lunes, 21 de noviembre de 2022

Prólogo autocompasivo (o Nuevas palabras de bienvenida)

Austeridad y silencio. Virtudes, sin duda, difíciles de obtener. Hay quienes prefieren la incontenible verborragia explicativa como una forma de auto convencerse de los propios argumentos, y otros que gritan y desarman los elementos de las cosas, como si esas cosas pudiesen darles la razón o hallar en ellas los fragmentos indivisibles de la tranquilidad.

     Austeridad y silencio como dos altos muros, o dos campos absolutamente llanos sin límites precisos, ante y en los cuales gritan las Furias sin lograr respuestas. Porque los muros no escuchan ni dejan atravesar el sonido chirriante de sus voces, ni en los llanos hay construcciones que generen ecos. Ellas sólo esperan las consecuencias de sus gritos, que lenta y permanentemente horadarán las piedras.

     Y los hombres se esmeran en el silencio y la austeridad, no como objetivos, sino simple consecuencia del tiempo, que engendra y fermenta el hastío: único Dios por antonomasia.

     Los reclamos no sirven, porque se estrellan en la burocrática sociedad de los medios, llámense periódicos, televisión o gobierno. La opinión individual es un estrago que corroe la parsimonia satisfecha de la demagogia. La identidad es un caos, la individualidad un delito.

     Las manos de Uriah Heep han sido enterradas una vez más, quizá robadas desde las páginas de su novela, porque ellas son un símbolo que se esconde tras la pública figura de la decadencia. La simulación y lo bien visto son un mismo grano que brota en todos los desiertos.

     El hastío y la desilusión, hijos que han nacido viejos, y que aún así continúan esperando algo: el éxtasis de una lectura en un cuerpo o en un libro, o por lo menos la indolora disolución de la existencia. 

     Pero desde afuera no dejan de escucharse, todas las mañanas, los furiosos y acuciantes ladridos de los múltiples perros que sueltan las Furias ante las puertas de nuestras casas.

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