viernes, 7 de febrero de 2025

La decisión de Sophie (William Styron)








Situado a gran profundidad bajo tierra y rodeado de gruesas paredes, el sótano de la

casa de Höss donde Sophie dormía era uno de los poquísimos lugares del campo de

concentración donde nunca penetraba el hedor de carne quemada. Por esta razón se

refugiaba en aquel sitio siempre que podía, a pesar de que la parte del subterráneo

reservada para su jergón de paja era húmeda y mal iluminada y olía a moho y a

podrido. Al otro lado de las paredes había un incesante chorreo de agua procedente de

los desagües y retretes de la casa, y a veces, en plena noche, Sophie se veía

desagradablemente sorprendida por la sigilosa visita de una peluda rata. Con todo,

este lóbrego purgatorio era mucho mejor que cualquiera de los barracones, incluido

aquel en que había vivido los seis meses anteriores junto con varias docenas de

mujeres también privilegiadas por trabajar en las oficinas del campo de

concentración. En aquel lugar ciertamente no había tenido que sufrir tantas

brutalidades ni privaciones como los demás presos del campo, pero tampoco había

podido disfrutar de un instante de silencio o intimidad y, sobre todo, de sueño

tranquilo. Además, durante aquel período nunca pudo cuidar de su higiene. En

cambio, aquí sólo compartía su alojamiento con un puñado de prisioneras. Y uno de

los lujos más refinados del sótano era su proximidad a la lavandería. A Sophie le

encantaba aquella circunstancia y la aprovechaba cuanto podía, y aunque no lo

hubiese hecho la habrían obligado a utilizar esa higiénica dependencia, pues la dueña

de la mansión, Hedwig Höss, poseía una tremenda fobia de Hausfrau westfaliana

frente a la suciedad y quería estar segura de que todos los prisioneros que vivían bajo

su techo no sólo cuidaban su higiene corporal y sus ropas limpias, sino que se

mantenían en unas perfectas condiciones higiénicas: el agua de la lavandería estaba

siempre saturada de potentes antisépticos, cosa fácil de notar por el olor de germicida

que desprendían los prisioneros domiciliados en Haus Höss. Había también otra

razón para tanta pulcritud: Frau Kommandant tenía un miedo atroz a cualquier

contagio proveniente del campo de concentración.

Otra de las preciosas ventajas que Sophie encontró y aprovechó en el sótano fue

la de dormir, o al menos la posibilidad de ello. Después de la falta de alimentos y de

intimidad, la imposibilidad de dormir era una las principales carencias del campo de

concentración; buscado por todos con una avidez casi lujuriosa, el sueño era el único

modo de evadirse del eterno tormento, y, cosa rara (o quizá no tan rara), solía traer

sueños agradables. Como me hizo observar Sophie cierta vez, aquella gente tan

cercana a la demencia se habría vuelto completamente loca si, para huir de una

pesadilla, se hubieran encontrado con otra en su mundo onírico. Así pues, gracias al

silencio y al aislamiento de que podía disfrutarse en el sótano de Höss, por primera

vez desde hacía varios meses Sophie pudo dormir y sumergirse en el agradable flujo

y reflujo de los sueños.

El sótano había sido dividido aproximadamente en dos partes iguales por un

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tabique de madera. Al otro lado de la pared, se alojaban siete u ocho prisioneros

masculinos; polacos en su mayoría, trabajaban arriba en toda clase de tareas,

principalmente el lavado de platos en la cocina y la jardinería a cargo de dos

hombres. Hombres y mujeres raramente se mezclaban, como no fuese al cruzarse

casualmente. Además de Sophie, había tres mujeres en el compartimiento femenino.

Dos de ellas, hermanas, eran modistas judías que habían sido traídas de Lieja.

Testimonio viviente del expeditivo proceder de los alemanes, las dos hermanas se

habían salvado del gas sólo por su arte y habilidad en el manejo de la aguja y el hilo.

Eran las favoritas de Frau Höss, quien junto con sus tres hijas, se beneficiaba de la

habilidad de ambas; se pasaban el día cosiendo y haciendo dobladillos y arreglos en

los vestidos más elegantes que habían sido previamente arrebatados a las judías

destinadas a las cámaras de gas. Hacía muchos meses que estaban en la casa, y se

habían vuelto complacientes y regordetas gracias a un trabajo sedentario y a una

alimentación relativamente buena que les había permitido contrastar con aquel

mundo de carne enjuta. Bajo la protección de Hedwig parecían haber perdido por

completo el miedo ante el futuro, y Sophie siempre las encontró tranquilas y de buen

humor en su soleada habitación del segundo piso, donde, entre otras cosas, se

dedicaban a descoser etiquetas (con las marcas Cohen, Lowestein y Adamowitz) de

costosas prendas de pieles y de lana recién limpiadas que, pocas horas antes, aún se

encontraban en los vagones de carga con sus poseedores. Hablaban poco y con un

acento belga que a Sophie le resultaba áspero y extraño.

La otra ocupante de la mazmorra de Sophie era una mujer asmática de media

edad llamada Lotte; pertenecía a los Testigos de Jehová y era de Coblenza. Como a

las dos modistas judías, la fortuna la había favorecido salvándola de la muerte; en su

caso, había sido sometida a un tratamiento especial de inyecciones o a alguna tortura

lenta en el «hospital» para que pudiese hacer de aya de los dos hijos más jóvenes de

Höss. Flaca, lisa como un tablón, de mandíbula saliente y manos enormes, era muy

parecida a algunas de las bestiales y lascivas guardianas que, procedentes del campo

de Ravensbrück, habían sido enviadas al campo de concentración (una de ellas atacó

salvajemente a Sophie poco después de su llegada). Pero Lotte, afable y generosa, no

suponía amenaza alguna. Se comportó con Sophie como una hermana mayor, y le dio

atinados consejos sobre el modo de conducirse en la mansión, junto con valiosas

observaciones referentes al comandante y a las demás personas de la casa. Le dijo

que, en particular, tuviera cuidado con Wilhelmine, el ama de llaves. Era una mujer

de la peor calaña, también prisionera como las demás; una alemana que cumplía una

condena por falsificación. Vivía arriba, en dos habitaciones. «Lámele el culo, Sophie

—le aconsejó Lotte—, lámele el culo; lámele el culo y no tendrás problemas.» En

cuanto a Höss, según dijo a Sophie su protectora, también le gustaba que lo

halagaran, pero con él debía procederse con más cautela porque no se dejaba enredar

fácilmente.

De alma simple, tremendamente devota, casi analfabeta, Lotte parecía capear los

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terribles vientos dé Auschwitz como un buque rudamente tenaz, serena en su

increíble fe. Sin embargo, nunca intentó hacer proselitismo; sólo una vez dio a

entender a Sophie que, por sus propios sufrimientos en aquel cautiverio, sería

ampliamente recompensada en el Reino de Jehová; los demás, incluida Sophie, irían

a parar irremisiblemente al infierno. Pero no hubo mala intención en su sentencia,

como tampoco la hubo en sus palabras una mañana en que, casi sin aliento, al

detenerse con Sophie en el rellano del primer piso cuando se dirigían a sus tareas,

Lotte notó el olor esparcido en el ambiente por la pira funeraria de Birkenau y

murmuró que aquellos judíos lo merecían. Se habían ganado las consecuencias del lío

en que se habían metido. Al fin y al cabo, ¿no fueron los judíos los primeros que

traicionaron a Jehová? «Die Hebraer son la raíz de todos los males», dijo con un

resuello.

Cuando Sophie estaba a punto de despertarse a primera hora de la mañana del día

que ya he comenzado a describir, el décimo día de los que llevaba trabajando en la

buhardilla para el comandante y el mismo en que tomó la determinación de seducirlo

—o, si no seducirlo precisamente (pensamiento ambiguo), conseguir que se

doblegara a su voluntad y designios—, un momento antes de abrir sus ojos

pestañeantes en la lóbrega atmósfera del sótano, tuvo conciencia del dificultoso

respirar asmático de Lotte, que dormía sobre su jergón junto a la pared opuesta.

Entonces Sophie se despertó con una sacudida, percibiendo entre sus pesados

párpados el gran bulto de un cuerpo que yacía a un metro de distancia bajo una manta

apolillada. Sophie se habría levantado, y como tantas otras veces le habría hurgado

las costillas con las yemas de los dedos para despertarla, pero a pesar de que las

pisadas que se oían arriba, procedentes del suelo de la cocina, le indicaban que era

casi la hora de levantarse, se dijo: «Déjala dormir». Y luego, como un nadador que se

zambullera en acogedoras y amnióticas profundidades, Sophie intentó caer de nuevo

en el sueño que tenía cuando despertó.

En él era una muchachuela que, unos doce años antes, escalaba una pendiente de

los Dolomitas en compañía de su prima Krystyna; buscaban edelweiss mientras

charlaban en francés. Oscuros y brumosos picos se alzaban ante ellas. Desconcertante

como todos los sueños, y aun dando la sensación de un peligro latente, la visión había

sido casi insoportable por su belleza. La flor de lechosa blancura apareció por fin

entre las rocas, y Krystyna, que precedía a Sophie por un peligroso sendero, le dijo:

«¡Ahora te la bajo, Zosia!». Entonces Krystyna pareció resbalar y, en medio de una

avalancha de guijarros, vaciló.en el borde del abismo: el sueño fue ennegrecido por el

terror. Sophie se puso a rezar por Krystyna como si lo hiciera por ella misma: «Ángel

de Dios, ángel de la guarda, no la abandones… —profirió una y otra vez—. ¡Ángel,

no la dejes caer!». De pronto, el sueño se inundó de luz alpina y Sophie miró hacia

arriba. Serena y triunfante, rodeada de una aureola luminosa, la niña sonrió a Sophie

firmemente encaramada en un musgoso promontorio y con el edelweiss en la mano.

«Zosia, je l’ai trouvé!», gritó Krystyna. La impresión de peligro del sueño

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transformada luego en sensación de seguridad, junto con la evidencia posterior de una

jubilosa resurrección gracias a sus rezos, fue tan agudamente dolorosa que cuando

despertó al oír los resuellos de Lotte sus ojos estaban llenos de lágrimas. Fue

entonces cuando Sophie volvió a cerrar los párpados y dejó caer la cabeza hacia atrás

en un fútil intento de refugiarse en su fantasmal alegría… y cuando Bronek le sacudió

bruscamente el hombro.

—Esta mañana sí que tengo una buena manduca para ustedes, señoras —dijo el

hombre.

Perfectamente adaptado a la escrupulosa puntualidad alemana, Bronek había

llegado en el instante previsto. En un abollado perol de cobre traía la comida, que

solía consistir en los restos de la cena de los Höss de la noche anterior. Aquel forraje

matinal siempre estaba frío (como si se tratara de la alimentación de animales

domésticos, la cocinera dejaba el perol con los desperdicios junto a la puerta de la

cocina, de donde lo cogía Bronek cada mañana al amanecer) y solía componerse de

un grasiento revoltillo de huesos que aún conservaban algo de carne y ternilla, trozos

de pan (untados de margarina en los días propicios), restos de verdura y a veces una

manzana o pera medio comida. En comparación con lo que solían comer los

prisioneros del campo de concentración, estos alimentos eran exquisitos; y, en cuanto

a cantidad, representaban un verdadero banquete. De tal desayuno, aumentado

ocasional e inexplicablemente con finos bocados como sardinas de lata o salchichas

polacas, podía sacarse la impresión de que el comandante quería que sus servidores

domésticos no murieran de hambre. Además, aunque Sophie tenía que compartir su

cuenco con Lotte (al igual que las dos hermanas judías con el suyo) comiendo cara a

cara como si fueran un par de perros, podían hacer uso de una cuchara de aluminio:

un lujo que nadie recordaba ya alambradas adentro.

Sophie oyó que Lotte se despertaba con un gruñido, murmurando sílabas

inconexas, tal vez una invocación matutina a Jehová con un sepulcral acento renano.

Bronek, dejando el perol en el suelo dijo:

—Miren, señoras, todo lo que ha quedado de una pierna de cerdo; todavía tiene

carne. Y también hay mucho pan. Y unos buenos trozos de fina col. Supe que hoy

iban a comer ustedes bien desde que ayer me enteré de que venía a comer Schmauser.

El hombre para todo, pálido y calvo a la plateada y escasa luz del sótano, todo él

angulosidades, especialmente en las articulaciones de sus miembros (lo que le daba el

aspecto de un saltamontes), pasó del polaco a su defectuoso y grotesco alemán para

dirigirse a Lotte mientras le daba un codazo:

—Aufwecken, Lotte —le susurró, diciéndole que despertara—. Aufwecken, mein

schône Blume, mein kleiner Engel. —Por pocas ganas reír que tuviera Sophie, aquella

escena, parodia aproximada de las que tenían lugar entre Bronek y la elefantina ama

de llaves, que gozaba de las máximas atenciones de éste, alivió su mal humor por su

comicidad y, sobre todo, por los piropos de «mi bella flor y mi angelito»—.

Despierta, mi gusanito de Biblia —insistió el buen hombre, momento en que Lotte se

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incorporó y se quedó sentada.

Todavía ofuscada por el sueño, su inexpresiva cara tenía un aspecto monstruoso,

pero etéreamente plácido y benigno a la vez, como una de aquellas efigies de la isla

de Pascua. Y de repente, sin dudar ni un instante, comenzó a engullir la comida.

Sophie esperó un momento. Sabía que Lotte, un alma de Dios, sólo tomaría la

parte que le correspondía, por lo que tuvo tiempo de relamerse antes de empezar a

comer su porción. La boca se le hacía agua a la vista de la viscosa mezcla, y bendijo

el nombre de Schmauser. Era un Obergruppenfûhrer de las SS —grado equivalente a

general de división— y superior de Höss en sus tiempos de Wroclaw; se rumoreaba

que su visita se prolongaría durante varios días, cosa que hizo desear a todos que se

confirmara la teoría de Bronek: «Mientras haya un pez gordo en la casa, comeremos

tanto y tan bien que hasta las cucarachas reventarán de hartas».

—¿Qué tal fuera, Bronek? —dijo Lotte entre dos engullidas.

Como Sophie, sabía que el hombre solía observar y predecir el tiempo con el

acierto propio de un campesino.

—Frío. Viento de poniente. Sol a ratos. Pero muchas nubes bajas. No permiten

que el aire se eleve y circule. Ahora la atmósfera es maloliente, pero es posible que

mejore. Hay muchos judíos chimenea arriba. Querida Sophie, coma, por favor.

Esto último lo dijo en polaco riendo y mostrando los dientes, con lo que dejó

entrever unas encías en las que los restos de tres o cuatro dientes sobresalían como

blancas astillas.

La carrera de Bronek en Auschwitz coincidía con la propia historia del campo de

concentración. Casualmente, fue uno de sus primeros novicios, y comenzó a trabajar

en casa de Höss poco después de su internamiento en el campo. Era un ex granjero de

los alrededores de Miastko, muy hacia el norte. Se le habían caído la mayoría de los

dientes tras haber sido objeto de un experimento de carencia de vitaminas; lo mismo

que a una rata o a un conejillo de Indias, lo habían privado sistemáticamente de ácido

ascórbico y otros elementos nutritivos esenciales hasta que, como se esperaba, su

boca quedó convertida en una ruina; también salió algo chiflado de la prueba. Sin

embargo, se vio favorecido por el extraordinario golpe de suerte que de vez en

cuando caía sobre ciertos prisioneros sin ningún motivo especial, como un rayo.

Ordinariamente, habría sido liquidado después del experimento: un pellejo inútil

ayudado a morir con eficacia y celeridad mediante una inyección en el corazón. Pero

además de un extraordinario vigor, poseía esa capacidad de recuperación que sólo

tienen los hombres del campo. Aparte de la destrucción de sus dientes, no presentaba

ninguno de los síntomas del escorbuto —lasitud, debilidad, pérdida de peso y así

sucesivamente— que, dadas las circunstancias, eran previsibles. Se conservaba tan

brioso como un macho cabrío. Y así fue como, después de un examen a fondo del

caso por los perplejos doctores de las SS, el hecho llegó de modo indirecto al

conocimiento de Höss. Se pidió al comandante que echara una mirada al fenómeno;

lo hizo, y en su fugaz encuentro con el recio campesino, el comandante —quizá sólo

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por la forma de hablar de Bronek, que era el defectuoso y chusco alemán propio de

un inculto lugareño polaco de Pomerania— se encaprichó con él, lo puso bajo la

protección de su casa, donde trabajó desde entonces gozando de algunos pequeños

privilegios, como la entera libertad de movimiento por todo el edificio y sus

dependencias y la exención total de vigilancia que suele concederse a un animal

doméstico. Sí, existen estos favoritismos en todas las sociedades basadas en la

esclavitud. Era un especialista en el logro de gangas, lo que le permitía sorprender de

vez en cuando a sus compañeros con notables sorpresas en forma de alimentos, casi

siempre de misteriosa procedencia. Y Sophie aun tuvo conocimiento de algo más

importante respecto a Bronek. A pesar de su simpleza, estaba en contacto diario con

el campo de concentración y era un informador fiable de uno de los más poderosos

grupos de la resistencia polaca.

Las dos modistas se agitaron en la oscuridad del otro extremo del

compartimiento.

—Bonjour, mes dames —les dijo alegremente Bronek—. Su desayuno ya está

aquí. —Se volvió hacia Sophie—. También les traigo algunos higos, verdaderos

higos, ¿se dan cuenta?

—Pero ¿de dónde los ha sacado usted? ¡Higos! —Deliciosamente sorprendida,

Sophie cogió el increíble tesoro que Bronek le ofrecía; aunque secos y envueltos en

celofán, confirieron una maravillosa tibieza a la palma de su mano. Los observó con

detenida delectación y pudo ver los apetitosos regueros de jugo cuajado sobre la piel

verde-grisácea de los melosos frutos; inhaló su voluptuoso aroma, disminuido pero

aún dulzonamente agradable, y recordó los auténticos higos que había comido años

antes en Italia. Su estómago reaccionó con un alegre ruidito. Hacía siglos que no

podía disfrutar de semejante lujo—. ¡Bronek, no puedo creerlo! —exclamó.

—Guárdenselos para después —dijo Bronek, dando otro paquete a Lotte—, no

los saboreen ahora. Cómanse antes esta mierda. No es más que basura, pero es lo

mejor de que podrían disponer. Es casi tan buena como la que yo usaba para

alimentar a los cerdos que criaba en Pomerania.

Bronek era un hablador incansable. Sophie escuchaba su cháchara, mientras

mordisqueaba ávidamente un frío despojo de cerdo: se componía casi por entero de

hueso y cartílagos, pero los pequeños restos de carne eran sabrosos; le sabían a

ambrosía, lo mismo que las pequeñas bolsas llenas a reventar de la grasa que tanto

necesitaba su cuerpo. Habría sido capaz de atracarse de cualquier clase de grasa.

Mentalmente volvía a recrear a su antojo el festín que Bronek había tenido ocasión de

contemplar haciendo las veces de camarero: el espléndido cochinillo, el pudín, las

humeantes patatas, la col con castañas, las salsas y, como postre, compotas y jaleas y

un rico flan, todo ello engullido por las fauces de los SS con ayuda de majestuosas

botellas de un vino húngaro llamado Sangre de Toro, y servido (según correspondía a

un dignatario de tanta categoría como un Obergruppenführer) con una soberbia vajilla

zarista de plata procedente de algún museo saqueado del frente oriental. La voz de

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Bronek, que estaba hablando precisamente de aquella gente, despertó a Sophie de su

ensueño; el tono de su expresión era el de una persona bien informada de portentosos

acontecimientos secretos:

—Intentan parecer felices —dijo— y, por un momento, dan la impresión de serlo.

Pero cuando vuelven a meterse en la guerra, todo es dolor y miseria. Como eso que

dijo anoche Schmauser sobre los rusos…, que estaban a punto de recuperar Kiev. Y

que había muchas otras malas noticias del frente ruso. Y las noticias de Italia

tampoco son nada buenas, según Schmauser. Por lo que parece, los británicos y los

norteamericanos avanzan allí hacia el norte, y los alemanes mueren como piojos. —

Bronek, que estaba agachado, se irguió y dio unos pasos hacia las dos hermanas con

el otro cuenco que había traído—. Pero la gran noticia, señoras, es algo que apenas

creerán, pero que no puede ser más cierto: ¡Rudi se marcha! ¡Vuelven a destinarlo a

Berlín!

Sophie estuvo a punto de atragantarse con el cartilaginoso bocado que estaba

engullendo al oír estas palabras. «¿Se marcha?» ¡Höss dejaba el campo de

concentración! ¡No podía ser verdad! Se incorporó y agarró la manga de Bronek.

—¿Está seguro? —le preguntó—. ¿Está usted seguro, Bronek?

—Lo que digo se lo oí decir a Schmauser. Le dijo a Rudi, cuando los demás

oficiales ya se habían marchado, que había realizado un trabajo estupendo, pero que

lo necesitaban en la oficina central de Berlín. Y que, por lo tanto, ya podía prepararse

para un traslado inmediato.

—¿Qué entiende usted por… inmediato? —insistió Sophie—. ¿Hoy, el mes

próximo, cuándo?

—No lo sé —contestó Bronek—, dio a entender que pronto. —De súbito, su voz

se volvió temblorosa—. Lo que es a mí, la noticia no me hace nada feliz, se lo

aseguro. —Hizo una pausa; la expresión de su rostro era sombría—. No hago más

que preguntarme a quién pondrán en su sitio. Tal vez a algún sádico, ya sabe a lo que

me refiero. ¡Algún gorila! ¿Es posible que yo también…? —Dio una mirada en

derredor y se pasó el índice por el cuello—. Ese hombre habría podido liquidarme,

habría podido darme una ración de gas, como a los judíos, pero me trajo aquí y me ha

tratado desde entonces como a un ser humano. Por eso no puedo alegrarme de que

Rudi se marche.

Pero Sophie, preocupada, ya no prestaba atención a Bronek. Estaba aterrada por

la repentina noticia del traslado de Höss. De pronto, se había dado cuenta de que

debía actuar con rapidez si quería que el comandante se fijase en ella para conseguir a

través de él lo que se había propuesto. Durante las dos horas siguientes, Sophie,

afanándose al lado de Lotte en el lavado de la ropa de la casa (a los prisioneros que

servían bajo el techo de Höss se les ahorraba el pesado e interminable acto de pasar

lista a que estaban obligados todos los prisioneros del campo de concentración pero,

aun así, era poco el tiempo que podían desperdiciar; Sophie tenía que lavar grandes

montones de ropa de los pisos superiores, aunque por fortuna pocas veces estaba

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realmente sucia gracias a la obsesión de Frau Höss por los gérmenes y la falta de

limpieza), se imaginaba toda clase de parodias y escenas teatrales en las que llegaba a

intimar con el comandante lo suficiente como para poder hacerle escuchar la historia

que la llevaría a la redención. Pero el tiempo había comenzado a trabajar en su contra.

A menos que actuara inmediatamente y quizá con un poco de atrevimiento, Höss se

marcharía y todo lo que ella había planeado quedaría reducido a la nada. Su ansiedad

era casi inaguantable y, de algún modo, estaba irracionalmente mezclada con una

extraña sensación de hambre.

Había escondido el paquete de higos en el dobladillo suelto de su blusa a rayas.

Poco antes de las ocho, aproximadamente a la hora en que debía subir los cuatro

tramos de escalera para dirigirse al despacho de la buhardilla, no pudo resistir por

más tiempo la apremiante necesidad de comerse algún higo. Se escondió, pues, en un

gran cuarto trastero situado bajo la escalera, donde no podrían verla los demás

prisioneros de la casa. Y allí abrió frenéticamente el paquete rompiendo el celofán. Se

le llenaron los ojos de lágrimas al deslizársele dulcemente garganta abajo, uno a uno,

los pequeños globos de fruta (ligeramente húmedos y de deliciosa textura tras una

fácil mascadura para liberar sus diminutas semillas); loca de deleite, sin avergonzarse

de su glotonería y con la azucarada y babeante saliva que le cubría la barbilla y los

dedos, los devoró todos. Sus ojos tardaron un poco en desnublarse, y su corazón latió

de placer todavía unos momentos. Después, tras permanecer unos minutos en la

oscuridad para permitir que los higos se asentaran en su estómago y para recuperar su

compostura y su expresión normal, comenzó a subir poco a poco hacia la parte alta de

la casa. La ascensión duró unos pocos minutos, pero este corto lapso de tiempo fue

interrumpido por dos acontecimientos singularmente memorables que, con todas sus

espantosas características, no desentonaban de la alucinante realidad de sus mañanas,

tardes y noches en Haus Höss.

En dos de los rellanos de la escalera —el de la planta inmediatamente superior al

sótano y el que se encontraba justamente debajo de la buhardilla—, había unas

lumbreras, orientadas hacia el oeste, de las que Sophie intentaba habitualmente

desviar la mirada, aunque no siempre con éxito. La vista que se dominaba a través de

ellas comprendía ciertas áreas inconcretas —en primer término, un pardo campo

desprovisto de hierba destinado a eventuales ejercicios militares, algunos pequeños

barracones de madera, los alambres electrizados que cercaban incongruentemente un

grupo de grandiosos álamos—, pero también incluía el andén del ferrocarril donde se

llevaban a cabo las selecciones. Invariablemente, largas hileras de vagones de carga

de sucio color marrón aguardaban en aquel lugar presagiando incontables escenas de

crueldad, mutilación y locura. El andén quedaba a una distancia media: demasiado

cerca para ser ignorado y demasiado lejos para verlo con claridad. Era posible, me

dijo Sophie en uno de sus relatos, que el recuerdo de su propia llegada allí

concretamente en aquel quai, era la causa de que evitara dirigir la mirada en aquella

dirección, de que volviese siempre los ojos hacia otro lado para ver las fragmentarias

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y vacilantes apariciones que, desde su punto de observación, sólo podían divisarse

imperfectamente, como las formas confusas de un antiguo y mudo noticiario

cinematográfico: un cañón de rifle apuntando al cielo, cuerpos sin vida sacados a

tirones de entre las puertas de un vagón, cartón piedra humano echado brutalmente al

suelo.

A veces hacía lo posible para imaginarse que no había allí ninguna clase de

violencia y sólo experimentaba una terrible sensación de orden, enormes grupos de

personas que caminaban bamboleándose dócilmente en un interminable desfile. El

andén se hallaba demasiado distante para que llegara de él sonido alguno: la música

de la demencial banda de prisioneros que daba la bienvenida a cada nuevo tren, los

gritos de los guardianes, el ladrido de los perros…, todo esto quedaba enmudecido,

aunque algunas veces podía oírse el disparo de una pistola. Por lo tanto, el drama

parecía tener lugar en un misericordioso vacío auditivo que excluía los alaridos de

dolor, los gritos de terror y otros ruidos de aquella infernal iniciación. Mientras

seguía subiendo los escalones, Sophie pensaba que tal vez aquella ausencia de ruidos

le permitía ceder, de vez en cuando, a una ocasional e irresistible mirada furtiva, cosa

que hizo ahora para ver una fila de vagones recién llegados que estaban siendo

descargados. Guardianes de las SS y remolinos de vapor rodeaban el tren. Sabía, por

las notificaciones que Höss había recibido el día anterior, que aquél era el segundo de

dos trenes procedentes de Grecia, con un cargamento de dos mil cien judíos.

Entonces, satisfecha su curiosidad, se volvió y abrió la puerta del salón a través

del cual tenía que pasar para alcanzar el último tramo de escalera. Procedente de la

gramola Stromberg Carlson, una voz de contralto llenaba la estancia con las

turbulentas quejas de una mujer que cantaba sus amores contrariados, mientras

Wilhelmine, el ama de llaves, seguía la tonada con un audible canturreo y manoseaba

un montón de ropa interior femenina de seda. Estaba sola. La luz del sol inundaba la

habitación.

Wilhelmine (observó Sophie mientras intentaba pasar lo más rápidamente

posible) llevaba una de las batas —regalada— de su dueña, unas zapatillas rosadas

con unas enormes borlas del mismo color, y el pelo, teñido con alheña, enrollado en

bigudíes. Tenía la cara enrojecida como si se hubiese puesto demasiado colorete.

Desafinaba de un modo atroz. Se volvió hacia Sophie en el momento en que ésta se

escurría por su lado y le echó una mirada sorprendentemente agradable, cosa para ella

difícil de conseguir porque su rostro era de lo más desagradable que hubiera podido

existir. (Por inoportuno que pueda parecer ahora, y posiblemente falto de persuasión

gráfica, no puedo menos de repetir la reflexión maniquea que Sophie me hizo

respecto a aquel famoso verano: «Si alguna vez escribes sobre esto, Stingo, di que

Wilhelmine era la mujer más hermosa que yo hubiera visto jamás… Bueno, en

realidad no era hermosa, sino bien parecida, con la dura belleza que suelen tener las

trotacalles. Era, pues, la mujer más hermosa que yo hubiera visto jamás, pero con una

maldad interior que la hacía fea como pocas. Sólo puedo describirla de esta mañera.

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Vista así, su fealdad era total. La sangre se me helaba con sólo mirarla».)

—Guten Morgen—susurró Sophie, apretando el paso.

Wilhelmine la detuvo de súbito con un brusco:

—¡Espera!

Su voz sonó como un disparo. El alemán es una lengua dura, al fin y al cabo.

Sophie se volvió para situarse frente al ama de llaves; por raro que pareciese era

la primera vez que se hablaban aun cuando se veían a menudo. A pesar de que su

semblante no era en aquel momento nada amenazador, la mujer inspiraba aprensión;

Sophie sintió la aceleración de su pulso en ambas muñecas, la boca se le secó en un

instante. «Nur nicht aus Liebe weinen», se quejó la lacrimosa y amplificada voz de la

gramola, insistiendo en lo desgraciado que era su amor con unos ecos que resonaban

de pared a pared. Una centelleante galaxia de motas de polvo flotaba a través de la

oblicua luz de primera hora de la mañana, que iluminaba con claridad desigual una

suntuosa habitación abarrotada de armarios, cómodas y mesitas, de dorados sofás y

sillones. «Ni siquiera es un museo —pensó Sophie—, es un almacén monstruoso.»

De pronto, Sophie se dio cuenta de que el salón olía fuertemente a desinfectante,

como su propia blusa. El comportamiento del ama de llaves era de una extraña

incoherencia.

—Quiero darte una cosa —le dijo con tono halagador, sonriendo, buscando entre

el montón de ropa interior. La sedeña pila de finas prendas con aspecto de recién

lavadas reposaba sobre la superficie de mármol de una cómoda con incrustaciones de

madera coloreada y ornamentos de bronce en forma de franjas planas que se

abarquillaban en ciertos lugares del mueble: un trasto enorme y pesadísimo que

difícilmente habría sido admitido en Versalles, pero de donde era muy posible que

hubiera sido robado—. Todo esto lo trajo Bronek anoche, directamente del equipo de

limpieza —continuó con su tono estridente y cantarín—. Frau Höss quiere repartirlo

casi todo entre los prisioneros de la casa. Sé que no tienes ropa interior. Lo mismo

que Lotte, que se ha quejado de que esos uniformes os irritan el trasero. —Sophie

soltó el aliento, contenido hasta entonces. Sin pena ni sorpresa, ni siquiera

impresionada por lo que habría podido parecer una revelación, un pensamiento

atravesó su mente con increíble rapidez: «Todas estas prendas son de mujeres judías

muertas»—. Están limpias, muy limpias. Algunas de estas piezas son de una seda

maravillosamente pura; no había visto nada igual desde antes de la guerra. ¿Cuál es tu

talla? Apuesto a que ni siquiera lo sabes.

Sus ojos emitían un brillo de lubricidad.

Aquel súbito e injustificado acto de caridad se había producido con demasiada

rapidez para que Sophie se percatara enseguida de su verdadero sentido, pero no

tardó en presentirlo realmente alarmada…, alarmada tanto por la manera como

Wilhelmine se le había casi echado encima (porque acababa de darse cuenta de que

era esto lo que había hecho el ama de llaves), acechándola cual una tarántula en

espera de que saliera del sótano, como por su precipitado ofrecimiento de aquel

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regalo con tan sorprendente interés.

—¿También te irrita el culo, a ti, la tela del uniforme? —oyó que Wilhelmine le

preguntaba ahora suavemente y con un ligero temblor en la voz que hacía su actitud

más insinuante y provocativa que sus sugestivos ojos o que las palabras que la habían

puesto en guardia (Apuesto a que ni siquiera lo sabes») y en cuyo significado volvió

ahora a insistir—: ¿Verdad que no sabes cuál es tu talla?

—Sí —dijo Sophie, tremendamente incómoda—. ¡No! No lo sé.

—Vamos —murmuró Wilhelmine, señalándole un rincón de la estancia. Era un

penumbroso espacio protegido por la mole de un gran piano de concierto Pleyel—.

Vamos, pruébate estas bragas. —Sophie avanzó unos pasos y sintió enseguida el

ligero contacto de los dedos del ama de llaves en el borde inferior de su blusón—.

Estaba tan interesada por ti… He tenido ocasión de oírte hablar con el comandante.

Hablas un maravilloso alemán, como si fuera tu propia lengua. El comandante dice

que eres polaca, pero la verdad es que no me lo creo, ¡ja! Eres demasiado hermosa

para ser polaca. —Sus palabras, vagamente febriles, se derramaban las unas sobre las

otras mientras acababa de empujar a Sophie hacia el rincón, que era más oscuro de lo

que parecía—. Todas las polacas de este lugar son tan bastas y ordinarias, tan lumpig,

tan andrajosas… Pero tú… tú debes de ser sueca, ¿verdad? O de sangre sueca…

Pareces más sueca que otra cosa, y he oído decir que hay mucha gente de sangre

sueca en el norte de Polonia. Aquí donde estamos, donde nadie puede vernos, podrás

probarte las bragas que quieras. Para que tu culito no se irrite y se conserve blanco y

suave.

Hasta aquel instante, esperanzada contra toda esperanza, Sophie se había dicho

que los atrevimientos de aquella mujer podían muy bien ser inofensivos pero ahora,

al tenerla tan cerca, los signos de su voraz deseo —primero su rápida respiración y

luego la rubicundez que se extendió como una erupción por su cara bestialmente

hermosa, un rostro que tanto tenía de Valquiria como de prostituta— no dejaban lugar

a dudas sobre sus intenciones. Aquellas bragas de seda eran un torpe señuelo. Y en un

espasmo de extraño humor, cruzó por la mente de Sophie el pensamiento de que el

gobierno de aquella casa estaba tan psicóticamente ordenado y tan estrictamente

proyectado que aquella infeliz y despreciable mujer sólo podía atender las ansias de

su sexo de pasada, por así decirlo, de pie en un rincón detrás de un piano de cola, y

precisamente durante los pocos y preciosos minutos sin programar que le quedaban

entre el fin del desayuno (cuando los niños acababan de marcharse a la escuela de la

guarnición) y el comienzo de las tareas cotidianas habituales. De las demás horas del

día, hasta el último tictac del reloj, debía dar exacta cuenta y razón: voilà! De ahí por

qué se exponía a lo que fuese contra viento y marea, bajo un techo regulado por las

SS, para poder disfrutar de un poco de amor sáfico.

—Schnell, schnell, meine Süsse!—susurró Wilhelmine, para que se apresurara—.

Levántate un poco la falda, querida…, no, ¡más arriba!

Entonces la ogresa se empleó a fondo y Sophie se sintió hundida en sonrosada

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franela, en coloradas mejillas, en pelos y bigudíes y en una rojiza fuente de hediondez

mezclada con perfume francés. El ama de llaves actuaba con el frenesí de una loca.

Sólo pudo conceder un par de segundos a su dura, tiesa y lupina lengua para que

evolucionara en la oreja de Sophie; luego le acarició precipitadamente los pechos, le

sobó rudamente las nalgas y se echó hacia atrás con una expresión de lujuria tan

intensa que sólo podía compararse a la peor de las angustias; enseguida pasó a tareas

más serias: se dejó caer de rodillas al suelo y oprimió las caderas de Sophie

rodeándolas con sus brazos. «Nur nicht aus bebe weinen…», repetía la llorona del

disco.

—Mi gatita sueca.,., monada mía —susurró Wilhelmine—. Oh, bitte, por favor,

¡la falda más arriba!

Conforme a la decisión tomada momentos antes, Sophie no se resistiría ni

protestaría —se hallaba en un estado de improvisada autohipnosis más allá de toda

repugnancia, siendo consciente, a lo sumo, de que estaba tan desamparada como una

mariposa atrapada por una araña en su red—, por lo que permitió, sumisa, que aquella

viciosa le separara los muslos y que un lascivo morro y la redonda punta de una

lengua hurgaran en lo que, según advirtió con oscura y distante satisfacción, era su

porfiada sequedad, algo tan árido y desprovisto de humedad como un desierto de

arena. Se balanceó sobre los talones y levantó los brazos perezosamente para ponerse

en jarras mientras la mujer —Sophie acababa de advertirlo— se masturbaba

frenéticamente y movía inquieta debajo de ella su flameante mata de pelo recogida

por los torcidos como si fuese una gigantesca y deforme amapola. Entonces llegó un

ruido retumbante del otro extremo de la gran habitación, una puerta se abrió de golpe

y la voz de Höss gritó:

—¡Wilhelmine! ¿Dónde está usted? Frau Höss la necesita en el dormitorio.

El comandante, que habría tenido que hallarse a aquella hora en su oficina de la

buhardilla, se había apartado brevemente de su programa, y fue tal el miedo que la

inesperada presencia de Höss —aunque invisible— causó a ambas mujeres, que

Sophie temió que la súbita y espasmódica manera en que Wilhelmine se agarró a sus

nalgas las hiciera caer a las dos al perder el equilibrio. La lengua y la cabeza se

apartaron. Por un momento, la desconcertada adoradora se quedó inmóvil, como

paralizada, rígida la cara de espanto. Luego vino la bendita distensión. Höss, sin

llegar a ver a nadie, gritó otra vez, hizo una pausa, juró entre dientes y volvió a

marcharse dejando oír sus fuertes pisadas sobre los escalones que conducían a la

buhardilla. Y el ama de llaves acabó de separarse entonces de Sophie dejándose caer

hacia atrás en la oscuridad, desmadejada como una grotesca muñeca de trapo.

Sophie sólo empezó a reaccionar cuando se encontró en la escalera, camino de la

buhardilla, de modo tan sobrecogedor que las piernas, súbitamente debilitadas, no la

aguantaron y tuvo que sentarse. No era el mero hecho de aquella acometida lo que la

dejó anonadada —el lance no era nuevo para ella, pues casi había sido violada por

una guardiana unos meses antes, poco después de su llegada—, ni tampoco la

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reacción de Wilhelmine, que mostró un demencial interés, cuando Höss hubo

desaparecido escalera arriba, por no perder la privilegiada seguridad de que gozaba

(«No debes decirlo al comandante —dijo con tono regañón a Sophie, pero luego le

repitió las mismas palabras con implorante humildad. Y antes de echar a correr a

través de la puerta, aún añadió—: ¡Nos mataría a las dos!») Por un momento Sophie

pensó que aquella comprometedora situación le había dado, casualmente, cierta

ventaja sobre el ama de llaves. A no ser… A no ser (y este pensamiento, que la asaltó

de improviso, le hizo flaquear las piernas y sentarse, temblorosa, en un peldaño de la

escalera) que aquella falsaria convicta, con tanto poder en aquella casa, se pusiera a

cubierto ante la posibilidad de que trascendiera la verdad de aquel fallido acto

venéreo volviéndose contra Sophie, resarciéndose de su frustración mediante la

conversión del amor en venganza, yendo al comandante con algún cuento sobre la

mala conducta de su secretaria (específicamente, que era la otra la que había iniciado

la seducción), con lo que echaría a perder los planes que Sophie había forjado para

asegurarse un futuro mejor que el que se le presentaba. Teniendo en cuenta cuánto

detestaba Höss la homosexualidad, sabía lo que le sucedería si se urdía tal escándalo,

y en el acto sintió —como la habían sentido sus privilegiados compañeros de

reclusión en su asfixiante limbo saturado de terror— la fantasmal aguja que vertía a

chorros la muerte en el centro de su corazón.

Acurrucada en la escalera, se inclinó hacia adelante y se cogió la cabeza con

ambas manos. La confusión que bullía en su mente le causaba una ansiedad casi

insoportable. Ahora, después del episodio con Wilhelmine, ¿se hallaba en mejor

situación o el peligro que corría era aún mayor? No lo sabía. La potente sirena del

campo de concentración —de tono agudo, armónico, más o menos en si menor y que

siempre le recordaba algún acorde parcialmente recuperado de Tannhäuser— hendió

la mañana señalando las ocho en punto. Nunca había llegado tarde a la buhardilla

pero ahora iba a hacerlo, y al pensar en su retraso y en la impaciencia con que la

estaría esperando Höss —que medía el tiempo por décimas de segundo—, se sintió

invadida por el terror. Se levantó y continuó subiendo; se sentía febril y decaída. Eran

demasiadas las cosas que tenía que resolver al mismo tiempo. Demasiados los

pensamientos que debía poner en orden, demasiadas las inquietudes y aprensiones

que la abrumaban. Si no sabía dominarse, hacer todos los esfuerzos necesarios para

guardar su compostura, podría derrumbarse aquel mismo día como una marioneta que

hubiese representado su espasmódica danza movida por hilos y que, abandonada por

su dueño, cayera exánime como un pingajo. Una pequeña pero irritante molestia en el

pubis le recordó el hurgador hocico del ama de llaves.

Jadeante por la ascensión, llegó al rellano del piso de debajo de la buhardilla,

donde una ventana medio abierta le dejó contemplar una vez más la vista del lado

oeste con su yermo campo de instrucción que subía, en suave declive, hacia el grupo

de álamos, detrás de los cuales aparecían los incontables vagones de carga, formando

una pardusca hilera que había tomado el color del polvo de Serbia y de las llanuras

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húngaras. Desde el encuentro con Wilhelmine, las puertas de los vagones habían sido

abiertas por los guardianes, y ahora más centenares de prisioneros procedentes de

Grecia bullían en el andén. A pesar de la prisa, Sophie se sintió impelida a detenerse

para observar la escena por un instante, atraída tanto por el terror como por una

morbosa curiosidad. Los álamos y la horda de guardianes de las SS ocultaban la

mayor parte de la escena. No podía ver claramente las caras de los judíos griegos. Ni

era capaz de decir cómo vestían: el color dominante era un gris desvaído. Sin

embargo, destacaban en el andén los destellos y revoloteos polícromos de algunas

prendas: verdes, azules y rojos, la aparición y desaparición aquí y allá, de un tono

mediterráneo. Estas llamativas manchas hicieron que Sophie se sintiese vivamente

atraída por un país que sólo había visto en los libros, pero que le recordó unos versos

infantiles del pensionado, cantados por la enjuta hermana Bárbara en su cómico y

tosco francés eslavo:

Ô que les îles de la Gréce sont belles!

Ô contempler la mer à l’ombre d’un haut figuier

et écouter tout autour les cris des hirondelles

voltigeant dans l’azur parmi les oliviers!

[16]

Creía que ya se había acostumbrado a aquel olor que todo lo invadía, o que por lo

menos se había resignado a él. Pero en aquel momento, el pestilente hedor de carne

humana consumida por el fuego irrumpió con tanta intensidad en sus ventanas

nasales, fue tan violento el modo como dominó su sensibilidad que sus ojos se

desenfocaron y la muchedumbre que llenaba el distante andén —el cual, en el último

instante, le pareció una fiesta campestre contemplada de lejos— empezó a

desaparecer de su vista. E involuntariamente, con incontenible horror y repugnancia,

se llevó la yema de los dedos a sus labios.

… La mer à l’ombre d’un haut figuier…

Estas desagradables sensaciones, junto con la evidencia del lugar donde Bronek había

conseguido los higos, hicieron que Sophie los sintiera agriamente, ya licuados, en su

garganta, de la que salieron despedidos para formar un charco en el suelo, entre sus

pies. Con un gemido, apoyó la cabeza en la pared, junto a la ventana, y así

permaneció unos momentos, jadeando e intentando acabar de vomitar. Entonces sus

débiles piernas se apartaron de aquella inmundicia y cayó de manos y rodillas sobre

las baldosas, vencida por la aflicción, hundida por un sentimiento de desolación y

desamparo jamás experimentado con tanta intensidad.

Nunca olvidaré lo que Sophie me dijo sobre aquellos momentos: de pronto, se dio

cuenta de que no podía recordar su propio nombre.

—¡Dios mío, ayúdame! —gritó en voz alta—. ¡No sé quién soy!

Y permaneció todavía unos instantes en el suelo, en la misma posición, temblando

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como penetrada por el más terrible frío ártico.

Despreocupadamente, el reloj de cuco del dormitorio de Emmi, la de la cara de

luna, dejó oír la hora con ocho de sus gorjeos. El pajarraco llevaba por lo menos un

retraso de cinco minutos, observó Sophie con grave interés y satisfacción. Y,

lentamente, se levantó y subió los últimos peldaños que conducían al vestíbulo del

despacho, situado en un nivel ligeramente inferior a éste, donde las fotografías de

Goebbels y Himmler sobre las desnudas paredes campeaban como único ornamento.

Luego subió lo poco que le faltaba hasta llegar a la puerta de la buhardilla,

entreabierta, en la parte superior de cuyo marco se leía, con letras cinceladas en la

madera, el sagrado lema de la funesta hermandad: «Mi honor es mi lealtad». A pocos

pasos en su elevado nido de ave de rapiña, esperaba Höss bajo la imagen de su señor,

rodeado de soledad y de una blancura tan inmaculada que cuando Sophie entró,

vacilante, en el despacho, le pareció que sus paredes, a la resplandeciente claridad de

aquella mañana otoñal, estaban bañadas de una luz incandescente y cegadora.

—Guten Morgen, Herr Kommandant—dijo Sophie dando a Höss los buenos días.

Durante el resto del día, Sophie no pudo apartar de su mente la preocupante

noticia de que Höss iba a ser trasladado a Berlín, lo que significaba que debía actuar

con presteza si quería conseguir sus propósitos. Así pues, llegada la tarde, decidió

insinuarse, y rezó en silencio por el aplomo y la sangre fría que necesitaba para poner

en práctica su plan. Mientras esperaba que Höss regresara a la buhardilla tras haber

hablado con su ayudante, y en tanto que sus emociones volvían a un estado que

pudiéramos llamar normal después de la exaltación provocada por el breve pasaje de

La Creación de Haydn, reflexionó, más animada sobre los interesantes cambios

observados en el comandante. Su actitud relajada, en primer lugar, y después su torpe

pero sincero intento de conversación, seguido del insinuante contacto de su mano con

su hombro (¿o daba demasiada importancia a eso?) mientras ambos contemplaban el

semental árabe: todo ello le parecía indicar que algo se resquebrajaba en la

inexpugnable máscara del comandante.

También pensaba en la carta para Himmler que Höss le había dictado respecto al

estado de los judíos griegos. Antes de aquel momento, Sophie nunca había transcrito

ninguna que no estuviese relacionada con asuntos polacos o con su propio idioma (de

las cartas oficiales a Berlín solía encargarse el sargento primero picado de viruelas

del piso de abajo, que subía ruidosamente la escalera a intervalos para mecanografiar

y remitir los mensajes de Höss a los diferentes jefes mecánicos y «procónsules» de

las SS). Finalmente, razonablemente maravillada, recordó la carta para Himmler. El

mero hecho de que la hubiera hecho confidente de un tema tan delicado, ¿no

indicaba…? ¿Qué? Pues la seguridad de que le había concedido, por la razón que

fuera, una confianza con la que pocos prisioneros —incluso prisioneros de su mismo

nivel— podrían soñar nunca, y la certeza de que antes de que terminase el día se

habría acercado mucho más a él. Pensaba que tal vez ni siquiera tendría que utilizar el

panfleto (tal padre, tal hija) que llevaba escondido en una de sus botas desde el día

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que dejó Varsovia.

Höss ignoró lo que ella temía que pudiera ser un contratiempo —sus ojos

enrojecidos por el llanto— cuando irrumpió, furioso, en la habitación. Sophie oyó

retumbar rítmicamente abajo La polca del barrilito. Él llevaba una carta en la mano,

que al parecer acababa de serle entregada por su ayudante. La cara del comandante

estaba roja de cólera; una vena, semejante a un gusano, surcaba su frente justo bajo la

línea donde empezaba a crecerle el pelo:

—Saben que es obligatorio escribir en alemán, esa maldita gente. Pero ¡rompen

las reglas a cada momento! ¡Yo los mandaría a todos al infierno, a esos estúpidos

polacos! —Entregó la carta a Sophie—. ¿Qué dice?

—«Honorable comandante…»—comenzó ella.

Traduciendo con rapidez, Sophie le dijo que el mensaje (característicamente

servil y halagador) era de un subcontratista, suministrador de grava para la fábrica de

hormigón del campo de concentración, quien decía que no podría transportar dentro

de los plazos previstos la cantidad de grava que le habían encargado, por lo que pedía

una prórroga al comandante. Motivaba aquella súplica el estado extremadamente

húmedo de los terrenos que rodeaban su cantera, lo que no sólo había causado varios

derrumbes, sino que también había reducido el ritmo de trabajo de su equipo. Por eso,

si el honorable comandante (siguió leyendo Sophie) se dignaba atender a su ruego,

los plazos de entrega quedarían alterados de la siguiente manera…

Höss interrumpió bruscamente la lectura con un áspero: «¡Basta!» —mientras

encendía un cigarrillo con la colilla del otro, escena que terminó con un violento

ataque de tos por su parte.

La carta había desatado la furia del comandante. Frunció los labios ofreciendo la

caricatura de una boca deformada por la tensión y murmuró:

—¡Basta!

Y ordenó enseguida a Sophie que hiciera una traducción de la carta para el

Hauptsturmführer de las SS Weitzmann, jefe de la sección de construcciones del

campo, junto con una nota escrita a máquina que decía: «Constructor Weitzmann:

Encienda un fuego debajo de ese gandul y haga que se mueva».

Y en aquel preciso instante —mientras dictaba estas últimas palabras—, Sophie

se dio cuenta de que Höss era atacado por una de sus horribles jaquecas con

prodigiosa rapidez, como si un rayo hubiera encontrado un camino conductor entre la

carta del vendedor de grava y la cripta o laberinto del interior del cráneo donde la

migraña esparce sus feroces toxinas. Sudaba copiosamente. Se llevó la mano a un

lado de la frente con un desesperado ballet de blancos y nudosos dedos, y sus labios

se curvaron hacia fuera para mostrar una falange de rechinantes dientes en una fuga

de dolor. Unos cuantos días antes, Sophie ya había sido testigo de uno de estos

ataques, aunque mucho más benigno; ahora había vuelto la misma jaqueca, pero con

su máxima intensidad. Loco de dolor, Höss dio un pequeño silbido.

—Mis pastillas —dijo—, por el amor de Dios, ¿dónde están mis pastillas?

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Sophie corrió hacia la silla que había al lado del camastro, sobre la que él tenía el

frasco de ergotamina que usaba para calmar sus ataques. Llenó un vaso con agua de

vina garrafa y junto con dos tabletas lo dio al comandante, quien se tragó el

medicamento y dirigió la mirada hacia ella, una mirada extraña y medio salvaje con

la que parecía querer expresar las proporciones de su angustia. Entonces, lanzando un

suspiro y con la mano sobre la frente, se echó sobre el camastro, donde quedó con los

ojos fijos en el blanco techo.

—¿Llamo al médico? —dijo Sophie—. Recuerdo que la última vez le dijo a

usted…

—Déjelo —replicó Höss—. Ahora no puedo soportar nada.

Su voz tenía un tono agudo, acobardado, quejumbroso, semejante al lamento de

un perrillo lastimado.

Cuando le dio el último ataque, cinco o seis días antes, el comandante ordenó a

Sophie que bajara al sótano, como si no quisiese que nadie, ni siquiera ella,

presenciara su aflicción. Sin embargo, ahora se limitó a volverse sobre el camastro,

donde permaneció acostado de lado, rígido y sin otro movimiento que una fatigosa

respiración. Al ver que no le decía ni indicaba nada más, Sophie se puso a trabajar:

empezó por mecanografiar una traducción libre de la carta del contratista con la

máquina alemana, percatándose de nuevo, sin preocupación ni excesivo interés, de

que el ruego del suministrador de grava (¿podía un contratiempo tan pequeño, se

preguntó sin encontrar respuesta, haber desencadenado por sí solo la cataclísmica

jaqueca del comandante?) significaba dejar nuevamente en suspenso la construcción

del proyectado crematorio de Birkenau. La paralización de las obras, o su marcha

lenta —es decir, la aparente incapacidad de Höss para orquestar a su propia

satisfacción todos los elementos de suministro, dirección y realización de aquel

nuevo complejo compuesto de un horno y una cámara de gas, cuya terminación

llevaba un retraso de dos meses—, era la mayor de las espinas que lo atormentaban:

con toda claridad, ahí estaba la causa del nerviosismo y la ansiedad que Sophie había

observado en él aquellos últimos días. Y si ésta era la razón de su jaqueca, como ella

sospechaba, ¿era también posible que el hecho de no haber conseguido terminar la

construcción del crematorio según estaba programado tuviese alguna relación con su

traslado a Alemania? Estaba escribiendo la última línea de la carta y haciéndose al

mismo tiempo estas preguntas cuando la sobrecogió la voz del comandante. Y al

volver los ojos hacia él, casi tuvo la certeza, con una mezcla de esperanza y

aprensión, de que Höss la había estado observando durante varios minutos desde el

camastro en que yacía. El comandante le hizo una señal con la mano y ella se levantó

y fue hacia su lado, pero al no recibir indicación de que se sentara, se quedó de pie.

—Estoy mejor —dijo Höss con voz pausada—. La ergotamina hace milagros. No

sólo calma el dolor sino que alivia las náuseas.

—Me alegro, mein Kommandant—respondió ella.

Sophie sintió que le temblaban las rodillas y, sin saber por qué, no se atrevió a

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mirarlo cara a cara. Fijó los ojos en el primer objeto que encontró: el heroico Führer

con su centelleante armadura de acero, con su mirada resuelta y serena bajo el

mechón de su frente, mientras miraba hacia el Valhalla y hacia un indiscutible futuro

milenario. Parecía irreprochablemente benigno. De pronto, al recordar los higos que

había vomitado horas antes en la escalera, Sophie sintió una punzada de hambre en el

estómago y aumentó el temblor de sus piernas. Por un buen rato, Höss no dijo nada.

Ella no podía mirarlo. Durante aquel silencio, ¿estaría contemplándola, midiéndola,

valorándola? «Vamos a tener un barrilito de alealealegría», decían en coro las voces

de abajo, cantando la seudopolca que seguía su curso al ritmo de imprecisos arpegios

de acordeón.

—¿Cómo vino usted aquí? —dijo por fin el comandante.

—Fue a causa de una lapanka —dijo Sophie con toda espontaneidad—, o sea lo

que nosotros, los de habla alemana, llamamos ein Zusammentreiben…, una redada, en

Varsovia. Fue al principio de la primavera pasada. Como digo, yo me hallaba en

Varsovia, en un vagón de tren, cuando la Gestapo dio aquella batida. Me encontraron

con cierta cantidad de carne cuya venta estaba prohibida, parte de un jamón…

—No, no… —la interrumpió Höss—, no cómo vino a parar al campo de

concentración, sino cómo logró salir de los barracones de mujeres. Quiero decir cómo

fue que la seleccionaron como taquígrafa. Muchas de las mecanógrafas son mujeres

civiles. Civiles polacas. Pero no son muchas las prisioneras que tienen la suerte de

obtener un puesto de taquígrafa. Puede sentarse.

—Sí, tuve esa suerte, mucha suerte —dijo, sentándose.

Notó en su propia voz que estaba más relajada; lo miró con fijeza. Vio que aún

sudaba desesperadamente. Boca arriba ahora, medio cerrados los ojos, permanecía

rígido y húmedo bajo la luz del sol. El comandante allí tendido, bañado en su propia

transpiración, tenía un extraño aspecto de desamparado. Su camisa caqui estaba

empapada de sudor, y también su rostro, con gotas que formaban una multitud de

diminutas ampollas. Pero a decir verdad, parecía haber dejado de padecer, aunque

daba la impresión de que su sufrimiento inicial lo había torturado de arriba abajo, de

que incluso había alcanzado los húmedos rizos de pelos rubios visibles entre dos

botones de la camisa a la altura del vientre, de que había llegado hasta los pelos,

también rubios, de su cuello y muñecas.

—En realidad, no pude tener más suerte. Creo que fue cosa del destino.

Tras un instante de silencio, Höss preguntó:

—¿Cosa del destino? ¿Qué quiere decir?

Sophie decidió arriesgarse en aquel momento, aprovechar la oportunidad que él

acababa de darle, por absurdamente insinuantes y atrevidas que pudieran parecer sus

palabras. Tras aquellos meses de privilegio y tras la momentánea ventaja que le daba

la actitud del comandante, seguir representando el papel de esclava muda le habría

resultado más perjudicial que parecer atrevida o, incluso, que correr el serio peligro

de ser considerada una verdadera insolente. «Por lo tanto, adelante», se dijo, aunque

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se propuso no excederse y mantener en su voz el ligero tono quejumbroso de quien ha

sido atormentado injustamente:

—Digo que es cosa del destino porque fue el destino lo que me condujo a usted

—respondió, consciente de lo melodramáticas que resultaban sus palabras—, y

porque sólo usted, ahora me he convencido de ello, lo comprendería.

Él no dijo nada. Abajo, La polca del barrilito fue reemplazada por una selección

de canciones tirolesas. El silencio de Höss la inquietaba, y de súbito notó que estaba

siendo observada con desconfianza. Quizás estaba cometiendo una terrible

equivocación. Su inquietud aumentó. Por Bronek (y por lo que ella misma había

observado) sabía que el comandante odiaba a los polacos. ¿Qué diablos podía hacerle

pensar que ella era una excepción? Aislada de la pestilencia que esparcían los

crematorios de Birkenau, la caliente habitación olía a revoque enmohecido, a polvo

de ladrillo y a madera empapada de agua. Era la primera vez que Sophie advertía

aquella emanación, un olor que le recordó el de los hongos. En medio del embarazoso

silencio que se había producido entre ellos dos, podía oírse el zumbido de las moscas

aprisionadas. El ruido del entrechocar de vagones era apagado, débil, casi inaudible.

—¿Comprendería…? ¿Qué? —dijo por fin Höss en un tono distante, dando sin

embargo a Sophie otra pequeña ocasión aprovechable.

—Que usted comprendería que se ha cometido un error. Que no soy culpable de

nada. Quiero decir que no soy culpable de nada verdaderamente grave. Y que debiera

ser puesta inmediatamente en libertad.

«Ya está», se dijo. Ya lo había soltado: con desenvoltura y suavidad; con un

vehemente fervor que la sorprendió a ella misma, acababa de pronunciar las palabras

que había ensayado sin cesar durante los últimos días, preguntándose si llegaría a

tener suficiente valor para hacerlas salir de sus labios. Ahora, los latidos de su

corazón eran tan rápidos y violentos que le causaban dolor en el pecho, pero se sentía

orgullosa de la manera en que había conseguido dominar su voz. También estaba

segura de su melifluo y atractivo acento vienés. El pequeño triunfo la empujó a seguir

adelante:

—Sé que tal vez pensará que acabo de decirle una tontería, mein Kommandant.

Debo reconocer que, a primera vista, lo que le he dicho es improcedente. Pero pienso

que admitirá que en un lugar como éste (tan grande y con tanta gente que controlar)

pueden haber algunos errores, algunas equivocaciones graves. —Hizo una pausa,

escuchando el latir de su propio corazón, preguntándose si él podría oírlo, pero

consciente de que su voz no había vacilado—. Señor —continuó, procurando que se

notara su tono de súplica—, espero que me creerá si le digo que mi reclusión en este

sitio es un terrible error judicial. Como puede ver, soy polaca y, sí, fui culpable del

delito de que se me acusó en Varsovia: pasar carne de contrabando. Pero fue un delito

menor, ¿se da usted cuenta? Sólo intentaba dar algo de comer a mi madre, que estaba

muy enferma. Y me apresuro a decirle que aquello no fue nada en comparación con el

carácter de mis antecedentes, de mi educación. —Dudó, presa de una tumultuosa

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agitación. ¿No estaría yendo demasiado lejos? ¿Debía detenerse ahora y dejar que él

diera el próximo paso o era mejor proseguir? Lo decidió al instante: ir al grano, ser

breve, pero seguir adelante—. Mi caso es el siguiente, ¿sabe, señor? Soy originaria de

Cracovia, perteneciente a una familia apasionadamente partidaria de los alemanes, a

la vanguardia, desde hace muchos años, de los incontables admiradores del Tercer

Reich. Mi padre era, desde lo más profundo de su alma, un Judenfeindlich…

Höss la detuvo con un pequeño gruñido.

—Judenfeindlich —susurró lentamente—. Judenfeindlich… ¿Cuándo cesaré de

oír la palabra «antisemítico»? ¡Dios mío, estoy cansado de escucharla! —Dejó

escapar un ronco suspiro—. Judíos… ¿Cuándo dejaré de tener algo que ver con los

judíos?

Sophie se contuvo ante su excitación al sospechar que había errado el tiro; había

ido más allá de lo que hubiera deseado. El modo de pensar de Höss no tenía nada de

absurdo pero, incansable y obsesivo como el morro de un oso hormiguero, se

permitía muy pocas desviaciones. Un momento antes, cuando el comandante había

preguntado: «¿Cómo vino usted aquí?» y luego especificó que de qué manera, quería

decir exactamente esto, y ahora no quería hablar del destino, ni de errores judiciales,

ni de cuestiones Judenfeindlich. Como si las palabras de Höss hubiesen caído encima

de ella como una ráfaga de viento del norte, Sophie cambió de rumbo pensando:

«Será mejor que haga lo que él dice; le diré la verdad. Seré breve pero le diré toda la

verdad. Al fin y al cabo, él mismo podría averiguarla si quisiera».

—Así, señor, le explicaré cómo fui seleccionada como taquígrafa. Fue a causa de

un altercado que tuve con una Vertreterin en los barracones cuando llegué al campo el

pasado mes de abril. Era la ayudanta de la jefa del bloque. Aquella mujer me causaba

terror, de veras, porque…

Dudó, cautelosa sobre la importancia que debía dar al cariz sexual del lance que

el tono de su voz, no lo ignoraba, ya había sugerido. Pero los ojos de Höss, abiertos

ahora de par en par y al mismo nivel que los de ella, anticiparon lo que Sophie

intentaba decir.

—Seguro que era una lesbiana —dijo él. Su voz denotaba cansancio, pero

también mordacidad e irritación—. Una prostituta, una de esas puercas miserables de

los barrios bajos de Hamburgo fue a parar a Ravensbrück y se introdujo en aquel

cuartel general, y fue enviada aquí junto con otras de la misma calaña con la idea

equivocada de que las disciplinarían a ustedes…, a las prisioneras. ¡Qué farsa! —

Hizo una pausa—. Esa mujer era una lesbiana, ¿verdad? Y se le insinuó, ¿no es

cierto? No podía suceder otra cosa. Es usted una joven muy hermosa. —Sophie se

preguntó si aquello tendría algún significado especial—. Detesto a los homosexuales

—prosiguió Höss—. Sólo imaginarme a esa gente entregándose a esos actos, a esas

prácticas animales, me da náuseas. Ni siquiera puedo soportar la visión de ninguno de

ellos, ya sea hombre o mujer. Pero es algo con lo que hay que enfrentarse en los

lugares de reclusión. —Sophie pestañeó. Como en un fragmento de película

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proyectado a la temblequeante velocidad de otros tiempos, vio la loca escena de

aquella mañana, cómo la llameante mata de pelo de Wilhelmine se apartaba de su

entrepierna, separados sus hambrientos y húmedos labios para lanzar un «¡Oh!» de

terror, compartido por sus centelleantes ojos. Observando ahora la repugnancia que

mostraba el rostro de Höss mientras pensaba en el ama de llaves, se vio forzada a

reprimir algo que no sabía si sería un grito o una carcajada—. ¡Algo increíble! —

añadió el comandante, frunciendo los labios con expresión de desprecio.

—No fueron sólo insinuaciones, señor. —Sophie sintió que se ruborizaba al hacer

esta aclaración—. Intentó violarme. —No recordaba haber pronunciado nunca la

palabra «violar» en presencia de un hombre, y aumentó en sus mejillas el ardor de su

sonrojo para ir decreciendo poco a poco—. Fue muy desagradable. Nunca hubiera

creído que el deseo de una mujer por otra mujer pudiese ser tan… tan violento. Pero

fue para mí una lección.

—En cautividad, la gente se comporta de modo diferente, de maneras extrañas.

Cuente, cuente… —Pero antes de que ella pudiese responder, Höss había alargado la

mano hacia el bolsillo de su chaqueta, extendida sobre la otra silla que había al lado

del camastro, y tomó de uno de los bolsillos una barra de chocolate envuelta en papel

de estaño—. Es curioso —dijo con voz clínica, abstracta— lo que me sucede con

estas jaquecas. Primero me producen unas tremendas náuseas. Y después, tan pronto

como el medicamento empieza a surtir efecto, me entra un hambre atroz.

Rasgó el papel metálico del chocolate y le ofreció la barra. Vacilante y

sorprendida, pues se trataba del primer gesto de aquella naturaleza por parte de él,

Sophie rompió un trozo de chocolate y se lo tragó entero con gran avidez, a sabiendas

de que traicionaba su intención de mostrarse indiferente y natural. Pero no importaba.

Prosiguió su relato, hablando con rapidez, mientras observaba cómo Höss

devoraba el resto del chocolate. Sophie era consciente de que el reciente asalto a su

sexo por la hipócrita ama de llaves del hombre a quien estaba hablando le permitía

expresarse en un tono espontáneo, e incluso vivaz, que no habría podido mostrar en

otras condiciones:

—Sí, la mujer era una prostituta y una lesbiana. No sé de qué lugar de Alemania

procedía, creo que del norte, pues hablaba en bajo alemán, pero era una mujer

corpulenta, y, sí, intentó violarme. Ya hacía días que me había echado el ojo. Y una

noche, en las letrinas, se me acercó. Al principio no hizo ningún gesto de violencia.

Me prometió comida, jabón, ropa, dinero, de todo. —Sophie se detuvo un momento

con la mirada fija en los ojos azul violeta del comandante, que la escuchaba y

observaba fascinado—. Yo tenía un hambre terrible pero, también como a usted,

señor, me repugnan los homosexuales, y no me fue difícil resistir, decirle que no.

Intenté apartarla de mí de un empujón. Entonces, la Vertreterin se puso furiosa y me

atacó. Protesté a gritos y comencé a forcejear con ella, a pesar de que me tenía

acorralada contra la pared y no paraba de manosearme. Suerte que, de pronto, entró la

jefa del bloque.

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»La jefa del bloque puso fin al incidente —prosiguió Sophie—. Hizo salir a la

Vertreterin y a mí me dijo que la acompañara a ella a la habitación que había en el

fondo del barracón. No era de mala ralea, ni una prostituta, como dice usted. Al

contrario: se mostró amable, aun tratándose… tratándose de quien se trataba. Me

había oído gritar a la Vertreterin, según dijo, y le sorprendió que, aun cuando yo era

polaca como todas las mujeres que habían llegado recientemente al barracón, hablase

el alemán con aquella perfección. Charlamos un rato y me pareció que le había caído

bien. No creo que fuera lesbiana. Dortmund era su ciudad natal. Quedó encantada de

mi alemán. Dejó entender que tal vez podría ayudarme. Me invitó a una taza de café

y luego me dijo que me marchara. Después tuve ocasión de verla varias veces y

siempre me llevé la impresión de que me había tomado cierto aprecio. No tardó

mucho en decirme que volviera a su habitación, en la que se hallaba uno de los

suboficiales de usted, señor. Era el Hauptscharfiihrer Gunther de la oficina

administrativa del campo. Me hizo varias preguntas sobre mis conocimientos y

aptitudes, y al decirle que sabía escribir a máquina y que era taquígrafa en polaco y

alemán, me contestó que quizá podría pasar a la plantilla de mecanógrafas. El

suboficial sabía que escaseaba la gente especializada (en idiomas, además de

mecanografía y taquigrafía). Al cabo de algunos días, volvió al barracón y me dijo

que iba a ser trasladada. Y así fué como… —Höss había terminado de comerse la

barra de chocolate y se incorporó apoyado sobre un codo, disponiéndose a encender

uno de sus cigarrillos—. Quiero decir —concluyó Sophie— que trabajé en la sección

taquigráfica hasta que, hace unos diez días, me dijeron que se me necesitaba aquí

para un trabajo especial. Y aquí…

—Y aquí está usted —la interrumpió él, dando un suspiro—. Ha tenido mucha

suerte.

Lo que hizo entonces Höss la llenó de asombro e inquietud. Alargó hacia ella su

mano libre y, con la mayor delicadeza, cogió algo muy pequeño del borde de su labio

superior; Sophie se dio cuenta de que era una migaja del chocolate que había comido,

y se quedó maravillada al ver que el comandante, que sostenía aquella menudencia

entre el pulgar y el índice, se la llevaba lentamente a la boca. Cerró los ojos, tan

perturbada por la peculiar y grotesca comunión de aquel gesto, que su corazón se

puso a latir de nuevo fuertemente produciéndole un intenso vértigo.

—¿Qué le ocurre? —oyó que decía Höss—. Está usted lívida.

—Nada, mein Kommandant—respondió ella—. Un pequeño mareo. Ya se me

pasa —dijo manteniendo los ojos cerrados.

—¡¿En qué me habré equivocado?! —gritó el comandante, tan fuerte que asustó a

Sophie, quien abriendo de súbito los ojos lo vio saltar del camastro y, ya de pie,

recorrer los pocos pasos que le separaban de la ventana. El sudor empapaba la parte

posterior de su camisa y su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Sophie seguía

observándolo confundida, pero pensaba que el episodio del chocolate habría podido

ser el preludio de algo más íntimo. O tal vez lo había sido: se estaba lamentando ante

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ella de sus problemas como si la conociera desde hacía años. Se golpeó la palma de

una mano con el puño de la otra—. No puedo llegar a adivinar qué es lo que ellos se

imaginan que he hecho mal. A esa gente de Berlín no hay quien los entienda. Exigen

esfuerzos sobrehumanos a un simple ser humano que ha trabajado lo mejor que ha

podido y sabido durante tres años. ¡Son verdaderamente poco razonables! Ellos no

saben lo que es tener que entenderse con contratistas incapaces de cumplir los plazos

acordados, con esos inútiles, esos gandules que cumplen mal sus compromisos de

suministro o que jamás llegan a cumplirlos. ¡Ellos no han tenido que tratar nunca con

esos estúpidos polacos! He hecho lo que he podido con la máxima fidelidad y éste es

el agradecimiento que recibo. ¡Pretenden que ese traslado representa una ventaja para

mí! Tengo que soportar que me echen de aquí para ir a Oranienburg y ver cómo

ponen a Liebehenschel en mi lugar… Liebehenschel, ese insufrible egoísta con fama

de hombre eficiente. Todo ello, ¡un asco! No dan la más ligera muestra de

agradecimiento.

Era extraño: había en su voz más petulancia que cólera o resentimiento.

Sophie se levantó de su silla y se le acercó. Aunque pequeña, entreveía una nueva

oportunidad de llevar adelante sus propósitos.

—Dispense, señor —dijo—. Y perdone mi sugerencia si cree que me equivoco.

¿No podría ser que ese traslado, a pesar de todo, fuese realmente una recompensa

para usted? Es posible que en Berlín hayan comprendido las dificultades con que ha

tenido que enfrentarse, sus penalidades y el grado de agotamiento a que lo ha llevado

su trabajo. Le vuelvo a pedir que me perdone, pero durante los días que llevo en este

despacho no he podido dejar de ver la extraordinaria tensión que lo agobia, la

sorprendente presión… —Con qué cuidado y obsequiosidad se preocupaba por él…

Oía fluir sus propias palabras mientras mantenía los ojos fijos en el cogote de Höss

—. Podría muy bien ser —prosiguió— que se trate efectivamente de premiar su…

dedicación a la tarea que le fue confiada.

Guardó silencio y siguió la mirada de Höss que se dirigía hacia el campo de

abajo. Un caprichoso cambio en la dirección del viento había limpiado el aire, al

menos momentáneamente, del humo de Birkenau, y a la clara luz del sol el hermoso

semental blanco correteaba y brincaba de nuevo junto a la valla del picadero,

sacudiendo la cola y la crin entre una pequeña tormenta de polvo. Aun a través de los

cristales de la ventana, ambos podían oír el vigoroso golpear de sus cascos. El

comandante aspiró aire profundamente y de su garganta salió una especie de silbido;

hurgó en su bolsillo en busca de otro cigarrillo.

—Ojalá estuviera usted en lo cierto —dijo Höss—, pero lo dudo. ¡Si

comprendieran la magnitud, la complejidad de mi trabajo! Parecen no estar enterados

de la cantidad de gente que interviene en esas operaciones especiales. ¡De las

interminables multitudes que incluyen! Esos judíos no paran de llegar de todos los

países de Europa, a miles, a millones, como los arenques que en primavera bullen en

la bahía de Mecklenburgo. Nunca había soñado que hubiera en la tierra tantos hijos

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de das Erwáhlte Volk.

«El Pueblo Elegido». El uso de esta expresión permitió a Sophie llevar su

iniciativa un poco más adelante, ensanchando la brecha por donde había hecho un

avance de limitada importancia.

—Das Erwáhlte Volk. —La voz de Sophie adquirió cierto tono de desprecio al

repetir la expresión del comandante—. El Pueblo Elegido, si me permite decirlo,

señor, sólo tiene derecho a pagar por fin el justo precio de su arrogante actitud al

mantenerse al margen del resto de los humanos…, el justo precio de su postura como

único pueblo merecedor de la salvación. Francamente, no veo cómo podrían escapar

a su justo castigo por una blasfemia mantenida durante tantos años. —De pronto, la

imagen de su padre le pareció monstruosa. Vaciló, llena de ansiedad, y luego siguió

hablando para soltar otra serie de mentiras, otra parrafada de invenciones y falsedades

—. Yo dejé de ser cristiana. Como usted, señor, abandoné esa patética fe tan llena de

pretextos y evasivas. No es, pues, difícil ver por qué los judíos han inspirado tanto

odio a los cristianos, así como a las personas que, como usted, creen en Dios a su

modo, que como usted, un Gottglaubiger, según me dijo esta mañana, son unos seres

justos e idealistas que no hacen más que luchar por un orden nuevo en un mundo

nuevo. Los judíos han amenazado ese orden, y la hora de que sufran por ello no ha

llegado hasta hoy, pero oportunísimamente, digo yo.

Höss seguía de pie en el mismo sitio, de espaldas a Sophie, cuando le respondió

llanamente:

—Habla usted muy apasionadamente sobre este tema. Aun siendo una mujer,

habla como una persona bien documentada respecto a los crímenes de que son

capaces los judíos. Siento curiosidad por este hecho. Son tan pocas las mujeres que

tienen un verdadero conocimiento o una clara comprensión de algo…

—¡Sí, pero yo los tengo, señor! —dijo Sophie, observando cómo el comandante

se volvía lo justo para mirarla, por primera vez en todo aquel rato, con verdadera

atención—. Tengo cierto conocimiento personal de la cuestión, y también cierta

experiencia personal.

—¿Por ejemplo?

Entonces, impetuosamente, aun a sabiendas de que se exponía a cierto riesgo, que

obraba a la ventura, se agachó y se sacó del pequeño escondite de su bota el sobado y

descolorido panfleto.

—¡Ahí tiene! —dijo, radiante frente a él, desplegando el impreso—. He guardado

esto en contra de las reglas; sabía que me arriesgaba. Pero ahora quiero que usted

sepa que estas páginas representan todo lo que siento y sostengo respecto a los judíos.

Sé, por haber trabajado estos días con usted, que la «solución final» siempre ha sido

un secreto. Pero éste es uno de los primeros documentos polacos que sugieren la

«solución final» para el problema judío. Yo colaboré con mi padre (de quien ya le

hablé antes) en la redacción de este escrito. Naturalmente, no espero que lo lea con

detalle, con tantas preocupaciones y problemas como tiene usted. Pero le ruego que

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considere su contenido… Sé, naturalmente, que mis dificultades no tienen

importancia para usted…, pero si pudiese darle una mirada…, quizá podría hacerse

una idea de la gran injusticia que representa mi cautiverio en este lugar… También

podría dar a usted más información sobre mi trabajo en Varsovia a favor del Reich,

cuando revelé el lugar donde se escondían varios judíos, un grupo de intelectuales

judíos que eran buscados desde hacía mucho tiempo…

Sophie había comenzado a hablar inadecuadamente; cierta falta de coherencia en

la exposición de sus ideas le advirtió que debía detenerse y lo hizo. Se esforzaba por

conservar el control de sí misma. Sofocada debajo de su blusón de prisionera, bañada

en el sudor de la esperanza y el acaloramiento, estaba convencida de que por fin

había abierto efectivamente una brecha en la conciencia de Höss, de que había

conseguido aparecer como una realidad tangible y humana en su campo de

percepción. Aunque de modo imperfecto y momentáneo, había establecido contacto

con él; se dio cuenta de ello por la mirada concentrada y penetrante que le dirigió

cuando tomó el panfleto de sus manos, a lo que ella contestó observándolo con

calculada timidez y coquetería. Y un insensato optimismo le hizo recordar un dicho

de los campesinos de Galitzia: «Me estoy metiendo en su oreja».

—Así, mantiene que es inocente —dijo el comandante.

Había en su voz un lejano toque de afabilidad que aumentó las esperanzas de

Sophie.

—Señor, he de repetirle —contestó ella enseguida— que admito mi culpa en el

delito menor de que fui acusada y que fue el motivo por el que me enviaron aquí. Me

refiero al episodio de aquel trozo de jamón. Sólo me permito pedir que este delito de

menor cuantía sea comparado con mis antecedentes, no sólo como polaca

simpatizante con el nacionalsocialismo, sino como veterana activa y plenamente

entregada a la guerra sagrada contra los judíos. La autenticidad del panfleto que tiene

usted en su mano, mein Kommandant, que puede ser fácilmente comprobada, es una

prueba fehaciente de lo que le digo. Imploro a usted, señor, que tiene el poder de

ejercer la clemencia y dar la libertad, que reconsidere las causas de la pena que se me

impuso a la luz de mi comportamiento pasado, y que haga lo necesario para que se

me permita volver a mi vida normal en Varsovia. Es tan poco lo que le pido a usted,

señor, un hombre recto y justo y con la virtud de la clemencia…

Lotte había dicho a Sophie que el comandante era vulnerable a la adulación pero

ahora se preguntaba si no se habría excedido, especialmente cuando Höss, aguzando

su mirada, le dijo:

—Siento curiosidad por su pasión. Por su rabia. En realidad, ¿cuáles son las

verdaderas causas de que odie a los judíos con tanta… intensidad?

Sophie también tenía una historia para aquel momento, basándose en la teoría de

que si bien Höss —a pesar de su mente pragmática— no era incapaz de apreciar el

veneno del antisemitismo en abstracto, al lado primitivo de su mente le gustaría sin

duda saborear un poco de melodrama.

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—Ese documento, señor, contiene mis razones filosóficas, las que desarrollé con

mi padre en la Universidad de Cracovia. Y quiero poner de relieve que habríamos

sentido y expresado nuestra aversión por los judíos aun cuando nuestra familia no

hubiese sufrido una terrible desgracia relacionada con ellos.

Höss fumaba impasiblemente en espera de que Sophie continuara.

—El desenfreno sexual de los judíos es bien conocido; es una de sus peores

características. Mi padre, ya antes de aquel desgraciado incidente…, mi padre era un

gran admirador de Julius Streicher por la razón que le he dicho: aplaudía la forma en

que Herr Streicher había satirizado, tan instructivamente por cierto, ese degenerado

rasgo del carácter judío. Y luego nuestra familia tuvo una cruel razón para aceptar

indiscutiblemente la verdad de las observaciones de Herr Streicher. —Sophie se

detuvo y miró al suelo, como apenada e indignada por un terrible recuerdo—. Yo

tenía una hermana menor que estudiaba en la escuela religiosa de Cracovia; iba un

curso por debajo del mío. Un día, hace diez inviernos, cuando pasaba a última hora

de la tarde cerca del gueto, fue atacada sexualmente por un judío (que resultó ser un

carnicero) que la llevó por la fuerza a una callejuela donde abusó de ella

repetidamente. Físicamente, mi hermana sobrevivió al ataque, pero quedó

mentalmente destruida. Dos años más tarde se suicidó ahogándose, pobrecita. Huelga

decir que aquel terrible hecho confirmó en nosotros, de una vez para siempre, la

profundidad del conocimiento que tenía Julius Streicher de las atrocidades de que

eran capaces los judíos.

—Kompletter Unsinn! —espetó Höss para decir que sólo acababa de escuchar

despropósitos—. Todo eso me suena a bazofia.

Sophie tuvo la misma sensación de quien, caminando tranquilamente por la senda

de un apacible bosque, cae de pronto en un lóbrego abismo. ¿Qué equivocación había

cometido? Sin darse cuenta, dejó escapar un pequeño gemido.

—Quiero decir… —comenzó.

—¡Bazofia! —repitió Höss—. Las teorías de Streicher son una completa

porquería. Su basura pornográfica me repugna. Más que cualquier otra persona, ha

causado un pésimo servicio al partido y al Reich, y también a la opinión mundial, con

sus disparatadas exageraciones sobre los judíos y sus tendencias sexuales. No sabe

nada sobre tales cuestiones. Quienquiera que haya tratado a los judíos atestiguará ante

todo que en el aspecto sexual son pacíficos e inhibidos, nada agresivos, e incluso

patológicamente reprimidos.

—¡Aquello sucedió! —mintió Sophie, desanimada ante aquel obstáculo

imprevisto—. Le juro que…

Höss la interrumpió:

—Me creo que lo que me ha contado tuvo lugar, pero fue un caso insólito, una

aberración de un individuo morbosamente fuera de lo común. Los judíos son

responsables de los mayores delitos, de los más tremendos daños, pero no destacan

como violadores. Lo que Streicher ha escrito en su publicación durante todos estos

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años le ha supuesto el mayor de los ridículos. Si hubiese dicho siempre la verdad,

retratando a los judíos tal como son, es decir, consagrados al monopolio y

dominación de la economía mundial, al envenenamiento de la moral y la cultura, a

intentar derribar los gobiernos civilizados mediante el bolchevismo y otros medios…,

su función habría sido loable y necesaria. Pero su retrato del judío como un diabólico

sátiro con un cipote así de enorme —nombró el pene utilizando la expresión vulgar

Schwanz, lo que sorprendió a Sophie, lo mismo que el gesto que él hizo con las

manos midiendo en el aire un órgano viril de un metro de largo— es un injustificado

cumplido a la masculinidad judía. La mayoría de los judíos que he observado, me

refiero al sexo masculino, son despreciablemente neutros. Casi asexuales. Tirando a

afeminados. Weichlich. Y ello los hace aún más repugnantes.

No había duda: había cometido un craso error táctico respecto a Streicher (Sophie

sabía muy poco del nacionalsocialismo, pero aunque hubiese sabido más, ¿cómo

habría podido suponer la verdadera envergadura de los celos, envidias y

resentimientos, de las luchas y desavenencias entre los miembros del partido en todos

los grados y categorías?), aunque eso parecía no tener importancia en aquel

momento. Höss, sumergido en la azulada humareda de su cuadragésimo cigarrillo

Ibar del día, interrumpió su fugaz examen del panfleto, lo golpeó con las yemas de

los dedos y dijo algo que dio a Sophie la sensación de que su corazón se había

convertido en una bola de plomo ardiente.

—Este documento no significa nada para mí. Aun cuando pudiese usted

demostrar de manera convincente que ha colaborado en su redacción, probaría muy

poco. Sólo que desprecia a los judíos… cosa que no me impresiona lo más mínimo,

tanto más cuanto que me parece un sentimiento muy extendido. —Su mirada se tornó

fría y distante, como si la hubiese fijado en un punto situado varios metros más allá

de la cabeza de Sophie—. Además, al parecer olvida usted que es polaca y, como tal,

enemiga del Reich, el cual seguiría siendo enemigo suyo aunque no fuese

considerada culpable de un acto delictivo. Esto queda confirmado por el hecho de que

algunos de los que ostentan los más elevados puestos de la autoridad (empezando por

el Reichsführer) consideran que usted, todos los suyos y toda su nación son como los

judíos; los juzgan Menschentiere, igualmente despreciables, igualmente

contaminados en el sentido racial, igualmente acreedores de una merecida

reprobación. A los polacos que viven en su país natal se comienza a marcarlos con

una P, señal de mal agüero para todos ustedes, los de aquella tierra. —Vaciló un

momento antes de seguir hablando—. Yo, personalmente, no comparto este punto de

vista; sin embargo, si he de ser sincero, algunos de mis tratos con sus compatriotas,

me han causado tantos disgustos y frustraciones que a menudo he pensado que hay

verdaderos motivos para esta aversión general. Especialmente respecto a los

hombres. Son repelentes por naturaleza. En cuanto a las mujeres, la mayoría son

simplemente feas.

Sophie rompió a llorar aun cuando las censuras de Höss nada tenían que ver con

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ella. Llorar no estaba en sus planes —era lo último que se le habría ocurrido, pues

suponía caer en la sensiblería—, pero no pudo evitarlo. Las lágrimas surcaron su

rostro y no tuvo otro remedio que taparse la cara con las manos. Todo, ¡todo!, había

fallado; su precario punto de apoyo se había derrumbado, y tenía la sensación de

haber caído en el más profundo de los abismos. No había avanzado nada, ni siquiera

había podido intentar la más pequeña incursión. Estaba acabada. Sollozando

irreprimiblemente, seguía de pie con los dedos llenos de pegajosas lágrimas,

presintiendo la llegada de lo peor. Abrió los ojos en la oscuridad de sus manos

ahuecadas y, justo en aquel momento, volvió a sus oídos el ulular de los cantores

tiroleses desde el lejano salón de abajo, acompañados de un conjunto de tubas,

armónicas y trombones con un ritmo pesadamente sincopado.

Und der Adam hat Liebe erfunden,

Und der Noah den Wein, ja!

[17]

La puerta de la buhardilla, que casi siempre estaba abierta, se cerró entonces con

chirrido de bisagras, poco a poco, como una fuerza que actuara contra su voluntad.

Sophie sabía que sólo podía haber sido Höss quien había cerrado la puerta, y oyó

muy bien las pisadas de sus botas cuando volvió hacia ella… y sintió la presión de

sus dedos al agarrarle firmemente el hombro, incluso antes de que ella hubiera podido

alzar la cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Hizo un esfuerzo para detener

su llanto. El estruendo de abajo había quedado amortiguado al cerrarse la puerta.

Und der David hat Zither erschall…[18]

—Ha estado tonteando vergonzosamente conmigo —oyó que él le decía.

Sophie abrió los ojos. Los de Höss mostraban inquietud, inseguridad, y la forma

en que la miró —aparentemente descontrolado, al menos por aquel breve instante—

la llenó de terror, sobre todo porque tuvo la impresión de que el hombre iba a levantar

el puño para descargarlo sobre ella. Pero entonces, con un gran esfuerzo visceral

pareció recuperar el dominio de sí mismo, su mirada se volvió normal, o casi, y

cuando se puso a hablar de nuevo lo hizo con su habitual firmeza militar. Aun así, su

forma de respirar —rápida pero profunda— y cierto temblor de sus labios delataron a

Sophie su agitación interior. Sophie, aún más aterrorizada, sólo pudo identificar

aquellos indicios como un aumento de la furia del comandante hacia ella. Una furia

cuya causa no podía adivinar. ¿El insensato panfleto? ¿Su flirteo? ¿Sus alabanzas a

Streicher? ¿Su condición de puerca polaca? Entonces, inopinadamente, con gran

sorpresa por su parte, Sophie se dio cuenta de que aun cuando la excitación de Höss

tenía su origen en un evidente conato de cólera, no era una cólera provocada por ella,

sino por alguna otra persona o cosa. La presión que ella sentía en el hombro había

empezado a dolerle. El comandante dejó escapar un nervioso resuello.

Luego, aflojando su presa, profirió algo que Sophie percibió en su sensibilidad

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étnica como una cómica repetición de los halagos que Wilhelmine le había dedicado

aquella misma mañana:

—Cuesta creer que es usted polaca, con su soberbio alemán y su aspecto: la tez

rubia y los rasgos de su cara tan típicamente arios. El suyo es un rostro mucho más

bello que el de la mayoría de las mujeres eslavas. Y sin embargo es lo que usted dice

que es: una polaca. —Sophie detectó entonces en la voz de Höss un tono a la vez

discontinuo y zigzagueante, como si su mente estuviera divagando en torno al

amenazador núcleo de algo que le costara expresar—. No me gustan los flirteos,

¿sabe? Puede ahorrárselos si sólo se trata de adularme con el fin de obtener alguna

recompensa. Siempre he detestado a las mujeres que los practican, lo mismo que el

uso crudo y deshonesto del sexo. Me ha puesto usted en un apuro, me ha hecho tener

pensamientos insensatos y me ha distraído de mis deberes. Su flirteo ha sido

tremendamente molesto, y sin embargo…, sin embargo, no puede ser culpa suya: es

usted una mujer extremadamente atractiva.

«Hace ya años, en una de mis idas a Lübeck desde mi granja (yo era muy joven

por aquel entonces), vi en el cine una versión muda de Fausto en la que la mujer que

interpretaba a Margarita, increíblemente hermosa, me produjo una profunda

impresión. Era tan rubia y tenía unas facciones tan perfectas, y una figura tan

atractiva… Pensé en ella por espacio de muchos días, de semanas. Me visitaba en mis

sueños, me obsesionaba. Su nombre en la vida real era Margarete y algo más; ahora

no recuerdo su apellido. Siempre la he recordado simplemente como Margarita.

Tampoco he olvidado su voz. Bueno, la que yo me imaginaba: estaba seguro de que si

hubiera podido oírla hablar, su alemán habría sido purísimo. Más o menos como el de

usted. Vi doce veces la película. Más tarde supe que había muerto, aún muy joven,

creo que de tuberculosis, lo que me causó una tristeza terrible. Pasó el tiempo y acabé

por olvidarla…, o por lo menos dejó de obsesionarme. En realidad, nunca la olvidé

por completo.

Höss hizo una pausa y le oprimió de nuevo el hombro, con fuerza, haciéndole

daño, y ella pensó, conmocionada: «Qué extraño… En realidad, con este dolor me

está expresando algo de ternura…». Abajo, los cantores tiroleses se habían quedado

en silencio. Involuntariamente, cerró con fuerza los ojos, intentando no dejarse

vencer por el dolor que sentía en el hombro, consciente ahora, en la oscura

profundidad de su ser, de los ruidos mortales del campo de concentración: el lejano

entrechocar de vagones y el débil silbido de una locomotora, lúgubres y

estremecedores.

—No ignoro en absoluto que, en muchos aspectos, no soy como la mayoría de los

hombres de mi clase, de los hombres educados en un ambiente militar. Nunca fui uno

de esos individuos. Siempre me he mantenido apartado de los demás. En solitario.

Nunca traté con prostitutas. Sólo he ido a un burdel una vez en mi vida; era muy

joven, en Constantinopla. Fue una experiencia desagradable. La impudicia de las

prostitutas me da náuseas. Hay algo en la pura y radiante belleza de cierta clase de

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mujeres (rubias de piel y de pelo, que pueden, por supuesto, ser algo más oscuras

siempre que sean verdaderamente arias), que me inspira hacia ellas una idolatría que

casi es sagrada adoración. La actriz Margarete era una de ellas…, lo mismo que una

mujer que conocí en Múnich y con la que me relacioné apasionadamente durante

varios años con el resultado de un hijo fuera del matrimonio. Básicamente, creo en la

monogamia. He sido infiel a mi mujer en contadas ocasiones. Pero aquella mujer

era… era el más maravilloso ejemplo de esta clase de belleza: de facciones exquisitas

y sangre nórdica. Me atraía intensamente, pero con un amor ajeno a la cruda y mera

sexualidad y a sus supuestos placeres. Mi pasión tenía que ver con un sublime plan

mío de procreación. Era algo excelso depositar mi semen en tan hermoso receptáculo.

Usted me inspira, y mucho, el mismo deseo.

Sophie mantuvo los ojos cerrados mientras el torrente expresivo de Höss, con sus

resonancias de estilo nazi, con sus imágenes disparatadamente calenturientas y su

pesada ampulosidad teutónica avanzaban por los afluentes de su femenina mente

hasta ahogar casi su razón. Entonces, de pronto, el efluvio del sudoroso torso

masculino penetró en su olfato como una emanación de carne rancia, y oyó que de su

garganta salía un ronco suspiro en el instante en que él la atrajo bruscamente hacia sí.

Notó el contacto de sus codos y rodillas y el áspero roce de su hirsuto rostro. Era tan

insistente en su ardor como su ama de llaves, pero incomparablemente más torpe; los

brazos que la rodeaban parecían multiplicarse, como si fueran las patas de una

enorme mosca mecánica. Contuvo la respiración unos instantes mientras una multitud

de manos hacían en su espalda una especie de masaje. ¡Y el corazón de aquel

hombre! ¡Su alborotado y galopante corazón! Sophie nunca habría concebido que un

simple corazón pudiera latir de forma tan fuerte y desbocada como el que percutía

contra el pecho de ella a través de la empapada camisa del comandante. Estremecido

por un temblor febril, ni siquiera intentó algo atrevido como un beso, aunque ella

sentía una protuberancia —la lengua o la nariz de él— que hurgaba sin cesar en su

oreja. Entonces, un brusco golpe de nudillos en la puerta lo hizo separarse de su

pareja como movido por un potente resorte, al tiempo que lanzaba, sin alzar la voz,

un contrariado:

—Scheiss!

Era su ayudante Scheffler, que por suerte no había oído la excrementicia

exclamación. Scheffler pidió perdón al comandante desde el exterior de la estancia y

le dijo que Frau Höss —que esperaba en aquel momento en el rellano de abajo—

había subido para consultar una cosa al comandante. Pensaba ir al cine del centro

recreativo de la guarnición y quería saber si podía llevarse a Iphigenie consigo.

Iphigenie, la hija mayor, se estaba recuperando de un largo caso de die Gríppe y la

señora quería saber si el comandante consideraba que la muchacha estaba ya bien

para acompañarla. ¿O quizá debía consultarlo al doctor Schmidt? Höss contestó

gruñendo algo que Sophie no pudo entender. Durante este breve intercambio de

palabras, Sophie intuyó en un destello desesperado que aquella interrupción, por su

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típico carácter doméstico, podía destruir para siempre el mágico momento en que

Höss, como un sensible Tristán, tuvo la debilidad de morder el anzuelo. Y, en efecto,

cuando el comandante regresó y volvieron a encontrarse cara a cara, ella tuvo

inmediatamente la certeza de que su presentimiento no la había engañado y de que su

causa se hallaba en gran peligro.

—Cuando volvió hacia mí —me dijo Sophie—, su rostro se veía aún más alterado

y atormentado que antes. Tuve de nuevo la extraña sensación de que iba a pegarme.

Pero no lo hizo. En vez de eso se puso muy cerca y me dijo: «Anhelo copular

contigo». Usó la palabra verkehren, que en alemán tiene más o menos un sentido tan

directo y prosaico como «copular». «Copular contigo sería para mí una evasión,

podría hacerme olvidar muchas cosas.» Pero su cara cambió de repente. Era como si

Frau Höss lo hubiera trastocado todo. Su expresión se calmó y se hizo impersonal,

¿sabes? Me dijo: «Pero no puedo hacerlo ni lo haré; es un riesgo demasiado grande.

Me conduciría al desastre». Se apartó de mí y volviéndose de espaldas fue hacia la

ventana. Oí que añadía: «Además, aquí el embarazo sería impensable». Tuve la

impresión de que iba a desmayarme, Stingo. Tantas tensiones y emociones me habían

debilitado; y creo que también el hambre, pues no había comido nada después de

aquellos higos que luego vomité y el trozo de chocolate que él me ofreció. Se volvió

de nuevo hacia mí, diciendo: «Si yo no viviera aquí, me arriesgaría. Fueran cuales

fuesen tus antecedentes, creo que, espiritualmente, podríamos encontrarnos en un

campo común. Pero en este lugar sería un gran riesgo tener relaciones contigo». Creí

que iba a tocarme o a agarrarme de nuevo, pero no lo hizo. «Y no hemos de olvidar

que ellos quieren librarse de mí y que debo marcharme. Por lo tanto, también tú debes

irte de aquí. Te envío de nuevo al Bloque Dos, al sitio de donde viniste. Te marcharás

mañana.» Entonces se volvió de nuevo, dándome la espalda.

«Estaba aterrorizada —prosiguió Sophie—. Había intentado intimar con él,

¿sabes?, y había fracasado. Tendría que volver al campo de concentración con todas

mis ilusiones rotas. Intenté hablarle, pero no pude; el nudo que sentía en la garganta

me lo impedía, las palabras no me salían de la boca. Aquel hombre iba a echarme de

nuevo a la más terrible oscuridad y yo no podía hacer nada, nada en absoluto. Seguí

con la mirada fija en él esforzándome por hablar. El hermoso caballo árabe aún corría

por el campo y Höss lo observaba desde la ventana. El humo de Birkenau se había

disipado momentáneamente. Oí que el comandante murmuraba algo sobre su traslado

a Berlín. Su tono era muy amargo. Recuerdo haber entendido palabras como

«fracaso» e «ingratitud», y una vez dijo claramente: «Yo sé muy bien que he

cumplido con mi deber». Entonces guardó silencio durante un largo rato, concentrada

toda su atención en el caballo, hasta que por fin le oí decir esto; estoy casi segura de

que fueron exactamente estas palabras: «Escapar del cuerpo humano y seguir

viviendo en la Naturaleza… Ser ese caballo, vivir dentro de ese animal… Esto sería

la verdadera libertad». —Sophie hizo una breve pausa—. Siempre he recordado

aquellas palabras. Fueron tan…

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Y luego cesó de hablar, brillantes los ojos de recuerdos, fija la mirada en un

fantasmagórico pasado que la tenía como hechizada.

«Fueron tan…» ¿Qué?

Después de contarme todo eso, Sophie estuvo sin hablar durante largo rato. Se tapó la

cara con las manos e inclinó la cabeza hacia la mesa, ensimismada en sombríos

pensamientos. Durante su largo relato se había dominado con firmeza, pero ahora la

humedad visible en sus dedos me permitió percibir la amargura con que había

empezado a llorar. Dejé que sus lágrimas corrieran en silencio. Aquella tarde

habíamos permanecido sentados varias horas en una de las mesas del Maple Court.

Hacía tres días de la cataclísmica ruptura de Sophie y Nathan que he descrito en

páginas anteriores. Como recordará el lector, aquella noche tenía que encontrarme

con mi padre, quien había venido a visitarme y se encontraba en un hotel de

Manhattan. (Fue una visita importante para mí —de hecho, decidí volver con él a

Virginia—, por lo que pienso describirla más adelante con la amplitud que merece.)

Cuando, después de unos pocos días pasados en compañía de mi padre, regresé

vencido por el desánimo al Palacio Rosado esperando encontrar el mismo desorden y

desolación de cuando lo dejé, no podía prever que Sophie se encontraría en aquel

lugar. La descubrí casi milagrosamente en su habitación, donde estaba reuniendo en

una maleta lo que quedaba de sus pertenencias. No vi a Nathan por ninguna parte, lo

que me alegró pues me permitió llevar a Sophie —por cierto, corriendo bajo un

explosivo aguacero de agosto— al Maple Court después de nuestro emocionante

reencuentro. Huelga decir que me sentí más que contento al observar la genuina

felicidad de Sophie al verme de nuevo; tanta, por lo menos, como la que sentí yo al

poder contemplar gozosamente su rostro y su cuerpo. Que yo supiera, aparte de

Nathan y quizá Blackstock, fui la única persona del mundo que pudo intimar de veras

con Sophie. En aquel momento, la sentí agarrarse a mi presencia como si en ella

encontrara una fuente de vida.

Se hallaba todavía en un estado de doloroso desconcierto a causa del súbito

abandono de Nathan (me dijo, no sin un espeluznante toque de humor, que se había

contemplado a sí misma varias veces echándose por la ventana del mísero hotel del

Upper West Side donde había languidecido aquellos tres días). No obstante, si la

brusca separación de Nathan había lastimado su espíritu, su aflicción —me di

perfecta cuenta de ello— le permitía abrir más ampliamente las puertas de su

memoria para dar paso a un pasmoso torrente catártico. Pero algo roía mi ánimo.

¿Debía alarmarme por un detalle que no había observado en Sophie hasta aquel

momento? Durante aquella gris y fría tarde, consumió tres whiskis con agua. Aquello

no era exagerado, ni causó la menor vacilación en su voz, pero suponía un

sorprendente comienzo para una persona que, como Nathan, era relativamente

abstemia. ¿Habría debido ser mayor mi preocupación por aquellos vasos vacíos de

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Chenley’s que tenía delante? Según mi costumbre, yo había pedido cerveza y no

presté demasiada atención a lo que podía ser una nueva afición de Sophie. De todos

modos, una razón más poderosa que la indolencia borraría de mi mente su pequeño

exceso en la bebida, pues cuando Sophie reanudó su relato (secándose los ojos y

serenando su voz —como nadie habría podido hacer en semejantes circunstancias—,

para referirse de nuevo a aquel decisivo día cerca de Rudolf Franz Höss), dijo algo

que me sorprendió de tal modo que sentí helarse literalmente mi rostro. Me quedé sin

aliento, y la debilidad que sentí en las piernas me dio la sensación de que se habían

convertido en dos cañas. Y, querido lector, por fin tuve la seguridad de que Sophie no

mentía… Éstas fueron sus palabras:

—¿Sabes, Stingo?, mi hijo estaba allí, en Auschwitz. Sí, tenía un hijo, un chico,

mi pequeño Jan. Me lo quitaron el mismo día de mi llegada. Lo llevaron a un sitio

que ellos llamaban Campo Infantil; sólo tenía diez años. Sé que ha de parecerte

extraño que, con el tiempo que hace que nos conocemos, no te haya hablado nunca de

mi hijo, pero debes comprender que es algo que no he podido contar nunca a nadie.

Es demasiado difícil, incluso, pensar en tal posibilidad. A Nathan sí que se lo conté

una vez, hace ya muchos meses. Se lo dije muy deprisa y a continuación le expresé

mi deseo de que no volviéramos a hablar nunca de ello y de que no llegara a oídos de

nadie más. Si te lo digo ahora a ti es sólo porque no podrías comprender mi

comportamiento con Höss si ignoraras que existió Jan. Pero ésta será la última vez

que te hablo de él, y tú no deberás preguntarme nada al respecto. No, nunca más…

«Así que, aquella misma tarde, mientras Höss miraba el caballo desde la ventana,

le hablé. Sabía que tenía que jugar mi última carta, revelarle lo que au jour le jour,

día tras día, había enterrado dentro de mí misma en mi temor de morir de pena. Debía

hacer algo, rogar, gritar, pedir clemencia, cualquier cosa que conmoviera a aquel

hombre lo suficiente para que mostrara un poco de piedad, si no por mí, al menos

hacia la única cosa viva que había dejado en la tierra. Procuré, pues, controlar mi voz

y le dije: «Herr Kommandant, sé que no puedo pedir mucho para mí y que usted debe

actuar de acuerdo con el reglamento. Pero le pido un favor antes de que me mande de

nuevo al campo de concentración. Tengo un hijo de corta edad en el Campo D, donde

están recluidos todos los otros muchachos. Se llama Jan Zawitowski y tiene diez

años. Sé su número y puedo dárselo. Llegué junto con él, pero hace seis meses que no

lo he visto. Anhelo verlo. Me preocupa su estado de salud, con el invierno ya tan

cerca… Le ruego que vea si hay algún modo de sacarlo de allí. Su salud es delicada y

es aún tan pequeño…». Höss no contestó; sólo me clavó la mirada sin pestañear. Me

desanimé bastante, y noté que estaba perdiendo el dominio de mí misma. Alargué la

mano y toqué su camisa, luego me agarré a ella y dije: «Por favor, si mi presencia le

ha impresionado aunque sea un poco, se lo ruego, haga esto por mí. No le pido que

me suelte a mí, suelte sólo a mi hijito. Hay una manera de hacerlo, yo se lo diré…

Hágalo, por favor. Se lo ruego, ¡se lo suplico!».

«Entonces me di cuenta de que yo, en la vida de Höss, contaba menos que un

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gusano y no era más que Dreck, basura polaca. Me cogió por la muñeca y me apartó

la mano de su camisa al tiempo que decía: «¡Basta ya!». Nunca olvidaré el frenesí de

su voz cuando añadió: «Me es imposible hacer tal cosa. Sería una deslealtad de mi

parte soltar a cualquiera sin tener autoridad suficiente para ello». De pronto, advertí

que había herido terriblemente su sensibilidad con sólo exponerle mis deseos. Me

gritó: «¡Tu sugerencia es ultrajante! ¿Por quién me tomas? ¿Por un Dümmling, por un

estúpido que esperas manejar a tu gusto? ¿Sólo porque te he expresado un

sentimiento especial? ¿Crees acaso que puedes hacerme infringir las normas de

autoridad sólo porque he mostrado cierto afecto hacia ti? ¡Tu actitud no puede ser

más ofensiva!».

»¿Me comprenderás, Stingo, si te digo que no pude aguantarme y me eché sobre

él, rodeándole la cintura con mis brazos e implorando de nuevo, diciéndole «Se lo

suplico» una y otra vez? Pero me di cuenta, por la rigidez de sus músculos y por el

temblor de su cuerpo, de que yo ya no representaba nada para él. Aun así, no pude

detenerme y le rogué: «Por lo menos, déjeme ver al pequeño, déjeme ir a donde se

encuentra, sólo una vez…, por favor, hágalo por mí. Lo comprende, ¿no? Usted

también tiene hijos. Le pido que me permita verlo y abrazarlo una sola vez antes de

que sea devuelta al campo». Al decir eso, Stingo, caí de rodillas ante él; no pude

evitarlo. Sí, caí de rodillas ante él y hundí mi rostro entre sus botas.

Sophie se interrumpió un buen rato, de nuevo con la mirada fija en un pasado que

en aquel momento acaparaba su mente de manera irresistible; bebió varios sorbos de

whisky abstraída, inmersa en una ensoñación de recuerdos. Luego me cogió la mano,

no por ser mía sino por agarrarse a cualquier presencia humana real, fuera la que

fuese, y continuó:

—Se ha hablado mucho de las personas prisioneras en lugares como Auschwitz y

de su modo de comportarse en ellos. En Suecia, cuando me encontraba en el centro

de refugiados, un grupo de los que habíamos estado en campos de concentración (en

Auschwitz o en Birkenau) solíamos comentar cómo actuaban las distintas personas.

Nos preguntábamos por qué determinado hombre se prestaba a convertirse en un

perverso Kapo muy cruel para con sus compañeros de cautiverio, a muchos de los

cuales conduciría a la muerte, sólo por gozar de algunos privilegios. O por qué otro

hombre, o mujer, se distinguía con un acto de valor, a veces a costa de su propia vida,

para salvar a un semejante de la muerte. O por qué tal otro daba su pan, su pequeña

ración de patatas o su aguada sopa a alguien que se estaba muriendo de hambre, para

quedarse a su vez sin nada que llevarse a la boca. O por qué había quien traicionaba o

mataba a otro prisionero sólo por un poco de comida. En los campos de

concentración, la gente se comportaba de maneras muy diferentes: unos con cobardía

y egoísmo, otros con valentía y altruismo; la conducta no era en absoluto uniforme.

Era tan terrible Auschwitz… Sí, Stingo, increíblemente terrible: nunca podías decir si

una persona haría cierta cosa de manera noble y honrada como hubiera podido

esperarse en el mundo exterior. Si esa persona optaba por un acto de nobleza, era tan

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digna de admiración como si hubiese vivido en otro lugar (en realidad, más), pero tal

conducta era alli muy difícil de poner en práctica. Los nazis eran unos asesinos, y

cuando no mataban a los prisioneros los convertían en animales enfermos de cuerpo y

espíritu; por ello, si el comportamiento de las personas no era allí tan noble como

habría sido de desear, o incluso resultaba propio de seres irracionales, había que

comprenderlo, detestándolos tal vez, pero teniendo piedad por ellos al mismo tiempo,

porque también tú estabas expuesto a actuar como un animal en el momento menos

pensado.

Sophie hizo una pausa y cerró apretadamente los ojos como sumida en una

agitada meditación; luego los abrió para fijar de nuevo la mirada en una lejanía

inimaginable.

—Sin embargo —prosiguió—, hay una cosa que sigue siendo un misterio para

mí: el motivo de que me sienta tan culpable por mi conducta allí, aun sabiendo lo que

acabo de decirte y que los nazis me convirtieron en un animal enfermo como a todos

los demás. Y también me siento culpable de seguir con vida. Es una culpa de la que

no puedo librarme, de la que no creo poder librarme jamás… —Hizo otra pausa y

luego añadió con una voz vacilante más por agotamiento que por otra causa—: Y el

hecho de que no pueda deshacerme nunca de esta culpa es lo peor que me dejaron los

alemanes.

Por último, Sophie aflojó la presión de la mano con que retenía la mía y se volvió

para mirarme de frente y decirme:

—Rodeé las botas de Höss con mis brazos. Apreté la mejilla contra aquellas frías

botas de cuero como si fueran de suave y peluda piel o de algo caliente y

reconfortante. ¿Sabes? Creo que llegué a lamerlas, que pasé la lengua por aquellas

botas de nazi. ¿Y sabes otra cosa? Si Höss me hubiera dado un cuchillo o una pistola

y me hubiera dicho que matase a alguien, a un judío, a un polaco, a quien fuese, lo

habría hecho sin dudar un momento, incluso con alegría, si con ello hubiese podido

ver y abrazar a mi hijo siquiera un minuto.

«Entonces oí que Höss decía: «¡Levántate! No puedo sufrir esta clase de

demostraciones. ¡Ponte de pie!». Pero apenas hube comenzado a levantarme, su voz

se suavizó y me sorprendió con estas palabras: «¡Claro que verás a tu hijo, Sophie!».

Era la primera vez que pronunciaba mi nombre. Y luego, Stingo…, ¡oh, Dios mío!,

me abrazó, esta vez de verdad, mientras me decía: «¿Crees acaso que podría

negártelo? Glaubst du, dass ich ein Ungeheuer bin? ¿Crees acaso que soy un

monstruo?»

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