lunes, 21 de noviembre de 2022

Disquisiciones sobre la nada

 





1

 

El todo y la nada.

     La cara de Dios estimulando las facciones expresivas de los átomos que yacen en la superficie íntima del caos. El caos como un desorden envidiable, subrepticiamente enjaulado en los cánones diversos del mundo actual: los trenes circulando a lenta velocidad entre vagabundos desquiciados, niños drogados por pegamentos de calzado, mujeres envueltas en los insobornables vahos de los fluidos del hombre: baños perpetuados en oscuros rincones, tras los muros inconscientes de la corrupción acaudalada, hecha jirones de billetes falsos y envuelta en capas de oro por la luz de los medios periodísticos y espectaculares: los conductores de televisión, las prostitutas que bailan, los travestis resignados, los hijos sin padres abandonados en hospitales sin médicos verdaderos, sólo fraudes, diplomas falsos, y ni siquiera eso, únicamente hombres y mujeres vestidos como actores, malos actores que interpretan su papel a la perfección. Actores que hacen de malos actores, interpretando personajes que se alejan de ellos mismos tanto como la luna del sol. Tan cerca y tan lejos, nunca encontrados, siempre vistos por testigos desde la superficie irregular de la pesadumbre y la desesperación.

      La nada es un orden. En su exquisita frialdad se parece a la luz eterna de la mañana. La luz que apenas nace se establece encegueciendo con su tiranía los ojos madrugadores que se abren sin una alarma, acostumbrados, sumidos en la impasibilidad de una inocencia incorporada, o en la tenue descomposición de la ira cotidiana. Un insulto se traduce en cabisbajos rasgueos de guitarra con las cuerdas hechas de cabellos enlazados sobre las sábanas. Cabellos de mujer sobre cabezas amortajadas por almohadas secas de ideas y húmedas de saliva y semen. Cabellos de hombres, ralos y escasos, pero abundantes agujas de pino de todos los colores segregados de las barbas y el pubis.

     Pero son ellos los que, sin querer, rasguean con dulce armonía el vello de su pecho, sacando tiernas melodías matutinas de perdón y resignación. Breves diásporas que nacen del tórax masculino, como corazones que se arrastran desde la oscuridad de las noches en que gastaron sus latidos suspirando por mujeres imposibles, desfalleciendo sus cuerpos sobre mujeres posiblemente exactas a sí mismos. Escuchando palabras y voces provenientes de los temibles antepasados del tiempo, corazón tras corazón, o voces tras voces, o muros tras muros.

      Dicen que tras las paredes hay siempre algo, pero yo he visto el vacío. La nada se concentra como un olor para la débil percepción humana. Lo visto es engañoso, lo palpable imposible si no existe, lo audible siempre tiene un rasgo distorsionado de verdad, el sabor de las paredes puede a veces acercarse tímidamente a la irreconstruible sensación del poder y la frialdad: únicos elogios ponderables a Dios. Pero el olor casi siempre, sino siempre, es un indicio débil pero cierto de lo que se esconde bajo toda superficie, aún cuando sea la superficie invisible del aire y de la nada.

       Sombras escondidas a plena luz del mediodía bajo las aureolas del sol sobre las calles y edificios de una ciudad cualquiera, la tuya, la mía, la ciudad donde Jesús y Abraham han nacido para liberarnos de los faraones o de los mercaderes de la muerte. Sombras perpetradas desde negros callejones donde las putas nacen de los adoquines, elevándose como estatuas de diosas incomprendidas, feas de nacimiento y embellecidas con cada gota de semen, con cada gota de saliva, con cada golpe y palabra esbozada desde los resabios y restos de una cultura hecha ruinas tras las costillas de los hombres. Niños que han desarrollado sus músculos perpetrando crímenes, vaciado sus pulmones con cigarrillos de alcohol sobre bocas tan carnosas como los cuerpos de las musarañas.

      En todas las paredes que ocultan la nada está Dios, como vigía, como empleado de seguridad ad-honorem, ya que es su propio jefe. Sin horarios fijos, no se ausenta ni para disfrutar de una levísima comida de aire y amor, de odio y pesadumbre, de cuerpos muertos que ascienden de un lado y descienden del otro de aquellas paredes. Los empleados que él no paga, le traen el alimento, los muertos y las almas que se arrastran en carretillas desde que la rueda fue inventada, porque antes los muertos no eran ultrajados, sólo puestos en las copas de los árboles, sobre las rocas del desierto, arrojados al mar, o simplemente dejados a la intemperie para el trabajo de las moscas.

      Moscas como dioses.

      Moscas y dioses compartiendo, a regañadientes, los tesoros del abismo.

    

 

2

 

Otras interpretaciones nos dan la idea del vacío como un todo. Ni aire ni átomos comprobados con las subsecuentes teorías del conocimiento, tan abstracto al fin de cuentas como un sentimiento, como lo invisible, como lo no concreto. Algo diametralmente contrario a la muerte, que para muchos es sólo comprobable en forma directa a través de un cuerpo muerto: pero qué más concreto y falto de necesidad de corroboración que la podredumbre de un cadáver, que el dulzón aroma de la carne envuelta en hongos y gusanos, los huesos endebles de la carroña y la mirada plena de nada, la ausencia absoluta que ya no merece llamarse ausencia, sino no-existencia, donde hasta la palabra, célula humana, donde hasta el pensamiento y la energía vital de lo que llamamos vida, alma, o como todas las religiones o pensamientos quieran denominarla, es algo tan sutilmente estúpido de mención, que es un mismo insulto para el cerebro del hombre el siquiera considerar una palabra o un pensamiento para lo que no existe.

     El todo, entonces, es la nada.

     El todo consume cada una de las existencias pasadas y futuras, porque el vacío que ahora llamamos el todo comparte con la nada la falta de la cronología temporal. Aquí hay tiempos simultáneos, por lo tanto ni siquiera deberíamos estar hablando del tiempo, ya que nuestro concepto es una sucesión de etapas, y en el todo hay una suma, por llamarla de alguna manera cercana a la comprensión humana, de todos los tiempos. Si la suma da un resultado final, está más allá del entendimiento, incluso de la intuición. Tan lejana como la misma idea de Dios.

      Por eso es que recurrimos a Dios tan frecuentemente. Dios como la suma de los tiempos, o la totalidad de los tiempos, o tiempos sumados y restados unos a otros sucesiva y constantemente, de la más variadas e infinitas maneras del álgebra y del azar, llevando en sí mismo el número cero, el círculo perfecto cuyo perímetro contiene un número infinito: la muestra, la pizca que el cerebro del hombre ha descubierto como la punta de un iceberg que pronto se ha hundido llevándose los secretos de su origen y su muerte. El número Pi, el 3, 14666… eternamente.

       Y si Dios es un maestro de matemáticas, no sería irrelevante considerarlo un genio de la enseñanza. Merecería estar como un busto esculpido por los niños de primera infancia sobre metal dorado, bronce quizá, o cobre, más maleable para esas tiernas manos, en el patio de todas las escuelas, sin distinción de credos ni razas.

     El tiempo sin tiempo, el todo como la simultaneidad, palabra bella como regalo de Dios, como concesión de Dios, para acercarnos a la tranquilidad de alma que nos trae la comprensión, por lo menos la leve cercanía del engañoso concepto de comprensión. El cerebro humano: qué gran fraude, qué gran actor, qué gran Falstaff merecidamente interpretado no por un Olivier de sus mejores tiempos, sino por Ustinov, tal vez, o simplemente por el incontrolable arlequín que los ángeles interpretan a su inmejorable medida: los ebrios moluscos de la vida moviéndose en las playas, escapando de las olas, de los albatros y gaviotas, de los perros y los hombres-niños.

      El cerebro que ha creado la nada y le ha dado un nombre para calmar esa temible inquietud que él mismo ha inventado para su propia condena.

     La nada llena de todo.

     Cada acto como una condena cuya sentencia se cumplirá en ese lugar del tiempo y el espacio. Pero del espacio, otra nadería, otra muerte en vida creada por el mismo incorregible cerebro, hablaremos después. Cuando mi mente esté dispuesta, más calma, más serena, en la contemplación del equilibrio yacente tras los ventanales de mi cuerpo, mi refugio, mi casa mortuoria, mi tumba y mi hogar.

 

 

3

 

Si la nada está tras las paredes, nos preguntamos entonces si hay un espacio, un lugar, donde ubicar el vacío. Si consideramos que la nada, por su propio concepto, no se trata de “una nada” en particular, sino de la nada absoluta, ésta misma definición no concibe otra existencia que ella misma.

      La nada no tolera otra cosa que la ausencia de todo, incluso de la ausencia, ya que esta última palabra, como palabra, tiene un peso propio, un espacio ontológico en la existencia. Ni tampoco debería tolerar que se la nombrara de tal manera como “nada”, como un ente que rechaza su nombre y a todo el que quiera nombrarla. Entonces, si la nada particularizada es un fenómeno de la conciencia humana, y la nada absoluta una necesidad del universo como tal, nada existe.

      Si nada existe, quién es el que me ha creado, quien me ha dado la idea de la existencia de la nada.

     ¿Es dios, tal vez, la única criatura que tolera todos los exámenes, que está más allá de todos los razonamientos, y se requiere, como del último átomo de oxígeno, para explicar la existencia de lo que ya no puede comprenderse: la nada, el vacío?

     No es Dios una explicación, tampoco, quizá una criatura, una mente que piensa la nada como un mecanismo que se alimenta a sí mismo. Digamos como una serie infinita de agujeros negros que se van consumiendo a sí mismos unos a otros, devorándose sin inquina ni necesidad alguna, sólo como una rutinaria hecatombe silenciosa dentro de los innumerables planos dimensionales en que nuestra mente nos permite tolerar o comprenderlo.

     El cerebro humano es un método, una serie abarcadora de fenómenos que necesitan ser racionalizados para que la locura no se apodere de él. Actuarían del mismo modo, con o sin locura, pero no seríamos personas sino cosas, animales. El pensamiento es el regalo de mayor filo otorgado por la primordial entidad al hombre: paz y guerra al mismo tiempo, gobierno teocrático y democrático simultáneos, con la premisa ideal de la anarquía.

      Si cambiamos el punto de vista, la nada abarca al todo. Si todo existe, incluso la nada, entonces tenemos un equilibrio de existencia separadas por hiatos, como pausas en una grabación musical. Silencios necesarios para reordenar el caos provocado en nuestra mente por el ordenado desorden de las notas, enloquecidos por los sentimientos que han hecho surgir por uno momento. El universo sigue, por lo tanto, la lógica armoniosa de la mente humana.

      Espacios son límites, paredes o muros, cercas, alambrados, ligustros o fila de árboles, rejas electrificadas o no, vallas con ametralladoras, barreras de simple madera carcomida de humedad, fila de bolsas de arena, trincheras, arcos elevados, perros vigilantes, serenos viejos y cansados, niños que por casualidad juegan a la pelota sobre el filo de aquella frontera. Mirando a uno y otro lado, como espectadores de un partido de tenis, mientras juegan su propio juego de delicado equilibrio con un balón más pesado de lo que ellos piensan. Niños como hombres que no deberán dejarlo caer, porque de eso dependerá cuándo y cómo pasarán el resto de sus vidas.   

     Hay quienes viven en una continua estación de pasaje, otros eligen desde muy temprano. Estos últimos son los peores jugadores, los nacidos sin habilidad ni destreza, los llamados por la primera fuerza que los ha hecho tambalearse y perderse en los abismos insondables a cada lado de la línea: la piedra de estoque de la existencia, o el negro vacío silencioso y helado de la nada.

 

 

4

 

Pero me pregunto si el vacío es lo mismo que la nada. El vacío contempla un espacio, una comparación entre una presencia y una ausencia, algo que está afuera y no está adentro. A veces, la presencia está en el centro, rodeada de un vacío que sí, ahora, podría denominarse nada. Sin embargo, cuando el núcleo es un vacío, dónde está la esencia de tal existencia. Porque las paredes son solamente paredes, cualquier material que la formen, aún cuando los ladrillos sean del material óseo de los dioses, huesos del Dios judío y carne del Dios cristiano.

     El cuerpo, por lo tanto, es una buena comparación. Hay órganos huecos, pero solamente se trata de vacíos virtuales, paredes que colapsan cuando se hallan sin contenido, preparadas para expandirse hasta cierto volumen, no más allá, bajo riesgo de estallar como el bing-bang que dio origen al universo, según dicen.

      Tal vez, hace tanto tiempo, el cuerpo de Dios estalló de esa manera, y dio origen a todo lo que existe. Digo bien, lo existente es todo. Aún en el vacío del universo entre las estrellas y planetas, hay una existencia que puede ser definida de inmensurable, por más que el hombre viva muchos siglos aún y el conocimiento llegue a niveles no imaginados por nosotros los contemporáneos.

      Del todo, surgió la nada, fraude de los sentidos, como cuando vemos la médula vacía de un hueso roto: la sangre ha escapado, vertido en los cauces y ríos del aire, los lechos y cunetas por donde los fluidos se dirigen hacia el mar siempre incomprendido.

      La tierra es un mar, y el cuerpo vuelve a ella.

     ¿El alma existe? ¿Es ella la nada o el todo?

     Si el cuerpo alterna entre estados de vigilia y sueño, si pasa de la nada al todo, de la ausencia a la presencia en un equilibrio tan vertiginoso, tan intolerable que ha sido necesaria la construcción de un universo tan vasto y complejo, cómo dedicarnos a hablar del alma sin caer en peyorativos conceptos pasados de moda. Volver a las religiones no es la respuesta, regresar al paganismo es una especie de serena evasión que dura tan poco como la vida de una brizna de hierba.

      ¿Me basta con sentir el amor de una mujer en sus caricias? Sin duda es un irremediable consuelo ante la duda existencial. Pero, ¿es únicamente un consuelo o la punta del iceberg de la secreta respuesta?

     Libros como puntas de lanzas en bosques repletos de animales furiosos que nos persiguen, sin descanso, día y noche. Jornadas de eternas cacerías donde somos víctimas nunca atrapadas y siempre en fuga. Condenadas a la ira y el miedo eternos.

     Manos como filos de cuchillos para rasgar la tierra y las plantas, pero herir la piel de los animales peligrosos, para quebrar los lechos de los ríos y abrir las aguas envueltas en moléculas de sangre.

     Pulmones como fuelles resonando en medio de los pasos y corridas sobre la hojarasca, bajo la cual yacen otros cadáveres, antiguos como las estrellas que ya han dejado de brillar en nuestro cielo terrestre.

      En cuclillas sobre la orilla de un río brumoso y torrencial, a oscuras en la noche, sin estrellas en el cielo helado y vacío, tan parecido a la nada, tan parecido a la ausencia sin respuesta ni posibilidad alguna de llenar, porque no hay nada a mano.

     Sólo el miedo, última e invencible boa sobreviviente del caos del principio de los tiempos. Ansiosa, insaciable, y a veces tierna en la suavidad de sus escamas, como una madama de pueblo chico, tras un mostrador junto a la entrada del prostíbulo, cobrando el precio de la eternidad por una noche, y la estéril promesa de una resurrección en el muerto útero de la nada.

 

 

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