lunes, 21 de noviembre de 2022

Prólogo de "A la sombra del pensamiento"

 I

 

 

La necesidad de hablar y comentar sobre autores y literatura en general va creciendo a medida que la lectura se alterna con la escritura, ambas dándose en realidad simultáneamente, alimentándose una de la otra. Sirviéndose de modelo y de parámetro. Uno escribe el tipo de literatura que le gusta leer, sea por la temática o el estilo, pero también están aquellas lecturas de las que se disfruta explorando y también criticando. El placer no está solamente en leer lo que nos agrada, sino en descubrir los errores de los mismos autores que admiramos. Porque llega un momento, en el proceso del aprendizaje literario, en que cada uno se da cuenta que no hay desilusión que haga decaer la admiración, sino la aceptación tácita de que cada escritor es nada más que un hombre que a veces ve más que los otros hombres, por eso escribe, pero muchas veces también ve menos que ellos.

     Esto, entonces, es parte de la escritura, así como el odio y el amor forman un mismo entramado en la narrativa y la poesía, el ensayo y la dramaturgia, incluso y especialmente en la antropología o las ciencias humanísticas. Quiero decir que la temática de la literatura es tan variada y ambivalente como los recursos de los que los escritores disponen para desarrollarla. Los instrumentos son nada más que técnicas, y el talento es tan efímero y variable en su conducta como el ser vivo más endeble que pueda ser imaginado. El momento de la escritura representa un eslabón muy fuerte en el proceso creativo, un eslabón que nada podrá romper de ahora en más cuando ha sido logrado con el mayor arte. Cómo captar ese instante otra vez, nadie es capaz de decirlo con certeza. Hay escritores de profesión, hay escritores que escriben para el mercado, hay escritores que escriben para sí mismos exclusivamente, y en todas estas variantes hay buenos, malos y mediocres escritores. El resultado está en la buena o la mala literatura.

     Un gran escritor y un gran maestro me enseñó desde muy temprano que sólo existen dos categorías: la buena o la mala literatura. Es cuestión de tiempo y de principios distinguir ambas para aprender a escribir con corrección, con oficio y con alma. El estilo es un tema de tiempo y de práctica, pero sobre todo de talento. Puede aprenderse a escribir, y hasta lograr un cierto estilo que llegue a parecerse al de muchos otros, pero la verdadera distinción está en la primera frase de cualquier cuento, novela o poema. Esa entonación que nos dice que conocemos al autor, que incluso nos permite adentrarnos en un mundo particular creado por un clima, una música del lenguaje, un saber decir las cosas que definen personajes y situaciones con muchas o pocas palabras, pero de un modo que penetra la intelectualidad del lector hasta meterse en su corazón. Un poema conceptual puede conmovernos tanto como una prosa llena de música y emoción. Lo crudo y frío puede movilizar nuestros sentimientos tanto como la página de una nostálgica y romántica epopeya.

     La Odisea de Homero, Absalón Absalón de William Faulkner, cualquier poema de Alberto Girri, una novela de Eduardo Mallea o el David Copperfield de Charles Dickens, por mencionar unos ejemplos paradigmáticos para mí, tienen en común la calidad y la destreza, la eficacia y la sinceridad, la intensa profundidad de una búsqueda fructífera, que ha hallado una veta de oro en la emoción humana, sirviéndose para ello de una técnica madurada con errores y triunfos en cada página que las ha precedido en el tiempo. Si hablamos de ciencia ficción, por ejemplo, es difícil crear el clima verosímil que requiere una especulación científica, y no me parece un recurso válido el saturar al lector con datos científicos para explicar o excusar la ineficacia del autor para crear su historia. Creo que el escenario futurista es sólo un escenario más para contar una historia de hombres y mujeres, con todo lo que ellos implican, obviamente, conflictos, sentimientos, psiquis y relaciones interpersonales. La muerte y la vida, el misterio de por qué estamos en este mundo, son siempre los mismos temas que aún no han sido resueltos. Por eso me agrada la literatura de Ray Bradbury y James Ballard, incluso la de Roger Zelazny y de Brian Aldiss con sus exacerbadas imaginerías que no descartan la poesía. Porque el lenguaje es lo único que valida a un autor, finalmente. Veamos sino a Juan Carlos Onetti, por ejemplo, donde el lenguaje ahonda allí donde la historia parece demasiado tersa para ser real.   

      Hay escuelas filosóficas que se basan en la interacción del hombre con la naturaleza como base fundamental, y no es una relación conflictiva sino casi una comunión y una complicidad. La curiosidad por el conocimiento, las características no habituales de resistencia a ciertos elementos del ambiente, el temperamento extraño y aislado son las características principales de un buen personaje literario.

 

 

II

 

      Es interesante cómo el conocimiento puede llevar a la sensación de omnipotencia.  Crear vida es una tentación demasiado atractiva para poder evitarla, pero los resultados son siempre parciales, incompletos. Y lo incompleto en la naturaleza se emparenta con la monstruosidad. El tema de un relato clásico, como las múltiples variaciones del mito de Prometeo, más inspiradas en realidad en el personaje de Mary Shelley, son representativas de las inquietudes que inspiraron a la literatura en general: la imposibilidad concreta de ir más allá de lo que nos muestra la anatomía. El gran tema continuamente repetido es la búsqueda de una prueba, no sólo de la existencia de la vida más allá de la muerte, sino de que lo vivido y visto alguna vez pueda volver a ser experimentado. Recuperar el pasado, la infancia como un lugar donde éramos mejores y menos culpables.

      El conocimiento no siempre trae mayor sabiduría, porque a veces nos hunde en el aislamiento, y nos hace tan escépticos, que recuperar la sensibilidad hacia quienes nos rodean es un trabajo que puede volverse imposible. Es ahí cuando el autor debe crear las situaciones de lugar y tiempo, hechos referenciales como elementos evocadores y nostálgicos, no necesariamente argumentales, pero que llevan de manera invariable a la emocionalidad.

      Rodeados de gente que los personajes no conocen, un aura de extrañeza parece envolverlos, acrecentada por la sensación de culpa que surge entonces, comienzan a creer que ésta puede manifestarse orgánicamente. Cuando se trata de este tipo de personajes, el punto de vista puede ser de uno solo, pero alterándose con otros puntos de vista simultáneos que enriquecen la comprensión del argumento, y el tiempo en que cada uno transcurre es diferente. Ambas narraciones convergen en un mismo tiempo y situación, lo mismo que las pistas ofrecidas renuentemente a lo largo del texto.

     Cuando se trata de narraciones fantásticas, nos fastidian las descripciones excesivas y la habitual retórica a la que este tipo de relato puede llevar si no se controlan el ritmo y el tono. Todo con el único fin de que el misterio insinuado logre su efecto en la revelación final.

     Pienso que no hay relato fantástico que resista el paso del tiempo si no tiene el elemental factor humano, es decir; lo impredecible del pensamiento y corazón de los hombres. Un autómata, por ejemplo, puede no ser creado por efecto del amor ni para prolongar la vida, sino por causa del odio y para acelerar el fin de la vida de alguien que alguna vez hubimos amado, y entre los tantos recursos a utilizar, la voz en primera persona puede otorgar ambigüedad a una narración que pretende estar basada en hechos reales, es decir, otorgarle un tono apócrifo a una historia.

     A veces un clima, una persona que uno ha conocido, un hecho que nos ha impresionado, colaboran para impulsar la creación de un texto literario, y sin embargo ninguno de estos factores influye completamente ni sobrevive como tal, ni siquiera en sus fragmentos mínimos. Se mezcla con los demás y se metamorfosean. Un nombre y ciertas características de esta persona real, el ambiente urbano y su sensación agobiante de fracaso, la degradación que producen las enfermedades crónicas: todo esto se va uniendo para confluir en el personaje y el clima, que a su vez se alimentan mutuamente. El resultado debe ser el intento de plasmar las sensaciones y la frustración que conlleva la imposibilidad de conocer realmente a alguien, todo aquello que éste nos esconde y el resentimiento que nos crea. El tema de la lucha con una enfermedad, la dicotomía alma-cuerpo, aunque apenas esté esbozado, crece con los personajes, y exige al autor explicar más de su historia, tal vez incluso en forma indirecta, a través de otros personajes o papeles encontrados.

      La característica psico y socio-patológica de los personajes, hombres o mujeres con cierta inadaptación a su medio, puede estar fundamentada en parte en una alteración psíquica congénita o adquirida, que ofrece una tendencia hacia la violencia, o como mínimo una disociación con la sociedad en la que viven. Este viaje de ida y vuelta de culpa y agresiones, de incomprensiones y dolores, genera una fuerza que en determinado momento deberá liberarse. Por supuesto, la intención no es crear historias clínicas ni informes médicos, sino plasmar en literatura perfiles de hombres y mujeres que se mueven en una situación y circunstancia en particular.

     Las grandes obras hablan de la culpa y de la responsabilidad, y uno se hace la siguiente pregunta: si no hay recuerdo del acto delictivo, ¿hay culpa? La memoria, entonces, es el eje principal que hace jugar a los protagonistas un juego cruel pero no menos verdadero e inevitable que cualquier otro factor en los que el ser humano no tiene control. La mente y el tiempo parecen confabularse para embestir la voluntad y la conciencia del hombre, hundirlo por debajo de la superficie, que no es más que una frágil apariencia de tranquilidad o bienestar. La culpa, entonces, es otro tema principal de la literatura, como resultado de meditaciones sobre la responsabilidad social y la propia, cuáles son los límites de ambas, los que la sociedad impone y los que uno se impone. La sensación de culpa es innata en el ser humano, el daño causado, por más que provenga de las circunstancias y no directamente de los actos propios, ejerce su peso en la conciencia. La lógica explica, pero no alivia el peso. El tiempo, únicamente, tiene la virtud de aliviar, y hasta anular esa sensación. El ambiente y los escenarios deben tener tan íntima relación, que sin ellos la sensación esencial puede no llegar a ser transmitida nunca al lector.

     Otro tema imperecedero en la literatura es el de la asociación del crimen y la soledad. Seres diferentes que se sienten relegados, en ocasiones necesitan someter al otro a su propio poder, y ya que nos fue dada la imposibilidad de crear de la nada seres iguales a nuestra propia ignominia, decidimos destruir.  Se habla de un crimen y de la soledad, del dolor y la ira extremos. La culpa acá ya no tiene cabida, no participa, sólo tiene relación con la condición humana en general y lo que ésta es capaz de albergar y producir.

      Lo cruel y lo retorcido, hasta lo morboso, siempre debería ser atenuado para constituir una buena literatura. Lo principal, pienso, no es recurrir al efecto sino apelar a la emotividad del lector: lo emocional debe surgir de las palabras, de la frase, de lo apenas dicho de la manera correcta. Conmocionar sin provocar dolor físico sino una angustia existencial en comunión con lo que siente el personaje. De esta forma, él y el lector, y el autor y el personaje, conforman un triángulo de asociaciones que no hace más que reflejar el común origen. La literatura, como todo arte, se encarga entonces de reflejarlo, exaltarlo, creando, cuando los méritos del escritor así lo logran, una obra que merezca emocionar y resistir el paso del tiempo.

       Me parece interesante utilizar un ser mitológico -y aquí hablo de mito como sinónimo de símbolo, a la vez que en el sentido estudiado por Cesare Pavese en su lúcido ensayo- y confrontarlo con un ambiente realista en que suele mostrarse. Lo extraño y lo fantástico son acordes al ambiente hostil y a la vez apacible del campo o la selva, como en los cuentos de Horacio Quiroga, la oscuridad de la noche confrontada con la claridad abismal del día. El trabajo psicológico es imprescindible para dar ambigüedad a un relato, para que lo fantástico no sea forzado ni arbitrario. Es necesario, entonces, el factor alternativo para una psiquis aparentemente desquiciada, que ve formas extrañas y monstruos destructores a su alrededor. La muerte tiene diversas formas, se presenta, para cada uno, de manera distinta, incluso con formas concretas, no sólo modalidades. Para un personaje así, finalmente, la lucha es una derrota gritada a voces desde el principio. Su desquiciamiento progresa junto a su deterioro físico y el abandono de sí mismo, ambos representados por esa última obsesión, la de matar al monstruo que lo va despojando de todas sus pertenencias, hasta quitarle, por último, su vida. La visión esperanzada que el autor decida otorgarle al final no es una compensación a sus sufrimientos o remordimientos en vida, sino un elemento más de la muerte, que como ya dijimos, toma una forma concreta, recurso literario que tiene por fin la identificación del lector con algo concreto.

       La literatura, la narrativa más específicamente, sólo tendrá eficacia cuando hay personajes, situaciones, cuando se cuente una historia concreta. Podrán hacerse muchas divagaciones sobre la muerte, muchas teorías filosóficas, pero una línea eficaz es más que suficiente para provocar un escalofrío en el lector, una lágrima o siquiera, una pizca de pena. Un final abierto, ambiguo, puede permitir variadas interpretaciones, pero, al decir de Borges, no permite ningún otro final posible.

 

 

 

III

 

   

La siguiente colección de reseñas, comentarios y apuntes es una selección arbitraria que surgió como necesidad de hablar y decir lo que pienso sobre los autores tratados. La selección y el orden en que están dispuestos son arbitrarios, y no siguen más criterio que el gusto personal y el azar, o el determinismo, en las lecturas. A menudo he experimentado esas llamadas casualidades, o causalidades, donde factores tan cabalísticos como las fechas fueron lazos que unían autores y lecturas sucesivas. Entonces, más que extrañeza o inquietud, sentía una especie de tranquila satisfacción, sabiendo que un cierto, y desconocido, orden estaba siendo respetado y lentamente descubierto. Sería interesante que el lector hiciera su propio orden de lectura, su íntimo paseo, sin lógica ni congruencias, más que el de las afinidades electivasrealizando su propia promenade sentimentalepara aclarar, por fin, que la razón del título del libro es  A l'ombre des jeunes filles en fleurs.

      Faltan muchos autores, por supuesto, la gran mayoría de los que he leído, en especial aquellos  que más han influido en mí como escritor y lector. Pero el objetivo de este libro no fue ese, ya que esa realidad, la de hablar y comentar sobre libros que hace tanto tiempo fueron leídos, ha sido aceptada como quien acepta que no puede volverse atrás en la memoria sin sufrir un amargo fracaso. Lo que fuimos cuando los leímos determinó su apreciación, y ya no sería lo mismo la relectura de los tales textos. Si hubiese tiempo…, me planteo en muchas ocasiones, como quien suspira frente a la enormidad de textos que le faltan por leer.

     Vivir o leer, se pregunta uno. Arte o vida. No es mi intención dilucidar este tema, sino  ponerlo una vez más en la página escrita, y cada vez que se hace esa pregunta se está más cerca de la respuesta.

     Leer es vivir, pienso. Sobre todo se aprende a vivir cuando leemos. No hablo de la vida práctica, aunque la lectura se extiende también hacia este plano en incontables casos, sino de aprender a vivir como seres humanos que día a día se van descubriendo. Mirarse en un espejo es algo engañoso, mirarse en el espejo de un personaje literario es, muchas veces y casi siempre, en manos de un buen autor, mirarnos a nosotros mismos. Cómo explicar, sino, las lágrimas que nos brotan al leer, el nudo en la garganta y la lenta recuperación de las fuerzas que nos hace permanecer sentados largo tiempo con el libro en las manos, cerrado sobre la última página escrita. Un mundo en el que hemos estado, gente que hemos conocido y, quizá, amado más que a quienes tenemos al lado. Ésta es la realidad de los sueños, y la fantasía de la realidad.

     El arte no es la torre de marfil que los espíritus prácticos y escépticos proclaman, no es el efímero entretenimiento para el verano junto al mar. El arte es el modo en que alguien ve el mundo y lo transmite a cada uno de sus semejantes de la manera más fiel posible, fiel a su visión, claro, fiel a su verdad, que muy probablemente no sea la verdad de muchos más. Pero ésa es la principal, quizá la única y más excelsa virtud del arte. Crear mundos vistos por los ojos particulares de un único hombre o mujer, un solo mundo que se agrega y convive, que lucha y sobrevive, que no permite la existencia de los otros mientras el libro está abierto, pero que continúa existiendo en la memoria emocional del lector una vez que ese libro ha sido cerrado.

      Cuando se abre un libro, un mundo, se quiera o no, empieza a funcionar. Aún cerrado allí permanece, aún destruido, ese mundo ha sido imaginado alguna vez. Existe en la múltiple memoria de los seres humanos.

      Esa maravilla se llama literatura, y no es de Dios, sino del hombre.

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