambos. Sentí el olor a transpiración de las camisas viejas, usadas todos los días en el campo durante los últimos diez meses, sembrando las semillas de esos girasoles a los que nos dirigíamos.
-Ahora va a tener dónde revolcarse a gusto-dijo Pedro.
Raúl le dirigió una mirada corta antes de regresar la vista al camino y decir:
-No quiero escuchar nada más…
-Entonces decile a Nicanor, que fue el que habló primero.
Yo iba a defenderme, pero Raúl me echó una mirada dura, y entonces vi en sus ojos la mirada de nuestro padre. Era el que más se parecía a él, la misma altura, la forma del cuerpo, cuadrado y de hombros anchos y brazos fuertes, los ojos verdes, casi marrones, el cabello lacio que ya comenzaba a ralear, tan precozmente como en papá, según nos había dicho la vieja. Ya de joven se había quedado calvo, dijo ella, persistiendo únicamente esa aureola de pelo firme y negro, que jamás se dio por vencida. Recuerdo haberlo visto con ese escaso pelo largo algunas veces, porque no tenía tiempo más que de arar, sembrar y cultivar durante dieciocho horas al día. Llegaba del campo muy entrada la noche, se dejaba caer en la cama y mi vieja le llevaba la comida en una fuente y le daba de comer en la boca como a un bebé. Sopa principalmente, mucho caldo caliente de verduras, gallina y puerco. Después nosotros lo oíamos levantarse de la cama; el rechinar del colchón de mis viejos era característico, cumplía las funciones de despertador en las mañanas, o nos avisaba cuando papá o mamá se levantaban a retarnos por quedarnos despiertos hablando o haciendo aquello que los adolescentes hacen cuando descubren que sus cuerpos cambian.
Mi padre se daba un baño después de comer. Mi vieja le decía que no hacía bien, pero él lo había hecho durante cuarenta años, y aún estaba vivo, le decía. Yo alcanzaba a ver su sombra desnuda desde mi cama, sumergiéndose en la palangana grande que todos usábamos para bañarnos. Por eso digo que Raúl es tan parecido a él, hasta tiene la misma disposición del vello del pecho, la misma coloración terrosa de la piel. A veces, mi padre se quedaba dormido allí, con los brazos colgando de los bordes y la cabeza caída sobre un hombro. Entonces escuchábamos sus ronquidos y nosotros reíamos. Mi madre nos retaba por seguir despiertos.
-Mañana tienen que madrugar-decía con un repasador en las manos, yendo luego hasta donde estaba él. Dejaba el repasador a un lado, agarraba una toalla y le secaba la cabeza, despertándolo suavemente.
-¿Qué hora es?-preguntaba mi padre.
-Todavía no canta el gallo-respondía ella.
Yo me preguntaba por qué no era más precisa. Lo que papá necesitaba saber era que aún le quedaban varias horas de sueño, y uno no logra dormirse del todo si sabe que en cualquier momento cantará el gallo. Pero las mujeres, escuché decir a él en ocasiones, lo tienen todo organizado, tanto, que ni siquiera se dan cuenta de lo crueles que pueden llegar a ser.
Yo podía entender eso aún cuando era chico, viendo a mamá trabajar de sol a sol todos los días durante años, siempre con los mismos movimientos de sus manos inquietas, jamás sentada ni siquiera para coser. Incluso los domingos mantenía una rutina que no varió más que dos o tres veces, quizá. Su silencio era a la vez alentador y agobiante. Jamás levantaba la voz para retarnos, se limitaba a decir sin pelos en la lengua lo que no le gustaba, y luego regresaba a ese silencio más esclarecedor que un golpe o que un azote en la espalda. A veces, lo habríamos preferido.
-¿Le dijeron algo a mamá?
-Ya sabés que estuvimos de acuerdo en no contarle. Si este pelotudo no nos traicionó…-dijo Pedro, mirándome.
-Nicanor ya es un hombre-me defendió Raúl.-Por eso está acá. Si no, lo habríamos dejado con Clarisa y con la vieja, durmiendo.
-A esta hora ya debe estar despierta, preguntándose a dónde nos fuimos-dijo Pedro-. Pensará que la abandonamos…
Hubo un esbozo de sonrisa en los tres, como si esa idea fuese tan absurda que hasta el cadáver de nuestro padre podría entenderla. El cuerpo estaba en la parte trasera de la camioneta, envuelto en una manta que mamá había tejido muchos años antes. La misma con la que el viejo durmió cada noche de invierno, desnudo o en calzoncillos, pero protegido por esa lana que había conseguido después de vender la cosecha de dos hectáreas de trigo.
Dos hectáreas, y me reí para adentro, porque eso era más de lo que había conseguido en toda su vida. Me refiero a la tierra que alguna vez fue de su propiedad y rindió frutos. Después, como tantas veces antes de que yo naciera o pudiese recordar, toda tierra que cultivó fue ajena, luego de firmar un acuerdo y un porcentaje siempre humillante con el dueño, obligado a aceptar porque tenía mujer y cuatro hijos que mantener.
Yo pensaba en nuestra hermana menor, mientras la camioneta se tambaleaba, saltando sobre los guijarros cuando Raúl no lograba esquivarlos. Habíamos atado el cuerpo con una rienda vieja que había quedado en el galpón después de vender los caballos. Luego lo pusimos en la camioneta. Digo que pensaba en Clarisa porque al salir en la mañana antes del amanecer, pasé por delante de su cama y me pareció verla despierta. La cama de mis viejos es la única más escondida, pero nosotros cuatro dormimos en una sola habitación. Clarisa ya es una mujer, pero a ella no la intimida dormir tan cerca de nosotros. Es una chica con la cabeza bien puesta, como dice mamá. Ella va a casarse pronto. Tiene quince años pero ya el viejo había estado de acuerdo en que se juntara con Lisandro, el hijo de nuestro vecino. Una boca menos que alimentar, y nosotros tres ya podíamos mantenernos solos. Quizá eso fue lo que llevó a nuestro padre a cultivar girasoles. Estaba de moda el aceite de girasol, y comenzaba a exportarse más frecuentemente desde hacía un par de años. Clarisa se entusiasmó con la idea, y nos acompañaba todos los días, haciendo cualquier tarea, llevándonos comida, yendo y viniendo desde la casa hasta el campo por cualquier cosa. Nunca la había visto tan activa, y a veces se quedaba sentada mirándonos trabajar hasta bien entrada la noche. Luego nos acompañaba en el camino de regreso, hablando para distraernos del cansancio que sentíamos. Y a poco de llegar a casa, se adelantaba corriendo para preparar el agua que ya nuestra vieja había puesto a calentar para el baño. Cuando llegábamos, nos desnudábamos y cada uno a su turno se metía en la gran palangana, mientras el otro se secaba o se afeitaba. Hacíamos mucho ruido, pero papá, aguardando su turno en la cama, tomaba la comida que mi vieja le ofrecía. Tal vez el cansancio es también silencio; así como los músculos débiles ya no pueden alzarse, los oídos cansados dejan de escuchar o atenúan los sonidos molestos. Debía ser una bendición para mi viejo aquel ruido de risas y obscenidades desde el otro lado de la estrecha casa.
En unos meses iba a cumplir cincuenta años, y no tenía nada. La tierra en que vivimos no es nuestra, sino de un estanciero que posee títulos de ciento doce hectáreas a la redonda. El campo de girasoles está allí, todavía florecientes y en alto, pero quién sabe por cuánto tiempo. Mañana comenzaremos a recoger la cosecha. Sé lo que dirá la vieja, pero no creo que Clarisa extrañe tanto a papá. En los últimos meses se hicieron más unidos, pero únicamente como dos desconocidos que saben que no se verán por mucho tiempo, sólo lo que duraría la temporada de los girasoles.
Cuando ella nació, la familia había comenzado a entrar en la peor época, pero no puedo decir que las anteriores hubiesen sido menos terribles. Cuando uno es muy chico, piensa que las cosas siempre han sido así, y es feliz no extrañando lo que no se ha conocido. Pero quienes sí lo hicieron, llevan en sus caras la indeleble señal de la ofuscación y la ira. Yo crecí viendo eso en la cara de mis hermanos y mi padre. Cada uno la sobrellevaba como podía, a veces ocultándola, otras sacándose la máscara como quien expone una úlcera que no quiere cerrarse. Pedro era el más disconforme, el que más demostraba su ira. Sin embargo, cada mañana se despertaba con el canto del gallo, sin protestar, y tomaba el rumbo hacia el campo casi sin tomar más que dos mates y sin decir ni los buenos días.
Llegamos al campo de girasoles. La camioneta no iba a entrar por el sendero entre las plantas, así que Raúl la puso de culata y bajamos. Pedro se subió atrás para desatar las cuerdas. Raúl y yo tiramos de las piernas y recogimos el cuerpo. Lo alzamos sobre los hombros como una bolsa de papas. Raúl lo sostenía de la espalda, yo de las piernas. Esa mañana al salir de casa no parecía pesar tanto. Llevaba unas pocas horas de muerto, su carne todavía estaba cálida a través de la manta. Pero el viaje hasta el campo pareció haberlo enfriado, y con el frío había aumentado el peso muerto. Quién sabe si el frío no es también algo parecido al tiempo. Igual que cada hora aplasta un poco más la corva espalda de un anciano, el frío convierte el gaseoso vaho de la carne cálida en la dura escarcha del músculo inerte destinado a petrificarse. El invierno tiene esa peculiaridad, hace persistir las formas, congela e inmortaliza la apariencia de las cosas, sean éstas el agua encharcada en una pileta abandonada o las manos de un hombre acariciando a un perro.
Elegimos el invierno porque así su cuerpo se conservaría más tiempo, y él podría, entonces, contemplar la forma en que todo seguiría creciendo y muriendo a pesar suyo. Era una manera de decirle que las alternativas siempre estaban allí, lejos de sus manos, pero brillando como soles crueles sobre cultivos hastiados de calor y anhelantes de agua fresca. Eso somos nosotros, queríamos decirle, formas creadas por vos, viejo, bolsas de papas que un día otros cargarán, pero mientras tenemos vida, queremos ver tu cuerpo conservarse hasta que la primavera haga su tarea, su deber, un acto obligado, como si hasta la primavera tuviese miedo o resquemor o presintiese que aún tu cuerpo, mi viejo, merece conservarse un poco más como un signo de piedad y como un signo de castigo también.
Pedro bajó y ayudó a Raúl. Ambos tomaron el sendero entre girasoles llevando sobre sus hombros la espalda de nuestro padre. Yo iba atrás, sosteniendo las piernas. El viejo no era obeso, salvo el bulto del abdomen. Sus piernas, sin embargo, parecían haber enflaquecido al envejecer. Debían ser las seis y media de la mañana. El sol estaba un cuarto por encima del horizonte. Los girasoles parecían estar girando hacia allá, aunque muchos nos miraban a nosotros, tres hombres y un muerto sobre una superficie de tierra seca, rodeados de abejas y avispas que iban y venían de las flores grandes, abiertas como pozos negros con bordes de metal dorado. La combinación de negro y amarillo me resultaba más contrastante que nunca antes. Luces conteniendo la negrura, limitándola para que absorbiese la estructura del mundo, dosificándola pero siendo servidumbre y dueña a la vez de esa oscuridad en su centro.
Alcé la mirada hacia el sol, por un momento negro, rodeado por el borde dorado de sus rayos. Sabía que era una de esas trampas de los ojos, trucos ópticos a los que la luz tiene acostumbrados a nuestros ojos, pequeños y endebles órganos limitados en su eficacia y su sabiduría. Defensas que ellos utilizan para que la luz excelsa no se transforme en negrura permanente, ni la oscuridad se habitúe demasiado a habitarlos.
Términos medios, eso somos, creo. Cuerpos estacionarios como el que ahora será mi padre en la tierra que aún necesita arrancarse del invierno. Todavía cubierta de cierta escarcha cubriendo las hojas y los pétalos dorados de estos girasoles que han sobrevivido al frío más crudo, como milagreros, como hacedores de fenómenos, como manos no de Dios, sino del sol creado a semejanza del todopoderoso.
El padre Macabeo a veces intuía los resabios de la antigua idolatría pagana en los rezos, o más bien en los labios de los campesinos que iban a misa. Leía en los labios que rezaban el padrenuestro, otras palabras que él no entendía, y por eso creía saber que se trataba de los espíritus de los antiguos idólatras que permanecían en los sucesores así como permanece el color de los ojos en una misma familia generación tras generación.
Mis hermanos se detuvieron.
-Aquí cavaremos-dijo Raúl.
Dejamos el cuerpo en el suelo y cada uno se frotó la cintura como si hubiésemos estado trabajando en el campo. Y eso era lo que íbamos a hacer, nada más que ni siquiera habíamos empezado todavía.
-Andá a buscar las palas-me ordenó.
Obedecí e hice el camino de vuelta a la camioneta. Saqué las tres palas y las cargué en hombros. Cuando regresé al claro, mis hermanos no estaban solos.
2
No lo había visto ni escuchado llegar, debió entrar por otro sendero. Pero la cuestión era desde cuándo nos había visto, porque después de entrar al campo de girasoles era difícil que nos hubiese descubierto desde afuera. El viejo doctor Ruiz estaba montado en su alazán negro, de pelo brillante en las ancas y los flancos, mirándonos a todos con su pose altiva, orgullosa y despectiva. La montura tenía una manta de lana a colores, muy fina, y él estaba vestido con su habitual traje color crema, pantalón metido en las botas, saco, chaleco y corbata, guantes negros y un rebenque de cuero marrón, elegante, que llevaba inscripto las iniciales de su nombre: Adalberto Ruiz.
Era normal verlo recorrer los campos tan temprano, a veces uno se lo encontraba camino a la cosecha, de regreso a su casa luego de velar toda la noche a un enfermo. Era un buen médico, excelente en opinión de algunos. Grande de cuerpo, casi obeso, su carácter concordaba con su aspecto. Todos le temíamos a sus arranques de ira, traducidos en gestos bruscos, golpes de puertas, gritos furiosos. No le importaba hacer padecer de dolor si tenía que corregir una pierna o un brazo torcidos, si debía arrancar una astilla o suturar una herida sin anestesia. Muchas veces, y era casi siempre en realidad, no disponía de elementos en su maletín, y no era de perder el tiempo mandando a buscar lo necesario a su consultorio o trasladando al paciente. Si podía resolver el asunto allí y ahora, él lo hacía.
Y eso nos gustaba, pero también era su forma de imponer respeto. Como ahora nos estaba mirando, yo veía venir muchos problemas.
-¿Qué están haciendo, muchachos?-preguntó, llevándose una mano a la frente para apartarse la gorra y rascarse la cabeza de pelo blanco y corto.
Mis hermanos se miraron, yo permanecí algo apartado con las palas al hombro. El cuerpo estaba junto a ellos en el suelo. Ruiz me miró, yo dejé caer las palas.
-Papá murió anoche-dijo Raúl.
Ruiz esperó que continuara, pero ese silencio había comenzado a ponerlo nervioso, se notaba en sus piernas, que golpeaban los flancos del caballo. El animal resopló, se movió inquieto, pero Ruiz lo controló.
-¿De qué mierda están hablando? Si lo vi ayer y estaba lo más bien.
Esta vez los tres nos miramos.
-Estaba comiendo, doctor, y de repente se atragantó, se agarró el pecho y se cayó al suelo. La vieja le trajo ese remedio que usted le dio para el asma, pero ya estaba muerto.
Ruiz frunció las cejas y murmuró una obscenidad que no escuché. Luego dijo en voz alta:
-¡La puta si les creo! Me parece raro que la Clotilde no me haya mandado llamar…
Otra pausa de ambas partes. Se oía el chillido de algunos pájaros, el zumbido de las abejas sobrevolando los girasoles. Debían ser casi las siete de la mañana. Aún estaba frío. Nosotros transpirábamos.
-La vieja está triste, pero qué se le va a hacer…-dijo Raúl, tranquilo, como si no notase lo creciente ofuscación del doctor.
Ruiz ya estaba del todo encabronado:
-¿Pero vos te pensás que soy un pelotudo? Aquí pasó algo raro y me lo van a decir ahora…
-Tenemos que enterrar al viejo, doctor-dijo Pedro.
Ruiz lo miró asombrado. No era común ver a Pedro hablar, aunque sí era esa el tipo de respuesta que acostumbraba dar.
-Así que los chicos Espinoza se creen mayorcitos y van a sepultar a su viejo sin cajón, sin velorio, sin certificado de defunción. En fin, sin nada.
Se bajó del caballo y dijo:
-¡Abran ya ese bulto y muestren lo que traen!
Y fue al verlo desmontar que decidí hacer algo por mis hermanos. Ellos me habían defendido muchas veces, me habían protegido, y de alguna manera habían evitado que creciera, o madurase. Era su culpa que yo fuese todavía un chico, y que me tratasen como tal. Por eso agarré una pala, y aunque estaba lejos, arrojé una a mis hermanos. Raúl la atrapó en el aire, y sujetándola como una escopeta, se interpuso en el camino de Ruiz.
El doctor se paró sorprendido. Estaba acostumbrado a salirse con la suya y hacer lo que quería, la mayoría de las veces porque lo dejaban. Esta vez no parecía esperar encontrarse con resistencia, y menos con esa clase de obstáculo. Los hermanos Espinoza estaban dispuestos a cualquier cosa, creí leer en su expresión.
-Esto es asunto nuestro, doctor. Nadie lo ha llamado, así que no se meta-dijo Pedro.
-Vaya a atender enfermos, doctor. Nuestro viejo ya está muerto-dijo Raúl, casi conciliador y razonable.
Pero el doctor Ruiz era una persona importante en el pueblo. Tenía su hacienda propia, donde hacía trabajar a unos cuantos peones cultivando sus campos y criando ganado. Cultivaba vides y mandaba la cosecha a su pequeña fábrica de vinos en las afueras de La Plata. Participaba de las reuniones del pueblo, y tenía su voz y voto en el consejo vecinal. Era amigo íntimo del intendente del partido, e iba a verlo cada vez que los enfermos le daban tiempo de hacerse una escapada a la Intendencia. Nuestro pueblo se llama “Los perros”, aunque tengo entendido que no es un nombre oficial, y depende del partido de Chacomús, y acá no hay más que cincuenta habitantes establecidos, como mucho. El doctor Ruiz tiene un hijo que también estudió de médico y acababa de recibirse hacía unos meses. De vuelta en el pueblo, comenzó a ayudarlo en las visitas, para ir pasándose la clientela. Es un tipo tímido, callado, miedoso del padre, me parece.
-No se preocupe, doctor, su hijo nos firmó el certificado de defunción.
El doctor se echó a reír, no con sarcasmo, sino que interpretó lo que yo le dije como una broma inocente, como la que puede decir un chico que no alcanza a captar la seriedad de la situación.
-Es verdad-insistí-. Tengo el papel en casa, abajo del colchón de mi cama.
-Pero ustedes se piensan en serio que yo soy un viejo señil me parece… Sacá esa pala de acá…-dijo empujando a Raúl.
Esta vez los tres nos interpusimos delante, y las tres palas formaron una estrella frente al doctor. Forcejeó un poco para no aparentar que se daba por vencido tan rápido, y dijo:
-Así que éstas tenemos, ¿no? Ustedes hagan lo que quieran, pero yo no me muevo de aquí. Tendrán que matarme y enterrarme con el viejo, pero yo no me voy.
Se cruzó de brazos y esperó.
Ahora nos tenía en jaque. Yo no sé jugar al ajedrez, pero así escuché decir al mismo doctor muchas veces cuando contaba cosas en el bar del pueblo, o cuando venía a vernos cuando nos enfermábamos. Vamos a jaquear a la gripe, decía, o al empacho, según se tratara.
-Andá buscar al doctorcito, Nicanor-me dijo Raúl-. Así se convence. Porque no creo que lo haga ni siquiera si le mostramos el papel.
-Ahora sí están pensando, pero de todos modos esto es una mierda. Voy va a traer al comisario…
-Por ahora no, doctor…
Pedro habló así, sin disimular su amenaza. El doctor lo miró con miedo por primera vez. Yo me di vuelta y retomé el sendero. Subí a la camioneta y me dirigí hacia la casa de los Ruiz.
3
La estancia estaba a diez kilómetros al sur. Aunque tenía una ranchera y un auto para ir a la ciudad, el doctor Ruiz hacía sus visitas a caballo. Le gustaba criar y mantener su cuadrilla de alazanes, siempre bien alimentados y cuidados por el doctor Dergan, el veterinario del pueblo.
Yo me acordaba, mientras conducía hacia la casa de los Ruiz, la expresión en la cara de joven doctor cuando los tres fuimos a hablar con él. Lo encontramos la tarde anterior en el campo, cuando hacía su caminata de después del almuerzo.
-Buenas, doctor-había dicho Raúl.
Bernardo Ruiz se paró en seco, sorprendido de vernos a los tres, o tal vez sobresaltado al verse apartado de sus pensamientos. Llevaba pantalón de montar, una camisa de hilo negra, una gorra verde y un cigarrillo entre los labios. Era muy joven todavía, no debía tener más de veintitrés años y se había recibido con los mejores promedios, según decían en el pueblo. Nicanor pensaba, y fue una suposición que se confirmó con lo que después sucedió, que se trataba de un hombre demasiado dominado por la personalidad del padre. Cada vez que estaban juntos, el chico se convertía en una sombra, a veces en un títere que repetía lo que el viejo le indicaba. Sólo al encontrarlo solo lo veían más relajado, y se expandía más en su conversación. Pero cuando alguien mencionaba al padre, aunque no estuviese allí, volvía a su actitud esquiva y avergonzada. Y en ese pueblo, donde el viejo doctor Ruiz era más conocido que la yerba, era imposible que al ver al hijo no le mandasen saludos para el viejo.
-¿Qué andan buscando, muchachos?-preguntó él.
-A usted, doctorcito. Necesitamos que nos haga un favor.
Pedro y yo nos apartamos un poco, simulamos conversar entre nosotros. Raúl se acercó más a Ruiz y le dijo algo al oído.
El doctor se apartó, dejó caer el cigarrillo de la boca, se sacó la gorra y se frotó los ojos. Miró alrededor. Nos miró a Pedro y a mí. Sabía que los tres habíamos venido para apuntalarnos uno al otro. Uno solo habría sido intimidad confundida con complicidad hacia él, pero los tres constituíamos una exacta balanza entre la confianza y la amenaza. No lo habíamos ideado de esa forma, para nosotros ir juntos era nada más que una costumbre, una garantía de apoyo incondicional. Eso lo habíamos aprendido de nuestro padre, no porque él nos lo hubiese enseñado con esas palabras, sino como resultado y consecuencia de su vida, de la vida que había elegido para él y para nosotros. No había otra manera de defendernos de la destrucción en la que estaba obstinado a seguir sirviendo, como si fuese una diosa más poderosa que Dios mismo porque era tan atractiva, emitía tal aroma de mujer a pesar de las derruidas ropas y su cara extraña y siniestra, que le resultaba imposible resistirse a ella.
Por eso, los rezos de nuestra madre, su apego a la religión, la estricta obediencia a la moral cristiana que sin embargo eran más una costumbre que una creencia, nada pudieron mellar aquella obstinación, aquel enamoramiento. Mi madre rezaba, iba a misa, cumplía con los mandamientos, tenía imágenes y estampas, se ponía una gota de agua bendita en la frente todas las noches, y hacía lo mismo con cada uno de nosotros antes de acostarnos. Pero también sonreía escondiendo los labios con una mano cuando el veterinario daba sus habituales discursos blasfemos y despotricaba contra los curas y la iglesia.
-Lo vimos con el doctor Dergan-dijo Raúl-. Estaban con una de las putas, con la Luisa, si no me equivoco. Dejaron la puerta abierta, en un descuido, y los tres se divertían, lo pasaban bien. También, entre ustedes dos… no sé si me entiende.
El doctor Ruiz estaba nervioso, sus manos tenían un leve temblor que intentaba ocultar sujetándose una con otra. Encendió otro cigarrillo, pero no pudo. Raúl encendió un fósforo y le acercó una llama firme.
-No hay problema, doctor. Entre nosotros, sabemos que eso se hace de vez en cuando…
Lo conocíamos desde chico, habíamos jugado juntos un par de veces cerca del río, habíamos pescado algunos domingos. Pero esto fue antes que lo mandaran al colegio privado y después a la universidad. Pero Raúl había entendido cómo era la relación entre el chico y su padre. Cualquier cosa, deseo o palabra que se apartase de los que el viejo Ruiz consideraba correcto, era motivo de castigo. Entonces el chico se retraía, obediente y hasta consumido por la pena de una vida propia que estaba desapareciendo.
Él sabía ahora, como nosotros desde siempre, que el más leve rumor que llegase a los oídos de su padre, sería no sólo una catástrofe familiar, sino un ajuste más tenso y más enervante de la cadena con que lo ataba el viejo.
-Pero fue solamente una vez…
Raúl no contestó, decidido a negar haber escuchado aquella respuesta tan infantil de un hombre que había pasado por la universidad. Si allí enseñaban a ser tan ingenuo, era mejor quedarse en el campo y aprender sobre relaciones humanas con las bestias, las plantas y las putas. Eso fue lo que yo me dije al escuchar los balbuceos del joven doctor, hasta que sentí náuseas por su estupidez, y su cobardía.
-Con nosotros está seguro, doctor, de eso no tiene que dudar. Somos hombres y lo entendemos. Pero si llega a saberse, si por casualidad Doña Eva se entera…
Doña Eva era la costurera del pueblo. Su casa era como el centro del mundo para las mujeres del lugar. Allí se sabía todo, absolutamente, de lo que pasaba en el pueblo y los alrededores. Si queríamos estar seguros de algo sobre alguien, no hacía falta más que mandar a esa casa a nuestra madre o nuestra hermana para enterarnos.
Ruiz retrocedió, mirándonos como si estuviésemos a punto de matarlo. Se adentró en el yuyal detrás de él, pero vimos su cabeza por encima de las plantas, retrocediendo por miedo a darnos la espalda.
Pedro y yo íbamos a buscarlo, pero Raúl dijo que no hacía falta. Con sólo una palabra más de su parte, logró convencerlo para que volviera.
-Sólo le pedimos el favor que le dije hace un rato, doctor. Una firma en un papel y todo va a ser legal.
Esa tarde, el joven doctor Ruiz regresó con nosotros. Nuestro viejo estaba en cama desde el mediodía, cuando volvió del trabajo en el campo de girasoles sintiéndose mal. Nos sentamos los cuatro a la mesa, el doctor sacó de su maletín un fajo de papeles, nos pidió los datos del viejo para llenar el formulario y estampó su firma y sello. Levantó la vista al vaso de vino que Pedro le estaba ofreciendo. Ambas miradas eran serias, pero me pareció que escondían una sonrisa, o quizá lo imaginé. Ruiz rechazó el vaso, cerró el maletín y salió.
Llegué a la estancia. Unos diez perros me recibieron, ladrando y siguiendo a la camioneta. Me estacioné frente a la entrada y pregunté al capataz por el joven doctor. Entonces vi a Ruiz asomarse por la puerta, luego salió y se acercó.
-Su padre lo manda llamar, doctor.
Puso una expresión de enorme pena, casi pude verlo llorar allí mismo, bajo el sol matutino y frente a su capataz. Pero no lo hizo, sólo se subió a la camioneta y me miró como un chico avergonzado.
-¿Qué pasó?
-Nada, doctor. Su padre quiere confirmar que usted haya firmado el certificado. No nos cree. Está en el campo de girasoles…
-¿Cómo en el campo, y por qué esta ahí con ustedes?
No quise explicarle más; conociéndolo, lo creí capaz de bajarse y escapar a esconderse.
Cuando llegamos, vi cómo cambiaba su expresión del miedo más irracional a un absoluto asombro al ver el bulto con el cuerpo y las palas en las manos de mis hermanos, que ya habían cavado más de la mitad de la fosa.
-Por fin- dijo el viejo Ruiz-. Estos delincuentes quieren enterrar al padre sin ataúd. No me sorprendería que lo hayan matado.
El viejo agarró a su hijo del brazo y le palmeó la espalda, haciendo ver el orgullo que sentía por su excelente hijo, a nosotros, los desagradecidos, los descastados hijos de mala madre.
-Dicen que firmaste el certificado de defunción- se rió mientras lo decía.
Pero el joven Ruiz no compartió su risa. Ese universitario que era médico y había visto en la facultad muerte y cadáveres, parecía un chico de cinco años paralizado por la inminente amenaza que veía llegar de su padre. Entonces el viejo cambió su risa de complacencia y burla por un gesto de desaprobación absoluta. Pero antes de condenar, se ofreció dudar por un instante.
-¿No lo hiciste, no es cierto?
Bernardo Ruiz bajó la vista a la tierra removida. Sus pies parecían buscar apoyo firme sobre la irregularidad del terreno, pero no lo hallaban. De pronto el viejo le dio una bofetada y el chico se tambaleó. Pareció estar a punto de caer en la fosa, pero por suerte no lo hizo. Yo sentí lástima por él. Debería matarlo, me dije; deberías deshacerte del viejo, le habría dicho de haberme atrevido. Pero el doctor Ruiz también me intimidaba, y era un problema que todavía estaba lejos de ser resuelto.
-¿Cómo pudiste, sin consultarme? ¡Pedazo de pelotudo!- volvió a pegarle y lo sacudió de un hombro-. ¡Contestáme!
-Fue anoche, papá. Yo volvía del pueblo con Dergan…
-Sí, del putero, como todas las noches, y borracho además.
El viejo se cruzó de brazos y lo escuchó con arrogancia y desprecio.
-Pasé cerca de la casa de los Espinoza, estaban todas las luces prendidas, como cuando hay velatorio. Me fui derecho allí para preguntar si pasaba algo, y me dijeron que Don Pedro había muerto mientras cenaban. Me llevaron a donde estaba el cuerpo y comprobé la muerte. No había señales de violencia ni nada parecido, papá. La cara todavía estaba algo morada, y me di cuenta que había sido que una ataque cardíaco. Entonces fui a casa, vos ya estabas durmiendo, no quise despertarte por un trámite de rutina. Agarré los papeles y se los llevé firmados.
-¡¿Pero si estabas en pedo cómo podés estar seguro, pedazo de mierda?!
Volvió a sacudirlo de un hombro y finalmente lo dejó en paz. Bernardo Ruiz ni siquiera intentó levantar la vista otra vez. El padre nos dirigió una mirada como si nos disparase.
-Así que ganaron esta, pero no voy a dejar de insistir para que lo entierren como es debido. No sé que les está pasando por la cabeza a ustedes, y ni siquiera me importa por qué lo hacen. Pero esto no está bien, y me voy a encargar de traer al comisario. Ahora que está mi hijo, no pensarán matarnos a los dos para evitarlo, supongo. ¡Vamos!- le dijo al chico. Volvió a montar y le dijo que subiera al alazán con él. El joven lo hizo a regañadientes y los vimos partir a trote rápido.
Mis hermanos seguían con las palas apoyadas en la tierra, luego me alcanzaron la tercera y comencé a cavar con ellos. No dijeron nada, yo esperaba que sonrieran, por lo menos; sentía que habíamos obtenido un triunfo soberbio sobre el viejo engreído. Pero entonces vi el bulto justo junto a mis pies, y supe que todo recién empezaba. Supe que la risa es tan efímera como la vida de un hombre, que la tierra en donde intentábamos penetrar era no una puta que cada noche del mundo hacía remilgos de virgen ingenua, que todo hombre debe llorar para arrancarse su olor y rogar toda la vida para disminuir la cuota de intensa pena cuando regrese a ella.
Cuando terminamos, el cuerpo de nuestro padre yacía bajo dos metros de tierra húmeda, todavía fría de la mañana. Dimos varios golpes de pala para aplastar la tierra. Luego regresamos por el sendero hasta la camioneta. Allí estaba, sentado en la cajuela, el joven doctor Ruiz.
-No pude irme con él –nos dijo-. Me quedé a mirarlos cavar. Ustedes parecían tres ángeles segadores fuertes y sucios, con las camisas abiertas, manejando sus guadañas en la cosecha. Sólo esperé escucharlos silbar mientras trabajaban, pero no lo hicieron. Habría sido un detalle interesante, sin duda.
El joven doctor Ruiz se fue del pueblo pocos días después. Supimos que discutió con su padre a los gritos durante dos noches, después ya no se lo vio más. Algunos dijeron que se había ido a ejercer a Buenos Aires.
Pero el viejo Ruiz decidió hacernos la vida imposible.
4
Eran casi las nueve de la mañana cuando volvimos a casa. Regresamos en completo silencio. En medio de mis hermanos, e igual que ellos, mantuve la vista fija en el camino. La tierra se levantaba a los costados de la camioneta y el polvo entraba por las ventanillas rotas. Aunque el invierno terminaba, nosotros teníamos las camisas empapadas en las axilas y la espalda, el polvo se nos metía en los ojos y lo sentíamos pegarse en nuestros cuerpos como si quisiese llevarnos antes de tiempo. Ya que han estado escarbando en mi vientre, parecía decirnos, vayan sintiendo el sabor de mi lengua. La tierra tiene su aliado, el viento. El viento es el arquitecto y las manos de la tierra, forma y conduce los instrumentos que invaden los ínfimos recovecos del mundo. Tuve miedo, porque sentí en mis propias manos algo más que el olor de la tierra que habíamos estado removiendo. Percibí el olor de los deshechos con que alguna vez habían abonado el campo de girasoles.
¿Por qué llevamos a mi padre allí? Era su último sueño de loco, su postrero delirio de fracasado. El más importante esfuerzo, quizá, por continuar fiel a sí mismo. Si todo lo que había intentado antes, los cultivos inundados en Santa Fe, la cosecha perdida por el temporal en Junín, el incendio en el campo del sur de Córdoba, fue un continuo golpearse contra un muro invisible en pleno llano, el campo de girasoles sería, entonces, su canto del cisne. Él no lo habría pensado así, con esa figura retórica que yo utilizo ahora, porque no tenía la educación para crearla, pero si la sensibilidad para formar y hacer germinar la semilla de su nacimiento. Porque un acto nace, no se inventa ni se programa, simplemente nace de una voluntad espontánea. Tan íntima e incierta como la voluntad de Dios al crear el primer átomo de la vida.
El padre Macabeo decía que nuestro padre era un irresponsable con su familia y un pecador para la ley de Dios. Lo que a él le molestaba era que no concurriese a su iglesia los domingos. La fama y el ascenso en la iglesia dependen de la cantidad de feligreses, supongo, y los que faltaban a misa debían ser asustados y amenazados con el fuego del infierno, para que así volviesen al camino correcto, que era el camino del pueblo que terminaba en la calle donde estaba la capilla y la feligresía.
Recuerdo cuando llegamos a Los perros luego de haber recorrido más de veinte pueblos y tres provincias. Yo apenas recordaba la mitad de todos, porque en aquellos donde mis padres y mis hermanos intentaron asentarse, fueron anteriores a mi nacimiento. De cualquier modo, alcancé a ver el abatimiento de mi padre, la abrupta caída de su ánimo antes siempre firme. Vi el silencio dominándolo día a día, haciendo de su cara una mueca curtida por el sol, de su cabello una cáscara que poco a poco se iba cayendo, de sus piernas un par de postes flacos y astillados. El día que llegamos con la carreta, porque entonces no teníamos siquiera una camioneta, entramos a la casucha abandonada que olía a bosta de caballo y perros muertos. Una semana después, nuestra madre había logrado limpiar lo suficiente para poder dormir, y nuestro padre, luego de cortar el yuyal de los alrededores, se había ido a explorar el campo que pensaba cultivar.
Durante dos meses, lo vi ir todas las mañanas y regresar al mediodía para sentarse en un tronco cortado frente a la casa. Se arremangaba los pantalones y yo podía ver sus piernas flacas, que no mucho tiempo antes eran gruesas y fuertes. Él no sabía que lo estaba mirando, sacaba del bolsillo de la camisa una pipa rústica que había encontrado tirada en el suelo una vez y la encendió con la llama que obtuvo frotando un fósforo contra la corteza del tronco viejo.
Yo tenía nueve años, y fue la primera vez que vi la pasión que había en sus ojos al mirar la llama. El fuego lo despertaba. Era como el alcohol para un alcohólico. Sabía, por lo que había escuchado a mi vieja y a Raúl, que desde que había nacido yo, mi padre no había vuelto a devorar los campos con el fuego.
Porque mi padre quemaba los campos que habían fracasado en sus manos, para limpiar la podredumbre de su inutilidad y renovar la tierra. Él decía, porque lo había escuchado de su propio padre y de muchos hacendados y expertos, que la tierra vieja necesita renovarse, y para ello el fuego, al destruir todo menos las raíces, hace que tomen nuevas fuerzas y la vegetación crezca más verde y más fuerte. Fue una tarea que decidió adjudicarse como si Dios mismo se la hubiese encargado. Incluso así lo daba por entendido cuando iba al pueblo y relataba sus anécdotas, sus trabajos fracasados en los campos de todos aquellos pueblos por los que había pasado. La gente lo escuchaba como quien cuenta verdades a medias, simplezas contadas como proezas para ocultar con decorativos colores lo que no tiene más que las tonalidades de la ceniza.
Debíamos regresar a casa antes que el doctor Ruiz llegara con el comisario, teníamos que poner a mamá al tanto de lo que había pasado. Ya antes de llegar a cincuenta metros de la puerta, vimos a Clarisa y a mamá esperándonos inquietas, dando vueltas sobre la tierra reseca, las gastadas alpargatas de nuestra hermana levantaban polvo y los zapatos bajos de la vieja intentaban resistir un poco más los pasos bruscos y nerviosos de esa mujer que no pesaba demasiado, pero con una fuerza concentrada en músculos cortos y tensos como nudos, como raíces de una árbol más que centenario. Y fue entonces que, aún de lejos, y más por imaginación que por haberla visto realmente, descubrí a la distancia que la cara de mi madre había envejecido de repente.
Cuando nos vieron llegar, caminaron hacia nosotros. Nos bajamos y la vieja se aferró a los brazos de Raúl y Pedro, sujetando a cada uno con sus manos firmes igual que las garras de un aguilucho hembra. Su rostro, incluso, parecía el de un pájaro en su extrema curiosidad por saber qué había pasado.
-Me desperté y su padre ya no estaba en la cama. Me levanté y ustedes habían desaparecido. La única que estaba era ésta -dijo, señalando a la Clarisa. Mi hermana parecía un pajarito indefenso, un gorrión que miraba de uno a otro lado tratando de entender.
-Vieja -empezó a decir Raúl-. El viejo se nos fue anoche.
Se hizo un silencio que necesitaba ser roto de algún modo, porque era intolerable, era completamente fuera de lo que puede concebirse como silencio. Una ausencia de sonido que más se asemejaba al concepto erróneo de la nada, porque en la nada tampoco hay silencio, sólo algo muy remotamente parecido, como una imitación. Cuando el completo, el absoluto y enorme silencio invade los oídos, ya no hay corazón que resista, porque éste ya se ha vaciado de flujos y de sangre, y hace un tiempo que se ha detenido. La carne hace silencio, honra esa nada a la que irá muy pronto, sobre las ruedas inquebrantables del olvido.
En ese momento supe que yo también podría ser un profeta si me lo propusiera, no un adivino, sino profeta. Yo no sabía el futuro, sólo las consecuencias del futuro. Vi la cara de nuestra madre envejecer veinte años en medio minuto. Vi sus ojos observándonos a cada uno de los tres, detenidamente, con una cautela que más aparentaba terror que suspicacia. Yo conocía su forma de mirarnos cuando sospechaba que le escondíamos algo, una travesura cuando éramos chicos, o un error muy cercano a lo imperdonable cuando nos convertimos en hombres. Lo notaba en nuestras expresiones, el sentido y la mueca de la culpa que no podíamos evitar al encontrarnos con ella. Sentíamos que llevábamos el olor del equívoco impregnado, prendido en la frente como una garrapata que no nos podíamos desprender. Y sin embargo, cuando ella nos miraba, y luego de un intenso dolor, la garrapata comenzaba a aflojarse.
Cuando su mirada llegó a mí, me di cuenta de que iba a ponerse a llorar. Pero como quería evitarlo, respiró profundo y se dejó caer al suelo, sentada, retorciéndose las manos sobre el delantal. Todos nos reunimos con ella para ayudarla a levantarse. Preguntamos si se sentía bien, y a pesar de conocer lo tonto de la pregunta, por lo menos logramos romper ese silencio que la mirada de mamá no había hecho más que llevar a un nivel tan alto de pesadumbre y desesperación, que yo, por lo menos, y quizá mis hermanos, no habríamos soportado sin confesar. Me refiero a la verdad. La confesión, como el pecado, es una parte, un fragmento más del entramado de la verdad, que no soporta los desprendimientos ni las fisuras, porque ya dejaría de llevar tal digno nombre.
Lo que siguió, y lo que dijo antes y después, fueron versiones, ni siquiera esas variaciones musicales que tanto agradan a los músicos cultos. Fueron invenciones que iban tomando el tinte irritante del original, exabruptos de un psicópata, delirios violentos de un loco que no sabe más que inventar realidades para sobrevivir.
Sé lo que iba a explicar Raúl. Diría que papá despertó antes de la madrugada y fue a buscarlo a su cama. Tenía la cara más oscura que la noche y le costaba respirar. Diría que el viejo murió sobre su cuerpo, con los brazos agarrados a los hombros de su hijo, el pecho seco como un tronco derribado sobre su propio pecho, y las piernas tiradas, ya no podía decirse que apoyadas, al costado de la cama. Como no queríamos que ella sufriera, habíamos decidido actuar por nuestra cuenta. Hasta habíamos ensayado nuestras muecas de arrepentimiento. Pero no fue necesario nada de todo esto.
-Ustedes…-dijo mamá, sin énfasis, sin una exhalación mayor o menor de aliento en la palabra. Quizá por eso sonó tan impersonal, fría y férrea como si hubiese escupido un pedazo de riel de ferrocarril, y lo estuviésemos viendo frente a nosotros, recién caído de la boca de nuestra madre. Ella, que nos había besado apenas la tarde anterior, era capaz de proferir obscenidades y crueles sentencias con sólo decir un pronombre, y además sin atisbos de exaltación o furia.
Levantó los brazos automáticamente, como si aceptase la ayuda que le ofrecíamos, sin darse cuenta que quienes eran sus hijos eran también lo probables asesinos de su esposo. Probables porque quizá aún conservaba la débil, inútil y utópica esperanza no de que fuese otra la causa de la muerte, sino de que estuviese soñando. Hay pesadillas que son bienvenidas, benditas pesadillas que merecen llamarse ensoñaciones de Dios, si cumplen con el requisito indispensable de terminarse con el alba, de esfumarse con la luz del día y echarnos de sus oscuras habitaciones repletas de cadáveres hacia la luminosa calle de la realidad. El presente como un regalo, un sueño de paréntesis invertidos entre las intermitentes y obligadas visitas a esos cuartos. Quién nos arrastra y quién nos hecha, me he preguntado muchas veces, mientras caminaba por los campos recién devorados por el fuego que mi padre había encendido poco tiempo antes. La puerta entre la vigilia y el sueño es como esos senderos que recorría para contemplar las devastadas tierras de cultivos convertidos en ceniza, de tierra cubierta de ceniza, de brazas echando humo espeso como si el propio infierno se hubiese asomado durante algunos días.
El padre Macabeo lo dijo un par de veces en misa. Nosotros lo escuchamos sabiendo que se refería a papá.
-Hay lugares donde el techo del infierno es muy fino. No hay más que pararse descalzo y sentir el fuego en la tierra. Hay peones del demonio aquí en los campos.
Mamá no había hecho ni una mueca esa mañana de domingo en la iglesia. Cuando terminó la misa, la vimos levantarse y recorrer el pasillo sin darse vuelta para hacer la genuflexión. Daba la espalda a Dios delante del propio cura, y fue aquella la mejor respuesta que yo he visto en mi vida.
Ella era así, con la elocuencia del silencio antes y después de una palabra sola, si de alguna había llegado a necesitar, decía todo lo que tenía para decir. Por eso durante un rato nos quedamos parados, aunque sabíamos que de un momento a otro llegarían el doctor y el comisario, y que debíamos indicarle a mamá lo que habíamos planeado decir. Pero también eso estaba de más. La expresión de la vieja no era un elemento extático y útil para una sola respuesta, como todo lo breve o todo lo que generalmente repercute en el silencio, era más extensa, y traía consigo su propia capacidad de procreación. No necesitábamos decirle que debía cubrirnos.
Antes, sin embargo, pasó algo que no esperábamos. No porque fuese inesperado, sino porque nos habíamos olvidado de que Clarisa era ya una mujer, y subestimamos su inteligencia y su sentir.
Mientras el motor de la camioneta seguía en sus esfuerzos por mantenerse firme, y una bandada de pájaros pasaba rauda e indiferente por encima de nosotros, dejando su sombra, enfriando un poco más el hielo que lentamente se iba formando entre nosotros, Clarisa dio un grito. Los pájaros huyeron más rápido, los perros acostados acurrucados en sus mantas junto a la pared de casa levantaron la cabeza, tensaron las orejas y ladraron. Clarisa dijo:
-¡Sé donde lo llevaron!
Salió corriendo hacia el campo de girasoles. Estaba en ropa de dormir todavía, un camisón de algodón que le llagaba por encima de las rodillas. Mamá la llamó, Pedro fue tras ella. Los vimos desaparecer tras la loma que nos separaba del campo de girasoles.
Casi al mismo tiempo, por el otro lado, desde el camino que atraviesa la hondonada detrás de la casa, vimos una nube de polvo levantándose hacia el cielo. No mucho después, apareció la camioneta del comisario completamente sucia, con barro seco tapando el escudo de la policía y los parabrisas mugrientos. Se detuvo a diez metros de nosotros, de un lado bajó el comisario, del otro el doctor Ruiz. No habían traído refuerzos, así que no era probable que fueran a arrestarnos. Miré a mis hermanos y ellos compartieron esa certidumbre, entonces nos sentimos más seguros, más intocables, quizá, y si el orgullo es también un aura sé que nuestros cuerpos estarían brillando en ese momento. Tal vez alguien lo notaba, los perros, a lo mejor, o miradas menos instintivas pero más profundas, como la de Dios o la mirada de los demonios que viven en el campo y salen sólo de noche, escondidos durante el día tras los hombres.
-Buenas, Doña…-dijo el comisario. Era un hombre de estatura baja, rollizo, con un uniforme gris que adaptada a las necesidades del campo, como utilizar un pañuelo al cuello para el sudor, botas con espuelas, porque a pesar de andar en camioneta a veces montaba a caballo. Varias veces lo vimos en invierno con una campera de piel de cabra que su mujer le había confeccionado, y era raro entonces considerarlo un policía con esa ropa. No era mal tipo, había optado por hacerse ver y reprimir ciertos hechos cuando no tenía más alternativa. El intendente y la gente del concejo vecinal lo apretaban de ambos lados, y él, lejos ya de hacerse malasangre, se limitaba a cumplir.
-Doña Clotilde-dijo el doctor-. ¿Está al tanto de lo que le pasó a su esposo? ¿Sabe lo que hicieron sus hijos?
El viejo nos había ignorado y se dirigía directamente a nuestra madre, con el sombrero en una mano y un cigarrillo negro en la otra. De tanto en tanto daba una pitada, y sus reclamos eran seguidos por una columna de humo que exhalaba hacia arriba, para no molestar a mi madre.
Ella asintió con la cabeza. Tenía ahora las manos ocupadas jugando nerviosas con el delantal, la mirada algo perdida entre la figura obesa y enorme del doctor y el campo de girasoles a lo lejos.
-¿Es cierto lo que me contaron, Doña Clotilde?
El doctor preguntaba de manera pausada, calculada quizá en la conversación que seguramente había tenido con el comisario mientras venían hacia acá. Esperaba encontrar disidencias, contradicciones.
Mamá asintió otra vez, en silencio, esta vez mirándonos, pero lo que nosotros leíamos en sus ojos de ninguna manera era lo que debía estar viendo el doctor. Ciertos resentimientos, débiles aún, ciertos reproches que nacen con dificultad, por ser de quien vienen y por tratarse de seres queridos aquellos a quienes van dirigidos. No siempre es así, los sentimientos más cruentos suelen procrearse entre los miembros de una misma familia, pero en el caso de mi vieja era distinto. Ella, de algún modo, tenía un rasgo, una zona de su corazón donde no crecía más que la dura roca de su pensamiento. Amaba, pero no por eso creaba ídolos; podía odiar, pero no llegaba a pisar el ardiente páramo del rencor.
-¿Qué le pasó a don Pedro, doña?-intervino el comisario.
-Raúl, contále vos, Yo no me siento con ganas.
-No, no… no quiero escuchar a estos mocosos irrespetuosos, cuéntenos usted -dijo Ruiz.
Raúl se adelantó y se paró entre el doctor y nuestra madre.
-Si el problema es con nosotros, llévenos a la comisaría a nosotros, pero no moleste a mi vieja. Tengan un poco de respeto, carajo.
-Nadie va a ir a la comisaría hasta que yo lo diga.
El comisario abrió los brazos para acentuar sus palabras, parecía un pacificador. No creo que fuera sincero, pero tampoco daba la impresión de dar mucho crédito al doctor Ruiz.
-Vamos, Raúl, cuente usted lo que pasó, y su madre nos dirá si es verdad. ¿Está de acuerdo, doctor?
Ruiz aceptó a regañadientes, pero se puso justo al lado de la vieja para captar cualquier gesto extraño. Estaba en la busca de algún signo de remordimiento, tal vez, o esperaba que ella se quebrara durante el relato de mi hermano y finalmente confesara la verdad. Es decir, lo que el doctor Ruiz consideraba cierto.
-Mire, comisario. Ayer el viejo volvió del campo al mediodía. Yo estaba en el pueblo. Cuando volví me lo encontré tirado en la cama. Había vomitado en la puerta, y los perros se estaban comiendo el vómito. ¿Qué le pasa, viejo?, le pregunté. Se señaló la panza, y estaba más pálido que la cera. Mi mamá y mi hermana se habían ido temprano a la casa de Doña Eva, para preparar los vestidos para el festival de la semana que viene, ¿vio? Todas las mujeres se la pasan ahí todo el día. Puse un cacho de carne al fuego y limpié lo que el viejo había ensuciado. Le hice una sopa, pero no quiso tomarla.
-¿Y por qué no me mandaste llamar?
Raúl se limitó a alzar lo hombros, con cara de nada, como un chico que no sabe que hizo mal. Qué parecido es a papá, pensaba yo al escucharlo, hasta tiene su misma voz.
-Seguí…-dijo el comisario.
-Eran como las cinco cuando mis hermanos volvieron del campo, ellos trabajan para un vecino algunos días, por lo menos hasta que llegue el tiempo de cosechar los girasoles. Así que les conté lo del viejo, y nos sentamos los tres a pensar si era mejor llamar al doctor o esperar a mamá. Estaba casi anocheciendo cuando el viejo se levantó de la cama y apareció al lado de la mesa, apoyando las manos y reclamando comida. Estaba erguido y se frotaba la panza. Ya estoy mejor, me dijo, esa sopa que me hiciste ya estaba fría, pero igual me cayó bien. Me alegro, le dije, así que nos pusimos a hacer cada uno sus cosas hasta que llegaron las mujeres y mamá preparó la cena. Entonces pasó lo que le conté antes, doctor, mientras comía se puso morado y se agarró el pecho. Y se derrumbó en el piso.
-Hay un certificado de defunción, tengo entendido, ¿no?
-Sí, comisario. Nicanor, andá a buscarlo.
Corrí a la casa y volví con el papel que Raúl había puesto bajo el colchón de mi cama. El doctor estaba por protestar, pero el comisario le hizo callar mostrándole la firma de su hijo.
-Ya lo sé, mi hijo me lo confirmó, pero estaba en pedo, no vale firmar un certificado de muerte en ese estado.
El comisario lo miró fijo, le hizo una señal de que apartarse un poco para hablar en privado. Pude escuchar el murmullo sólo porque los perros habían decidido hacer silencio después de un rato largo de ladrar a nuestros visitantes. Quizá ellos, los perros, eran también nuestros cómplices. Eran familia, quién podía negarlo.
-Doctor, si lleva esto más lejos, va a tener que desacreditar también a su hijo, y pueden sacarle la matrícula al muchacho. Piénselo un poco.
Ruiz nos miró con bronca contenida. Luego se dirigió a mi vieja:
-Pero Doña Clotilde, cómo va a dejar que lo entierren sin un ataúd...
Ella nos miró, confusa y con miedo, por un instante.
-¿Por qué, doctor? Yo les dije que lo hicieran así. Sólo sigo los preceptos del Padre Macabeo, doctor. El nos leyó partes del Antiguo Testamento donde se dice que venimos de la tierra y a la tierra volveremos. Mi esposo amó la tierra y por eso la quemó tantas veces, para volver a verla nacer. La amaba tanto que nos sacrificó a todos, doctor, a mí y a mis hijos. La amaba porque sabía que la tierra es lo único que no muere.
Era la primera vez que la escuchábamos decir tantas palabras seguidas, salvo cuando rezaba. Y eso parecía estar haciendo ahora.
-Hago lo que él hubiera querido, doctor. Le dije a mis hijos que llevaran a su padre a dormir para siempre con su amante, su madre, su hermana. Yo no estoy celosa ahora, en un tiempo sí lo estuve, pero ya no. Mis hijos me aman como él lo hacía con su tierra, fuera donde fuese. Aquí, en el Chaco o en La Pampa. La tierra es una sola, doctor. Usted lo debe saber, los huesos lo dicen, y mientras envejecemos se hacen más charlatanes. Como Doña Eva, ¿vio? En su casa se dice de todo porque las mujeres escuchamos la charlatanería de los huesos y las enfermedades. Mientras haya tierra, dicen los huesos, estaremos en casa.
Tenía las manos aferradas al delantal, y su frente traspiraba a pesar del frío. Las mejillas acaloradas, la piel del cuello algo pálida. Pero quizá fuera el viento, que al arrastrar el llanto de Clarisa desde el campo de girasoles, provocaba esos cambios en su cuerpo siempre recto e incólume, y no lo que acababa de decir. Porque fue como escuchar a un predicador o a un profeta.
El doctor Ruiz presentó su saludo de despedida en silencio, pero lo escuché decir por lo bajo:
-Todos están locos, en esa familia todos están locos…
El comisario esperó que subiera a la camioneta, y se quedó con nosotros para aclarar ciertas cosas, según dijo.
-Mire, Doña, si se arrepiente, porque ha puesto a sus hijos en problemas, podemos dar marcha atrás y hacer el funeral como se debe. Yo me comprometo a hacer la vista gorda a lo que pasó hoy. Pero ya sabe, el doctor puede seguir adelante con su propósito, y yo no puedo hacer nada…
-No voy a desenterrar a mi esposo, comisario. Eso es sacrilegio. Es peor, y sé lo que digo, que dejarlo incluso sin sepultura.
-Pero…
En ese momento se escuchó un grito de Clarisa, fuerte, y la voz de Pedro diciéndole que se callara.
-Ya lo ve, comisario. No voy a hacer que mi hija llore más de una vez por su padre. ¿Usted haría eso con sus hijos?
-No tengo hijos, Doña Clotilde, a Dios gracias -dijo, mirándonos a Raúl y a mí.
5
Yo tenía ocho años el día que vinieron a buscar a papá. Nos habíamos establecido cerca de Coronda, en unos campos que mi viejo logró arrendar con lo que había obtenido de la cosecha anterior en Córdoba. Allá nos había ido bien, creo recordar, o por lo menos eso dijo él. Yo solamente me acuerdo de haber dejado la chacra cordobesa una mañana de sábado, con nosotros y nuestras escasas pertenencias en un camión. El chofer era conocido del viejo, y como tenía que ir a Buenos Aires vía Santa Fe, papá le pidió que nos llevara. Fue así que luego de subir las cosas de cocina que mi vieja arrastraba de un lugar a otro, las valijas de cuero, viejas y de cintas gastadas, donde llevábamos la poca ropa de invierno, porque en el verano usábamos nada más que pantalones a veces. Pero como cambiábamos de lugar permanentemente, y por lo tanto de clima, la ropa se estropeaba con rapidez bajo la lluvia inesperada que nos esperaba en un pueblo dos días después de haber dejado el anterior bajo un sol ardiente de pleno verano.
Ahí, cerca de Coronda, estuvimos un año. Cultivamos trigo, pero mi viejo se había quedado desilusionado con la experiencia de sembrar cebada en Córdoba. No sé quien se lo había recomendado, pero él se había encaprichado en reservar por lo menos un sector para este experimento. Resultó que debió dedicar más tiempo a este sembradío que al resto de los cultivos comunes que nos iban a dar de comer. No llovió, no hubo granizo ni inundación esa temporada, pero el tiempo de mi padre era como el de todos los hombres, duraba nada más que veinticuatro horas, y él no se abstenía de dormir. Fue descuidando los otros campos a expensas de la cebada, iba y regresaba de la ciudad con folletos y papeles donde anotaba lo que le recomendaban en la forrajería. Se pasaba horas parado frente a las plantas de cebada, que se estaban muriendo y él no sabía cómo evitarlo. Mi madre ya lo conocía y no decía nada. Raúl trabajaba en los otros campos, pero sólo no podía hacer mucho. Peones no podíamos pagar, y Pedro, que tenía once años, regresaba cansado y mamá le prohibió volver a salir al campo. Yo recién había cumplido los nueve años, y fue la primera vez que descubrí el fuego que papá creaba.
Fue más que una revelación, porque hasta entonces había escuchado conversaciones que nada significaban, vi caras enojadas que no me llamaron la atención. Mi vida transcurría en alguna otra parte, allí pero en otro plano más inocente, un sitio intocable, tal vez, a pesar de la pobreza de la que no me daba cuenta. Yo comía y jugaba con los perros, tenía ropa para abrigarme y una cama caliente que compartía con mis hermanos. Tenía una madre y un padre, e incluso a veces recibía un regalo, un muñeco confeccionado con madera y trapos, o una pelota de tela que me llevaba al llano para patear, mientras los perros me seguían, corriendo y ladrando. Yo pescaba en los arroyos o jugaba en el barro mezclado de estiércol entre los caballos que mi viejo usaba para arar.
Había un establo lleno de herramientas viejas, arados oxidados, palas rotas, gomas de autos, donde yo me pasaba horas enteras, explorando los espacios entre aquellos objetos amontonados. Era un mundo especial para mí, lejos de la casa y el sol, lejos de las discusiones entre el viejo y Raúl, que en ese entonces empezaban a ser más frecuentes.
De allí salí cuando escuché que alguien gritaba “¡fuego!”. Al asomarme vi las llamas a no más de tres kilómetros, justo en el campo de cebada. Estaba anocheciendo, pero parecía hacerse nuevamente mediodía con la luminosidad y el calor de las llamas. Mi familia estaba reunida en la puerta de la casa vieja, excepto papá, que apareció por el camino que conducía al campo, con la cara llena de hollín, la ropa chamuscada y unas lágrimas que formaban surcos claros en el rostro curtido por el sol.
-¡¿Otra vez?!-dijo mamá.
Papá no contestó. Ella ya sabía la respuesta, la misma que ya le había dado muchas veces antes de que yo naciera. Conocí esa respuesta un tiempo después, y era algo más parecido a un epitafio que a una explicación. Ni siquiera una excusa, sólo una razonable cuestión de principios que nadie podría refutar desde el punto de vista que el viejo tenía, y sin embargo todos sabían que era insostenible, como insostenible es mantener en pie un cuerpo que no se alimenta.
Porque él decía que la tierra pobre y desnutrida se adelgaza como un hombre que sólo se nutre de vegetales verdes. El caso era que los vegetales terminaban con la vida de la tierra en lugar de alimentarla, entonces se convertía en simple polvo sin capacidad de procreación. La tierra es como la carne, se alimenta y a su vez crea. Es como el músculo, crece y se mueve, y al moverse pone en marcha los procesos mecánicos y biológicos que crean nuevas fuentes de vida.
Y mi vieja también tenía su parte de culpa en eso. Le gustaba leerle pasajes de la Biblia, fragmentos y versículos del Antiguo Testamento, tan asiduo a mencionar el fuego. El fuego es purificador, decía, el fuego destruye lo viejo y débil, y crea un sitio limpio y despejado, un clima y un ambiente donde de a poco, lentamente, irán asentándose las semillas, donde caerá la lluvia.
Sí, mi vieja tenía su parte de culpa, también, así que no podía decir más que lo que siempre decía: ¡otra vez!, y quedarse callada, contemplando las llamas que avanzaban destruyendo no sólo los cultivos fracasados, sino también los humildes y obedientes hijos de la buena cosecha, siempre tan escasos, difíciles de obtener contra las inclemencias del tiempo. El viento, aunque suave, sabe transportar el fuego, y parece divertirse más que al esparcir semillas o traer las nubes que las alimentarán. El viento se divierte a expensas del corazón de los hombres, y disfruta ofuscando y exacerbando el hastío y la furia en los pechos que observan el paso incesante del fuego que arrastra y alimenta.
De ese fuego escuché hablar en el camión que nos dejó cerca de Coronda. El camionero amigo de mi viejo conversaba con él en la cabina, donde Raúl y yo estábamos también. Yo miraba los aguaceros precoces del otoño, mientras ellos decían que habíamos huido con suerte, porque el dueño de los campos vivía en la ciudad y no se enteraría del incendio hasta dos días después. Entre la tarde que comenzó el incendio y nuestra partida, no pasó más que medio día. Así que teníamos un día y medio de ventaja, aunque entonces no lo sabíamos todavía. Mi viejo miraba atrás sacando la cabeza por la ventanilla, como si pudiera ver si lo perseguían. Era la primera vez que yo pasaba por eso, pero en la noche escuché a Raúl y a Pedro hablando de las veces anteriores, y supe que siempre ocurría lo mismo: el asentamiento, el tiempo de sembrar, luego el incendio y la huida. El viejo siempre miraba atrás durante algunos días, pero no dejaba más huellas que el fuego, y el fuego tiene la encomiable destreza de no dejar nada tras su paso, lo borra todo, y como un dios protector oculta entre los velos negros de su humo, las manos que lo han creado.
Yo entonces entendí que mi viejo se sentía protegido por el fuego.
Cada comienzo en un nuevo pueblo era un desafío que le daba fuerzas, no por el hecho del nuevo sitio, sino por estar en camino hacia algo nuevo, y mientras iba deshaciéndose y arrojando en los caminos los residuos del temor, una sonrisa iba ganando terreno en su cara, antes oculta por la barba que se había dejado crecer en señal de tristeza y fracaso. Se ponía charlatán y chistoso, nos palmeaba las espaldas y nos abrazaba más seguido. Besaba a mi vieja y se ponía pesado con ella con tanto mimo y atención.
Entonces ella también era feliz, y nosotros más aún. Mi padre se acercaba en esos momentos a ser el hombre a quien nosotros habríamos deseado tener como padre. Pero los recuerdos de las épocas grises son como un mosaico, un tablero de damas. Saltamos de uno a otro y perdemos piezas irrecuperables.
6
Fue una noche del mes de agosto, excepcionalmente fría. Ya desde la tarde se veían nubes oscuras que amenazaban con lluvia, pero todavía a las nueve de la noche no había llovida, sólo se había intensificado el frío y aumentado el viento que traía ráfagas heladas desde el sur. Papá regresó de su sexta incursión en el campo de trigo, y volvió con la misma expresión preocupada de las otras cinco.
-No hay nada que hacer, la helada va a podrir la tierra.
Habíamos logrado una buena cosecha al final del verano, y esperábamos que las plantas resistieran el invierno para la próxima. Pero según lo que anunciaba la radio, se avecinaba aguanieve y alguna nevada breve, suficiente, sin embargo, para matar lo cultivado.
-Es tierra agotada -dijo papá, sentándose a la mesa, donde lo esperaba un plato de sopa de gallina.
Mamá servía con el cucharón, y luego pasaba el plato hondo de la vajilla de metal, ennegrecido por el uso. Se escucharon truenos y dos relámpagos iluminaron el interior de la casita. Los dos perros que teníamos en ese entonces reaccionaron de manera distinta a los truenos: el macho se escondió bajo la mesa, temblando entre nuestras piernas, la hembra dio vueltas alrededor, agitada y ladrando, a veces aullando. Clarisa tenía cinco años y jugaba con la sopa, volcando la cuchara en la mesa cuando intentaba seguir las corridas de la perra. Mamá la retaba, pero se había resignado a soportar con tranquilidad las pequeñas complicaciones domésticas, porque veía venir algo más importante en la cara de su esposo. Yo todavía no alcanzaba a verlo, pero creo que mis hermanos mayores ya lo habían notado. Sobre todo Raúl, cuya cara triste estaba en completo acuerdo con el silencio que había decidido adoptar como réplica. Papá esperaba que él dijese algo, al fin de cuentas era el mayor, y desde hacía mucho tiempo era su único ayudante en las tareas de siembra y cosecha. Pedro había empezado con trabajos de arreo, cuidado de los caballos, compras en el pueblo. Yo era el único que iba a la escuela, tres veces por semana. Cerca de Coronda había una vieja escuela rural a la que asistían casi cien chicos. Era la primera vez que mi familia se había asentado tan cerca de un distrito escolar, así que mi vieja habló con papá sobre su idea de mandarme a aprender. Era una oportunidad, después de todo, que podría servir para hacer que nos quedáramos más tiempo que otras veces. Pero ahora, viéndolo a la perspectiva, resultó ser una tremenda inocencia por parte de mi madre. Era como retener al viento en un sitio, era como controlar el fuego, pero sólo es posible dejarlo seguir hasta que acaba con uno.
Mi viejo aceptó, y no cambió mucho la rutina diaria. Sabíamos que no duraría mucho el cambio, o más bien aquella extraña falta de cambios que era nuestra permanencia en un mismo lugar por más de unos cuantos meses. Lo disfrutamos de algún curioso modo, conscientes de que todo pronto acabaría, pero no por eso mis hermanos dejaron de hacer amigos y conseguir un par de noviecitas con las que iban a esconderse entre el sembradío para besarse, para tocarse de una forma que yo en esa época no entendía. No servía de nada que mamá los previniese, los veía lavarse y salir corriendo cuando terminaban la tarea en el campo, y nos miraba a Clarisa y a mí como si fuéramos todavía sus bebés.
-Ustedes se quedan conmigo-nos decía.
A ella no iríamos a perderla porque alguna vez se iría con nosotros, cuando papá y el fuego lo decidiesen. La cuestión es que no fue él quien esta vez nos obligó a dejar el lugar, sino la policía. Dos hombres abrieron la puerta con una sola patada, y un tercero entró empuñando un arma.
-¡No se muevan!-decía, apuntándonos. Los otros lo siguieron y también nos apuntaron.
Nos quedamos sentados como estábamos, al principio más sorprendidos que asustados. Cuando Clarisa comenzó a llorar a chillidos, mi madre se levantó para consolarla y la apretó contra su pecho.
-¡Dije que no se movieran!
Mi padre, que todavía tenía la cuchara en la mano, miraba a los policías con una expresión que no supe interpretar. No le dieron tiempo a hacer nada. Dos de ellos lo golpearon mientras estaba sentado y lo maniataron en el piso. El cuerpo de papá empujó la mesa al caer y la sopa de cada plato se volcó en la mesa y chorreó en el suelo. Nuestros perros ladraban juntos, excitados, gruñendo y mostrando los dientes a los intrusos, sin dejar por eso de lamer un poco de la sopa que había caído. No me atreví a mirar a mi padre allí tirado, babeándose mientras intentaba hablar, aplastado por las rodillas de los policías. Fue como si supiera que él no quería que lo viesen así, casi como si lo viesen desnudo, flaco, pálido y tembloroso. Absolutamente desprotegido por el fuego y abandonado por la tierra. Habría deseado morirse en ese momento, quizá, pero la tierra estaba bajo las tablas del piso y no lo aceptaba, y el fuego era una débil llama servil en la cocina.
Pedro se había quedado mirando fijo a los intrusos, con una mirada de odio que no le conocía y que desde entonces me resultaría familiar. Raúl se había parado apenas entraron, pero se quedó quieto y contemplaba a nuestro padre con una inmensa piedad, clara y abrumadora en sus ojos brillantes. Ya en esa época comenzaba a parecerse mucho a papá, y pienso que debía estarse viendo a sí mismo en el futuro. Y también había otra cosa en su mirada, había rencor. Más tarde aprendí que el rencor puede ser más fuerte que el odio, más persistente y obstinado, capaz de hacer cosas que el odio envidiaría.
Entonces uno de los perros se abalanzó contra uno de los policías. Apretó los dientes sobre el brazo que tenía la pistola y no quiso soltarlo por más que el tipo gritó intentando sacárselo de encima. Uno de los otros golpeó al animal, pero el que parecía ser el jefe hizo algo mucho más rápido y eficaz. Le pegó un tiro.
Nuestro perro, que apenas hacía un rato temblaba a causa de los truenos bajo la mesa, estaba muerto ahora sobre el piso, con la mitad de la panza abierta por el estallido de la bala. Clarisa gritó aún más fuerte. Yo me arrodille junto al cuerpo. La hembra olvidó a los intrusos y comenzó a dar vueltas alrededor, lamiéndome la cara, empujándome con el hocico, oliendo el cadáver de su compañero. Parecía decirme que hiciera algo para curarlo. Yo lloraba, no podía hacer más que eso.
Pedro empezó a golpear al policía que lo había matado. Mamá le gritaba:
-¡Basta, Pedro, basta!- con lágrimas que apenas se veían, pero su mentón temblaba mientras intentaba consolar a nuestra hermana.
Raúl no se movió. Observó cada uno de los hechos sin cambiar de sitio. Transpiraba, se frotaba la frente con el dorso del antebrazo, se lamía el sudor sobre el labio superior, los cortos pelos que formaban su incipiente bigote.
Se llevaron a nuestro padre esa noche a la comisaría de Coronda. Vino el comisario, que se dignó mirar el lío de cosas tiradas, de sopa volcada, la sangre en el piso, el cadáver del perro que yo me negué a enterrar hasta la mañana siguiente. Tuvo que escuchar el llanto de Clarisa, que no cedería hasta al amanecer, y los insultos de Pedro, los cuales tuvo que aguantarse sólo porque era un chico de once años, antes de explicar a mamá de qué se acusaba a mi padre.
-Llegó una orden de arresto esta tarde, doña. Lo van a juzgar por incendio de propiedad ajena. Hay dos denuncias en Córdoba, hace rato que lo andan buscando…
Luego saludó con gentileza a mamá, pero ella se limitó a su silencio habitual. Después, dio la mano a Raúl, que debió parecerle mayor a su edad por su comportamiento tranquilo y su respetuoso acatamiento a la autoridad. Yo lo miraba y sentí vergüenza de mi hermano. Pero uno se equivoca al interpretar las actitudes y las miradas. Qué lejos estamos de conocer a la gente que más cerca está de nosotros.
Yo tenía entonces nueve años. Poco y nada sabía aún de las amargas semillas que cultiva el corazón de un hombre.
7
El llanto de Clarisa era el mismo, pero un poco menos chillón. Esta vez parecía más doloroso, porque la vez anterior era más parecido a un ataque de histeria, esa imposibilidad de parar de llorar que sienten los niños cuando ven algo que los asusta. De nada vale explicarles o intentar calmarlos, ellos seguirán hasta que se cansen y caigan dormidos.
Ahora, sin embargo, cuando Pedro apareció de vuelta en casa después del mediodía, cargándola en brazos, casi dormida y abrazada a su cuello, creí ver a la hermanita pequeña que había visto llorar en los brazos de mi madre.
Igual que aquella vez, se consoló en brazos de la vieja, que la acurrucó a pesar de que tenía ya quine años y estaban planeando casarla. Pedro la llevó después a la cama y la vieja se quedó a cuidarla.
-Calentá un poco de leche -le dijo a Raúl.
Él obedeció y esperó junto al fuego. Luego le preguntó a Pedro:
-¿Qué hizo?
Pedro estaba sentado, limpiándose las uñas con una astilla del reborde de la mesa.
-Llorar y gritar, qué otra cosa iba a hacer…
-La escuchamos…-dije.
-Se puso loca al principio. Me costó alcanzarla, pero como no sabía dónde lo habíamos enterrado, se paró un momento y la agarré. Soltáme, hijo de puta, me decía-. Pedro bajó la voz, mirando de reojo hacia el rincón donde estaba la cama de Clarisa.- Los tres son unos hijos de puta, gritaba, tratando de soltarse. Si te quedás quieta te llevo a ver la tumba, le dije. Qué tumba, pozo de perros le hicieron, me contestó. Pero se quedó quieta y la llevé. Se tiró sobre el montoncito de tierra y se puso a llorar gritando y aullando. Después la tiré de los brazos para arrancarla, pero estaba como pegada con la cara y todo el cuerpo contra la tierra. Papito, decía-. Pedro imitó con desprecio la voz de nuestra hermana.- Me dieron ganas de pegarle ahí mismo, de azotarla hasta que no tuviera fuerza para levantarse. Quedáte con el viejo ahora, le habría dicho.
Pedro se había puesto nervioso y vi que se había lastimado el dedo con la astilla.
-Por qué tanto drama con el viejo, si al fin de cuentas lo conoció menos que nosotros.
-Lo conoció quine años -dije.
-Pero sabía engatusarla -dijo Raúl.
Lo miramos y supimos que era verdad. El encanto del viejo era indiscutible cuando se trataba de mujeres. Sino cómo habría hecho para que la vieja no lo abandonara. No era un mujeriego, sino que tenía un encanto de difícil clasificación, era más bien como si provocara una mezcla de lástima y amor al mismo tiempo, y lo curioso es que ambos sentimientos sobrevivían sin matarse uno al otro, como es costumbre. La lástima suele ser más insistente, menos fuerte pero sí más persuasiva para hacer su trabajo de humillación. La pena es contradictoria, bella y fea a la vez, alegre y desesperada. Es un regalo finamente envuelto que esconde una caja vacía.
Pero Don Pedro Espinoza, con toda su obstinación tan semejante a la maldad, con todo su fracaso a cuestas que disfrazaba de insobornables principios e ideales humanos, supo acreditarse el amor incondicional de todos nosotros.
Sus tres hijos varones lo veneramos a lo largo de la vida de cada uno. Lo seguimos y soportamos la lluvia, el fuego y la fuga de cada pueblo que dejábamos tras una cortina de humo que escondía nuestra angustia y nuestra vergüenza. Éramos como un cuerpo cuya cabeza a veces se perdía en delirios que nunca se apartaban del todo de la realidad, como si sus ojos viesen en el desierto las futuras construcciones, los futuros edificios o cultivos. Allí estaban, él los veía, como un nuevo Moisés arrastrando a su pueblo hacia un lugar que sólo él podía ver, y del cual tampoco debía estar muy seguro.
El olor de la leche hervida inundó la casa. Se escuchó el reclamo de mamá y Raúl se puso a verter la leche en una taza. La llevó a nuestra hermana y volvió para limpiar lo quo se había volcado sobre el horno a leña. Era un viejo horno de metal que el Padre Macabeo nos había conseguido luego de preguntar por las estancias de los alrededores. Una familia de Le coeur antique, el pueblo vecino, estaba regalando cosas viejas y él nos avisó. Fuimos el viejo y yo a buscarlo. El pueblo era raro, no había árboles en los alrededores, y la casa grande de una familia de apellido francés estaba cerrada, de vacaciones en Europa, nos dijo el cura. Nosotros desconfiábamos que alguna de aquellas cosas abandonadas en el patio de la casona sirviera de algo, pero el cura se había preocupado por nosotros y no podíamos negarnos.
Al final, le dimos buen uso. El viejo y Raúl lo repararon. Tenía las tapas del horno sin bisagras, óxido por todas partes y le faltaba una pata. Pero consiguieron prestado un soldador y se pusieron a arreglarlo. Cuando estuvo listo, mamá se paró delante del horno, secándose las manos en el delantal y con una sonrisa de satisfacción que yo veía por primera vez en mi vida. Papá abrió la puerta del horno y metió la leña, luego encendió el fuego y en media hora la casita era un hervidero.
-Gracias, Padre -le había dicho mamá al cura, como si él hubiese inventado aquel artefacto, como si no supiera que aquel empecinamiento del cura con nosotros tenía otras intenciones que no conocíamos con certeza, pero sobre todo que no entendíamos o no queríamos comprender.
Y como dicen que cuando se piensa en alguien se lo está llamando, golpearon a la puerta.
Era el padre Macabeo, con su sotana desteñida, sus cuarenta años a cuestas, fornido y de hombros anchos, pelo rubio tirando a pelirrojo y con canas en las raíces, una corona calva que trataba de cubrirse dejándose crecer el poco pelo que le quedaba un más de lo común para su oficio. Tenía ojos celestes, agrisados, usaba anteojos redondos solamente para leer en misa.
-¿Pero qué es lo que me han contado?-dijo al entrar, mirándonos a cada uno más con sorpresa que enojo. Sin esperar contestación, fue directamente a donde estaban mamá y Clarisa.
-Padre…
Mamá se levantó y lo abrazó. Parecía llorar sobre el pecho del cura, pero yo no podía creer que lo estuviera haciendo. Un segundo después la vi levantar la mirada, límpida y fría, pero ella siguió agradeciéndole la visita con toda condescendencia.
Estuvo allí un rato y después nos miró. Movió las manos como si fuese a retar a chicos de diez años.
-¿Pero cómo se los ocurrió eso? Enterrar a su padre en la tierra, como a los perros. ¿Qué clase de hijos son? O será cierto lo que el doctor Ruiz me ha contado esta mañana…
-¿Y qué le contó? -dijo Pedro.
Debí imaginar que él sería el primero en enfrentarlo. Desde que lo habíamos conocido en Coronda, le tenía resentimiento. El padre Macabeo era entonces el párroco de la iglesia, después nos fuimos y pasamos por varios pueblos, hasta que caímos en Los perros, y encontramos al cura otra vez, asignado aquí por la curia. Decían las malas lenguas que lo habían echado de Santa Fe un tiempo después de irnos, aunque oficialmente había cambiado de parroquia por designación del clero. La verdad era que se había venido a menos, si la jerarquía de los curas se mide por la cantidad de feligreses y el tamaño de su templo. Yo supongo que es así, porque los asuntos humanos, aunque estén vestidos con telas celestiales, tienden siempre a dejarse tentar por la fascinación de los números. Hay sabios que aseguran que Dios tiene un nombre cuyo número de letras es una cifra tan exacta y definitiva, que no puede conocerse, porque conocerla sería nombrar la propia muerte, y con ella la muerte del mundo. Quizá sea así, porque la incapacidad que tenía el padre Macabeo para enrolar en sus filas nuevos feligreses era sólo comparable a su capacidad de hacer sentir culpable a cualquiera con sólo mirarlo.
Tenía una feligresía muy limitada, pero fiel y constante, sin embargo no dejaba de recorrer cada pueblo vecino o de visitar a alguna familia nueva para sumar adeptos. Era una entrometido para algunos, casi un santo para quienes lo vieron pasar noches enteras curando gangrenas, o un filisteo para otros, que no iban a su iglesia porque no les gustaba su insistencia de citar el Antiguo Testamento.
Mamá se había apegado también a esa costumbre. Veía en el viejo libro una constancia de la que carecían los evangelios. Jesús era un revolucionario, era un chico en el cuerpo de un hombre. Un hombre en el camino de un dios. No podía haber lógica y cordura, sólo contradicción. Y según mi padre, la Eucaristía era una cena demasiado liviana para esa pesada acidez que le provocaba al regresar a casa.
-Me contaron que ustedes lo mataron.
Pedro sonrió.
-¿Espera confesión, Padre?
-¡Pedro! -gritó mamá.
-No importa, Doña Clotilde. Sus hijos son grandes, han crecido mucho desde que nos conocimos en Coronda. Son hombres, y tienen derecho a pensar. Su padre, en cambio, no merecía este trato. El entierro en lugar santo es un derecho de Cristo. Su padre lo sabía y lo honraba.
Pedro se le acercó a no más de diez centímetros. Eran de la misma altura, pero mi hermano, veinte años más joven, de pelo rizado y oscuro, delgado y de brazos fuertes. Lo vi levantar las manos y apretar el cuello de la sotana.
-Usted le metió en la cabeza al viejo eso del fuego y la zarza…-de pronto no supo cómo seguir, temblaba.
-Pero Don Pedro ya venía quemando los campos desde antes…
-Para dar fuerza a la tierra, ¿no es cierto, vieja?
Mamá tiraba a Pedro de la ropa para que soltara al cura.
-Ayuden -nos dijo a Raúl y a mí, pero no lo hicimos.
-¡Contestáme, vieja!
-¡Sí!
-Pero después de que usted le hablara de Abraham y la zarza de fuego, del sacrifico del hijo, ya no paró. Quemaba y se iba. Usted lo volvió loco.
Pedro soltó al cura y comenzó a empujarlo hacia la puerta. El padre Macabeo nos miró a cada uno. Ninguno, ni siquiera la vieja, intentó ayudarlo. Lo mirábamos a su vez sin llorar, sin piedad, así como nos había enseñado no tenían piedad los viejos patriarcas. Ojo por ojo, diente por diente. Si un miembro del cuerpo te hace doler, córtalo. Obedece la ley de Jehová: sacrifica a tus hijos si él te lo pide.
El padre Macabeo se paró en la entrada, bajo la luz radiante de la tarde. Era una figura oscura y sin detalles interiores, sólo contornos parecidos a la piedra volcánica. Se arregló la sotana y se fue caminando, seguido por los perros que lo olían y ladraban, jugando a tirar de los bordes de la sotana. Hasta que ellos también lo dejaron en paz.
8
Cuando se llevaron a papá era de noche. La vieja quiso ir, pero no la dejaron.
-Mañana lo van a visitar, doña, si el juez permite visitas. Buenas noches-dijo uno de los policías.
Fue mejor así, pienso. Clarisa no paraba de llorar y nosotros no habríamos sabido consolarla. Yo no me moví de al lado del cadáver de mi perro, y aunque tenía la cara bañada en lágrimas, pude ver cómo los policías levantaban a papá con las manos esposadas a la espalda y desaparecían en la noche. Pedro corrió tras ellos pero manteniendo la distancia hasta un poco más allá del umbral de la puerta. Raúl se había sentado y tenía la cabeza escondida entre los brazos cruzados apoyados en la mesa, y los puños cerrados, tensos.
-Dios mío -murmuraba mamá, caminando de una pared a otra, intercalando mimos y palabras que intentaban consolar a Clarisa
-Sabía que iba a pasar esto un día, lo sabía, lo sabía…
Era la primera vez que la veía tan nerviosa, y nunca antes la había escuchado hablar tanto.
Pedro volvió y ella se desquitó con él.
-¡¿Querés que te lleven también?! -le gritaba, pegándole en la cabeza con la mano que le quedaba libre. Clarisa empezó a llorar más y ella volvió a dedicarse a nuestra hermana. Pedro estaba furioso, pero lloraba en silencio.
Después ya no me acuerdo de nada. Sólo que amanecí en la cama, abrazado a mis hermanos. En la mañana enterramos a mi perro, mientras la perra nos acompañaba. Mamá se quedó en casa, Clarisa tenía fiebre. Raúl cavó el pozo, yo envolví el cuerpo en una manta y lo dejé caer allí. La perra se asomó, olisqueó y se sentó a mirarnos. Pedro devolvió la tierra al pozo y yo puse una piedra donde grabé el nombre de mi perro. Pancho, se llamaba.
Esa tarde, igual que lo haría casi diez años después, el padre Macabeo, más joven, con casi todo su pelo todavía, con la misma sotana pero más nueva, apareció en nuestra casa, atravesando el umbral con la puerta rota. Miró lo que habían hecho los policías con una expresión de leve superioridad.
-Yo le avisé a Don Pedro, no son maneras de vivir las que estaba llevando…-dijo, aún antes de saludarnos.
-Pase, Padre.
Mamá le acercó una silla. Puso un almohadón, le sacudió el polvo y lo invitó a sentarse. Todavía había manchas de sangre en el piso y de sopa en la mesa. El cura miró al suelo.
-No lo hirieron, Padre, la sangre es del Pancho. Lo mataron por defender al patrón…
El cura me miró, porque sabía que el perro era mío más que de la familia. Me sacudió el pelo mientras yo lo miraba, parado junto a la mesa. Me sonrió, supongo que por amabilidad, pero yo en ese momento me pregunté de qué se sonreía.
Mi padre estaba preso, mi perro muerto. Mi madre desesperada, aunque lo ocultara, Pedro enojado y Raúl encerrado en sí mismo como si estuviera en un bastión a kilómetros de distancia. Mi hermana estaba en cama, entre fiebre y sollozos. Y casi no teníamos para comer. El trigo estaba listo para ser cosechado, pero no nos bastábamos para hacer la cosecha nosotros solos. Si el tiempo empeoraba, perderíamos todo.
-Vengo del pueblo, Doña Clotilde. Vi a su marido. Manda decir a los chicos que empiecen a cosechar, que no pierdan tiempo. A usted le dice que no vaya a verlo, pronto saldrá. Le dieron un abogado de oficio, y con suerte cumple tres meses solamente.
Mamá abrazó al cura y lo besó.
-Déje, nomás, Doña Clotilde, me va a hacer poner colorado.
-Vieron, chicos, el Padre Macabeo siempre nos trae buenas noticias -se secó las lágrimas y se puso a calentar agua caliente para unos mates.
Entonces el padre Macabeo empezó a venir dos veces por día. Los fines de semana él se quedaba toda la tarde después de misa. Raúl y Pedro se pasaban horas en el campo, cosechando. Algunos vecinos venían a ayudar, pero era un trabajo lento. Ellos volvían cansados, se bañaban y se dormían casi sin comer. A las cuatro de la mañana estaban otra vez en pie. Yo fui a ayudarles, por más que mamá no quería. Los tres salíamos antes del amanecer, y al mediodía volvíamos para comer algo. Entonces nos encontrábamos con el cura sentado a la mesa, nos lavábamos las manos y luego nos sentábamos para hacer la bendición del alimento.
El padre Macabeo nos miraba, mientras él levantaba delicadamente el tenedor, cortaba con suavidad la carne o bebía con lentitud. Cada vez que elevaba el vaso, yo lo veía levantar el cáliz con la ostia, entonces me daba vergüenza estar comiendo en una mesa tan sagrada que el mismísimo cura había bendecido. Pero mi visión de ese entonces no era compartida por mis hermanos, y más adelante yo también cambié de opinión.
Después del primer mes, el cura se ofreció a darnos lecciones de catecismo. Habíamos vendido la cosecha a un precio mucho más bajo del que esperábamos. Era una cosecha débil, y habíamos logrado recoger apenas la mitad antes de que el resto se echara a perder por una plaga que empezó a comerse el cultivo desde un mes antes. Papá no nos había dicho nada, y recién nos dimos cuenta que había mantenido a Raúl, el único que lo ayudaba hasta entonces, lejos de esa zona. Cuando poco después de que lo arrestaran, entramos al campo, vimos a los insectos proliferar sobre las espigas del trigo, consumiéndolas con un líquido pegajoso que las hacía pudrirse en pocos días.
Cuando vendimos, el padre Macabeo nos acompañó hasta el pueblo, en la forrajería donde habitualmente se reunían los compradores y los dueños de los campos o sus arrendatarios. Si no hubiese sido por el cura, que aún sin decir nada cohibía en cierto extraño modo a los duros comerciantes, que trataban por cualquier medio de comprar al menor precio. Los compradores tenían su lista mental de cuáles eran las mejores tierras y cuáles los campesinos más diestros o más sagaces. Mi padre tenía mala fama, y la tierra que trabajaba era aún peor que su reputación. Por eso, cuando se corrió la voz de que sus hijos estábamos solos con lo que quedaba de la cosecha, y que el mayor no tenía más que quince años, murmuraron frases de satisfacción entre sonrisas burlonas. No teníamos mucho de lo que ellos pudieran aprovecharse, nada muy valioso para esforzarse por obtener el precio más ventajoso. Simplemente actuaron como benefactores, como si nos arrojasen una limosna por lástima. Monedas.
Pero si el cura no hubiese estado allí, no siquiera eso habríamos obtenido.
Tal vez por eso, o quizá lo planeara de antes, o simplemente fuese su buena voluntad, quién sabe, que entonces se creyó con el derecho de adiestrarnos. Nos tomó a su cargo como alumnos, ya que no teníamos nada más que hacer hasta el próximo cultivo, y eso todavía estaba por verse, porque el asunto de papá no parecía ir por buen camino.
Una tarde, el padre Macabeo nos reunió fuera de la casa. Mi madre cocinaba y Clarisa la ayudaba en las tareas más simples, limpiar papas, barrer el piso. Mis hermanos y yo nos sentamos en la tierra libre de pasto junto a eucalipto. El cura se sentó en una de las raíces sobresalientes, se secó la transpiración de la frente con la manga y se acomodó la falda de la sotana entre las piernas abiertas.
-Sé que no son muy creyentes, muchachos, pero voy a enseñarles algunas cosas para que vean qué beneficios trae confiar en Dios.
Abrió la Biblia que siempre llevaba en un bolsillo. Nos miró un momento con el libro abierto, lo pensó mejor y comenzó a hablarnos.
-Su padre, muchachos, es un hombre bueno con ustedes, pero es también un hombre equivocado. Los quiere, estoy seguro, pero los está llevando por caminos errados. Miren dónde ha ido a parar, y no sabemos por cuánto tiempo.
Nosotros lo mirábamos en silencio, sin mover un músculo de la cara. Raúl estaba en cuclillas, como apenas dispuesto a escuchar por un rato porque tenía cosas que hacer. Pedro arrodillado, la espalda erguida y los brazos cruzados. Yo acostado de panza contra el suelo, los codos en la tierra y la cabeza apoyada en las palmas de mis manos. Hacía calor, así que los tres estábamos desnudos del cuerpo para arriba, refrescados por la brisa que corría entre las ramas del eucalipto y nos envolvía con su aroma.
-Su madre está cansada, muchachos. Es joven todavía como para estar manteniendo a cuatro hijos sin ayuda del padre.
-Pero papá no está muerto…-dijo Pedro.
El cura lo miró, tal vez sorprendido de aquella interrupción.
-Ya sé, hijo, pero deberían considerarlo…
Nos miró a cada uno por un instante, esperando ver algo más que la fría recepción que recibieron sus palabras.
-…ausente por un largo tiempo. Por el bien de su madre, se los digo, y por el de ustedes. Deberían alejarse de su padre ahora que tienen oportunidad. Me van a mandar en unos meses a una parroquia cerca de Esperanza. Tengo conocidos. Le ofrecí a su madre conseguirles un terrenito para sembrar, y a medida que crezcan, ustedes se harán cargo.
Un ladrido nos llegó desde la casa. Clarisa estaba riendo, jugando con la perra. El padre Macabeo sonrió mientras la observaba.
-Su hermanita necesita un mejor guía que su padre -dijo, y cuando se dio vuelta otra vez hacia nosotros, se encontró con Raúl, que sin hacer un solo ruido se había levantado y acercado al cura. Parado frente a él, lo miraba con rencor. Era como ver a nuestro padre, la misma forma de cara de mandíbulas fuertes y delicadas al mismo tiempo, la nariz recta, los ojos marrones, las cejas pronunciadas, la frente ancha y el pelo negro ondulado apenas peinado hacia la izquierda. Era también de la misma altura, y como dije antes, la forma del cuerpo era exactamente igual a la que debía tener nuestro padre cuando era adolescente, y que todavía se mantenía casi indemne a pesar de los años. Papá tenía en ese entonces cuarenta y tres años, aunque cierto debilitamiento y el escaso pelo encanecido lo hacían parecer mayor. Yo lo imaginaba en una celda, sentado en el piso de tierra, la espalda contra la pared, las piernas dobladas contra el pecho y el mentón sobre las rodillas. Pensando, tal vez adivinando lo que sucedía esa misma tarde en las tierras de las que lo habían sacado. Viendo, quizá, con esos ojos cuyo color marrón era una mezcla de los tonos cambiantes del tiempo, una mezcla de tierras que el viento arrastra de lugar en lugar, la escena que nosotros estábamos viviendo en ese momento.
-Vamos a esperar a papá -dijo Raúl.
El padre Macabeo asintió, con una sonrisa que me pareció construida como una casita de naipes. Por eso pronto se borró cuando dijo:
-Querido Raúl. Vos fuiste su primer hijo. Para nosotros, y aún para la gente de la ciudad, el primer hijo es más que un orgullo, no te lo puedo explicar mejor. ¿Nunca te preguntaste por qué no te bautizó con su nombre? ¿Por qué le puso Pedro a su segundo hijo?
Raúl retrocedió y miró a Pedro, luego volvió la vista al cura.
-¿Y usted qué sabe?
-Los curas somos confidentes, hijo. Soy confesor de tu madre.
Yo dudaba que fuera cierto, y si lo era, no creía que mamá llegara a contarle muchas cosas de nuestra familia. No lo pensé de esa forma en ese momento, pero era como una certeza sin explicación racional todavía.
-Entre marido y mujer se dicen cosas. Los hombres hablan con sus mujeres a la noche. Dicen cosas como si hablaran con sus madres o sus curas confesores. Cuando tu mamá le dijo que vos vendrías en nueve meses, él dijo estar contento. Pasado ese tiempo, siguió diciendo estar contento. Pero siempre tuvo esa mirada de sorpresa y de miedo cuando te miraba. Como si se estuviese viendo a sí mismo. Ése era su mayor miedo, creo. Un orgullo que no se permitía sentir.
Pedro se levantó, como dispuesto a enfrentarse al cura. No se atrevió a decirle nada, pero en su mirada reconocí el nacimiento de su ira.
-Se acuerdan de la historia que le les conté de Abraham y su hijo. El viejo profeta habría sin duda sacrificado a su hijo. Dios se lo había pedido, y él confiaba en Dios por sobre todas las cosas. Es un asunto de fe incuestionable, pero también está la cuestión de la naturaleza humana. Somos semejantes a Dios, pero también semejantes al demonio. El orgullo no siempre es un pecado, a veces nos salva. Pero el miedo es el lazo más fuerte del mal, matamos a lo que tememos. Cuando crecías en la panza de tu madre, él sabía que estaba creciendo su miedo a no saber criarte, el temor de engendrar alguien tan terriblemente triste y destinado al fracaso como él. Se vio como en un espejo. Pero el miedo es como una víbora que se enrosca en un círculo hasta comerse a sí misma, se alimenta de su propio miedo. Uno termina por no matarse porque aprende a vivir con sus propios fracasos, son dulces a veces, son como palancas o cuerdas que nos mueven o evitan que nos caigamos. Ayuda, cuando no tenemos nada más que esas cuantas piedras rotas recogidas en la cosecha. Cuando naciste, allí estabas, el objeto terrible de su miedo, el espejo vibrante del futuro. Ponerte su propio nombre habría sido demasiado para su pobre corazón cobarde.
Pedro se le tiró encima. Apenas era un chico, así que el padre Macabeo lo sostuvo apretado contra su cuerpo como un cachorro enojado, hasta que se le pasara la ofuscación. Soportó las patadas y los golpes de puño que Pedro le daba, y que no hicieron más que hacer sonreír al cuerpo fuerte del cura.
Raúl lloraba.
Yo no sabía qué hacer, dudando de que lo que acababa de escuchar hubiese sido realidad o un sueño. Ahora que recuerdo aquel monólogo, no estoy seguro si fue pronunciado de esa manera o yo he agregado mis palabras de adulto al sermón apocalíptico y tenebroso a que el padre Macabeo nos tenía acostumbrados.
9
En la noche del día en que enterramos a nuestro padre, llegó la señora Valverde. Entró cuando estábamos cenando. Mis hermanos y yo habíamos empezado a hablar de qué hacer con el cultivo de girasoles. No teníamos ninguna experiencia con ese tipo de cultivos, así que debíamos consultar primero en el pueblo. Pero entonces llegó la señora Valverde, gorda, mejillas rosadas y lisas como una manzana. Tenía más de cincuenta años, pero disfrutaba de una agilidad envidiable. El pelo blanco y liso era largo, aunque lo mantenía recogido con más de diez hebillas, y los ojos verdes, color que también su hijo había heredado.
-Pero Clotilde…-dijo, uniendo las manos delante de los pechos anchos como todo su cuerpo. No era alta, así que su gordura se repartía como un globo inflado.- Por qué no me avisaste antes…
Ella vivía a cinco kilómetros. Su estancia pequeña conservaba cierto fulgor económico a pesar de llevarla adelante sin ayuda. Era viuda desde muy poco después de dar a luz a su único hijo. Gustavo Valverde era un tipo extraño, solitario y experimentaba con crías de animales. No mucho después tendría problemas con los gendarmes y se iría a La Plata con su novia. Creo que se hizo farmacéutico, según me dijeron más tarde. Pero en el tiempo que estoy contando todavía vivía con su madre.
-Sé lo que se siente, desde que perdí a mi hombre el único consuelo es mi hijo, y ya sabés los problemas que me trae…
Mamá la miraba por respeto, pero no parecía escucharla. La señora Valverde siguió hablando, continua e ininterrumpidamente por más de dos horas. Eran casi las once de la noche y estaba muy oscuro dentro de la casa. No teníamos electricidad, y como mamá no quiso que encendiéramos las lámparas de petróleo, sólo la luz de la luna alumbraba por la ventana la mesa junto a la que ella y su vecina seguían conversando. Mamá respondía con monosílabos, con la mirada perdida en la luz blanca que alumbraba las vetas de la madera. ¿Veía, tal vez, manchas de sopa? ¿Recordaría ella lo mismo que yo recordaba en el mismo momento? No me extrañaría que, de pronto, hiciera un ademán para apartar las moscas, igual que lo había hecho con aquellas que daban vueltas sobre la cara llorosa de Clarisa el día que arrestaron a papá. Pero esta noche no había moscas, y se dio vuelta para mirar a mi hermana, que dormía en su cama.
-¿Cómo está?
Mamá volvió a mirar a la señora Valverde.
-¿Cómo lo tomó, la pobrecita? Estaba muy encariñada con su padre.
-Ya la ve, amiga mía, estuvo llorando todo el día hasta que se durmió. No quiso comer nada.
-¿Y se sabe qué le paso? ¿Fue así nomás, de repente?
Mamá miró hacia la ventana. Raúl y Pedro conversaban afuera, yo estaba acostado pero despierto.
-El campo lo mató, me imagino-dijo mamá.
-Como a todos, querida, como a todos tarde o temprano.
Fue lo último que dijo la señora Valverde antes de irse. Pasó junto a mis hermanos y les dijo algo, el pésame, supongo. Pero estuvo distante, tal vez le habían contado lo que el doctor Ruiz sospechaba.
Escuché a mamá lavarse la cara en la palangana, luego su ropa deslizándose en la oscuridad a pocos metros de mí. Su cama estaba contra la pared opuesta a la ventana por la cual entraba la luz de la luna. La sombra de mis hermanos se movía gigante sobre el piso, hasta llegar a las sábanas. Mi madre se acostó, escuché el rechinar del colchón. Cuando el ruido se detuvo, oí el llanto contenido de mi vieja. No había llorado en todo el día, y creí que nunca iba a hacerlo. Y eso me parecía bien: por qué necesitaba llorar por un hombre que no hizo más que darle problemas que nunca tendrían solución más que desapareciendo bajo las cenizas que toda la familia dejaba atrás al mudarse de pueblo en pueblo. Problemas y fuego eran una fórmula más que eficaz para mi viejo, era una revelación de santidad que le había sido revelada quizá en algún sueño, o en alguna vigilia donde el insomnio tenía la virtud de hacer ver las auras y anticipar con profecías el devenir de los hechos y la fatalidad del tiempo. Más adelante diré cuándo y cómo me pareció ver que él leía aquellas oraciones místicas en los renglones del cielo de invierno sobre los campos recién cultivados.
Pero esta noche estuve pensando en la razón del llanto de mi madre. Por qué una mujer más fuerte que su hombre y que todos sus hijos varones, necesitaría lamentar la pérdida de aquel que no hizo más que opacar el brillo que ella habría podido revelar por sí misma. Una mujer es un misterio. Una cueva y un océano, amplia y honda como ellos. Si mi vieja había hecho caso a los sermones del padre Macabeo, y los transmitía a papá, no era, seguramente, con la intención de que él tergiversara las enseñanzas del Antiguo Testamento según su peculiar interpretación. Una interpretación que luego sabríamos de una consistencia tan rígida como la lógica de un muro de barro seco. Ella le hablaba en las noches de cada domingo sobre los versículos de la Biblia que habían sido elegidos en la misa del día. Yo los escuchaba desde mi cama, lo mismo que tantas veces escuché los gemidos contenidos de cuando hacían el amor. Pero cuando ella hablaba no lo hacía con placer, sino con un leve sesgo de triste ironía, como si dijese que Dios había hecho escribir un libro demasiado bello para ser creíble, tan lleno de fantásticos episodios que aquellos héroes no hacían más que amedrentar y oprimir la imaginación y el amor -que a veces son una misma única redentora sustancia- de los hombres contemporáneos. Cómo competir con ellos, decía a mi padre, que la escuchaba a su lado, sin decir nada, más que asintiendo con un gesto de los labios, pronto a dejarse dominar por la fuerza del sueño y el temblor de sus habituales ronquidos. Mi madre hablaba del cielo depositado en la tierra por las manos convertidas en frases y palabras de quienes escribieron la Biblia. Mi padre escuchaba desde el lecho humano de su cama, el único instrumento humano más parecido a una tumba.
Se quedaban hablando hasta las dos de la madrugada, a pesar de que a las cuatro él tendría que levantarse para trabajar el campo, y ella también, pero para preparar el desayuno, ordeñar a la vaca, alimentar a las gallinas y evitar ese pensamiento que la golpeaba como una piedra en la sien, esa idea constante e insobornable de que su hombre no era, a pesar de todo, un fracasado, un pobre tipo que no había hecho más que engendrar hijos fuertes y conservar para sí mismo una figura endeble pero singularmente bella para un hombre tan viril como él. El pensamiento que le decía que un hombre no es una escoria despedida de la suela de las botas de Dios, sino un instrumento, una joya que debe ser pulida para recordar la esencia en su centro. Sólo el fuego podía sembrar con humo la superficie, pero no el centro de una piedra preciosa. Porque las piedras brillantes son, lo mismo que las piedras de un campo infértil, productos de la tierra.
-Las zarzas, Pedro –le decía mamá antes de hacer un silencio que era como un bálsamo para mis oídos-. Las zarzas son la lengua de Dios.
10
En la mañana, llegó Lisandro para llevarse a Clarisa.
Ellos se conocieron un domingo diez meses antes, cuando pasamos por Le coeur antique por primera vez. Nosotros acabábamos de llegar a Los perros y nos enteramos que el padre Macabeo hacía visitas de cortesía en el pueblo vecino para atraer feligreses. Allí no había iglesia, tampoco esperaba convencerlos de recorrer casi treinta kilómetros cada domingo para ir a la iglesia de Los perros, pero continuaba insistiendo. Mamá quiso ir a visitarlo, ya que no lo veíamos desde que dejamos Coronda. Y entonces nos cruzamos en la plaza del pueblo con una familia que tenía una estancia cerca, los Gonçalvez. Era gente de dinero, nos dijeron. Los parientes de Buenos Aires eran socios de una empresa recolectora de residuos, y también de una funeraria. Pero la familia parecía sencilla y amable. Habían venido en una furgoneta nueva a pasar el día en el pueblo. La madre era una señora delgada y piel curtida por el sol, de modales finos, rasgos simples y distinguidos. El hombre era corpulento, de hombros anchos, bigotes y barba espesa, ojos verdes como el césped que cubría el cementerio del pueblo. El hijo se llamaba Lisandro, un chico de veinte años, alto y muy parecido a su padre, pelo corto pero muy rizado y oscuro.
Las miradas de Clarisa y él se cruzaron e inmediatamente cambiaron saludos, luego palabras, luego juegos aparentemente inocentes, empujones leves, excusas para breves roces que el tiempo fue prolongando y convirtiendo en una especie de amor que mis hermanos y yo no habíamos conocido. Luego hablaré de nuestras relaciones con las mujeres, ahora es tiempo de hablar de Clarisa y de la forma en que nos abandonó. Porque esta mañana fue la última que pasamos juntos, la última vez que la familia durmió bajo un mismo techo. Es curioso, ya la noche anterior mi padre no estaba, y sin embargo no lo pensé de esa manera. Quizá el viejo había desaparecido antes de que nosotros lo enterráramos. De algún modo, su muerte fue no una muerte, sino la desaparición de un cadáver que desde hacía un tiempo antes, y contra toda lógica, arrastraba a los vivos en lugar de dejarse arrastrar.
Los vivos somos los títeres de los muertos. Algunos ya están muertos por más que luzcan con vida todavía. Son como Cristo, me parece. Llevan una sombra al lado, como todos, pero ellos se han fijado en esa sombra desde que nacieron. Ella les habla y ellos escuchan. No entienden, pero escuchan como quien oye el sonido del viento que crece y avanza, trayendo el olor de la lluvia, las hojas arrancadas con crueldad de los árboles, y más tarde las manos huracanadas de un tornado nos levantan de la tierra como un símbolo incontestable, irreversible de nuestro final.
Pensándolo de tal modo, mis hermanos y yo no hemos hecho más que ser sepultureros. Levantar un cuerpo muerto y llevarlo a enterrar en un sitio apartado, lejos del ruido y cerca del perfume denso de las flores podridas. Sólo en ese olor somos capaces de hundirnos sin pelea ni rencor, es un océano de aguas espesas y calmas que nos recibe como las manos suaves de una madre o un padre que aún no sabe lo que vendrá: el miedo al futuro instalado en ese presente intacto y enorme como un universo encerrado en una piel casi transparente: el niño recién nacido, el hijo que ha empezado a morir, sin saberlo.
Nadie se lo dirá todavía, tal vez nunca se lo digan, porque de tales cosas no se habla.
Por eso la muerte no es comprendida por quienes tienen, como mi hermana, la mente clara y liviana como el agua de un arroyo que se junta en un claro de un bosque. Es tan limpia y superficial, tan etérea su visión de las cosas, que no habría sabido ver la sombra de nuestro viejo aunque el sol más grande se hubiese ubicado junto a él para demostrar que una sombra es más que un reflejo en negativo, es una compañera, una amante que nos abandona al acostarnos, sea en el sueño o en la muerte.
Clarisa vio entrar a Lisandro entrar mientras tomábamos mate sentados a la mesa. Mamá estaba parada frente a la cocina a leña, esperando que hirviera la leche. Pedro se acababa de lavar y estaba en calzoncillos largos. Raúl cebaba y yo tenía el mate en la mano derecha.
Mi hermana corrió a él y se abrazaron. Ella tenía su camisón viejo de algodón, limpio y largo. No le gustaba porque la hacía parecer vieja, pero la abrigaba en las noches de invierno. Ahora no parecía sufrir de frío ni tenía los temblores con que se había levantado un rato antes. Pronto tendría quien cuidara de ella sin miedo ni temores. Alguien que se acuestara a su lado y cubriera su cuerpo con su propio cuerpo. No debió ser fácil para Clarisa crecer y hacerse mujer con tres hermanos varones. En los últimos tiempos la habíamos notado cada vez más distante, más desconfiada, como si cada uno de nosotros fuese un violador. No sé de dónde sacaba esas ideas, no sé cómo pudo haber imaginado tales cosas, a menos que el padre Macabeo le hubiese hablado alguna vez. ¿Le habría dicho que tuviese cuidado, que no nos provocara, que todo hombre es un animal que no sabe cómo controlar la salida del semen que fabrica sin darse cuenta, como un animal prehistórico, como un asesino compulsivo?
Tal vez sea cierto si lo dijo el cura, algo sabrá de todo eso. Yo recién sabría que tenía razón un tiempo después. Cuando la familia ya no era una familia, cuando Pedro mató a su propio hermano y yo fui responsable de la muerte de mi hijo. Pero me estoy adelantando demasiado.
Esta mañana Lisandro llegó con su camioneta Ford, estacionada entre una nube de polvo levantada al estacionar frente a la entrada. Debió llegar a ochenta kilómetros por hora, apenas se enteró de lo que había pasado. No iba a esperar que Clarisa se hiciera mayor. Todos lo leímos en su cara. Mamá lo sabía aún antes de que mi hermana se levantara de la mesa para abrazarlo.
-Me la llevo, Doña Clotilde -dijo él. Consideró mantener un cierto respeto sólo por la vieja, aunque por su cara no parecía ni siquiera dispuesto a concedérselo. En cuanto a nosotros, evitó mirarnos hasta el momento en que se hizo necesario.
Pedro arrancó a Clarisa de sus brazos y la empujó contra una silla. Lisandro se le tiró encima y empezaron a pelear. Raúl intentó separarlos, pero sólo logró sacarlos de la casa. Mamá también intentaba separar a Pedro. Clarisa salió detrás y todos estábamos afuera ahora.
-¡Es menor de edad, hijo de puta! -decía Pedro.
-¡Una mierda son ustedes! ¡Asesinos! ¡No la voy a dejar acá para que la maten también!
Mamá dejó de forcejear y agarró a Clarisa.
-Hija, por favor.
Ellos pararon y escucharon lo que mi hermana intentaba decir entre lágrimas.
-¡Lo mataron! ¿Entendés, mamá? Y vos los ocultás.
Mamá le dio una bofetada en la mejilla. Clarisa la miró con ojos grandes, asustada, luego corrió hacia Lisandro. Empujó a Pedro, diciendo:
-Corréte, hijo de puta…-y se protegió entre los brazos de su novio. -Me voy, mamá. Les tengo miedo. ¡Mataron a papito!
Raúl agarró a Clarisa de un brazo, y me sorprendió. Siempre tan tranquilo, era poco habitual en él aquel arranque de ira contenida. Clarisa lo miró y creo que entendió lo que él quiso decirle en silencio. Papá ya está muerto, le decía con los ojos, ha llegado a su campo de girasoles. Vos lo ayudaste a sembrarlos más que nosotros, aunque no hicieras más que traerle el almuerzo y acompañarlo, lo ayudaste a conservar la fuerza de su furia, la ira de su fracaso y el rencor nacido de sus miedos en el punto justo: el nacimiento de las flores que miran al sol. Porque el sol es fuego y quemará las flores que miran a su verdugo cada día de su vida. Evitaste que terminara matándonos, por lo menos a mí, su primogénito. Sólo yo estaba destinado al sacrificio.
Abraham y su hijo.
Dios y Jesucristo.
Los espantapájaros crucificados en el campo.
Lisandro se sacó la campera y abrigó a Clarisa. Ella escondía la cara en el pecho de su novio, abrazándolo de la cintura como si él fuese a dejarla de un momento a otro. Pero nada más lejos que esto, él estaba dispuesto a llevársela consigo para siempre, y de algún modo todos sabíamos que no volveríamos a ver a Clarisa nunca más.
La subió a la camioneta y dijo:
-Hoy mando un peón por sus cosas. ¡No se les ocurra venir a buscarla o mando a la policía, carajo!
Y después de gritar esta advertencia, la camioneta arrancó entre nubes de polvo, ocultando la figura esmirriada, quejosa y pequeña de nuestra hermana apenas entrevista tras la ventanilla.
Mamá ya no pudo más y se largó a llorar. Lo curioso es que me agarró de los hombros y se me colgó del cuello. Yo sentía su temblor y el olor acre de sus lágrimas. Yo era su bebé ahora, pensé en ese momento. Y justo me crucé con la mirada de Raúl. Sentí su rencor más claramente que veía el sol de la mañana. Desde hacía varios años Raúl se volvía transparente a medida que dejaba de expresarse con palabras. Claro que había que haber convivido con él un tiempo para conocer sus expresiones, los más leves gestos de su cara, la posición de sus manos, las palabras no dichas en medio de largos párrafos de irreprochable y serena lógica.
Por qué a vos, decía esa mirada. Por qué no me abraza a mí, que soy el mayor. Soy el hombre de la casa ahora, mamá. ¿Por qué? Era lo mismo que creí haber escuchado la vez que papá me regaló la escopeta hace dos años. Le habían dado esa escopeta usada a cambio de unos pesos que le debían por un trabajo. Se apareció una noche con la escopeta al hombro, seguido de los perros y con la cara repleta de esa sonrisa que guardaba para las buenas cosechas, y por eso tan infrecuente.
-Miren, muchachos…-nos dijo, y los tres nos acercamos a ver y palpar el arma. Era vieja y tenía manchas de óxido.
Raúl la agarró en sus manos, la observó con gestos de experto, lo cual no era y se notaba en su exagerada jactancia. Pedro se la quitó y la apoyó en su hombro, apuntando donde estaba Raúl. Entonces papá se la arrebató y sorprendió a los dos, diciendo:
-Tomá, Nicanor, ahora que sos un hombre, te la merecés.
Me quedé duro del asombro, Pedro protestó y se largó a caminar con los perros. Pero quien me preocupó fue Raúl, porque miró fijo a papá, y creí por un momento que se pondría a lagrimear. Los ojos le brillaban, sus labios se abrieron un poco para decir algo y luego se arrepintió. Metió las manos en los bolsillos y se sentó. Yo tomé el arma y le dije a mi hermano:
-Mirá, Raúl, está buena, ¿no? ¿Me ayudás a limpiarla? ¿Vamos a practicar mañana?
Él me miró y supe para siempre que ya no era solamente mi hermano mayor. Era un hombre que miraba a otro hombre con infinito rencor. Me acordé, de pronto, del padre Macabeo y de aquella tarde bajo el eucalipto. El nombre del padre le había sido negado, lo mismo que el regalo más importante para un hombre. Él trabajaba con el viejo desde los diez años, él cargaba y descargaba la camioneta, cuando disponíamos de una, en cada mudanza. Él había encendido las antorchas que luego pasaban a las manos de papá, porque debía ser el viejo quien comenzara el fuego, no otro. Ni su hijo, aunque se tratase del primero.
El primogénito era la bendición y la maldición. El futuro y el pasado irrecuperable. El éxito y el fracaso aunados, caminando juntos, anulándose mutuamente. Tocarlo significaba amarlo y perderlo. Hablarle era como anudar un alambre que sólo podría cortarse para separarlos. Si debía sacrificarlo, era mejor evitar los regalos, que después de todo son símbolos de las palabras que no pueden ser dichas de uno a otro hombre. Símbolos de símbolos que expresan precariamente lo que tal vez se está sintiendo por el otro.
Y si uno ve en ese otro a sí mismo, si uno se odia, sabiendo que más tarde deberá sacrificar-expulsar-arrancar las profundas raíces de la ira y los amargos olores de la frustración enterrada en el propio corazón, lo mejor es ignorar. Detener la mirada en el límite exacto de la zona del amor-odio, la zona de conflicto donde quien se descuida, pierde siempre una parte de sí mismo.
Porque un hijo, si además es el primero, es también un miembro de nuestro propio cuerpo. Un fragmento cortado que extrañaremos con dolorosa desesperación por el resto de nuestras vidas. Un pedazo de ira tomando forma propia, creciendo y asemejándose demasiado a su origen.
Y eso es demasiado intolerable, sobre todo si lo que se aborrece de uno mismo es más de lo que se ama.
11
Durante todo el día nos quedamos en casa con mamá, esperando con paciencia que nos pidiera llevarla a donde estaba enterrado el viejo. Pero después de que se fue Clarisa, se dejó caer en la cama. Una hora más tarde, se levantó, se lavó la cara y se cambió la ropa de dormir por el vestido que usaba para ir a misa. No era domingo, sin embargo, así que sospechamos que saldría al pueblo.
Nosotros estábamos sentados alrededor de la mesa, compartiendo miradas y sospechas. No sabíamos qué haríamos si ella salía camino al pueblo. No queríamos pensarlo siquiera. Pero mamá se puso a preparar el almuerzo. Llenó una olla con agua y la puso a hervir. Luego puso el arroz y esperó a que estuviera listo. Ella iba y venía de la cocina a la mesa, trayendo platos y pan, pero sin mirarnos y en completo silencio. Después sirvió los platos brusca y rápidamente con el cucharón, como si fuese la cocinera de una prisión y estuviese sirviendo a reos con desgano y malhumor.
-Si querés ver al viejo…-empezó a decir Raúl.
Ella no lo dejó terminar, le dio una bofetada.
-Justo vos…tan parecido…
No sé por qué utilizó esas palabras, si fueron espontáneas o planeadas, si quisieron expresar otra cosa que la simple fachada de furia que denotaban. No se sentó con nosotros, volvió a la cocina y se quedó parada comiendo un pedazo de pan. Creí que esperaba que termináramos de comer, pero enseguida pasó junto a nosotros y salió. Antes de darnos cuenta, nos había pasado una mano por el pelo. No fue un golpe, aunque intentara serlo, sino una caricia brusca, quizá más sincera que una hecha con suavidad. Fue como una ráfaga que atravesara la casa por un instante, despeinándonos y provocando un escalofrío seguido de una tibia sensación de abandono. Algo así como si hubiesen sido los años que pasaban, arrastrados en el aire por puños cerrados sobre las mechas canosas que el tiempo suele peinar.
Pedro se levantó y siguió a mamá con la vista, parado en la puerta. Ella no había tomado el camino del pueblo, sino el del campo, pero igual sospechábamos.
-¿Y si va a hablar con el comisario? -dijo él.
-No va a hacerlo -dije, y ambos me miraron como si yo fuese otro, el mismo pero más crecido. En lugar de convertirme en el menor de la familia ahora que Clarisa ya no estaba, me había hecho mayor. Yo habría querido decirles que eso es lo que sucede cuando uno envuelve el cuerpo de su propio padre en una bolsa de arpillera, lo carga en la parte posterior de una camioneta y luego lo lleva en hombros. Eso pasa cuando uno cava y maltrata la tierra para que deje paso libre a quien mucho tiempo antes la misma tierra expulsó con desprecio. Uno crece, o más bien se transforma en algo que no queremos ver en los espejos, cuando dejamos a los muertos arreglarse por sí mismos, acostumbrándose al silencio que adivinamos eterno, y mientras pensamos, con la pala al hombro y de espaldas a la tierra siempre inquieta del pasado, que la vida es un hueso que roemos como perros acostumbrados al hambre, un hueso seco y blanco, que resulta ser una parte de nuestro propio esqueleto.
Uno, finalmente, debe crecer para ser padre de su padre, porque quien mata, aunque sea con el pensamiento, adquiere una dimensión semejante a la de quien engendra.
En la tarde fuimos al pueblo. No era tiempo de venta de cosecha. Aún no había terminado el invierno. Los girasoles habían sobrevivido por casualidad, por así decirlo, y si papá no los recogió antes fue por esa obsesión que en los últimos meses lo dominaba más que nunca. Intentamos por un tiempo convencerlo para que se aconsejara con expertos. Que viera cómo podía vender lo mejor posible a los fabricantes de aceite. Pero él no quiso, y Raúl y Pedro se resintieron con él al punto de enfrentarlo varias veces en casa y en el campo. Había gastado lo poco que teníamos en ese cultivo. Antes de llegar a Los perros pudimos vender en Bragado una buena cosecha de papas. Teníamos dinero y no hubo necesidad de quemar nada, ni para ocultar los cultivos fracasados ni para renovar la tierra en la que nos habíamos asentado. Siempre fueron terrenos abandonados, tal vez confiscados y olvidados por gobiernos cambiantes, más preocupados por los avatares políticos que por mantener cuidadas tierras viejas, agotadas y sin valor. Pasaban de mano en mano como si fuesen juguetes, cuando eran los hombres los que se desplazaban sobre ellas. Es curioso cómo la perspectiva se modifica y ningún punto de vista llega a ser más real que otro. La tierra nos ve como hormigas, nosotros la vemos como una sirvienta que puede ser violada en muchas oportunidades. Cuando logramos preñarla, da hijos sanos unas cuantas veces, luego los hijos son enfermos, deformes y asesinos.
La tierra y papá tenían una relación compleja. Él regresaba y ella lo recibía, él la mataba y ella regresaba. La tierra lo amaba pero le daba hijos feos y malos. Él insistió, sin embargo, en cultivar las flores que miran al sol. Le ofreció flores a su extensa amante siempre rendida a sus pies. Por eso no quiso privarla de flores aquel invierno.
En el pueblo, dejamos la camioneta frente a la forrajería. Había un par de vecinos saboreando sus pipas en la puerta. Nos saludaron en silencio, sin dejar de mirarnos como bichos raros.
-Buenas tardes -dijo Raúl a Don Jacinto, el dueño.
-Buenas-contestó el otro.
Raúl apoyó las manos en el mostrador, Don Jacinto miraba esas manos de vez en cuando, dando vistazos por encima del hombro de mi hermano para ver qué estábamos haciendo Pedro y yo.
-Sabe, Don Jacinto, que mi viejo cultivó girasoles. No tenía experiencia, y nosotros tampoco. Vamos a recogerlos pero necesitamos saber a qué precio vender.
Había dos hombres y una mujer que conocíamos de vista. Estaban escuchando con más atención que la acostumbrada en pueblos como ese. Era evidente que el doctor Ruiz había hablado con casi todos, y el rumor se había esparcido con una fertilidad mayor que la que cualquier hombre habría podido desear para sus cultivos.
-No sé decirles, muchachos. Yo que ustedes me llevaría a la vieja, recogería mis cosas y me largaría.
Pasó un trapo al mostrador, como si las manos de Raúl lo hubiesen ensuciado. Se dio vuelta para seguir con sus cosas, clasificar repuestos, preparar encargos. Por un momento creí que Raúl iba a agarrarlo de la ropa para golpearlo, pero me di cuenta que la pesadumbre era mayor que la bronca. Supe leer en los ojos de mi hermano que hay una herencia que a veces llega junto con el aspecto físico, otras no, pero en su caso él parecía formar parte de un círculo. Estaba dando la vuelta después de los 180 grados. Regresaba al punto de origen y allá lejos, en el mismo punto de su nacimiento, lo esperaba el viejo Don Pedro Espinoza, con otro nombre, pero no era necesario un nombre para constituir una esencia.
Raúl veía el fuego, entonces, al final del camino. Como diez o veinte años antes, un hombre y su familia se marchaban dejando un campo arrasado por llamas que intentaban borrar los rastros de un fracaso que daba todo los signos de estar predeterminado desde siglos antes. Pensar esto y ver entrar al padre Macabeo al negocio fue casi un mismo hecho. Saludó a todos y puso una mano sobre mi hombro.
-Buenas Nicanor, ¿cómo está tu vieja?
-Más o menos -contesté. Él sonrió y me palmeó la espalda.
-Siempre me caíste bien, Nicanor.
Pedro lo miró con bronca pero no se atrevió a hacer nada. Raúl salió del almacén. Los demás salimos y el cura nos acompañó. Raúl subió a la camioneta y arrancó a toda velocidad. Pedro lo corrió unos metros, después se metió las manos en los bolsillos, mirándonos al cura y a mí, después se fue caminando al bar.
-Me gustaría hablar con vos, Nicanor. Me parecés más razonable que tus hermanos.
Me sacudí su mano de la espalda, como si me hubiese agraviado.
-Está bien, no quiero ofenderlos. Sé que los querés mucho. Pero hay que ser razonables y no actuar como delincuentes. Le están haciendo mucho daño a tu vieja, ¿te das cuenta?
No esperó que yo contestara, me agarró con suavidad de un codo y me hizo acompañarlo hasta la iglesia. Era una capilla más que una iglesia, en realidad. Tenía un arco oval, una escalinata de diez escalones, un campanario en la única torre central, no más alta que un álamo carolina. Siempre había olor a humedad en el interior, ni siquiera el incienso que la vieja beata encargada de la limpieza lograba vencerlo. La cruz del altar estaba sobre una pared invadida de moho, y las imágenes de los santos y las estaciones del calvario estaban incompletas, rotas y sucias. Durante un tiempo, nos contaron, habían estado robando las únicas cosas valiosas de la iglesia, los cálices de plata, la estatua de mármol de la virgen. Cuando ya no quedaba más que la madera de los bancos y el altar de cemento, el cura anterior al padre Macabeo había optado por reemplazar aquellos objetos por otros baratos, de cerámica o barro, incluso había mandado traer de Buenos Aires una serie completa del calvario hecha en plástico y acrílico.
Cuando entramos, vi esos cuadros colgando de las paredes laterales, de colores chillones pero ya deslucidos, desgastado el plástico por las manos devotas de los feligreses. Caminamos entre ellos hasta la pequeña puerta que se habría detrás del altar. Era de marco oval, de madera gruesa, con una única cerradura antigua y dos cerrojos agregados recientemente. Quizá el padre Macabeo los había hecho poner. Era la única cosa bella en esa iglesia, la puerta antigua, que a pesar de su deslucido brillo y su rústica prestancia, parecía una reliquia rescatada del tiempo. Sus goznes resonaron al abrirla, y me pareció escuchar entonces el coro de las misas de antaño, en los antiguos mediodía de domingo, cuando el pueblo no era siguiera eso, sino una acumulación incongruente de gente de campo reunida por un rito común y cristiano, alegre más que triste. Creí escuchar también los gritos y el juego de los chicos afuera, penetrando al abrirse las puertas después de la ceremonia, junto al sol que despeja las sombras fúnebres del rito y las ahuyenta hacia donde pertenecen, su encierro en el cáliz y entre las sombras de los ojos de Cristo en la cruz.
Vi la luz del sol inundar el pasillo central entre los bancos, y caminé con la imaginación hacia fuera, ansioso de jugar con los demás en esa tarde inmemorial de domingo, que duran tanto como la vida, hasta que el sol va cayendo y el frío anuncia el fin de las cosas con una congoja que crece en el pecho de cada chico y cada perro. Los árboles participan de esa muerte con su sombra enorme y su frío bajo las ramas.
Y veo, al fin de la tarde, los caranchos sobrevolando los campos, cubriéndolos poco a poco con la sombra de sus alas. Como sembrando frío y muerte, noche y silencio, sobre la tierra.
El padre Macabeo me invitó a sentarme. Era una habitación estrecha aquella donde él vivía. Toda una pared estaba cubierta de estantes con libros, sobre otra había arrimada una mesa y dos sillas. Junto a ella había una puerta que imaginé conducía al baño. Otra puerta, sólo un poco más lejos, debía llevar a otra habitación más chica donde él dormía.
-¿Querés una vaso de limonada? Acaba de hacérmela Doña Gervasia.
-No, Padre.
-Ayer no me dejaron hablar, así que escucháme con atención. No quiero darte un sermón, nos conocemos hace muchos años.
Esperé la pregunta inevitable, intenté leer en sus labios lo único que me interesaba escuchar: la pregunta. Todo lo que empezó a decir creí no haberlo escuchado, aunque resultó lo contrario, como me di cuenta poco después de salir de la iglesia.
-Vos sabés que tu padre y yo nos hicimos amigos. A lo mejor vos no te acordás, eras muy chico. Él no frecuentaba mucho la iglesia, pero tu madre sí, y ella sirvió de puente entre nosotros. A veces yo iba a visitarlo al campo, mientras ustedes estaban en casa o tus hermanos trabajaban. Ellos nos vieron conversar, sentados entre los surcos, viendo crecer los cultivos. Preguntáles si no me creés. Pero hay cosas que no puedo contarte de él porque nadie lo conocía a fondo, ni siquiera tu madre, y ella sólo lo hizo por intuición, me imagino.
-Pero mi viejo no creía…
-¿Y eso qué tiene que ver? ¿Para ser amigo de un cura es imprescindible creer en Dios? Para algunos puede ser, para tu viejo no era así.
Acercó su silla hasta donde yo estaba e inclinó el cuerpo, como si fuese a decirme una confidencia al oído.
-Era mi amigo, es verdad, pero después de que lo arrestaron se enojó conmigo, no sé por qué. Yo quise encaminarlos a ustedes. Veía a Don Pedro en la cárcel por mucho tiempo y a ustedes en la miseria, eso me ponía furioso. Tu madre no se lo merecía. Te voy a contar una cosa que ni tus hermanos saben, y creo que Clotilde tampoco. Antes de que Raúl naciera tu abuela todavía vivía. En ese entonces tenían una chacrita en las afueras de Venado Tuerto. Tu padre era hijo único, y como a tu abuelo lo mataron una noche en medio del campo cuando él tenía ocho años, tuvo que convertirse en el hombre de la casa. La vieja era muy gorda y apenas podía moverse, pero se arregló para mantener la chacra con lo que ganaba como adivina. Después tus padres se conocieron y Clotilde quedó embarazada de Raúl. Lo que quería contarte es esto: cuando faltaban dos meses para que él naciera, tu padre pasó toda una noche fuera de casa. Llovía, me dijo, los caminos estaban intransitables y el campo inundado. La madre estaba enferma, y la visitaba casi todos los días. Esa noche decidió quedarse en la vieja chacra de sus padres. Entonces la madre le leyó el futuro. Nunca lo había hecho con su familia, cuestión de superstición, supongo. Pero la vieja estaba por morirse, tenía fiebre, y a lo mejor tenía miedo de no sobrevivir a esa noche. Tu padre se había sentado al lado de la cama, mirando a su madre, enorme, rebalsando de los bordes como una bolsa de papas.
“Alcanzáme el hueso”, le dijo a tu padre. Él fue a buscarlo en el cajón donde lo guardaba. Era un hueso de muerto, un hueso del talón. Es el que ella usaba para adivinar el futuro, según decía. Cuando él se lo entregó, ella se lo puso en la boca y cerró los ojos. Tu padre estaba acostumbrado a eso, así que no se asombró. Para él ése era el trabajo de su madre, y no se había puesto a pensar si creía o no. Pero cuando ella escupió el hueso sobre la cama, tenía los ojos abiertos como platos y una expresión de miedo que nunca le había visto, salvo, quizá, la noche que los gendarmes trajeron el cuerpo del viejo. El hueso rebotó de la cama y cayó al piso, junto a los pies de tu padre.
“Qué pasa, vieja”, preguntó. Ella lo miró, y con esa brusca animosidad de los gordos le apretó la cara entre las manos, haciéndole mimos torpes, y se puso a llorar. Tu padre le preguntó varias veces qué había visto, pero ella se negó a contestarle.
Cuando amaneció, él ya se había olvidado casi del asunto, y cuando se acercó a la cama de la vieja, ya estaba muerta. Le cerró los párpados y la cubrió con las sábanas. Al correr la silla donde estaba sentado golpeó el hueso de muerto. En ese momento sintió que algo le pasaba a su mujer. La vio parada, con el vientre pesado junto a la ventana, mirándolo en silencio, como de muy lejos, como en realidad estaba. Dijo él que la vio estirar un brazo y pedirle ayuda. Algo le pasaba al chico por nacer. Faltaban dos meses pero sentía que su mujer iba a dar a luz. Entonces salió de la casa de su madre, se subió a un caballo y cabalgó por lodazales, atravesó terrenos inundados y llegó a su casa. Clotilde estaba levantada, tomando mate.
“No te esperaba, tan temprano con esta lluvia. ¿Cómo está tu mamá?”, le preguntó. Tu padre se quedó aturdido, movió la cabeza con asentimiento y se sentó.
“Estuve pensando toda la noche un nombre para el bebé”, le dijo ella, “ojalá salga como vos”. Entonces supo lo que su madre había visto. Se acordó de la cara de la vieja al escupir el hueso, y ya no tuvo valor para esperar un futuro mejor que el pasado.
No hay nada sobrenatural en eso, me parece, le habría dicho yo al padre Macabeo cuando terminó. La vida es un círculo. Padres e hijos no hacen más que dar vueltas unos sobre otros, mirándose y odiándose hasta el punto exacto donde todo recomienza, donde el amor se renueva sin saber en qué está destinado a transformarse.
El padre Macabeo me dejó ir al renunciar a saber lo que deseaba. Esa pregunta que yo había esperado con miedo, pero a veces el miedo, como le pasó a mi padre, es un oráculo, una grieta que rompe la superficie de lo cotidiano y ventila, además de revelar, los tristes y húmedos recovecos del entramado celestial. Entonces se me ocurrió pensar que el corazón de Dios debe ser como ese hueso de mi abuela. Pero no se lo dije al cura, me dio la impresión que, de haberlo escuchado, se habría puesto a llorar. Yo no quería eso, todavía.
Con mis hermanos, más tarde haríamos otros planes para él.
13
Regresé caminando a casa, pensando en lo que me había dicho el cura. Pensé en mi madre, tan esperanzada cuando conoció a mi padre, tan orgullosa seguramente. No lograba entender del todo aquel miedo que el padre Macabeo adjudicaba al viejo. Cómo un hombre, me pregunté, a mis dieciocho años de edad, podía tener miedo a tener hijos. Entonces me rectifiqué, como un estúpido había comprendido mal. El miedo que sentía era hacia su hijo, fuese cual fuese, tuviese el aspecto que tuviese. Pero él quizá presentía, o sabía con esas certezas que nuestra mente lúcida no se atreverá jamás a reconocer abiertamente a la luz del día, que su primer hijo, como el primogénito de cualquier hombre, no sería solamente una casualidad, una convergencia de factores tomados al azar por las inclasificables leyes del tiempo y la herencia, sino la prolongación más exacta de sí mismo. Todo hombre es un ensayo de Dios, y como Dios mismo, el hombre ensaya al engendrar. Hay errores, hasta que se aprende a no volver a cometerlos. El primer hijo es el espejo de uno mismo, luego iremos perfeccionando los productos. Nunca habrá un último producto totalmente perfecto, pero nos iremos acercando. Era posible, me preguntaba, que papá considerase a Clarisa, su última hija, como el producto más perfecto, por ser la última. Si es por el cariño que le demostraba, así debía ser.
Me puse a caminar más despacio aquella tarde en que el sol de invierno daba una piadosa calidez al aire frío. Apenas hacía un día que habíamos enterrado a papá. Arrastré las suelas de las botas por la tierra al caminar, retrasándome deliberadamente, deteniéndome en el pensamiento de Raúl. Mi hermano mayor, el más exacto reflejo de mi padre. Y me di cuenta de que así debía ser siempre. Un hermano menor siempre será el menor. La figura del primogénito, por más que éste sea amable y no autoritario con sus hermanos, siempre es poderosa. No hay cosa que no debamos consultarle, no hay hecho del que no tengamos la más mínima sospecha de que podrá no gustarle. Habrá cosas que debemos esconderle por miedo a su desaprobación. Porque a veces más que el padre, del cual es representante y a cuya autoridad él también está sometido, debe ser rígido, no sólo por temor a verse retado por incumplimiento de su deber, sino porque la inexperiencia y la juventud producen una inseguridad traducida en insobornables actitudes donde no existe el perdón ni la piedad. Sólo el padre, como Dios, puede permitirse a condescender con ciertas debilidades de sus súbditos, porque él es otorgador de la misericordia.
Raúl era cada vez más parecido a nuestro viejo. Por más que él no lo deseara, estaba siguiendo su camino. Él debía ya no presentirlo, sino saberlo. La imposibilidad casi concreta de sacar provecho por la plantación de girasoles había provocado su silenciosa furia de aquella tarde. Si no era el destino, me dije yo, sería el doctor Ruiz quien nos impediría vender. Hay hombres que son instrumentos, que han nacido para ser apoderados y abogados sin poder, sólo máquinas que llevan a otros a determinados lugares y allí los abandonan. Son máquinas que procesan el alma y el cuerpo de sus víctimas, y los depositan en páramos yermos, donde el humo es la única cortina que separa el castigo del sol y los insectos son diminutos instrumentos de tortura. Lugares donde no hay espejos, donde no está dios-padre para venir a rescatarnos. Como un trago de agua ácida en el desierto, descubrimos que nuestros padres fueron esos instrumentos, esas máquinas, que una vez, hace mucho tiempo, se fueron alejando con sus pies de bronce, sus pies de oruga como tanques de guerra, su destartalada estructura donde el sentimiento crece y muere como las estaciones a lo largo del año.
Vi la camioneta vieja al llegar a casa, tan semejante a la imagen que recién había tenido. Por eso Raúl se había adjudicado casi su exclusivo uso, acorde con mis ideas, encajando perfectamente en el diagrama del rompecabezas que se estaba armando en mi mente.
Mamá estaba en la huerta, cuidando de su pequeña plantación de hortalizas.
-¿A dónde fuiste, vieja?- le pregunté.
-Ya sabés, Nicanor. Me costó encontrarlo, pero al final lo hice. Está rodeado de flores, hijo, es lindo eso. ¿Quién tuvo la idea?
Yo tendría que haberle dicho que no era esa la idea, que ninguno había pensado en las flores precisamente como una ofrenda, pero no importaba. Mi vieja, como suelen hacerlo las mujeres, casi siempre, son capaces de pasar del austero juicio al extremo perdón en poco tiempo. Ven flores donde antes había escarcha.
-De Raúl -le contesté.
Me miró como si no le extrañase, pero al mismo tiempo sorprendida. ¿Redescubría, tal vez, a su hijo mayor? ¿Estaría viéndolo como veía a su esposo?
Me acordé entonces de un día en que mis hermanos y yo estábamos jugando fuera del rancho donde vivimos dos años después de dejar Coronda. Era un pueblo sin nombre, o por lo menos no lo recuerdo, estuvimos apenas dos meses, y las semillas de zapallos que papá sembró fueron abandonadas ya muertas. Una plaga de moscas fue el resultado del verano más caluroso que vivimos por esos tiempos, moscas que se asentaban en los campos y no dejaban trabajar, parecían morder la piel y dejaban ronchas grandes que a veces supuraban. Clarisa se enfermó por esa causa, llegó a tener fiebre y mamá estaba preocupada. No había medio de conseguir un médico. El viejo abandonó el campo, olvidó el riego de las condenadas calabazas y marchó en busca de un doctor en un pueblo más grande, a casi cincuenta kilómetros. No teníamos más vehículo que un viejo alazán blanco con manchas té con leche. Tenía sus años y no era muy rápido. Papá tardó dos dias en ir y volver, regresó en la camioneta del doctor, ya sin el alazán. Lo había hecho sacrificar por el veterinario allá en el pueblo. Pedro lo miró cuando lo dijo, pero antes de ponerse a reclamarle, porque quería mucho al caballo, escuchó los gritos de Clarisa y se fue corriendo a ocultar su pena en los descubiertos desamparos del campo, rodeado de las moscas insoportables de aquel verano. El médico revisó a mi hermana y drenó los abscesos. Nos regaló unas muestras de antibióticos y le indicó a mamá que debía curarle las heridas una vez al día.
Y mientras Clarisa se curaba, papá preparó las cosas para nuestra partida. Había averiguado adónde ir, así que ya estaba todo listo. No quedaba más que esperar que mi hermana estuviera bien para viajar. Fue el domingo antes de irnos, cuando mis hermanos y yo estábamos en el campo, a un kilómetro del rancho, espantándonos las moscas, con el torso desnudo y oscurecido por el sol ardiente de aquel mes, jugando con tres perros que nos habían seguido en nuestra última mudanza. Papá apareció desde el camino del pueblito, que no consistía más que en un almacén, y nos tiró unos huesos. Era frecuente que jugáramos con cualquier cosa, y el juego de la taba, aunque ya en desuso para nuestra época, aún podía encontrarse en aquellos lugares.
-Me los dieron en el almacén -dijo, mientras los perros se abalanzaban sobre los huesos.
-¿Sabés jugar, pa?-pregunté.
-No, ya no me acuerdo.
Tal vez, pensara, como yo lo hice muchos años después al recordar ese día, en el hueso que su madre utilizaba para adivinar el futuro.
Raúl, que ya tenía casi dieciséis años, miró los huesos que los perros intentaban mordisquear.
-Pero, viejo, ¿la taba no se juega con vértebras?
-Casi siempre, pero cualquiera sirve.
Les robé los huesos a los perros y me puse a observarlos. Eran huesos largos cortados al través. Eran huesos de tibias.
Entonces los cuatro, sin pensarlo, nos sentamos en la tierra, en círculo, dejando a los perros afuera. Tiramos los huesos al centro y nos pusimos a jugar. Nadie sabía, pero de algún modo inventamos un juego que los cuatro podíamos comprender con facilidad. Mi viejo nos contemplaba fascinado, pero ya invadido por esa tristeza del fracaso que nos haría irnos en pocos días. Yo adivinaba el fuego en sus ojos, y las moscas, sobrevolando los campos abandonados, lo confirmaban. Éramos cuatro hombres jugando como niños, manipulando entre sus manos el producto residual de la muerte de algún otro.
-Me dijeron que son los huesos de una vieja.
Lo miramos sin comprender.
-Los traje por eso. Son los huesos de una vieja que murió sola en su rancho hace como cinco años. Tenía más de noventa, y como no tenía familia la encontraron varios meses después.
Nosotros seguimos jugando. Fue la última vez que papá y Raúl se miraron con aprecio, tocándose el cuerpo en juegos rudos, palmeándose el pecho y la cara sin sonrisas. Tal vez, sólo quizá, porque yo también lo sentí, el polvo, aunque seco, de aquellos huesos, fueron capaces de hermanarnos, a padre e hijos. La cal ósea tiene afinidad con la sequedad de la piel ardida del verano. Las vísceras se secan y se pudren, y las uñas y el pelo siguen creciendo por un tiempo después de la muerte. Pero los huesos persisten. Son eternos como dioses, más que ellos probablemente. Los huesos llevan huellas, son atemporales porque son iguales en el pasado y en el futuro. ¿Papá lo sabía? Yo creo que no. La casualidad es una máscara más de la causalidad. El recuerdo es una simbiosis de deseos y rechazos. Lo que papá necesitaba recordar, como todos necesitamos recordar el dolor algunas veces, era la identificación con sus hijos, y con el primero en particular.
Después nos fuimos al rancho, donde mamá y Clarisa nos esperaban. Papá y Raúl regresaron en silencio, uno al lado del otro, pensando a lo mejor en los huesos que quedaron en el campo, abandonados incluso por los sarnosos perros que nos acompañaban.
14
A la noche nos fuimos los tres al prostíbulo del pueblo. Dejamos la camioneta al costado de la casita, de techo a dos aguas, revoque roto y una puerta de metal robada de alguna parte y que no tenía nada que ver con el origen de la casa. Era de dos plantas, y había pertenecido alguna vez a una familia de clase media. Pero ya hacía quince años que allí funcionaba el prostíbulo, según decían. Un par de veces, coincidiendo con elecciones, había sufrido allanamientos y arrestaron a las putas y a los clientes. En una de esas ocasiones derribaron la puerta original y debieron reemplazarla, quizá fue el encargado que hacía los arreglos para las mujeres quien robó la puerta de alguna fábrica abandonada. Pero habitualmente volvían a abrir dos días después, cuando el transitorio furor de honestidad y decoro se veía olvidado o consumido por otra satisfacción no menos instintiva e intensa que la del éxito político.
Los clientes eran gente de la zona, y sólo unos pocos viajeros ocasionales pasaban por allí. Algún camionero, algún borracho de paso. Por eso, los clientes eran casi fijos, y cada uno tenía su mujer predilecta. Ahora que lo pienso, era casi como tener una esposa, porque cada cual se acostaba con la misma durante meses y años, si la mujer duraba tanto en el lugar. Por supuesto, las chicas cambiaban, algunas eran echadas por la matrona, a veces entraban nuevas, y éstas eran probadas por cada uno de los clientes fijos. La matrona sabía que la novedad daba dinero rápido pero que también era efímera. La nueva, entonces, entraba a formar parte del plantel fijo y permanente, dejando su lugar a otra que vendría no mucho tiempo después. En quince años, debían haber pasado muchas, quién sabe cómo se verían ahora las primeras. En eso pensaba yo a veces, en la cama con la puta que había elegido cuando fui por primera vez. Probé con otras, pero ninguna me satisfizo como ésta.
Se llamaba Nicolasa. Nombre curioso, me dije la primera vez. Me sonaba extraño, mayor para la edad que ella representaba.
-Cómo serán las putas viejas -pregunté, mirando al techo despintado y oscuro, a donde la luz opaca de la mesita de luz no podía llegar. Estaba desnudo y cubierto por la sábana que olía a semen y humedad. Ella estaba de rodillas en la cama, desnuda y peinándose después de haber hecho el amor.
-Fijáte en Doña Úrsula y te vas a dar cuenta.
Úrsula era la matrona. Nicolasa dejó el peine y agarró una toalla. La metió en una palangana con agua que no debía estar muy limpia y se pasó la toalla húmeda por el sexo. Se limpiaba, probablemente, la costra de semen seco en los muslos, el mío o el de otro tipo. Porque debo explicar que si bien cada uno de los clientes habituales tenía su favorita, a veces varios tenían la misma favorita. Y eso no me molestaba, era una sensación extra que incitaba al sexo. Poseer lo que otro había poseído, penetrar lo que otro había penetrado, sentir que otro antes y después disfrutaría de lo mismo hermanaba a los hombres de una manera fuera de toda lógica. En los momentos donde el hombre olvida todo, absolutamente, excepto el instante en que su cuerpo es un cuerpo, cuando el dolor es un placer más, la mente y el alma se van, se suspenden en un limbo oculto en la oscuridad de esos techos de prostíbulos viejos, mirando cómo el cuerpo se hunde y se mueve en las aguas gaseosas de una cama llena de fantasmas, de hombres y mujeres que dejaron sus restos, porque las secreciones son cosas muertas, fragmentos que parecen haberse adelantado en nuestro camino hacia la muerte.
En otras habitaciones debían estar Raúl y Pedro. Pedro era el único que tenía novia. Se llamaba Dominga, la había conocido en Coronda. Ella estaba con su familia, mientras él esperaba juntar dinero para casarse y asentarse. Pasaría mucho tiempo, es verdad, pero parecía realmente enamorado. A veces pasaban semanas sin hablarse, porque Pedro casi no sabía escribir, así que tenía que ir a algún pueblo con teléfono para llamarla. Eso no quitaba, sin embargo, que necesitara desquitarse con alguna puta de vez en cuando. Y las que mis hermanos habían elegido eran…no sé cómo describirlas…ahora me doy cuenta que casi no las recuerdo.
Doña Úrsula insistía con la higiene, pero era raro que los hombres le hicieran caso. Venían muchos borrachos, pero con su puñado de billetes, y ella debía cumplir. Durante esos quince años, hubo enfermedades, me contaron, hubo chicas que se fueron porque ya no podían trabajar. Hubo un escándalo tres años antes. Un camionero llegó un sábado a la noche, se metió en un cuarto con una de la chicas, y diez minutos después se escuchó un grito. Fue un grito de hombre. Lo vieron salir desnudo rascándose la entrepierna.
-¡La puta se está pudriendo! -dijo mientras los demás hombres que esperaban en la sala lo veían salir.
Pero la matrona no rió. Entró al cuarto y sacó arrastrando a la puta. La escondió en un baño trasero y estuvieron media hora adentro. Dicen que la lavó de arriba abajo, pero el olor podía sentirse saliendo del baño y del cuarto de donde la habían sacado. Se estaba muriendo, seguramente.
Salí de la habitación y entré a la sala. Raúl bebía vino de una botella, con una de las chicas sentado en su falda. Otros hombres bailaban sin música con varias chicas. Doña Úrsula miraba desde atrás del mostrador que estaba cerca de la puerta de entrada. Un velador de luz mortecina iluminaba su cara vieja y seca. Su mano iba y venía del cajoncito donde guardaba el dinero. Era la caja chica, decía ella.
-¿Dónde guarda sus millones? -le pregunté un día, cuando ya era uno de los clientes regulares. Ella me miró desconfiada, como si me estuviese tomando en serio.
-Eso a vos no te importa -me dijo.
Las chicas me sonrieron, serían ellas más inteligentes que la vieja, tal vez. Pero uno se equivoca a la edad que yo tenía entonces. Las cosas son más complicadas que echarse un polvo dentro de una mujer sin otro olor que el aliento acre de sus dientes amarillos.
Eran las doce de la noche, temprano todavía. No sabía que íbamos a hacer mañana. El campo de girasoles esperaba, y nosotros no sabíamos o no queríamos saber lo que se avecinaba.
-Tiempo de duelo -dijo Raúl, como si hubiese leído mi pensamiento en la expresión de mi cara-. Después de tanto trabajar para el viejo, unos días de descanso no nos viene mal.
Sé que era ironía, pero no podía contraponerla con una lógica que en ese lugar y en ese momento parecían tan ridículas como decir un sermón al estilo del padre Macabeo.
Entre la nube de humo de cigarrillos y la penumbra que la lámpara del techo no se esmeraba en disipar, vi al doctor Dergan, el veterinario. Intentaba seguir un ritmo imaginario, guiando a una de las chicas, que se dejaba llevar, casi arrastrando los pies, abandonada al cuerpo alto y delgado del doctor. Era un hombre peculiar, poco se sabía de él. Había llegado una noche, nos contaron, después de caminar dos días desde la estación del pueblo más cercano, con un perro siguiendo sus pasos y una valija de cuero fino. Llevaba sombrero gringo, un pañuelo al cuello y un cigarrillo largo y delgado. El aroma del cigarrillo, ahora como entonces, era tan intenso y agradable que nadie se quejaba de verlo fumar todo el día, incluso cuando atendía a los animales. Por donde él pasaba, quedaban colillas de cigarrillos y fósforos quemados. Eran cigarrillos europeos, porque él había nacido en Francia, pero nunca habló de eso. Por qué emigró, nadie lo sabía, y aunque el padre Macabeo intentó averiguarlo, se encontró con un silencio más cerrado que la extraña lengua francesa que el cura desconocía por completo. El doctor le tenía bronca por haber querido meterse con él, por hablar a sus espaldas. Un día se le encaró en la puerta de la iglesia y le dijo:
-A mí ningún cura me pisa los talones…
Dicen que el padre Macabeo al principio no entendió de qué le hablaba. El acento francés y esa poco sutil indirecta parecían haberlo confundido. Tampoco tuvo tiempo para reaccionar, el doctor le dio la espalda después de echarle una bocanada de humo en la cara, que esta vez, dijeron, olió rancia, como si la bronca se tradujese de esa forma más expresiva que las palabras.
-El curita sabrá mucho de latín, si sabe…, pero de discreción, no sabe nada.
Se alejó por la calle diciendo esto, mientras las viejas que salían de misa lo miraban asombradas. Murmuraron una evidente desaprobación y se acercaron al padre Macabeo. Él sonrió enseguida, reponiéndose de la sorpresa. Tal vez fuese verdad que no había entendido nada, pero de a poco iría entendiendo a lo largo de ese domingo. Entonces dejó en paz al doctor Dergan.
El veterinario estaba borracho esta noche. Casi se cayó de espaldas contra la mesa. La chica le rodeó la cintura y le dijo que se apoyara en ella. Tenía la mitad de la altura que él, pero sin duda su fuerza no le iba en saga. Lo ayudó a sentarse en el sillón donde yo me había sentado a mirarlos.
-Buenas, Nicanor.
-Buenas, doctor.
Dergan pasó su brazo sobre mis hombros y me ofreció un vaso de ginebra que acababa de traerle la chica. Le di las gracias, pero lo rechacé. A pesar del cigarrillo entre los labios, se le entendía perfectamente.
-¿A cuál te culeaste hoy? -preguntó, pasando la mirada por las chicas sentadas y las que iban y venían de las habitaciones.
-A la de siempre, la Nicolasa.
Dergan me sonrió y me codeó en las costillas con fuerza.
-Buena boca y buen culo, sos más vivo de lo que parecés, vos. Todos los Espinoza se guardan cosas. Mansitos…pero por dentro, viejo…
Yo debí poner cara seria, porque él me miró fijo y de repente se largó a reír.
-¡Es una chanza! -y me dio una palmada en la cara con fuerza pero con un cariño que pocas veces sentiría en mi vida.
-Buena la que le hicieron al joven doctor Ruiz -tomó un trago y dejó el vaso en el piso-. Ahora se debe estar peleando con el viejo, y pasado mañana se va a Buenos Aires.
No sé si esperaba algo de mí. No era tipo de estar escarbando en la vida de los otros. Tal vez sentía curiosidad por lo que se debía estar diciendo de nosotros en el pueblo, pero su interés nunca llegaba a tanto. Su vida parecía tener límites, muros de tablas ente las que veía y dejaba ver sólo algunas cosas, las suficientes para dejar libradas a la imaginación, creo. El misterio siempre es más interesante que la verdad. Eso no podrían entenderlo Doña Eva y las viejas chismosas, ni tampoco el padre Macabeo con toda su jactancia de sentimentalismo piadoso. Tanto ellas como el cura escupían sus propias miserias para ablandar la tierra que intentaban explorar. Pero el doctor Dergan actuaba como un buen científico debe hacerlo, como un paleontólogo que con guantes limpios y pinceles finos rebusca en el pasado sin romper las frágiles hebras muertas con que cada uno de nosotros intenta cubrir sus secretos.
Un rato después se me acercó y sentí su aliento sobre el lado derecho de mi cara. Por un momento me dije si me propondría lo que habíamos visto hacer a él y al joven doctor Ruiz.
-Ya sos grande, Nicanor. Te voy a mostrar algo que te va a interesar.
Miré alrededor en busca de mis hermanos. Raúl estaba dormido en una silla, roncando. Pedro debió haberse ido sin que lo viera, a veces se llevaba a una de las chicas al campo, o se iba con una botella a caminar solo, durante toda la noche.
-No te aflijás por ellos. Van a dormir la mona. Vení…
Nos levantamos. Se paró ante el mostrador de Doña Úrsula, le tiró unos billetes. Cuando fui a pagar lo mío, dijo:
-Yo invito, pibe…
Dejamos el cálido interior del prostíbulo y tomamos la calle. La iglesia estaba oscura, excepto por la ventana de la sacristía. No sabía que me conducía hacia allí, pero fue lo primero que vi al salir.
-Vamos a oír misa nocturna, al curita le gusta mucho más que las que da a las viejas en el día.
Puso un dedo sobre sus labios indicándome silencio. Miró alrededor como un ladrón, ni los perros estaban despiertos a esa hora de la madrugada. Nos acercamos hasta la iglesia y dimos la vuelta hacia la puerta trasera. Por allí entraba el padre Macabeo cuando la iglesia estaba cerrada. Había una ventana con postigos endebles. Líneas de luz amarilla y sucia caían sobre el piso bajo la ventana. El doctor Dergan movió el dedo índice llamándome para mirar. Nos asomamos por la rendija entre las tablas rotas del postigo. No había cortinas, así que vi claramente la cama del padre Macabeo, iluminada por una lámpara junto a la mesita de luz.
El cura no estaba solo. Primero debí acostumbrarme a reconocer en el cuerpo desnudo y de carnes flojas al hombre que siempre había visto de negro y de sotana. Mantenía un cuerpo esbelto pero con sobrepeso, cubierta la piel blanca por el vello espeso y rojizo, encanecido en el pecho. No escuché lo que decía, porque se dio vuelta boca abajo acariciando con todo su cuerpo a otro cuerpo que yacía tendido sobre la cama, bajo él, y cuyas piernas apenas alcanzaba yo a ver. Fue cuando se movió y se recostó de espaldas cuando vi a una mujer muy joven, de piel oscura y pelo largo y lacio. No era ninguna de la putas, de eso estaba seguro.
Dergan me miró y me indicó que nos alejáramos un poco para hablar.
-El curita no visita el putero, Nicanor. Él las consigue en el pueblo.
Yo debí seguir con la cara de asombro que el doctor me había visto antes.
-De qué te asombrás. ¿Pensabas que los curas se sacan las ganas con la mano solamente? - se rió, pero enseguida se tapó la boca. Sus hombros se movían como si no pudiera contener la risa.
-¿Querés seguir mirando? -me preguntó.
Negué con la cabeza.
-Entonces vamos.
Aunque estaba borracho, el alcohol debía estar disipándose en su sangre. Cuando nos separamos, lo miré entrar a su consultorio. Siempre había un par de perros que lo aguardaban en la puerta para que les diese de comer. Se levantaron y menearon la cola al verlo. Él entró, volvió a salir con un par de huesos con carne y se los tiró. Los animales corrieron y se tendieron a morder cada uno su pedazo con entusiasmo. La puerta se cerró y supe que el doctor Dergan dormiría el resto de la noche solo, y en la mañana lo despertaría únicamente el ladrido suave de los perros agradecidos.
Mientras me alejaba, me dije que algunos hombres siempre estarán solos, tienen la fuerza suficiente para buscar la soledad como otros desesperan por perderla.
15
De camino a casa, contemplé la luna sobre el sendero. Debían ser más de las tres de la mañana. No me dolía la cabeza como otras veces después de salir del prostíbulo, no me ardían los ojos ni me sentía sucio como otras veces. No hablo de moralmente sucio, sino de esa suciedad de cenizas, manos que han tocado cuerpos transpirados, la sensación de que uno se lleva como algo más que recuerdos, porque el olor de las secreciones humanas es tan concreto y tan eterno como una fotografía. Casi no había comido y no tenía hambre. Sólo pensaba en lo que había visto hacía un rato, y me di cuenta que ya lo sabía, aunque no lo hubiese visto con mis propios ojos. Lo había oído decir a mis hermanos, a los hombres del pueblo, mi propia imaginación había pronunciado mucho tiempo antes que un hombre no puede aguantarse la vida sin otra persona durmiendo a su lado en la cama. A veces una noche, a veces dos, pero la tercera es imposible de soportar.
¿Y eso estaba mal?, me pregunté. Por más que se tratara del cura del pueblo, ¿estaba mal?
Depende de quien se trate, me habría contestado Raúl. La chica que había visto esa noche en la cama del padre Macabeo, ¿era ya una mujer? En las sombras apenas pude verle la cara. Parecía mayor, pero quizá era una adolescente. A todos nos gustan las mujeres jóvenes, hay que reconocerlo. Y qué mejor que un hombre de Dios para pecar y perdonar al mismo tiempo. El gran placer de penetrar el cuerpo de una mujer implica un dolor y una reconvención, un secuestro y una recompensa. Quitar la vida a esa persona con solo llevarla a otro lugar por un instante, y luego regresar a esa misma cama, que lenta y subrepticiamente se va llenando de culpa y un cierto hastío que deberá ser confesado si no deseamos la locura. Confesión y castigo, luego expiación con un par de rezos matutinos frente al altar de la iglesia.
Cuando estaba a no más de cien metros de casa, vi un halo de luz blanca que se asomaba tras el campo de girasoles. Era el incipiente amanecer. Entonces me acordé del día que encontré a papá en el campo, luego de salir de prisión. Yo era tan chico que amaba a mi padre a pesar de todo lo que nos había hecho pasar, así que lo seguí por todas partes. Era de noche cuando lo seguí hasta el campo. Los cultivos se habían echado a perder, mamá estaba preparando las cosas para la partida del día siguiente. Ella había estado débil durante un tiempo, sé que estuvo en cama dos meses después de que arrestaran a papá. Luego se recuperó, pero estaba flaca y pálida, sin brillo en los ojos.
Mi viejo caminó con las manos a la espalda, sin saber que yo lo seguía no demasiado lejos. El rocío nocturno era fresco, los grillos chirriaban frenéticos. Él atravesaba los campos de cultivos muertos, mirando al piso. Casi parecía un general recorriendo el campo después de la batalla. Supe, como una certeza irrefutable, que esos cultivos, fuesen cuales fuesen, eran hijos para él. No los amaba como podría amar a hijos de carne y hueso, sino como fragmentos que uno crea con sus propias manos, con el esfuerzo del cuerpo y la inteligencia de la mente. Un hijo no necesita engendrarse más que con semen y un claro esfuerzo que dura no más de un instante. Después vendrá la tarea de criarlo, pero criar no es precisamente crear. Si algo nos emparienta con Dios es únicamente la capacidad de creación. Dios, como nosotros, no opta siempre por criar luego a quienes ha engendrado. El padre Macabeo lo sabe, supongo que por estar tan cerca de la casa de Dios, por lo menos de las dependencias que él, como hombre religioso, administra. Si una parte de tu cuerpo te hace doler, córtalo. Algo así dice el Antiguo Testamento. Un hombre no debe dejar fragmentos inútiles, no debe procrear partes inconexas, deformes o incapacitadas. No debe dejar pistas de su fracaso en el mundo. Por eso el fuego, la bendición del fuego para el alma de mi padre. Cada partida no era un fin, sino un comienzo, una génesis que él creía tener el privilegio de recomenzar. Esa noche haría fuego, yo lo sabía, y quería ver cómo empezaba. Me lo habían contado, pero nunca visto.
Papá caminó más de una hora. Decía algo entre dientes, pero yo no le entendí. Parecía cavilar, a veces hablaba con alguien más, tal vez con Dios. Me hizo pensar en Cristo luego de la última cena, en el campo de olivos, esperando el beso de Judas. Pero a veces el viento tiene la cualidad de simular acariciarnos, incluso de besarnos cuando sopla tan suave como el silbido de un hombre en la noche, depositando su chasquido, el trino y la percutida sonoridad de dos labios dejando el espacio necesario para que pase el infinito beso.
Llegamos hasta donde se suponía era el límite de nuestro campo. Había un tractor viejo, que debía ser del vecino. Nunca habíamos tenido un tractor, aunque a mi viejo le habría gustado. De algún modo habría sido como triunfar, instalarse definitivamente en una tierra. ¿Eso no era también morir?, me pregunté, mientras recordaba aquella vieja noche de diez años antes.
Subió al tractor. Lo escuché encender el motor. Avanzó con la máquina sobre los cultivos muertos y pasó sobre ellos una y otra vez. Una columna de humo salía del escape hacia las estrellas y la luna que iluminaba el paisaje extraño de ese hombre que parecía trabajar su sueño nocturno. Soñar es eso también, me parece, sembrar y cosechar, pero casi siempre segar lo que hemos sembrado en el día. Lo que él hacía todas las noches en su sueño, lo estaba realizando ahora. Parecía no querer esperar que otras fuerzas, las que manan del sueño, hicieran el trabajo esta vez. Se lo veía nervioso ahora, y maldecía sin que yo pudiera entenderlo con el motor de la máquina. Creí escuchar casi un alarido de rabia, o tal vez me confundió el cansancio y la situación, quizá eran sólo aullidos de perros cercanos.
Entonces mi viejo paró el tractor, bajó, sacó algo del bolsillo y de pronto vi una luz, una pequeña llama. Pero en ella descubrí el futuro de esa llama, el fuego grande y abarcador. Arrojó el fósforo en el tanque de combustible del tractor, y huyó. El estruendo y su figura corriendo y casi volando por el campo fueron un mismo y un único fragmento del tiempo. Un espacio perdido por el triunfo casi eterno del tiempo. El fuego se extendió por el campo seco, el fuego corrió, se dispersó entre las plantas antiguas como los siglos, poderosas de alimento para el más ancestral de los elementos de la creación.
Yo lloré. Yo grité llamando a mi padre. Creía que había muerto, pero apareció a mi lado unos minutos después, todo negro de hollín, lleno de quemaduras en las manos y la espalda, la cara negra y roja, hinchada. Se parecía tremendamente a esas imágenes sagradas de los cristos indígenas, o incluso al Cristo sucio y viejo de la iglesia del padre Macabeo. Me tocó la cabeza y se desmayó. Al día siguiente vino el médico y tuvo que quedarse dos días seguidos cuidándolo. Mamá cubría las llagas de papá con paños fríos embebidos en savia fresca.
Le dieron inyecciones. En diez días ya estaba en pie.
16
Casi no dormimos ninguno de los tres. Luego sabría que mamá tampoco. Cuando llegué en la madrugada estaba despierta, sentada en una silla, un codo apoyado en la mesa. En la otra silla estaba la señora Valverde.
-¿Qué pasa? -pregunté, porque me parecía raro que mamá nos hubiese esperado despierta, y sobre todo que la vecina hiciese una visita tan temprano.
-Tu madre se sintió mal anoche. Como ninguno de ustedes estaba para cuidarla, se fue caminando hasta mi casa. No habría llegado si no se hubiera encontrado con mi peoncito en el camino. Le dije que fuera conmigo, pero insistió en venirse para acá. Tenía miedo que ustedes se fueran a asustar si no la veían. Qué les importás vos, le dije, se fueron de putas y van a volver borrachos, ¡Qué hijos! -terminó de sentenciar, juntando las manos y mirando al cielo.
Mamá me dijo que no le hiciera caso. Ya estaba bien.
-Vos andá a dormir un poco, Nicanor. Estás más ojeroso que un mapache.
Le hice caso. Ellas se pusieron a conversar mientras preparaban mate. Yo las escuché como la noche anterior, pero ahora ya estaba amaneciendo, y aunque no alcancé a dormirme del todo, no estoy seguro si las escuché realmente o fue un sueño. Por un momento pensé que la señora Valverde corría la silla para levantarse e irse. Pero un ratito después escuché su voz gritona, preguntándole a mamá cosas que yo no entendía. Y mi vieja contestaba sobre un tiempo pasado que yo no recordaba, pero que debía ser, por lo que decía, sólo unos años antes.
-Hace como diez años que no me sentía tan mal…
-Con lo que le pasó estos días, y las amarguras que dan los hijos…como para menos.
-Me sentí morir, le juro, doña. Una sola vez me sentí así…
-¿Y qué tenía entonces?
Mamá no contestó por un rato que me pareció demasiado largo.
-Ya sabe usted, estaba en estado, Doña Valverde. Me tuve que hacer un trabajito, yo misma.
-¡Pero cómo no pidió ayuda, para eso estamos nosotras! En ese entonces usted no vivía por acá, ya se sabe, pero hay muchas como nosotras en los pueblos.
-Está bien, doña, pero por donde estábamos en esa época no había nadie cercano. Yo no podía pedir ayuda, mi Pedro estaba en la cárcel, y usted comprenderá…
Esta vez fue la señora Valverde quien tardó en contestar. La escuché sorber la bombilla del mate un largo rato. Debió hacer un gesto que mi vieja entendió, porque no necesitó decir nada. Siguieron conversando un largo rato. Pero yo me quedé pensando en cuándo mi madre se había sentido tan mal que estuviese a punto de morir. Sólo podía acordarme de la vez que estuvo en cama después del arresto de papá. Fue cuando el cura Macabeo empezó a venir más frecuentemente. Se puso a cocinar, a cuidar un poco de los contados animales que teníamos, y sobre todo de Clarisa, tan chiquita entonces. Fue en esa misma época, aunque mamá ya estaba mejor, cuando decidió catequizarnos, y nos dio aquel sermón bajo el eucalipto. El padre Macabeo y mi vieja, tanto tiempo juntos durante aquellos meses en ausencia de mi padre.
Dios mío, murmuré, entre sueños. Y entre sueños creí ver a la señora Valverde darse vuelta en al umbral al escucharme, y hacer un descarado gesto de desprecio, sin olvidar santificarse.
Era casi el mediodía cuando desperté, y gracias a las sacudidas de mi vieja.
-Despertáte, Nicanor…-me decía.
Abrí los ojos. Sentados a la mesa encontré a la autoridad de Los perros a pleno: el comisario, el viejo doctor Ruiz y el padre Macabeo. Me levanté sobresaltado. Estaba en calzoncillos largos y camiseta. Me puse los pantalones y me lavé la cara en la palangana que mamá había llenado.
-Buenas tarde -dijo el padre Macabeo, con un sonrisa.
-Buenas…-dije yo, saludando en general.
-¿Sabés dónde están tus hermanos?
-Supongo que en el campo. Raúl dijo que hoy echaría un vistazo a los girasoles.
Ruiz y el comisario se miraron con complicidad.
-No los protejás, Nicanor. No te conviene. Si te obligaron a participar, nadie te va culpar. Además, tu vieja necesita un hombre en la casa-dijo el doctor, esta vez más conciliador, pero no me fiaba, sobre todo porque no entendía lo que se proponían.
-Nicanor -dijo mamá-. Esta mañana vino Gustavo Valverde. Vino corriendo a avisarles a los muchachos que el comisario venía para acá. Ellos salieron para el campo mientras vos dormías. Se escaparon. No quise que te despertaran, insistieron, pero yo me negué.
-La cuestión, Nicanor –dijo el comisario- es que le traje a Doña Clotilde una orden del Juez del distrito para exhumar el cuerpo de tu viejo.
-Van a hacerle una autopsia, querido.
Entonces entendí todo. El joven Ruiz se iría a La Plata, así que al viejo doctor ya no lo preocupaba la reputación de su hijo. Había decidido hacernos la vida imposible, legalmente, eso sí. Y la ley es la justicia de la cizaña.
-¿Estamos arrestados, entonces? -pregunté.
-No -me contestó el comisario-. Hasta que tengamos los resultados de la autopsia. Pero el doctor Ruiz presentó una acusación a través del departamento de sanidad.
-Los cuerpos de muerte dudosa no deben sepultarse sin estudios previos -lo interrumpió el doctor Ruiz.
Luego el comisario siguió diciendo:
-Así que estamos obligados a vigilar a toda la familia. Tienen que quedarse en casa hasta nuevo aviso. Ahora que tus hermanos escaparon, tengo que ficharlos como fugitivos y sospechosos.
Mamá estaba quieta, sentada en la silla de paja a un par de metros de todos nosotros. Yo seguía parado en medio de la habitación, confundido por la luz del mediodía que caía intensamente fulgurante sobre las caras de los tres hombres. Miré a la puerta, había un policía parado dando la espalda a la casa. El padre Macabeo se levantó y me tomó de los hombros.
-Vos sos un chico inteligente, sos el único que fue a la escuela. Tu madre y nosotros confiamos en que tengas un poco de seso y lo uses bien.
El cura puso un dedo de su mano derecha en mi frente y me dio suaves golpecitos de reconvención. Me acordé de cómo lo había visto anoche, y me habría gustado mencionarlo delante del comisario y el doctor. Pero era inútil, me dije, los hombres somos hombres, y bajo las caras de piedra todos tenemos crías ponzoñosas.
-¿No sabés en dónde pueden haberse escondido?
Negué con la cabeza y me separé bruscamente. Me tiré en la cama y mi vieja fue a consolarme creyendo que lloraba. Y mientras tenía la cara contra las sábanas, recordé la escopeta bajo la cama. Fue entonces que decidí hacerlo. Era la única oportunidad. Empujé a mamá y la tiré al piso. El cura y el doctor fueron a ayudarla a levantarse. Le corría un hilito de sangre de la frente por golpearse contra un reborde de la cama. El comisario se acercó también para ayudar, y por suerte no intentó agarrarme. Esa era mi ventaja, todos me creían un chico todavía, y chico asustado, confundido por la muerte de mi padre y la influencia malsana de mis hermanos. Mamá parecía más enferma de lo que el golpe justificaba. ¿Estaba fingiendo, quizá? ¿Sabría lo que yo planeaba? ¿Recordó también la escopeta que papá me había regalado y que yo escondía bajo la cama? No lo sé ni nunca pude preguntárselo en los pocos años que vivió después de esto.
El comisario me dio la espalda un minuto, ayudando a levantar a mi vieja, entonces saqué el arma y golpeé con la culata al comisario. Los otros no alcanzaron a reaccionar porque sostenían a mamá. Corrí a la puerta justo cuando el guardia entraba, le apunté y se detuvo. Le puse el cañón sobre el pecho y me miró asustado, era un muchacho que no debía ser más que un año mayor que yo. Después escapé corriendo con todas mis fuerzas.
Seguí corriendo por la tierra seca alrededor de la casa, me introduje en el campo de girasoles y lo atravesé completo. Llegué a los campos de la chacra vecina y huí por los cultivos de calabazas, de papas y hortalizas. Los espantapájaros me observaban pasar con ojos contemplativos y serenos, ojos de paz absoluta. Los había envidiado cuando era chico, ellos vivían en el campo y los pájaros se asentaban sobre ellos, como hacían con San Francisco de Asís. El cura nos había hablado del santo en las clases de catequesis que nos dio aquel tiempo, y por algunos días yo también soñé, crédulamente, con hacerme cura, con convertirme en el santo de los pobres. Era un chico entonces, y se sabe que la mente de un chico abarca todas las posibilidades como certezas absolutas.
Corrí más de una hora seguida, y tuve que detenerme. Había atravesado dos puentes y cruzado dos arroyos. Debía estar a varios kilómetros del pueblo. Reconocí el lugar, allí íbamos a pescar a veces los domingos. No era lugar de sembradíos sino de yuyos y árboles. Era una especie de bosque con algunos animales salvajes, comadrejas, muchas serpientes. Eran los terrenos lindantes con la chacra de Valverde. No sé por qué mis pasos me llevaron hasta ahí, fue lo primero que se me ocurrió al huir, meterme por los sitios menos transitados, lugares por donde el comisario no buscaría al principio porque estaban fuera de su juridicción. Tenía poco tiempo para encontrar a mis hermanos, por eso debía utilizarlo con inteligencia. Pensé en Valverde llegando a casa, agitado, avisando a mis hermanos la llegada del comisario después de ver la camioneta atravesando el puente a dos kilómetros de casa. Yo sabía que Gustavo Valverde solía pasarse mucho tiempo por estos lados. Decían que usaba animales, que los mataba o los hacía cruzar con otros para experimentar. Nada de esto era cierto, probablemente. Era un buen muchacho, algo raro, es verdad, en su elegida soledad, pero yo no podía imaginarlo haciendo aquellas cosas.
Había un rancho abandonado en la cercanía. Con mis hermanos habíamos pasado un par de veces para protegernos de alguna lluvia repentina. Tenía las paredes de adobe muy debilitadas y el techo de paja y madera estaba abierto en varias partes. Una vez habíamos encontrado a Valverde adentro, reparándolo. Iba a usarlo de laboratorio, dijo. Nos reímos de él, y se enojó. Quiso que nos fuéramos y lo mandamos al carajo. “El pibe está loco”, comentó Raúl mientras nos alejábamos. Pero loco o no, había sido él quien nos había prevenido del comisario ahora, y quizá también les había dicho a Raúl y Pedro que se escondieran en el ranchito.
No me acordaba exactamente del lugar exacto, así que fue abriéndome paso entre las plantas altas. Habría necesitado un machete en lugar de la escopeta, pero por lo menos ésta me sirvió para golpear a un par de víboras con las que me encontré en el camino. No se oían más los pájaros ni el rumor del agua en el arroyo. Escuché ladrar a un perro, y me pregunté si los gendarmes nos estarían buscando. Al final de dos horas me encontré frente a la puerta del rancho. Era media tarde, y el silencio desde adentro era completo.
-¡Raúl, Pedro!-dije sin alzar demasiado la voz. Me acerqué a la puerta, luego pegué la oreja a la madera, y de repente la puerta se abrió y caí al suelo. Adentro estaba oscuro y una mano me agarró de un brazo sin darme tiempo a levantarme. Escuché unos bisbiseos y reconocí la voz de Pedro. Cerraron la puerta y encendieron una lámpara de petróleo.
El lugar olía a animales sucios, pero estaba vacío. Algunas cagadas viejas y secas habían impregnado el lugar con un tufo a establo. Vi las caras de mis hermanos, observándome con ansiedad.
-¿Qué pasó? -preguntó Raúl.
-¿Cómo te escapaste? -dijo Pedro.
Les expliqué lo que había sucedido. Me miraron con confianza, y sentí que había ganado valía como hombre ante ellos. Empezaron a pegarme sin brusquedad, como cuando éramos chicos y nos peleábamos en el campo, revolcándonos en la tierra y el heno, sobre la bosta de los caballos sin darnos cuenta. Terminábamos completamente sucios y no nos soportábamos a nosotros mismos, entonces nos tirábamos desnudos al arroyo. Luego lavábamos la ropa un poco para que la vieja no se enojara, y regresábamos a casa en calzoncillos, secándonos con el sol del camino y la ropa mojada sobre las espaldas.
Aunque ahora éramos grandes, y era comprensible que nos sintiésemos un poco avergonzados, la misma conciencia de que nos estábamos comportando como en nuestro común recuerdo, justificaba y enaltecía el juego. Nos reímos mientras luchábamos. Teníamos casi la misma estatura y forma, pero Raúl era un poco más atlético y pesado, Pedro ágil como un boxeador, y yo demasiado flaco. En esa pelea ninguno intentó dañar realmente al otro, caíamos al piso, uno trataba de escapar, el otro lo agarraba del talón mientras el tercero a su vez lo retenía contra el piso. De qué había valido conservar tanto silencio antes si ahora cualquiera que se acercara al ranchito podría escucharnos. Pero de algún modo no podíamos detenernos, como si supiésemos que nunca más volveríamos a estar los tres juntos.
De pronto, Raúl se quedó quieto, sentado en el suelo. Pedro y yo lo miramos, todavía agitados y con los músculos tensos por el forcejeo. Mi hermano mayor puso un dedo sobre los labios, y nosotros también tratamos de oír.
-Creo que escuché algo -dijo en voz muy baja, y enseguida oímos un golpeteo en la puerta. Los tres nos levantamos, apagamos la lámpara y yo le entregué la escopeta a Raúl. Él se colocó justo frente a la puerta, Pedro la retenía porque intentaban empujarla.
-¿Espinoza?
Era una voz conocida y joven, yo no la reconocí al principio, pero Pedro abrió la puerta y Raúl bajó el arma. Entró Valverde y se abrazó a Pedro.
-Buen refugio, ¿no es cierto?
-Gracias, viejo, nos salvaste por ahora.
-Buenas, Nicanor.
Me acerqué a saludarlo y le agradecí lo que había hecho por nosotros.
-No me deben nada -dijo. No era un tipo que tuviera contacto con los demás muy asiduamente, y muchos se burlaban de él. Pero como nosotros nunca nos habíamos metido con lo suyo, ni nos había interesado lo que se decía sobre los animales que criaba, tal vez nos apreciaba precisamente por eso. A falta de amor, es frecuente confundir la indiferencia con cierta clase de afecto, y a veces eso es todo con lo que podemos conformarnos.
-¿Sabés algo? -preguntó Raúl.
-Nada, pero mandaron a buscarme a mi casa, como saben que yo les avisé…
-¿Y no te habrán seguido? –Pedro se acercó a mirar por las rendijas de la ventana entablada.
-Muchachos, vivo acá desde que nací, conozco a los animales y cada árbol. Sé cómo llegar y cómo hacer que pierdan mi rastro. Pero igual no creo que vuelva, porque eso les traje esto.
No habíamos visto la bolsa que cargaba tras la espalda. La puso en el piso y la abrió. Había carne y bebidas, pan y algunas frutas.
-Alcanza para un día y medio, si la cuidan, pero tendrán que salir de acá para mañana a la noche a lo sumo. Tarde o temprano van a encontrar el lugar.
-Tenés razón…-dijo Raúl.
-¿Y qué tienen planeado?
Lo miramos y no pudimos evitar una risa general.
-Nada. Comer y ponernos en pedo para olvidar en lo que nos metimos, si es que trajiste algo de vino.
Valverde se agachó y sacó dos botellas del único vino que se conseguía en el almacén de Los Perros. Pedro se apropió de una y la descorchó con los dientes. Bebió un largo trago y se la pasó a Raúl. Él hizo lo mismo y me la pasó. Bebí con esmero y con sed. Había corrido casi tres horas seguidas y me lo merecía. Le ofrecí la botella a Valverde y tomó un trago. Sus ojos brillaban, y sentí lástima por él. Fuimos quizá los únicos amigos que tuvo en toda su vida, los únicos reales que tendría, seguramente, por más que esa amistad durase unos pocos minutos en un rancho oscuro, encerrados y perseguidos por la policía. Es probable que la amistad no sea más que eso, unos instantes de común acuerdo, de absoluta complacencia y entrega, sin resquemores, prejuicios ni miedos. Incluso el miedo es un benefactor para la amistad, el miedo que amenaza desde afuera es un monstruo colectivo que nos hace unirnos momentáneamente. Provoca encuentros que brillan como chispas en la noche, primero amarillas, luego rojizas como el color del vino a trasluz, ese vino que como una comunión pasó de mano en mano y de boca en boca. Hasta que los cuatro tuvimos el mismo aliento, y los cuatro fuimos sacerdotes de la misma secta destinada a desaparecer.
17
Nadie nos avisó cuando papá salió de prisión. Llegó un día cuando estaba anocheciendo, a pie desde el pueblo. Había hecho dedo hasta que un camionero aceptó llevarlo hasta Coronda. Luego tuvo que caminar hasta nuestro rancho. Se lo veía mucho más flaco, el pelo lacio, canoso y sucio, las mejillas contraídas y una barba espesa. Llevaba la misma ropa con que se había ido, pero obviamente no la usó en todos esos meses. Como equipaje cargaba sobre los hombros una bolsa de cuero que le habían dado en la cárcel para la comida y un par de botas usadas para cambiarse en el camino.
Yo estaba jugando con la perra que nos había quedado. Ahora tenía cachorros ya grandes, los hijos del macho que había muerto por la pistola del policía. Entre mis hermanos y yo intentábamos ubicarlos entre los vecinos, excepto Clarisa que había querido quedarse con todos. Nos quedaban tres por repartir, y los cuatro perros, Clarisa y yo lo vimos llegar desde la sombra naciente del anochecer. Al principio no imaginábamos de quién podía tratarse, ya nos habíamos resignado a la ausencia de mi viejo. La perra se levantó cuando aún él estaba un poco lejos y corrió moviendo la cola. Entonces presentí de quién se trataba, y el corazón me latió con tanta fuerza que llegó a dolerme. Sólo cuando estuvo tan cerca que fue imposible no verle la cara, me atreví a decirme que era verdad, no un sueño. Clarisa dudó un poco, no es que lo hubiese olvidado, pero su mente vivía más en el presente que en el pasado. Cuando el recuerdo se hizo carne en su memoria, no pudo evitar su habitual llanto, el que utilizaba casi constantemente para todo, fuesen alegrías o tragedias. Lloró y los perros comenzaron a dar vueltas alrededor y a lamerle la cara. Papá se le acercó y la levantó. Los perros le olieron las botas y los pantalones, poco a poco los cachorros lo fueron aceptando.
-¡Papá! -grité, y me acerqué a abrazarlo. Él me apretó la cara contra su vientre flaco, y escuché el ruido de su estómago pidiendo comida.
Entonces salió mamá, con el repasador en la mano y secándose las manos mojadas después de lavar los platos. Esperó un momento, creo que aguardaba a que papá se acercara más a la luz del interior para verlo bien antes de abrazarlo. No porque dudara de que fuese él, sino del aspecto que presentaría. Seis meses es mucho tiempo, casi el límite en el que muchos de nosotros empezamos a acostumbrarnos a la idea de que los muertos no regresarán jamás. Y creo que él se estaba convirtiendo para ella en eso, un muerto. Papá se le acercó con mi hermana, y yo lo agarré de la mano. Mamá entonces le pasó los brazos por el cuello y se quedó así, prendida al cuerpo de su esposo por varios minutos.
Raúl y Pedro salieron y se quedaron en la puerta, mirándonos.
-¿Cómo están, muchachos? -dijo papá.
Ellos no dijeron nada. Pedro sonrió y se acercó a darle un beso. Raúl simplemente saludó:
-Buenas, viejo.
Creo que papá se sintió dolido, porque lo vi lagrimear un poco cuando Raúl le dio la espalda y regresó adentro.
Esa noche ya habíamos comido, pero mamá le preparó un algo que había sobrado de la cena.
-Parece que comida no les falta…me alegro que no hayan pasado hambre.
-A veces viene el padre Macabeo a comer, por eso hago de más, pero hoy tuvo que ir a dar la extremaunción al rancho de los Gómez.
-El cura fue a visitarme, pero no lo recibí.
-Hiciste mal, él nos ayudó mucho mientras estabas ausente.
-Me imagino -dijo, y no sé cuánto de ironía o de incredulidad había en su tono.
Pedro y Raúl se miraron y bajaron la cabeza.
Yo me dediqué a observarlo comer en silencio, tratando de encontrar en sus gestos y maneras, incluso en su silencio, al hombre que habíamos perdido en esa misma habitación seis meses antes. Creí verlo de nuevo con la cuchara en la mano, sorbiendo con ruido y riéndose de la protestas de mi madre, justo antes de que la puerta se abriera con fuerza y las botas de los policías irrumpieran a destruir la precaria y sutil paz que habíamos alcanzado como un descanso, un paréntesis estival dentro del largo invierno de nuestro fracaso familiar.
Después mamá nos mandó a dormir, y ellos se quedaron solos, conversando, supongo, pero no alcancé a escuchar nada de lo que dijeron.
En la mañana, papá nos reunió a los tres y quiso saber qué había pasado con los campos.
-Nada, viejo. Está todo en ruinas. Vivimos de la caridad que nos da el padre Macabeo -dijo Raúl.
-¿Y por qué mierda no se les ocurrió sembrar algo? Si vos sabés, carajo, Pedrito podía ayudarte.
-Pero, viejo, no teníamos plata para las semillas, y no nos querían dar fiado. Se llevaron los caballos y el arado por las deudas en el almacén y la forrajería.
Papá se rascó la barba, pensando.
-¿Y el cura ese no se ofreció de garantía? Ya que tanto los ayudó.
No supimos qué contestar. Alguna vez, en todos esos meses, escuché a mamá sugerirle lo mismo al padre Macabeo, pero no sé qué pasó después. Fue antes de que ella enfermara, y ya no se volvió a hablar del asunto cuando se recuperó. El padre Macabeo empezó a venir menos seguido, dejó de darnos catequesis y cada vez que lo veíamos tenía mal humor y evitaba encontrarse a solas con mamá. Decían que tenía problemas en el pueblo, que querían sacarlo de la parroquia, y eso se traducía en su continuo malhumor y en los sermones que cada domingo eran más duros, más severos, hasta crueles. Perdió a muchos feligreses en ese tiempo, incluso a varias de las eternas viejas fieles que lo seguían a sol y sombra, tanto en misa como en sus tareas de caridad.
-Bueno, vamos a ver un poco cómo está la tierra.
Él fue delante y nosotros lo seguimos en fila india, de mayor a menor. Ahora que lo pienso esa disposición debió significar algo, porque habitualmente íbamos los cuatro en una misma línea de frente, uno junto al otro. Pero esta vez papá había tomado la delantera y nosotros nos ajustamos a este dictamen con la que parecía retomar su autoridad perdida. ¿O quizá fuera para ocultarnos de él, para no ver lo que pronto veríamos? Porque a medida que nos adentramos en el campo, abandonado y sin riego, fuimos descubriendo los montículos de piedras que un camión había traído hacía tres meses desde una construcción en Coronda. Más allá había montones de basuras y latas que los vecinos habían tirado durante casi medio año. Seguimos caminando y encontramos esqueletos de autos quemados, y los restos de algunos otros robados.
Era un paisaje desolador, pero reconocido para mis hermanos y para mí. Habíamos jugado entre aquellos restos, despreocupados absolutamente por los surcos de la tierra que nuestro padre había arado poco antes de que lo arrestasen. A cada momento se paraba a contemplar como si no viese una devastación común y corriente, sino un paisaje lunar. No nos decía nada, sólo se detenía con las manos en la cintura, las cejas fruncidas, y el corazón temblando. Y sé que su corazón se estremecía porque sus labios se estaban moviendo con ese característico gesto que le conocíamos desde siempre. Un frotar de labios, un mordérselos continua y febrilmente.
Nos paramos junto a él, aún cuando teníamos la cabeza gacha, avergonzados sin duda por aquel descuido que iba a adjudicarnos. Lo mirábamos de reojo, presintiendo la llegada de su ira como un volcán en erupción que estuviese surgiendo de aquel paisaje muerto. No un campo en llanura entrerriana, sino un vasto espacio de placas tectónicas desplazándose, dejando fluir hacia arriba la presión ingobernable de la lava.
Cuando llegamos al último sector, papá se agachó y se puso a excavar en la tierra. No sé cuál era su objetivo, tal vez sólo hacer algo con sus manos mientras se daba tiempo para pensar. Entonces, de una madriguera, salieron varias ratas, que no estuvieron lejos de morderle la mano. Él estaba de cuclillas y al retroceder cayó de cola. Se quedó sentado viendo a las ratas alejarse. Nos miró con una furia que no me produjo miedo sino una inmensa lástima, porque sus ojos lloraban mientras declaraban la ira.
Se levantó y agarró a Raúl de la ropa, luego a Pedro y después a mí, pero enseguida nos soltaba y se dedicaba a sacudir a otro, mientras iba diciendo:
-¡Pero mierda carajo! ¡Cómo no hicieron algo! ¡Por qué no lo cuidaron! ¡La tierra es para
darles de comer, pelotudos de mierda! ¡Mal nacidos! ¡Hijos de mil putas!
-¡Pero, viejo! -dijo Raúl-. ¿Qué podíamos hacer? Empezaron a tirar cosas, nos quejamos, nos peleamos un montón de veces, pero no nos hicieron caso porque somos chicos.
-¡No hicieron nada porque les convenía, vagos de mierda! ¡Tenían al curita ese que les traía comida y se conformaron hasta que el pelotudo de su padre volviera para seguir matándose trabajando!
-¡Pero, viejo…! -empezó a decir Pedro.
Papá no lo dejó terminar, le dio una bofetada. Raúl no se quedó callado.
-¡¿Entonces por qué te fuiste, carajo?! ¡¿Por qué dejaste que el cura de mierda viniera todos los días y se quedara solo con la vieja?!
Papá lo miró en silencio sin reaccionar. Raúl estaba más enfurecido de lo que lo había visto nunca. Ví que mamá se acercaba, todavía lejos, y creo que oyó nuestros gritos porque empezó a acercarse casi corriendo. Pero papá no la había visto. Agarró a Raúl de un brazo y comenzó a golpearle la cara con puñetazos limpios, contundentes. Pedro se le colgó del otro brazo para separarlo, y también recibió lo suyo. Raúl quedó en el piso, despierto pero perdido en el dolor y la hinchazón que se le estaba formando en la cara. Entonces mamá llegó y dijo:
-¡Qué estás haciendo!
Pero ya lo había soltado y ahora miraba a mi madre como si viera a otra persona. Como diciendo: ¿Vos?, de igual forma y tono al ¿ustedes? que mi madre pronunciaría algunos años después. Hay ciclos temporales, sin duda, hay historias que se repiten sin importar los tiempos y sus protagonistas.
Cuando ella fue a agacharse junto a Raúl, él la agarró del pelo y empezó a sacudirla de un lado a otro, la tiró al piso y la arrastró, yendo y viniendo sobre la tierra sucia bajo cuya superficie vivían las ratas. Pedro quiso evitarlo y no pudo, yo salté a la espalda del viejo, pero él sequía maltratando a mi madre sin molestarse por mí. Raúl seguía en el piso, la cara roja y sangrante. Pedro se fue corriendo pero enseguida volvió con un pedazo de hierro que sacó del basural. Mi padre no lo vio.
-¡Soltáte, Nicanor! -me dijo.
Entonces me dejé caer y él golpeó a papá con el fierro cerca de la nuca. El viejo dio un grito y soltó a mamá. Cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con las manos.
-¡Lo mataste! -le dije.
Pedro me miró, y leí el pánico en sus ojos. Entonces tiró el fierro y salió corriendo. Raúl se había levantado y decidió escaparse. Yo sentía un nudo en la garganta y me costaba respirar. Sentí que el corazón me latía en las muñecas y la cabeza con tremenda fuerza. Me fui siguiendo a mis hermanos, como todo hermano menor sabe hacer.
En la tarde mamá y papá volvieron. Él caminaba arrastrando los pies, apoyando su cuerpo en el de ella, que tenía el pelo revuelto y la cara sucia de tierra y lágrimas. El viejo se dejó tirar en el jergón y mamá le llevó una palangana. Le sacó la ropa, comenzó a lavarlo con una esponja con agua y jabón.
Durante toda la noche papá estuvo delirando. Yo no podía más que llorar. Pedro no quiso acostarse, se sentó en un rincón con las rodillas dobladas y la cabeza entre las piernas. Raúl estaba en su cama, con una bolsa de hielo en la cara. Escuchamos al viejo decir miles de cosas. Recuerdos de la cárcel, quizá, nombres de compañeros de celda, a lo mejor, pero repetía una frase sin sentido, casi como todo el resto, pero a la que aún yo, con mis diez años recién cumplidos, le adjudicaba un significado vergonzoso y terrible.
-En esta cama -repetía- en esta cama…
Estuvo tres días acostado. El padre Macabeo no se presentó en todo ese tiempo. Sin duda sabía que papá había salido de prisión. Mamá no quiso que fuéramos a buscar al médico, por más que Pedro se ofreció incontables veces. Tampoco intentó consolar a su hijo.
La tercera noche, yo salí a orinar y miré el campo. Era bello y triste al mismo tiempo. Sabía que pronto tendríamos que irnos. Ví el fulgor del amanecer a lo lejos, o quizá fueran las luces de la ciudad más cercana, que sin embargo estaba muy distante. Yo pensé en el fuego, que es más eterno que el agua y el aire. El fuego es atemporal y puede cruzar los espacios vacíos, las grietas, los intervalos del no tiempo, y presentirse claro y fuerte en un sitio en el que aún no puede verse, pero en el que alguna vez estuvo o en el que muy pronto estará.
18
El sol estaba cayendo, pero de esto sabíamos poco dentro del ranchito de Valverde. Gustavo no había querido irse, de pronto le había agarrado miedo. Si por casualidad lo veían, todo estaba perdido. No había más remedio que esperar hasta la noche.
-Pero van a desenterrarlo…-dijo Pedro.
Apenas lo veía ya, la lámpara de petróleo se estaba agotando y nuestras cuatro caras eran menos que espectros, eran rayas hechas con tiza por un niño mogólico sobre el pizarrón de la oscuridad.
-¿Y qué? -dijo Raúl
-¿Cómo…y qué? Van a saberlo todo.
-No si no alcanzan a llevarlo a la ciudad.
-Y cómo mierda se los vamos a impedir acá sentados.
-Cuando oscurezca del todo salimos. Ya les contaré qué vamos a hacer.
-Pero muchachos -dijo Valverde-. Tenemos una escopeta y ellos son muchos más, además de las armas…
-No digas tenemos, no es tu asunto…
-Están en mi refugio, ¿no? Es mi asunto ahora.
-Se agradece…pero como decía, tenemos el fuego, esa es la lección que aprendimos de nuestro viejo. No se puede quemar lo que hay bajo la tierra, pero sí lo que está encima.
Yo estaba empezando a entender lo que Raúl planeaba. Nunca estuve seguro de cómo aparecían esos destellos de ideas en la cabeza de mi hermano, parecían surgir inesperadamente, sorprendiéndonos a todos, porque su habitual gesto de desgano y seriedad lo hacía parecer más bien retraído, lejano, ausente de todo lo que sucedía a su alrededor. Pero con los años me acostumbré a darme cuenta que él rumiaba sus ideas y sus rencores durante días y semanas, durante años también. Un día, cuando los necesitaba, los exponía sin más, como algo común y corriente en el devenir del mundo, y ya no había vuelta atrás. Uno podía estar seguro que cumpliría con eso a rajatabla.
Por eso, el día que papá murió, habíamos salido como todas las mañanas a las cuatro. Trabajamos dos horas antes de que amaneciera. Debíamos desbichar gran parte del campo, fumigar las hojas de los girasoles que se estaban cubriendo de parásitos. Por suerte las plantas resistían a todo eso y al frío del invierno. Todos trabajábamos enojados. La noche anterior, como todas esas noches, habíamos discutido con el viejo por negarse a haber cosechado mucho antes. No sabíamos qué buscaba, era absurda su obstinación. No dudábamos que su natural locura se estaba yendo fuera de sus carriles habituales. Nosotros ya éramos grandes, y queríamos independizarnos, pero mamá y Clarisa nos daban lástima, no queríamos dejarlas solas con el viejo.
Sin embargo, cada noche nos íbamos a acostar convencidos de que en la mañana nos levantaríamos con él, nos lavaríamos la cara con la misma agua que él usaba, tomaríamos del mismo mate, para salir no mucho después caminando hacia el campo, protegidos precariamente del frío por los sacos de lana que el padre Macabeo nos había conseguido. Eran los ojos de papá, creo, o su figura mortecina, su voz gradualmente acongojada, sus gestos de lenta parsimonia lo que nos decía que al fin de cuentas el viejo no viviría mucho más, y nosotros, sin darnos cuenta, queríamos estar a su lado. Porque así seguíamos siendo hijos y hombres al mismo tiempo. Él, cuya figura habíamos envidiado cuando era joven, aquella tenaz obstinación teñida de enorme orgullo, si bien rayana en la locura y el sinsentido, era el hombre que habríamos deseado ser. A quién más podríamos imitar, a quién seguirle los pasos, con quién comparar sus botas gastadas pisando el barro de los surcos donde los caballos habían dejado su bosta mientras araba. Los cabellos de mi viejo al sol, largos, oscuros y entrecanos, las orejas que de niño yo apretaba mientras jugábamos en su cama los domingos a la mañana, los ojos negros que parecían castañas quemadas, su olor después de bañarse, su barba suave que mamá le colocaba al afeitarlo. El viejo se rasuraba una sola vez a la semana, los sábados a la noche. No le gustaba perder mucho tiempo en su cuidado personal, y el hecho de levantarse sólo quince minutos más temprano para afeitarse le producía pereza. Entonces los sábados a la noche se desnudaba, se quedaba con los calzoncillos largos solamente, se sentaba en una silla y dejaba que mamá lo afeitara con la navaja que usó durante más de veinte años. Él ni siquiera se molestaba en hacerla afilar, era ella quien cada quince o veinte días lo hacía sobre una piedra de afilar tan vieja como dos generaciones de Espinozas.
Nos pusimos a comer algo poco después de salir el sol. El viejo escupió sangre, que a pesar de la escasa luz del amanecer, se veía bien roja sobre la tierra.
-¿Qué pasa, viejo? -pregunté.
Él carraspeó y volvió a escupir.
-Nada -contestó.
Mis hermanos no hicieron caso. Se levantaron para volver al trabajo. Los vi perderse entre los altos girasoles que parecían estar moviéndose, girando esas cabezas floridas hacia el sol naciente. Papá y yo nos levantamos y los seguimos. Cerca del mediodía escuchamos más carrasperas y toses. Trabajábamos en lugares diferentes, así que no nos veíamos.
-¿Oyeron? -grité.
-Como para no oír -dijo Pedro.
Luego escuché a Raúl:
-Voy a ver si necesita ayuda.
Sus pasos se alejaron. Seguimos trabajando. Durante media hora no pasó nada, incluso me pareció que había demasiado silencio. Sentí que el sol era demasiado fuerte para ser invierno, me sequé la frente y decidí tomarme un descanso.
-¡Pedro! ¡Raúl!
No me contestaron. Fui hacia la salida del campo y me los encontré camino a casa. Corrí tras ellos, que llevaban al viejo casi cargándolo, los brazos de papá sobre la espalda de cada uno y los pies arrastrando el polvo.
-¡¿Qué pasó?!
-Lo encontramos desmayado, corré a casa a avisarle a la vieja.
Iba a hacerlo cuando me acordé que ni ella ni Clarisa estarían en todo el día, pronto sería el festival y se habían ido a la casa de la costurera por los vestidos. Raúl lo sabía, Pedro lo sabía, no era posible que lo olvidaran.
-No va a estar -les dije.
-Tenés razón. Entonces ayudanos a cargarlo.
-¿Voy a buscar al doctor Ruiz?
-No creo que haga falta, le preparo una sopa y se va a poner bien.
Ayudé a levantarlo y me pareció demasiado pesado. Creí al principio que estaba lúcido aunque débil, pero sus ojos parecían muertos, tenía la cabeza pendiendo sobre el pecho, completamente carente de fuerza. Fue cuando lo dejamos en la cama cuando me di cuenta que estábamos depositando el cadáver del hombre que había sido nuestro padre.
-Pero…-dije-…ya está muerto.
Pedro miró a Raúl:
-Parece que se nos murió mientras lo traíamos…
Raúl asintió con un gesto.
-Dios mío -dije-. Cuando se enteren la vieja y Clarisa…
-Sí -dijo Raúl, con una expresión que en ese momento no supe nombrar, pero en la que más adelante encontraría las características del cinismo-. Dios lo tenga en su Santa Gloria.
Pedro hizo una mueca de burla y se cubrió la boca con una mano.
-Esta vez el padre Macabeo va a llegar tarde -dijo.
Yo los miraba y no lograba entender. El cuerpo del viejo todavía olía a suciedad y transpiración. Entonces Raúl sacó un tema que no tenía nada que ver con lo que nos pasaba.
-Nicanor, ¿te acordás de a quién vimos el otro día en el putero?
Puse cara de no entender una jodida mierda de lo que hablaba. El viejo estaba muerto, Dios santo, y no sabíamos qué le había pasado. Sólo un rato antes Raúl había dicho que iba a ver qué le pasaba y ahora lo traían muerto. Eso era lo único que yo recordaba con precisión.
-Lo que hablamos a la salida, sobre el joven doctor Ruiz y el veterinario. ¿Te acordás?
Contesté que sí, tratando de concentrarme en lo que me preguntaba a la vez que dirigía miradas al cuerpo, como si quisiera asegurarme que no se había movido, que tal vez yo me equivocaba y de un momento a otro fuera a levantarse y preguntar qué hacía a esa hora en la cama todavía.
-Bueno, entonces vamos al campo de los Ruiz.
-Pero ya es tarde para un médico -dije.
Pedro apoyó una mano en mi hombro, con esa sonrisa extraña que lo caracterizaba, y ante la cual uno nunca sabía si sentir paz o miedo.
-Necesitamos un certificado de defunción, ¿no es cierto?
19
Era ya de noche. Sólo se escuchaban las cigarras y los grillos atronando el vacío fuera del rancho. Daba la impresión de ser un lugar sin nada allí afuera, donde lo negro era no una concentración de la densidad de las cosas, sino una parábola de la ausencia, un eterno eco de lo que las cosas fueron alguna vez y perdieron para siempre.
-¿Ustedes lo mataron? -preguntó Valverde.
Los grillos le contestaron, y él parecía llevarse bien con los insectos y la noche. Nosotros no le responderíamos, y él lo sabía. Pero quizá necesitaba preguntar, para deshacerse de esa inquietud parecida a una babosa en la boca. Y a lo mejor, por casualidad, uno de nosotros llegaba a responderle. Pero ninguno lo hizo.
-Voy a salir esta noche a echar un vistazo al campo.
-¿Estás seguro que no van a verte?
-Más que seguro, de noche los perros ni siquiera me van a ladrar.
Estuvimos de acuerdo y él salió. La sensación que tenía se vio confirmada cuando abrimos la puerta. La oscuridad de adentro parecía estar más viva y ser más cálida que la de afuera. Sentí que Valverde caía en un pozo mientras se alejaba, perdiéndose en la espesura. Cerramos y volvimos a sentarnos en el suelo. No queríamos encender ninguna luz, incluso nos abstuvimos de hablar en voz alta por miedo a que alguien estuviese acechando junto a la puerta o a las ventanas tapiadas. Yo escuchaba la respiración de mis hermanos, la de Raúl casi imperceptible, serena, increíblemente controlada, la de Pedro más vibrante, casi como un suave silbido.
-¿Qué planeás hacer? -le pregunté a Raúl.
-Ya te dije, mañana salimos antes de que amanezca y quemamos el campo.
-¿Para qué?
-Para deshacernos del cuerpo, para que el viejo sea ceniza en la tierra. ¿Eso era lo que quería, no? No solamente cogerse a la tierra, sino meterse en ella como agua en la sangre.
Pedro emitió un pequeño gemido que creí era una risa, o tal vez lamento. Yo casi no veía la cara de mis hermanos, siluetas oscuras cuyas voces las creaban y destruían al hablar y al callar. Luego Raúl prendió cigarrillos y nos dio uno a cada uno. Ahora las lucecitas de los cigarrillos se desplazaban como luciérnagas. Pensé en Clarisa, que de chica le gustaba jugar a cazarlas. Nunca atrapó ninguna, pero mamá jugaba con ella y hacía que atrapaba varias en su mano. Entonces se agachaba para mostrarle la palma abierta, ocultándose de nosotros, de los varones de la familia. Las dos cuchicheaban y se reían. No había nada en la palma de mamá, pero Clarisa fingía que había luciérnagas atrapadas, o quizá lo creyera de verdad. Mamá tenía la capacidad de apartar las zonas oscuras y resaltar lo que quería que viésemos: el campo muerto pero pronto a renacer, la obstinación de papá como un mérito otorgado por Dios, las mudanzas como un viaje de experiencia.
Incluso cuando ella se enfermó casi no notamos su ausencia. Fue dos meses después del arresto del viejo. No sabíamos cuándo volvería papá, así que Raúl había empezado a trabajar el campo para mantenernos, pero pronto lo dejaría abandonado ante su fracaso. Mientras tanto, el padre Macabeo venía todos los días, y los domingos se pasaba casi toda la tarde en casa. Tomaba mate, comía con nosotros, nos leía versículos de la Biblia. A veces nos acompañaba a caminar por el campo, y decía que no era buena tierra. Que mi padre no sabía lo que hacía al trabajarla. Eso poco a poco fue venciendo la ya de por sí escasa voluntad de Raúl. Sin papá no tenía utilidad esforzarse, nos sentíamos perdidos. Pero el cura estaba para ayudarnos, para traernos ropa y comida. Cuando nosotros salíamos, el padre Macabeo se quedaba en casa con mamá y con Clarisa. Era durante las tardes, cuando mi hermana dormía la siesta, mi vieja lavaba la ropa y el cura, sentado en su silla, la miraba trabajar.
Al final de esos dos meses, mamá empezó a sentirse enferma una noche. Nos servía la comida y su andar era lento, la frente le brillaba de transpiración. El cura le preguntó qué le pasaba. Ella contestó que no era nada importante. La vimos agarrarse la panza como si tuviese retortijones, y un rato después la oímos vomitar en el patio de atrás.
El padre Macabeo quiso ir a buscar al médico, y aunque ella insistió desde la cama que no lo hiciera, él salió a caballo. Nos quedamos solos con mamá. Ella tenía fiebre, pero no dejaba de indicarnos cosas. Que Pedro cuidara de Clarisa, que yo limpiara las cosas de la cena. Raúl se quedó a su lado, y él también nos mandaba. Después escuché a mi hermano decirle algo a mamá en el oído, y ella asintió con la cabeza. Me pregunté si Raúl sabría lo que le estaba pasando a la vieja. Mandó a traer agua caliente para preparar una tizana. Se la aplicó como si supiera.
Recién al amanecer llegaron el médico y el cura. El doctor revisó a mamá a solas, después habló con el padre Macabeo y salió sin dirigirnos la palabra.
-Su mamá va a estar en cama unos días, así que van a tener que colaborar todos en ayudarla a cuidar la casa y el campo -dijo. Luego apretó los cachetes de Clarisa, que estaba junto a la cama de mamá. Mi hermana sonrió, mamá sonrió. Raúl salió corriendo golpeando al cura de costado, sin darse cuenta, creo.
-¿Qué le pasaba a la vieja? -le pregunté a Raúl, esta noche de casi once años después, encerrados en un rancho abandonado y perseguidos por la policía.
-¿Qué le pasaba cuándo?
-Cuando se enfermó.
Sé que mis hermanos se miraron a la lumbre tenue de los cigarrillos.
-Nunca se lo contamos, ¿no es cierto? -Raúl le dijo a Pedro. Éste negó con la cabeza.
Entonces mi hermano mayor empezó a contarme lo que había visto el día anterior al que mamá cayera enferma. Los tres estábamos en el campo. Raúl arando lo poco de la tierra que aún parecía fértil, Pedro sacando piedras de los surcos, yo esparciendo las semillas de una bolsa que arrastraba por el suelo. Era un día muy caluroso, de eso me acuerdo muy bien. Los tres transpirábamos a mares. Raúl dejó el arado atado a los caballos y dijo que iba a buscar agua a casa. Pedro y yo nos quedamos allí sentados, esperando.
Dijo Raúl que cuando llegó al rancho al principio no vio a mamá por ninguna parte, pero toda la casa estaba cerrada, puerta y ventanas, así que la oscuridad adentro era casi completa.
-¡Vieja! -llamó. Aparecieron los perros desde el rincón donde estaba el jergón de mamá. Rodearon a Raúl y lo miraron como pidiéndole ayuda.
Escuchó un ruido de latas que se caían al suelo. Sintió un olor a fermentos, a líquidos, a alcohol quemado. Después fue a abrir la ventana, pero oyó un grito de mamá. Corrió a la cama, y apenas viendo lo que tocaba, sintió el cuerpo tembloroso de la vieja, que tenía la ropa desarreglada. Sus manos tocaron sin querer la piel desnuda de mamá. Ella tenía las piernas abiertas y las rodillas levantadas. Cuando los ojos de Raúl se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que estaba inclinada en la cama y con las manos sobre el bajo vientre. En las manos tenía algo metálico. Raúl se dio cuenta de que era algo punzante, un destornillador, tal vez, pero no era eso. Lo había hervido en la fuente de agua que se había caído al suelo un rato antes, y mamá intentaba colocárselo ahora dentro del sexo.
No sé si mi hermano comprendía lo que pasaba. Era la primera vez que lo veía, pero no era un tonto. Pronto debió darse cuenta, pero sin duda no sabría qué hacer. Dijo que mamá lloraba y ni siquiera se había sorprendido de verlo ahí. Estaba demasiado dolorida.
-¡Ayudáme! –gritaba en voz baja, pero con todo la fuerza de su garganta contenida.
Pero qué iba a hacer mi hermano sino más que mirar al principio. Las manos le temblaban, el cuerpo alto y flaco de adolescente también le temblaba de escalofrío como si afuera no hubiese más de 30 grados. Cuando vio que mamá seguía intentando sola e inútilmente colocarse aquel elemento en el cuerpo, él se acercó y se puso a llorar.
-¡Ahora no, hijo! Ayudáme…
Y mientras lo decía hizo un esfuerzo mayor y metió con todas sus fuerzas el metal en su vagina. Raúl lo vio entrar y salir varias veces, con sangre primero, luego con unos pedazos de carne, según a él le pareció, que le dieron náuseas. Luego la vieja sacó el metal y lo tiró al piso. Le dijo a Raúl que limpiara todo y se fuera. Que no volviéramos hasta muy entrada la noche.
Raúl regresó al campo. Le preguntamos por el agua y no nos contestó. Ya no queríamos trabajar pero el nos golpeó a cada uno y no tuvimos más que seguir. Nos prohibió volver a casa antes de que él lo ordenara. Dijo que nos mataría, y en su cara había tal expresión que no nos atrevimos a dudar que por lo menos iba a darnos una paliza de las peores.
-Cuando volvimos, le pregunté a la vieja quién había sido.
-¿Qué te contestó?
-Nada, pero yo ya lo sabía. No se necesita ser muy inteligente para adivinarlo.
Yo recordaba bien que el padre Macabeo vino a cuidar de mamá mientras ella permaneció en cama, pero un mes después empezó a venir menos. Nosotros notábamos que mamá y el cura se hablaban poco, manteniendo a veces un silencio que duraba toda la tarde mientras cebaban mate mirando el campo que jamás se recuperaría, que se iba llenando de basura, de chatarra que se herrumbraba como los corazones de ellos.
Raúl se sentaba en el suelo, no lejos de los dos, y los miraba de reojo de vez en cuando, ella sabiendo que él conocía la verdad, y el cura tal vez ignorándolo, pero viendo que algo brillaba en los ojos de mi hermano. Raúl le contaría a Pedro recién un tiempo después todo lo que había visto, por eso Pedro todavía jugaba con Clarisa y conmigo en los campos muertos donde aún permanecían los viejos espantapájaros. Esos simulacros de hombres que ya no asustaban a nadie, víctimas de los caranchos que se asentaban en sus brazos flacos.
20
Valverde regresó después de medianoche. Dio dos golpecitos en la puerta, no más fuertes que el picoteo de un pájaro en la madera.
Yo era el único que estaba despierto. Mis hermanos se había adormecido porque no se habían acostado desde hacía dos noches. Valverde murmuró su nombre al golpear, así que abrí la puerta y lo dejé entrar. Los otros se despertaron sobresaltados.
-Tranquilos, muchachos. Traigo noticias.- Levantó una lámpara de petróleo y se dispuso a encenderla. Raúl lo detuvo.
-No se preocupen, no hay policías en la zona. Esta noche podemos dormir tranquilos.
-¿Pero qué sabés?
-Vengo de su campo, pusieron a vigilar la tumba. En el pueblo me enteré que el juez autorizó la exhumación recién para mañana a la madrugada.
-Entonces mañana salimos antes que el sol y vamos al campo. Tenemos que prender el fuego cuando hayan desenterrado el cuerpo.
-Pero Raúl -dije yo-. ¿No vamos a matarlos, no?
Mi hermano se sonrió.
-Los vivos tienen piernas para escapar, Nicanor. Pero el muerto es quien nos interesa. Tenemos que evitar que hable, porque hasta los muertos dicen lo que les pasó.
Valverde asintió, quizá él lo sabía por haber disecado cadáveres de animales. Yo me preguntaba si a Raúl no le preocupaba algo en particular.
-Pero si va la vieja…
-No va a ir -me aseguró mi hermano.- Ya dijo que no quería que lo desenterraran. Solamente van a estar los policías, el doctor y el comisario. Y ellos se van a escapar del fuego como las ratas del campo.
Decidimos dormir por lo menos durante tres horas antes de salir. Valverde se ofreció a hacer guardia. Nosotros depositamos nuestra confianza y nuestras vidas en él.
Me despertó el canto del gallo, pero aún no había amanecido del todo. Raúl y Pedro ya estaban levantados y lavándose la cara con al agua que salía de una bomba dentro del rancho.
-¿Por qué no me despertaron antes? -protesté yo, creyendo por un momento que querían dejarme afuera del asunto.
Pedro se rió y me dio una patada en el brazo.
-No te preocupés, Nicanor. Vos también tenés laburo que hacer.
Me levanté y saludé a Valverde, que no parecía agotado ni cansado después de la noche de guardia.
-Me gustaría ayudarlos -dijo.
-No es tu asunto -contestó Raúl.
-Vamos…eso ya lo discutimos…
-Tu laburo no es quemar campos sino criar bestias, que te persigan por eso y no por lo nuestro, ¿me entendés? Cada uno a lo suyo y no hay deudas que pagar…
-Pero entonces dejen que les caliente agua para un matecito.
-Eso sí podés -dijo Pedro.
-¿A qué hora era el asunto?
-Lo más probable es que a las seis y media estén en el campo. Para la siete ya todo habrá terminado.
Decidimos apurarnos. Me lavé la cara y oriné en un tacho en un rincón. Volví al grupo que se había reunido alrededor de una fogata suave que Valverde encendió con rapidez. Hicimos tres rondas de mate y comimos unos cachos de carne con cuero que sobraron del asado que habían hecho en su casa dos días antes. Estaban duros y fríos, pero nos sirvieron para reponer fuerzas.
Antes de salir, Raúl nos alcanzó a Pedro y a mí dos antorchas que había preparado durante el día con ramas. Había encontrado alquitrán que Valverde usaba para aislar el techo de la lluvia, y untó con él un extremo. Nos dio fósforos a cada uno y los cuatro salimos. Era la última vez que veríamos esa casa, y de algún modo sentí aprehensión de dejar aquel refugio por el sitio desconocido que era el mundo exterior. Un mundo que conocía pero que ahora me era agresivo y amenazador. La niebla de la mañana daba un tono extraño, más bien irreal al pequeño bosque junto al río. Recorrimos todo el camino que yo había hecho corriendo. Estaba amaneciendo y no debían ser más de las cinco de la mañana.
Llegamos al límite de nuestro campo. Nos escondimos entre los girasoles altos, que ya habían comenzado a marchitarse y encorvarse. El peso de las flores era demasiado para los tallos debilitados por el bicherío. Pensé en el viejo y su esperanza, en la cara que había puesto cuando vio que los girasoles crecían y que cada mañana dirigían sus caras sonrientes al sol. Pero el sol es fuego, es amigo de las llamas. Es el padre bienhechor de los incendios que nuestro padre creaba para borrar la muerte y preparar el terreno para la procreación.
La tierra es un vientre que el viejo quería engendrar, y del cual no pudo obtener más que productos degenerados y deformes. Pero él insistía, preparaba la tierra, cultivaba el vientre de la tierra así como engendraba en el vientre de nuestra madre. Y en cada nacimiento había un fracaso que no quería ver, que desechaba con el fuego. Por eso no deshicimos de él antes que él de nosotros. Era un Cristo que necesitaba la sangre de los corderos del sacrificio.
Allí puedo verlo, surgiendo entre los altos girasoles que se resisten a morir, lo mismo que se resistieron los ladrones que acompañaron al cristo. Pero es solamente uno de los tres espantapájaros crucificados, asomándose en la niebla y proclamando su inutilidad. Su docta tarea de engendrar el miedo se ha convertido en la grotesca labor de un bufón envejecido.
Nos asomamos a un sendero y vimos los autos de la policía y una camioneta. Junto a la tumba estaban dos guardias, el doctor Ruiz, el comisario y el padre Macabeo. Raúl me agarró de un hombro y lo miré, pero él tenía los ojos puestos en el grupo reunido alrededor de la fosa abierta. Sonreía, hasta dio un respingo de jactancia, de orgullo por sí mismo, tal vez, como si estuviese viendo la confirmación de algo que esperaba con ansia.
-Está el cura también -dije.
Me apretó el hombro con fuerza y con cariño.
-No podía faltar, ¿no es cierto? -después le dijo a Valverde:- Andáte, gracias por todo.
Nos dio un abrazo a cada uno y se fue corriendo. Nunca más volvimos a encontrarnos.
Raúl encendió un fósforo y cada uno acercó la antorcha alquitranada. Las llamas se encendieron y los tres nos separamos como habíamos planeado en la noche. Raúl se quedó allí, en la salida principal por donde los demás escaparían. Si era necesario, detendría a cualquiera que intentase llevarse el cuerpo. Él nos había asegurado que sin duda nos adjudicarían el incendio, pero que no podrían probar nada. Unos meses de cárcel, tal vez, si nos veían, pero nada concreto para poder probar que nosotros habíamos empezado el fuego.
Pedro corrió hacia el sector este, que era la espalda de los que allí se habían reunido. Yo fui hacia el campo noroeste, el lado más extenso del sembradío. Empecé a quemar los tallos secos de los girasoles y rápidamente las llamas subieron y se extendieron hacia los costados y hacia el interior del campo. Vi que otras llamas iguales ascendían desde donde estaban mis hermanos.
Escuché voces de alarma y dos disparos, pero los policías habían tirado al aire para avisar seguramente a la gente del pueblo. Yo corrí de vuelta hacia donde estaba Raúl y me quedé con él, cubriéndolo con la escopeta por si intentaban atraparlo. Sabía que Pedro tendría que dar toda la vuelta al campo y no era seguro que pudiera llegar con ese fuego. Entonces Raúl y yo nos escondimos entre las filas de girasoles todavía indemnes y vimos salir al grupo uno detrás de otro. El primero fue el doctor Ruiz, luego un hombre que no habíamos visto antes, quizá un abogado o un secretario del juzgado. Decían cosas a gritos, pero no alcancé a entenderlos. El crepitar de las plantas al quemarse era más fuerte de lo que yo esperaba.
El humo comenzó a hacerse tan denso que no pude ver si salía más gente por el sendero principal. Raúl me hizo señas de que esperara donde estaba y no me expusiera. Él se asomó al sendero a mirar si faltaba alguien. Un tipo gordo lo tiró al suelo en su corrida. Me di cuenta que era el comisario, pero no creo que el oficial se diera cuenta de con quien había tropezado. El humo era muy denso y yo mismo me puse a toser, con miedo a ahogarme. Entonces también salí al camino e intenté sacar a Raúl que estaba en el piso, como atontado por el golpe.
Él se levantó y escupió saliva con sangre. Me hizo señas de que me fuera, pero no lo hice. Me quedé atrás de él por si me necesitaba. Raúl tenía la antorcha en la mano derecha, y con ella intentaba iluminarse mientras entraba al sendero que llevaba a la fosa. Lo agarré de la ropa e intenté detenerlo, pero él no me hizo caso. No sabía qué intentaba hacer, tal vez ver si quedaba alguien.
Escuché una voz pidiendo auxilio. La voz se acercaba, entrecortada, perdida entre el crepitar de las llamas. Creí reconocer de quién se trataba, y no mucho después vi entre el humo la sotana y la figura del padre Macabeo. Se cubría la nariz con una manga, tenía la cabeza cubierta de hollín. No miró hacia adelante sino cuando estaba cerca de la salida y casi frente a Raúl.
Entonces supe que mi hermano no lo dejaría salir.
Raúl arrojó la antorcha sobre el breve trecho de camino que los separaba, y se levantó una nueva barrera de llamas que impidió que el cura pudiese escapar. Lo vimos correr de un lado a otro. Debía tener una expresión de terror en el rostro, pero sólo pudimos adivinarla por la desesperación de sus brazos agitados y los gritos parecidos a aullidos de animal acorralado.
Luego el padre Macabeo cayó al suelo y no lo vimos más.
Pero tras él apareció corriendo otra persona. Alguien que habíamos olvidado porque no sospechábamos siquiera que podría presentarse aquella mañana. Alguien que había ido a honrar al viejo porque quizá lo amaba más de lo que mi hermano Raúl había podido amarlo en toda su vida.
Detrás, estaba nuestra hermana Clarisa.
LOS PERROS CIEGOS
1
Probablemente, se dijo él, cuando el presidente se miró al espejo esa misma mañana mientras se afeitaba y contempló la mitad de su cara cubierta de jabón y la otra limpia y rasurada, ya se sabría abandonado por los hombres de su gabinete. Lo demás, como había dicho Hamlet al morir escuchando la llegada del ejército de Fortinbras, es sólo silencio alimentado por las armas.
-No es buen momento para viajar, Mateo –dijo Alma, mientras daba el biberón a su hijo de casi dos años.
Ibáñez cambió el dial de la radio. Era la caída de la tarde y todos los noticiarios continuaban transmitiendo por red nacional. Buscó algunas estaciones de su preferencia, pero estaban muertas o sonaba el ritmo marcial de una marcha militar, y en algunas otras se escuchaban los estridentes y discordes bronces del himno tocado por una banda de colegiales. Hacía cuarenta y ocho horas del golpe, y él imaginaba al ahora ex presidente el día de ser derrocado. Había confiado en él, lo había votado, incluso consideró correcto, por algunos meses, compararlo con Kennedy. Y por más que no hubiese cumplido sus expectativas y sólo había muerto políticamente, la comparación le resultó válida de un modo más intimista y humano, más cercano a una estrecha complicidad que a los azarosos avatares de los factores políticos.
Mateo Ibáñez se preguntó si existe la casualidad en la política. No, no era posible. Sólo los militares creen en la casualidad, porque ellos se dejan regir por sus corazones. El problema es que confunden las voces de su corazón con la gélida razón de sus cerebros. El entrenamiento es eso, tal vez, acostumbrar al músculo al hambre y al frío, avasallarlo como a un perro vagabundo, apalearlo hasta que la piedad no sea más que un cadáver y la dudosa virtud de la fuerza se vea impulsada, empujada y revivida por las motivaciones del corazón.
Como médico, no creía en las ridículas localidades que los románticos adjudican a los sentimientos. Él sabía que a veces la razón es un impulso más virtuoso de lo que el cerebro es capaz de crear, y entonces proviene de un lugar inexplorado del pecho, una región entre los caminos de la sangre, allí donde los arbustos y los árboles de los huesos forman casas bellas como mansiones celestiales. También sabía que lo que llamamos corazón en ocasiones se centra en un punto del abdomen, como un cosquilleo que indica el crecimiento, quizá el traslado, la mudanza de las vísceras, tratando de acomodar el amueblamiento de las habitaciones humanas para hacerlas acordes a la conducta, tal vez a la íntima información que cada uno hereda, la particular constitución y la peculiar síntesis de toda una vida encerrada en los códigos de una célula.
Para eso lo habían llamado a La Plata. Habían requerido sus servicios desde el Ministerio de Salud para investigar, dar su opinión o indicios, por lo menos, de un hecho que los funcionarios no lograban explicarse. Algunos meses antes, tal vez un par de años si consideraban los relatos aislados que nunca llegaron a denunciarse, habían aparecido animales extraños en las calles de la ciudad. En los últimos cuatro meses, los animales eran del mismo tipo: perros de una raza desconocida, aunque probablemente fuesen mestizos, según pensaba Ibáñez. Él no dudaba de la capacidad y la inteligencia de sus colegas de La Plata, tampoco de los funcionarios del ministerio, por más que le constara por propia experiencia la estupidez gubernamental y los acomodaticios cargos determinados a dedo por impulso de intereses personales o en pago de favores políticos, incluso otorgados por aquello que el miedo tiende a llamar a veces agradecimiento, otras chantaje. En esos casos no era esperable más que una caótica semblanza registrada en informes y enormes columnas de explicaciones y palabrerío que en nada eran útiles, más que para llenar folios y carpetas que luego de cuatro meses debían estar apilándose y encorvando los ya de por sí repletos estantes de un ministerio invadido de humedad y roído por las ratas durante las noches.
Ibáñez aceptó. Le dijeron que formaría parte de una comisión junto a un veterinario, otro doctor de la zona y un arquitecto. Para qué el arquitecto, había preguntado. Los perros, si eso eran, le dijeron, se escondían en lugares diversos a lo largo y ancho de la ciudad, en refugios y escondites que debían constituir madrigueras transitorias porque cuando las brigadas llegaban no quedaba más que un nauseabundo olor a orina y carne podrida.
Después de un largo rato y varios kilómetros, en los que vio pasar pueblos chicos, estaciones de servicio y mojones indicadores de la distancia desde Buenos Aires, Mateo le contestó a su mujer:
-¿Cuáles son, entonces, los buenos tiempos, mi amor?
-Hablo de lo que está pasando, ya oíste lo que dijeron en la radio. Hay militares por todas partes.
Él ya lo sabía, no había más que mirar los puestos de patrullas y los camiones militares a los costados de la ruta. Paraban a algunos autos, pero a ellos todavía no le habían hecho ninguna señal. Quizá, se dijo, su Falcon recién comprado fuese una insinuación para aquellos caballeros vestidos de verde musgo, imponiendo una moda que él adivinaba duraría mucho más que una temporada. Pero todo esto eran especulaciones, laberintos de su mente por donde lo llevaba la inquietud y la fantasía melancólica por la que sentía una inevitable atracción. Es verdad, le habría reconocido a Alma, son tiempos para quedarse en casa y ver el espectáculo del mundo como quien ve los preparativos de una guerra que recién comienza. Recordaba haber leído un poema con esa frase, de una tal Cecilia Taboada. Lo había impresionado esa visión trágica como un poema épico. Era sólo cuestión de supervivencia, más aún si se tenía una mujer y un hijo pequeño a quien proteger. Pero los hombres, se dijo, siempre han salido a luchar. Han encerrado a sus mujeres bajo cuatro llaves para salir a campo abierto y matar al enemigo.
No estamos, sin embargo, insistió en decirse mientras conducía, en la Edad Media, no estamos en una selva sino en una sociedad civilizada, que por más violenta que ella sea, conserva sus leyes y es vigilada por miles de ojos expertos y sagaces, miles de miradas que tienen el poder de juzgar con las armas de la virtud y la justicia. Desde afuera nos miran, eso es un consuelo. No dejarán que nos hagamos daño, serán nuestros padres bienhechores, nuestros consejeros y amigos, nuestros protectores. Castigarán a quienes nos agravien e impondrán la paz. El problema, pensó Ibáñez al acercarse a un destacamento de la policía abarrotado de soldados, es si las fronteras serán muros de contención o filosos alambres de púas. Un muro puede derribarse con un obús, pero las cercas con alambres de púa dejan ver la barbarie y la tortura sin que los jueces puedan atravesar la verja sin lastimarse, sin que las manos callosas de un viejo sabio, último baluarte del código humano, sangren, y esos gloriosos dedos que han escrito las reglas de la justicia se vean lastimados, y sus tendones cortados para siempre como se cortan la conexiones de un cerebro. Manos inertes, sin respuesta, caídas junto a esas cercas como pedazos de un cuerpo que unos perros han masticado hasta saciarse, o quizá no del todo saciados todavía.
Mateo y Alma vieron con miedo creciente la señal que un militar les estaba haciendo justo frente al auto, moviendo sólo el brazo izquierdo, mientras sujetaba el fusil con la derecha. Mateo se detuvo a la vera de la ruta y lo observó acercarse a la ventanilla. Sabía él que debía bajarla, pero había una aprensión que lo hizo prolongar su decisión todavía unos segundos más, como si ese vidrio fuese una última barrera de protección. Tenía miedo. Solo, habría sentido esa extraña vergüenza que surge en los hombres comunes y corrientes ante cualquier clase de poder. Pero allí estaban su mujer y su hijo, y no sólo temía por ellos, sentía una furia incierta, de origen desconocido y causa inmotivada.
El militar dijo algo, apenas moviendo los labios porque la cinta del casco en la barbilla sólo permitía una leve mueca de la boca. De todos modos, él comprendió, porque el soldado con un movimiento del fusil hacia arriba y abajo le estaba indicando lo mismo. Giró la manija y bajó la ventanilla.
-Buenas tardes, oficial –dijo, forzándose a una sonrisa que creía necesaria para intentar borrar esa leve sospecha que había visto surgir en la cara del soldado, y para espantar también el miedo que veía surgir desde atrás de los campos que la ruta atravesaba, desde más allá incluso de la costa que adivinaba a cientos de kilómetros a su izquierda. Como si el ancho se levantara para advertirle, como si el cielo del incipiente crepúsculo fuese un espejo especialmente creado para anunciarle la llegada de un dios menor, pero no menos poderoso que las fuerzas que ahora parecían crecer desde la tierra con la forma de hombres, simplemente hombres pero portadores de máquinas que podían matar como los dientes de un animal.
El soldado no dijo nada, o si algo dijo él no lo entendió con esa incomprensible forma de hablar. Era curioso cómo los militares se gritan entre sí al entrenar, pero cuando hablan con civiles su voz suena gangosa, casi inaprensible al oído, como voces guturales, palabras breves y aisladas, inconexas a veces.
Mateo sacó la cartera de mano de la guantera. Miró de reojo a su mujer, que le devolvió la mirada con ojos irritados mientras intentaba calmar el llanto de Blas. Su hijo ahora lloraba más fuerte, pero él intentó dominarse al buscar el registro y los papeles del auto. Los entregó al soldado, éste los miró largo rato, como si le costara leer. Pero sabía que no se trataba de eso. Era parte del teatro, se dijo, los ritos de una secta, la paciencia llevada al límite esperando signos de temor. El soldado dio la vuelta al auto, no una sino dos veces. En la segunda Ibáñez no ocultó su inquietud, mientras el llanto del niño lo irritaba y le impedía pensar. Qué pasa, carajo. Qué mierda pasa. Pensó en los funcionarios que conocía, en a quién podría llamar en caso de presentarse problemas. Nada en su vida indicaba algún delito ni ocultamiento. Era médico, era padre de familia. Tenía un auto en regla y un departamento que pagaba a plazos. No se metía en política, y sus opiniones siempre fueron de puertas adentro. Pero las paredes oyen, los vecinos tienen oídos, y cualquier palabra, cualquiera, carece de toda inocencia, siempre.
El soldado regresó.
-¿A dónde se dirige, doctor?
-A La Plata, oficial, me convocaron del ministerio de salud, puede comprobarlo si quiere.
Justo al terminar de hablar se arrepintió de haber dicho lo último. Quien no tiene cola de paja no necesita dar referencias. Pero ya estaba dicho, y de todos modos quién podría entender las reglas de ese instante.
-Buenas tardes –fue lo único que respondió el oficial, haciendo la venia después de devolverle los papeles, alejándose después hacia otro auto que habían detenido atrás.
Ibáñez cerró la ventanilla y miró a Alma. Se sonrieron y él puso la primera marcha y retornó a la ruta. Blas seguía llorando. Alma rebuscó en el bolso el termo con leche tibia. Llenando el biberón, se lo ofreció a su hijo, que primero se rehusó y Alma le gritó.
Mateo sacó la mano derecha del volante y se puso a acariciar el pelo de su mujer.
-Tranquila, amor, no pasó nada, ya lo ves.
Ella abrazaba a Blas con más ahínco, ansiosa por ser perdonada, mientras el niño comenzaba a beber nuevamente y el llanto a convertirse en un gorgoteo plácido y sereno, un ruido con olor a leche tibia que invadió el interior del auto como una sustancia más endeble y sin embargo más persistente que el hierro.
2
Faltaban no más de veinte minutos para llegar a la entrada de la ciudad. Estaba oscureciendo y las luces de los autos se encendían como lámparas que viejas máquinas usaban para abrirse paso en bosques oscuros. De pronto, los autos le parecían tan antiguos como las legendarias máquinas de guerra de la Edad Media, catapultas cargadas en enormes artefactos construidos con troncos, deslizándose lentamente sobre ruedas de madera de superficie irregular sobre la más irregular aún superficie de barro y cuerpos muertos que iban dejando tras ellos. ¿Era acaso él un miembro más de aquella comuna de hombres máquinas, abriéndose paso en campos devastados sobre los que la oscuridad iba disponiendo su sábana piadosamente tejida con los hilos del olvido y las agujas de la muerte?
Quiso apartar tales pensamientos. Volvió a encender la radio. Pasó uno tras otro el dial, tratando casi con desesperación hallar otra cosa que no fuesen discursos y marchas militares. En Radio Nacional esperaba encontrar más de lo mismo, pero era sábado a la noche y a esa hora acostumbraba a escuchar el programa de música clásica. Para su sorpresa, allí estaba: música en lugar de palabras, el tenue sonido del fagot en lugar de las carrasperas de viejos militares.
-¿Le gustará a Blas? –preguntó, mirando un segundo a su mujer a los ojos.
Ella le sonrió y bostezó, sin dejar de apretar con suavidad a su hijo contra el pecho.
-Sí, lo va a serenar hasta que lleguemos al hotel. Gracias –dijo, rozando su hombro contra el de su esposo, apoyando la cabeza y cerrando los ojos.
No era Beethoven, pero no importaba. No reconocía aún la melodía, el tono, los giros y las sombras del autor. Parecía ser algo ruso, en eso estaba seguro de no equivocarse. Era una soprano la que cantaba, pero no una ópera, sino un lieder orquestal. Escuchó el sonido de la púa del disco saltar y retroceder un par de veces. Ibáñez no tuvo más que reírse, y vio que Alma también lo hacía sin abrir los ojos.
-Lamentamos la interrupción, estimados oyentes. Luego de esta falla técnica, retomamos la audición de Las danzas y canciones de la muerte, de Modesto Mussorgsky. En primer término, la Canción de cuna.
Entonces la soprano volvió a cantar luego de un muy breve preludio orquestal. Esta vez la púa recorrió el surco estropeado con un leve chasquido al que Mateo ni siquiera prestó atención. Tenía frío, cerró la ventanilla de su lado y pasó su mano derecha sobre los hombros de su esposa. No había una oscuridad completa todavía, pero la sombra ganaba el campo y la ruta, y la moribunda luz del sol era un signo más triste que la absoluta oscuridad. Las luces de la ciudad estaban surgiendo, formando todas juntas una luna enorme sin forma definida, humillando al sol que se ocultaba como un perro apaleado.
Había escuchado varias veces esas canciones, pero siempre en la voz de un barítono. Hoy, en cambio, la voz de una mujer le daba un aspecto más escalofriante a la breve trama de aquellas canciones. La Canción de cuna no era una canción inocente, sino el canto de la muerte que venía a aliviar el sufrimiento de un niño.
-Dios mío…-dijo Ibáñez.
-¿Cómo…? –preguntó Alma.
¿Ella no se daba cuenta? ¿Acaso la voz de esa mujer era tan semejante a la suya que no reconocía los matices trágicos, premonitorios, tal vez? Mateo solamente sabía que se le había formado un nudo en la garganta y no pudo pronunciar lo que necesitaba preguntar. ¿Es la muerte una mujer, al fin de cuentas? ¿Somos los hombres simples sementales que engendran cuerpos para que ellas los expulsen al mundo y luego se los lleven otra vez?
Dios mío, pensó, sin atreverse a quitar aquella canción de cuna que parecía estar siendo dedicada a su hijo.
-Estás temblando –dijo Alma.
-Un escalofrío, nada más. Andá preparando al bebé que en un rato llegamos.
Ella se restregó los ojos con una mano y se puso a poner de vuelta en el bolso las cosas del café y el mate, los baberos y el biberón de Blas.
Entraron a la ciudad ya de noche. Casi no conocía, pero la numeración de las calles lo ayudó a encontrar el hotel donde el municipio había reservado habitaciones para la los miembros de la comisión. Pasaron por calles de adoquines, rodeadas de árboles cuyas copas se entrelazaban por encima, incluso más alto que las casas tradicionales. Era una bella ciudad, se dijo Ibáñez.
-¿Te gustaría vivir aquí? –le preguntó a su mujer. Varias veces habían hablado de eso, pero él tendría que dejar el empleo del estado para pasarse al ámbito provincial, y el sueldo era algo menor. Sin embargo, había compensaciones, un lugar más tranquilo y familiar, más limpio seguramente, que las calles de Buenos Aires y el conurbano.
Las luces de mercurio se asomaban entre las ramas, y las ruedas del auto repiqueteaban sobre los adoquines. Las cunetas en las esquinas eran profundas, pero invitaban a un viaje tranquilo. Las luces de las casas alumbraban las veredas donde los chicos jugaban corriendo alrededor de las madres que conversaban, o cruzando la calle en bicicleta. Unas viejas salían de un almacén con bolsas tejidas llenas de mercadería, otras se asomaban a un ventanal y miraban pasar los coches cuyos dueños regresaban a casa luego del trabajo. Había un olor a madreselvas, a veces a eucaliptos, a veces a carne asada que venía desde los patios.
-Creo que me gustaría –contestó ella.
-Mientras estemos acá, podemos consultar con algunos martilleros…
-¿Sabés cuánto tiempo va a durar la investigación?
-No tengo idea, mi amor. Me parece de lunáticos esta idea de animales desconocidos. Espero que mis colegas estén en su sano juicio.
-¿Los conocés?
-Ni siquiera me dijeron los nombres, todo esto me parece improvisado, y justo ahora con lo del golpe…
Sabía que nada tenía que ver una cosa con la otra, lo mismo que la canción de la radio. Era una sensación exclusivamente suya la que intentaba relacionar las cosas por sus extremos más delgados, más tendientes a deshilacharse cuando las pinzas de la razón intentaban atraparlos. Había bajado el volumen a un límite casi inaudible, pero Blas se despertó llorando otra vez. Entonces apagó la radio y se detuvo frente al hotel.
-Llegamos.
Era un hotel chico, de tres estrellas según constaba en la vidriera. Un vestíbulo con un televisor y tres sillones. Más atrás, un comedor con mesas y manteles de hilo blanco y sillas de respaldo alto que parecían muy incómodas.
El conserje lo recibió tras el mostrador.
-¿Qué se les ofrece a los señores?
-Somos el Dr. Ibáñez y señora. Tenemos reservaciones.
El hombre consultó una lista y sonrió.
-Así es, doctor, es un placer tenerlo con nosotros, lo mismo que a su encantadora señora y al precioso bebé.
Alma no pudo evitar una mueca de burla, que intentó ocultar. Yo la miré y le guiñé un ojo. El conserve era un tipo bajito, esmirriado y zalamero en su forma de hablar. Tenía un atenuado amaneramiento que contrastaba con unos bigotes varoniles y espesos que resultaban falsos en su cara de niño. Tenía canas y debía tener más de cincuenta años, pero seguía conservando la expresión de un adolescente tímido y envejecido antes de tiempo.
-Sírvase firmar aquí, doctor. Todo está pagado ya, incluye todas las comidas y el servicio completo de habitación.
Ibáñez hizo lo que se le pedía y el conserje le dijo que el botones le llevaría el equipaje. Todo eso resultaba artificioso dentro de aquel hotel pequeño y simple.
-¿Sus maletas, doctor?
-En el auto.
El hombre hizo chasquear dos dedos y el chico corrió hasta la puerta para que Ibáñez lo acompañara.
-El botones le indicará el estacionamiento. Sírvase acompañarme, señora doctora.
Alma estalló en una risa y yo me di vuelta para salir de allí antes de que el conserje se sintiera humillado del todo.
-Disculpe, señor –dijo ella, no fue mi intención, pero no soy doctora, solamente la esposa.
El hombre tosió y se llevó una mano al pecho, a la vez que hacía una leve reverencia.
-Mil perdones, señora de Ibáñez, ha sido una equivocación imperdonable de mi parte.
-No se preocupe.- Ella le apretó un brazo, breve pero cariñosamente, y el conserje la miró con expresión en la que parecía querer decirle que de ahora en más dedicaría su vida a ella.
Alma lo siguió hasta la habitación, sin poder dejar de sonreír. Cuando se lo cuente a Mateo, nos vamos a parar de reírnos en toda la noche, era lo que debía estar pensando. Entró al cuarto sobrio, de cortinas blancas que el conserje corrió con un gesto amplio, como si corriera el telón de un teatro.
-Espero que sea de su agrado, señora de Ibáñez.
-Sí lo es, me parece familiar, íntima, ¿no?
El conserje sonrió tan satisfecho que parecía estar conteniendo sus ganas de saltar alrededor de Alma como un perro salvado de la lluvia y el hambre por la más caritativa mujer del mundo.
-Es usted una entendida, señora. Los colegas del doctor han venido solos, así que usted y su hijito son un toque ameno entre tantos científicos.
Para no volver a reírse, Alma preguntó:
-Pero imagino que no seremos los únicos huéspedes.
-En esta época del año, debo reconocer que así es. Mea culpa –dijo cerrando los ojos por un instante y golpeándose el pecho con un puño.-Si no fuera porque soy un cabeza dura… Mire, señora de Ibáñez, soy un hombre chapado a la antigua. Este hotel es mi vida, y aunque me han ofrecido venderlo, no me atrevo a desprenderme de estas paredes. Quieren construir un hotel más lujoso, más grande, saben que mis cuentas tienden cada mes a tomar tintes rojos, usted me entiende. Pero voy sobreviviendo, y aquí me encontrarán cuando me llegue la muerte.
El hombre volvió a cerrar los párpados y a golpearse el pecho, pero esta vez con la cabeza erguida, como un militar que escucha por última vez los marciales tambores del himno nacional.
Luego se despidió, sin aceptar propina. Levantó las manos y sacudió la cabeza varias veces, hizo varias reverencias antes de cerrar la puerta, levantando tímidamente la vista para llevarse un último recuerdo del bello rostro de su bienhechora.
Alma se sentó en la cama y no pudo evitar largar una carcajada. Blas se despertó y empezó a llorar, entonces se dio cuenta que el conserje podría haberla oído y sintió vergüenza, pero el llanto debía haber ocultado su risa. Comenzó a cambiar la ropa del niño. Le cantó una canción infantil que solía serenarlo, el bebé sonrió y gateó sobre la cama. El edredón tenía olor a humedad, como casi todo el hotel, pero no había ni una sola mota de polvo. Revisó el baño y estaba limpio, miró dentro del placard empotrado, y el olor a naftalina la hizo estornudar. Blas le gritó algo, ella corrió a abrazarlo.
En ese momento se abrió la puerta y entró Mateo con las valijas. Detrás venía el chico con los bolsos donde Mateo tenía sus papeles del trabajo y algunos instrumentos quirúrgicos. Ella le había preguntado antes de salir para qué los llevaba, sin en la ciudad le darían todo lo necesario. Pero él estaba acostumbrado a sus cosas, sus escoplos, sus sierras para huesos, los mangos de bisturí, las pinzas y tijeras con los que mejor trabajaba. Mateo se detuvo a mirar el cuarto, pareció conforme y miró a su mujer.
-¿Qué te parece?
-Bien…
-Si no te convence nos vamos a otro hotel. Mirá que podemos pasarnos aquí varias semanas.
-Pero si nos pagan todo, Mateo. Encima de lo poco que te van a compensar, ¿vas a gastarlo en estadía?
-Deberían pagarme el lugar que yo decida…
Alma lo miró como una madre que no sabe si su hijo es estúpido o demasiado ingenuo.
-Ya sé, ya sé…-dijo Mateo.-Entonces la abrazó y la besó.
Blas estaba en cuatro patas, mirándolos atento. De pronto se acordaron que tenían otro espectador, el chico de las maletas.
-Perdoname, pibe. Dejá los bolsos en la cama. Tomá…- le dijo, poniéndole unas monedas en el bolsillo del chaleco.
El chico dejó caer los bolsos en el colchón, y no pareció darse cuenta de Blas. El bebé quedó encerrado, sin mostrar más susto que sorpresa. Mateo y Alma se miraron, pero decidieron pasarlo por alto. El chico resultaba tan iluso como el viejo.
-Me voy a duchar, estoy cansado del viaje.
-Yo desarmo las valijas, amor.
-Sólo lo que necesitemos para cenar, mañana hay tiempo.
Entonces Alma comenzó a contarle la conversación con el conserje, mientras ella iba y venía colgando las camisas y pantalones de Mateo, ordenando la ropa interior en los cajones y los zapatos al pie de la cama. Desde la ducha se escuchaba la risa de Mateo Ibáñez, fuerte y densa, gorgoteando por el agua que se le metía en la boca.
-Si te vas a ahogar, no te cuento más -dijo ella, asomándose a la puerta del baño.
Mateo abrió la cortina de la ducha y dijo:
-No te atrevas a privarme de eso, se lo contaremos a todos cuando volvamos a Buenos Aires.
Salió y se sacudió el pelo, Alma protestó y él la agarró de una mano, la apretó contra su cuerpo y la besó.
-No, Mateo, ahora no, tenemos que vestirnos para cenar. Recién llamé y me dijeron que en media hora cierran la cocina.
Él se resignó.
-¿Conociste a alguno de la comisión? –le preguntó ella mientras él se afeitaba.
-Me dijo el conserje que todos llegaron ayer, pero no vi a ninguno. Están en sus cuartos o de paseo por la ciudad.
-Somos los únicos en todo el hotel, ¿no lo sabías?
Mateo salió del baño con media cara cubierta de jabón y una toalla alrededor de la cintura. Seguía rasurándose mientras preguntaba:
-¿Estás segura?
-Me lo dijo mi pretendiente -y se echó a reír. –Dice que vinieron sin sus familias, o son solteros
-Qué raro -dijo él, volviendo al baño y con expresión inquieta.
Ella no se dio cuenta de eso, y comenzó a elegir algo que ponerse para cenar.
-Necesito el baño, amor.
-Ya te lo dejo…
-Todo sucio, seguro.
Mateo salió y se encogió de hombros.
-Por lo menos cuidá de Blas mientras me cambio –dijo ella.
Él se sacó la toalla y buscó ropa interior en el la maleta.
-Tu madre ya lo guardó todo en el placard, Blas, me lo imaginaba –murmuró.
Eligió un calzoncillo, un par de medias y una camiseta sin mangas. Se puso el pantalón y la camisa. Buscó un espejo por todas partes, hasta que se le ocurrió mirar en la cara interna de una de las puertas del placard. Tenía manchas marrones y los bordes rotos y afilados, pero de todos modos servía. Buscó un saco sport y se miró al espejo. Todavía no tenía la panza que mucho después lo caracterizaría, sino una leve prominencia en su cuerpo alto y desgarbado. Llevaba el cabello rojizo algo largo, pero le gustaba como se veía. Se contempló las ojeras de cansancio. Tenía todo el domingo antes de comenzar el trabajo. Tal vez me habitúe a esta ciudad, se dijo.
Se dio cuenta que Blas lo observaba atento desde la cama. Era un niño tranquilo para su edad. Salvo cuando algo lo irritaba, solía quedarse quieto varias horas seguidas, aunque no durmiese. Siempre tenía los ojos atentos y con un brillo que recordaban a los de su madre. Mateo se sentó en la cama y puso a Blas sobre sus rodillas. Comenzó a mecerlo levantando los talones, llevando un ritmo al que no prestó atención al principio, luego se dio cuenta que era la melodía de la Canción de cuna de Mussorgsky. Se detuvo, reconociéndose extraño, como si otro hubiese invadido su intimidad familiar.
Alma salió del baño con un vestido rojo de mangas cortas. La falda era algo estrecha aunque no demasiado. El escote dejaba ver el collar de perlas que él le había regalado para la boda. Se había lavado la cabeza y sus rizos castaños lucían brillantes.
-¿Cómo me veo para tus colegas?
Ella no necesitaba preguntarlo, sabía que él la amaba, y eso era suficiente. No se trataba de sentimentalismo ni toda esa enjundia rosa de enamorados, sino una sabiduría que ninguno de los dos había aprendido en ninguna escuela ni nadie les había mencionado, De todos modos, hay cosas que deben decirse, porque incluso lo que implica el silencio puede ser confundido, transformado por las pequeñas semillas de maldad que habitan el aire que respiramos.
-Más hermosa que cuando nos casamos.
Ella sonrió y se acercó a besarlo. Cayeron de espaldas en la cama y Blas los contemplaba serenamente.
Mateo se dio cuenta que Alma miraba a su hijo como otras veces la había notado hacerlo.
-Nunca te fijaste cómo nos mira, especialmente a mí –dijo ella.
-Ya me di cuenta, hace un rato me miraba fijo mientras me vestía.
-No me refiero a eso. Parece no pensar en nada cuando me mira, sonríe, se ríe incluso, me dice mamá y después se distrae con otras cosas. Pero cuando me mira fijo le tengo miedo.
-No digas tonterías…
-Es en serio. A veces se me ocurre que ve algo en mí, algo que yo no sé. Cuando estoy sola me miro al espejo y trato de encontrar ese algo que él sí puede ver.
Mateo no sabía qué decir, le acariciaba los rizos, tiraba de los tirabuzones y los veía volver a formarse. Hundió la cara en los cabellos de Alma y comenzó a levantarle la falda.
-No Mateo, ya te dijo que no.
-Pidamos algo para comer en la habitación…
-Tenés que cenar con tus colegas…en serio, soltáme, por favor, me vas a arrugar el vestido.
No tuvo más remedio que hacerle caso. Ella comenzó a vestir a Blas. El niño se bajó de la cama y se puso a gatear hacia el baño.
-Quiere hacer pis… -dijo Mateo, levantándolo para llevarlo.
Cinco minutos después, apagaron la luz de la habitación, cerraron la puerta y bajaron la escalera que conducía al comedor. Había tres hombres cenando cada uno en una mesa distinta. Se dieron vuelta cuando oyeron la aguda voz de Blas intentando decir algo que sus padres sólo después entendieron con precisión, cuando escucharon los ladridos de los perros en la calle. Blas señalaba con su bracito estirado hacia la vereda y decía: los perros, los perros.
3
Los tres hombres los miraron. Uno estaba en una mesa junto a la pared, era el único que no daba la espalda a los Ibáñez. Era algo bajo, robusto pero no gordo, cara redonda y rubia, ya de escaso cabello aunque no debía tener más de treinta años. Llevaba un traje azul oscuro, su correspondiente chaleco de incontables botones, una camisa blanca y una corbata de color que completaba un conjunto pulcro y excesivamente cuidado. Al verlos, levantó la cabeza un poco y se limpió los labios con la servilleta que había puesto en su regazo.
Los otros dos estaban de espaldas y se dieron vuelta al escuchar al niño. Uno era alto, muy flaco, de pelo encrespado y castaño claro, patillas largas y una barba de pocos días. Vestía una camisa negra y un jean, sobre los hombros un pulóver. Los miraba con esos ojos que los escritores hallan grato llamar achispados, con una mezcla de diversión y leve malicia, sarcasmo o desencanto, tal vez. Al tercer hombre Mateo creyó reconocerlo. Era un tipo pequeño, de cuerpo proporcionado a su estatura, cara delgada y blanca, cabello con rizos cortos, oscuros, barca bien rasurada. Llevaba un sweter verde que parecía tejido a mano, una camisa de corderoy y pantalones pinzados de la misma tela. Daba la impresión de que la ropa le quedaba grande, no se veía mal pero si incongruente, no demasiado acorde con su forma de cuerpo, o como si alguien más, quizá la esposa, le hubiese dicho cómo hacerlo, sin importarle a él demasiado cómo salía a la calle. Este fue quien primero se levantó de la silla, muy rápido, haciendo tambalear el vaso sobre la mesa y se acercó a Mateo.
-¡Doctor Ibáñez, es un gusto verlo otra vez!
Mateo trató de recordar, el otro se dio cuenta de su duda, y esperó.
-¡Doctor Ruiz! ¿Nos conocimos en el accidente del paso a nivel, no es cierto?
Ambos se estrecharon las manos durante casi un minuto, sonriéndose con complicidad y una extraña felicidad a la que los otros estaban ajenos.
-No me dijeron que se trataba de usted, si lo hubiera sabido habría venido con más ganas. Tuve que cancelar consultorios y trabajos en el campo -dijo Ruiz.
-Tiene que contarme de su vida desde que no nos vimos, pero déjeme presentarle a mi familia. Ella es mi mujer, Alma, y mi hijo Blas. –Luego le dijo a Alma:- Bernardo y yo nos conocimos el día que nació Blas, cuando tuvo que irme para lo de aquel accidente, ¿te acordás?
Ella asintió y dio la mano a Ruiz.
-Es un gusto conocerla, señora Ibáñez.
-Llámeme Alma, por favor.
Luego se acercó el hombre alto. Lucía raro en medio de la luz tenue del comedor (el conserje y dueño parecía ansioso por hacer economías poniendo lamparillas de escasa potencia), alto y algo encorvado, miraba a los demás con la alegría de un chico y la sonrisa desencantada de un anciano.
-Este es el doctor Dergan, el veterinario.
-Mauricio para todos, ya que vamos a trabajar juntos por un tiempo.- Y dio un apretón de manos a Ibáñez y su esposa.
-Dergan y yo venimos del mismo pueblo, pero hacía unos años que no nos veíamos. Fue un gusto encontrarnos aquí –dijo Ruiz.
-¿Por qué no nos dijeron quiénes eran los miembros de la comisión antes de venir?
-Supongo que porque no sabían, parece todo muy improvisado.
-Eso mismo le decía yo a mi mujer.
Ruiz se alejó un poco y llamó:
-Arquitecto, por favor, acérquese.
El hombre del traje se levantó y caminó hacia ellos con más confianza. Ruiz lo presentó.
-El arquitecto se siente algo aislado entre nosotros, según me dijo.
Márquez se sonrojó. Era más tímido de lo que parecía. Su voz era dulce y muy tenue. Había que prestarle mucha atención cuando hablaba.
-Colaboraré con ustedes tanto como pueda, doctores. Les dije a quienes me convocaron que quizá fuera mejor un ingeniero, pero en fin, si nos pagan…
Todos se rieron, aunque no parecía ser la intención del arquitecto hacer una broma. Era de esos tipos introvertidos y serios, que en las pocas ocasiones en que intentan ser graciosos o unirse a un grupo tienen la triste virtud de sonar desubicados o hasta ridículos. Esta vez no fue así del todo. Su respuesta sirvió para romper un poco el hielo de las presentaciones en ese comedor penumbroso, donde el silencio de la calle por la hora avanzada era sólo interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros.
-Vamos a sentarnos, por favor –dijo Ruiz.
Entonces se encontraron con el conserje, parado en medio del comedor y con las manos a la espalda.
-La cocina se ha cerrado, caballeros.
-Pero no venga con tonterías –dijo Dergan.- El doctor y su familia no han cenado todavía.
-Pero los empleados tienen su horario...
-Entonces sirva lo que haya.
-No es nuestra costumbre rebajar la calidad de nuestra gastronomía.
Ruiz dio una mirada cómplice a Mateo, como diciendo: usted ve, doctor, a qué clase de tipos y lugares nos entregan.
Ibáñez tuvo una idea. Le habló al oído a su mujer y ella le guiñó un ojo. Alma se acercó con el niño en brazos hasta el conserje.
-Sé que es un inconveniente, pero mi hijo tiene hambre, no tomó más que su biberón. –Luego apoyó una mano sobre el antebrazo del hombre.
Entonces el otro bajó la cabeza, y como un sirviente avergonzado, dijo:
-No podría perdonarme ese descuido, mi querida señora. Le ruego que disculpe mi enorme estupidez ante tan graciosa dama. Iré a preparar yo mismo algo para usted y el estimable doctor.
Cuando se metió en la cocina, todos estallaron en risas solapadas. Márquez reía sin sonido, Ruiz sacudía los hombros y Dergan llevaba la cabeza hacia atrás.
-Espero que no nos haya escuchado, me da lástima –dijo Alma.
-No te preocupes, o está acostumbrado o no se da cuenta. ¿Pero por qué cenaban todos separados, Bernardo?
-Porque el conserje así lo decidió. Dijo que son las normas del hotel. Las mesas las comparten sólo las familias. –Se encogió de hombros, resignado.
-Pero vamos a solucionar el asunto ahora mismo –dijo Dergan. Se puso a acomodar las mesas y las sillas. Cuando los demás vieron lo que deseaba hacer, lo ayudaron. Márquez levantó sin esfuerzo su mesa y la unió a las otras dos. Ibáñez trajo servilletas y vasos de una repisa. No esperaban demasiado del conserje, y ya era bastante que les trajese la comida.
Los cuatro hombres y Alma se sentaron alrededor de las mesas, y el niño en una silla alta que Mateo halló arrumbada en un rincón del comedor. Debió sacarle el polvo antes de sentar allí a su hijo. En seguida se escucharon algunas quejas desde la cocina, pronto acalladas. No sabían si había cocinero, pero la voz con la que el conserje discutía era la del botones.
-¿Será el chico el que cocina? –preguntó Alma
-Espero que no, parece un bobo –dijo Mateo.-Hace un rato casi aplasta a nuestro con las valijas. ¿Y qué es de su vida, Bernardo?
-Me casé hace un año, ahora paso la mitad de mi tiempo en La Plata y la otra mitad en el pueblo de mi mujer, Le coer antique, muy chico y no creo que lo conozca. Su familia tiene campos, y ella se quedó porque está embarazada y la cuidan.
-Lo felicito, Bernardo –dijo Alma.
Ruiz agradeció, devolviendo una sonrisa en la que se leía un apacible y triste sentimiento de congoja, como si de pronto deseara salir de ese hotel y regresar al pueblo.
-No soporto estar mucho tiempo lejos de ella, por eso no estaba seguro de aceptar.
El conserje apareció con un plato de spaghetti que sirvió a Alma. Luego volvió con otro para Ibáñez.
-¿Y para el niño?- dijo Dergan.
El conserje tosió.
-No sé qué come un niño de esa edad…–reconoció el conserje
Nadie dijo nada, aunque hubo sonrisas escondidas. Veían que el hombre estaba avergonzado. Abrumado, también, por un hotel en decadencia, deudas impagables, la amenaza de cierre, el personal que renunciaba, y ahora ellos, huéspedes pagados por el estado que venían a perturbar el orden que él había creado y mantenido durante años.
-Por favor, señor Ansaldi, prepare un puré de calabaza, si es posible, ¿y tendrá acelga hervida?
-Por usted lo haré ahora mismo –y se fue corriendo.
-Menos mal que la tenemos usted, señora Ibáñez…-dijo Márquez.
-Walter, no sea tan formal, estamos entre amigos. Debemos conocerrnos más ya que vamos a pasar juntos un tiempo.
El arquitecto miró a Ruiz con agradecimiento.
-Tiene razón el doctor…quiero decir Bernardo…-dijo Alma, y se rió de sí misma.-Llámeme Alma, arquitecto…digo…Walter.
Los hombres celebraron la equivocación, y Blas los miraba a todos, atreviéndose también a emitir algo parecido a una risa entrecortada. Apareció el conserje con la comida para el niño. Dejó el plato en silencio, hizo una reverencia y se retiró, no a la cocina, sino hacia la recepción. Lo vieron luego cerrar las puertas del hotel y apagar las luces principales del vestíbulo. Sólo quedó una lámpara de pie iluminando los sofás que miraban uno hacia el televisor apagado y otro hacia la calle.
-¿Sabés algo de lo que tenemos que investigar? –preguntó Mateo a Ruiz.
-No hablemos de trabajo, señores, tenemos el fin de semana para descansar –dijo Dergan.
Ruiz lo miró con frialdad, y sin hacerle caso, le respondió a Ibáñez.
-Me dijeron que se trata de animales parecidos a perros, aunque dudo mucho que sean algo más que perros hambrientos, una especie de jauría que va de un lugar a otro de la ciudad buscando comida. Como nadie los alimenta, supongo comen ratas, gatos y otros animales. Han encontrado tachos de basura revueltos por todas partes, pero eso lo hace cualquier perro perdido de la calle.
-¿Pero atraparon a alguno? – preguntó Márquez.
-Dicen que sí, aunque yo no vi el cuerpo. Los encargados del instituto antirrábico lo cremaron después de hacerle una disección. Uno es conocido mío, y según él el perro era blanco, sin orejas, sólo el orificio del oído externo, no muy alto, robusto como un bull dog.
-Creo haberlos visto en alguna parte antes…-dijo Dergan, pensativo, y miró a Ruiz buscando una señal de asentimiento, quizá. No obtuvo nada, salvo que éste lo mirase con recelo.
-Lo que no entiendo es cómo vamos a atrapar alguno –preguntó Márquez.- Espero que la policía o la perrera nos ayuden.
-Están fumigando e inundando las cloacas con gas tóxico. Esta mañana vi los camiones mientras llegaba al hotel.
La puerta principal se abrió. Pero no fue la entrada de un probable nuevo huésped lo que sorprendió a todos, sino el ruido que entraba desde la calle. El ladrido de los perros era ahora intenso, de tonos graves y profundos, casi formando un eco encima del otro, acrecentados y prolongados por esas calles cuyo diagrama en diagonal comenzaba a formarse lentamente en la imaginación de cada uno. Como si los ladridos fueran una marca de lápiz sobre un plano de esa ciudad de diagonales, desplazándose y creando calles que no parecían existir antes, o por lo menos carecer de importancia antes de que los perros llegasen.
Entonces Alma se dio cuenta de que Blas se había bajado de la silla.
-¡Blas! –Buscó bajo la mesa, luego alrededor, y se levantó asustada. Miró hacia la recepción y lo vio caminar tambaleándose hacia la puerta de calle. Mateo le dijo a su mujer que no se preocupara.
-No suele escaparse como otros chicos, pero a veces no podemos sacarle los ojos de encima –dijo a sus colegas.
Alma levantó al niño pero éste lloraba y gritaba. Extendiendo su bracito decía algo que ella no entendió al principio. Cuando Mateo se acercó, ella dijo:
-Sí, mi amor, los guau-guau están afuera, pero vos tenés que ir a dormir ahora, mañana los vas a ver.
El chico dejó de llorar y estiró los brazos hacia su padre. Alma se lo entregó y el niño se abrazó al cuello de Mateo. Seguía diciendo guau-guau.
-Los pichichos te pueden morder, mi amor. Tu papá los va a ver mañana y te va a decir si podés tocarlos- dijo Alma.
-Nos vamos a la cama, lástima que no podamos quedarnos de sobremesa…
-No se preocupen –dijo Ruiz, aunque podríamos tomar un café después que acuesten al chico, ¿qué les parece?
-Pero la cocina está cerrada…
-Yo me ofrezco prepararlo -dijo Márquez en voz baja, para que el conserje no los escuchara.
El hombre que había entrado con una valija se fue con actitud hostil. Ansaldi se acercó a ellos para despedirse.
-¿Qué le pasaba a ese hombre? –preguntó Alma.
-Quería una habitación, pero las únicas en buen entado son las suyas. Parece que el señor se ofendió, qué le vamos a hacer. Si necesitan algo por la noche ya saben que el botones está disponible. Yo cierro con llave la entrada, pero si por alguna emergencia, Dios no lo quiera, deben salir, pueden disponer de ella en el mostrador. Buenas noches.
Se fue, ocultando un bostezo, hacia una pieza que estaba detrás de la recepción.
4
Los Ibáñez subieron a su cuarto y acostaron a Blas. El niño seguía murmurando guau.-guau aún medio dormido. Alma no quiso acompañar a Mateo para el café. Estaba cansada y le preocupaba que Blas se despertara. Mateo bajó al comedor. Encontró a los demás fumando. Márquez regresaba de la cocina con tazas todavía vacías, pero ya podía olerse el aroma del café.
-¿Tienen una excelente máquina de café express, a alguno le gusta especial?
-Un café moka, garçon –bromeó Dergan.
Ibáñez ya había notado el intenso acento francés del veterinario.
-¿Hace mucho que estás en el país? –le preguntó.
-Hace casi veinte años. Nos conocimos con Ruiz en el pueblo.
Mateo miró a Bernardo, éste confirmó en silencio. No insistió.
-¿Y vos Walter?
-Yo soy de Buenos Aires, pero tengo un par de obras acá en La Plata.
-Ayer el arquitecto me llevó a una mansión que construyó, es enorme. Pero tuvo problemas…
Márquez parecía incómodo con ese comentario.
-Bueno, sí, hubo un derrumbe en un sector…
-Y el arquitecto quedó atrapado…
-Bueno, sí, pero no me pasó nada.
-Salvo la pierna coja…
Márquez se llevó una mano a la pierna derecha, como un reflejo.
-Pero se me está curando…
Todos se quedaron en silencio. No esperaban eso cuando planearon el café de sobremesa.
-Vamos a la calle…-propuso Dergan.- El taxista que me trajo desde la estación me habló de unas casas de putas.
-¡Sos un pelotudo, Mauricio!-dijo Ruiz. -¿No te das cuenta que Ibáñez está con la familia?
Dergan se llevó el cigarrillo a la boca e hizo un gesto de disculpa, pero era evidente que no veía el inconveniente.
-Agradezco la intención, Dergan –dijo Mateo.-Vayan ustedes, si quieren.
-Nada de eso, Mateo.- Salgamos a tomar un poco de aire. Te va a servir para conocer un poco los alrededores.
Se levantaron y buscaron la llave de la entrada. Estaba con una cinta roja colgando de un gancho en la pared. Salieron y Márquez se encargó de cerrar la puerta. Afuera pasaba un camión recolector. Cuando se alejó, escucharon los ladridos, aunque más lejanos. Estaba frío y Mateo no había traído abrigo. Los cuatro encendieron cigarrillos y se pusieron a caminar en silencio. Bernardo le fue señalando algunas casas y negocios conocidos del barrio. Algunas familias eran sus pacientes y él atendía un consultorio cerca de allí. Caminaron cinco cuadras y llegaron a la esquina de una plaza chica pero acogedora, con bancos de madera, luces de mercurio que daban una luz lúgubre a pesar de la intensidad.
-Ésa es la panadería de los Casas, más allá está la farmacia de Valverde. Es otro vecino de mi pueblo que se mudó hace un tiempo. La mujer está enferma pero no me deja atenderla, él dice que se las arregla solo, pero yo dudo que tenga título.
-Estoy seguro que no lo tiene –agregó Dergan.
Mateo habría querido preguntar por qué no lo denunciaban, pero creía que eso era hacerse inamistoso demasiado pronto. Primero necesitaba saber más.
-De todas maneras, no suele meterse demasiado con mis pacientes, y eso es lo que me interesa, ¿no es cierto, Ibáñez?
-Supongo que sí.
-Este es el bar de Santos, tranquilo para pasar la tarde. Suelen reunirse Valverde, Casas y el mecánico algunas veces. Les gusta ver pasar a las maestras cuando salen del colegio.
Sus risas resonaron en la calle vacía. Sólo pasaba una moto de vez en cuando, algún auto o una ambulancia. Eran las doce y media de la noche, y habían caminado casi diez cuadras más. Entonces comenzaron a sentir algo parecido a un tronar en el asfalto. Todos lo notaron y miraron alrededor. Sólo había rocío sobre las veredas de baldosas acanaladas, delgados arroyos de agua en las cunetas, débiles luces desde los porches de las casas que apenas sobrevivían hasta el cordón. Se dieron cuenta que el centro de las calles descansaba en una absoluta oscuridad. El barrio donde estaba el hotel no era céntrico, sino un barrio suburbano, y además estaban ya en un barrio más alejado aún. El ruido provenía desde el fondo de la calle donde ellos se habían parado, esperando ver a aparecer algún auto, aunque estaban seguros que no se trataba de eso. Eran como pisadas fuertes, como de una manada, y alguno de ellos habrá pensado, por más que no se atreviese a decirlo en voz alta, en que pronto verían una manada de búfalos.
Qué absurdo, fue lo que se dijo Ibáñez en ese momento, porque fue el único que se animó a traducir su presentimiento en palabras silenciosas que sólo a él mismo se confesó. Pero tampoco era tan fuerte ahora el sonido sobre las calles, sino que parecía de pronto llegar por el aire, como un sonido hueco, un sonido de instrumento de viento, quizá un aullido. ¿Podría ser eso, tal vez?
Entonces Dergan dijo:
-Son los perros, puedo olerlos. Conozco el olor de cualquier perro, lo trae el viento hasta nosotros.
Ibáñez vio cómo el veterinario olfateaba el aire como un cazador. Iba a decir algo pero en seguido vieron aparecer una sombra blanca desde la siguiente esquina. Ellos estaban parados en la intersección de dos calles, cada uno de los cuatro vigilando una de las cuatro posibles amenazas. Porque de eso se trataba, de amenazas que se vieron confirmadas en aquella extraña sombra blanca que avanzaba entre la escasa neblina de la noche. Ya no tenían dudas, eran perros, y sus ladridos se hicieron claros y estridentes, secos como sonidos de corno a través del aire húmedo de un bosque inexplorado. Llegaban de la calle que Ibáñez vigilaba, y gritó:
-¡Ahí vienen!
Ellos no sabían qué hacer. ¿Debían escapar corriendo, acaso? ¿No eran nada más que perros callejeros? Los cuatro miraron hacia alrededor pero no vieron más que esa jauría que se acercaba corriendo. Podían ver el vaho de su aliento en el frío nocturno, y los ladridos eran a la vez amenazantes e hipnóticos. Los hombres se quedaron parados todavía unos segundos más, pero Márquez estaba ya tirando de las mangas de los otros para huir.
-¡Qué les pasa, la puta madre! ¡Vámonos de aquí!
-¡Esperen nn poco, si corremos nos van a perseguir! ¡La única oportunidad es quedarse quietos! –dijo Dergan.
-¡Dios Santo, pero nos van a morder! –insistió Walter.
-Dergan conoce a los animales, Walter –dijo Ruiz.- Esperemos que tenga razón.
Entonces se quedaron parados y quietos, arrojaron los cigarrillos al piso y se unieron hombro con hombro. La jauría ahora estaba a mitad de cuadra, y avanzaba con rapidez hacia la intersección. El olor a pelo sucio y heces, a orina y mugre apelmazado no hizo más que adentrar su imaginación en viejos bosques y tiempos remotos, donde generaciones antiguas habían labrado largas rencillas y sangrientas cacerías con perros salvajes. Ellos, los animales, eran los intermediarios entre los cazadores y las presas. Sintieron que los perros pasaban junto a ellos, rozándoles los pantalones, pisándoles los zapatos. Márquez dijo:
-¡Me mordieron!- pero no estaba seguro, había sentido el tirón del pantalón pero nada más. Quizá lo habían olfateado y huido.
Vieron pasar quizá cuarenta perros. Todos iguales por lo que habían alcanzado a ver. Blancos, sin orejas y sin cola. Como había dicho Ruiz, tenían la constitución de bull-dogs pero no exactamente iguales. Cuando todos pasaron, los cuatro hombres suspiraron de alivio.
-Si hubiéramos corrido, estaríamos corriendo por cuadras, y seguro que nos alcanzaban –dijo Dergan.
-Dejame ver ese tobillo- dijo Ruiz a Walter.
El arquitecto se sentó en el cordón de la vereda y se arremangó el pantalón. No tenía nada.
-Te habrá olisqueado un poco, nomás.
Ibáñez miraba alrededor, a las casas.
-¿Pero nadie salió a ver qué pasaba? No entiendo.
-Están acostumbrados, Mateo. Conozco a la gente de este barrio, son mis pacientes. Me han estado preguntando por los perros desde hace mucho, y ya no se despiertan cuando los oyen pasar.
-¿De qué clase son, parecen mestizos?
-Sí -dijo Dergan.- Pero tienen deformidades, como mutilaciones de nacimiento. Son todos iguales, ¿se dieron cuenta?
-¿Pero a dónde fueron ahora?
-Para allá, de donde vinimos.
-Dios mío –dijo Ibáñez.- El hotel.- Empezó a caminar hacia allá, pero Ruiz lo detuvo.
-Está cerrado, Mateo, Walter tiene la llave, no suelen entrar a la casas tampoco.
-Mi familia está ahí, quiero estar seguro.
-Entonces vamos todos.
Los cuatro empezaron a correr hacia el hotel. Eran hombres poco habituados al deporte y tres cuadras después ya estaban cansados. Aminoraron el ritmo pero aún así sudaban y respiraban con dificultad.
-Maldito cigarrillo –dijo Ruiz, que se llevó la mano al pecho y tosió una flema de color opaco.
-Ni en pedo vamos a alcanzarlos, si hubiera un teléfono cerca.
-Ni siquiera hay un boliche abierto…ahí hay un teléfono público.
Dergan corrió y les dijo que siguieran. Al poco rato los alcanzó:
-Está sin línea, tiene los cables carcomidos.
Ellos lo miraron sin cejar en su paso rápido, como preguntándole si era posible que lo hubieran hecho los perros.
-Lo destrozan todo, tachos de basura, cables, neumáticos, plantas. Hasta mataron a un vagabundo en la plaza hace dos meses.
Ibáñez miró a Ruiz y preguntó:
-Nunca supe de eso.
-No salió en los diarios, por lo menos. El ministerio no quería que se supiese.
Mateo Ibáñez volvió a correr. Los demás trataron de seguirle el paso. Márquez iba a buena distancia de ellos, cansado, con la corbata floja, el saco colgando de su brazo y la camisa transpirada. Se habían alejado demasiado del hotel y todavía faltaban más de cinco cuadras, por lo menos.
5
Alma se había desvestido y puesto el camisón diez minutos después de que Mateo bajara al comedor. Escuchó las voces de los hombres abajo, corriendo las sillas. Luego la puerta de calle que dejó entrar el ruido del motor de un camión recolector de residuos. Saldrán a caminar, pensó ella. Besó a Blas, que se arrebujó en su cuna, sin despertar. Luego se acostó. No le gustaban los hoteles, las sábanas frías y extrañas le provocaban escalofríos aún en pleno verano. La habitación a oscuras era todavía más intrigante, con esa humedad que impregnaba los muebles y las cortinas viejas. Los postigos de metal estaban oxidados y rechinaban con el viento. Había una corriente de aire que llegaba de alguna parte, y ella se levantó para ajustar las hojas de la ventana. Antes de cerrar miró hacia la calle y vio venir a un chico corriendo, un adolescente, que se agarraba la mano y parecía gritar, aunque muy quedamente. Luego escuchó el golpeteo en la puerta de calle, y reconoció al botones del hotel en aquel muchacho vestido como cualquier otro con vaqueros y remera.
Cerró nuevamente la ventana y se colocó una bata. Echó una rápida mirada a Blas, que seguía dormido. Salió al pasillo y miró hacia la puerta. Se veía la sombra del chico golpeando. Del cuarto tras el mostrador salió el conserje con una linterna, con el cabello despeinado y una bata a cuadros verdes y rojos.
-¡¿Quién es?! ¡¿Qué pasa?!
-¡Soy yo, tío! - gritaba el muchacho.
Ansaldi fue a abrir, pero se dio la vuelta, regresó al mostrador y buscó la llave. No la encontró. Rebuscó luego en los cajones y halló una copia. Mientras tanto, Alma bajaba las escaleras.
-¿Qué pasó?
-Es mi sobrino, no sé que le ha sucedido. Lamento que la despertara.
-No importa, ábrale.
-Espero que esta llave funcione, es una copia vieja, la otra se la di a los doctores para que entraran al volver de su paseo
Metió la llave en la cerradura y costó abrir, pero finalmente lo hizo y el chico entró directamente para sentarse en el sillón del vestíbulo. Tenía la cara fruncida de dolor y se sujetaba la mano derecha con la izquierda.
-¡Me mordió un perro!
-¡Pero dónde!
-A dos cuadras de aquí,
-¿Y qué hacías a estas horas en la calle cuando te mandé a la cama?
-Señor Ansaldi, por favor, deje eso para después, no ve que está sangrando. ¿Donde tiene un botiquín?
-Dale gracias a la señora que por ahora te salvás. Voy por el botiquín, mi querida señora.
El conserje se metió en su cuarto, cuya luz iluminaba apenas el vestíbulo. Alma trató de calmar al chico y ver la herida, pero apenas podía. Buscó el interruptor y no funcionaba. Encontró la caja principal está atrás del mostrador. Alma probó y se encendieron todas las luces de la planta baja. Por qué Ansaldi había cortado todas las luces de ese sector a la noche. ¿Habría llegado a ese colmo en su necesidad de ahorro? Volvió adonde estaba el chico y revisó la herida, era amplia y tenía un hueso del pulgar expuesto.
-¡Señor Ansaldi, rápido, hay que llevarlo al hospital!
El conserje dijo que no encontraba el botiquín, y al salir de la pieza se sorprendió de ver todas las luces prendidas.
-¿Quién las encendió?
-Fui yo, y es absurdo cortar la corriente de noche, más en un hotel.
-Mi querida señora, hay razones para eso, y usted no las conoce, si me permite decirlo.
-No conozco ninguna razón más que su tacañería. Pero ahora hay que llevar el chico al hospital. Por lo menos llamar a una ambulancia.
Ansaldi fue a llamar por teléfono, ofendido pero con gestos dignos.
-¡Qué hombre tan estúpido es tu tío! Disculpame, pero es así como se porta. ¿Por qué corta las luces?
El chico la miró un momento, como decidiendo si contestar o no, por fin dijo:
-Por lo perros, si hay luces no se acercan.
-¿Y por qué iba a querer que se acerquen al hotel?
-Los echan de todas partes, señora. En cambio acá a veces duermen en el umbral hasta antes que amanezca. Mi tío les da de comer si lo ve muy famélicos.
Es una locura, se dijo Alma, están todos locos en este lugar.
Ansaldi volvió diciendo que en el hospital no había ambulancias disponibles, que tenían que llevarlo ellos mismos.
-Dios mío, y quién sabe cuándo volverá mi marido. Me voy a cambiar y saco nuestro auto. Haga el favor de envolver con una tela limpia esa herida, ¿quiere?
Cuando Alma volvió a su cuarto, Blas seguía dormido. Dio gracias al cielo y esperó que no se despertara. Pero si salía tenía que dejarlo solo con aquel viejo, y eso ni pensarlo. No tenía más remedio que llevarlo con ella al hospital. El viejo seguro que no querría dejar solo el hotel. Y Mateo que no llega, de paseo con amigos después de tanto tiempo de vida austera en Buenos Aires, y justamente hoy.
Terminó de vestirse y envolvió a Blas con su abrigo. Bajó las escaleras.
-Ya estoy lista.-Se detuvo y recordó que había olvidado los papeles y las llaves del coche.-Téngame al niño un momento, por favor.
Ansaldi no sabía cómo agarrarlo. Alma hizo un gesto de hastío y lo apoyó en el sillón, junto al chico.
-Entonces por favor vigile que no se caiga, por lo menos eso-. Subió corriendo y buscó los papeles en la valija, era lo único que había dejado sin desempacar porque no creyó que los necesitaría tan pronto. No encontró las llaves, y se asustó al pensar que quizá Mateo se las había llevado consigo. Al final las halló en la campera de viaje de su marido y respiró aliviada. Luego escuchó uno ladridos que se acercaban. Salió al pasillo y bajó las escaleras, pero a mitad de camino se dio cuenta que las luces estaban otra vez apagadas.
-¿Pero qué mierda….? –comenzó a decir, antes de ver que casi diez perros entraban al vestíbulo a oscuras, adonde llegaba desde la calle una escasa luz de mercurio. Más de diez perros quedaban afuera, dando vueltas frente al hotel. Los que habían entrado recorrían el vestíbulo, y ella alcanzó a ver la sombra del conserje y el chico sentados en el sillón. Pensó en su hijo y se desesperó. Corrió hasta allí sin ver que dos de los perros estaba al pie de la escalera, o si lo vio no le prestó atención en realidad. Porque estaba seguro de lo que había visto sólo un segundo antes. El señor Ansaldi había empezado a levantar al niño y lo acercaba a uno de los perros.
-¡No! –gritó lo más fuerte que pudo, y su grito se hizo más fuerte todavía cuando sintió la mordedura profunda, limpia y exacta de los colmillos de uno de los perro que la aguardaban al pie de la escalera.
Alma cayó al piso. Intentó zafarse, sacudirse al animal de su tobillo izquierdo, pero éste se aferraba cada vez más fuerte, mientras el otro la agarraba de la otra pierna. Pronto comenzó a no sentir dolor, sino una anestesia profunda, como si ya no tuviese piernas. Entonces tuvo que ir arrastrándose con el peso de ambos animales para llegar al sillón, donde Ansaldi, contradiciendo lo que ella había visto sólo un instante antes, se había acurrucado con las rodillas dobladas para protegerse. El chico comenzó a defenderse con los almohadones y tirándoles cosas de la mesa junto al sillón.
Alma se agarró del apoyabrazos y rogó ayuda al conserje. Éste la miraba como si la viera por primera vez. Ella se dio cuenta que nada podría obtener de él, y creyó estar desangrándose por ya casi no sentía las piernas. Buscó a su hijo, pero al no encontrarlo pensó que debía estar tapado entre el conserje y el botones. Éste ya no tenía qué arrojarles, así que se puso a llorar, sin darse cuenta de que la sangre que le salía de la mano manchaba el sillón. Los perros ahora estaban más furiosos que antes. Olían la sangre, y Alma también podía sentirla, pero su vista se nublaba y sabía que estaba por morir.
Mateo, murmuró, y si imaginación confundía la cara de su esposo y la cara extraña de aquellos animales. Los perros no parecían ver nada, los ojos eran claros como los de los ciegos. Eso fue lo último que vio antes de dormirse, porque eso es lo que suele suceder cuando la sangre brota de una arteria principal. Un cuerpo sin sangre es como una caldera sin agua. La presión se enfría y la vida se pierde, lentamente.
6
Los cuatro llegaron a la vereda del hotel, pero ya desde la cuadra anterior vieron a los perros frente a la puerta dando vueltas y ladrando. Algunos vecinos habían abierto las ventanas y se asomaban para mirar, ninguno se atrevió a salir.
Cuando se dieron cuenta que los animales estaban entrando, Ibáñez hizo todo el esfuerzo que pudo por llegar. Ruiz y Dergan no le iban en saga, incluso Márquez, bufando como un buey, apuró el ritmo. Pero tuvieron que detenerse ante los perros que les impedían el paso, gruñendo y salivando intensamente. Ahora pudieron verlos bien de cerca. Blancos y de pelo muy corto, sin orejas, sólo un orifico a cada lado del cráneo, hocico corto y ancho, cuerpo robusto y patas cortas. Pero sobre todo se dieron cuenta que los perros no los miraban directamente, los párpados estaban casi cerrados, como caídos por falta de uso o una parálisis facial. Lo que podía alcanzarse a ver de los ojos, era solamente un brillo opaco de las órbitas con pupilas claras. Los perros movían la cabeza de un lado a otro como si temblaran, pero no era eso, sino que se guiaban por el olfato y movían el hocico hacia todas partes, constantemente. Eran igual a lo que hace un hombre ciego cuando intenta distinguir de donde proviene un sonido en particular.
-Están ciego, Ruiz –dijo Dergan.- Tenías razón, son los mismos.
Ibáñez no entendía a lo que se refería, pero no era eso lo que le importaba ahora.
-¿Cómo vamos a pasar entre ellos?
-Tengo una idea –dijo Márquez. Sacó el encendedor del bolsillo y empezó a prenderle fuego a su saco. Luego lo agitó frente a los perros y éstos empezaron a escapar.
-Estupendo, Walter – lo felicitó Dergan, y los cuatro se abrieron paso en la brecha que abría el arquitecto.
Cuando lo cuatro entraron, el último cerró la puerta dando una patada al último perro que intentó seguirlos. Adentró había otros cuatro alrededor del sillón. Ibáñez vio a su mujer en el piso, con uno de los animales aferrado a la pierna.
-¡Alma! –gritó, yendo hacia ella.
-¡Cuidado! –le advirtió Ruiz cuando dos de los perros iban a atacarlo, pero Bernardo levantó una silla y comenzó a golpearlos.
Ibáñez llegó hasta donde estaba su mujer, los dos perros seguían vivos y aferrados a las piernas, entonces él agarró otra silla y se puso a golpearlos con todas su fuerza, una y otra vez, con asco e ira al mismo tiempo.
-¡Mateo, basta! –escuchó decir a Bernardo, que lo agarró de los brazos y lo detuvo. Entonces Mateo se dio cuenta que el perro estaba destrozado, pero no había soltado la pierna de Alma. Tanta era la fuerza, que había quebrado el hueso.
-¡Dios mío, mi Alma! ¡Mi querida Alma! –dijo, arrodillándose junto a ella y levantándole la cabeza.
El conserje seguía acurrucado en el sillón, el chico los miraba quieto y sin saber qué hacer. Blas lloraba manchado de sangre. Mateo oyó el llanto y se dio cuenta que su hijo también estaba lastimado. Pero ya Ruiz lo había levantado en brazos y lo estaba revisando.
Sólo quedaban otros dos perros vivos, que Márquez intentaba espantar con la chaqueta en llamas. Dergan trató de golpearlos por la espalda, pero eran demasiado ágiles. Los animales intentaron buscar una salida que no veían, como moscas sobre el vidrio de una ventana. Walter miró afuera y vio que los otros ya no estaban. Abrió la puerta y dijo:
-¡Empujalos afuera, Mauricio, que se vayan!
Los perros escaparon enseguida y Walter cerró la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y buscó el interruptor que no funcionaba. El chico se levantó del sillón y fue hasta el mostrador. Las luces se encendieron y vieron entonces todo el panorama de mugre y sangre sobre la alfombra y los sillones. Había tres perros muertos, Alma y Mateo en el piso. Ansaldi seguía mirando impávido desde el sillón, siempre con las rodillas dobladas junto al mentón. El chico tenía la mano destrozada y aún le sangraba.
-Mateo – dijo Ruiz.-Blas se manchó con la sangre del chico, pero no veo heridas, no te preocupes.
Ibáñez no mostró alivio, quien sabe si estaba escuchando.
-¡Mi Alma! –decía, meciendo la cabeza de su mujer contra su pecho.
Ruiz decidió tomar las riendas del asunto porque no esperaba lucidez de parte de su amigo.
-Dejame verla, por favor.
Mateo lo dejó acercarse.
-Tiene pulso, débil, pero está viva, Mateo, hay que llevarla al hospital.
-Y a este chico también –dijo Dergan.
-Voy a buscar el auto.-Márquez salió por la puerta del estacionamiento.
Ruiz intentó separar las mandíbulas de los perros de las piernas de Alma.
-Ayudame, Mauricio.
Entre los dos intentaron abrirles las bocas, mientras Ibáñez sujetaba las piernas.
-La puta madre…-decía Bernardo forcejeando de las mandíbulas e intentando al mismo tiempo no destrozar más las piernas de la mujer. Mauricio dijo que sabía cómo hacerlo.
-La quijada se les traba, como una luxación, ¿entendés? No se pueden desprender cuando muerden algo de mayor diámetro que su boca.
Dergan corrió hasta su cuarto y trajo el maletín. Sacó una pinza y apretó las mandíbulas de los perros por debajo de las orejas hasta quebrarlas. Entonces lograron soltarlos con facilidad.
El auto esperaba en la puerta tocando bocina. Ibáñez levantó a su mujer en brazos, pero antes de salir le dijo a Dergan:
-Quedate acá a cuidar a mi hijo, por favor, cuidalo con tu vida.
Mauricio le dijo que no se preocupara.
-Vamos –apuró Ruiz.
Acostaron a Alma en el asiento de atrás, con la cabeza sobre la piernas de Ibáñez. Él le acariciaba la cabeza, alisándole el cabello sucio y transpirado. El chico se sentó adelante entre Márquez y Ruiz, ahora lloraba y Bernardo le pasó un brazo por los hombros e intentó consolarlo.
-Me duele –decía el muchacho.
-¿Cómo te llamás? – preguntó Bernardo, mientras las luces de las calles se hacían más frecuentes a medida que se acercaban al hospital.
-Manuel Ansaldi, señor.
-¿El conserje es tu pariente?
-Mi tío, señor. En realidad, es como mi tío abuelo, creo. Es tío de mi abuelo.
Márquez y Ruiz se miraron con asombro.
-Pero si no tiene más de cincuenta años.
El chico no contestó. Ya se veían las luces blancas de la entrada a la guardia.
7
Mauricio cerró la puerta al ver alejarse al auto. Levantó a Blas en brazos.
-Voy a lavar al chico, viejo. Usted levántese y caliente algo de leche y comida.
Como no se movía, lo sacudió de un brazo para hacerlo reaccionar.
-Ya sé que fue todo un shock, viejo, pero no veo que haya hecho usted nada por impedirlo. Después me va a decir quién abrió la puerta si nosotros la habíamos cerrado con llave. ¡Vamos, mueva el culo de una vez!
Subió hasta la habitación de los Ibáñez, le sacó las ropas manchadas al niño y lo metió en la bañera con agua tibia. Blas no había dejado de llorar en todo ese tiempo, pero al sentir la calidez del agua comenzó a apaciguarse. Dergan le cantaba una canción de cuna de su país, en francés, y el ritmo suave y delicado de sus palabras, el dulce amaneramiento ds su voz hicieron que Blas sonriese mientras lo enjabonaba.
Luego lo levantó en brazos y lo secó con la toalla. Lo llevó a la cama y le puso la ropa que su madre pocas horas antes había acomodado en un cajón del placard. Lo acostó, salió al pasillo y gritó:
-Viejo, ¿y la leche?
Como no recibió respuesta bajó corriendo y lo encontró en la cocina, parado junto a la hornalla, esperando que hirviera.
-¿Es sordo además de estúpido? Tuve que dejar al chico solo. Súbala en cuanto esté lista.
Volvió corriendo al cuarto. Blas ya no lloraba. Un rato después el conserje subió con el biberón y se lo entregó a Dergan. Blas tomó su leche y comenzó a adormecerse. Cuando estuvo seguro que dormía completamente, lo metió entre las sábanas y las ajustó a los costados del colchón. Controló que la ventana estuviese bien cerrada. Luego salió cerrando la puerta con llave. Bajó al comedor y se encontró con el viejo sentado a una de las mesas, tomando un té. Seguía con la misma bata y el mismo olor a perro sucio.
-¿Por qué no se lavó un poco? –dijo Dergan, más conciliador. No entendía la participación del viejo en aquel desastre. Si no hubiese abierto la puerta…
-Cuénteme que pasó.
Ansaldi lo miró con esos ojos marrones que parecían color café con leche. De dónde viene, se preguntó Dergan. No parece argentino, me da la impresión que viene de mis tierras, del viejo continente quiero decir. Es como si alguna vez lo hubiese visto, o a su familia tal vez. Tiene esos ojos lúgubres y vivaces al mismo tiempo, tristes y furiosos. Son ojos que esconden demasiado, como la tierra.
-Mi sobrino empezó a golpear la puerta de calle. Estaba herido, entonces busqué la copia de la llave que hace mucho que no uso. Pude abrirle y lo dejé entrar. La señora Ibáñez se había despertado y me acompañó. Dijo que había que llevarlo al hospital y que iba a usar su auto. Fue a cambiarse y a buscar las llaves, supongo. Pero cuando bajó lo perros ya habían entrado.
-¿Pero entonces no cerró usted la puerta cuando dejó entrar al pibe?
Ansaldi se encogió de hombros y contestó:
-No se me ocurrió en el momento, Manuel se quejaba de dolor y no sabíamos qué hacer.
Dergan se frotó la cara con las manos, cansado y furioso de ver tanta estupidez.
-Pero por qué estaban a oscuras, con el interruptor general apagado. Con las luces grandes los animales no suelen acercarse.
-Las apago de noche en la planta baja, doctor, para ahorrar, usted sabe que el hotel no anda bien en los últimos tiempos.
-Déjese de doctor, soy veterinario.
-Como quiera, monsieur Dergan.
Mauricio entonces percibió en aquel acento italiano un residuo de viejas épocas. Ya no dudaba, el viejo había venido de Italia mucho tiempo antes, y conocía su tierra de Bretaña.
-¿Cuándo vino usted de Europa?
Ansaldi sonrió.
-Oh, monsieur, hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.
-¿Pero cuántos años tiene?
El viejo no contestó, era muy mal actor y se notaba que se hacía el sordo a conveniencia.
-¿No me escuchó?
-¿Qué cosa, monsieur?
-Le pregunté cuántos años tiene.
Ansaldi se levantó y Dergan lo retuvo.
-Estoy cansado, monsieur, por favor, tenga piedad de un viejo como yo. Mañana tengo que tener este hotel en condiciones para ustedes.
-¿Dé qué ciudad viene, por lo menos conteste eso?
-De Firenze, monsieur.
Luego se levantó, se fue hacia su pieza y cerró la puerta, pero antes volvió a apagar las luces, sin hacer el más leve movimiento para limpiar el vestíbulo o sacar los cuerpos de los perros. Mauricio dio un sobresalto cuando se quedó a oscuras, y de pronto recordó que antes de venir de Francia su abuelo le contaba historias, leyendas de la vieja Europa medieval, algunas alegres trasmitidas por trovadores, pero otras, del siglo dieciocho y diecinueve, más siniestras. Le había contado una vez una historia de una tal Alicia de Trieste, de gran belleza, que había muerto de sífilis, pero se contaba que en realidad la había matado su esposo con un aparato mecánico que había inventado. Era una historia fantasiosa que involucraba a un autómata y una imaginación inmoderada. No supo por qué pensó en tal historia en ese momento, quizá fuese porque era la única de origen italiano que su abuelo francés le había contado, o quizá porque el apellido Ansaldi sonaba con reminiscencias acordes a ese nombre de mujer y a esa ciudad en particular. Pero aquella Alicia había muerto sin descendencia, según creía.
Fue a buscar una bolsa de arpillera en el baúl de su auto. Regresó con ella, recogió los cadáveres y los metió dentro. Dejaría que los empleados de Ansaldi limpiaran el resto. Él cargó la bolsa hasta su cuarto y allí la dejó, cerrando con llave, aunque no pensaba que fuese inviolable. Volvió a la habitación del niño, que seguía durmiendo, y se acostó en la cama en la que los Ibáñez no dormirían juntos nunca más.
8
El domingo en la mañana, Ibáñez se despertó sentado en una silla de hospital, con la cabeza entre los brazos y el cuerpo recostado sobre el colchón donde estaba su mujer. Levantó la mirada, sobresaltado al sentir que ella lo tocaba. La mano de Alma acariciaba la suya.
-¿Cómo te sentís? –le preguntó, besándole la frente.
-Mal.
Mateo no pudo más que besarle lo labios, la cara y el cuello. No tanto para consolarla, sino para asegurarse que no la había perdido, que era ella, su mujer, su Alma, la que estaba en esa cama.
-¿Y Blas? –preguntó ella.
-Está bien, por suerte no le pasó nada. Está en el hotel con Dergan.
-¿Y el viejo…?
-Tampoco lo mordieron…pero el chico casi pierde un dedo de la mano. Qué se le va a hacer…
-Dios mío…
-Por favor, mi amor, no te preocupes, ya pasó todo.
-Pero vos y los demás, tienen que estudiarlos, a esas bestias…
-Ya encontraremos alguna solución. Por favor, no te agites, no te preocupes por nosotros. Dedicate a sanarte.
-Me duelen las piernas…
Mateo miró hacia el pie de la cama. Cómo iba decírselo, por Dios, cómo le diría a su mujer que probablemente perdería la mitad de la pierna, o ambas quizá. La habían operado anoche, incluso Ruiz estuvo en el quirófano, pero a él le prohibieron entrar. Y ahora ella tenía las piernas con dos semicírculos de tutores externos y con vendas que cubrían la falta completa de músculos y tendones.
Alma levantó un poco la cabeza y notó el bulto bajo las sábanas.
-¿Aparatos?
-Tutores externos, tenés fracturas expuestas, pero ya te limpiaron anoche y estás con antibióticos. Ahora tratá de dormir.
Alma cerró lo ojos, no porque lo obedeciera sino por cansancio. En el suero que alimentaba su sangre había sedantes, analgésicos y antibióticos. Todo un coctel que no muchos resistirían largo tiempo. Pero ella es fuerte, se dijo. Le habían aplicado las vacunas apenas llegó al hospital. Alma abrió otra vez los ojos y le dijo:
-El viejo…
-Ya te dije que no le pasó nada…
-No, Mateo…el viejo quiso matar a Blas…
-¿Qué decís, no entiendo?
Alma respiró profundo para elevar su voz pero la sacudió un ataque de tos. Mateo le alcanzó un vaso de agua y la ayudó a beber. Ya no pudo hablar mejor.
-Quiso entre…entre…garlo…
Luego cerró los ojos y su cabeza cayó sobre la almohada.
-Alma… Alma.
Mateo le tomó el pulso y no lo encontró.
-¡Enfermera!
Apoyó el oído en el pecho de Alma y no escuchó latidos. Comenzó a hacer la maniobra de resucitación mientras la enfermera lo miraba desde la puerta. Poco después entraron los médicos con el aparato de electroshock y lo separaron de la cama. Mateo se quedó en un rincón, observando, tratando de entrever entre los cuerpos de los médicos y enfermeras a su esposa. Se dio vuelta contra la pared, abrazándose a sí mismo, raspando su frente sobre la pared. Dios mío, no dejes que se vaya, no dejes que se vaya, no dejes que se vaya…
-Doctor…
Mateo se dio vuelta. Era el médico que la había operado.
-Doctor, lo lamento mucho, un coágulo debió producir el paro. Hicimos todo lo necesario.
Mateo apoyó su mano derecha sobre el hombro del médico. Asintió con la cabeza pero no se atrevió a acercarse a Alma. Temblaba, y el médico lo ayudo a caminar hasta la cama. Ella era otra, no su esposa, no la mujer con quien se había casado. Él había visto muertos toda su vida, por eso sabía que ellos son fragmentos de anatomía, cuerpos cuyos nombres ya no les pertenecen. Ellos adquieren un nuevo estado sin particularismos no excentricidades. Un nombre como un adjetivo ya no les es útil, sólo un sustantivo: cadáver. Una palabra que resume un estado permanente, una situación que no implica circunstancias ni condiciones. Aislados y protegidos de los vaivenes y las amenazas de la vida, para siempre ignorantes como niños bobos del amor y la pena. Ellos son cosas que miramos descomponerse con el tiempo, a los que metemos en cajones y sepultamos o escondemos en departamentos abovedados de ciudades que crecen hacia arriba y abajo. Cementerios donde los muertos ni siquiera saben que a su lado hay otro muerto tan solitario como él. Donde el silencio es a la vez una congoja y un alivio, una desesperada búsqueda y un vacío sin vértigo. Donde la oscuridad no es temor sino abandono, espacio inabarcable y estrechos límites sin movimiento. Donde el todo es a la vez la nada, donde se anulan los contrarios, la luz y la sombra, el ruido y el silencio. Allí se logra convivir por la sabia disposición de Dios que ha decidido borrar los contrastes para permitir el descanso de los humanos atiborrados de angustia y terror. Los ojos que han visto el desastre de la vida, necesitan ver la paz de la oscuridad.
Mateo lloró sobre la cara de Alma, sobre lo que fue la cara de esa mujer con la que él tuvo un hijo que sobrevivía en un hotel, cuidado por las manos inexpertas de un veterinario y junto a un viejo que le resultaba más peligroso que los mismos perros. Cobijó la cabeza de Alma entre sus manos, revolviendo el pelo en el que tantas veces había metido su cara mientras hacían el amor, volviendo a oler el intenso aroma de esa mujer que ahora se estaba perdiendo entre el olor a remedios y alcohol. Sus lágrimas tenían olor también, las lágrimas de él, porque ella no había alcanzado a llorar antes de morir. Las lágrimas de Mateo Ibáñez mojaron la cara de un cadáver ya sin nombre. Un resto de huesos y carne al que ya no le importarían los gestos desesperados de un hombre ni las lágrimas que él pudiese derramar. Un cuerpo que alguna vez había respondido a sus caricias y sus palabras después de mucho tiempo de pensar que nadie en el mundo lo haría alguna vez por él. Y ahora resultaba insensible tanto a su amor como a su desesperación, a su súplica como a su íntimo ofrecimiento de entregarse él también a ese estado sólo adivinado, sólo irrisoriamente presentido por aquellos que no han pasado ese límite, tan fino y delgado, tan transparente, pero que tiene la imperecedera, la inviolable, la inescrutable virtud del máximo secreto. La nada y la oscuridad.
Lo llevaron a un cuarto contiguo y le dieron un calmante. Una enfermera se quedó a cuidarlo. Ruiz entró después y se paró junto a la cama. Mateo estaba mirando fijo el techo del cuarto, luego estrechó la mano de Ruiz y se sentó.
-¿Qué voy a hacer? –murmuró.
Bernardo no lo escuchó y se inclinó para oírle mejor. Mateo le susurró al oído la misma pregunta, y luego se aferró a su amigo. Lo abrazó con todas sus fuerzas y Ruiz lo dejó hacer, no apretándolo contra él sino acariciándole la espalda, la cabeza y los hombros. Porque ese hombre necesitaba el consuelo de una caricia y no la fuerza de un abrazo solamente. La fuerza estaba en la ira de Mateo Ibáñez, estaba en el dolor que provocaba en el frágil cuerpo de Bernardo Ruiz, que a pesar de todo no se quejó, porque al fin de cuentas él también era un hombre y se sentía capaz de entender y soportar, de ser el blanco de la ira que su amigo necesitaba descargar y compartir. El dolor como un abrazo y su correspondiente respuesta, las caricias en la espalda y la cabeza. Una mano que sacuda el pelo como lo hizo nuestro padre cuando éramos chicos, una mano que palmee la espalda como lo hizo nuestro abuelo cuando probamos nuestro primer trago de alcohol. Un par de manos que nos sostuviera la cabeza para reconocer de frente la verdad ante un par de ojos amigos, y recibir el beso en la mejilla. Un beso que incluye también el beso de Judas porque eso también fue amor y amistad, porque la amistad incluye al amor y el amor a la irremediable traición. Uno y otro separados por abismos, enlazados por puentes quebradizos con palabras pusilánimes y muertas antes de tiempo. Palabras como cadáveres.
Por eso Bernardo Ruiz se dejó abrazar con cierto dolor y él no tuvo que hacer más que apoyar su barbilla en la cabeza de Mateo Ibáñez, que lloraba mojándole la ropa que no se había cambiado desde anoche.
-Llorá todo lo que quieras. ¿Sabés que a pesar de conocernos desde hace mucho no hemos pasado más que dos días juntos? Es curiosa la amistad, Mateo, ¿no es cierto?
No esperaba respuesta, era sólo conversación, tiempo perdido dentro de una habitación de hospital mientras afuera, tras las ventanas de vidrios esmerilados, ambos sabían que la mañana seguía transcurriendo también con conciente y deliberada desesperación, en busca de algo que nadie más que ella, quizá, conocía. Olvidando en el camino el peso muerto que impediría su paso más acelerado, cosas y hombres, todo aquello cuya sustancia requiere del tiempo como forma de vida y ritmo natural de permanencia. Dejando de lado lo que no sirve, pateando los obstáculos del camino y avanzando sin querer mirar atrás, aunque a veces lo haga. Pero a ella, la mañana luminosa, no le gusta hacerlo, mirar atrás. Porque cuando eso sucede, por las tardes suele arrepentirse de su ritmo, suele dolerle su cabeza de sol y su espalda de caminos. Entonces no tiene más que agachar la cabeza mientras sus piernas siguen, las bellas piernas sostenidas por dos pies enormes calzados en sendas lunas llenas. Deslizándose siempre, arrepentida cada noche y estimulada cada mañana. Pero atada a un fin que ella, tal vez, ni siquiera conoce.
9
Cuando abrió los ojos, Mauricio tenía al pequeño Blas sobre su pecho. Quién sabe desde cuándo el niño se había deslizado desde su lugar y se había acurrucado contra y sobre él para abrigarse. Echó una ojeada al reloj despertador de la mesa de luz. Eran casi las nueve de la mañana del domingo. Bostezó, se fregó la cara con las manos. Había dormido vestido y tenía la ropa arrugada. Se encontró, de pronto, con los ojos abiertos de Blas.
-Buenos días – le dijo.
-Hola –le contestó Blas.
-¡Qué chico tan bien educado, dormiste como un lirón toda la noche y ahora me saludás como un caballero! Vamos a hacer pis…
Lo levantó en brazos y lo llevó al baño. Lo sentó en una pelela que Alma había traído. Mauricio orinó en el inodoro. El chico, sentado desde su lugar, miraba con asombro el chorro fuerte de aquel hombre que no era su padre, pero que sin embargo lo trataba bien y con el que parecían sentirse a gusto.
-¿Ya hiciste? –preguntó Mauricio, tirando de la cadena del baño. Levantó a Blas y vio el charquito de orina en la pelela.- Buen chico. Ahora vamos a desayunar.
Bajaron al comedor. Un hombre estaba limpiando la suciedad del vestíbulo.
-Buen día –dijo Dergan.- ¿Y el conserje?
-Se levantó temprano para visitar a su sobrino en el hospital, señor.
Mauricio sentó a Blas en la sillita alta. La cocinera se acercó a tomarles el pedido.
-Leche tibia con azúcar para el chico, agua, jugo de naranja y vainillas. Ya sabe, lo que toma un bebé –dijo, sonriendo, como disculpándose de su ignorancia en esas cosas.
La mujer entendió.
-¿Y para usted?
-Café con leche, nada más. Pero antes quiero cambiarme de ropa, así que cuídemelo mientras se desayuna, por favor.
-Está bien, señor, me lo llevo a la cocina mientras preparo el desayuno.
Mauricio volvió a subir y abrió la puerta de su cuarto. Entonces recién recordó, al notar su ausencia, la bolsa con los perros. Buscó en todas partes por si había olvidado que las escondiera en algún sitio en especial, pero era un cuarto estrecho. Se golpeó la frente con la palma de una mano y se llamó estúpido. Anoche estaba cansado con todo lo que había sucedido, y a pesar de que al cerrar la puerta con llave tuvo el fugaz pensamiento de que esa no era la única copia, no había tenido ganas de tomar precauciones. No podía cuidar al chico y a los perros al mismo tiempo, no en el mismo cuarto, por lo menos. Alguien debió entrar durante la noche, y obviamente no podía tratarse más que de Ansaldi. Ahora el viejo no estaba, y aunque posiblemente fuese verdad que estuviese en el hospital, no podía hacer nada hasta que Ibáñez regresara.
Decidió llamar por teléfono, por lo menos hablaría con Márquez o Ruiz para no molestar a Mateo, que suficiente tenía ya con lo de su mujer. Bajó, levantó el tubo del aparato de la recepción y marcó el número del hospital. Mientras esperaba a que lo atendieran, miró a los dos empleados trabajar tranquilos, el hombre limpiando y la mujer dándole el desayuno al chico. No tenía sentido enojarse con ellos, eran simples asalariados del conserje.
-Buenos días, ¿me podría comunicar con el doctor Bernardo Ruiz, por favor?
-¿De parte…?
-De Mauricio Dergan, es importante, gracias.
Esperó un momento. Miró el reloj de pared, eran las diez de la mañana.
-¿Hola, Mauricio?
-Sí. Walter, ¿sos vos?
-Sí, ¿pasó algo con Blas?
-Nada, está desayunando ahora. Pero tengo noticias importantes. ¿Cuándo vuelven? ¿Cómo está Alma?
Hubo un breve pero demasiado elocuente silencio para que Dergan no se diese cuenta, para que no adivinase lo que Walter iría a decirle, y como un reflejo ante lo que presentía, miró a Blas en su sillita, con una vainilla mojada en una mano, mientras la cocinera intentaba darle en la boca una cucharada de crema de leche.
-Es una tragedia, Mauricio. Alma falleció hace quince minutos. Bernardo está con Mateo, tratando de consolarlo. No sé cuándo vamos a volver al hotel. Si querés paso por allá…
-¡La puta madre que lo parió, Dios mío! ¡Qué mierda es ésta en la que nos metimos! ¡Dios santo, mi Santo Dios de las mil putas!
Mauricio Dergan no sabía si pensaba en voz alta o era simplemente la voz de su pensamiento, más fuerte que lo habitual. A nadie le decía todo esto, pero los empleados lo miraban. Se frotó los párpados con la mano libre, sus dedos se humedecieron, y se quedó en silencio. Del otro lado del teléfono hubo un corto lapso de absoluta nada, donde ni siquiera el zumbido de la línea interrumpía el respeto debido, como si hasta los dioses que rigen los saberes de la técnica compartiesen con los hombres el mismo miedo y la misma servidumbre ante aquella otra diosa más fuerte e impredecible. Esa que no guía por hipótesis ni puede resumirse en tratados ni someterse a pruebas, porque los experimentos siempre terminan en el fracaso o quizá el triunfo ya previsto por su misma sustancia. El silencio como prueba y manto protector, como mortaja e incienso de respeto, como un fin en sí mismo.
Márquez entendió lo que estaba pasando por la cabeza de Mauricio.
-No hace falta que vengas…
-Si por ahora te las arreglás solo…Mateo necesita apoyo, hay un montón de cosas que solucionar, ya sabés. Pero contame si pasó algo importante en el hotel.
-¿Viste a Ansaldi en el hospital?
-Sí, está en la habitación del sobrino. Espera que le den el alta al mediodía.
-Macanudo, entonces tengo tiempo.
-¿Para qué?
-Ya te voy a contar después.
-¡Decime ahora!
-Se robaron los cuerpos de los perros para la autopsia. Y estoy seguro que fue el viejo. Pero no le digas nada. Solamente asegurate que vuelva para acá no antes del mediodía.
-Está bien.
-Chau, y dale mi pésame a Mateo, si sirve de algo…
-Lo haré, cuidate.
Colgó el tubo y miró a la calle. Había el habitual trajinar de los domingos por la mañana. Gente que iba o volvía de la panadería de los Casas con facturas, otros con periódicos bajo el brazo, o leyéndolos distraídos mientras caminaban, tropezando con aquellos vecinos que les daban los buenos días. Se olía ya el humo de algún fuego que alguien estaba preparando para el asado del domingo en algún patio de una de esas casonas anónimas y corrientes. Gente que pronto moriría, porque los años no son más que pasos en una vereda. Mañana alguno de ellos ya no estaría, y pocos o nadie se darían cuenta de su ausencia. Y los perros saldrían por las noches, realizarían su cometido para esconderse antes del amanecer, antes de que alguien pudiese o siquiera se atreviese a intentar atraparlos. Y lo más curioso es que la gente se había acostumbrado, lo mismo que la mayoría se había habituado ya a nuevo régimen de estado, a los soldados en las rutas y los uniformes militares en el gobierno. Qué importaban los avatares políticos cuyos informes conformaban titulares en la prensa de todos los días, con mayor o menos dosis de engaños, si alguien que él había conocido por menos de un día, había muerto. Si alguien que ya jamás regresaría había dejado a otro ser abandonado a su propia suerte, que no podría valerse por sí mismo y que necesitaba cuidados permanentes. Un niño de casi dos años por el que cuatro hombres debían velar día y noche, porque ahora representaba más que el hijo de una mujer muerta, más que un chico al que educar. Era ya casi un símbolo al que había que rescatar de cada próximo ataque, así como su madre lo había salvado del primero.
-Señor, el chico ya terminó su desayuno. ¿Le sirvo el suyo? Mire que ya es tarde y tengo que empezar a preparar el almuerzo.
-Está bien –contestó, sentándose junto a Blas.
-Mamá, papá…- dijo el chico, jugando con una cuchara y golpeándola sobre el mantel. La leche se había derramado y un entrañable olor sacudió la memoria de Dergan. Pensó en su infancia en su tierra, en el aroma de la leche que traía el lechero cada mañana en su tarro abollado por el uso. Venía cada amanecer en su camioncito blanco y su delantal también blanco, su gorra gris y las botas manchadas de leche. Se bajaba del vehículo, llenaba las botellas que en cada casa dejaba en la puerta desde la noche anterior y las depositaba de vuelta tocando el timbre o golpeando. Pensó en las tostadas untadas con la manteca que el mismo lechero proveía los lunes a quienes se la encargaban cada viernes.
Mercí, madame, decía el hombre, luego de cerrar su mano sobre las monedas que la madre de Maurice Dergan le entregaba, mientras con la otra sacudía el pelo del chico, despidiéndose hasta el día siguiente, hasta esa repetida eternidad del día siguiente, y al otro, y al otro, hasta que la propia eternidad demostraba tener un fin porque un día el lechero ya no regresó. Es verdad que vino otro hombre, pero otro hombre es como otro universo y otra eternidad completamente distinta. Y luego ya no volvió ni siquiera éste, ni el camión, ni esas mañanas ni su madre. Ni siquiera el chico que había visto en un espejo cada día al despertarse.
Apretó la cabeza de Blas contra su pecho y le besó la cabeza. Era tan parecido a Mateo que lo sorprendía haberlo notado recién ahora. La carita redonda, el cabello tan rojizo como debió tenerlo el padre cuando era chico, las pecas en las mejillas, los labios rosados. Blas era robusto pero no gordo, de carnes firmes y miembros fuertes para su edad. Sin embargo, demostraba una serenidad extraña, una mirada peculiar cuando se dedicaba a observar a los adultos que lo rodeaban. ¿Dónde estaban, entonces, las señales de Alma? No se veían señas externas, pero seguramente permanecían escondidas, ocultas hasta que las circunstancias lo requiriesen, cuando llegase el tiempo adecuado para expresarse.
La cocinera le trajo el café con leche.
-¿Algo más, doctor? Mire que ya cierro.
Mauricio no se molestó por aquella insistencia.
-Rien. Merci, madame.
La mujer lo miró sin entender, pero sacudió el repasador como quien espanta una mosca y se metió en la cocina. Dergan, al ver el gesto de ella, se dio cuenta que había hablado en su idioma sin darse cuenta.
-Et bien, mon petit, tout revient.
Blas lo miró como si comprendiese, pero era el sonido de aquel idioma lo que parecía encantarlo. Su carita se llenó de una sonrisa grande y estiró la mano para tocar el rostro de Dergan, cuya barba ensuciaba la cara con un matiz entre negro y agrisado. Mauricio dejó la taza sobre el plato y sonrió al bebé.
Dios mío, pensaba. La madre está muerta y nosotros jugamos. Ya tendrá tiempo para llorar, supongo. De inmediato pensó en Ibáñez, en la soledad y el vacío que debía estar sintiendo, y se dio cuenta que él jamás llegaría a sentir algo así. Se supo, por un momento, más vacío, más estéril que un ánfora llena de aire. Una vasija de barro mal confeccionada y por eso jamás usada, que el tiempo iba cubriendo de grietas, que tarde o temprano ni siquiera serviría de adorno sobre un estante. El camino de las cosas inútiles es tan predecible que resulta patéticamente desolador pensar en ellas.
El hombre había salido a limpiar el jardín posterior. La mujer seguía en la cocina. La puerta de calle estaba abierta, y lo que anoche era un símbolo de peligro, hoy el luminoso sol y la plácida serenidad del domingo a la mañana colaboraron para adormecer su reticencias y sospechas, sobre todo ese miedo impreciso que se apodera subrepticiamente a medida que pasa el último día antes de la jornada laboral. Esa inquietud que quizá nace de niño cuando la idea de volver el lunes a la escuela nos hacer pensar que el domingo es una playa al borde de un abismo, una campo cultivado con girasoles, un sembradío de trigo cuyas espigas se mecen con la brisa bajo el sol de primavera, en fin, un refugio que perderemos así como el pequeño Blas perdió a su madre. Y como él, que ni siquiera sospechaba, pronto, tal vez en las primeras horas de la tarde, vendría una sombra encarnada en la figura de su padre para decirle, con tímida congoja, con la desvalida impotencia que a su vez cargaba con todo el peso del futuro que sembraría en el chico con tal noticia, que su madre no se levantaría más a hacerle el desayuno, que ni lo vestiría ni bañaría, que ya no escucharía esa voz cuyas palabras aún no comprendía pero sí el tono, la suavidad o el enojo, y sobre todo, que no olería nunca más el perfume de esa mujer que era capaz de resumir el perfume de todas las mujeres que un hombre puede llegar a conocer a lo largo de toda una vida.
Cargó al chico con un brazo y fue hasta la recepción. Cerró la puerta principal, regresó al mostrador, hizo que curioseaba sin ninguna intención en particular, por si alguien lo veía, echó una ojeada alrededor y luego intentó abrir la puerta de la pieza del conserje. Estaba cerrada con llave. Buscó en los cajones del mostrador. Blas observaba todo con curiosidad, sin duda era todo aquello nuevo para él, por lo menos distinto a los hábitos de cama, comida y juegos corrientes a la que la vida de una familia común lo había expuesto hasta entonces. Mauricio le canturreaba una canción en francés, en voz muy baja, y mientras revolvía con cuidado en los cajoncitos y estantes para papeles, el chico le acariciaba el pelo y reía.
Al fondo del cajón inferior encontró un manojo de llaves. Decidió probar con cada una. Las llaves se sucedían una tras otra pero ninguna abría. Eran como veinticinco o treinta llaves. El hotel estaba silencioso, nadie intentaba entrar. Sólo un par de personas miró de soslayo a través del vidrio de la puerta. Si nadie venía a saludar en un barrio donde todos se conocen luego de tantos años, sobre todo una mañana de domingo, ¿era porque el viejo no les agradaba? Ni siquiera el diariero había traído el periódico dominical. Si habían reservado el hotel para ellos solos, ¿no tendrían que haber planeado también el traerles el diario? ¿O acaso Ansaldi lo había suspendido?
Mientras se hacía estas preguntas, una de las llaves finalmente abrió la puerta. En un descuido, la llave volvió a perderse entre el resto del manojo cuando él entró y cerró. Después se preocuparía por eso, se dijo. Prendió la luz de la pieza que no tenía ventanas, y era más pequeña de lo que había esperado. Era oficina y dormitorio al mismo tiempo. Había un escritorio contra una de las paredes, una cama junto a la pared contraria y un armario. Una cómoda servía de apoyo a archiveros y carpetas. No quería soltar a Blas, así que tuvo que buscar con una sola mano, descartando todo lo que fuese papelería burocrática o exclusivamente del hotel. Fue hasta el armario y revisó entre la ropa. Era vieja y con un olor a humedad más insoportable que el de las habitaciones de arriba. Revolvió entre la ropa blanca, ropa interior de viejo, de algodón, remeras de mangas largas y calzoncillos largos, medias de lana y fajas. Había fotos antiguas, manchadas y color sepia la mayoría, donde Ansaldi aparecía casi igual que ahora, sólo un poco más joven. Dergan reconoció lugares del viejo continente. En una, Ansaldi estaba en Firenze, se veía la réplica del David de Michelangelo al fondo. Debía ser de los años de posguerra, pero entonces se preguntó si realmente era la réplica, como le constaba que debía ser por esa época, o el original. En todas las fotos Ansaldi aparecía en primer plano y nunca de cuerpo entero, y no había hombres ni mujeres, ni otras cosas que delatasen el año en que había sido tomada la fotografía.
Blas se entretuvo con esa foto mientras él seguía buscando. Encontró unos documentos viejos, de tapa dura. Abrió uno de ellos, las hojas, de tan quebradizas se partieron al querer plegarlas. Algunas ya estaban rotas, e intentó reconstruirlas sentándose en la cama. Allí no había fotos, pero intentó leer el italiano en esas letras prolijas que habían pertenecido a algún dedicado empleado de registro civil. Estaban borroneadas y distorsionadas por la vejez y la humedad. Pero alcanzó a leer el nombre: Gregorio Ansaldi. El lugar de nacimiento confirmaba lo que ya sabía. Leyó la fecha de nacimiento: 11 di Giulio di 1870.
Era imposible, se dijo, que el hombre que conocía tuviese noventa y cuatro años.
Siguió leyendo: …figlio di don Gregorio Ansaldi e donna Marietta Sottocorno. Él conocía el apellido de la mujer, no recordaba cuándo ni donde lo había escuchado, pero le resultaba familiar. Se puso a pensar en eso a la vez que guardaba los papeles en donde las había encontrado. Conozco ese apellido, se dijo, buscando otra vez la llave adecuada, tardando sus buenos minutos en hallarla. Pero no fue tan rápida la búsqueda del origen de tal nombre. Se fijó, casi sin mucha atención, si alguien lo veía salir de la pieza, luego salió a la calle y se puso a caminar, ensimismado en su idea, de pronto obsesivo por encontrar un recuerdo perdido en una laguna enorme de su memoria que le sorprendió hallar justo cuando menos la esperaba. Son esas lagunas más bien lagos, o a veces océanos que nos vemos obligados a cruzar, impotentes, con las piernas acalambradas y casi ahogados, en busca de un dato que de un instante a otro se nos hace imprescindible como el hecho mismo de respirar. Avergonzados y heridos en nuestro orgullo, buscamos el dato preciso que nos salve ya no sólo de la situación que requirió aquella información, sino de la humillación de la desmemoria. El olvido a veces es disculpable, otras irrisorio, pero nunca tan degradante como ese fragmento de memoria que se ha desprendido de nosotros como un hijo que en un momento tuvimos aferrados a la mano y al otro, ya libre, se acerca a la orilla de un mar encrespado, al borde un acantilado o a los límites abismales más allá del cordón de una vereda.
De repente recordó que seguía cargando a Blas en su brazo izquierdo. Estaba tan ensimismado en los documentos que acababa de ver, tan compenetrado por descubrir de dónde conocía aquel apellido, que el niño era menos que una cosa que llevaba encima por mero automatismo, sobre todo ese niño tan callado y observador como era Blas. ¿Se comportaba Mauricio como un padre, quizá? Había visto en sus amigos ya casados y con familia, esa actitud distraída con que ellos llevaban a los niños de la mano por la calle, los levantaban para cruzar de vereda a vereda, o lo subían o bajaban del auto para dejarlos o recogerlos de la escuela. Automatismos que se adquieren para realizar tareas que de tan rutinarias toman el cariz de meros reflejos, donde el pensamiento conciente ya no participa porque el cuerpo lo exceptúa, le da un descanso, le ofrece vacaciones a la preocupación. Pero a veces, los actos reflejos son pequeños traidores, unos nos salvan la vida, otros la destruyen para siempre. Y cuando el pensamiento conciente abre sus ojos, puede encontrarse al fin de cada día con las tareas cumplidas o con el caos y la tragedia.
Por eso, Mauricio miró a Blas, y dijo:
-Espero que te guste el paseo… - Parecía pedirle disculpas, excusarse sin hacerlo del todo, compensar una distracción con un acto que tenía la dudosa pretensión de ser planeado.
Él sabía que algo lo estaba llevando por esa calle, la necesidad de recordar era sólo un motivo menor, aunque no por eso menos válido, para aquel deambular por las veredas matutinas de un domingo en La Plata. Se sentía conducido lo mismo que él llevaba a Blas, ambos callados y observadores de lo que contemplaban: las casas despertando de la modorra, los coches saliendo de los garajes, la gente alumbrada por el sol dominical como si saliesen recién de una cueva o de una oscura zona donde las noches de los sábados acostumbran a meternos aunque nos resistamos, la irresistible congoja provocada por esa ausencia que presentimos cada noche de sábado cerca de las doce. La alegría y el desenfreno sólo esconden y aceleran el paso de una ronda que pretende rodear y atrapar el centro que buscamos sin haberlo visto nunca. Y la noche avanza, la tristeza se asienta a las tres de la mañana como una pistola en la boca. La pesadumbre de la que únicamente el sueño sabe salvarnos. El sueño, quizá, sea él único dios piadoso no inventado por el hombre. Todos los otros son crueles como bestias hambrientas, en cambio el sueño, a pesar de sus dientes, es como una hembra que levanta a sus cachorros por la piel del lomo y los lleva lenta, parsimoniosamente hacia un lugar protegido donde el mundo sea inofensivo, o por lo menos donde el olvido prevalezca sobre la feroz costumbre de la vigila.
Dergan pasó frente a la panadería de los Casas. Vio a un hombre joven en la puerta, con delantal blanco, sacudiéndose las manos enharinadas. Una niñita de no más de tres años jugaba en la vereda, llamándolo papá. Saludó al panadero; aunque no lo conocía, el otro le respondió con la mano. Siguió hasta la vereda siguiente, mirando la plaza donde los dueños habían llevado a sus perros. Los animales corrían, se olisqueaban entre sí, jugaban con chicos, ladraban a los gorriones que se posaban en el suelo a recoger las migas que un par de viejas les tiraban. Entonces persiguió con la mirada a uno de los animales. No se trataba de uno de los perros salvajes, pero se dio cuenta que no tenía dueño. El animal daba vueltas, tratando de inmiscuirse en el juego de los otros, pero los perros domesticados lo evadían. El animal finalmente se separó y se alejó de la plaza.
Mauricio fue tras él, tratando de seguirle el paso. Aunque creía que le iba a ser difícil, el animal se paraba cada pocos pasos a oler algo en la vereda, los umbrales donde habían orinado otros perros, las baldosas rotas donde se habían formado charcos, los troncos de los árboles en las aceras. Fue tras el perro durante dos cuadras, hasta que llegó a una casona que ocupaba casi la mitad de la cuadra. Como un ruido que nos despierta en medio de la noche, o quizá sea más apropiado compararlo con una pesadilla que nos sacude el cuerpo con un escalofrío, recordó lo que ya esta comenzando a resignarse a considerar un fracaso más de su memoria.
La casona que estaba viendo era la casa que Walter había edificado, y donde vivían una mujer con su hija. Lo peculiar, le había dicho el arquitecto, era que esa mujer se decía adivina, y así se ganaba la vida desde que mataran a su esposo. Dergan, por curiosidad, porque esa extraña profesión era para él motivo de sarcasmo y aprensión a la vez, le había preguntado cómo se llamaban ellas.
Las Cortéz, había contestado Márquez, pero un rato después dijo que el apellido de soltera de la madre era Sottocorno.
Mauricio sabía que tenía que entrar a esa casa. ¿Para preguntar qué? ¿Si ese era el apellido de la mujer? ¿No era ridículo tocar el timbre y hacer esa pregunta a una completa extraña en plena mañana de domingo?
Sí lo era, pero también era imperiosa la necesidad de satisfacer esa curiosidad que abarcaba mucho más lo que tal palabra es capaz de definir. Pero incluso las palabras pueden ser más de lo que el significado corriente les asigna. La curiosidad involucra el azar y la suerte, y con ellos llega uno a los límites remotos de lo desconocido. Y tal era la casona para él: terreno que se explora como quien se adentra en un bosque del que sabe, de antemano, que no conoce el camino de salida, si es que lo tiene.
Cruzó la calle y abrió la verja de madera del jardín. Un sendero de tierra apisonada con pasto crecido alrededor daba un aspecto descuidado pero no sucio. Las paredes de la casona tenían manchas de humedad, sometidas al viento del sur. En ese momento el viento soplaba allí de un modo distinto al resto del barrio. Como era la única construcción alta, quizá el paso del viento entre los aleros y tejados, con su evocativo sonido de aullido contenido y hasta extrañamente lejano por más que llegase de apenas unos metros, daba esa impresión de mayor brusquedad y desolación. Por momentos, Mauricio creyó encontrarse en una pradera africana, a pleno sol junto a una roca que carecía de sombra, al instante siguiente creía estar bajo la fría penumbra de un caserón cuyas paredes crujían ocultando gritos. ¿O eran ladridos? De lo que estaba seguro era que se trataba nada más que de sensaciones.
Golpeó la puerta. Mientras esperaba, escuchó a Blas decir:
-Mirá el guau guau…
Mauricio bajó la mirada y se encontró a un perro gris medio pelado oliéndole los zapatos. A cinco metros, sobre el vestíbulo, había otros tres o cuatro perros mestizos, observándolos. No parecían peligrosos, simplemente esperaban, como él. Tal vez sabían que cuando la puerta se abría ellos recibirían algo de comida.
- ¿Qué necesita?
Mauricio volvió la vista a la puerta y apenas vio una media cara de mujer entre el marco y la puerta entornada.
-Disculpe la molestia, señora Cortéz. El doctor Ruiz me habló de usted, y quisiera hacerle una consulta, si es tan amable.
El aparecer a esa hora de domingo con el chico en brazos debió dar confianza a María Cortéz, porque enseguida lo dejó pasar y le ofreció su mano frágil, de piel clara como su cara. Llevaba el cabello negro recogido con una hebilla endeble, y algunos mechones le caían en la frente. Parecía que recién se hubiese levantado, pero no había signos de sueño en su cara. Estaba vestida con una bata de hombre, quizá del marido muerto, pensó Dergan. Se sorprendió pensando en lo hermosa que era ella. Una belleza simple pero curiosamente individual, frágil e inteligente a la vez, con una nariz que no era ni respingada ni demasiado recta, unos ojos verdes que tendían levemente al marrón, una mandíbula que parecía ser el complemento perfecto para un par de pómulos marcados pero no excesivamente. A Dergan, demasiado alto en realidad, ella no le llegaba a los hombros, pero a él eso no le resultaba incómodo como con otras mujeres.
-Siéntese, por favor. No acostumbro hacer sesiones a esta hora, pero si lo mandó el doctor…
Mauricio pensó por un momento que debía decir la verdad, pero ésta era demasiado rebuscada para resultar creíble. Decidió inventar algo que justificara su presencia.
-He estado teniendo algunos sueños raros, y bueno… aquí estoy. Soy veterinario, señora Cortéz, así que deberá disculpar cierto escepticismo de mi parte.
Ella ahora lo miraba con mayor interés. Se había sentado en un sillón de respaldo alto y apoyabrazos anchos. Recién entonces él se fijó en los muebles. Eran finos en su mayoría, no caros sino de cierta antigüedad, como si hubiesen sido comprados de a poco pero con un afán de elegancia y solidez.
-Su hijo puede jugar con mi hija mientras tanto, ¿no le parece? ¡Lidia, vení por favor!
Una niña de no más de cinco años se presentó en el living desde la cocina. Era más bella aún que su madre.
-No es mi hijo –se apresuró a aclarar él.-Es de un amigo, se lo estoy cuidado porque la madre está en el hospital.
-Bueno, lo mismo da doctor.- Agarró a la niña de una mano y le dijo:- Querida, llevate al chiquito al cuarto de juguetes, por favor.
La niña asintió sin decir nada y Dergan dejó a Blas en el suelo. Lidia lo agarró de la mano y pacientemente esperó a que el chico tomara su ritmo tambaleante e inmaduro.
-¿Quiere tomar algo?
-No, gracias.- Miró el reloj de pulsera.- Quisiera estar de vuelta en el hotel antes del almuerzo.
-Entonces empecemos…
Dergan observó alrededor, como si esperase aparecer una mesa y una bola de cristal. Ella tal vez lo percibió, esbozó una leve sonrisa y dijo que allí estaban bien. Cualquier lugar era adecuado, mientras fuese dentro de la casa.
-¿De qué se tratan sus sueños?
Empezó a explicar una escena que creía estar inventando, pero una parte de sí mismo sabía que no era totalmente una invención, era verdad que había soñado con escenas parecidas hacía algunos años, que luego no habían vuelto a presentarse.
-Estoy en una cacería, en la Bretaña, soy nacido allá. Mis padres tenían una granja y junto a mis tíos íbamos de cacería los domingos por la mañana. Teníamos perros que seguían el rastro y nosotros íbamos tras ellos. Pero volviendo al sueño, ahí soy yo a quien persiguen los perros. No puedo verlos, pero los escucho ladrar.
Se detuvo y no supo más qué decir.
-Eso es todo... tal vez es muy tonto de mi parte preguntar algo tan obvio.
Ella se acomodó en el sillón, donde escuchaba atentamente con la espalda en el respaldo, un codo en el apoyabrazos y un dedo sobre en posición horizontal sobre los labios.
-¿Qué quiere decir con “obvio”? –Al preguntar, se irguió un poco.
-Bueno, ya sabe, “el perseguidor perseguido”, cualquiera diría que tengo miedo de algo.
Ella se rió, no con sarcasmo sino como se hubiera reído de la ocurrencia de su propia hija. Él así lo entendió, y lo hizo sentirse un poco más cerca de esa mujer, cuya bata de hombre no hacía más que acentuar la extrema feminidad no sólo de su cuerpo, sino de una especie de seguridad que parecía reciente en ella, como si hubiese nacido de nuevo poco tiempo antes, liberada, tal vez, de una culpa o de una opresión. ¿Acaso la muerte del marido tenía que ver con eso?
-Doctor, nada es tan simple, y menos en los sueños. Los conceptos que aparentemente sirven para aplicar a los hechos de la vida son casi siempre erróneos, y en los sueños son total y absolutamente equivocados.
-Disculpe, creí que me toparía con lo que los médicos llaman “las resacas de Freud”.
-No desmerezco esa hipótesis, pero mi conocimiento no se basa en ellas. Incluso debo confesarle que las desconozco, si vamos a ser sinceros. No he tenido tiempo ni interés en estudiarlas. Lo que yo sé me llega por signos directos… ¿cómo podría explicarle?
-No tiene que hacerlo…-dijo él, levantándose para tocarle una mano. Lo conmovió aquel esfuerzo de su frente blanca por encontrar las palabras que le hicieran comprender lo que ella misma no parecía entender con plenitud. Él se dio cuenta apenas la tocó, pero ella retiró la mano como si la hubiese golpeado, y la vio girar la cabeza y prestar atención a un sonido o algo que él no había podido oír.
-¿Qué pasa? No quise ofenderla.
Ella lo miró y le tapó la boca con una mano. Seguí prestando atención a algo que ocurría fuera de la casa, porque su mirada estaba puesta ahora en la ventana.
-Disparos…- dijo.
María Cortéz escuchaba disparos en la calle. Sólo ella podía escucharlos, y tales disparos aparecieron cuando Mauricio Dergan la tocó. Ella ahora sabía la causa de los sueños, y tenía una respuesta para aquel veterinario que venía a consultarla un domingo, con un chico ajeno y con motivos tan sospechosos como triviales.
Fuera lo que fuese lo que había venido a buscar, ella tendría que ofrecerle algo mucho mayor, por más que él no quisiese aceptarlo o lo tomase a risa. Ella había aprendido que esas eran las dos actitudes más frecuentes cuando les decía a los demás cómo iban a morir. Pero ocultárselos era peor que mencionarlo, porque entonces aquello orbitaría sobre la vida de María Cortéz como una cosa a medio engendrar, como el aborto de un monstruo que sin embargo continuaba con vida. En cambio, luego de decirlo, los turbulentos fluidos del miedo cambiaban de mano y ella se quedaba con aquella cosa más calma entre las manos, como un bebé que ha muerto pero que continúa bello, y sobre todo sereno. La verdad tiene ese mérito, ese silogismo que la excusa ante todo, ante los dioses e incluso ante la muerte.
Mauricio estaba parado frente a ella, las manos sobre el apoyabrazos, formando una jaula alrededor de esa hermosa bruja cuya adoración había comenzado apenas entró a la casa y que ya no resistía. Acercó los labiosy la besó.
Ella se lo permitió, sin devolverle el beso, por lo menos al principio. Él sabía cómo huelen las mujeres que han estado sin un hombre por mucho tiempo. Hay un olor que podría definirse de mil maneras, algunas obscenas y otras con nombres peyorativos y también otros de elegante sonido. Lo que él sabía, sin embargo, lo sentía en su cuerpo como se siente ante una mujer que, aunque vestida, parece desnuda a los ojos de un hombre. Son los labios que esconden un cierto perfume, los ojos tan bellos como son estremecedores cantos de crueldad y piedad simultánea, de pedido y rechazo, de rechazo e implorante desesperación.
Y justamente un instante antes de que los labios de ella se posaran otra vez en los suyos, ahora por propia voluntad y sin una pizca de miedo, ella dijo:
-Morirá asesinado en la calle, como los perros.
Debió escucharla, sin duda, pero esas palabras supusieron, quizá para él, algo menos que un una mota de polvo frente a lo que estaba sintiendo al besarla. El olvido absoluto es probablemente la virtud más excelsa cuando el cuerpo penetra en ese simulacro del amor que todos llaman con el plural pronombre de besos, caricias y sexo. No es aquello con que se define el amor, ni esa morbosidad de promiscuos representantes del tedio convertido en obsesión. Es algo que sólo puede surgir entre pares, es decir, personas que no necesariamente deben complementarse, entre quienes el silencio es más eficaz que la palabra, y el tacto es no sólo un barrera fácilmente deshecha, sino un emblema, una bandera que ambos, como soldados penetrando a grito de guerra en campo enemigo, llevan tanto como signo de batalla como de incondicional rendición.
Una hora después, Mauricio Dergan salía corriendo de la habitación de María Cortéz. La camisa apenas abotonada fuera de los pantalones, saltando con un pie a la vez para ponerse los mocasines. Tenía una expresión demasiado asustada para un hombre que ha estado haciendo el amor con una mujer sólo cinco minutos antes. Bajó la escalera y entró en la sala en donde había dejado a Blas y a la niña. Los encontró jugando en el suelo con unos ladrillos de plástico, construyendo algo que intentaba parecerse a la casa en la que estaban. Levantó al chico y se lo llevó cargando como un fardo bajo el brazo, mientras corría como un desesperado hacia la puerta de calle, la abría y se alejaba, sin detenerse sino hasta llegar a la vereda, maldiciendo en voz alta, pero con palabras en su idioma natal, la puta suerte que lo había llevado hasta esa casona.
Dejó un momento a Blas en el suelo, se acomodó la camisa dentro de los pantalones, se restregó la cara como si quisiese deshacerse del aroma, la saliva y el olor de los besos de la bruja que le dijo cómo iba a morir él. Porque fue recién después de penetrarla, tal vez justo en ese instante, cuando sintió que lo que ella le había dicho sólo un rato antes era la completa verdad. No porque ella lo dijese, sino por la razón de que lo que creyó haber inventado para entrar a la casa, era en realidad un recuerdo, no sólo una pesadilla.
El pequeño Maurice solía salir con su padre de cacería. Los tíos Martins, hermanos de su madre, los acompañaban. El bosque era niebla con manchones verdes y manos de leña rozando las casacas olivas. Él, como los otros, llevaba botas negras y gruesas para protegerse de las serpientes, pantalones de sarga y una casaca haciendo juego con su gorra de boina. Le habían regalado un rifle para su cumpleaños, y era la segunda vez que la usaba. Los perros ladraban a veinte metros de distancia, sin alcanzar a verlos. Su padre llevaba la delantera, con el rifle bajo el brazo, sus tíos mellizos iban siempre juntos, tan blancos que eran casi albinos, silenciosos como acostumbraban serlo. Maurice pensaba en la familia de su madre, tan grande, que en las fiestas de navidad, a pesar de ser casi cincuenta personas las reunidas en la granja, más del doble permanecía desperdigada por el resto del país. Hermanos, primos, cuñados, abuelas y bisabuelos que ni remotamente llegaría a conocer. Tal vez eso lo distrajo, como si pensar en la familia formara fantasmas mientras los seres reales desaparecían en la neblina que invadía el bosque esa mañana de domingo. No debieron salir, se dijo, al darse cuenta por fin que estaba perdido.
-¡Pére! –llamó. Nadie le respondió más que los perros, y los ladridos no veníande adelante, sino de atrás.
Como si su voz no fuese la de un humano, o si esa voz de niño que estaba cambiando se pareciese a los oídos de los perros como el grito de un ave herida, los ladridos avanzaron hacia donde él estaba. Y los cuerpos de las bestias siguieron el paso del sonido, ya él podía sentir el resonar de las patas, veinte patas de cinco perros avanzando con rapidez hacia él. Maurice corrió, se tropezó con las enredaderas del suelo, con las raíces que sobresalía, dejó caer el arma, chocó contra un tronco y por un momento perdió la conciencia. Regresó a la realidad y se encontró parado, con la frente hinchada y dolorida, pero continuaba escuchando a los perros tras él, acercándose. Volvió a correr, sin dirección determinada, esta vez cuidándose de los árboles, sintiéndose estúpido, avergonzado de lo que diría su padre cuando se enterase, porque aquel moretón en la cabeza no podría ocultarlo. ¿Pero regresaría a la granja? ¿No lo alcanzarían los perros? Eran de su familia, él había jugado con ellos, pero cuando corrían tras una presa lo despedazaban todo, incluso eran capaces de atacar a sus dueños sin se interponían entre ellos y las presas.
Hacía frío esa mañana de otoño, un domingo que no pretendía ser más que eso, un fin para la semana, y como todo fin una muerte. De ahí, probablemente, esa congoja, esa angustia del domingo después de cada almuerzo. Sólo la mañana es una joya de cristal que está a punto de romperse cerca del mediodía. Maurice olía el aroma de la carne de ave en su granja, dorándose, embebiéndose con los aceites y aderezos. Carne y mediodía. Otro mundo que surgiría de las tinieblas matinales en las que él estaba sumergido. Y como si pensar en el fango hubiese concretado las ideas en una realidad, se sintió caer en un pozo. Ahora estaba de espaldas contra el fondo, rodeado de paredes de tierra y cubierto de hojas secas. Miró arriba, la niebla era como una tapa densa, pero pronto llegaron los perros, asomándose al borde de la fosa que era una trampa para animales. Los perros ladraban, sus patas resbalaban del borde fangoso dejando caer guijarros sobre el chico. Él apenas los veía, sólo sus dientes. Olía la baba que caía en hilos delgados, escuchaba el sonido estridente de cinco perros. Escuchó luego los tiros, sin duda de su padre y sus tíos, yendo en busca de lo que ellos creían una presa acorralada por los perros. Cuando lleguen, pensó él, se darán cuenta. Se asomarán al borde de la trampa y apuntarán, aunque no estén seguros de lo que estén viendo en la oscuridad. Verán dos ojos brillantes, , y eso será suficiente para ellos. Los ojos de una víctima brillan igual, se trate de un hombre o de un ciervo.
Cuando Mauricio llegó a la puerta del hotel, se dio cuenta que no había hecho la única pregunta por la cual había entrado a la casona. Todavía el miedo recorría las calles colgantes de sus nervios, y miró por primera vez a Blas desde que había salido. El chico estaba llorando. Qué le habría dicho la nena esa, pensó Mauricio.
Blas dijo:
-Mamá…
No dijo ni mami, ni mamita, sólo esto:
-Mamá se murió, ¿no es cierto?
10
Eran más de las doce y una sábana cubría completamente el cuerpo de Alma. Mateo estaba sentado en una silla, con los brazos aferrados al cadáver, la cara hundida en esa sábana que era ya parte del cuerpo de su mujer, como si carne y tela se hubiesen fundido, lo mismo que más tarde, en algún lugar de algún cementerio, la carne se fundiría con la madera del ataúd.
Pero Ibáñez aún no sabía qué iba a ser del cuerpo de Alma. Ruiz le había advertido que los médicos del hospital, luego de hacer la denuncia al ministerio de salud, habían recibido orden de llevar el cadáver a la morgue para esperar la autopsia. Había él recibido tal noticia sin alterarse, y Ruiz no sabía si estaba comprendiendo lo que le decía. Sí, lo había entendido, pero su mente estaba demasiado cansada como para pensar en dos cosas a la vez. El dolor predominaba, era un peso mayor que la ira provocada por la sola idea de que tocaran y abrieran el cuerpo de Alma. Suelen los médicos tener un espíritu dividido: provocan dolor para curar si no hay más alternativa, pero no saben soportarlo en ellos mismos, y aunque obligan a sus pacientes a seguir el tratamiento prescrito, son reacios a ajustarse al mismo cuando de ellos se trata. Mateo Ibáñez no habría dudado en hacer una autopsia en tal caso, pero lucharía contra todos para evitar que abrieran el cuerpo de Alma.
Alejandro Farías, por entonces ministro de salud de la provincia, entró a la habitación donde Ruiz e Ibáñez estaban a cada lado la cama. Echó un vistazo al cuerpo, luego ofreció sus condolencias.
-Gracias –dijo Ibáñez.
Farías preguntó a Ruiz con la mirada si había transmitido su orden. Ruiz asintió.
-Doctor Ibáñez, lamento profundamente que su esposa haya sido una de las víctimas que intentábamos evitar trayéndolos a ustedes para la investigación.
No recibió respuesta. Mateo seguía sentado mirando la sábana blanca.
-Doctor, por favor, debe entender la necesidad de la autopsia. Sé que le estoy pidiendo un esfuerzo más que humano…
Ibáñez levantó la cabeza y le dijo:
-Váyase al carajo.
Farías se acercó a Ruiz y le habló al oído. Ibáñez captó esa complicidad, y se avergonzó de su amigo.
-Váyanse los dos al carajo, ahora mismo.
Farías salió del cuarto y Ruiz se acercó.
-Mateo…
-Ya tienen los cuerpos de los perros, ¿para qué quieren abrir a Alma?
-Márquez habló con Mauricio esta mañana, se robaron a los perros, Mateo, por eso no tenemos nada.
Ibáñez se levantó de repente y dijo:
-¿Cómo? La reputísima madre que los parió a todos, ¿cómo dejó que se los robaran? ¿Y mi hijo?
Bernardo le pidió que se calmara, el chico estaba bien.
-Dios mío…-repetió Ibáñez una y otra vez, yendo y viniendo de una pared a otra del cuarto. Pateó las sillas, se restregó la cara transpirada y agotada, volcó las cosas de la mesa de luz. Las cosas que Alma ya no usaría nunca: su cartera con el lápiz de labios, el espejito de mano, el pañuelo, el perfume.
Ruiz lo dejó hacer, no encontraba más remedio que ese. Entró un guardia de seguridad y Bernardo le dijo que todo estaba bajo control, que por favor los dejara solos.
-Mateo –intentó decirle.
Ibáñez lloriqueaba como un chico. El pañuelo estaba mojado y Ruiz le ofreció el suyo. Mateo leyó el pequeño rótulo con el nombre que casi toda la ropa de Ruiz llevaba. Era un detalle delicado que aún conservaban ciertas familias de ascendencia europea. Seguramente la familia de su esposa se lo había transmitido. Se sonó la nariz y se lo devolvió con una leve sonrisa.
Bernardo le palmeó la espalda, y sintió un nudo en la garganta cuando sintió que recuperaba la complicidad de Mateo Ibáñez, ese hombre que lo unía al resto del mundo de una manera que nadie más supondría. Lejos de su mujer y el pueblo, a los que estaba unido de una manera indisoluble, su contacto con el mundo solía verse restringido a esos lazos breves pero fuertes, a la forma en que los hombres suelen mirarse sin necesidad de decirse nada.
A su vez, Mateo Ibáñez envidiaba a Ruiz. Su amigo tenía a su esposa, y esperaba un hijo de ella. Lo envidaba hasta el punto de que sabía que podría llegar a odiarlo muy pronto si tal sentimiento continuaba. Pero aquella pequeña broma de devolverle el pañuelo sucio fue un alivio, como si una pluma fuese capaz de romper, en ocasiones, la dura piedra de la mezquindad.
Media hora más tarde estaban los tres en el auto de Márquez, él conduciendo, Ibáñez al lado y Ruiz en el asiento posterior. Mateo miraba por la ventanilla, ensimismado en pensamientos que los otros dos suponían de qué trataban pero lejos estaban de acercarse a la verdad. Atrás, en la morgue del hospital, había él abandonado a su mujer. Eso era lo que había hecho, abandonado el cuero que había prometido, es más, que se había jurado no dejar por el resto de su vida. Pero esas promesas no toman en cuenta la descomposición de la carne cuando son hechas en el éxtasis del amor, cuando la carne está más viva que nunca y ni siquiera ella piensa en lo que siempre ha sabido, más conciente que nuestra mente en no olvidar la futilidad y la vulnerabilidad de la sustancia del hombre. Las promesas hechas en consonancia con el amor se evaden concientemente de la presencia de los gusanos, sabe y finge que no los ve, y por un tiempo la comedia funciona. Pero llega un día, un domingo soleado, cuando Dios es hecho presencia en la jactanciosa trivialidad de los ritos cristianos, en que alguien interrumpe su paso y se detiene para ya no moverse, hecha esa persona carne y huesos, lo cual fue siempre, pero moldeada por la forma del espíritu, alma, sustancia o como quiera llamársele. Ya no es nada más que un pedazo de carne, ni siquiera un cuerpo, porque hasta un cuerpo requiere y necesita del concepto de persona, del recuerdo de quien lo ha visto moverse y hablar alguna vez.
Ya no cuerpo, ya no Alma.
Mi alma, dijo Mateo en voz tan baja que los otros ni siquiera se dieron cuenta, menos ahora que Márquez había encendido la radio.
-Walter… – lo recombinó Ruiz.
-Perdón…
-No importa, dejá la radio, así me distrae…-dijo Ibáñez.
Entonces Márquez movió el dial hasta hallar un noticiero. Luego de la consabida marcha militar, otro comunicado por red nacional. Nada nuevo bajo el sol, los habituales informes diciendo que apenas unos pocos incidentes han molestado el traspaso al nuevo gobierno. Algunas manifestaciones aisladas en Córdoba, otras en Tucumán, varios encarcelados, unos cuantos heridos sin gravedad. ¿Muertos? Tal vez, o seguramente, pero de eso no se informaba nada todavía.
-Cambiá…
Walter volvió a girar el dial. Música.
-Dejá eso –dijo Ibáñez. Reconoció otra de las Danzas de la Muerte de Mussorgsky. Otra vez la misma versión, la voz de la soprano cantando ahora la serenata que habla del prisionero a quien la muerte ha liberado.
Abrió la ventanilla y respiró profundo el aire que llegaba a bocanadas contra su cara. Se abrió los botones de la camisa y sacó la cabeza. Ruiz lo agarró de un hombro, pero él no le hizo caso. Estaba llorando, tal vez, o sentía náuseas, quizá. Lo más probable fuese que se tratara de ambas cosas, porque la canción lo estremecía. Él, prisionero de la burocracia primero, luego de un régimen que descendía desde las altas esferas con el poder de las armas, luego prisionero de un trabajo que le había hecho perder la sensibilidad y olvidar que los cuerpos de los otros son nuestros mismos cuerpos. Finalmente, prisionero de una ausencia, y eso era lo único que no se podía remediar. Una presencia o una barrera son siempre eliminables, pero cómo deshacernos de una ausencia, cómo sacarnos de encima la nada cuando ella misma es la causa, la forma y el motivo de nuestra cárcel.
La música y la voz de la soprano se confundían con el silbido de la brisa dominical agigantada en un viento extraño y frío por mérito de la velocidad del auto y el escozor del miedo y la angustia. La transpiración de la carne es el mejor signo de la vida, más que un latido o un movimiento, porque éstos pueden ser resacas. Pero la transpiración es la traducción exacta de que un cuerpo respira y sufre el cálido rasguño de la sangre.
Por eso, a pesar del dolor que la música le hacía revivir, él se sintió mejor. Llorar ahora era mejor y más sincero que hace un rato, frente a su esposa muerta. Ante los muertos se llora, a veces, por compromiso, otras por impresión. Pero llorar lejos de ellos es comenzar a darnos cuento que la ausencia no es meramente una palabra, sino un mundo que se está instalando alrededor nuestro sin pedirnos permiso, un mundo que no sólo está cambiando sino que se asienta con toda su brutalidad y su prepotencia. Abusando de su tamaño y de su fuerza, haciendo uso de las armas del miedo, estableciendo leyes nuevas y arbitrarias. Empequeñeciendo el mundo que conocimos, desarmándolo, convirtiéndolo en fragmentos hasta que deja de ser un mundo -un cuerpo-, para pasar a llamarse con todos los nombres que merecen los restos de la carne.
En la puerta del hotel, se acordaron de Ansaldi. Lo habían visto un par de veces por los pasillos del hospital. Casi una hora antes Ruiz lo vio salir con el sobrino. Ya debía estar en el hotel, así que Márquez dejó el auto estacionado junto a la acera y Ruiz ayudó a Ibáñez a salir del auto, porque Mateo se había quedado sentado después de haber estacionado, mirando por la ventanilla hacia donde no había más que las baldosas de las veredas y la pared del hotel.
Los tres encontraron a Dergan en la vereda con el chico en brazos. Se notaba agitado y transpirado.
-¿A dónde fuiste con mi hijo? - preguntó Mateo, despertando de pronto de su ensimismamiento. Le sacó a Blas de los brazos y abrazó a su hijo, lo besó varias veces con desesperación.
Dergan comenzó a balbucear un pésame por lo de Alma, pero Mateo no lo dejó terminar.
-¿A dónde lo llevaste?
-A dar un paseo, nada más.- No tenía sentido dar explicaciones para lo que él mismo no sabía explicarse.
-Mamá se murió…-oyeron decir, de pronto, a Blas.
Mateo escuchó esas palabras de su hijo con una sorpresa grande como enorme era el hecho que expresaban. Pero como no tenía palabras ni respuestas acordes al dolor que engendra esa vergüenza frente a los que amamos, se dedicó a dirigir su furia hacia Dergan.
-¿Cómo te atreviste a decírselo? Soy yo el que tenía que hacerlo, maldito hijo de puta.-Mateo se enfrentó a Mauricio sin soltar a Blas, empujándolo con el pecho.
Ruiz lo separó, mirando a Dergan con bronca
El veterinario iba a decir algo, necesitaba defenderse, pero qué diría: ¿que la hija de una bruja le había dicho a Blas la verdad? Entonces hizo silencio y se aguantó los insultos.
-¿Cómo mierda te atreviste, pelotudo? Y además dejaste que se robaran a los perros, sos un inútil de mierda.
Mateo caminaba por el vestíbulo nervioso y abrazando a Blas. El chico se había puesto a llorar al ver así a su padre. Lo asustaban los gritos.
-Los dejé bajo llave en mi cuarto. A la mañana ya no estaban, pero la puerta seguía cerrada con llave –intentó Mauricio una explicación.
Mateo no parecía querer escuchar razones.
-¿Entonces por qué no te quedaste cuidándolos?
-Porque tenía que cuidar a tu hijo, o querías que él y los perros durmieran en la misma habitación.
Ibáñez no respondió. Dergan creyó recuperan puntos a favor y se enfrentó a Ruiz.
-¿Y vos por qué no le dijiste que ya conocías a los perros? Sabés que son los mismos.
Ruiz miró a ambos, desconcertado al principio.
-¿Los mismos de cuándo? –preguntó Ibáñez.
-Mirá, Mateo. Hace algún tiempo vi unos perros parecidos en el pueblo de mi mujer. Me parecieron raros, pero no creí importante mencionarlo ahora.
-¿Sabías que eran tan peligrosos y no dijiste nada? Alma podría estar viva ahora si no la hubiera dejado sola.
-Fuiste vos el que los trajo a ambos, nosotros vinimos sin familia –dijo Ruiz.
Ibáñez lo miró no con rencor sino como un condenado. Dergan intentó cambiar el tema.
-Ansaldi es el único que tiene copias de las llaves, él debió llevárselos. No sé por qué, no tuve ocasión de hablar con él todavía, pero entré a su pieza….- Se calló al ver entrar al viejo.
-Mi estimado doctor –dijo Ansaldi, acercándose a Ibáñez.- Le doy mi más sincero pésame por la pérdida irreparable de su encantadora esposa…
-Cállese la boca…¿Qué hizo con los perros?
Ansaldo arqueó las cejas y se llevó una mano al pecho.
-¿Cómo dice?
-No se haga el estúpido –dijo Mauricio.- Usted sacó los cuerpos de mi cuarto, no se moleste en mentir.
El sobrino apareció desde la cocina con platos en las manos. El viejo le hizo una señal de que se fuera. El chico llevaba una mano vendada y estaba pálido. Ruiz se le acercó y le revisó los ojos.
-¿Está seguro que le dieron el alta?
-Está acá, ¿no? –contestó el viejo, olvidando su retórica.
-Eso no me dice nada, se pueden haber fugado del hospital. Este chico no está bien, voy a llamar para confirmar.
Ansaldi lo detuvo cuando iba hacia el teléfono.
-Doctor, Manuel se recuperará solo, y yo necesito ayuda en el hotel.
Ruiz se desprendió y tomó el teléfono. Dergan se acercó.
-Usted esconde muchas cosas, viejo. Va a tener que dar explicaciones. ¿A dónde llevó los cuerpos?
Ibáñez dejó a Blas en el sofá y le hizo una señal a Walter de que lo cuidara. Luego, fue adonde estaban los otros y repitió la pregunta de Dergan. Como no obtuvo respuesta, agarró al viejo de la ropa y lo sacudió. Nadie hizo nada por detenerlo, excepto su sobrino. El chico dijo, justo antes de desmayarse entre una pila de platos rotos:
-Valverde.
Ibáñez no soltó al viejo mientras Dergan y Ruiz iban a ayudar al chico, pero éste ya estaba inconciente.
-¿Quién es Valverde?
-El farmacéutico, Mateo. Ruiz y yo lo conocemos de nuestro pueblo.
-¿Y para qué quiere a los perros?
Ambos se miraron. Ibáñez estaba cansado de esas miradas cómplices.
-Ustedes me ocultan cosas y mi familia se muere, ya estoy harto. Voy yo mismo a averiguar con ese tipo.
Ruiz le dijo:
-Mateo, por favor, esperá que te acompañamos. Valverde es un tipo raro. Ya lo conozco de mi pueblo...
-¿Para qué quiere a los perros? –insistió Ibáñez en preguntarle al viejo.
Ansaldi se acomodó la ropa, como si recuperara la dignidad perdida.
-Al fin de cuentas, es su padre –contestó.
Walter se quedó cuidando a Blas. Dergan llevó otra vez al chico al hospital, en el auto de Márquez. Bernardo y Mateo salieron caminando hacia la farmacia de Gustavo Valverde.
Eran las tres de la tarde.
11
Ibáñez caminaba tan rápido que Ruiz apenas alcanzaba a seguirle el paso. Decidió retenerlo de un brazo para darse un respiro.
-Pará un poco, por favor. Pensá lo que vas a hacer.
Mateo lo miró con bronca.
-Lo que tenía que haber hecho es haber matado a ese viejo.
Mateo recordaba esos ojos al escucharlo decir que Valverde era el padre de los perros. Cuando todos se separaron, había visto a Ansaldi quedarse parado e inconmovible, como si ese hotel fuese algo más que su hogar, tal vez un sitio de permanencia a lo largo ya no de años, sino de siglos. Era absurdo pensar tal cosa, pero el viejo le había dado la impresión de ser tan longevo como una roca.
-¿Y qué vas a decirle a Valverde si te niega tener a los perros?
-A lo mejor ya los disecó o los quemó, quien sabe. Si lo que me dijiste es verdad el tipo está chiflado.
-Lo está, pero no deja de ser inteligente. Fuimos juntos a la primaria, pero ya era el mejor en la escuela. Me superaba en todo, y eso que su familia no tenía plata para comprar libros.
-¿Y cuándo estudió farmacia?
-Creo que nunca, pero en el barrio eso no importa.
Llegaron a la farmacia, que estaba cerrada. Era justo en una esquina frente a la plaza. Tenía una puerta antigua de dos hojas estrechas, de metal y vidrio. La fachada central era alta, con un arco modelado en yeso. A un costado había un baldío y al otro una casa particular. Ibáñez golpeó la puerta varias veces, y el ruido resonó por las calles silenciosas de aquel domingo por la tarde. Un par de perros se pusieron a ladrar, pero eran simplemente perros vagabundos e inofensivos, despertados de su siesta en el umbral de una casa.
-¡Valverde! –gritó Mateo.
Ruiz, que ya conocía el lugar, hizo a un lado a Ibáñez con tranquilidad y tocó el timbre. Dos minutos después se abrió la puerta. Un hombre de estatura mediana, joven, de cabello castaño abundante y ojos verdes preguntó:
-Doctor Ruiz, ¿qué es lo que pasa?, ¿alguna urgencia?
-Sí, pero no del tipo que usted piensa.
Ibáñez ya había entrado rozando al Valverde, casi sin prestarle atención. Se había puesto a buscar con la mirada en la penumbra de la farmacia. Las ventanas estaban cerradas.
-Él es el doctor Ibáñez. Viene a estudiar lo de los perros salvajes.
-Ah –dijo Valverde, pasándose una mano por el pelo y restregándose los ojos. Debía haber estado durmiendo la siesta, quizá, pero los ojos lucían más cansados que soñolientos. Lo más probable era que estuviese estudiando en su microscopio, o seguramente disecando, pensó Ruiz.
Gustavo Valverde había dejado la puerta abierta y la luz del sol permitía ver sus manos y sus ojos con extraña distinción. Ruiz siguió el movimiento de las manos, que se limpiaba en el delantal celeste, que estaba sucio. Era difícil distinguir una aroma del otro en aquella farmacia, los olores inconfundibles solían allí confundirse por el encierro. ¿Había olor a formol, si no se equivocaba? Vio que Ibáñez también levantaba la cabeza un poco, como todos hacemos, como también lo hacen los perros, cuando olfateamos algo. Se dio cuenta que Mateo iba a hablar, pero no confiaba en su amigo en ese estado. Le hizo una señal y se puso a hablar antes que él.
-Valverde, esos perros mataron a la esposa del doctor. Usted comprenderá que es una tragedia que mi amigo no está dispuesto a pasar por alto. Está enojado, y espero que entienda nuestra irrupción.
Ibáñez se preguntó por qué tanta amabilidad con ese tipo. Quién era sino más que un fraude.
-Anoche desaparecieron los cuerpos de los perros que matamos. Ansaldi reconoció que usted los tiene.
Valverde cerró la puerta. Sin responder, caminó casi en la oscuridad hasta un pasillo desde donde llegaba una luz muy tenue, proveniente de alguna de las habitaciones.
-Pasen por acá, doctores –dijo, señalando el pasillo.
Mateo y Bernardo pasaron junto a él. Había olor a formol claramente discernible, y cada vez se hacía más fuerte a medida que avanzaban. Fueron sólo unos pocos metros, y en la última puerta, que estaba abierta, vieron un laboratorio. Valverde los seguía, pero luego se les adelantó pasando entre ellos y la pared del pasillo y entró primero.
-Este es mi lugar de trabajo.
Se quedaron sorprendidos de ver aquel lugar tan completo en instrumental y equipo médico. Había una pileta con formol, una mesa de disección, un lavatorio con cajas de metal llenas de pinzas, tijeras y bisturís. De las paredes colgaban reproducciones de los dibujos de Vesalio, y muchas otras láminas anatómicas. Sobre una pared había una biblioteca que llegaba hsta el techo. No había ventanas, y a Ibáñez se le ocurrió que quizá la biblioteca estaba tapiándolas. Sólo una gran lámpara colgaba del techo, suficiente para toda la habitación. Varios ganchos servían de perchero para delantales de goma y guardapolvos. Había tachos de lata de cuyos bordes colgaban pedazos de piel con tejido graso, oscuro y amarillento. Sobre la mesa de disección estaba uno de los perros. Era, tal vez, uno de los animales que había matado a Alma.
-Como ve, doctor Ruiz, Ansaldi les dijo la verdad. Me llamó por teléfono anoche y me dijo que fuera al hotel. Cuando llegué, me hizo esperar en el vestíbulo. Lo vi subir, y después de un rato regresó arrastrando una bolsa. La abrí y vi a los perros.
-¿Pero qué tiene usted que ver con ellos? –preguntó Mateo.
-Son míos, doctor. Bueno, yo los creé, por lo menos a los primeros. Luego ellos se han reproducido por su cuenta.
-¿Quiere decir que usted provocó ese mestizaje?
-Así es, doctor Ibáñez. Déjeme contarle toda la historia, si quiere.- Se dio cuenta que Ibáñez estaba impaciente, y agregó:- Me imagino lo que usted debe estar pasando, pero para que entienda tengo que tomarme mi tiempo.
Ruiz creyó mejor decir algo también para convencerlo:
-Mateo, hoy es domingo, hasta mañana no van a tocar a Alma, y a lo mejor lo que nos dice Valverde puede evitarlo.
Ibáñez cedió. Valverde fue a buscar dos taburetes y se sentaron alrededor de la mesa de disección. La lámpara iluminaba con una tonalidad artificiosa el cadáver del perro. El farmacéutico ya había despellejado al animal y había llegado a disecar las capas musculares. Entonces empezó a contar desde el principio, la historia de los perros ciegos.
12
Cuando uno todavía es un chico, y su padre se le muere en sus brazos, hay algo que empieza a engendrarse en ese momento. Yo tuve a mi padre acostado sobre mis piernas. Mis piernas cansadas luego de dragar durante horas en la laguna, de músculos agotados luego de nadar en busca del cuchillo con que debía abrir la herida de la picadura para drenar el veneno. Veneno de alacrán.
Fue en la orilla donde el alacrán picó a mi padre en una mano. Pocos minutos antes habíamos estado hablando, preguntándonos de dónde venía la vida. Él me había dicho que del agua, pero olvidó, o quizá no sabía, que en la zona intermedia en la que nos hallábamos, a semejanza de un estado intermedio en el desarrollo de los seres vivos, los que allí viven no son nada más que intentos fallidos, experimentos abortados y engendros que muchas veces resultan difíciles de matar. Pero sobre todo su peligro consiste en el engaño y la hipócrita pasividad. Son alimañas horribles, pero su pequeño tamaño en relación al hombre logra confundir a los tontos y a los distraídos.
Eso éramos nosotros, a pesar de haber vivido mi padre en esta zona toda su vida. En la orilla de esa laguna había estado viendo nacer y morir generaciones de estos seres que agarraba con las manos y arrojaba a un lado para que no lo molestasen. Si debía matarlos, lo hacía, si podía evitarlo, mejor. Cangrejos, cuyas tenazas pequeñas apenas producían un pellizco que nos hacía reír, tortugas, a las que dábamos vuelta para verlas patalear panza arriba con esa lentitud tan exasperante. Y alacranes. No se dejaban ver demasiado frecuentemente, así como nosotros nos alejábamos de ellos, ellos también intentaban evitarnos. Pero ese atardecer mi padre no había decidido, o había olvidado, la hora de terminar nuestro trabajo. Estaba con la espalda torcida, dolorido y una expresión de sueño y hambre. Sin embargo siguió dragando, mientras yo lo ayudaba como podía. ¿Por qué dejó pasar la hora del poniente? Ya la luna se asomaba sobre los álamos y se reflejaba en las aguas que mi padre agitaba creando círculos de la nada, del punto cero de su propio mundo, del centro de sus manos como si fuesen un núcleo de poder más grande que el de Dios. Yo no sé si Dios tiene manos, o si es incorpóreo como dicen, ¿entonces cómo creó el mundo? Un poder debe estar concentrado en algo, debe tener un continente que evite su dispersión. Las manos de mi padre, por ejemplo.
De ellas yo veía nacer los círculos de agua que crecían y se reproducían, hasta hacerse tan grandes y lentos como hombres viejos. Los ancianos de las aguas son como hombres viejos, abarcan tantos años que se les escapan de las manos. Incluyen dentro de su circunferencia tanta animosidad y tanto contenido múltiple, que sus fuerzas se agotan y finalmente mueren siendo nada, sólo aguas tranquilas, tan iguales a como lo fueron en aquel lejano centro de su origen. Antes de que las manos de mi padre se sumergieran en ellas.
A veces, Dios se equivoca, se introduce en una trampa que el hombre le ha preparado. Y si Dios cae como una rata, incapaz de demostrar quién es, cómo mi padre no iba también a equivocarse e introducir sus manos en aquel sitio donde, según me diría muy poco después y antes de morir, había un montículo de fango que creyó necesario limpiar, porque para eso le pagaban los dueños del lugar. Mientras más metros cuadrados librase de obstáculos, más obtendría para su familia. Ese montículo era el último de la noche, y fue a descubrirlo justo un instante antes de abandonar el trabajo.
-Iba a decirte que nos fuéramos, y justo lo vi y me callé, la puta…-me dijo cuando ya el veneno se estaba distribuyendo por su organismo como la savia por las ramas de un árbol.
Mi viejo era un árbol enorme y bello, rústico y fuerte, ancho como los álamos que rodeaban la laguna y servían de escalones a la luna, alto como los cipreses que rodeaban nuestra estancia, balanceándose con el viento con una elasticidad envidiable y conmovedora, fuerte como los robles que crecían a los costados del camino que llevaba al pueblo, protegiéndonos de la lluvia y el viento sur. Pero más que todo eso, lo recordaré por su aroma, no su aroma de hombre de campo, su transpiración y el olor de su pelo sucio y las ropas embarradas, sino ese aroma que tenía cada noche después de cenar, cuando encendía su pipa vieja antes de acostarse. El olor de los eucaliptos del bosque adonde él me llevaba los domingos a caminar, recogiendo las semillas y las hojas caídas, arrancando la corteza desprendida de los eucaliptos, sintiendo ese olor tan penetrante que era como dejarse llevar, no hacia lo alto, sino a ras de tierra. Sentirse arrastrado de narices sobre la tierra húmeda cubierta de hojas verdes o marrones, alargadas, formando un colchón más confortable que el de mi propia casa.
Ya dije que no creo en Dios, pero hubo veces que sentí no la idea sino su presencia. Esos domingos en el bosque de eucaliptos, fue una de ellas.
Pero si Dios se esfuma tan rápidamente de la vida de las personas, cómo no iba a hacerlo mi padre, que era apenas un hombre. Más tarde me haría el razonamiento inverso: si mi padre, siendo un hombre, no logró sostener en pie el ensamblaje de su cuerpo ni pudo mantener en equilibrio el juicio de su amor por mí, para que yo no llorara, para que yo no me quebrara como un cántaro vacío en medio de una tormenta, cómo entonces, el mismísimo Dios, que carece de manos y de cabeza, del juicio y de la lógica para sobrevivir en esta tierra que él creo más como una casualidad que como una creación de amor, no iba a dejar caer en el barro de los cielos negros de esa noche toda la estructura de su propia existencia, de toda la sinrazón con que los teólogos creen que Dios necesita construir la idiota lógica inmutable de sus desvaríos. Los caprichos de un chico que mata sin darse cuenta son más entendibles, más humanos que los hechos que se le adjudican a Dios.
Si mi padre se estaba muriendo en mis brazos, me decía yo, entonces el mundo se hundiría esa misma noche en el fango hecho de tierra y carne, de agua y lágrimas, de sangre y veneno, todo mezclado en un mortero en el que alguna bruja, quizá, ha trabajado día y noche por mucho tiempo, moldeando la sustancia que seríamos mi padre y yo, diseñando la arquitectura de esa noche, la ingeniería de la luna columpiándose tan asombrosamente como lo ha hecho desde el principio de los tiempos. Soñando el entramado de secuencias: mi padre en el trabajo, sus pequeñas decisiones, los montículos sobre los que ponía la vista, el dejar ahora o después su tarea. Y al mismo tiempo las secuencias y acciones del alacrán, acercándose, alejándose, finalmente defendiéndose al atacar una mano de un hombre tan inocente como la huella de una mosca sobre esa misma luna que nos estaba observando.
Luego el grito de mi padre, su desgarrado dolor al estremecerme como si el grito fuese viento frío o una pinza invisible que me retorcía el estómago. Cuando levanté la vista, él se estaba agarrando la mano herida con la otra, apretando ambas contra el cuerpo, mientras caía sentado sobre el barro. Intentó contener el grito al verme, atenuarlo fue lo único que logró.
-¡Papá!-dije al agarrarlo, yo lo había visto todo, menos el alacrán hundido en el agua.
Luego me tocó a mí gritar, Pero el grito de un chico suele ser agudo y puede confundirse con el mismo miedo de lo que está viendo: su padre deshecho de dolor, e intentando hablar, diciéndole que busque algo. Sí, quiere que busque el cuchillo. Y yo, con la picadura del alacrán en uno de mis pies, me interné en las barrosas aguas. Fue todo eso nada más que inútil. Lo sabía desde el principio, pero no podía decírselo a él. Mientras buscaba, me reprochaba no tener la valentía de dejar esa tarea y acompañarlo hasta que muriera. Me sabía asustado, conciente de que me alejaba porque tenía miedo a verlo morir, y la obediencia era una buena excusa para hacerlo. Él, más tarde así lo pensé, probablemente ya sabía de antemano que no encontraría el cuchillo, y me había hecho alejarme para evitarme la pena, por lo menos inmediata, de su muerte.
Fuera como fuese, regresé a su lado, hastiado del agua sucia y el barro. Mi padre seguí vivo. Me senté y le acomodé la cabeza sobre mis piernas estiradas. Yo lo acariciaba, avergonzado de que mis manos temblaran. Por un momento, lo vi girar la mirada hacia mis pies, entonces los escondí en el barro. No me dolía para nada la picadura, casi la había olvidado, pero me pregunté cuándo empezaría a afectarme. En mi viejo el efecto había sido inmediato. Tal vez, al picarme a mí, le quedara poco veneno, o a lo mejor fuese porque una mano está más cerca del corazón que un pie. Dispuesto a esperar toda la noche, fui testigo de la lenta cesación del respirar de mi padre. Parecía hundirse aunque su cuerpo siguiera allí. Como si el aire de su pecho lo hubiese mantenido erguido y en pie mientras estaba sano, y como un globo que se va desinflando de a poco, su cuerpo ahora se inclinaba con leves temblores y un sonido muy semejante a un soplido, que no parecía venir de él sino de un sitio más lejano. Levanté la vista al cielo y vi la luna, porosa, reflejándose en las aguas de la laguna, deformándose, fragmentándose igual que debía estar sucediendo con el alma de mi padre.
Cuando volví a mirarlo, ya no respiraba, y su rostro era una curtida máscara de piedad y de bondad, de barba crecida y sucia, marcada con los surcos que sus lágrimas habían creado igual que caminos zigzagueantes entre los desfiladeros de sus arrugas precoces. Una cara cuyos ojos, de párpados abiertos a pesar de la muerte, eran bálsamos plateados igual al agua que venía a morir en pequeñas olas a la orilla. El agua que venía a buscarlo, reclamando, como una diosa resentida, los hijos que la yerta y envidiosa tierra le había arrebatado.
Llegó la mañana cuando mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra de los ojos entornados, a esa sombra que de pronto se ha ido sin despedirse, esa piadosa sombra amiga que envuelve con las manos tibias del consuelo y la mansedumbre. Creo haber visto la cara de la oscuridad, creo haber visto sus dientes blancos como el hielo del ártico. Pero los labios se cerraron y sólo quedó el frío transformado en rocío matutino, creando un sol pequeño todavía, surgiendo desde los pantanos más allá del mundo conocido. Yo tenía a mi padre muerto sobre mis muslos, aún los párpados abiertos, como si estuviese ansioso por el ver el sol que nacía. Los cerré con violencia, asustado de esos ojos tan claros y casi blancos como los dientes de una sombra. Vi venir, a lo lejos, a mi madre, su cuerpo voluminoso esforzándose por llegar a un paso intermedio entre la caminata rápida y la carrera. Podía sentir su respirar agitado, ver su cara transpirada, la expresión preocupada y una mueca de precoz reproche en sus labios. Toda una economía de recursos para los vastos pensamientos de posibilidades que debía estar esgrimiendo su mente en esos momentos.
Esa tarde y la noche siguiente, velaron a mi viejo. Lo enterramos en la mañana del otro día. Vinieron muchos a despedirlo. Todos preguntaban por mi pie, y los escuché cuchichear frases ininteligibles. El doctor Ruiz, padre, me obligó a guardar cama por unos días, esperando verme enfermar. Sin embargo, no tuve ni siquiera fiebre. La inflamación de la herida fue cediendo hasta quedar sólo un piquete morado que también desapareció poco después. El doctor me dijo, cuando me permitió levantarme, que tuve suerte, pero las viejas vecinas del pueblo comenzaron a decir que yo era una especie de brujo. Según ellas, debía estar muerto, pero estaba jugando y caminando como si nada me hubiese pasado. No extrañé asistir al funeral de mi padre, yo ya lo había honrado durante toda aquella noche en la laguna. No me vieron llorar, porque no lo hice. Cuando no hay nada dentro de uno, de la nada surge la nada, porque yo no tenía las manos poderosas de mi padre. En eso me parezco a Dios. Soy un cuerpo hueco con una reseca cobertura de hombre.
Y como un dios fortuito, un dios mendigo que pasea su vida por las calles del ensueño, pensando en un pasado inexistente que proyecta al porvenir, yo crecí inventando poemas de naturaleza. Poemas científicos sin la ciencia convencional. Sabía que algo me había pasado: yo era un sobreviviente por alguna causa en especial. No la conocía, pero sí fui conciente de la agudeza de mi mente. Soy hijo único de padres no más inteligentes que la mediocre medianía de las personas. No adjudiqué mi descubierta habilidad a factores sobrenaturales ni misteriosos, sólo al veneno de un alacrán. La química es un dios, sin duda. Una ciencia que abarca la alquimia de los magos y las rigurosas, arbitrarias leyes de los científicos de guardapolvo blanco. Yo he tomado de cada una los valores que consideré mejores, y me dispuse a crear en vivo lo que ya mi mente había diseñado por los vertiginosos desfiladeros de la imaginación.
Déjenme explicarlo mejor, si puedo. No me considero un genio, ni ahora ni en aquel entonces. Pero en esa época era joven, y mi jactancia, enfrentada al rechazo de los demás, que me consideraban raro y solitario, se vio reforzada en su orgullo, como típicamente se dice: en una torre de marfil. Mi torre era de paredes de adobe y a ras del suelo, pero yo lograba ver mucho más que los demás. Por ejemplo, que las especies son simplemente variaciones de un mismo origen, ramas que se han ido dividiendo y diversificando, amalgamándose muchas veces para desistir de esas uniones transitorias y fallidas. La naturaleza también experimenta y se equivoca; por qué no, entonces, yo no podía intentarlo sin riesgos ni culpa. Los monstruos pueden matarse y enterrarse, cuando yo me equivocase, haría lo mismo. Nadie más que yo sabría de ellos, y únicamente los daría a conocer cuando fuesen exitosos.
Pero qué me llevaba a todo esto, se preguntarán. Por un lado, la necesidad. Como algunos sienten la pulsión imperiosa del sexo, yo necesitaba inventar, crear, en realidad, porque ya hace mucho que dejé de usar aquel eufemismo con que pretendía subestimar mi talento. Así como algunos escriben y otros pintan para expresar algo, para sacarse de encima una idea que hiere como el roce de una piedra sobre una llaga, yo tenía que hacer esto.
Sin embargo, la principal razón, la que yo consideraba desde todo punto de vista la más lógica, era la necesidad de prolongar la vida. Viendo a mi viejo esa noche acostado en la orilla, sintiendo que la vida se le iba irremediablemente, yo imaginé, por primera vez en mi vida, lo que me llevaría a estos límites en los que ahora estoy. Suspender la muerte, por lo menos eso, me dije. Si pudiese detener la muerte así como se puede detener la vida, estaría satisfecho. Entonces leí todo lo que pude, pregunté al viejo doctor Ruiz, a las comadronas que encontraba en el pueblo, a los veterinarios, a todos aquellos que de un modo u otro habían visto cómo la vida nace y muere. Hasta pregunté en el cementerio a los sepultureros, que me llevaron a ver a los hombres que maquillan a los muertos, que amortajan los cadáveres antes de cerrar la tapa de los ataúdes y enterrarlos. Ellos saben que hay una zona donde la muerte todavía está indecisa, donde se ha instalado pero desconoce el barrio al que se ha mudado. Es una muerte nueva, desconoce las calles y se siente tímida. Alguien, con la suficiente fuerza y la inteligencia necesaria, podría atraparla, engañarla cuando se asome a la puerta de su nueva casa, y entonces expulsarla luego de haberla violado sobre la cama de aquel recién muerto, en la que ella ha asentado su figura de piedra blanda, sus miembros hechos de hoces quebradas, sus manos dulces como el acre sabor de un cuerpo descompuesto.
Arreglé una choza vieja en medio del bosque. Traje animales, sacrifiqué algunos, experimenté con la sangre. Hice mezclas, sumergí los cuerpos en piletas que eran como caldos de cultivo para la vida. Y luego de varios meses ellos crecieron, algunos extrañamente deformes pero nuevos, tanto como para que el mismo Dios me envidiase. Cuando saqué el primer ejemplar de aquella choza vieja, y lo llevé al pueblo, no me entendieron. Comenzaron a hablar mal de mí, y mi madre llegó a pedirme que me fuera del pueblo, porque la gente iba a llamar a los gendarmes. Ellos vinieron a buscarme, y las criaturas intentaron protegerme, pero las mataron a todas, excepto a una.
Rosa, que era mi novia en ese entonces, se fue conmigo y vinimos a esta ciudad. Trajimos a la criatura con nosotros. Rosa está enferma desde entonces, el animal le mordió una mano. Tal vez tengan que amputársela, y ante mi fracaso para curarla, me he dado cuenta que todo este tiempo ha sido un prólogo estéril. Prolífico en criaturas pero inútil en resultados. Ellas han empezado a aparecer en las calles de La Plata, pero las autoridades y la gente se dedica a matarlas, y cada mañana yo contemplo el acarreo de los cuerpos amontonados en las esquinas por las palas mecánicas.
Mi mujer se irá alguna vez como se fue mi padre. Así que yo me he propuesto una tarea cuyo fracaso conozco de antemano: prolongar la vida de los seres que se van de mi lado. Mi padre, mi esposa. Y lo que queda, como un resto de sabor amargo en la boca luego de una noche de ebriedad, es una música que acompaña la resaca de los años, hasta convertirse en un monótono organillo de calesita, girando y girando, hasta transformar la fuerza centrípeta en su contrario, atrayendo las fuerzas del mundo para cometer un solo acto, una sola gran actuación, un espectáculo de feria de ciencias en una plaza de pueblo. Esos pueblos donde los perros son los únicos dueños porque habitan las calles con su ladrido, donde sólo se sabe que todavía hay alguien vivo, porque ellos, los perros, anuncian con su aullido acongojado que aún hay alguien que respira.
13
-Vamos, doctor Ibáñez. Estudie usted mismo a estos perros.
Valverde lo invitó a sentarse frente a la mesa de disección. Ibáñez, que lo había estado escuchando como quien oye a un contador de historias, casi a un trovador no dedicado a los romances sino a historias fantásticas, se levantó también, extrañado de su sumisión, asombrado de que la ira se hubiese agazapado como un perro con la cola entre las patas. Ahora sólo prevalecía la curiosidad y la sorpresa.
-Mire, doctor –dijo Valverde, separando la piel del animal con dos pinzas. Ya había estado trabajando todo el día, y casi todo el pellejo estaba desprendido. La capa de tejido adiposo no era blanca sino amarilla. Valverde tomó el bisturí y lo hundió en la grasa hasta tocar la aponeurosis. Metió la tijera y cortó. Luego, las capas musculares quedaron libres. Le ofreció las tijeras a Ibáñez, diciendo:
-Conozco su renombre, doctor, es usted un profesional. Sería un honor para mí que me aconsejara.
Ibáñez se puso los guantes e hizo una incisión en el abdomen del perro. Dejó los instrumentos y utilizó sus manos. Sintió, al principio, una rigidez extraña, como si las vísceras se hubiesen endurecido.
Valverde se dio cuenta de su expresión.
-Cálculos, doctor Ibáñez. Uno de los problemas de estos perros es la función renal. No viven más de un año porque no metabolizan el calcio. Fíjese en los huesos.
Ibáñez disecó los músculos de las patas traseras, llegó al hueso y probó la consistencia del fémur. Se partió en dos fácilmente.
-No soy veterinario –dijo Mateo- pero parece que sufren de algo parecido a la osteogénesis imperfecta de los humanos.
-Pienso lo mismo, doctor.
-Deberíamos llamar a Dergan…-dijo Ruiz.
Ibáñez estuvo de acuerdo.
-¿Me permite el teléfono? –preguntó Ruiz a Valverde.
Ruiz lo siguió hasta la farmacia. Miró la hora en su reloj de pulsera, eran las ocho de la noche. No se había dado cuenta de cuántas horas habían estado escuchando la historia de Valverde. Mauricio debía estar de vuelta en el hotel y llamó. Le contestó la voz de Ansaldi.
-El doctor Dergan salió de vuelta hace un rato –le informó el viejo.
-Cuando vuelva, dígale que venga a la farmacia.
-Ya ha ido para allá, doctor.
La voz de Ansaldi le sonó mucho más joven esta vez, no sólo por el tono, sino por la forma de hablar. Había una jactancia, un desprecio evidente en esa voz. Si no lo hubiese reconocido apenas levantó el tubo, habría asegurado que otra persona había tomado el teléfono en su lugar. En ese momento sonó el timbre. Valverde pasó a su lado en la oscuridad y abrió la puerta de calle. Había tres personas afuera. Ruiz escuchó que una le pedía un remedio para el dolor de muelas, y Valverde regresó dejando la puerta abierta. Sacó un frasco de un estante detrás del mostrador. Volvió a la puerta y le entregó el frasco a la mujer.
-Mañana me paga… - dijo él, y la mujer se fue agradeciéndole con fervor.
Ahora era un hombre el que hablaba:
-Deme algo para la constipación, por favor.
Valverde volvió a buscar otro frasco de vidrio verde con una etiqueta indescifrable.
-Tómese esto, don Casas, pero vaya a ver mañana al doctor.
Ruiz no pudo más que reírse, y vio cómo Valverde giró la cabeza a un lado con expresión no avergonzada, sino condescendiente.
La tercera persona no era un cliente sino Mauricio Dergan.
-Pase, los doctores lo estaban esperando.
Ruiz salió a su encuentro.
-El sobrino de Ansaldi está con mucha fiebre, lo llevan al quirófano esta noche para limpiarle mejor la herida.
-Estamos disecando a uno de los perros, a lo mejor sacamos algo en limpio de todo esto.
Ruiz miró a Valverde con reproche, pero no se atrevió a decir más. Sabía que cuando Ibáñez saliera de ese estado en el que la historia del farmacéutico lo había metido, haría mucho más que eso, por lo menos lo esperaba. Porque él, Bernardo Ruiz, no se consideraba con derecho a hacerlo. No sólo porque su esposa aún vivía, y eso, para muchos, ya era algo que lo excluía de toda comprensión de lo que estaba pasando Ibáñez, sino que había algo que lo emparentaba con Valverde. No lazos de sangre, sino un factor común relacionado con los animales. Gustavo Valverde parecía comprenderlos de una manera inusual, y ellos tenían la tendencia a protegerlo, a cobijarse entre sus piernas, a dejarse acariciar por él y gruñir a cualquier extraño que intentara interponerse. Y Ruiz estaba sintiendo algo parecido, una especie de lástima, una cierta pena, una clase especial de amor. Cuando miraba al farmacéutico las muchas veces que le recriminaba cambiar sus recetas o dar remedios a sus pacientes sin su consentimiento, terminaba por dejarse convencer al sentir un estremecimiento en el estómago. Había cosas que Ruiz creía olvidadas, pero esos espasmos en su vientre le recordaban que él había dejado de ser como había sido alguna vez, antes de conocer a su esposa, antes de ir al pueblo de Le coer antique. De allí había salido siendo un hombre a medias, un hombre habitado por una especie de calidad animal, un hombre que los insectos habían convertido en hábitat.
Pero nada de esto pasaba por la cabeza de Ruiz literalmente, sólo lo presentía como se intuye algo que sabemos remotamente lejano, incorporado a uno mucho tiempo antes aunque haya ocurrido el día anterior. Cuando las cosas antiguas, los viejos mitos y las viejas leyendas entran a un cuerpo joven, entregan su ancestral memoria a las nuevas células. Entonces ocurren episodios, eventos, donde esa memoria surge no como algo que debamos considerar ajeno y extraño, sino como una tradición que no necesariamente debe gustarnos, y que sin embargo hay que cumplir a rajatabla. Y mientras su mente se desenvolvía con fina agudeza en los laberintos de la realidad cotidiana, sus insectos marchaban como un ejército, preparándose, entrenándose, reproduciéndose en un campo fértil que daría sus frutos en algún momento de su vida. No sabía cuándo, y jamás se lo preguntaría a sí mismo.
Cuando entraba en la farmacia de Valverde, sentía que su estómago tomaba la forma de un miedo que no podía clasificar, como si el aroma de los remedios y el olor del formol desde el fondo de ese ambiente despertaran a los seres que lo habitaban, así como se despierta a quien se ha desvanecido con un perfume fuerte o incluso alcohol. Y con el despertar viene el recuerdo, y casi siempre el dolor.
Se dio cuenta cómo Dergan miraba a Valverde con desconfianza. Ambos lo precedieron en el pasillo donde Ibáñez los esperaba. Lo encontraron aún dedicado a disecar. Era asombrosa esa especie de obsesión que dominaba a Mateo cuando de medicina se trataba. Parecía haber olvidado la hora, a su mujer muerta, incluso a su hijo. Pero aquí Ruiz se equivocaba. Lo vio darse vuelta y peguntar:
-¿Cómo está Blas?
-Bien, Walter lo cuida. No te preocupes.-Dergan le apoyó una mano en un hombro y le dedicó una sonrisa.
Mateo no preguntó más. Volvió a dedicarse al perro. Valverde se colocó otra vez los guantes.
-Acérquese, doctor Dergan, como veterinario seguro que esto le interesará.
-Mirá Mauricio –dijo Ibáñez, indicando el hueso quebrado.-Deformidades similares al raquitismo y la artrosis degenerativa. –Levantó la vista hacia Valverde, y preguntó: -¿Cuál fue la falla?
El farmacéutico se encogió de hombros.
-Una falla enzimática, seguramente, algún gen defectuoso. Los perros que utilicé para las cruzas eran mestizos, pero a las crías que obtuve al principio les inyecté sangre de otras especies.
Mauricio ahora también exploraba los planos musculares que Ibáñez levantaba con delicadeza.
-¿De cuáles? –preguntó.
-De otros…-dijo Valverde, pero pronto decidió decir algo más, porque de todos modos su respuesta sería inútil para ellos.- De los otros que creé en el pueblo…
Aquella imprecisión no pareció molestar a nadie. Valverde sabía convencerlos a todos con sus ojos claros y su voz serena y calma. Ruiz creía recordar las habladurías los domingos en su pueblo, incluso su padre le había comentado que los gendarmes habían perseguido a Valverde, hasta que luego de una semana lo soltaron y él decidió venirse a La Plata.
-Monstruos –dijo Ruiz.
Valverde lo miró con rencor, quizá recordando esa misma palabra con que había calificado a sus criaturas muchas veces. Ruiz no sabía por qué lo había dicho, y un sabor amargo se le había quedado en la boca, sólo que era como esas escasas ocasiones en que lo amargo no es un displacer sino un bienvenido cambio, casi un alivio, incluso una breve salvación.
-Así decían ellos, pero eran criaturas, cada una de ellas. Como estos perros. Cuando nació el primero, por lo menos en la forma en que ahora se ven, me lamió la mano que yo había mojado con leche. Yo era su madre y su padre a la vez.
-¿Hace mucho que conoce a Ansaldi?
La pregunta del veterinario cayó como un filo suave sobre la mesa. Nadie se dio cuenta de la relación con lo que estaban hablando sino recién cuando Valverde respondió, como al pasar, sin interrumpir su atención sobre la disección que Ibáñez estaba haciendo.
-Ya estaba aquí cuando llegué.
-Ah…-dijo Dergan, como si no estuviese demasiado interesado.
-La criatura -siguió contando Valverde- tenía nueve meses cuando nació la otra. La primera era hembra, la segunda, macho. No lo planeé así, simplemente se dio por las leyes del azar. Lo sé, es una fatal contradicción lo que estoy diciendo, pero ustedes como médicos deberían estar de acuerdo conmigo. Quizá el doctor Ibáñez, acostumbrado sin duda a la arquitectura invariable de la anatomía, no considere al azar como un factor científico. Pero usted, doctor Ruiz, sabe que hay tantas enfermedades como pacientes existen. Incluso usted, Ibáñez, no podrá negarme que las variaciones anatómicas confirman lo que yo llamo la ley del azar.
Mateo interrumpió su labor y apoyó los codos en la mesa. Quizá pensaba una respuesta, pero sus ojos parecían en blanco.
-El prisma del corazón humano en la arquitectura del barroco –recitó.
Bernardo Ruiz dijo:
-Dios Santo…
-¿Qué pasa?
-Ese verso es de Cecilia…
-No sé dónde lo leí, no me acuerdo, pero me surgió de repente.- Luego volvió a su tarea sobre el cadáver.
-¿Quién es Cecilia? –preguntó Dergan.
-Fui mi novia por algunos años. Era poeta, yo publiqué el año pasado sus poemas, póstumamente, por supuesto.
Ruiz ahora confirmaba que ese laboratorio en la farmacia de Valverde era un punto de cierre, tal vez el punto cero en una circunferencia, o el punto de quiebre donde el círculo se rompe en un ángulo de pocos grados para convertirse en una espiral.
-Después, crucé a los dos. Tuvieron cuatro cachorros. Todos tenían los mismos caracteres físicos que los padres, pero más armoniosos, como si se estuvieran asentando. Los padres era lo que ustedes llamarían demasiado feos y deformes. Pero en las crías esos mismos defectos tenían la peculiaridad de ser parte de ellos desde siempre. Era una nueva raza.
-¿Por qué Ansaldi le entregó los perros? –preguntó Dergan.
Esta vez, Valverde no levantó la vista. Simplemente se tomó su tiempo, y contestó:
-Porque sabe que yo los creé.
-¿Pero por qué lo sabe él y no los demás?
-Nos hemos hecho amigos...
-¿Y cómo, un conserje de hotel, tiene más relación con sus experimentos que, por ejemplo, el doctor Ruiz?
-Ya le dije, Ansaldi es mi amigo, no el doctor.
Todos notaron el cambio en la voz de Valverde. No había enojo, sino frialdad, quizá crueldad. El enojo es pasión, y la voz del farmacéutico carecía de sentimiento.
-Escuche, doctor. Cuando las crías llegaron a los tres meses de vida, una de ellas murió. Nunca pude explicarme qué pasó. En la mañana apareció muerta en su jaula. Entonces me quedé con tres, y me hallaba así en un círculo sin salida. El cachorro muerto era el único macho de los cuatro. Tuve que desarrollar otro igual los padres, que ya habían muerto, pero no podía estar seguro que naciera macho. Hice dos intentos fallidos, el primero era hembra y había nacido sin patas traseras, el segundo era un macho de pelo completamente blanco. Yo los veía dar vueltas en su jaula, intentando decidir qué hacer. Mirando a la hembra arrastrarse y gemir, no tuve más remedio que agarrarla y ahogarla en la pileta. Después me dediqué a mirar al macho. No llegaba a tener diez días. Era robusto, de pelo corto y muy blanco, casi me sentí orgulloso de ese único aspecto. Caminaba a los tumbos dentro de la jaula, se tropezaba con el bebedero y la pequeña pelota de trapo que le había dado para jugar. Chocaba con las paredes y volvía a dar la vuelta hasta chocar con la otra. Yo lo llamaba, pero sólo respondía cuando me acercaba mucho o cuando lo tocaba. Estaba ciego, me dije, y además no tenía orejas. Me escuchaba cuando le susurraba cerca de los oídos, así que no era del todo sordo. Le revisé los ojos con una linterna. Eran oscuros y completamente ciegos.
Se escuchó un grito muy suave, que casi parecía susurrado, desde el otro lado del pasillo. Valverde prestó atención.
-Disculpen, es mi esposa, que me llama.
Salió y oyeron el abrir y cerrar de una puerta, y entre medio un gemido de mujer, agudo y ronco al mismo tiempo. Unos segundos después les llegó el olor de la gangrena, aún más fuerte que el formol y el cadáver del perro. Ruiz, viendo cómo todo eso afectaba a Mateo, dijo:
-Debería dejar que yo la viera, por lo menos una vez.
-Si le amputan la mano, por lo menos puede que le salven la vida –dijo Ibáñez.
-Pero él no quiere, es como si reconociera su fracaso al haber querido curarla él mismo.
-Quién le dio permiso para ejercer la medicina, deberíamos denunciarlo, por lo menos salvaríamos a la mujer –intervino Dergan.
Se encontró con que Ruiz e Ibáñez lo miraban con encono.
-¿Qué les pasa a ustedes? ¡Esos perros mataron a tu esposa, Mateo, y ese fue el que los mandó a la calle!
Ibáñez se sacó lo guantes y se restregó los ojos. Cuando vieron otra vez su cara, tenía un brillo de cansancio, una palidez como de cera lustrada que parecía reflejar la escasa lámpara que colgaba del techo.
-Cuando salga de acá, mi única labor en los próximos días será matar a todos esos perros. Que no quede ni uno. Eso es lo que voy a hacer, sin importarme las personas que se interpongan en mi camino. El que quiera ayudarme, bien, el que no, fuera de mi vista. Valverde me importa un carajo.
El farmacéutico estaba en la puerta, desde no sabían cuánto tiempo. Entró como si no hubiese escuchado nada y se colocó otra vez los guantes.
-Crucé al macho ciego con las otras hembras –dijo, continuando su relato interrumpido.- Ellas tuvieron diez crías en total. Cinco machos y cinco hembras. Yo estaba muy satisfecho, tenía la cantidad exacta para empezar toda una nueva raza. Los perros eran todos ciegos, sin orejas, cola corta y el mismo color y tipo de pelo. Comían con ganas y crecían normalmente. Los sacaba al patio de atrás, porque aún no quería mostrárselos a nadie. Pero un día tuve que hacer un trámite en el ministerio e iba a cerrar la farmacia, pero Rosa, mi mujer, me dijo que ella atendería el negocio. No estaba tan mal en ese entonces, la herida de la mano supuraba pero era suficiente con cubrirla con una venda. Cuando volví, me extrañó no escuchar los ladridos de los cachorros. Los busqué por todas partes, hasta que al final le pregunté a Rosa. Ella estaba tirada en la cama, con fiebre y llorando. Se me escaparon cuando abrí la puerta del patio, me dijo.
-Así empezó todo –dijo Dergan.
-Así es, doctor.
-Pero no entiendo el motivo de estos experimentos, qué es lo que buscaba. No le voy a creer si me habla de curiosidad científica y toda esa mierda…
-Ya se lo dije hace un rato a sus colegas. Vida es lo que busco. Prolongar la vida de mi esposa, detener su muerte, si no es posible otra cosa.
Dergan se rió.
-Disculpe, pero más allá del absurdo, e incluso si fuera posible, no pide poca cosa.
-Ya lo sé.
-¿Y qué tienen que ver estos perros con evitar la muerte?
-Nada todavía, por eso me considero un fracasado. Pero un día alguien me dijo que estos perros, al fin de cuentas, son una forma de vida, también.
Dergan empezaba a sospechar quién había sido.
-Fue Ansaldi, ¿no es cierto?
Valverde no contestó, y continuó:
-De todos modos, no tenía forma de recuperarlos. Se escondían muy bien, hasta que me di cuenta que habían empezado a reproducirse entre ellos. La gente que los había visto decía que eran todos iguales, entonces supuse que los demás perros los rechazaban.
Tenía una expresión de triunfo en la cara, pero Dergan se preguntaba si era posible tanto cinismo. ¿Podía aquel tipo conformarse con haber creado una raza nueva de perros cuando decía que estaba buscando prolongar la vida humana? Se lo preguntó, porque no lograba callarse tanta ira, que no estaba seguro de dónde le surgía. Era una especie de miedo que había nacido en la casa de María Cortéz, y de la que no lograba deshacerse sino en esa lógica furibunda que estaba desatando sobre el farmacéutico. El tono y la evidente carga de desprecio pareció un desafío a Valverde. Éste así lo entendió, y entonces una nueva forma de ver las cosas transformó la expresión del farmacéutico de la anterior gentileza a una inconfundible malicia y un aire de irritante superioridad. Sus ojos verdes tomaron un nuevo significado cuando la sonrisa surgió a continuación. Y no era una sonrisa ante la cual podían sentirse tranquilos.
Valverde parecía dudar antes de decir algo más, como si dos fuerzas contrapuestas lo impulsaran a la vez. El sarcasmo lo impulsaba, tal vez, a contestar cualquier cosa, la discreción, en cambio, quizá intentara frenar su creciente irritabilidad. Finalmente, dijo algo que sin duda lo delató a los ojos de los demás, pero cuando se dio cuenta, no se arrepintió del todo. Esconderse no siempre es un mérito, y llega el momento en que la verdad, de tan complicada, forma su propia costra de protección para las mentes débiles. Él así lo entendía, porqué así había sido siempre. Quién, acaso, lo había entendido en aquel pueblo de donde tuvo que escapar, quién en esta barrio de La Plata, donde pobres tipos como Casas y las remilgadas maestras del colegio vivían preocupados en sus triviales vidas ordinarias. A veces, él necesitaba jugar con ellos, hacerles bromas que a nadie caían bien y que sin embargo no hacían más que corroborar su superioridad ante todos. Porque ellos, sin explicarse a sí mismos tal actitud, regresaban a él, acudían a él para cualquier cosa que necesitasen. Y no parecían hacerlo por complacencia, sino por un real convencimiento de que este tipo silencioso y de expresiones austeras, de rostro atractivo e inteligente, era algo más. La superioridad de la malicia es una virtud ante los ojos de los inocentes. O más bien debamos decir ingenuos. Inocentes son los niños, hasta cierto punto, porque la inocencia es un estado de ignorancia intelectual y moral. La inocencia puede cometer maldades por desconocimiento, pero los ingenuos pecan de una casi absoluta pasividad por miedo, por timidez, por inferioridad. Cuando deciden actuar, los ingenuos cometen tragedias, hacen estragos irreparables, y con los ojos abiertos ante eso, deciden no tener más alternativa que matarse, aunque después no lo hagan. Pero esa decisión no concretada es un punto de quiebre, es una muerte en sí misma. Saben que están muertos desde ese momento.
Sabiéndose ante ingenuos, Valverde contestó:
-La vida es una prisionera de la carne y de los huesos, ¿no saben eso todavía? La vida no es un azar más que para la estatura mental de los peones de ajedrez. Crearla desde la nada es imposible, por eso no hay más Dios que el que los ingenuos necesitan para alimentarse. Creo haber intentado todo a mi alcance para que Rosa no muera, pero hasta hace poco no me di cuenta que la vida misma se transforma sin perder sus características. A veces, necesitamos conformarnos con ver en la arquitectura de un perro la sustancia íntima de la mujer que hemos amado.
14
Debían ser las doce de la noche. Hacía casi cuarenta y ocho horas que no dormía. La noche del sábado apenas había dormitado junto a la cama de Alma en el hospital. La luz tenue del laboratorio, el olor a formol, a gangrena, a grasa vieja impregnada en la mesa de mármol, las caras lívidas de los hombres que lo acompañaban, todo eso le resultaba casi una ensoñación. Escuchaba sonidos entre los zumbidos de sus oídos cansados, pero no lograba distinguir si eran los quejidos de Rosa Valverde o los ladridos de los perros en la calle.
-¿Cómo un círculo, quiere decir? Los perros son continuación de su esposa, y a su vez ellos mataron a la mía. Pero no veo cómo ellos pueden ser fragmentos de Alma.
-Déjeme contarle una leyenda, doctor…
Dergan se echó a reír en respuesta, sin ironía, como si estuviese escuchando una broma nada más.
-¿Pero no ven que nos está tomando el pelo? ¿Dónde está la lógica científica de la que hacen tanto alarde con sus pacientes? ¡Ruiz, por Dios santo! ¡Despertáte, mi viejo!
Ruiz pensaba, en cambio, en el círculo. El ciclo en el que él estaba involucrado.
Alimentación y hábitat, hábitat y alimentación. Vida, muerte y resurrección.
Sí, él lo comprendía. Su amigo Ibáñez comenzaba a descubrir que pertenecía a uno de aquellos círculos, diferente al suyo, pero al fin de cuentas uno más. Agarró un brazo de Dergan y le dijo que lo dejara en paz.
Valverde habló:
-Cuando yo era chico, mi abuela, la abuela Valverde, me refiero, la mamá de mi padre, solía contarme una leyenda muy antigua, en las tardes de verano, cuando anochecía y nos sentábamos al borde del río, mirando el vuelo rasante de los mosquitos sobre las aguas, o escuchando el croar de las ranas. Los animales se despiertan, los animales cazan cuando el sol empieza a declinar. Había una vez, me contaba, un pueblo invadido y masacrado por otro pueblo nómade. Las víctimas tenían, sin embargo, el apoyo de una poderosa hechicera, así que sus almas sobrevivieron en los cuerpos de los animales por mucho tiempo. El pueblo invasor, mientras tanto, iba desarrollando su propia decadencia en manos de un brujo falso y loco que creía escuchar las voces de los dioses, pero eran nada más que las voces de los muertos.
Valverde hizo una pausa, los miró a todos, y satisfecho de la atención que le prestaban, continuó.
-No hay más que una clase de muertos, los que desean regresar. Fueron ellos quienes le hablaban al brujo, creando en su estado de ánimo una necesidad y una especie de odio que lo llevaba a conducir a su pueblo hacia donde los muertos podrían robarles los cuerpos. Se produjo una lucha, una gran guerra entre los muertos asentados en los animales y los otros. Ambos lados querían lo mismo, al fin de cuentas. Todos querían regresar a la vida.
-No nos dice nada nuevo, Gustavo. ¿Acaso hay alguien que se conforma con la muerte? –dijo Ruiz.
-Es verdad, pero no está ahí el mensaje de mi alegoría, sino en el final de la historia. En la batalla final, los animales se transformaron en hombres, y los muertos recuperaron sus cuerpos. Entonces ambos bandos lucharon como simples hombres de carne y hueso, y como toda carne es mortal, todos murieron nuevamente. Y todo quedó hecho un páramo seco e inevitable.
-Entonces por que no dejamos en paz a los muertos, Valverde.
La voz de Dergan era ahora más amistosa, como si la común desilusión hubiese calmado su ofuscación. Quizá recordaba que alguna vez le habían contado esa misma leyenda, que recorría los tiempos y las generaciones metamorfoseando sus características y mensajes según el lugar y la ocasión, pero siempre firme en los inmutables hechos de sus principios.
-Porque todos formamos parte de un círculo, de una rueda que hace girar otro círculo más grande. Y mi deber es sentir la irremediable necesidad de detener el avance de la nada, porque no se puede tolerar el pensamiento del cero absoluto, de la pérdida de todo en la nada. Pensar en ese ya no ser, ¿no los hace a ustedes agitarse, su corazón no se acelera y sus piernas no sienten la necesidad de correr, sus manos de buscar, sus ojos de mirar algo más, su mente y su memoria de levantarse como un monstruo para abarcarlo todo, para encontrar la razón que atenúe el inmenso miedo? ¿No es el miedo una respuesta si no adecuada, por lo menos transitoria y bastante satisfactoria por sí misma? La angustia que crece al borde de ese precipicio de la nada es por lo menos un vestigio, tal vez el último bastión de la vida.
Se oyó un nuevo llamado de la mujer de Valverde.
-Para mí, doctores, cualquier intento es parecido a esa angustia que con el tiempo forma un manto piadoso, delgado pero con el brillo semejante a una coraza. Para engaño de esa nada que arremete todos los días, insistente e inclaudicable.
Ruiz lo comprendía muy bien. Escuchando a Valverde había sentido cómo los insectos parecían moverse por su cuerpo, reclamando lo que él suponía la terminación de su vida y la prosecución de su cuerpo como un desecho. ¿Podría ser que los seres irracionales también tuviesen miedo a la muerte? ¿No es para ellos una parte más del ciclo de la vida? ¿No será simplemente el instinto el que se revela? Una guerra, eso es. Valverde lo había dicho bien.
-Venga, doctor Ibáñez, quisiera que revisara a mi esposa.
Se dirigió hacia la puerta del laboratorio y esperó a que Mateo lo siguiera. Ruiz estaba sorprendido.
-Pero si no me dejó…-empezó a decir, pero resignándose, detuvo a Mateo de un brazo.
-Fijate si aún la podemos salvar, a lo mejor hay tiempo de llevarla al hospital.
Ibáñez asintió con la cabeza y se fue con Valverde.
Entraron a la habitación de Rosa. Estaba oscuro. Ibáñez adivinó una ventana por donde entraba, entre las varillas de madera torcidas, la escasa luz del alumbrado de la calle. Se quedó en la puerta, Valverde le había dicho que esperara. Éste encendió una lámpara de pie cerca de la cama. Fue extraño, pensó más tarde, cómo el olor surgió cuando la luz se encendió. Era un olor a gangrena demasiado intenso para no sentirlo aún en la oscuridad. Como si antes de que hubiera luz no hubiese nada, como si las cosas surgieran, de repente, de la penumbra absolutamente negra que representa la ausencia de todo lo que los sentidos pueden captar. Valverde, lo mismo que un dios creador, había dado forma y contenido a esa habitación. Había, también, creado a esa mujer al dar la luz.
Mateo se acercó, combatiendo internamente la repugnancia por el olor, más intenso y repulsivo que el aroma de los cadáveres al que ya estaba acostumbrado. Dejó que el farmacéutico liberara la mano herida de las vendas sucias y embebidas de un líquido amarillo y sanguinolento. Entonces vio la mano enferma, hinchada, con edemas y hematomas en el dorso y la palma, y los dedos deformados. La herida principal estaba justo debajo del pulgar, de allí salía una secreción fétida y rosada, a veces francamente amarillo opaca, que Valverde secaba mientras le hablaba a Rosa, consolándola. Pero ella seguía acostada, con los ojos cerrados, hundida en el colchón y tapada con las sábanas. Tenía un camisón rosa, desteñido, con manchas, como si ella se hubiese restregado la mano allí en varias ocasiones. El pelo oscuro tenía el brillo del sudor, la cara pálida y los labios secos.
-Tiene fiebre…
-Intermitente, doctor. Hace semanas que sube y baja. Los antibióticos la controlan, o la controlaban, debo decir…
-Hay que llevarla al hospital.
-No hay nada que hacer, doctor. Usted es al único que le digo la verdad. Pronto va a dejar de sentir este olor, y otro aroma más bello lo reemplazará. Pero de lo que quería hablarle no es de esto, que no es sino un estado transitorio, sino de otra cosa. ¿No nota algo más en la mano?
Ibáñez se acercó para ver mejor a la luz de la lámpara. La mano estaba tan hinchada que recién ahora se daba cuenta de que el pulgar no existía.
-¿Se lo comió el animal que la mordió?
-Una parte sí, pero el resto, junto con la secreción que salió primero, saliva y pus, fue alimento de los perros de la segunda camada. Los que no murieron y se desarrollaron fuertes. Los que escaparon, los que, sospecho, Rosa dejó escapar.
Al fin comprendía del todo lo que Valverde había querido explicarle con tantas vueltas y tanta historia en el laboratorio. ¿Quería, acaso, que él hiciese lo mismo con el cuerpo de Alma? ¿Entregar una parte a los perros para que ella, de esa forma, viviese para siempre? Como si Blas no fuera la decantación más perfecta de la existencia de Alma. Entonces recordó lo que los pocos parientes que ambos tenían habían dicho al nacer su hijo: tan parecido a Mateo, tan igual, que el chico parecía carecer de legado de mujer. Alma sin descendencia. Alma sólo amor, agotado en sí mismo como se agota el cuerpo. Alma como un recuerdo remoto que desaparece sin dejar rastros en la memoria. Sin mención, sin fotografías. Sólo Blas y su padre, dos hombres como ejes de una caravana en tránsito permanente. Hombres y fuerza sin sentido, parangones a los lados de una ruta, con la sola necesidad de una mirada y una presencia como armas, controlando el paso de los otros, los habitantes débiles y sumisos de una sociedad que avala el poder y el uso de la violencia como únicos medios, únicos requisitos, para la tolerancia y el perdón otorgado por decreto por un dios ensimismado en el color y prestancia de su uniforme. Un dios sentado en una silla tras un escritorio presidencial, otorgando poderes para que actúen en su nombre, a ellos, a los hombres que, como Ibáñez, eran el símbolo de la indiferencia, y a Blas como futuro emblema de una patria exenta de debilidades. Todo apostado a niños como él, liberados de las excentricidades y la cobardía de la enclenque sinrazón de una mujer.
-Piénselo, doctor. Su mujer sobrevivirá con fuerza, y no va a morir jamás. Mientras los perros se reproduzcan…
Ibáñez miró a Valverde, que sostenía la mano de su mujer como un rato antes sujetaba el cuerpo del perro, como una cosa, un objeto de estudio, noble y respetable, pero sin el dolor ni la piedad correspondiente. Entonces Mateo agarró a Valverde de las solapas del guardapolvo y lo empujó contra la pared.
-Voy a matar a esos perros, ¿me entendió? No voy a dejar a ninguno vivo.
El farmacéutico sonrió, e Ibáñez se dio cuenta que miraba atrás de él, quizá la mano que había soltado y ahora colgaba de la cama, dejando caer el pus sobre el piso.
-Sabe cuántos deben ser ahora...
-Los que sean, no me voy ir hasta que mate a todos.
-Yo le ofrezco una especie de eternidad, doctor, y usted me responde con venganza, que acaso… ¿no es una especie de muerte?
-Usted es un cadáver, Valverde, por eso no lo entiende.
Mateo Ibáñez salió al pasillo y trató de orientarse en el vértigo que sintió al dejar atrás el olor del cuarto. El pasillo, a oscuras como desde la tarde, sólo dejaba ver la luz del laboratorio. Vio a sus amigos y les dijo:
-Nos vamos.
Dergan y Ruiz lo siguieron, inquietos por saber que había pasado entre él y el farmacéutico, pero no le preguntaron nada, ni siquiera cuando ya estaban fuera y caminaban de regreso al hotel. Eran las dos de la mañana. Ibáñez se detenía contra las paredes cada pocos metros, sujetándose para no caerse. No había comido nada desde la noche del sábado, no había dormido en casi dos días. Dergan y Ruiz lo sostuvieron uno de cada brazo y lo ayudaron a seguir. Sólo faltaba que aparecieran los perros, pensaron los tres al mismo tiempo, sin comunicarse ese miedo. Llegaron al hotel y Ansaldi les abrió la puerta.
-Bunas noches, doctores.
No le respondieron. Llevaron a Ibáñez a su cuarto, donde Márquez y Blas dormían. Sacudieron al arquitecto y éste despertó.
-Ya volvieron, me tienen que contar qué pasó en todo el día.
-Ya te vamos a contar, pero vamos a acostar a Mateo. Decile al viejo que prepare algo, un café o un té cargado, con mucha azúcar.
Walter bajó, pero encontró a Ansaldi entrando a su pieza. Lo llamó, pero no le hizo caso. El viejo se había despojado de toda la irritante condescendencia con que los había tratado antes. Ya no debía considerarla necesaria. Fue a la cocina y preparó un café caliente. En la heladera encontró sándwiches y también los llevó arriba. Los otros ya habían desnudado y metido a Mateo entre las sábanas. Estaba dormido.
-Dejálo que duerma, mañana lo hacemos desayunar bien.
-Mañana va a ser un día de mil quilombos –dijo Ruiz.- Farías va querer la autopsia de Alma.
-Pero le decimos lo de Valverde…
-¿Vos creés? Conozco al tipo más que vos, Mauricio. Valverde va a hacer desaparecer a esos perros esta misma noche.
-Pero entonces que hacemos acá, vamos…
Ruiz lo detuvo del brazo…
-¿Qué vas a hacer? ¿Entrar por la fuerza? Estamos en gobierno militar, ahora. Si llamamos la atención, nos meten presos. Yo intentaría explicarle a Farías primero, si nos cree.
Dergan seguía nervioso. Ruiz lo hizo salir de la habitación. Márquez los siguió, cerrando la puerta y apagando las luces. Ibáñez parecía dormido, pero quizá escuchó la conversación. No le importó demasiado, porque él, entre sueños, proyectaba otros planes. Blas estaba a su lado en la cama, no se había despertado en todo el tiempo desde que habían vuelto.
No escuches a Valverde, le decía a su hijo en sueños, vos te vas a acordar de mamá. Pero Blas, pensaba Mateo, no es más que un niño cuya memoria conciente es todavía tan endeble como un vaso de barro blando y sin forma.
15
Los tres bajaron al comedor y se sentaron alrededor de la mesa. Walter se ofreció a hacer café para todos.
-Yo tomaría algo más fuerte…-dijo Mauricio.- ¿Habrá algún licor, coñac, whisky?
-Andá a saber dónde guarda eso el viejo, yo no tengo ganas ni de verlo de lejos.
-¿Cómo seguirá el chico?- preguntó Ruiz.- Mañana llamo al hospital a primera hora. Ahora mejor me voy a dormir.
Se levantó y se fue, apenas murmurando las buenas noches. Se veía cansado, con ojeras moradas en la cara pálida, algo encorvado su cuerpo flaco, y se agarraba el estómago con una mano. Mauricio hizo una mueca de alivio, necesitaba hablar con Walter a solas. Tenía que pedirle algo, y sabía que Bernardo no entendería. Era un tipo excelente, pero a veces demasiado rígido con lo que no comprendía o no estaba de acuerdo, en eso había heredado el carácter de su padre. Era curioso cómo, a medida que maduraba y el recuerdo de la figura del viejo doctor perdía influencia, se iba pareciendo cada vez más a él.
Mauricio buscó bajo el mostrador de la recepción, Walter en las alacenas de la cocina.
-¡Encontré algo! –dijo Dergan. Era una botella de bourbon. Regresó al comedor observando la etiqueta. La botella estaba abierta, pero llena todavía hasta los tres cuartos de su contenido. La puso sobre la mesa y preguntó:
-¿Te gusta el bourbon?
Walter dudó antes de contestar.
-Sí y no, sólo un vaso por la mitad, sino mañana voy a tener resaca.
Trajo dos vasos de la cocina, Mauricio sirvió para ambos. Cuando se los llevaron a los labios, Walter tosió y Mauricio se rió como un chico.
-¡La reputisima madre que te parió! –decía Márquez, él también riéndose ahora.
Mauricio le sirvió otro vaso, por más que el otro se rehusaba. Luego, Walter volvió a beber, y lo mismo hizo Dergan. A la tercera copa, Walter sintió un vértigo y se sujetó a la mesa por más que estaba sentado.
-Dicen que Hemingway era asiduo al esto, debió tener un hígado grande como una bolsa de papas de veinte kilos.
-Así murió, pero nosotros no somos escritores, no vivimos para la posteridad.
Walter lo miró serio, tenía una expresión entre alegre y triste a la vez, su cara se había enrojecido y sus ojos chispeaban.
-Lo dirás por vos, pero yo sí dejo descendencia.
-¿Pero a vos no se te había muerto una hija?
Mauricio no carecía de tacto generalmente, pero también estaba ya bajo los efectos del alcohol. Walter se puso a lagrimear y de nuevo sonrió.
-Mis obras, Mauricio, mis casas y edificios, ¿entendés?
-Tenés razón, entonces el único pelotudo soy yo, sin hijos y solamente salvando a putos animales.
-Pero los perros y gatos hacen felices a la gente, las vacas nos dan alimentos, ¿o acaso no curás vacas, vos?
-A veces, sí …-Mauricio ahora no podía para de reírse. –Tenés razón, cuando los animales hacen felices a la gente, ésta coje y hace chicos, y así yo soy un instrumento de la posteridad.
-Así es…
-Qué consuelo tan estúpido, Walter –dijo, mientras ambos se reían a carcajadas ocultando la cara entre los brazos para no despertar a los demás.
Pero un rato después, Dergan se puso serio y dijo:
- Tengo que pedirte algo.
-Lo que quieras -Walter intentó otro vaso, pero Mauricio se lo impidió.
-Quiero que mañana vayas a la casona que diseñaste. Allí vive una mujer con su hija. Se llama María Cortéz, y tenés que preguntarle cuál es su apellido de soltera.
Walter lo miró con extrañeza, luego con picardía.
-No es para eso –dijo Mauricio, recordando el displacer que de pronto había sentido mientras hacía el amor con esa mujer, mientras recibía las palabras proféticas de su boca, que sólo se había interrumpido en sus besos para decir aquella oración. – Esta mañana revolví en los papeles de Ansaldi, encontré documentos de cuando vino de Europa. Son demasiado raros, y no puedo explicarte ahora, pero la madre se llamaba Sottocorno. Yo creo acordarme que el apellido de la Cortéz es el mismo, pero tenés que preguntarle vos.
-¿Y por qué no vas vos?
No podía decirle a Márquez lo que le había pasado en esa casa, era demasiado para que el arquitecto lo comprendiera en ese estado de ebriedad.
-No puedo…
-¡¿Pero por qué?! No visito esa casa desde el derrumbe…
Mauricio no sabía exactamente lo que había pasado con la casona y el arquitecto. Probablemente tenía su historia, pero el recuerdo del sueño al salir de la casa le impedía siquiera volver a acercarse. Ahora se reía interiormente de esa jactancia de racionalidad que había demostrado en la farmacia de Valverde. Les había recriminado a los médicos el creer las insensateces del farmacéutico cuando él mismo tenía miedo de la profecía de una adivina.
Pero hay temores que no pueden controlarse, que encuentran alimento bajo la superficie de la lógica, y hacen crecer sus raíces, expandiéndose hasta abarcar todo lo que constituye el volumen de los cuerpos. Y luego florece, y sus flores son hermosas hasta el momento en que se las huele. Un hombre con miedo es una alucinación a la distancia, un camión a alta velocidad cuando estamos cerca, un cuchillo cubierto de una enredadera venenosa cuando lo tocamos.
-Es importante, Walter, por favor –dijo él, apretándole la mano, esperando, quizá, que Walter sintiese esa especie de ásperas, lastimosas flores marchitas que constituían su miedo. Y él sintió, en la mano del arquitecto, algo semejante. No flores muertas, sino el olor a madera podrida, a animales muertos, quizá a cadáveres bajo escombros.
Walter se restregó la cara, despertando por un instante, de su somnolencia. Asintió con la cabeza, sin decir ni prometer nada. Pero Mauricio sabía que iba a hacer lo que le había pedido.
16
En la mañana del lunes, Walter escuchó pasos y movimientos fuera de su habitación. Abrió los ojos y miró la hora. Eran casi las diez de la mañana.
-Dios mío –dijo, dándose cuenta que golpeaban a la puerta.
-¿Quién es?
-El servicio, señor.
Walter se había quedado dormido, justo hoy, con todo lo que se avecinaba. La autopsia de Alma, la investigación de los perros, su propia tarea como arquitecto, es decir, la búsqueda de los escondrijos de los animales en la estructura urbana de La Plata. Pero sobre todo había algo que debía hacer antes, y fue lo primero que recordó porque fue lo último que escuchó la noche anterior, ya tarde. Recordaba, entre las ensoñaciones del bourbon y el dolor de cabeza de esta mañana, que el veterinario le había pedido visitar la casona. Su casona, porque a pesar de que ya no le pertenecía, la había diseñado para él y su mujer, en otra época, tan cercana y tan lejana al mismo tiempo. Tan inmersa en ese espacio innombrable que calificamos de maravilloso simplemente porque ya ha pasado, y por el solo hecho de ser irrecuperable lo protege -y nos protege- de toda revelación y desilusión. Lo envuelve con las máscaras ilusorias que no son mentiras mientras no les quitemos las máscaras. El oro del pasado es a veces el alimento más irreprochable. Sólo hay que resguardarlo del siempre inminente filo de la sospecha, que como una amenaza en línea tangente que a veces fracasa, tiende luego a escabullirse entre los planos del sueño, para amedrentarnos, para develar las motas de polvo en las pepitas de oro del pasado. Cuando ya no hay más que suciedad entre las manos, cuando el alimento es barro y el paladar se vuelve tan seco que las grietas del tejido humano ya no soporta el agua, porque entonces se desmoronaría definitivamente, es el momento de darle descanso a la encomiable voluntad de resistencia contra el fracaso, y abandonarse, dejarse estar en el futuro como quien se mece en las aguas de un mar lluvioso y frío.
Se levantó y se lavó la cara en el baño. Volvieron a insistir en la puerta.
-¡Vuelva en quince minutos! –gritó, harto de esa insistencia sin sentido. Seguramente Ansaldi, resentido con ellos, quería joderlos.
-¡Soy Bernardo!
Walter abrió la puerta en pijamas, la cara todavía sumida en el sueño y un cepillo de dientes en la mano derecha. Regresó al baño y Ruiz lo siguió, hablándole.
-Pero hay mucho que hacer, viejo –le dijo Ruiz.- Farías me llamó a las ocho de la mañana, el muy hijo de puta. Espera que Mateo firme el consentimiento para la autopsia.
Walter lo escuchaba mientras se lavaba los dientes.
-No me atreví a despertarlo después de casi dos días sin dormir, y con todo lo que pasó. Igual se levantó solo a desayunar hace una hora. No sé cómo tiene fuerza de voluntad para aceptar todo este quilombo.
Walter lo miraba por el espejo del botiquín, se enjuagó la boca y abrió la llave de la ducha.
-¿Qué te dijo de la investigación?
-Todo sigue igual, vos tenés que pasar por la municipalidad para recoger los planos de la ciudad, después caminar y recorrer. Ya sabés. Necesitamos averiguar dónde viven los perros, dónde se crían.
El arquitecto se desnudó y se metió bajo la ducha.
-Vos y Dergan se pusieron en pedo, anoche. No los culpo, pero…
-¿Pero qué? No seas aguafiestas. No fue mi intención ponerme en pedo, sólo hablamos y la botella estaba ahí. Ahora me parece un sueño todo lo del fin de semana.
-Es verdad, y eso que no estuviste en la farmacia de Valverde. Bueno, te dejo. Mateo me espera.
-¿Y quién va a cuidar al chico?
-Ahora Mauricio, después, quien esté disponible. Mateo no quiere a nadie más con Blas, y que Ansaldi no se acerque. Sobre todo que nadie saque al chico del hotel.
Ruiz se fue y Walter cerró la llave de la ducha, se secó con la toalla blanca con un logo anunciaba: Hotel Firenze. Recién ahora le llamó la atención. Por qué aquel nombre tan pretencioso para ese hotel de medio pelo. Sin embargo, no le parecía caprichoso más que en apariencia. La Plata, más que una ciudad sudamericana, tenía una estructura urbana más europea. Los estilos de las casas, las veredas anchas, los tipos de baldosas acanaladas y amarillas, los adoquines de las calles con el diseño en arcos, los árboles juntando sus ramas por encima, se relacionaban más con el aspecto de una ciudad europea de la primera mitad del siglo XX que con el ámbito rural o campero de la provincia de Buenos Aires. En realidad, cada pueblo de la provincia, y sobre todo aquellos más aledaños a la costa, tenían un aspecto semejante, hasta convertir ese estilo en algo propio. Algo intermedio entre un pueblo y una ciudad. Allí, donde los almacenes todavía sobrevivían con sus vidrieras y puertas altas, los techos con ventiladores moviéndose como tortugas sobre a un eje, los mostradores de caoba con vitrinas, las cajas de metal o madera con galletas dulces. Allí, donde las tintorerías japonesas eran de una pulcritud lindante con la extravagancia del país legendario del que parecían haber sido transportadas. Allí, donde las panaderías, como la de Casas, o como la farmacia de Valverde, eran ámbitos donde las madres podían ponerse a conversar, mientras los chicos miraban los chocolates y huevos de Pascua, o los frascos de colores con las extrañas medicinas a las que temían pero por las que se sentían atraídos.
Se vistió y bajó a desayunar. Dergan también bajaba en ese momento, con Blas en brazos. Se saludaron sin hablar, confirmando su mutua jaqueca. La cocinera protestó por la hora. Nadie se dignó a mirarla. Ansaldi estaba parado tras el mostrador de la recepción, escribiendo en sus papeles. Por la entrada llegaba el fresco de la mañana y el sol intenso de ese lunes que parecía ser un renacimiento, una nueva esperanza. Pero para quién o qué, se preguntó Walter.
-¿Vas a ir? –dijo Dergan.
-Después de desayunar, no te preocupés. Tengo que ira a buscar los planos al municipio.
Mauricio aceptó en silencio. Como el día anterior, tenía que hacer de niñera, pero esta vez quería hacer las cosas bien. Se quedaría en el hotel todo el tiempo, sin apartar los ojos de Blas, y vigilando que Ansaldi no se acercara.
Márquez subió a su cuarto, se puso una corbata de un tenue color marrón, ajustándola bajo el cuello de la camisa blanca, luego el chaleco y el saco del traje beige. Miró en el espejo su cara recién rasurada, se colocó unas gotas de perfume, agarró el sobretodo de piel de camello, comprobó que sus mocasines estuviesen lustrados, y salió del hotel. Era un hombre pulcro, quizá excesivamente, según su mujer, excepto cuando trabajaba en las obras. Entonces se vestía con ropa informal para mezclarse con los albañiles y dar todas las indicaciones necesarias sin cuidarse de la suciedad y el polvo. Pero cuando esto sucedía, esa inveterada pulcritud, con la que tal vez había nacido y de la que no podría deshacerse nunca, como tampoco podría evitar ser zurdo, se canalizaba en el extremo cuidado y detallismo de lo que estaba construyendo. Porque por más que no fuese él quien colocara ladrillo sobre ladrillo, -a veces, incluso, lo había hecho- su mente construía con el mismo esfuerzo con que los obreros trabajaban con la fuerza de sus músculos, de sus espaldas fortalecidas por el trabajo rudo, pero que no mucho después sufrirían. Las neuronas, aunque diferentes, son también células como los músculos, la energía utilizada por ellas proviene de las mismas fuentes. Por qué, entonces, hacer diferencias, valoraciones que no tienen más objetivo que determinar una política del trabajo, arbitraria y singularmente injusta.
Pero el arquitecto Walter Márquez tenía un auto último modelo, trajes que hacía confeccionar a un sastre de Buenos Aires. Compraba perfumes importados, y abastecía a su mujer con los mejores vestidos y la mejor comida de los restaurantes. Tenía una casa en la costa, lotes en Córdoba y Mendoza. Una cuenta bancaria abundante pero no excesivamente. Los del fisco nunca lo persiguieron, nunca le reclamaron nada. Su biblioteca estaba formada por casi cien libros de diseño y arquitectura, mucha poesía norteamericana y una colección de long plays donde sobresalían los registros de Miles Davis y el viejo Bach.. Para sus adentros, para el pensamiento que sobrevenía cuando viajaba solo en su auto hacia cualquiera de las obras que estaba construyendo, él se sabía un hombre gris, un perseguido, como le había dicho una de sus amigas, un hombre que necesitaba de todo lo que lo rodeaba para saberse dentro de una enorme habitación con techo y paredes protectoras. Sentía escalofríos por las noches, aunque fuera verano, cuando se quedaba hasta altas horas de la madrugada sentado en el taburete frente al tablero de dibujo, los codos apoyados y las manos yendo y viniendo desde su frente hasta el papel, como si el lápiz que sus dedos sostenían fuese un instrumento capaz de cargar las ideas para transportarlas al papel o una batería que se recargaba cuando los dejaba en los portalápices, -traídos por él del exterior o regalados por amigos-, durante las horas en que no estaba en su estudio.
Miró el sol relumbrante de esa mañana de lunes. El hotel Firenze era una fachada plana y sin atractivos, pero las calles de La Plata prometían siempre algo nuevo. Tal vez era el sol intenso sobre las veredas, o la sensación de una tarde eternamente quieta descansando sobre el empedrado. Allí había intentado vivir con su mujer, pero el derrumbe de la casona y la muerte de su hija habían echado todo a perder. Caminó por las mismas cuadras de algunos años antes, contemplando la plaza frente a la panadería, el bar de Santos, el taller mecánico de la familia de Aníbal. Lo recordaba todo de manera exacta a como ahora estaba.
Llegó a la esquina frente al almacén de Costa. Se detuvo, un nudo se le formó en la garganta. Estaba cerrado, con las cortinas de metal bajadas y cubiertas de óxido, con pintadas de partidos políticos en las paredes, y el moho creciendo en los rincones de las paredes y el techo. Creyó ver a Costa, como la noche del derrumbe, corriendo en calzoncillos por la vereda, buscando a su hijo. Se oyó a sí mismo gritar, otra vez, al niño que pasaba con su bicicleta justo cuando una de las alas de la construcción comenzó a caerse. Recordó la cara del almacenero al abrir la puerta de la ambulancia donde Márquez esperaba para ser llevado al hospital, preguntando por el chico, y él diciendo que había intentado gritarle, prevenirle. Pero cómo, se preguntaría más tarde, cómo explicar a un padre que un niño al morir ya no es más un chico. Es algo fuera de las clasificaciones y de los nombres, algo que él, Walter Márquez, arquitecto y creador, comprendería más tarde aquella misma noche.
En el mismo hospital donde lo asistieron, habían llevado a su esposa, con parto prematuro. Al despertar en su habitación, los médicos le habían dicho que la niña era muy pequeña, que quizá el shock de su mujer ante el derrumbe había colaborado, pero no podían asegurarlo. Era una niña, le dijeron. Y él sabía, él pensaba mientras lo médicos seguían hablando, que una pareja de niños había perecido por su culpa.
Se dio cuenta que las manos le temblaban. Un sudor frío le recorrió la espalda. El tráfico de la mañana del lunes era fluido. Los chicos ya habían entrado a la escuela, los negocios habían renovado su mercadería de los camiones de reparto. Sólo iban y venían los vecinos, haciendo compras, conversando en los umbrales de las casas. Había autos que salían de los garajes, otros que se detenían tocando bocina a alguien conocido. Había bullicio pero no era estridente, era un caos organizado, pacífico. Una destrucción y construcción consumadas tras las fachadas de lo aparencial, invisibles y tan perfectas que sólo podían verse los resultados: la mañana clara y el mundo humano transcurriendo serenamente por los rígidos rieles del tiempo.
Después supo que Costa había comprado los restos de la casona. El almacenero la había reparado y terminado. Y ahora allí la veía, alta y bella, con una majestuosidad que no contrastaba con el resto del barrio porque había gran espacio de terreno libre alrededor. Cuando Costa murió, Casas la compró, y ahora la alquilaba a María Cortéz.
Tenía que hacer lo que había prometido a Dergan. Parecía una estupidez, si lo pensaba, pero el veterinario se lo había pedido con tanta insistencia, y él había visto tanto miedo en sus ojos, que no podía hacer más que cumplir con su palabra. Pero él también tenía temor. Esa casa era como un fantasma. La había dejado derruida y ahora la veía completamente terminada. No estaba acostumbrado a eso. A él le gustaba ver crecer a sus obras, como un médico que controla el embarazo de una de sus pacientes. Así, como cuando su hija había crecido en el vientre de su esposa, él había controlado el nacimiento de esa casona que había abortado sin quererlo.
La casa y la niña.
Vio salir a una nena de pocos años por la puerta, pararse bajo el alero, observar la calle, luego dirigirse hacia el costado de la casa y llamar con vos aguda y dulce. Tres perros aparecieron corriendo desde el fondo. La siguieron hasta la puerta y se sentaron a esperar. Ella salió con una bolsa que llevó hasta el jardín delantero, mientras los animales la seguían, y luego vació la bolsa sobre el pasto. Eran huesos con carne cruda. Los animales se abalanzaron sobre ellos y se llevaron aparte un pedazo cada uno.
Márquez se quedó mirando a la chica. Debía tener la edad que ahora tendría su hija de haber vivido. Sí, se dijo, suspirando. Esa casa era mi hija, si hubiese vivido yo habría continuado construyendo la casa. No sería como ésta, de terminación austera y con falta de estilo, como sólo un almacenero podría haber hecho, sino otra muy distinta. Una casa victoriana, elegante y distinguida. De paredes blancas y ladrillos a la vista, con puertas de caoba y ventanales abiertos al sol del este. Techos a dos aguas con tejas apropiadas, chimeneas en cada cuarto alzándose hacia el cielo de la ciudad como en el viejo y neblinoso Londres.
Una casa como esa le había prometido a Griselda. Cuántas veces habían hablado de la decoración y los muebles, cuántas otras se imaginaron a si mismos sentados las noches de sábado en la biblioteca de su nueva casa leyendo en voz alta cuentos y poemas, para que sus hijos crecieran con el sonido de la buena gramática en sus oídos, formando sus futuros pensamientos, haciendo distinciones y críticas, dándoles el alimento para crear una personalidad. Pero ya no tendría hijos, y aunque Griselda no se había rehusado, él presentía que el abatimiento de ella jamás desaparecería, porque tal abatimiento tenía otra fuente, y era la culpa que de él emanaba. Walter tenía un surtidor permanente de culpas, y en primer lugar estaba la muerte del chico de Costa. Y eso era algo que él no podía hacer que desapareciera mientras el pasado fuese lo que es, algo irremediable, entonces el abatimiento de Griselda tampoco desaparecería. La abstinencia de un hijo se convertía, por lo tanto, en tan inevitable como el aire que respiraban.
Lo que ahora veía era otra casa y otra niña, por más que tuviesen la virtud de recordarle las que había perdido. ¿Lo que se pierde tal vez se reencuentra? ¿Por más que se vea diferente? Era un bello consuelo, y su corazón comenzó a excitarse como en el primer encuentro con alguien que desconocemos y que deseamos amar para siempre. El encuentro con lo que hemos imaginado toda nuestra vida.
Entró al jardín, pasó junto a los perros, que lo miraron de costado y gruñeron. La niña ya había entrado. Él golpeó a la puerta, luego vio el timbre a un costado. No quiso llamar de nuevo. La chica corrió la cortina blanca de la ventana y miró a través del vidrio. Tenía una mirada adusta y seria, pero amable. Ella le sonrió por un momento, antes de abandonar la ventana y abrir la puerta.
-¿Buenos días, sabrías decirme si tu mamá tendría la amabilidad de atenderme?
De pronto, se rió interiormente de aquella excusa. No había planeado nada de antemano, ni siquiera se le ocurrió qué diría para justificar aquella pregunta que iba a hacer: cuál es su apellido de soltera, señora.
La nena retrocedió un poco dejando la puerta abierta. Desde el fondo de un pasillo llegó una mujer muy bella, de ojos oscuros y cabello negro.
-Buenos días, ¿qué se le ofrece?
-Disculpe, mi nombre es Walter Márquez, soy arquitecto, y fui el que diseñó esta casa.
Ella lo miró como si no entendiera el objetivo de tal visita.
-El propietario es el dueño de la panadería, señor Márquez. Debe hablar con él por cualquier asunto relacionado con la casa.
-Lamento que me haya expresado mal, sólo ha sido una presentación, señora Cortéz.
-Entonces no le comprendo. Mi hija tiene que almorzar temprano porque va a la escuela por la tarde…
-Si fuera posible que me diera cita en otro momento…
-¿Para qué?
Walter no comprendía tal brusquedad. Se suponía que ella era vidente, o adivina, o cualquiera fuese el nombre correcto, y ese carácter debía espantar a los clientes. Quizá era, simplemente, una loca.
-Para ver la casa por dentro, señora…Estoy haciendo un catálogo de mis obras y su desarrollo con el tiempo…
-Bueno, entonces pase y mire lo que quiera. Nosotras estamos en la cocina, si me necesita.
Ella se corrió a un lado para dejarlo pasar. Se veía más hosca con cada segundo, más irritada, y Walter vio un brillo en sus ojos. Qué estaría pensando, se dijo él. Algo importante pasaba por esa cabeza desde que lo había visto parado en la puerta. Mientras más le dirigía la palabra o intentaba ser amable, más parecía irritarse ella. ¿Acaso lo conocía, o sabía de él y la casa? No esperaba eso. ¿O tal vez veía algo más que él no podía ver de sí mismo?
La mujer se llevó a su hija a la cocina, mientras giraba la cabeza para mirarlo. Él recorrió primero la sala principal, y era de las exactas medidas que recordaba. Estaba casi vacía, excepto por un par de muebles viejos y pesados, un sofá individual y sillas de madera trabajada. Parecía más grande por esa aparenta vaciedad, y sus pasos resonaban con un eco apenas audible, pero que tomaba la intensidad de un silbido grave hacia el hueco de la escalera que llevaba al primer piso. Subió los escalones, oyendo el resonar de la madera, crujiente, quejosa, como si estuviese protestando por su visita.
La casa y la mujer.
Las dos estaban irritadas con su presencia.
El por qué se le ocurrió esto, no lo sabía, aunque estaba al tanto de que era absurdo. Él había sido como el dios de esa casona, él había diseñado no solamente las formas sino la utilidad y la disposición de los ambientes, al fin y al cabo la esencia de una casa, que es su practicidad. La calidez del hogar aunada a la protección del mundo exterior. Un arquitecto no decide únicamente una estructura, sino también el aire que habitará esa casa, los vientos que recorrerán el interior según la disposición de las ventanas, los rincones más cálidos según la calefacción y el fuego de los hogares. Un arquitecto planea los futuros pasos de sus habitantes, y así dispone la ubicación de la cocina, los dormitorios, el baño, el cuarto de estudio y el de juegos. ¿No es, entonces, un adivino, como todo creador? Tal vez la mujer le envidiara eso, pero tal idea le resultaba ficticia.
El primero piso crujía con cada centímetro de la suela de sus zapatos. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas, las camas desordenadas. Algunos cuartos estaban vacíos, con las tablas del suelo levantadas, herramientas y clavos sueltos, que debían llevar años abandonados allí. No reconoció el resto de la casa, porque cuando él se fue aún no había alcanzado a terminar deconstruir el segundo piso. Costa debió modificarla a su gusto.
Oyó ladrar a unos perros. Se asomó a una ventana del pasillo y los vio en el jardín trasero, corriendo y jugando. Desde la calle llegaba la voz estrangulada de un altoparlante anunciado la próxima apertura de una barbería. Entonces tuvo una serie de pantallazos que ocultaron por instantes la realidad y vio lo que había visto la noche del derrumbe. Desde ese mismo lugar, nada más que aún sin techo y conformando sólo una terraza, había visto al chico de Costa pasar con su bicicleta. Y él había gritado justo un segundo antes de que el piso se viniera abajo. Luego, sólo recordaba la ambulancia. Pero ahora también una parte del presente, o del pasado inmediato, había desaparecido, porque sin saber desde cuándo, la mujer estaba tras él y lo miraba temblar. Se secó el sudor de la frente para ocultar el temblor de sus manos, pero sentía el olor de la transpiración venciendo el aroma del perfume que se había puesto esa mañana.
-No es bienvenido a esta casa –dijo ella.
-Creo haberme dado cuenta de eso muy bien, señora.
-Hay el alma de un niño inquieto desde que usted llegó.
Esta vez él no respondió.
-¿Para qué vino?
-Sólo una pregunta, señora Cortéz. ¿Cuál es su apellido de soltera?
Ella lo miró primero con sorpresa, después se asomó por el hueco de la escalera hacia la planta baja. La hija salía en ese momento hacia la escuela.
-Bajemos, señor Márquez, los ruidos se sienten menos que aquí.
Se sentaron en dos sillas de la sala grande. Ella trajo dos tazas con té, vertió dos cucharadas de azúcar en cada una, revolvió ambas y ofreció una al arquitecto.
-¿Para qué quiere saberlo? –le preguntó.
-Ni siquiera yo lo sé exactamente, pero supongo que todo está relacionado con la investigación de los perros salvajes.
María Cortez asintió con la cabeza y bebió un sorbo de su té. Estaba erguida en su silla, la espalda recta, las manos ocupadas en sostener el plato y la taza como si sostuviesen el equilibrio del mundo.
-Sottocorno, ese es mi apellido.
Walter sentía, a la vez que todo encajaba en un orden determinado pero para él desconocido, una especie de temor muy antiguo, primitivo incluso.
-¿Y quién era Marietta, si me permite preguntarlo?
-Mi bisabuela. Se casó con mi bisabuelo, Gregorio Ansaldi, en Italia, por supuesto.
-¿Conoce al señor Ansaldi, el dueño del hotel “Firenze”?
-Cómo no lo voy a conocer, es mi tío por tercer grado. Cuando mi esposo y yo vinimos a vivir aquí, ni siquiera sabía que él existía. Un día, después de morir mi esposo, vino a visitarme. Me contó sobre toda mi familia. Desde entonces, he aceptado con más serenidad mis… habilidades. –Dejó el té sobre la mesilla y juntó las manos sobre la falda, bajando la mirada, como una virgen avergonzada.
Walter se decía que era una gran farsante. Pero no habría podido acusarla en voz alta.
-No me gusta jactarme de lo que soy, señor Márquez, sólo lo acepto para mi propia tranquilidad de espíritu. Pero no soy adepta a darme nombres o calificar lo que hago. Ya muchas antes que yo lo han hecho, por ejemplo, mi bisabuela, ya que viene al caso.
-Me gustaría saber más de eso, si no le molesta.
-Ella predecía el futuro, incluso decían que tenía visiones del pasado. Eso ahora asombra más que en esos tiempos, porque la ciencia nos ha acostumbrado a dudar, pero quien ve el futuro no hace más que ver los círculos y las espirales del tiempo. Yo, al principio, cuando empecé a escuchar mis voces de chica, no lo entendía. Me costó demasiado, porque me rehusaba a aceptarlo. Desde que estoy en esta casa, vivo más serenamente. Y usted lo comprenderá perfectamente, me imagino.
-¿Por qué lo dice?
-Vamos, señor Márquez, se lo acabo de decir hace un rato, arriba. Hay el alma de un niño, que se mueve inquieto desde que usted entró. Ya lo había sentido antes, pero era una de las voces dormidas entre tantas otras. Desde esta mañana está gritando, y le juro que me está costando mucho mantener esta calma en que ahora me ve.
Walter se levantó de la silla y dejó caer al piso la taza de porcelana con flores rosas. María miró los trozos con pena, luego alzó la mirada con rencor.
-No importa la taza, pero sí que usted sea tan hipócrita.
-Usted no sabe nada de ese chico.
María se sonrió, y se tapó la boca con una mano.
-Disculpe, no suelo reírme de mis clientes, pero usted no es uno de ellos, supongo. Él me lo ha dicho todo sobre el derrumbe. Usted soñó algo demasiado ambicioso, y la ambición nace del miedo. El miedo a morir, como usted vio morir a su padre en una cama de hospital. El miedo nos hace cometer más crímenes que los que deseamos evitar. Es un gran trampa para tontos.
Walter volvió a sentarse y escondió la cara entre las manos.
-Ya he pagado por eso…- dijo.
-Ya lo sé. Su hijita…
María se acercó a él y puso una mano sobre las de Walter. Cuando él miró, la vio observándolo con piedad. Era tan bella ahora, tan maternal y amante al mismo tiempo, que habría podido besarla.
-Voy a contarle algo para consolarlo. Mi bisabuelo Ansaldi era inventor, era un genio de la técnica de la época. También hubo muchos rumores de que era un alquimista, que experimentaba con sustancias, hasta dijeron que era un mago. Sabía de anatomía y de física. Se había propuesto prolongar la vida. Él era mucho mayor que mi bisabuela, y ya era conocido en toda Europa por sus experiencias y sus viajes. Incluso estuvo por estas zonas cuando no había más que indígenas. Pero como tenía mala fama se escondía, y sólo se permitía ser encontrado por los que le pagaban bien o realmente necesitaban de sus talentos. No solían ser buenas personas, por supuesto, porque generalmente eran vengativos que buscaban hacer mal a otro. Él, por supuesto, no tenía prejuicios en aceptar.
María volvió a sentarse, tocó con una mano la tetera y preguntó:
-¿Otra taza?
Walter la miró con dulzura, recogió los trozos del piso y la acompañó hasta la cocina.
-¿Usted cree en verdad en toda esa leyenda que le contó Ansaldi? –preguntó, mientras la veía llenar la tetera con agua de la canilla y ponerla luego al fuego de una hornalla.
Ofreciéndole galletitas dulces, contestó con otra pregunta:
-¿Por qué no? Si dudara de eso, estaría dudando de mi propia capacidad, y eso me es imposible. He convivido, a regañadientes y con mucho esfuerzo, con esta habilidad desde que era una niña. Recién hace un tiempo me he aplacado, he aceptado lo que soy porque ahora sé que no soy lo única que ha sufrido por ello.
-¿Entonces su bisabuela Marietta también sufrió?
-Claro, por eso se casó con Ansaldi. Se conocieron en Florencia. Él había estado casado una vez, y muchas versiones rodeaban ese matrimonio. Algunos decían que la había matado, otros que ella había muerto sifilítica. Vaya a saber la verdad. No tuvieron hijos, pero lo que nació de ese matrimonio fue la obsesión de él por prolongar la vida. Si usted pregunta mi opinión, le diría que no sé el objetivo de tal propósito. Eso fue lo que le dije a mi tío cuando me contó todo esto. Entonces él me contestó con algo tan obvio que me sentí una tonta. Me dijo que no debía sentirme así, porque yo, como mi bisabuela, al tener el futuro en mis manos, al contemplarlo como un plano más del presente, me parecía tan natural concebir al tiempo como una sola entidad, que no comprendía la necesidad de los demás, o el miedo, ya se lo dije a usted, que surge ante la interrupción de la vida, de la visión de la nada absoluta después de la muerte.
-No entiendo…
Ella lo miró sonriendo y le acarició el mentón. Sin responder, puso otra vez el servicio de té en la bandeja y regresó a la sala. Walter la siguió y se dejó servir una vez más. María fue hacia la ventana. Debían ser más de las doce.
-Mire allá. ¿Qué es lo que ve?
Walter se levantó con la taza en una mano y corrió la cortina con la otra.
-La ciudad, la gente…
-Muy bien. ¿Pero si no hubiera gente?
-La ciudad…-la miró, como esperando su aprobación- …quieta.
-Muy bien. Como una eternidad, ¿no es cierto?
-Tanto como duren los edificios, por lo menos…
-Perfecto, señor Márquez, y usted sabe, porque los construye, que duran más que los hombres.
-Sigo sin entender qué tiene que ver con…
-Mi cabeza, como la de mi bisabuela, es una ciudad con muchas casas vacías. Esas casas, como ésta, tienen su historia. Yo simplemente las escucho.
Walter volvió a acercarse a ella y la contempló como si la viese por primera vez.
-Veo en sus ojos que empieza a entenderlo. Gregorio Ansaldi se casó con Marietta Sottocorno porque ella conocía el futuro, seguramente con muchísimo más habilidad que yo, ¿y podría decirme qué hay mejor que eso para dominar la muerte?
Ambos se quedaron en silencio un rato, mirándose, pero ella, de pronto, se largó a reír. No parecía habitual en ella esa risa, por lo menos no ese tipo de risa casi ingenua. Sus mejillas se tornaron rosas y sus ojos brillaban, se llevó las manos a la cara para apartarse el pelo de la frente, pero parecía avergonzada, ansiosa por parar esa risa que la hacía sentir ridícula. Pero no era esto lo que Walter pensaba, sino en lo hermosa que se veía en ese momento.
-Disculpe, por favor, pero si se viese la cara en un espejo… si no la cierra le van a entrar moscas…
Walter se dio cuenta y cerró la boca, pero lo hizo tan fuerte que sus dientes sonaron, y ella se rió más fuerte. Él no pudo más que hacer lo mismo, sentándose en la silla frente a María y agarrándola de las manos.
Ella no se resistió, las manos de ese hombre eran cálidas y genuinamente agradables, sin segundas intenciones. Miró las palmas de Walter y pasó sus dedos pequeños sobre las líneas de la piel.
-¿Qué ve? –preguntó él.
-No leo las manos, no sé hacerlo bien.
-No sea modesta, dígame lo que ve en mi futuro.
Ella le sonrió.
-No se preocupe, señor Márquez, usted morirá muy viejo.
17
Walter salió de la casa. Miró atrás al llegar a la vereda y vio que María todavía estaba en la puerta, saludándolo con la mano. Lo había recibido con frialdad y lo despedía con calidez. Qué había hecho él por ganarse esa confianza, se preguntaba. Tal vez ella sentía piedad por él, más que la que podrían llevarla a sentir los muertos que escuchaba en esa casa. Probablemente él mereciera pena y no piedad, porque no se trataba de condolencias o redenciones de segunda mano, sino simplemente de sentir pena por alguien. Un sentimiento incomprensible para muchos, por su falta de practicidad y la absoluta ausencia de propósito tanto para el que la otorga como para el objeto de esa pena. Es demasiado corta para consolarnos, y demasiado parecida a la tolerancia y a la indiferencia para sentirnos cercanos al ser que nos la otorga. No es amor, ni siquiera cariño, es una fría concesión de los sentimientos, como si hasta éstos tuviesen una máscara para cubrirse cuando salen a la calle los días de lluvia, cuando los mendigos y los niños enfermos son más sinceros sobre su propia mediocridad.
No sabría decir si en la cara de esa mujer había pena u otra cosa, se sentía confundido pero no apesadumbrado, como esperaba. Tres perros corrieron hacia él y se pusieron a ladrar sin acercarse ni tocar la verja. Él los miraba al recorrer la vereda, buscando una vista del patio posterior. Vio dos perros más salir de un agujero entre una pared de la casa y el jardín lateral. Era un buen lugar para que los animales se refugiaran, pero todos los que veía eran perros comunes y corrientes. Se alejó, echando vistazos frecuentes a la casona y a los perros, hasta que dio vuelta la esquina del viejo almacén de Costa, y ya no pudo verla más.
Siguió caminando un par de cuadras, pasando la plaza. Encontró el bar de Santos, intentó mirar por la vidriera, todas las mesas estaban vacías. Se asomó a la puerta, y vio al dueño tras el mostrador, acodado y con la cabeza apoyada en las manos. El bigote rubio y espeso se movía como quien ronca, y Walter se dio cuenta que estaba adormilado. Tosió mientras entraba. La radio transmitía un programa de tango, interrumpido por los comerciales y las noticias del nuevo gobierno. Santos abrió los ojos, sobresaltado, e inmediatamente estiró un brazo hacia la botella que tenía al lado. Walter no pudo evitar sonreír por ese acto reflejo de quien ha servido bebidas desde hace años.
Había conocido a Santos el primer día que él y Griselda llegaron a La Plata. No tenían donde comer, y fue el primer bar que hallaron. En ese entonces se veía igual que ahora: alto y robusto, de un intenso atractivo con ese bigote rubio, el mentón recto, la nariz aguileña y el pelo lacio peinado hacia atrás, con unos leves rulos que se levantaban en la nuca. El delantal blanco estaba siempre agrisado pero no podía decirse que estuviera sucio, sólo usado, con un aroma a vino añejo y aceite de oliva. Era soltero, y aunque más tarde, ya a los cuarenta años se casaría y tendría una única hija, en este momento era un hombre solitario que sólo buscaba mujeres con una difícil mezcla de caballerosidad y obscenidad en iguales proporciones. Le habían dicho que Gaspar Santos se había acostado con muchas mujeres del barrio, casi todas casadas, y con alguna maestrita a quien le había quitado la virginidad. Era probable, viéndolo allí parado tras el mostrador, con el vello del pecho sobresaliendo del delantal, los hombros anchos, la expresión adusta como la de un guerrero griego. En una mano tenía un repasador, en la otra la botella, pero al verlo uno diría que estaba sosteniendo una espada y un escudo.
-Buenos días, Santos.
-¡Pero qué gusto volver a verlo, arquitecto! No lo veía desde…
No era ironía, sino simple confusión. Había sido uno de los pocos que no habló mal de él cuando sucedió lo del derrumbe. Avergonzado, Santos no sabía cómo continuar.
-Está bien, ha pasado mucha agua bajo el puente, como quien dice. ¿Y usted qué me cuenta?
-Ya me ve, aburriéndome a más no poder. Ya pocos vienen a almorzar al mediodía, pero yo sigo con mi costumbre de no cerrar a la tarde. De 7 a 23, como siempre.
Walter sabía que él solo atendía el bar, hacía las comidas, limpiaba, hacía los pedidos. No tenía familia, el bar era su esposa.
-¿Qué se le ofrece, arquitecto? Siéntese nomás, tiene mesa para elegir hoy.
-Bueno, ya que está, hágame un bifecito a la plancha.
-Y un tinto de buena cosecha –dijo Santos, dándose vuelta para mirar el estante de los vinos.- Ya tengo lo que va a gustarle.
Le mostró un Cabernet 1962. Walter estuvo de acuerdo y se fue a sentar. Santos volvió enseguida para poner el mantel de hule, la copa, los cubiertos y el pan. Abrió la botella, haciendo comentarios del tiempo, sirvió la copa y dejó que Walter lo catara. El vino era de sabor tan suave como su tinte.
-Así me gusta, arquitecto. ¿Y qué lo trae de visita? ¿Vino con su mujer y su hijo? Cuando lo de la casa, la señora estaba esperando, si no me equivoco.
-Sí, Santos, pero tuvimos una niña que murió al nacer.
-¡La puta…! -murmuró Santos de costado, se mordió los labios y trató de excusarse:- Tengo una boca más estúpida que mi cabeza, lo lamento mucho…
-No se preocupe, esa época ya quedó atrás. Ahora estoy acá para investigar lo de los perros.
-Sí, los perros blancos, esos que salen de noche. Han hecho estragos por la zona. Tuve muchos problemas porque destrozaban las bolsas de basura que yo dejaba en la puerta. A la mañana esto era un chiquero. Me quejé en el municipio pero no hicieron nada. Una noche agarré un palo y me quedé en la puerta del negocio. Cuando aparecieron salí a pegarles, a ver si así se asustaban y no volvían más.
-¿Y qué pasó?
Santos lo miró unos segundos y se pasó la mano por el pelo, sonriéndose. Sus ojos claros eran tan bellos que cualquiera podría haber sido conquistado por él en ese momento. Walter, curiosamente, se sintió cohibido, algo nervioso, y se escondió en el silencio donde aguardaba una respuesta.
-Si le cuento… Tuve que salir corriendo. Eran dos los que vi cuando me les enfrenté, pero después aparecieron varios más. Dios mío, me dije, de acá no salgo vivo. Empezaron a rodearme, yo miraba a todos lados moviendo el palo de escoba, pero se me acercaban sin miedo. Entonces se me ocurrió subirme al montón de basura, y de ahí salté a la calle. Me puse a correr con todo, pero recién a las dos cuadras me di cuenta de que no me habían seguido. Se quedaron a revolver en la basura. Estuve más de una hora dando vueltas, hasta que vi de lejos que se habían ido todos. Volví al negocio, y de repente tuve miedo de que se hubieran metido, porque como un boludo dejé la puerta abierta.
Santos miró hacia la cocina y dijo:
-¡Su bife!
Volvió cinco minutos después con el plato de carne jugosa y un tomate cortado en dos con orégano y sal.
-Gracias, pero sigua contándome.
-Bueno, no se había metido ninguno, por suerte. Después de eso ya no volví a poner bolsas con restos de comida, menos que menos de carne.
-¿Y entonces dónde tira los residuos?
-Los de la basura me dejan unos tachos de plástico con tapa, así que junto lo de un par de días y vienen a buscarlos. Me sale extra, pero por lo menos me evito la carnicería de todas las mañanas frente al negocio.
-¿Cree que vienen por la carne?
Santos seguía de pie, respetuoso de su posición y también de sus méritos como dueño de casa.
-Seguro, a veces he puesto bolsas con verduras, y ellos ni aparecieron. Pero…si me permite la pregunta… ¿qué va a hacer usted, como arquitecto, digo?
-Me invitaron para estudiar las calles, los refugios donde se puedan esconder. Tengo que ir a buscar los planos, pero ya se me hizo tarde. –Miró el reloj, eran las dos. Luego preguntó, mientras empezaba la segunda mitad de su bife, y dejando que Santos le llenara la copa de vino cada vez que la veía un poco vacía: -¿Tiene alguna idea de donde puedan esconderse?
Santos se rascó la barbilla, luego el bigote, y mirando a la calle, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir fuera tomado con seriedad.
-Mire, los de acá dicen que viene de cualquier parte, de los campos de alrededor, de las casas abandonadas. Pero yo un día los vi en el baldío que está al lado de la barbería de Antonio Centurión. ¿Se acuerda de él?
-Sí, un par de veces me atendí con él.
-Bueno, usted sabe que está metido en política, ¿no? Resulta que hace dos semanas mataron a dos pibes de su partido en ese baldío, los fusilaron, para ser más precisos, contra la pared que linda con la barbería. Fue a la madrugada, y una maestra, Clara, la que se casó con Casas, los vio al pasar por la vereda. Dijo que se dio cuenta por las manchas de sangre en la pared. Centurión cerró la barbería y dicen que se quiere ir de la ciudad, insiste en que fueron los de la oposición los que mataron a esos pibes. Eran chicos de quince y de dieciocho años, no hacían más que pegar afiches y hacer pintadas. Pero a mí me parece, Márquez, si me permite la indiscreción… -Se acercó al oído del arquitecto- Yo creo que los mataron los milicos-. Luego se alejó otra vez y guiñó un ojo para confirmar su complicidad. Miró alrededor, a la calle y aún dentro mismo del negocio, como si de pronto un incierto temor hubiese hecho intriga con su distracción y alguien que no había visto entrar lo estuviese escuchando.
Dicen que las paredes tienen ojos y oídos, que bajo las mesas se esconden espías, y tras las cortinas oyen los viejos alcahuetes de los gobiernos de turno. Márquez siguió la mirada de Santos y hasta pasó fugazmente por su cabeza el recuerdo del anciano Polonio de la tragedia de Hamlet. Desde la radio se escuchaba la voz recia de un militar hablando por vigésima vez desde Casa de Gobierno. Los acordes del himno, seguidos por una marcha militar, reemplazaron los tristes, los melancólicamente indefensos ritmos de una milonga.
Tal vez, sólo quizá, porque nunca se sabe lo que esconden las mentes de dos hombres que están solos y rodeados de una multitud de silencios, ambos querían hablar de política o de la actualidad en general. Pero sabían que la política ya nada tenía que ver con esos momentos, que aquella vieja puta que alguna vez satisfizo los lúbricos deseos de los antiguos griegos, se había retirado ya a una derruida casona levantada con sarcasmos y falacias, donde las ventanas tienen vidrios oscuros y las únicas puertas que no tienen llave son falsas puertas. Allí ella descansa, porque todavía no ha muerto, soñando con los hermosos viejos tiempos, añorando la dorada época donde las manchas de sangre sólo crecían en las sábanas luego de hacer el amor, y la muerte era un acto tan natural y sereno, incluso tan raro, que la leve congoja de los dolientes era dulcemente curada con besos y sexo.
Por eso, ninguno de los dos dijo nada sobre la tan llamada actualidad, porque lo real fluye por las venas entre las baldosas de cualquier casa, negocio o templo de toda ciudad o pueblo, y no necesita traducción. Todo comentario es retórica superflua, una repetición que es mero encanto para calmar los ánimos cobardes de otros hombres más miedosos que ellos dos. Santos y Márquez sabían lo que estaba en los ojos de cada uno: sólo el miedo que ninguno se sentía dispuesto a reconocer, y por eso el silencio era el cómplice más adecuado, y a su vez el lazo más corto para la unión de dos almas.
Márquez terminó de comer, cruzó los cubiertos sobre el plato, tomó un último sorbo de vino y dejó la servilleta sobre el mantel. En la botella aún quedaba la mitad de su contenido.
-Todo ha estado muy bien, Gaspar.
-Gracias, ¿le traigo un cafecito?
-No –contestó.- Voy a aprovechar a recorrer un poco la ciudad antes que anochezca.
Eran las tres y media de la tarde. Debía haber vuelto al hotel en busca de noticias, por lo menos para acompañar a Mateo, pero no tenía ganas ni de llamar por teléfono. Necesitaba estar solo para recorrer esa ciudad, como si la contemplación fuese la traducción exacta y simultánea de su pensamiento completo y absoluto. Él y la ciudad. Eso era lo que había buscado al estudiar arquitectura, ahora lo comprendía tan sencillamente que se sintió estafado por su propia inteligencia. Había sido imprescindible, al parecer, venir en busca de unos perros vagabundos para comprenderlo por fin. Pero ya estaba afuera, después de pagar su cuenta y despedirse de Santos con un apretón de manos, mientras los acordes rituales de la marcha de San Lorenzo parecían echarlo. Sí, se sintió así, salvado a último momento por un decreto que parecía un fruto podrido del enfermo árbol de la misericordia. Atrás quedaba Santos, encerrado en esas cuatro paredes, sumiso el cuerpo aunque su mente estuviese libre, resignado, tal vez, al peculiar gusto por la tragedia, las batallas y las epopeyas que esa música esparce por el mundo.
Se encontró en plena vereda sitiada por el sol, aturdida la conciencia por el cabernet y la voz de Santos aún percutiendo sus oídos sobre el metálico vals de ancestrales metrallas. Lentamente, el silencio de la siesta, únicamente ocupado por los motores de algunos autos, soñolientos colectivos y los gastados neumáticos sobre los adoquines, fue limpiando aquellos ruidos de bronces lejanos, hasta que sus pasos lo llevaron sin darse cuenta, -de ahí el aturdimiento momentáneo de sus sentidos- al baldío junto a la barbería cerrada. No había cercas, sólo una pared de cuarenta centímetros de alto, superada por montículos de tierra y un pastizal más alto que él mismo. Había senderos en el medio, casi con seguridad, algo de eso llegaba a verse desde la vereda. Se subió a la pared baja, y vio los manchones de sangre sobre el muro del negocio. Era un buen escondite, debía reconocerlo, entre el pastizal altísimo y espeso, tanto para los asesinos como para los perros.
Decidió investigar. Iba a ensuciarse lo mocasines, se lastimaría las manos y se rasgaría el traje con las ramas o los cardos, pero no pensó demasiado en estos pequeños inconvenientes. Sentía más curiosidad que aprehensión, más necesidad de ver por sus propios ojos lo que le habían contado. ¿Era morbosidad en busca de satisfacción? Algo de eso había, pero cuando sintió el comienzo de una erección intentó reprimirse con toda la vulgar vergüenza de un adolescente expuesto a las miradas de otros. Pero allí no había nada más que yuyos altos ocultándolo de la calle, y por encima estaba nada más que el cielo por el que viajaba, desde alguna radio o televisor del barrio, el imperecedero ritmo de una marcha castrense.
Se detuvo, se secó la frente con el sobretodo. Ya no se cuidaba de no ensuciarse él ni su ropa. Respiró profundo, se ajustó el pantalón, y cuando se sintió con más control sobre su persona, continuó siguiendo el sendero hacia el muro. Sabía que no iba a encontrar los cuerpos de los chicos de los que Santos había hablado, pero no estaba seguro de no encontrar otros. El olor a podrido era más intenso, y no sólo por la basura que los vecinos arrojaban. Era un aroma amargo, como de sangre fresca, mezclado con el olor del pelo mojado. Entonces se encontró con uno de los perros ciegos, que se le enfrentaba con decisión, gruñendo al vacío en que debía intuir con su olfato y sus oídos. En ese vacío estaba él, Walter Márquez, por primera vez en estado de indefensión cuando tendría que haber sido lo contrario. Pero un vidente frente a un ciego no siempre corre con ventaja, ni el tamaño ni la inteligencia sobreviven a ciertos factores que van más allá de toda lógica. El instinto contiene lo necesario para sobrevivir, y él sabía que su propio instinto estaba anquilosado, viciado incluso, por la rémora de un sueño más insípido, más claudicante y enfermizo.
Ante un solo perro, tal vez habría podido defenderse, pero apareció otro por detrás del matorral. Luego escuchó los gemidos de muchos más escondidos, junto al muro y tuvo la certeza de que se trataba de cachorros. Si los que ahora veía eran los padres, parecían dispuestos a atacarlo para evitar que se acercara. Por eso empezó a retroceder, despacio. Ya no tenía sentido quedarse quieto como la noche del sábado, tenía que salir de ese baldío porque sabía que ahora él estaba en territorio de ellos. Darles la espalda o correr constituía más que una imprudencia. Caminar para atrás en ese lugar hacía factible tropezarse y dejar su cuerpo libre al ataque, pero no podía hacer otra cosa. Siguió retrocediendo, y ya había hecho bastante camino, tanteando el suelo irregular y tocando las ramas con los codos. Esperaba que los perros no lo siguieran, por más que ladraran al verlo alejarse, pero ellos continuaron amenazándolo. Pidió ayuda con un grito un par de veces, pero era tonto esperar algo a esa hora de la siesta.
Entonces tropezó con una piedra que obviamente no recordaba haber saltado antes, y cayó de espaldas. Vio a los animales venírsele encima. Intentó protegerse la cara con el antebrazo que donde llevaba el sobretodo. Las patas de los perros estaban encima de él, sintió los hocicos buscando una entrada entre la tela, los dientes tirando de la ropa. Le daban mordiscos no muy fuertes, porque parecían obsesionados por buscarle la garganta. Pronto, Walter olió su propia sangre, o quizá fuese el aroma del miedo y del barro. Creyó, por un momento, estar completa y definitivamente acabado, y fue esta misma idea lo que lo rebeló, y se levantó de repente. Los perros, que juntos no llegaban a superar su propio peso, cayeron de costado. Uno de ellos siguió mordiendo el sobretodo, y el otro se le unió. Walter tiró, mientras pensaba qué hacer. No le importaba ya el abrigo, sino entretenerlos de esa forma mientras intentaba escapar. Cuando sintió que los perros hacían más fuerza mordiendo y tirando del abrigo, sacó su antebrazo y se alejó corriendo. Había visto, sólo un segundo antes, que los perros caían para atrás cuando soltó el sobretodo. Pero él ya estaba en la vereda, y los perros, por más que ladraban entre las plantas y ramas, no salieron.
Walter se sentó en el umbral de la barbería, se sacó el saco de mangas rotas. Tenía los brazos lastimados con heridas punzantes y profundas que aún no le dolían demasiado. Se levantó las bocamangas de los pantalones, las piernas estaban rasguñadas pero sin heridas graves. Tenía el cuerpo sudado y las manos le temblaban. No había nadie en la calle, como si la ciudad estuviese vacía, sitiada en una especie de limbo carente de tiempo. Mientras los perros actuaban, la ciudad no era más que concreto y adoquines.
18
Farías le extendió el papel. Ibáñez lo leyó, pero no más que para dar tiempo a que sus pensamientos se pacificaran.
-No voy a firmar.
Ruiz y Farías se apartaron un poco de Mateo Ibáñez y hablaron no más de dos minutos. Mateo estaba ensimismado en su dolor. No esperaba que desapareciese, pero no había creído que casi cuarenta y ocho horas después fuese tan punzante como al principio, ni que su espanto hubiese crecido hasta el límite de lo creíble. Entonces, se dijo, cuando ya no crea en lo que soy ahora, cuando todo me parezca una fantasía o un sueño, podré abandonarme a la tranquilidad de una locura serena.
Ruiz se le acercó, y poniéndole una mano en el hombro, le dijo:
-Le comenté a Farías lo de Valverde. Está de acuerdo, pero tal vez sea una pérdida de tiempo. Ya debe haberse deshecho de esos perros.
Farías también se le acercó.
-Lo lamento, doctor Ibáñez, pero si no encontramos nada, el cuerpo de su esposa es invaluable para la investigación. Piense que ella así lo hubiese querido.
Ruiz hizo un gesto que Farías no entendió, pero que insinuaba que esa forma de hablar sólo provocaría que Mateo se obcecara aún más.
-¿Usted qué sabe…? –contestó Ibáñez, poniéndose de frente a Farías.
-No peleemos, por favor –dijo el ministro.- No fue mi intención ofender. Sólo le digo que si no colabora, el gobierno está autorizado a actuar aún sin su consentimiento.
Aquello no sirvió más que para enfurecer del todo a Ibáñez, que lo agarró de las solapas del traje. Un hombre de seguridad lo separó, y mientras Farías se arreglaba el saco, Mateo escondió la cara entre las manos, murmurando. Ruiz lo abrazó.
-Tranquilo, Mateo, tenés que calmarte porque si no las cosas se van a poner peor.
-¿Puede ser pero para mí?
Ruiz miró a Farías, que lo había escuchado.
-Creo que sí, Mateo. El gobierno nuevo… ¿me entendés?
Ibáñez movió la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara.
-Vamos a lo de Valverde, entonces.
Cuando llegaron a la farmacia, eran las once de la mañana. Había gente entrando y saliendo. El farmacéutico vestía su guardapolvo, mientras despachaba remedios o preparados. Cuando los vio entrar, apenas saludó, como si no los conociera. Esperaron a que el último cliente saliera y el ministro cerró la puerta.
-Buenos días, Valverde.
-Buenas, señor ministro…
-Ya conoce a mis colegas…
-He tenido el gusto –dijo, mirándolos por encima de sus lentes, sin dejar de asentar las últimas ventas en su libro de caja.
-Me han dicho que usted tiene los cuerpos de unos perros que estamos buscando.
Valverde se sacó los anteojos y sus ojos claros lucieron tan bellos en medio de aquella farmacia vieja y polvorienta, que por un momento los otros se quedaron observando si había algo más en esa mirada que la llana simpleza de un hombre de campo. Sin embargo, ya lo conocían, o por lo menos intuían la extraña personalidad de Gustavo Valverde.
-No es verdad, señor ministro, los doctores deben haberse equivocado de farmacia.
Ibáñez reaccionó como Ruiz lo había esperado. En completo silencio, como si la ira fuese tanta que incluso había reservado para sí la energía que cualquier palabra o sonido hubiese requerido, fue hacia el pasillo que la noche anterior había recorrido más de una vez. Los demás lo siguieron, mientras él abría las puertas una tras otra. Vieron el baño, el depósito, el laboratorio. Cuando llegaron al dormitorio de Valverde, se encontraron con la cama sucia y maloliente donde dormía la mujer del farmacéutico. Ella abrió los ojos por un momento y escondió la mano bajo las sábanas, pero ellos alcanzaron a vislumbrar la carne desnuda y deforme.
Ibáñez bajó la cabeza, aún con una mano en el picaporte de la puerta y los pies en mitad de un paso que nunca terminaría de realizar.
-Lo siento –dijo a Rosa Valverde. Luego cerró y miró a los otros tres. La expresión del farmacéutico era recriminatoria y tan sincera, que por un instante dudó si se trataba del hombre que la noche anterior le había propuesto usar el cuerpo de Alma para sus experimentos.
Ruiz agarró a Ibáñez suavemente del brazo y salieron a la calle. Farías los siguió, y dijo:
-Se deshizo de ellos, era esperable. No podemos hacerle nada porque nunca pudimos probarle nada.
-Eso porque no quieren… dijo Ruiz.- Ni siquiera tiene título…
-Haga la denuncia y lo investigaremos.
-Ya la hice. Pero unos días después me vino a ver la mujer de uno de los policías de la seccional, que estaba embarazada. No quería tener al chico, yo le dije que no podía hacer nada. La vez siguiente que vino a verme, ella me negó que alguna vez estuviese embarazada. Hay trabajos que cobra, otros que hace para pagar.
Farías dijo que no eran épocas para revolver en la basura.
-Esas cosas las hubo siempre –agregó.
Subieron al auto del ministro, tomando el camino de regreso al hospital.
-¿No hay nadie a quien avisarle, Mateo? A la familia de Alma, o la tuya. Para que cuiden a Blas, mientras tanto –dijo Ruiz.
-No tenemos familia cercana, están en provincias, y no vale la pena hacerlos venir. Blas es mi responsabilidad, y sólo se los confío a ustedes mientras me encargo…
-¿Encargarte de qué? –preguntó, viendo que Farías les dirigía una mirada por el espejo retrovisor.
-Ya te lo dije anoche…-Y Mateo no dijo más.
Llegaron al hospital. Ibáñez firmó el consentimiento y lo entregó a Farías.
-¿Quién va a hacer la autopsia?
-Todavía no está decidido, para mañana a la mañana se designará un forense. ¿Los alcanzo al hotel?
-Tengo mi coche, ministro, gracias -dijo Ruiz.
Subieron al auto para regresar al hotel.
-¿A qué te referías exactamente? –quiso saber Bernardo.
-Voy a matar a esos perros, uno por uno.
-Pero Mateo, si ni sabemos cómo encontrarlos…
-Ellos nos van a encontrar, o acaso cómo fue que murió Alma.
-¿Y cómo pensás matarlos?
Bernardo preguntaba con una media sonrisa de burla.
-Pará en un negocio de armas.
-Sos un boludo, disculpáme que te lo diga, pero te estás portando como un chico.
Miró a Mateo y éste lo observaba con una expresión muy diferente a la tristeza o el enojo al que lo tenía habituado en los dos últimos días. Siguió conduciendo en silencio, hasta que oyó que Mateo le ordenaba:
-Pará acá.
Se detuvo, y recién se dio cuenta que estaban frente a una armería. No tuvo tiempo a decir nada. Mateo ya se había bajado y entraba al negocio. Bernardo salió del auto y cerró la puerta con un golpe. Entró enojado y se acercó adonde Mateo hablaba con el vendedor.
-No te voy a dejar....-le murmuró al oído. Agarró a Mateo de un brazo, pero éste se le resistió sin mucho esfuerzo. Ibáñez era más fuerte y más alto que él, no podría hacer nada para detenerlo.
-Me gustaría ver ese rifle –dijo Ibáñez al encargado. Mateo lo revisó, intentando lucir como un experto, y hasta salió bien parado por un momento. Pero el vendedor se dio cuenta y le preguntó:
-¿Tiene licencia, señor?
Mateo lo miró sin saber qué decir.
-Yo sí tengo –intervino Ruiz. Miró a Mateo:- Soy del campo –dijo, devolviendo así la mirada de agradecimiento de Ibáñez.
Salieron con el rifle envuelto en su estuche, lo dejaron en el asiento posterior del auto y retomaron el camino hacia el hotel.
Al llegar, Dergan les dijo que Márquez no había vuelto. Blas estaba almorzando con la cocinera.
-¿Cómo les fue con el ministro?
Le contaron lo que había pasado y Dergan miró con sorna a Mateo cuando supo lo que planeaba hacer. Miró alrededor, pero Ansaldi había salido al hospital a ver a su sobrino.
-¿Qué sabés vos de disparar, me querés decir?
-Nada, pero éste me puede enseñar.
Dergan se puso a reír, y mientras hacías esfuerzos por parar, empezó a decirle:
-¿Pero en serio vos pensás aprender en un día y chau perros?
Su acento francés hacía sonar raro los modismos y disminuían el efecto que intentaba darles.
-Entonces enseñale vos… –le dijo Ruiz- …porque él se va a meter en un desastre y va a matar a alguien…
-Eso me gustaría –dijo Mateo- aunque no sé por quién empezar.
Lo que quedaba de la risa de Dergan desapareció de pronto.
-Está bien, yo he salido de caza con mis padres desde que tenía ocho años, así que algo sé de esto, pero date cuenta que no va a ser fácil para un aficionado.
-Vení conmigo, entonces. Necesito que Walter y Bernardo se encarguen de Blas y de lo que suceda en el hospital. Matamos a los perros y nos vamos.
-¿Así de fácil te parece? ¿Con los milicos en las rutas, y Farías vigilándonos?
-No es delito matar perros, que yo sepa.
-Pero sí disparar armas sin autorización de los mandamás.
Mateo se encogió de hombros, como si eso no le importara demasiado. Mauricio dijo entonces que había traído su rifle con él.
-Lo traje por las dudas –agregó-. Como se trata de perros salvajes, no me pareció de más la precaución.
Bernardo miró a Dergan con complicidad. Los que fuera lo que los había unido y separado en su pueblo se había apaciguado en aquella tregua establecida solamente por esa mirada.
-Conozco una zona en las afueras de la ciudad, está medio escondido detrás de unos árboles, lejos de la ruta. Podemos practicar toda la tarde.
Ibáñez estuvo de acuerdo, subió a acostar a su hijo para la siesta y se cambió de ropa. Bajó con unos vaqueros y una remera blanca, botas y una cazadora.
Dergan y Ruiz no pudieron evitar reírse.
-No nos vamos al África, Mateo.
Él tenía ahora ingenuidad en su mirada.
-Bueno, se me ocurrió que podía servir, me la regalaron hace años, pero nunca la usé…
Ambos le palmearon la espalda. Bernardo le prometió cuidar a Blas hasta que ellos volvieran.
-Por favor, tengan cuidado. Si los agarran con armas y sin licencias, por lo menos a Mateo…
-No te preocupes –dijo Dergan, porque Ibáñez ya estaba saliendo hacia el auto. –Yo me encargo de mantenerlo a raya.. –Guiñó un ojo a y le revolvió los rulos cortos a Bernardo. Luego subió a su Rural y arrancaron.
Recorrieron muchas calles que a Mateo le parecieron todas iguales. Las tardes de los lunes era sólo un poco más agitada que las del fin de semana, incluso se iban pareciendo a medida que se alejaban del centro. Las casas bajas se hicieron más espaciadas, con terrenos baldíos y árboles invadiendo las veredas anchas. Había chicos en bicicleta, la camioneta de un pocero, y varios patrulleros y gendarmes apostados cada tanto. Estaban llegando a los límites de la ciudad, y el campo se abría a ambos costados de la ruta. Dergan bajó la ventanilla y encendió la radio. El noticiero informaba de muchos incidentes en Buenos Aires y Córdoba.
-Raro que acá no pase nada –comentó.
-Raro, sí. Parece todo tan tranquilo en la ciudad. Salvo los perros…parece…
Mauricio esperó que continuara.
-¿…qué?
-No sé, es una sensación, mi imaginación, nada más. Pero es como si los perros se encargaran de mantener la paz, ¿no sé mi me hago entender? La paz durante el día, mientras de noche ellos hacen la guerra.
Ibáñez está delirando, se dijo Mauricio. No sabía si dar la vuelta y regresar, pero de lo que estaba seguro era que nunca iba a convencerlo. La única opción era dejarlo solo, abandonarlo a esos fantasmas que estaban creciendo en la mente de Mateo. Incluso él era capaz, si se esmeraba, de verlos dar vueltas dentro del estrecho espacio del auto, escondiéndose de la luz cruel de la tarde, provocando las intermitencias en la transmisión de la radio. Pero todo eso era pura imaginación, pensó. La realidad era lo de afuera, el campo vacío, la ruta vacía, y los gendarmes haciéndose cada vez menos frecuentes, como pilones de señalamiento que desaparecían a medida que el campo los iba relevando de sus funciones. La soledad y la nada a veces son más fuertes que el fuego y el metal.
Hacía media hora que no veían a nadie, sólo unos autos pasando en dirección hacia la ciudad.
-Es allá –dijo Mauricio, señalando unos árboles a la derecha.
Mateo vio un pequeño bosque de eucaliptos. Dergan tomó un sendero de tierra que ni siquiera había visto antes de abandonar la ruta. Unos pájaros que picoteaban el suelo levantaron vuelo cuando el auto pasó en dirección hacia los árboles. Recién entonces Mateo vio una vieja construcción en ruinas, oculta hasta ese momento por el pastizal. Detrás, los árboles formaban un pequeño parque con mesas y bancos de cemento, rotos y con los alambres de acero expuestos, cubiertos de moho y excrementos de pájaros. Estaban dispuestos en semicírculo, cuya concavidad miraba hacia una serie de parrillas en el mismo estado. Un poco más a la derecha, había piletas sin grifos, sólo una bomba de agua, oxidada, junto a ellas.
Bajaron del auto, y Mateo se puso a caminar, escuchando el trino de las aves que llegaba desde las ramas más altas, percibiendo el aroma de los eucaliptos, pisando las semillas y el colchón de hojas largas y finas, marrones o verde oscuro. Dergan le hablaba, mientras tanto, contándole que allí venía cuando era un recién llegado al país, que aquel restaurante y parrilla aún funcionaba, y los viajeros se detenían a todas horas para comer, los chicos jugaban entre los árboles, juntando hojas y semillas, y los perros que bajaban de los autos corrían como locos.
-Yo apenas hablaba español cuando llegué, pero el dueño del local había sido vecino de mi padre en Perros-Guirec… Sí, ese es mi pueblo… -le dijo a Mateo, adelantándose a lo que fuera a decir-…Así que me enseñaba en las tardes, a la hora de la siesta, mientras me adiestraba en el mate, también. Yo le pagaba atendiendo a sus animales, unos perros, un caballo. También criaba gallinas, y patos, porque antes, allí donde está esa zanja, ¿la ves?, había un charquito de agua donde se animaban a chapotear. Cuando asfaltaron la ruta, la gente empezó a pasar de largo, porque el tiempo de viaje se hizo más corto y ya no necesitaban detenerse a descansar. Don Gervaise, así se llamaba, vendió el lugar, lo malvendió quiero decir, porque el gobierno se lo compró en la época de Perón. Todavía debe seguir siendo del estado, supongo. Yo, hasta hace unos años, venía acá domingo por medio para practicar tiro.
Dergan señaló unas latas caídas sobre las parrillas.
-¿Ves allá? Son las mismas que yo dejé hace no sé cuánto. Esperá, que voy a buscar unas botellas.
Se metió por una abertura entre las puertas tapiadas del viejo edificio, y salió con un cajón, seguido de varios gatos que salieron corriendo.
-Mirá lo que encontré –y le mostró a Mateo un cajón de madera con seis botellas de cerveza.
-Debe estar más rancia que la mierda…
Mauricio se burló de esa salida ingenua.
-Pero si no la vamos a tomar, son para que practiques.
Fue al coche a buscar las armas del maletero, la suya y la de Mateo, que había sacado del auto de Ruiz antes de salir del hotel. Después, llevó las botellas hasta la parrilla, tiró abajo las viejas latas, y las colocó en fila. Volvió junto a Ibáñez y comenzó a enseñarle las partes del rifle, lo instó a familiarizarse con su peso y su forma. Luego, le dijo cómo debía asentar la culata en el hombro, firmemente, para no caerse de espaldas al disparar.
Cuando Mateo se sintió preparado, Mauricio le dijo que disparara. Ibáñez lo hizo, y cayó de cola al piso. Las botellas no habían sido tocadas, pero algunos pájaros salieron espantados. Dergan se reía, Mateo estaba serio y avergonzado. Lo ayudó a levantarse. La primera vez siempre es así, lo consoló. Pero Mateo no quería ser consolado, estaba harto de las miradas de lástima y las palabras de condolencia. Él necesitaba el silencio del verbo y ansiaba la estridencia de la confusión. Se paró firme otra vez, apuntó hacia la parrilla y volvió a disparar antes que Dergan le indicara. Esta vez no cayó de espaldas, pero las botellas seguían indemnes.
Recargó el rifle y apuntó.
-Tranquilo, tranquilo…-le decía Mauricio, aunque sabía que era inútil.
El tercer disparo rompió la última botella de la derecha. Mateo alzó los brazos y gritó de alegría, saltando, y Mauricio lo felicitaba.
-¡Pero qué hijo de puta con suerte!
Mateo lo abrazó.
-Sigamos practicando, dale….
Las botellas desaparecieron pronto y fueron a buscar más cajones de botellas vacías o llenas. Adentro del edifico el olor a orina de gato era insoportable, como un olor a transpiración y pelo sucio. Afuera, el olor de la cerveza vieja inundaba el lugar, pero el aroma de los eucaliptos convertía ese vaho en un aroma extraño, dulce y amargo al mismo tiempo. Dergan también practicó, mientras seguía aconsejándole a Mateo muchas cosas que había aprendido con la experiencia. Ahora Ibáñez acertaba prácticamente todos los tiros.
-Pero los perros van a estar corriendo…
-Tenés razón, voy a buscar latas y las tiro al aire.
Recogió las latas viejas y las puso en una bolsa. Una por una, las arrojaba a los lejos y Mateo les disparaba. Dominar esto le llevaría a Ibáñez un par de horas más. Eran las seis de la tarde. La radio del auto seguía prendida, las noticias se sucedían sin interrupción, salvo cuando llegó el programa de música.
Mateo hizo un último tiro, y escuchó la voz de la soprano. Era una voz oscura y apesadumbrada, que nacía de los parlantes para crecer en el espacio abierto entre los árboles. Era la tercera canción de Moussorgsky. La canción que habla del campesino viejo y cansado, a quien la muerte viene a darle su merecido descanso, a interrumpir la servidumbre del trabajo y la esclavitud de la vida. La voz llegaba fuerte, pero el volumen no era alto, si apenas un rato antes las noticias apenas se escuchaban. Ahora ni siquiera había intermitencia, y sólo el sonido de los disparos interrumpía el continuo fluir de la voz y la melodía. Ambas eran una sola sustancia, no sonora, sino un aroma que lentamente iba tomando la forma de aquel pequeño bosque, y la forma del edificio abandonado.
Miró a Mauricio, pero él no parecía prestar atención. Desde el edifico llegaba un olor más fuerte que el de los gatos. Era un olor con el que convivía casi todos los días. El olor de los muertos es inconfundible. Cuando dejó de disparar, se dio cuenta que el silencio era un pozo más ancho y profundo de lo que hubiese alguna vez imaginado, y sus pies estaban justo al borde de ese vacío. Tuvo un vértigo, tal vez fuese el olor de la cerveza rancia, o el no haber almorzado ese día. Dergan también había dejado de disparar, y ambos miraban ahora hacia el edificio.
El olor se hizo tan intenso que tuvieron que llevarse los pañuelos a la nariz. Una brisa fuerte se había levantado al caer la tarde, e impulsaba y arrastraba como bolsas de aire, ese olor a podredumbre, ese olor que más que ningún otro estimula los demás sentidos con irritante eficacia: la visión de un cuerpo, el sabor de la sangre, la frialdad de la piel y el silencio de la muerte.
19
La caída de la tarde fue amortajada por un cielo nublado y un aire cada vez más frío a medida que oscurecía. Las ramas de los árboles se mecían con violencia.
Ambos se habían sentado sobre el capot de la rural, las armas apoyadas en la puerta. Dergan masticaba un tallo verde, con los codos apoyados en las rodillas. Ibáñez mascando un chicle que había encontrado en la guantera. Seguramente los pensamientos de cada uno eran muy distintos, pero sus miradas, por más que intentasen simular desviando su dirección hacia el campo o la ruta, estaban absorbidas por aquel olor que llegaba del restaurante en ruinas. Como si los ojos quisieran ver los invisibles trazos de otra forma de sensibilidad, la del olfato. Pero los sentidos, como dimensiones paralelas y por completo separadas, no pueden comprender a su inmediato vecino, sólo un poder organizador mayor es capaz de unirlos todos en un mismo significado. En momentos como este, donde la razón duda y la curiosidad toma la forma inmediata de la obsesión, un hombre tiende a comportarse como entidades separadas, y lo que una encuentra razonable, la otra lo halla peligroso. Por eso el miedo se alterna con la lógica irrefutable del sentido común. A veces se confunden y equilibran los tantos, otras intentan dominar las acciones de todo ser humano que se cree exento de aquellas peleas interiores, simplemente porque no hacen ruido.
Y ellos eran de esa clase de hombres. Cabizbajos a veces, solitarios otras tantas, desesperados por compañía en contadas ocasiones. Pero sobre todo hombres que actuaban en el vértigo de una vida que los conducía sin darse cuenta hacia ese lugar, aquel sitio en medio del campo, junto a un bosquecillo de eucaliptos, rodeados del viento fresco y amenazador de una próxima noche de tormenta, que traía el aroma a pasto fresco y cubría de hojas el techo del auto. Hasta que se dijeron, para sus adentros, que tenían que entrar.
Nada había en la ruta, sólo de muy de vez en cuando las luces bajas de algún camión. Nadie alrededor en muchos kilómetros a la redonda. Solos completamente. Sin testigos para lo que pudiesen ver o hacer en los próximos minutos. Una libertad que hasta cierto punto los exaltaba lo mismo que lo estaba haciendo el miedo, el temor que aquel olor les provocaba.
Mauricio sacó una linterna del auto, la entregó a Mateo, y llevó su arma cargada. Caminaron hacia la abertura por donde varias veces habían entrado. Ahora el interior no era tan oscuro, la luz, como la densidad del aire, parecía haberse equilibrado entre el exterior y el interior. Pasaron entre cajones y pilas de botellas. Era un sitio que ya habían visto, pero sin notar antes aquel olor. Incluso ahora era menos intenso que hacía un rato, como si se hubiese acrecentado recién a plena tarde luego de varias horas de sol y calor. Un olor se atenuaba, se depositaba como una hoja atrapada por un remolino que está muriendo. Siguieron su rastro, entre los restos de mesas y sillas, hasta llegar al ancho mostrador en el que Dergan recordaba haberse acodado tantas veces muchos años antes. Pero ya no estaba la figura de Don Gervaise, sino una columna de oscuridad esculpida delante de los estantes en la pared. Algunas ratas corrieron a esconderse de los intrusos. Ellos siguieron camino hacia el depósito. Había una puerta cerrada, la empujaron porque estaba trabada, quizá hinchada por la humedad de tantos años.
Era la cocina, y tenía enseres de todo tipo, ollas herrumbradas, piletas llenas de tierra, platos rotos. Menos mal que llevaban botas, se dijeron uno al otro, porque pisaban vidrios y pedazos de metal. Al fondo, había otra puerta. Ese sí debía ser el depósito. Estaba abierta, así que solamente atravesaron el umbral y encontraron una escalera que descendía
Dergan iba delante, con el arma lista, Mateo lo seguía, iluminando con el haz de la linterna que los precedía a ambos. Dudaban que la escalera fuese lo suficientemente fuerte para soportar su peso, pero también el olor era más concentrado y ya no podían echarse atrás. Las ratas seguían dispersándose en su camino, pero no les tenían miedo. Escucharon aleteos en el techo, murciélagos probablemente. Llegaron al final de la escalera. Mateo pasó de largo un escalón y tropezó con Dergan. Pidió perdón, y Mauricio debió decirle algo, pero habló tan bajo que no alcanzó a entenderlo. Sólo lo vio extender un brazo hacia la pared del fondo. Él iluminó hacia allí. Había bolsas de arpillera, telas que parecían húmedas, bidones llenos de algún líquido, tal vez kerosene o nafta. No era eso lo importante, porque por más que el olor a combustible fuese intenso, el aroma dulzón de los cadáveres era mucho más evidente. Ambos lo conocían por experiencia. Era una aroma al que estaban acostumbrados, incluso dejaban de percibirlo por varias horas durante su trabajo.
Por eso no se asombraron demasiado cuando, al levantar esas telas que parecían húmedas, pero que simplemente brillaban al haz de la linterna por su desgaste y su vejez, por el acartonamiento producido por la humedad de años, no se asustaron al ver los cuerpos en diferentes estados de descomposición. Todos estaban vestidos con ropa de calle, camisas, pulóveres, zapatos o zapatillas, uno tenía una bufanda y otro todavía llevaba guantes. Todos eran hombres, o tal vez había alguna mujer debajo. Porque no estaban en fila sino amontonados. Las caras eran casi irreconocibles, la piel arrugada y pegada a los huesos, los cabellos secos y duros, las manos quebradas y en posiciones extrañas, como si hubiesen estado atados hasta después de morir.
Mateo dejó caer otra vez las telas e iluminó la cara de Dergan. Estaba pálida, y su garganta se movía como tragando saliva. Los ojos le brillaban. Lo agarró de un brazo, ayudándolo a que no tropezara en la escalera, pasaron por la cocina y el comedor. Una vez fuera, la noche ya había caído, pero no estaba del todo oscuro. Había un tinte azulado sobre el campo, y las luces de un camión constituyeron una esperanza, un alivio que nunca pensaron podrían sentir al ver un simple camión de transporte. Tal vez porque representaba lo cotidiano de una realidad que podían entender y dominar, y no aquello que acababan de dejar atrás, eso que los había hecho sentir perdidos como niños en medio de una infinita e inabarcable oscuridad.
Más tarde, tal vez meses después de que todo esto terminara, cuando Ibáñez recordase lo que vieron esa tarde, se explicaría a sí mismo o a quien quisiera escucharlo, que aquel lugar había sido alguna vez un centro clandestino de detención, que incluso mientras Mauricio practicaba con su arma en los primeros tiempos luego del cierre del restaurante, los cuerpos ya estaban allí. Quizá, cuando abandonaba su práctica y volvía al pueblo, se cruzara probablemente con otro auto en dirección contraria que recién llegaba. Y si él se hubiese detenido un solo instante en medio de la ruta, podría, a lo mejor, haber oído algo parecido a disparos lejanos. Pero eso Mauricio nunca lo sabría con seguridad, así como Mateo Ibáñez tampoco supo cómo pudo sobrevivir a esa semana que pasó en La Plata. Sólo olvidando llegaría a explicárselo, o más precisamente ignorando los desesperados gritos del recuerdo.
20
Walter entró al hotel a las cuatro y media de la tarde. Venía con los brazos envueltos en el saco del traje, los pantalones a medio arremangar, la cara rasguñada y transpirada. La corbata suelta le caía delante del chaleco, de botones rotos. Cuando entró al vestíbulo vacío, se dejó caer en el sofá. Nadie lo vio entrar, y pasaron diez minutos hasta que Ruiz, bajando de su cuarto, vio una cabeza asomándose por encima del respaldo.
-Walter –dijo. Cuando dio la vuelta al sofá, su voz se quebró por un instante con un tono de preocupación.
-¡Dios mío, qué te pasó!
-¿Qué te imaginás? –dijo Walter.
-Los hijos de puta de esos perros, ¿pero dónde te atacaron?
-En un baldío, al lado de la barbería.
Ruiz intentaba revisarle los brazos, pero Walter se resistía.
-Cuidado, por favor…
Logró desprenderle la tela pegada por la sangre seca. No eran heridas extensas pero sí profundas. Los orificios de los colmillos eran claros y casi prolijos. Debía agradecer que no lo hubiesen desgarrado, pensó Ruiz.
-¿Por qué no fuiste al hospital? Me hubieras llamado para irte a buscar.
-Estaba a diez cuadras nomás, pero se me hicieron más largas de lo que pensé.
-Entonces vamos ahora…
-No hay nada que coser, ¿no?
-No, pero…
-Entonces curame y poneme las vacunas necesaria, después me voy a acostar.
-Este es un hotel, carajo, no un hospital, no llevo eso encima, ni siquiera en el maletín.
-Pero no podemos dejar a Blas solo con Ansaldi…
-Ya lo sé. Pero llegó hace un rato con el chico… Voy de una corrida con el auto hasta el consultorio y vuelvo. ¡Ansaldi!
El conserje salió de su pieza. Tenía la mirada soñolienta.
-Atacaron a Márquez, haga el favor de cuidarlo mientras voy a buscar las vacunas a mi consultorio. El chico duerme en su cuarto, no lo despierte.
-No es mi intención, doctor. Vaya sin cuidado, yo cuido al arquitecto.
Ruiz salió y ellos se quedaron solos. Ansaldi no hizo un movimiento por cubrir o curar las heridas de Márquez. Walter lo miraba desde el sofá, desconfiado, y de pronto la figura de Ansaldi, menuda, medio encorvada, de hombros estrechos, con esa cara entre joven y vieja a la vez, le recordó la forma de un pájaro. Ansaldi estaba parado frente a él, las manos juntas delante del pecho, la cabeza media pelada y con una corona de pelo corto entre rubio y blanco. Se preguntó cuántos años tendría en realidad. Aparentaba cincuenta, pero a veces su voz, por teléfono, sonaba mucho más joven, y luego, negando esa impresión, su cara parecía lucir arrugas escondidas y una piel demasiado tersa y gastada. Otras veces parecía tener noventa años, pero era imposible, se dijo Walter, viéndolo ahora como quien ve un fenómeno extraño del que no puede asegurar que no sea sólo una alucinación. Creyó hasta verlo vestir una levita, pantalones del siglo XIX y una camisa con volados. Pero Walter estaba con fiebre, de eso era lo único que se sentía seguro. Transpiraba, y la sangre en sus heridas parecía licuarse para dejar fluir otra vez la hemorragia. Se miró, pero no sangraba, y por un rato se tranquilizó.
-¿Quiere tomar algo, arquitecto?
Walter levantó la vista y negó con la cabeza. Enseguida quiso decir que sí, necesitaba un vaso de agua, pero tenía el paladar seco y la lengua se le trabó sin llegar a decir nada. Ansaldi ni siquiera vio su gesto, porque ya se había dado vuelta para regresar a su pieza. Escuchó ladridos y se sobresaltó. Pero eran perros comunes que corrían detrás de un ciclista.
Se quedó dormido. Cuando despertó, seguía en el sofá. Ruiz estaba a su lado, poniéndole una inyección en el brazo. Le había sacado la camisa, y le estaba curando las heridas con yodo. Luego lo vendó y le dio a tomar una pastilla. Walter bebió del vaso de agua con mucha sed, y pidió otro, y luego otro más. Cuando se sintió satisfecho, preguntó:
-¿Y Mateo…?
Ruiz miró la hora. Eran las seis de la tarde. Ya tendrían que estar de vuelta, no tenían mucho tiempo más de luz para practicar.
-Se volvió loco, se compró un arma para matar a los perros…
Walter se empezó a reír. No había la más mínima intención de burla. La risa fue corta y tomó el tono triste de un sonido hueco.
-Vamos a acostarte, tenés que dormir para que se te pase la fiebre.
Lo ayudo a levantarse y subir al cuarto. Lo dejó caer en la cama y apagó la luz al salir. En la habitación de al lado estaba Blas, oyó ruidos y fue a verlo. El chico golpeaba la puerta. Abrió y Blas le abrazó una pierna, llorando. Bernardo lo alzó en brazos e intentó consolarlo.
-Dios mío, qué te estamos haciendo. Deberías estar con alguien que te cuide bien.
Bajó con el niño para entretenerlo mientras esperaba la llegada de los demás. Se sentó en mismo viejo sofá, mirando la entrada. Blas apoyó la cabeza en su pecho y se puso a jugar con una cadena de oro. Le tiró del vello del pecho y Bernardo retuvo una breve puteada. Le apartó las manos, sonriéndole. Pensó en el embarazo de su esposa. Natalia debía estar en esos momentos sentada en el porche de la estancia, tomando un mate con tortas fritas que ella preparaba tan deliciosamente. Se preguntó si su hijo, o hija, sería como sus padres. Sin duda llevaría en su vientre lo mismo que ellos dos, el germen de una condición, de un hábitat a ser poblado por los insectos. Entonces vio que Gregorio Ansaldi se hallaba a su lado, ofreciéndole una taza de té.
-¿Doctor, si le apetece…?
Otra vez ese tono, pensó Ruiz. Él era el único con el que todavía conservaba esa engañosa condescendencia. Aceptó la taza y la apoyó sobre la mesita junto al sofá. Miró, por un instante, la taza de porcelana: una rajadura la atravesaba por el medio. Bebió un sorbo, y cuando la apoyó, notó otra rajadura similar en el plato. Por casualidad, coincidían. Era una porcelana fina, pensó, y Ansaldi se adelantó a su pregunta:
-Veo que aprecia lo bello, doctor. Es realmente un alivio encontrar tal sensibilidad en un científico. Este juego es lo poco que queda de una vajilla de ciento cuatro piezas que yo traje de mi tierra hace ya muchos años. Sólo doce de ciento cuatro. Ha sido como ver morir a toda una ciudad, doctor, una ciudad donde todos eran familia cercana.
-Lo lamento, Ansaldi. Y de qué fecha data…
-Fue regalo del Príncipe Cristian de Sajonia a mi… a un antepasado.
Ruiz notó ese desliz, como si el recuerdo de aquellos tiempos hubiese debilitado por un instante la barrera de equívoca apariencia con la que intentaba protegerse. Pero protegerse de qué, se preguntaba.
-¿Qué sabe de los perros?
-Lo mismo que todos….
Ruiz hizo un gesto de impaciencia.
-No insulte mi inteligencia, Ansaldi. Usted esconde algo, no me lo va a negar.
-Ahora es usted quien me ofende obligándome a repetir frases trilladas. Todo escondemos algo, doctor. Usted lo sabe…-Y extendió una mano para tocar el pecho de Ruiz.
Bernardo dejó que esa mano, que apenas lo rozaba, se deslizase con tímido sigilo hasta la boca de su estómago. Allí se detuvo, y él sintió el habitual hormigueo de cuando algo lo hacía sentir mal, o por lo menos incómodo. Ansaldi tenía esa virtud, por supuesto, pero había algo más. Sintió que los insectos, dormidos o silenciosos, como lo estarían la mayor parte de su vida hasta el momento en que le tocara morir para expulsarlos, se movían como dispersándose. Ahogó un espasmo intenso y apartó la mano del viejo.
-Lo lamento, doctor, pero era la única forma de comprobarle mi veracidad.
Ruiz estaba recuperándose cuando lo vio agarrar a Blas y sentarlo a su lado en el sofá. El chico miraba al viejo con recelo, pero no se resistía. Sólo notó que la frente le transpiraba y se secaba los labios con frecuencia. Se preguntó si tendría fiebre, pero estaba del otro lado de Ansaldi, y no se sentía con fuerzas para levantarse.
-¿Quién es usted? –le preguntó.
El viejo le sonrió, acomodándose mejor y poniendo al chico en sus rodillas, como dispuesto a contarle una historia.
-Soy Gregorio Ansaldi, y mi padre se llamaba igual que yo. Mi madre era Marietta Sottocorno, una adivinadora del futuro. De ambos soy el producto, resultado de la invención y de la profecía. Mi padre vivió muchos años, y tenía casi cien cuando se casó con mi madre, que era una adolescente. Él prolongó su vida con una mezcla de sustancias que encontró en sus viajes por estas regiones de Sudamérica, cuando aún había indígenas que conservaban los secretos de su alquimia. Él fue casi exitoso en combatir la muerte, y logró que yo viviera casi tanto tiempo como él. Dos generaciones cuando debió haber por lo menos tres. Eso es un avance muy meritorio para la humanidad.
Ruiz lo escuchaba pero no sabía del todo si estaba comprendiendo realmente lo que le decía.
-¿Cuántos años tiene?
-Los suficientes, doctor, para quien ha combatido con la muerte y sus mensajeras, en cuya familia usted ha entrado.
Se puso a acariciar la cabeza de Blas, que jugaba con la punta de un pañuelo que sobresalía de un bolsillo de Ansaldi.
-Yo puedo curarlo, doctor. Creo que tengo buenas posibilidades de hacerlo, si me lo permite.
Bernardo se irguió en el asiento y lo miró con las mejillas pálidas y los ojos brillosos.
-¿Cómo? Dígame, por favor.
-Paciencia, doctor, siga los consejos que da a sus pacientes. Todo tratamiento requiere algún sacrificio. No es mucho lo que le pido.
-¡¿Qué cosa, por Dios, dígalo ya?!
-Sé que el doctor Ibáñez ha decidido matar a los perros. No logrará hacerlo con todos, pero yo no quiero que mate más de los que ya murieron el sábado. Ellos son mi esperanza. Yo no tengo hijos, no se dio la oportunidad, supongo. Por eso Valverde es como mi hijo adoptivo. Él tiene las mismas inquietudes que yo, el mismo objetivo. Retardar la muerte es el paso más importante, y los perros son parte de nuestras experiencias. Ellos deben vivir y reproducirse, porque sólo con los años veremos si nuestra meta se ha logrado. Yo moriré tarde o temprano, también lo hará Valverde, pero los perros continuarán viviendo.
-¿Y qué es lo que espera que yo haga?
-Que convenza a Ibáñez de que se vaya de la ciudad, o que por lo menos le impida matar a los animales.
Ruiz se levantó del sofá y apartó a Blas de Ansaldi.
-Aunque acepte lo que me pide, no voy a convencerlo, usted no lo conoce.
-Me lo imagino, pero está en sus manos hacer todo lo necesario, si es que quiere liberarse de su legado.
Cuando el viejo se levantó y pasó a su lado para volver a la pieza, Ruiz volvió a sentir el hormigueo en su abdomen. Blas le estaba diciendo que tenía hambre. Miró al chico, y contestó que ya le iba a dar la merienda. Fue al comedor y lo sentó en la sillita alta. Le tocó la frente y por suerte no parecía tener fiebre. Entró a la cocina, donde estaba el encargado limpiando el piso.
-¿No llegó la cocinera, todavía?
-No sé, doctor, no creo que llegue a esta hora.
-Hotel de mierda –murmuró Ruiz, y fue directamente a la heladera a buscar leche para hervir. Prendió la hornalla, puso el jarro con leche al fuego, buscó latas con galletitas o vainillas. Regresó al comedor y Blas lo miró con una sonrisa.
-Acá tenés, una vainilla para vos y otra para mí.
Blas se reía de las migas que caían al mantel, Bernardo intentaba seguir esa sonrisa, contagiarse de la inocencia de Blas, de la sabia ignorancia que era un conocimiento más allá de lo inmediato. Un conocimiento de lo único importante por lo que valía preocuparse: el final. Eso era lo que ellos, los adultos, no sabían, lo que los hacía estremecer como viejos obligados a pasar toda una larga noche en la oscuridad y el frío del invierno. Cuando finalmente conocemos nuestro cuerpo como conocemos el motor de nuestro auto, sabemos qué cosas podrá tolerar, qué caminos, qué climas y cuántos kilómetros es capaz de recorrer. Sabemos cuándo hay que llenar el tanque de nafta porque la aguja del tablero gira de determinara manera, si necesita agua porque suena un leve sonido de gorgoteo, si habrá que agregar aceite porque no se desliza como es habitual.
Tememos por nuestro auto como tememos por nuestro cuerpo, ambos nos llevan, ambos nos dejarán clavados en un sitio aislado, y abandonados, quizá para siempre, lejos de toda comunicación, en el silencio absoluto, un silencio incorpóreo donde ni siquiera los ecos del viento existen porque no hay árboles ni rocas. Sólo la tierra, piadosa, que nos mece, nos acepta. Y nuestro auto es al ataúd de nuestro cuerpo, así como el cuerpo es al ataúd de nuestra alma.
Ruiz sabía que su cuerpo no resistiría, y por eso la liberación que Ansaldi le estaba ofreciendo era más que una esperanza, y aunque sus palabras no hubiesen incluido ningún tipo de promesa, él sí la estaba sumando a la voz del viejo, imaginando lo que no había escuchado en realidad, simplemente porque necesitaba apuntalar la desesperación sobre una columna endeble de inventada certeza.
Casi a las diez, llegaron Mateo y Mauricio. Estaban transpirados, y dejaron los rifles junto a la chimenea, envueltos en sábanas para que nadie nos los viesen al bajar del auto.
-¿Cómo estuvo el día, Bernardo? –preguntó Mateo, bostezando.
Ruiz pensó: se ve cansado, tal vez no quiera salir esta noche.
-Un mal día…-y se puso a contar lo de Márquez.
Mauricio estaba subiendo la escalera para ducharse en su cuarto y se detuvo al oír eso. Ahora ambos lo miraban preocupados.
-¿Blas está bien?
-Sí, no te preocupes, está en tu cuarto durmiendo.
-La puta que lo parió –dijo Mateo, corriendo a la escalera.
Los tres entraron al cuarto de Walter y lo encontraron dormido. Ruiz le cambió el paño húmedo de la frente. Le puso el termómetro en la axila y le tomó el pulso.
-¿Estás seguro que no es para ir al hospital?
-No quiso, y yo no pude llevarlo sin dejar a Blas solo con el viejo.
-Pero…-empezó a decir Dergan.
Ruiz lo hizo bajar la voz y miró la columna de mercurio del termómetro.
-Ya no tiene fiebre. Dejémoslo dormir. Vamos abajo. Tienen que contarme cómo les fue a ustedes.
En el comedor se sirvieron sándwiches, comida enlatada y vino. Le hablaron de la práctica, pero no estaban dispuestos a decir nada de lo que habían visto en el restaurante. Cambiaron de tema.
-Este hotel se viene abajo, y al viejo ya no le importa un carajo…-dijo Mauricio.
-O más bien somos nosotros los que no le importamos, ahora que lo conocemos mejor.
Dergan miró a Ruiz, intrigado.
-¿Hablaste con él?
-Más o menos…
-¿Te contó quién es?
Ibáñez los miraba sin entender.
-Paren un poco, ¿cómo quién es?
No le hicieron caso. Mauricio y Bernardo compartían otra vez esa complicidad de la que él estaba aislado.
-Me habló de sus padres, me contó todo un delirio sobre postergar la muerte, algo parecido a lo que nos dijo Valverde, pero en el viejo todo esto suena a leyenda, a algo demasiado arcaico para ser verdad.
-Pero es por eso que necesita de Valverde. El farmacéutico lo hace encajar con la realidad, ¿entendés?
-No entiendo de qué están hablando -intervino Mateo.
-El domingo revisé la pieza, y encontré documentos del viejo. Tiene más de noventa años y parece de cincuenta.
-Eso fue lo que me dio a entender –siguió Ruiz.- Su padre logró prolongar su vida, y ahora Ansaldi quiere continuar eso experimentando con los perros.- Hizo una pausa, respiró profundo porque sabía que lo que iba a decir a continuación no encontraría más que resistencia.- Eso es meritorio.
Los otros lo miraron como a un bicho raro.
-¿Qué querés decir?
-Digo que es un hallazgo enorme si fuera verdad. Tal vez deberíamos apoyarlos con eso de los perros.
Mateo recordaba las palabras de Valverde en la habitación de la mujer enferma. Sí, todo eso era verdad, por lo menos la imaginación y el delirio eran más palpables y más ciertos que muchas verdades supuestamente concretas. A veces, lo que queremos pensar es una evidencia en sí mismo, algo tan real como un salvavidas en un naufragio. Quizá Valverde vivía de ese modo, o tal vez fuese él, Ibáñez, quien no estaba preparado para aceptar todo aquello como verdadero. Fuera como fuese, las palabras de Ruiz, su cambio de actitud, lo confundieron.
Dergan se reía, moviendo un dedo sobre la sien como atornillando un tornillo suelto.
-Me parece que está hablando en serio –dijo Mateo, al ver la expresión de chico asustado que tenía Bernardo.
-Sí…hablo en serio. Creo que deberíamos dejar a los perros en paz.
Mateo se levantó y fue a buscar su arma. Ruiz siguió diciéndole.
-Pensalo un poco, si hay la más leve esperanza de que toda esta teoría sea cierta, la muerte de Alma no habrá sido en vano…- Mientras le hablaba, Ibáñez recargaba su rifle y le dirigía miradas de rencor.
-Está bien...me rindo…-dijo Ruiz- Pero por lo menos no salgas esta noche, pensalo y mañana vas a estar más descansado y tranquilo.
Dergan se levantó y fue a buscar su arma.
-Me parece que el viejo le lavó el cerebro… No le hagas caso –le dijo a Mateo.
-Estoy tratando…-y Mateo miraba a Ruiz con furia
Bernardo volvió a insistir.
-Piensen un poco, un hombre de noventa que parece de cincuenta. ¿No vale la pena investigar? Los perros son parte del experimento, ya lo dijo Valverde.
No le hicieron caso, entonces intentó detener a Ibáñez de un brazo, y éste se dio vuelta y lo empujó. Ruiz cayó de espaldas, pero ninguno intentó ayudarlo a levantarse. Lo vieron hacerlo solo. Mateo lo miraba con intensa ira, el rifle le temblaba en las manos, el cañón cruzando el frente de su cara como una grieta en su alma.
-Sos un hijo de puta –le dijo, apoyando el dedo índice de su mano derecha sobre el pecho de Ruiz, golpeándolo suavemente pero con la suficiente fuerza para hacerlo tambalear.- Más te vale que cuides de mi hijo, porque sino te juro que te mato.
Mauricio empujaba a Mateo para que salieran de una vez. Bernardo Ruiz los vio salir, y supo que no había hecho lo suficiente, que nunca tendría el valor para hacer jamás lo que era necesario hacer.
21
Eran más de las doce de la noche. Llevaban los rifles cubiertos y sobre los hombros como fardos de telas, por si encontraban gente o algún policía. Caminaron varias cuadras, incluso por las mismas donde habían visto a los perros el sábado a la noche. El cielo estaba estrellado, pero las luces de la ciudad empalidecían el resplandor. Escucharon una sirena de ambulancia y luego de una autobomba, lejos, muy lejos de allí. Oyeron ladridos y aullidos respondiendo a esas sirenas. El olor de la ciudad nocturna tenía una leve mezcla de café, anís y humedad. Algunos bares estaban abiertos.
No había nadie en las calles. Sólo algún auto muy de vez en cuando, o algún ciclista que ni siquiera los miraba. Pasaron frente a la casona de María Cortéz. Dergan sintió un breve escalofrío al recordar la mañana de domingo que pasó con ella. Había perros en el jardín, pero comunes y corrientes. Le ladraron mientras pasaban junto a la verja. Una luz se encendió en el porche y la cortina de la ventana se movió un poco.
Llegaron al almacén de Costa. Estaba como siempre, cerrado y abandonado. Golpearon la puerta y las ventanas metálicas, tal vez había algún lugar por donde los perros salvajes pudieran meterse. No oyeron nada. Siguieron de largo. Ahora estaban en la vereda del baldío donde Walter había sido atacado.
-Entro yo primero, vos cubrime –dijo Mauricio.
Mateo asintió y lo siguió. Dergan se metió entre el pastizal, alumbrándose con una linterna. Habían desenvuelto las armas. Un perro ladró y sólo un segundo después Mauricio sintió los dientes en la rodilla izquierda. Casi estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio y golpeó la cabeza del animal con la linterna. La luz se apagó, junto con la oscuridad oyeron los gruñidos de otro perro. Mateo buscó con torpeza su linterna, que había quedado enredada en la sábana. Cuando logró encenderla, vieron a dos animales frente a ellos.
-No te muevas –dijo Mauricio.- Levantá el rifle muy despacio… - Su voz se hizo suave como un murmullo.
Mateo intentó obedecer. Se sentía demasiado cansado para tener miedo. Para él ahora los perros eran nada más que dos objetos que abatir, y estaba convencido que con un par de rápidos movimientos podría dispararles con facilidad. Pero Mauricio insistió en actuar con cautela, aún cuando los perros ni siquiera podían verlos. Los ojos, de párpados semicerrados, lucían perdidos y casi etéreos en las caras blancas. Las cabezas se movían guiadas por el olfato. De los hocicos brotaba una mucosidad blanquecina. Tenían las bocas abiertas, y Mateo vio los colmillos grandes, tal vez demasiado para el tamaño de los perros. No habían notado eso en los cuerpos del laboratorio de Valverde. ¿Habrían cambiado, estarían evolucionando de alguna forma, con cada generación? Porque sin duda estos perros eran más jóvenes. Y más atrás, junto al muro del baldío, había crías.
Mientras pensaba en todo esto, Mateo vio que Dergan ya había llevado su rifle al hombro y apuntaba. Disparó. Uno de los animales cayó muerto, el otro corrió a esconderse. Ellos lo siguieron.
-Despacio –repitió Mauricio.
Despejaron las ramas y el pasto alto con los cañones de los rifles. Iluminaron el camino con las linternas, hasta que apareció el muro blanco devolviéndoles un reflejo cegador No vieron que el perro sobreviviente se acercaba otra vez. Mateo sintió la cabeza del animal sobre su cara. Luego oyó un disparo, y todavía ciego entre el súbito resplandor y la inmediata oscuridad, creyó que era él quien estaba herido. Pero pronto la mano de Dergan lo ayudó a levantarse. El perro estaba tirado en el suelo.
-Gracias –dijo. Entonces se preguntó si Mauricio le habría disparado justo cuando tenía al perro encima. El otro adivinó lo que pensaba. La palidez en la cara de Mateo era tan evidente que Dergan se puso a reír.
-No tenía más alternativa…
Ibáñez no dijo nada. Se acercaron a las crías. Eran tal vez quince o más.
-Dios mío, si se reproducen así, no vamos a acabar más.
Mauricio sólo respondió levantando la culata del rifle y golpeando las cabezas de algunos cachorros.
-Eencargate de los otros –dijo a Mateo
Ibáñez hizo lo que le pedía. Cinco minutos después estaban todos muertos. Sólo uno se movía un poco, y Mateo lo remató con otro golpe. Salieron del baldío, cansados pero entusiastas, tomados de los hombros y con las armas en el brazo libre. Dergan cojeaba un poco y se vendó con un trozo de sábana.
-¿Querés volver al hotel? –le preguntó Mateo.
-Ni en pedo, ahora que le tomamos el gusto. Sigamos.
Al caminar, Mauricio mejoró su ritmo. Era una herida superficial, y no le dolía demasiado. Pasaron frente a la panadería de los Casas, después miraron el interior cerrado del bar de Santos. En la puerta había basura y restos de comida. Decidieron esperar un poco, escondidos, para ver si aparecían los perros. Cuando dieron vuelta la esquina, se encontraron con dos muchachos, de dieciocho años más o menos. Eran gemelos. Ambas parejas se sorprendieron una de otra primero, luego se saludaron.
-¿También de caza, chicos? –preguntó Dergan, que había visto las ondas elásticas y las piedras acumuladas en la vereda.
-Así es, señor.
Dergan trató de ocultar su sonrisa despectiva. Los chicos miraban los rifles con asombro y admiración.
-¿Tuvieron suerte?
Uno de ellos contestó:
-Ya matamos a veinte perros desde que aparecieron, y esta noche a dos.
Mauricio los observó con sorna, pero se dio cuenta que no mentían. Esas piedras, arrojadas con fuerza en un sitio vulnerable podían ser mortales.
-¿Pero a dónde les apuntan? –preguntó Mateo.
-A las narices, señor. Eso cualquiera lo sabe.
Mauricio y Mateo se echaron a reír, y los chicos les indicaron silencio.
-Bueno, muchachos, linda lección nos han dado. Yo soy el doctor Ibáñez, y él es veterinario, Mauricio Dergan.
-Nosotros somos los hermanos Benítez. Yo soy Daniel, él es Jorge.
Se estrecharon las manos los cuatro. Luego se sentaron en cuclillas, a esperar.
-¿Viven cerca?
-A dos cuadras.
-¿Y salen todas las noches de cacería?
-Unas sí, otras no.
-¿Y no tienen miedo?
-Al principio un poco, pero ya los conocemos. Están ciegos, eso los limita mucho para perseguirnos. El olor los confunde también.
-¿El olor humano?
-Sí, doctor. Mi hermano y yo nos separamos corriendo, entonces los perros persiguen a uno, y el otro le dispara en las patas, entonces aprovechamos para darle en la nariz con las ondas.
-Pero si son varios…
-Una vez nos atrevimos con dos al mismo tiempo, pero casi nos muerden. Por eso no hacemos nada si son más de uno. Ahora con ustedes podemos hacer un buen equipo.
Mauricio palmeó la espalda del chico. El hermano parecía más tímido y hablaba poco.
Casi una hora después, aparecieron cuatro perros a husmear en la basura.
-Uno para cada uno –dijo Daniel Benítez.
-No va a ser tan fácil –comentó Dergan, asomándose por el borde de la pared. Le hizo una señal a Ibáñez para que lo siguiera, los muchachos fueron detrás, pero él les dijo que se quedaran quietos, que iba a avisarles si los necesitaba. Ellos protestaron en voz baja.
Dos de los perros se habían subido al montón de bolsas apiladas, los otros dos desgarraban las que estaban debajo. Como parecían distraídos, Mateo y Mauricio se acercaron bastante como disparar sin error. Pero entonces apareció un quinto perro cruzando la calle y corriendo directamente hacia Mateo. Ninguno de los dos lo vio, sólo se dieron cuanta cuando el perro cayó a medio metro de ambos, justo cuando estaba por saltar sobre Ibáñez. El animal estaba herido por una piedra que los chicos le habían tirado. Dergan le disparó para rematarlo. Ahora los muchachos corrían hacia ellos, exultantes, pero no hubo tiempo de decirles nada porque los chicos señalaban a sus espaldas. Los otros cuatro perros ahora estaban alertas y se acercaban.
-¡Separémonos! –dijo uno de los gemelos, bajando a la calle para ver si podía amenazar a los perros desde ese lado
-¡Mateo, a mi derecha! –dijo Mauricio.
Ibáñez obedeció, pero no entendía qué esperaba que él hiciera desde allí, no había más que la pared y la vidriera del bar. Dergan desafió a los perros con gritos y movimientos del rifle. Sabía que el olor de su rodilla herida los atraía más hacia él que hacia los demás. El otro chico estaba cerca de él, atrás y a la izquierda, con la onda preparada. Los perros que estaban arriba de las bolsas bajaron, entonces Mauricio le hizo una señal al chico para que disparara. La piedra golpeó a uno de los perros en la cabeza, y el otro muchacho le disparó a otro en las ancas. Los dos cayeron al piso, y Dergan les disparó antes de que se levantaran. Los dos perros que quedaban se había arrinconado entre la pared y las bolsas, Mateo se encargó de mantenerlos allí. Pero cuando oyeron los disparos se volvieron locos y corrieron hacia todas partes, golpeándose contra la pared y revolcándose en la basura. Ibáñez quiso acertarles pero no tenía suficiente puntería para darles mientras se movieran, así que Dergan se encargó de ellos.
Uno de los gemelos se había subido a la pila de bolsas y disparó una piedra, ya a destiempo, rompiendo una de las vidrieras del bar. Santos apareció entonces, mirando los pedazos rotos, rascándose la cabeza con una mano y la otra en la cintura.
-Buenas noches, señores…-dijo, tranquilo, resignado.
-Perdón…–empezó a decir Mateo.
-No se disculpen, hace tiempo que intento sacarme de encima a esos perros de mierda, pero siempre vuelven.
Los gemelos se acercaron a pedir disculpas. Él les dio un golpecito amistoso en el pecho.
-No se preocupen, chicos…sólo que voy a tener que decirle a su viejo, este ventanal me va a salir mucho.
Lo muchachos se miraron entre sí.
-Santos, por favor, no le diga nada, nosotros se lo pagamos, usted sabe que nuestro viejo está mal.
-Está bien, mañana hablamos. Vayan a casa.
Ellos se despidieron de los otros con un fuerte apretón de manos.
-Fue una excelente cacería –les dijo Dergan.
-¿Está seguro que no quiere avisarle al padre? –preguntó Mateo a Gaspar Santos.
-Sí. Lo que pasa es que el negocio de su viejo quebró. Era gente de plata, que se ha venido a menos. Además, se le ha pegado el vicio…-y empinó el codo para ser más claro.
-Déjeme que pague por el gasto –dijo Mateo, que ya había sacado la billetera del pantalón.
Santos sujetó el brazo de Ibáñez y lo apartó de él.
-No, por favor, ni pensarlo. Ustedes deben ser amigos del arquitecto Márquez, ¿no es así?
-Así es.
-Estuvo aquí esta tarde, hablamos largo y tendido. Pero pasen un rato.
Santos bajó unas sillas de las mesas y los invitó a sentarse. Después fue a buscar unas tablas de aglomerado para tapiar la vidriera rota. Mateo y Mauricio se levantaron enseguida a ayudarlo. Quiso evitarles la molestia, pero ellos insistieron. Luego agarraron los cuerpos de los perros y los metieron en bolsas de basura.
-Guardemos dos para disecar –dijo Mateo.
Dergan vigilaba la calle por si aparecían otros. Pasó una moto y el conductor se detuvo.
-¿Qué pasó? -preguntó
-Matamos algunos perros salvajes –contestó Mauricio, con desconfianza.
El tipo era robusto, con gestos y entonación de militar, pero estaba de civil. No le preguntó nada más, sólo le deseó buenas noches y siguió de largo. Mauricio se quedó inquieto.
-¿Quién era? –preguntó Santos.
-No sé, un curioso, pero no me dio confianza. Mejor terminamos rápido.
Cerraron las bolsas y dejaron los cuerpos donde Santos dejaba los restos de carne para tirar al día siguiente. Los cadáveres que reservaron fueron puestos contra una pared.
-¿No hay gatos, no es cierto? –preguntó Mauricio, medio en broma, medio en serio, mientras se sentaba para tomar una cerveza que Santos les invitó.
Los tres se rieron, Santos dijo:
-Tengo uno, pero desde que están estos perros no sale del bar. –Se levantó a buscarlo, pero no lo encontró.- Quién va a encontrarlo con estos cuerpos esta noche.
Le hablaron del ataque a Márquez, y Santos se sintió culpable; fue él, les dijo, quien le había indicado que podía encontrar perros en ese baldío.
-Bueno, no se preocupe –dijo Mauricio- ya los matamos hace un rato.
Entraba una brisa fresca por las rendijas entre las tablas y los vidrios rotos. Escucharon una moto pasar dos veces, ida y vuelta. Sabían que era la misma, y se dieron cuenta que desde esa noche empezarían a vigilarlos.
-Lamento que lo hayamos metido en problemas…
-¿Qué problemas? –dijo Santos- ¿Con los milicos? Bahhh…Yo estudié para entrar en el ejército después de la colimba, durante tres años. Fueron los peores de mi vida. Me jodieron hasta reventarme las pelotas, así que un día golpeé a un sargento en un desfile del 25 de mayo. Me metieron en cana por seis meses. Después abrí este bar. Pero vi muchas cosas durante ese tiempo, y aprendí a quedarme callado. No se van a meter conmigo tan fácil, pero con ustedes es diferente, con los profesionales, quiero decir. Ustedes son tipos que piensan, y para ellos eso es lo mismo que decir reaccionarios de izquierda.
Ibáñez lo miraba con sorpresa, y se dio cuenta que Dergan compartía esa misma y repentina complicidad hacia aquel extraño que de repente parecía ser más que un amigo. Un tipo de aspecto descuidado, pelo despeinado y largo, barba entrecana y rubia, con un delantal que aún a esas horas de la noche llevaba encima, y un repasador que metía y sacaba del bolsillo del delantal para secar la mesa cada que vez que un vaso dejaba un círculo.
-Bueno, creo que tenemos que irnos…-dijo Mauricio casi media hora después, Se levantó para ir a buscar las bolsas que llevarían a la morgue a primera hora de la mañana.
-¿Está seguro sobre la vidriera? –insistió Mateo.
-Seguro, doctor, no diga más.
-Entonces déjenos pagar las cervezas…
-Está bien, si insisten.
Los tres se estrecharon las manos con fuerza al despedirse.
-Ha sido un gusto conocerlos. Un abrazo de mi parte al arquitecto y al doctor Ruiz, ya veré si me doy una vuelta por el hotel mañana.
-Lo esperamos…Cuídese.
-Cuídense ustedes, que tienen que caminar varias cuadras todavía.
Se saludaron por última vez. Mientras se alejaban del bar, ambos pensaron, sin decirlo, que Santos tenía razón. Llevaban dos perros muertos todavía sangrando en esas bolsas. Mateo decidió llevarlas él, para que Dergan pudiese disparar si era necesario. Miraban con extremo cuidado a todas partes al llegar a cada esquina
La noche era húmeda y el rocío hacía brillar los adoquines con la escasa luz de los porches. Una sirena aulló a muchas cuadras de distancia, la brisa fresca movía las ramas de los árboles que intentaban tocarse de vereda a vereda sobre la calle. Luego, escucharon otra vez la moto, y fue Dergan el único que se detuvo, abruptamente, justo sobre el cordón de la vereda, prestando oídos. La moto volvió a alejarse. Mateo llevaba las bolsas como dos fardos de papas sobre un hombro, y como no lo vio detenerse, había seguido de largo cruzando la calle. Mauricio retomó el andar detrás de Ibáñez, y se puso a observar su espalda, como si no lo reconociera. Ibáñez parecía al hombre de la bolsa, aquel que aún en diferentes culturas representaba al aborrecido extraño que venía a llevarse a los niños malos.
Mauricio recordó el año anterior a su llegada al país, a los hombres que llevaban a sus niños en bolsas parecidas. Los hijos que habían muerto por la rabia transmitida por los perros que él, en el pequeño pueblo costero de la Bretaña francesa, no había sabido cómo detener. Perros que salían de las cuevas de los acantilados, donde se escondían de los hombres. Eran casi treinta animales los que vivían allí, alimentándose de los pescados que el mar arrojaba a la costa, de las ovejas que lograban matar cuando subían todas las noches al acantilado. A veces se adentraban en las granjas y mataban gallinas y se peleaban con otros perros. Fue así, quizá, la forma en que varios perros domésticos comenzaron a contagiarse. Los dueños los sacrificaban, pero a veces llamaban a Dergan para asegurarse que no se tratara de otra enfermedad, porque los niños no querían que sacrificaran a sus perros. Cuando él confirmaba la sospecha, los mataban. Entonces empezó a inmunizar a los animales de los vecinos. Pocos los llevaban al pueblo a vacunar siendo cachorros, así que en menos de una semana se le acabaron las provisiones de vacuna y tuvo que mandar comprar más en la ciudad más cercana. Mientras, los perros salvajes seguían haciendo estragos, pero los cazadores lograban acorralarlos en sus cuevas y los asfixiaban con gases o les dejaban comida envenenada en la entrada. Algunos hombres llegaban al pueblo con mordeduras graves, y Maurice veía ir y venir a la única ambulancia con el doctor y su enfermera. En el pequeño hospital hubo dos casos mortales de rabia en humanos.
Una semana tardó en llegar la nueva partida de vacunas, y él mismo se dedicó a ir de casa en casa para vacunar a los perros. Dos días después, ya estaba otra vez sin vacunas, y llamó por teléfono para pedir más. Quedaban más de la mitad de los perros y otros animales del pueblo sin vacunar. La gente se ofreció a ayudarlo. Cuando llegue la nueva partida, les dijo.
Entonces fue cuando los mismos perros que él había vacunado empezaron a mostrar síntomas de rabia. Primero llegó un hombre preguntándole cómo podía ser eso, y él contestaba que debía tratarse de otra enfermedad. Cuando lo acompañó a su granja, la mujer los recibió desesperada y en llanto. El perro ovejero había mordido al hijo de ambos hacía dos horas. El chico tenía fiebre y echaba mucha saliva por la boca.
Maurice no podía creer que eso estuviese ocurriendo. Le mostraron al perro, que estaba atado, ladrando como loco y con baba en la boca. Junto al veterinario, el hombre tenía la escopeta preparada, y disparó. Soltó el arma y corrió a la habitación de su hijo. Dergan lo siguió. El chico deliraba entre las sábanas, la madre intentaba consolarlo. El hombro miró a Dergan con rencor y angustia al mismo tiempo. Muchas expresiones parecidas recibiría en los siguientes días, pero esa, por ser la primera, fue la única que jamás pudo olvidar.
Esa misma tarde, llegaron a buscarlo varias mujeres y hombres que él conocía y saludaba casi cada mañana en el pueblo, gente con la que se detenía a conversar y a quienes les preguntaba por el estado de algún caballo, ternero o perro que hubiese estado atendiendo el día anterior. Esta vez vinieron a preguntarle qué había pasado con las vacunas, y luego las preguntas se fueron convirtiendo en reproches, y muy pronto las acusaciones se sucedieron sin obstáculos ni interrupciones. De pronto, se vio rodeado de gente que hablaba al mismo tiempo, caras que gesticulaban sin poder él comprender lo que decían. Incluso creyó, por un momento, que todos hablaban idiomas extranjeros, como una especie de Babel luego del castigo divino contra el orgullo y la vanidad.
Intentó explicar, pero se daba cuenta que no tenía ninguna teoría lógica, y la única plausible -que la partida de vacunas fuese un fraude, y no era la primera vez que ocurría-, no le serviría de nada para evadir su responsabilidad. ¿Había, acaso, comprobado la fecha de elaboración y las marcas del departamento de sanidad? Tal vez lo hizo, como era su costumbre, o tal vez no, apurado por vacunar la mayor cantidad de animales en pocos días.
Se dejó abrumar por el gentío, se dejó caer en medio del pasto con la cabeza entre las manos. Alguno debió apiadarse de él, o quizá simplemente quisiera disponer de él a solas para vengarse. Se le ocurrió que podía ser el padre del chico que estaba muriendo en esa granja, pero pronto sabría que al mismo tiempo había muchos otros chicos a los que les estaba pasando lo mismo. Así que podía ser este hombre o cualquier otro, por esa razón o cualquier otra. Ahora sólo era conciente de que lo empujaban y tironeaban agarrándolo de los brazos hasta una camioneta, y luego arrancaban mientras la gente golpeaba el vidrio y los costados del vehículo, gritando a través del imperfecto silencio de los cristales y de su propia insensibilidad, esa capa protectora que el espanto había creado a su alrededor.
El médico del pueblo le dio un sedante y lo mantuvieron encerrado dos días en su casa, con un vigilante en la puerta. Cuando lo dejaron salir, fue a su consultorio y lo encontró destrozado. Los animales que estaban en tratamiento habían sido asesinados, sus propios perros estaban muertos también, así como los gatos que criaba para vender. Fue hasta la comisaría y lo trataron con educada frialdad.
-No fue su culpa que le vendieran vacunas adulteradas, doctor, pero debió fijarse mejor –le dijo el oficial principal.
Dergan se preguntó si habrían comprobado los frascos de las ampollas, si habrían hecho una adecuada investigación. Decidió no preguntar, si lo habían dejado libre era porque no había manera de adjudicarle algún delito. Antes de salir, el comisario le aconsejó:
-Pase por el cementerio, doctor, y luego puede abandonar el pueblo.
Él hizo las valijas y subió a su auto. Paró en la puerta del cementerio. Adentro todo el campo estaba lleno de gente, parecía un hormiguero llenos de hormigas negras cargando ramas. Pero las ramas eran ataúdes de niños.
Los niños muertos por la rabia.
En todo esto pensaba Mauricio Dergan cuando él e Ibáñez llegaron al hotel. Ni siquiera se había dado cuenta por qué calles o veredas habían pasado, sólo siguió a Mateo como aquel lejano día había seguido la columna de hombres que cargaban los féretros de sus hijos. Se había evadido del presente y de la noche para transportarse a otro mundo muy lejano en un soleado día de duelo. Podrían haber sido atacados por los perros sin que él se diese cuenta siquiera, y se sintió responsable por la confianza que Ibáñez había depositado en él, y que había defraudado. Como aquella vez, hace mucho tiempo, en un pueblo costero de la Bretaña.
Los perros, sin embargo, no volvieron a atacar esa noche. Sintió al llegar a la puerta del hotel, que lo observaban desde la calle. Como si ese algo o alguien, muchos quizá, se estuviesen riendo de su distracción y su conciencia perdida en el tiempo, hasta creyó haber oído gruñidos como simuladas risas de lástima y desprecio. Como si los perros recordasen a sus ancestros a través de la distancia y de los años, a aquellos perros que él, Maurice Dergan, había dejado sobrevivir.
22
En la mañana, Ruiz se despertó con una fuerte sacudida al sonar el despertador. Eran las siete, y ni siquiera se acordaba por qué había puesto la alarma a esa hora. Mientras se cepillaba los dientes, recordó que a las ocho empezaba la autopsia de la mujer de Ibáñez. Lo había llamado Farías a la noche, poco después de que Mauricio y Mateo salieran. Luego, se había acostado y no los había visto regresar. Sólo escuchó los ruidos de puertas y suaves murmullos que se mezclaron con sus sueños. Pesadillas que volvían cada tanto tiempo a recordarle lo que él era desde un tiempo antes, un hombre habitado por insectos, nada más que un hábitat más para aquellos seres que solían sobrevivir tempestades y cataclismos, sobrepasar las generaciones de los hombres y transformarse por la simpleza de su cantidad y rudimentaria vida, en casi tan eternos como los dioses. Y muchas veces había pensado que quizá fuesen más duraderos que los débiles dioses creados por los hombres, dioses que alimentaban criaturas en sus vientres.
Pensó en lo que le había dicho Ansaldi, y se avergonzó de haber desafiado a Mateo, de haberlo traicionado por la promesa tan estéril del viejo. Cómo pretendía ayudarlo, por más que lo que dijese sobre su edad y origen fuese verdad. Lo que vivía en el cuerpo de Ruiz ya era irreversible. Sacarlo era lo mismo que morir. Ellos, los insectos, eran como una víscera más, o hasta como la misma sangre. Y de algún modo, los perros constituían algo semejante para Dergan, porque Ruiz sabía la causa por la que había emigrado de Francia. Los animales eran parásitos que lentamente debilitaban los organismos que los hospedaban, haciendo de ellos lo que querían, sometiendo sus vidas a los deseos y necesidades de los otros.
Pasó por las habitaciones de sus amigos. Golpeó a las puertas. Mauricio dormía. Mateo dormía con su hijo. Márquez estaba despierto, sentado en la cama. Las vendas ya no sangraban y se veía de mejor color.
-¿Cómo estás?
-Mejor, gracias.
-Quedate en la cama un rato más, te mando subir el desayuno.
Walter no pudo contestarle, fue corriendo al baño. Debía esta descompuesto, era frecuente que temperamentos nerviosos como el suyo somatizaran el estrés con ese tipo de trastornos.
Bajó al comedor y la cocinera le trajo café con leche.
-¿Y sus colegas van a bajar a desayunar, doctor?
-No. Solamente llévele un té con limón al arquitecto, por favor.
Ella regresó a la cocina. Ruiz miró la hora, ya eran las ocho menos cuarto. Se preguntó qué habrían hecho anoche aquellos dos que intentaban jugar de cazadores. Vio venir a Ansaldi, que se quedó parado a su lado luego de darle los buenos días.
-Cuando termine su desayuno, doctor, debo decirle algo.
-Dígamelo ahora, porque tengo que ir al hospital.
-Sus colegas, doctor Ruiz, hicieron una matanza anoche. Escuché los tiros, y los vi entrar con la ropa sucia. El doctor Ibáñez traía dos bolsas con cuerpos. Deben estar en su cuarto.
Ruiz tomó un sorbo de café, y esperó que continuara.
-Tiene que llevárselos a Valverde, doctor. A mi no me deja entrar, sólo usted tiene la oportunidad.
-No diga estupideces. No me va a convencer como ayer.
-Doctor, por favor. No sea temperamental y piense un poco. Aunque no confíe en mí, le sugiero que recuerde todo lo que le he dicho, ¿acaso lo que sé no garantiza mi promesa? ¿Puede el doctor Ibáñez decir lo mismo, por más que cuente con su confianza?
-¿Y qué garantía me da usted de que puede ayudarme?
-Hable con Valverde, y lo sabrá. Pero solamente se lo dirá si le lleva los perros, será un pago de confianza para que hable.
Ruiz se levantó, las manos le temblaban de ira. Ansaldi retrocedió un poco.
-Sé que es difícil la decisión que le pido, doctor, pero le sugiero que sopese –e hizo los delicados gestos de quien maneja una balanza de platillos- los defectos de una pequeña traición por los beneficios de que usted recupere su anterior vida.
En ese momento se oyó el llanto de Blas. Ruiz subió la escalera y golpeó la puerta de Mateo. Cuando se abrió la puerta, Ibáñez tenía al niño en brazos, que lloraba sin consuelo.
-No sé qué le pasa, me despertó gritando así. No tiene fiebre, debe estar hambriento y aburrido de este hotel.
Ruiz se preguntó si por fin su amigo estaba entrando en razones y decidiría irse de la ciudad.
-Por qué no seguís durmiendo, estás ojeroso. Yo me encargo del chico.
-Pero hoy es…
-Ya lo sé, no pienses en eso…
-No entendés, tengo que llevar los perros que matamos anoche para que les hagan la autopsia.
-No sé si hay tiempo, pero voy a intentarlo. Yo los llevo, decime dónde están.
Ibáñez le señaló el armario. Ruiz abrió la puerta y encontró los bultos bajo la ropa sucia. Los sacó y los arrastró por la habitación.
-¿Vas a poder solo?
-Sí, note preocupes. Vos y Mauricio tienen que dormir.
-Tenés razón, esta noche tenemos que salir otra vez.
Ruiz fingió estar de acuerdo, pero sentía que todo estaba saliendo cada vez peor. Su amigo le daba lástima. No se había afeitado desde el sábado, y probablemente no se había duchado al volver anoche, y tenía el cabello rojizo despeinado y sucio. Llevaba puesto solamente el pantalón piyama medio flojo en la cintura, y sujetaba a Blas en los brazos, balanceándolo para lograr que se durmiera otra vez.
-Le voy a decir a la cocinera que le dé el desayuno.
-Gracias…-dijo Mateo, y se metió en la cama otra vez, acostando al chico a su lado.-Por lo de anoche, disculpáme, pero no se si entendí bien tu actitud, estaba cansado…- y bostezó.
-Está bien…-fue lo único que respondió Ruiz, luego salió del cuarto, dejando la puerta abierta. Bajó los escalones y llegó al pie de la escalera. Ansaldi lo miraba desde la recepción, con una leve sonrisa satisfecha.
Avisó a la cocinera por el desayuno del chico y salió arrastrando las bolsas. Las puso en el maletero del auto y partió hacia la farmacia de Valverde.
-Gracias, doctor Ruiz.
El farmacéutico estaba tras el mostrador, envolviendo en papel manteca unos polvos que él mismo preparaba. Los dejó en un rincón de la estantería de la pared lateral y fue a recoger las bolsas que Ruiz aún no había soltado. Al notar su resistencia, dijo:
-Puede soltarlas, yo las llevo al laboratorio.
Ruiz cedió y lo miró entrar al pasillo. Enseguida lo siguió, y Valverde se dio vuelta, preguntándole:
-¿Necesita algo, doctor?
-Ansaldi me dijo que usted podía responderme una pregunta.
El farmacéutico dejó las bolsas sobre la mesa de disección, las abrió con una trincheta y los perros muertos diseminaron su olor.
-Deben haber estado toda lo noche encerrados…
-En un armario del hotel…-dijo Ruiz.-Anoche los cazaron Ibáñez y Dergan.
-Es lamentable, después de todo lo que hablamos el domingo…
-Valverde –lo interrumpió Ruiz.- Ansaldi debe haberle hablado de mi problema…
-Así es, doctor, la primera vez que me trajo los perros me lo dijo. Creyó que usted, en especial, podría comprender nuestra causa común.
A Ruiz le temblaban las manos. Sentía, además, que su estómago se contraía en espasmos cortos e intensos.
-Me dijo…que usted podra ayudarme a sacármelos de encima.
Valverde era sólo un poco más alto que él, y con el guardapolvo celeste y los ojos verdes, el pelo engominado y las manos callosas por el contacto con los químicos y los cadáveres en formol, lucía mucho más intimidante que la figura esmirriada, de cabello enrulado y cara casi infantil de Ruiz.
Con una mano en un hombro del médico, a manera de gentil amistad, le contestó:
-Déjeme mostrarle algo y le contaré mi teoría.
Lo llevó otra vez al pasillo y se pararon frente a la última puerta. Valverde abrió con una llave y accionó la perilla de la luz. El cuarto estaba llenos de estanterías en las paredes, ocupadas por frascos transparentes, cuadrados, rectangulares o cilíndricos. Casi todos tenían fetos en diferentes estados de gestación.
Ruiz comenzó a caminar entre los preparados cadavéricos. Cada uno tenía su etiqueta con las semanas de gestación, pero sin nombres, por supuesto. En algunos había placentas completas o sólo fragmentos. Así que esto era lo que había estado haciendo todos aquellos años desde su venida del campo, pensó Ruiz. Así era como se ganaba la vida, más que lo que pudiese obtener por la farmacia. Pero estaba seguro que no cobraría mucho por los abortos. Su propia forma de vida desmentía cualquier ostentación de dinero o de lujo.
-Mire, doctor. Usted sabe que la placenta es un tejido de revitalización. Si se cultivan sus células, pueden genera cierto rejuvenecimiento, por lo menos parcial. Bueno, yo diría que podemos hacer algo parecido. Lo que usted lleva adentro, doctor, podría se expulsado por estas nuevas células.
-Pero…
-Ya lo sé, no confía en mis métodos rudimentarios, pero fíjese en los perros, doctor, ¿quién los ha creado?
Ruiz se dijo que debía estar loco para creer en Valverde. Sin embargo, toda aquella situación ahora se le antojaba un largo sueño mientras en realidad el estaba durmiendo en Buenos Aires, junto a su primera novia, Cecilia Taboada. Pero recordó que incluso ella solía recitar poemas extraños que de algún modo preanunciaban todo lo que le estaba pasando: los insectos y los perros muertos. Entonces todo el tiempo y sus circunstancias le parecieron una inacabable espiral que iba sumando objetos y seres vivos, involucrándolo a él en su centro, pero no sabía si la dirección de esa espiral era el cielo o el infierno, ni si estos parámetros eran de algún valor o significado siquiera.
Sintió náuseas, Valverde se dio cuenta. Vio en la cara del farmacéutico una expresión de desprecio e ironía.
-Venga, doctor, sé que lo impresiona todo esto.
Ruiz sintió vergüenza, y la vergüenza lo hizo sentir enojo. Se desprendió de la mano de Valverde, que lo sujetaba de un codo, y salió del cuarto. Se apoyó contra una pared del pasillo y respiró profundo. Se decidió a no vomitar, no quería darle esa satisfacción al otro, pero no estaba seguro de seguir aguantando cuando lo vio acercarse con un algodón embebido en alcohol. Se lo puso bajo la nariz y el olor lo reanimó.
-¿Se siente mejor?
Ruiz asintió con un gesto de cabeza, y salió de la farmacia con paso rápido. Tropezó con una mujer en la puerta, que lo saludó, pero él ni siquiera se fijó en ella. Sólo se dio vuelta para decirle a Valverde que esa noche regresaría para empezar el tratamiento.
23
El hotel pareció deshabitado hasta primeras horas de la tarde. Ruiz había salido de la farmacia antes del mediodía, pero aún no estaba de regreso cuando Walter se levantó. Eran casi las dos de la tarde. Dergan seguía durmiendo, pero no entró en su habitación. Se asomó al cuarto de Mateo por la puerta entreabierta. Ibáñez estaba boca abajo en la cama, con las piernas abiertas, los brazos cruzados bajo la almohada y la cabeza de costado. El niño estaba despierto y jugaba con el cabello de su padre, pero éste no parecía darse cuenta.
Walter entró y se llevó al chico para entretenerlo un poco. El vestíbulo estaba vacío, lo mismo que la recepción. Durante casi media hora le enseñó a Blas a construir aviones y autos con papel que sacó del mostrador. Tenían un tamaño ideal para eso, de consistencia suave pero no demasiado liviana. El membrete con el nombre del hotel era lo menos que importaba a la hora de construir esos avioncitos de papel. No tenía hambre, a pesar de no haber almorzado. Se sentía mejor, y no era un factor de menos el saber que los demás estaban durmiendo, fuera del peligro que representaban los perros, incluso lejos de comenzar un trabajo que ninguno estaba dispuesto a cumplir. El único que no estaba allí era Ruiz, seguramente seguía en el hospital.
Vio entrar a Santos, y se sorprendió, porque no había pensado en él desde que salió del bar en día anterior.
-Buenas tardes, Márquez. Me contaron lo que pasó ayer, ¿cómo se siente?
Walter le dio un apretón de manos, y dijo:
-Bastante mejor, la saqué barata.
-¡Que lo diga, amigo mío! Si viera lo que los doctores hicieron ayer noche cerca de mi negocio. Ya le cuento.
Se sentaron. Blas se acercó gateando sobre la alfombra del vestíbulo.
-¿Y este chiquito quién es?
-El hijo de Ibáñez. A la madre la mataron los perros el sábado.
-¡La pucha…! –se lamentó, golpeándose la frente con la palma de una mano.- Ahora entiendo por qué está haciendo lo que hace. Yo me preguntaba cómo un profesional como él…
-Así es, Gaspar. Se está desquitando, como puede.
-Yo haría lo mismo, supongo, pero de un tiempo a esta parte cada vez me siento más cobarde. No sé si será el haberme asentado como un comerciante, y la verdad es que paso solo casi todo el tiempo, excepto por los clientes, por supuesto.
Blas se paró para apoyarse en las rodillas de Santos. Gaspar lo levantó con manos inexpertas y comenzó a uparlo sobre las piernas.
-Es un hermoso chico, y se parece mucho al padre. Menos mal que es un bebé todavía, casi no debe tener conciencia de lo que le ha pasado.
-Eso creo yo, y es un chico muy tranquilo. Se aguanta todo a pesar de que este hotel es un caos estos días. A veces no comemos ni dormimos, o como ahora, que el padre todavía no se ha levantado.
-Déjelo descansar, que esta noche van a salir de vuelta de cacería. Creo que me voy a unir a ellos esta vez, a ver si despabilo un poco mi coraje.
Santos se reía de sí mismo, y Walter le ofreció tomar algo.
-¿Un café con jerez?
-¡La pucha! Gracias, arquitecto –dijo, buscando al encargado.
-No se preocupe, Ansaldi está en su pieza, creo, no lo he visto desde que me levanté.
Pero en ese momento apareció el sobrino desde la cocina. Llevaba la mano vendada pero tenía buen aspecto.
-¡Manuel! –lo saludó Santos, revolviéndole el pelo. –Me dijeron que te habían mordido…
-Ya estoy mejor, ya casi no me duele.
-¿Y tu tío? –preguntó Márquez.
-En la pieza, mirando su álbum de fotos, como siempre. ¿Quieren que les sirva algo?
-Bueno, si tenés ganas. Traé dos cafés cargados y una copita de jerez.
Manuel se fue y Walter se quedó pensando en el chico. Se veía un poco más alto, con mejor aspecto que antes de ser herido. Cuando regresó con la bandeja y los cafés, le preguntó en broma:
-¿Qué te hicieron en el hospital? Te ves mejor que antes.
-Nada, me curaron la mano. Pero el tío dice que fue por la mordedura de los perros. La saliva renueva las células de la sangre.
Los otros se miraron con una común expresión de burla.
-¿Y vos notás alguna diferencia?
-Bueno, creo que me salen mejor las cuentas y las matemáticas. Yo antes dibujaba cosas, inventos, no sé, pero ahora se me hacen más fáciles.
Le daba vergüenza seguir hablando, y se fue a la cocina.
-Ese Ansaldi es un tipo muy raro. Siempre lo fue.
-¿Y desde cuando lo conoce?
-Creo que desde siempre, ni me acuerdo cuándo abrió este hotel. Es curioso, pero no me acuerdo…
-No importa, es simple curiosidad…
En ese momento entró Ruiz. Venía cabizbajo, distraído, y no se dio cuenta de ellos sino hasta que pasó junto al sofá.
-Doctor Ruiz…
-Buenas tardes, Gaspar. –Miró a Walter y preguntó:
-¿Mejor?
Márquez asintió y quiso saber.
-¿Venís del hospital? ¿Hicieron la autopsia a Alma?
Ruiz lo miró sin contestar, hizo un gesto de desdén con la mano y comenzó a subir la escalera. Oyeron la puerta de su cuarto al cerrarse con brusquedad.
-Debe haber pasado algo…
-Sí, bueno, lo dejo Walter, tengo que atender mi negocio y ustedes tienen problemas que resolver. Hasta luego.-Se fue, despidiéndose de Blas con un beso con olor a jerez y saliva en la barba, que al chico pareció gustarle.
A las seis de la tarde, Walter y Blas estaban en el sofá, dormidos e iluminados por los últimos rayos del sol que descendía detrás de las casas de enfrente. Dergan e Ibáñez bajaron juntos, recién bañados y despejados. Llevaban ropa limpia.
-Mirálos a estos dos… –dijo Mauricio.
Ibáñez levantó a Blas y lo despertó para darle la merienda. Estaba de mejor humor, la cacería de la noche anterior había representado algo nuevo para él, quizá porque era algo que había hecho con sus propias manos para compensar la muerte de Alma. Y la próxima noche que se avecinaba lo haría sentir aún mejor, más fuerte y de ánimo exultante. Walter se despertó y saludó a ambos.
-Me alegro verlos de buen aspecto.
-¿Te dijo algo Ruiz sobre lo perros?
-¿Qué perros?
-Los que matamos anoche, él los llevó al hospital para que les hicieran la autopsia. Así evitan la de Alma. Tendría que haber ido yo mismo, pero estaba molido de cansancio.
-Llegó hace casi tres horas, no me dijo nada sobre eso. Se encerró en la habitación.
Los tres se miraron, pero Mateo fue el único que corrió escaleras arriba y comenzó a golpear la puerta de Ruiz. Los otros lo siguieron.
-¡Bernardo! ¡Abrí!
Durante más de un minuto nadie le respondió. Dergan trataba de calmar a Mateo, pero éste no quería.
-¡Abrí, hijo de puta! No tendría que haberte hecho responsable a vos, justo a vos, traidor de mierda!
La puerta era de roble macizo, y apenas se oía el golpe insistente de Ibáñez. Blas se había puesto a llorar, y Walter se lo sacó al padre y lo llevó abajo para calmarlo.
-¡Pará un poco, querés! No te adelantés sin saber…-decía Dergan.
-Pero no te das cuenta, se esconde porque sabe que nos traicionó. Quién sabe qué hizo con los perros…-Pensó un instante y se golpeó la frente contra la puerta- ...Seguro se los llevó a Valverde. ¡Abrí, Bernardo, abrí que te rompo la cara!
Mauricio empezó a tirar de Mateo para apartarlo de la puerta.
-Entonces vamos a ver a Ansaldi, que fue el que le metió esas ideas…
-Primero voy a cagar a trompradas este que se decía amigo nuestro, después me encargo del viejo…-y volvió a golpear.
Pero entonces oyeron la llave de la puerta, luego el picaporte se movió. Como fue tan repentino, Mateo no intentó empujar. Dejó que Bernardo abriera, y lo vieron allí parado, completamente desnudo, los rizos cortos mojados no de una ducha sino de transpiración, los ojos llorosos. Pero sobre todo lo que los sorprendió fue ver la figura esquelética de Ruiz, las costillas salientes, el abdomen plano y estrecho, los huesos de la pelvis sobresaliendo como los extremos de un arco. Sin embargo, el abdomen se movía, como si Ruiz tuviese la habilidad de mover voluntariamente sus intestinos, en la forma de pequeños movimientos o brotes que levantaban la piel y luego cedían. Bernardo se llevaba las manos al vientre, frunciendo la cara como si el dolor fuese ya insoportable.
Dejó la puerta abierta y se acostó en la cama. Los otros le preguntaron qué le pasaba. No les contestó, qué podía decirles sin hacer que pensaran que se estaba burlando de ellos o se había vuelto loco.
-¿Qué te pasa? ¿Qué son esos espasmos?
-Nada que puedas evitar, Mateo. Ya se me van a pasar. Hay épocas que me sucede más seguido.
Dergan e Ibáñez se miraban sin comprender.
-¿Pero estás seguro?
Ruiz movió la cabeza contestando que sí.
-Dejanos solos, Mateo –le pidió Mauricio.
Ibáñez empezaba a irse cuando escuchó que Ruiz le decía:
-No fui al hospital.
Ibáñez se dio vuelta con ira, pero al ver aquel cuerpo débil y desnudo en la cama no pudo decir nada y salió. Mauricio se sentó en una silla junto a la cama. Sospechaba que su amigo le estaba ocultando alguna enfermedad grave, quizá terminal. Le rogó que le contase. Ruiz se decidió a decirle todo lo que le había sucedido en Le coer antique.
Dergan no esperaba ninguna explicación semejante, pero de alguna forma sabía que Bernardo no le estaba mintiendo. Más que las palabras, el cuerpo de Bernardo Ruiz se estaba confesando con el evidente y peculiar parecido, con esa extraña manera en que el cuerpo de un hombre simula, aunque lejanamente todavía, la figura de un insecto.
24
A las diez de la noche, Ibáñez estaba listo para salir. Mauricio todavía cargaba su arma en silencio. No quería explicarle a Ibáñez lo que realmente le pasaba a Ruiz, aunque fuese la única manera de justificar lo que había hecho. Se limitó a oír los reproches y la furia de Mateo.
-Llamé al hospital, le hicieron la autopsia a mi mujer. ¿Te das cuenta? La abrieron toda –dijo, aferrando el rifle y la mirada perdida en la puerta de calle. -¡Apuráte, querés!
Se quedó en silencio un rato, esperando que Dergan terminara de vestirse y comiera algo antes de salir. Luego murmuró:
-Primero los perros, después Valverde y el viejo, por último nuestro querido amigo Ruiz.
Se dio cuenta que Mauricio lo estaba mirando.
-No me pongás esa cara. Si se está muriendo mejor para todos, le haré un favor rematándolo como a un perro.
Mauricio tenía miedo de salir de cacería con Ibáñez. Ahora era un hombre más peligroso para su propia causa que a favor de ella. En ese momento entró Santos.
-Buenas noches. Yo los acompaño hoy.
Llevaba vaqueros y una campera de cuero negra, el pelo engominado y un palo de madera maciza.
-Con esto maté un par de perros hace unas semanas. No me dejan portar armas de fuego, pero esto puede ayudar, si me permiten.
Dergan le dijo que sí, que estaba bien. Se sentía mejor con otra persona en caso de que tuviese que controlar a Ibáñez.
-Afuera están lo muchachos Benítez. Quieren acompañarnos, pero les dije que tenían que pedirles permiso a ustedes.
Dergan estuvo de acuerdo, Santos miraba a Ibáñez, que nada le contestaba y miraba con obstinación hacia la puerta. Entonces se sorprendió de escucharlo decir.
-¿Estás listo Dergan, puto de mierda? O querés pintarte y ponerte polleras para salir. Vamos a matar, no a dejarnos culear por los malditos perros.
Walter sostenía a Blas, que terminaba de cenar. Ansaldi se había asomado desde su pieza. Ruiz bajaba por la escalera, con un pantalón vaquero y el torso desnudo. Fue como si Mateo lo hubiese escuchado pisar la alfombra gastada pero todavía mullida de los escalones, como si sus oídos hubiesen adquirido la agudeza de un cazador experimentado. Se dio vuelta para mirarlo a los ojos, y su silencio fue más hiriente que cualquier insulto que hubiese podido inventar.
Salieron a la calle. En la esquina se encontraron con los Benítez. Se saludaron con un apretón de manos, como si no hubiese diferencia de edades o profesiones. Sólo eran cinco hombres que salían de caza, y en lugar de un bosque o una selva, era una ciudad. Pero la oscuridad en esas calles suburbanas casi es la misma que en un bosque cerrado iluminado sólo por la luz de la luna. Aquí, las luces de los porches eran como luciérnagas, y las luces de mercurio pequeñas lunas con envoltorios de vidrio.
Ibáñez había tomado por propia iniciativa el mando esa noche. Mauricio no se animaba a contradecirlo, temía que la furia destinada a los perros se dirigiera a cualquiera que se interpusiese en su camino.
Esta vez, fueron en dirección contraria a la de la noche anterior. Caminaron cuatro cuadras sin hallar rastros de perros. Cuando iban a seguir un poco más, se detuvo un auto a mitad de cuadra. Era un Fiat 600, blanco, y Santos reconoció enseguida a Rodrigo Casas.
-Gaspar –dijo el panadero.- Como me dijiste que hoy salían, vine a avisarles. Esta tarde, cuando fui a cobrarle el alquiler a las Cortéz, escuché ruidos en el almacén de Costa.
-Ya lo revisamos ayer –dijo Mauricio.
-Pero a lo mejor ayer no estaban, cambian de lugar muy seguido…
-Gracias, vamos para allá.
-¿Puedo hacer algo?
-¿Tiene arma? –preguntó Mateo.
-Solamente el palo de amasar –se rió, y los demás lo festejaron.
Pero Mateo permaneció serio y se alejó.
-Entonces mejor no –dijo Santos.-No queremos que haya más heridos, pero gracias por la información.
Casas arrancó y ello siguieron a Ibáñez. Cuando llegaron al almacén, acercaron el oído a las puertas y ventanas clausuradas. Uno de los chicos dijo escuchar llantos de cachorros. Aunque los demás no oyeron nada, decidieron entrar. Buscaron en la vereda algo de metal para arrancar las maderas de la puerta. Luego, levantaron la cortina vieja y oxidada. Santos iluminó el interior con la linterna, mientras Ibáñez y Dergan apuntaban. Los Benítez esperaron unos metros atrás, con las ondas preparadas.
Salieron algunas ratas, pero sobre todo un olor a mugre y alimentos podridos. No pudieron levantar la cortina mucho más de cincuenta centímetros, así que Dergan, empujando a Ibáñez, se agachó y entró al almacén. Mateo lo siguió y Santos fue tras él. Los chicos, por más que querían, no se animaban a entrar. Por suerte, Santos les dio un motivo para permanecer afuera:
-Vigilen, por si aparecen los canas.
Se quedaron en la puerta, sospechando de cada luz y de cada auto cuyo motor escuchaban aún de lejos.
Adentro, los tres hombres avanzaron despacio, pisando con precaución por los vidrios o metales que pudiera haber. La linterna apenas alumbraba un sector no mayor a un metro, y no era suficiente distancia por si aparecían los perros. Sólo Santos recordaba el interior del almacén, y aún así en la oscuridad y el abandono no logró ubicarse bien.
-Allá al fondo estaba el mostrador, y a la derecha un pasillo que llevaba a las habitaciones.
-Los perros deben haberse escondido ahí para dar a luz. Vos quedate en la entrada del pasillo –le dijo Ibáñez a Dergan.- Si escapan, les disparás. Nosotros buscamos adentro.
Mauricio los vio desaparecer. El haz de la linterna desapareció tras una pared, y ya no vio más que oscuridad. Escuchó el paso de sus amigos, arrastrando las suelas por el piso cubierto con múltiples capas de polvo y tierra. De afuera le llegaba el rumor de la calle, que por más leve que fuese, representaba un alivio. Sobre todo el aire fresco combatiendo la humedad del almacén que empeoraba el malestar de su tobillo.
Oyó, de pronto, los gritos de los chicos. No alcanzó a entender qué le decían. Era algo malo sin duda, porque había un tono de angustia en sus voces, que se fueron alejando con el jadeo de quienes escapan corriendo. Entonces escuchó los motores que se detenían en la puerta del almacén. Sabía que era la policía. Quién podría haberles avisado, se preguntó. Casas, ni pensarlo, tal vez Ansaldi, o el propio Ruiz, aunque le hacía mal a su alma tan solo pensarlo capaz de eso. Pero lo más probable fuese que aquel tipo con la moto de la noche anterior haya sido el verdadero responsable.
Corrió en lo oscuro, tropezándose con obstáculos que él no veía, sillas, mesas, botellas. Sabía que todo aquel ruido no haría más que indicarles a los milicos por dónde se escapaba. Pero no tenía más alternativa que avisarles a sus amigos que huyeran, pero por dónde se preguntó. La única salida estaba bloqueada. Llamó en voz baja. Abrió un par de puertas antes de encontrarse con Ibáñez y Santos, que estaban parados mirando algo en el fondo de uno de los cuartos. La luz estaba débil, ni siquiera habían tenido la precaución de revisar las pilas antes de salir.
-¡Los milicos! ¡Vamos! –les dijo.
Pero ellos no le hicieron caso. Entonces dirigió la mirada hacia el mismo lugar que ellos, y vio los cuerpos de cuatro hombres desnudos, con la piel llena de piquetes y quemaduras, las caras casi irreconocibles cubiertas de sangre y heridas, las cabezas rapadas, y las manos atadas a la espalda. Escuchó el ruido que los chicos habían oído desde afuera, un llanto parecido al gemido de animal abandonado y moribundo. Venía de alguno de esos hombres, pero era imposible saberlo porque las bocas tenían los labios hinchados y todos parecían iguales.
-¡Vamos! ¡¿Por dónde salimos, Gaspar?!
Santos lo miró y pareció darse cuenta recién de los que Mauricio le pedía. Desde el almacén, se escuchaba el ruido metálico de la cortina al ser abollada, y luego los pasos de las botas sobre el piso.
-Dejáme pensar…Costa tenía una salida por el fondo, hacia la casona.
Los tres salieron al pasillo y vieron las linternas que se acercaban. La puerta del fondo no estaba clausurada, pero el óxido había estropeado la cerradura y las bisagras. Ibáñez disparó a la cerradura dos veces, y la puerta se abrió. Se encontraron en el jardín de las Cortéz. El pasto estaba húmedo, y los perros ciegos los recibieron.
Los animales se estaban peleando con los otros perros que vivían allí, así que no les hicieron caso al principio. Dispararon al aire para apartarlos, pero fue otra mala decisión de esa noche. Los perros ciegos ahora estaban advertidos de ellos, así que dejaron a los otros, que escaparon para esconderse en el depósito del fondo. Y buscaron a los hombres.
Dergan e Ibáñez les apuntaron, Santos se metió entre ambos con el palo preparado. Avanzaron hacia la casa con lentitud. Desde el almacén, aparecieron los policías. Alguien abrió la puerta de la casa y se escuchó la voz y la música de un tocadiscos reproduciendo la última danza de Moussorgsky, la que habla de la muerte como un mariscal de campo recorriendo el campo de batalla.
-¡Por aquí!- dijo una voz de mujer.
Miraron hacia el porche y vieron a María Cortez haciéndole señas para que se metieran.
-Tenemos una sola oportunidad –dijo Mauricio. –Corramos lo más rápido que podamos.
Desde la calle, llegaban más perros blancos.
-Dios mío –murmuró Santos, y su palidez se hizo tan evidente que ambos tuvieron que sostenerlo de los brazos y correr con él hasta la casa. Pero entonces escucharon un disparo, e Ibáñez sintió que el peso que cargaba se hacía ahora el doble. Estaban sobre los escalones del porche, él y Santos, pero Dergan había quedado tirado en el jardín. Miró hacia el almacén, pero los policías ya habían vuelto a entrar. Fue adonde estaba Mauricio. Le dio vuelta y miró su cara de ojos abiertos y sin expresión. A su alrededor, los perros, más de diez, lo amenazaban con los colmillos afuera y babeando una saliva amarillenta. María Cortez ayudó a Santos a levantarse y ambos entraron a la casa. La puerta se cerró. Y por un momento, Ibáñez creyó que ya ningún techo lo aceptaría, que ninguna puerta lo protegería del peligro y del terror que había visto ya dos veces en dos días.
Miró a los perros que lo rodeaban, esos perros que sabían observarlo con más agudeza con su olfato y sus oídos de lo que él, capaz de toda la potencialidad de sus ojos, habría alcanzado a ver en toda su vida. Porque los perros eran algo más, formados allí en círculo, casi uniformados con esa esbeltez de su pelo blanco en sus cuerpos robustos. Y más allá de la verja, llegaban más, uno tras otro, mientras se escuchaban sirenas en la noche. Coches que probablemente llegarían muy pronto para llevarse todos los cuerpos, los del almacén y los de ambos. El de su amigo el veterinario y el suyo propio, que pronto estaría entre los colmillos de los perros, siendo tironeado y desgarrado como una presa en una pradera africana.
Entonces escuchó la voz de Ruiz. Levantó la vista y vio la figura débil y esmirriada de Bernardo portando una especie de antorcha para espantar a los perros a su paso, pero no pudo ir más allá de la verja.
-¡El rifle! –oyó que le gritaba.
Pero él no pudo entenderlo por encima de los ladridos. Ruiz volvió a gritarle mientras amenazaba con la llama a los perros que intentaban acercársele. Mateo vio el arma de Mauricio, la agarró y la arrojó hacia el jardín. Algunos perros corrieron hacia allí, los animales olisquearon el arma y regresaron a donde ellos estaban.
Bernardo saltó la cerca y casi dejó caer la antorcha, pero la sostuvo a tiempo y espantó a los perros que no dejaban de amenazarle. Luego la soltó y de inmediato agarró el arma. Comenzó a disparar casi con más pericia que Dergan. Apuntaba y disparaba sin fallar un solo tiro, y cuando los primeros perros comenzaron a caer, los otros se asustaron y huyeron. Sólo algunos se quedaron dando vueltas por el jardín sin saber por dónde escapar. Saltaban sobre los otros perros muertos, se chocaban contra las paredes de la casa o el almacén, contra la cerca. Ruiz volvió a disparar, parecía dispuesto a no dejar ninguno vivo. Pronto el jardín quedó cubierto de cadáveres, y Mateo, contemplándolos, sintió que ahora sí podía escuchar la canción que llegaba desde la casa claramente. La música rodeaba a Bernardo mientras hacía los últimos disparos y caminaba entre los cuerpos para comprobar si alguno continuaba vivo, como un mariscal de campo, vencedor.
Mucho más atrás, en la calle, estaba Ansaldi. La cara le brillaba por el sudor, y jadeaba como si hubiese llegado corriendo. Se veía más viejo, y Mateo pensó que era como ver a un hombre acabado ya hace mucho tiempo, mientras miraba aquella matanza, aquel sembradío de perros que de algún modo incierto y absurdo, constituían su descendencia.
Bernardo llegó adonde estaban sus amigos. Se arrodilló junto al cuerpo de Mauricio, y le cerró los ojos. Miró a Mateo con pesadumbre, e Ibáñez vio que estaba llorando, con la frente arrugada y la boca caída como si su cara fuese la de un muñeco antiguo que se hubiese deformado por el calor del fuego y las armas. Mateo creía que lloraba por Mauricio, pero también lo hacía, aunque Mateo aún no lo supiera, por lo que acababa de sacrificar. Lloraba por ambas cosas, seguramente, y también por lo que había descubierto esa noche, la temida inconsecuencia de cada muerte y la insobornable decrepitud del mundo.
Castelar
Mayo 2007- Diciembre 2009
Ilustración: The bad doctors (James Ensor)
ISBN 978-987-729-357-9