domingo, 15 de septiembre de 2024

La invasión









Rosa y Gustavo estaban nerviosos, el guarda del tren ya había pasado tres veces mirándolos amenazante. De la bolsa de lona escondida bajo el asiento, salía un chillido agudo y estridente.

     -Falta poco.- Murmuró Gustavo mientras el tren abandonaba la última estación antes de La Plata. Un gorro tejido a mano le cubría las orejas, como si el frío matinal del campo le sobreviviese en el cuerpo. Tiritaba,  y el movimiento de la bolsa pasó a sus piernas para estremecerlo aún más.
     Con los brazos cruzados, Rosa se ajustó el abrigo sobre el pecho. Pero la mano derecha, siempre vendada desde que un animal la había mordido meses antes, comenzaba a dolerle con el frío, sin saber ya cómo protegerla. Una llaga constante se incrementaba con el tiempo, junto a la supuración transparente que la volvía loca con su olor penetrante.
     -Tus remedios ya no me sirven. Vamos a la ciudad a ver si me curan.-Le pidió ella muchas veces.
      Entonces debió resignarse a esa verdad, a que no podía o no sabía cómo detener la úlcera en la mano de Rosa. Él, que estudió tanto y curaba a sus vecinos en el pueblo, tuvo que aceptarlo, y decidieron mudarse a la ciudad. Llevaba en el bolsillo el contrato de alquiler para instalar una farmacia en los suburbios.
      Desde lejos vieron los hangares de la estación central, un enorme monumento de hierro que los deslumbró mientras entraban al andén. La gente comenzó a levantarse, a recoger las valijas y acercarse a las puertas. El repiqueteo del tren fue cesando, y el ruido de la muchedumbre crecía.
     -Debiste sedarlo más.- Protestó Rosa.
     -Cómo iba a saber que nos retrasaríamos tanto.- Dijo él, y agarró la bolsa que se agitaba incesantemente. Ya casi no había manera de disimular la presencia de la criatura. La gente los miraba mientras recorrían los pasillos del vagón. El tren se detuvo al fin, y a pesar del ruido de la estación, los gritos del animal sobresalieron, parecidos al jubiloso gemido del que despierta luego de un sueño de varias horas.
     Gustavo quiso abrir la bolsa.
     -Se va a ahogar con esta agitación.- Murmuró al oído de su mujer.
     -¿Estás loco?- Le dijo ella, reteniéndole la mano que estaba a punto de desatar el nudo.-Después, cuando hayamos llegado al negocio. - Pero él metió la mano en la bolsa para acariciar a la criatura y calmarla, mientras el animal jugaba con sus dedos mordiéndolos con suavidad.
     Al descender, el andén era una masa compacta de personas caminando con lentitud hacia los molinetes de salida, tan despacio que ambos comenzaron a sudar bajo los abrigos. Y la bestia, desesperada, terminó de deshacer el nudo y escapó de la bolsa.
     Él intentó detenerla agarrándola de la cola, pero oyó su chillido y la vio huir entre la gente, asombrada de aquel animal raro que pasaba fugazmente a su lado. Rosa se quedó quieta, sin saber qué hacer.
     -Dios santo.- Murmuró.-¿Y ahora cómo me van a curar?
     Traerla fue idea de ella, aunque él no quería. Rosa pensaba que si los médicos estudiaban al animal descubrirían qué gérmenes la infectaban. Gustavo, impotente para negarse, accedió. Le aplicó al animal varias dosis de sedantes, y lo puso en una bolsa con orificios. Sabía que la extraña criatura no iba a ser aceptada en el furgón para animales comunes.
      Al salir de la estación, se encontraron perdidos, y aguardaron a que se disipara un poco la multitud.
     -¿Vieron a un animal suelto?- Le preguntaban a la gente en la calle.
     -¿Un perro? Sí...
     -No, no, es como un conejo, pero con orejas cortas, pelo corto, es... - Y no sabían cómo describirlo.
     Decidieron ir al local y descansar. El negocio ya estaba armado, la farmacia que iban a atender ya estaba preparada para abrir. Durante una semana se turnaron para buscar por los baldíos y parques de los alrededores. Los vecinos le traían cachorros abandonados del mismo color de su criatura, pero los esposos Valverde los rechazaban con paciencia.
     Gustavo comenzó a ser conocido y respetado por sus recetas magistrales. Atendía las urgencias y los partos con más frecuencia que el médico del barrio.  Su mujer se quedaba encerrada en la habitación de atrás, sólo salía de vez en cuando a caminar cerca de la estación, con su mano vendada.
     -Me dieron medicamentos.- Dijo ella un día al volver del hospital.- Preguntaron qué animal me mordió. “Uno muy raro”, les contesté y me puse a llorar, porque voy a perder la mano, Gustavo, ellos me lo dijeron.

     Dos meses más tarde, Rosa comenzó a sufrir una fiebre persistente. Se pasaba todo el día en cama, y a la noche salía sudando a la calle para respirar aire fresco. El olor de su mano envolvía la cama y la casa. Gustavo le curaba la úlcera todas las mañanas, pero aquella mano ya no era sino una masa informe y casi líquida. Quitaba las larvas que se reproducían durante la noche, y las guardaba en un frasco con alcohol.
      Un tiempo después una vecina le dijo:
      -¿Sabe, Valverde? El otro día me encontré un bicho de lo más raro en mi jardín. Se estaba comiendo las plantas, y le di un palazo que lo dejé muerto ahí mismo.
     Anécdotas semejantes se esparcieron por toda la zona. Los vecinos hablaban sobre los extraños animales que aparecían a la madrugada en las calles y jardines. La noticia trascendió en la radio y la televisión local. Los diarios advirtieron sobre el peligro potencial de un grupo de bestias exóticas que salía de los desagües para alimentarse. Los periodistas hicieron entrevistas a la gente del barrio, y todos respondían relatando sus hazañas contra la invasión.
      -¿Estaba preñada?- Le preguntó Rosa una tarde, mientras escuchaban las noticias en la radio, desde la cama. -¿Por qué no me lo dijiste?
      -¿Acaso podíamos hacer otra cosa?
     Prestaron atención a las nuevas medidas contra la plaga. “El gobierno municipal recibirá apoyo para combatir...” Días después empezaron a escucharse tiros durante la noche, o frenadas de automóviles que en la mañana dejaban el cadáver de un animal aplastado contra el asfalto. Gustavo observaba cómo sus criaturas eran exterminadas, pero no podía permitirse emociones.
     Una vez, salió del negocio al oír el chirrido de uos frenos. Poca gente se acercó a mirar lo que ya había dejado de ser una sorpresa. Valverde reconoció el cuerpo de la criatura que había traído del campo, que tal vez volvía en busca su antiguo dueño, entre las laberínticas diagonales de la ciudad. Le acarició el pelaje suave, el hocico que tantas veces había rozado su rostro y sus manos. Puso luego una tela encima de ella, y levantándola se la llevó a la farmacia, hasta el laboratorio armado en el cuarto del fondo.
     Los antibióticos ya no eran eficaces, y Rosa empezó a padecer delirios constantes. Gustavo continuó atendiendo la farmacia con el pensamiento fijo en cómo salvar a sus criaturas. Se levantaba cada mañana con un poco más de desprecio por su mujer, sin poder evitarlo. Por culpa de ella habían llevado al animal hasta la ciudad, adonde no pertenecía, y la pobre bestia huyera asustada entre la multitud.
     En el hospital recomendaron la amputación de la mano de Rosa. Era la única forma de salvarle la vida, dijeron los médicos. Pero Gustavo se negó y no volvieron.

     Una semana más tarde, el aire de la casa comenzó a cambiar. Había desaparecido aquel olor a carne descompuesta, el empalagoso y repulsivo olor naciendo de la mano infecta. Ahora lo reemplazaba un aroma a almendras.
      La gente iba a visitarla más seguido y sintieron aquel nuevo perfume como un síntoma clave de mejoría. Lo felicitaban por haber logrado aquella cura, y cuando se iban, Gustavo volvía a abrir las puertas del armario que ocultaban los frascos de cianuro sobre los estantes, disimulados con la forma de las ampollas de antibióticos. Al quedarse solo con Rosa, vertía parte del contenido en un vaso con agua, en la comida, en el té que ella tomaba todas las noches. Una gota apenas, pero suficiente para que el aliento de su mujer cambiara de una febril putrefacción a la renovada frescura de una fruta. Ella ya no se quejaba y las noches fueron menos dolorosas.
     Los camiones de fumigación recorrían las calles del barrio dos veces por día, repartiendo un humo blanco y sin olor, imperceptible al olfato humano pero mortal para la plaga. Las criaturas entonces salían de los escondites.
     Las calles tuvieron que ser cerradas por una hora cada mañana para retirar los cuerpos. Gustavo se quedaba parado en la esquina, observando cómo las palas mecánicas arrastraban los cadáveres blancos bajo el cielo nublado del invierno. La constante y lastimosa llovizna no lo perturbaba. Ya no sentía frío como antes, se estaba acostumbrando al clima de la ciudad.
     Una mañana se levantó antes del amanecer, mientras ella aún dormía. Abrió la farmacia, y fue a contemplar el retiro matutino de los cuerpos. Pensando en Rosa, resolvió entrar para despertarla. La llamó desde el local, asomándose al pasillo que conducía a su cuarto, pero ella no le contestó. En la habitación, la halló aún acostada, pero inmóvil para siempre, con la mano enferma reposando sobre la cama. Ahogó un suspiro. Después cubrió el cuerpo con una sábana y envolvió la mano con varios paños.
       Luego de cargarla hasta el laboratorio, la sumergió en la pileta de formol. El cadáver de la bestia recogida en la calle días atrás se hundió, volviendo a ascender junto al cuerpo de Rosa. Ambos quedaron flotando boca abajo.
     Al mediodía, una montaña de animales apareció en la esquina, lista para ser removida por las topadoras, expuestas a la inclemencia de la lluvia y el frío. Valverde fue a mirar y se quedó un largo rato reprimiendo el deseo de extender sus manos hacia el montón de cadáveres, como si quisiera rescatarlos a todos. Pero las escondió en los bolsillos al escuchar que alguien le hablaba.
     -Se está mojando.- Le dijo una vecina, que se había acercado a mirar junto a él.
     -No importa.- Contestó.
     -¿Y su mujer, cómo está hoy?
     -Se fue de viaje esta mañana.-Dijo sin abandonar su mirada absorta en la calle.-Regresó al campo, ¿sabe? Ella no puede vivir sin sus animales.






Ilustración: Camile Bofill


sábado, 14 de septiembre de 2024

Sustitutos








Cuando los gemelos Benítez se subieron al Valiant de su padre el día que cumplieron diecisiete años, nadie pudo ver cuál de los dos se sentó frente al volante. Se levantaron más temprano. Pero en lugar de ir caminando a la escuela, entraron al garage con mucho sigilo, en la fría oscuridad de las seis y media de esa mañana de invierno. No pasaron a buscarme como todos los días, sino que tomaron el auto, esperaron a que se calentara el motor, y salieron directamente hacia el colegio.

     La escarcha se deshacía lentamente sobre el parabrisas. Estoy seguro de que adentro se congelaban también, aun con sus bufandas tejidas a mano y los abrigos caros que sus viejos les trajeron del extranjero. Fumaban, y el humo se confundía con el vapor de sus alientos cálidos en contacto con el frío insoportable de aquel día. El olor a nafta impregnaba el aire hasta casi ahogarlos en su  agitado estupor, en aquella ansia que debían sentir antes del crimen.
     Entonces vieron a la señorita Inés, la directora de la escuela, que los había hecho repetir dos veces el mismo curso del bachillerato.
     -Se la agarró con nosotros, nos tiene entre ceja y ceja.-Le había dicho Jorge a sus padres una vez. Daniel aseguraba que era una vieja solterona y resentida que no podía controlar ya a nadie en el colegio, y que por eso descargaba su bronca contra ellos. Muchas veces, los padres de los Benítez estuvieron a punto de cambiarlos de escuela, pero los chicos se habían negado. Era una guerra que querían ganar a toda costa.
     Dos años antes la señorita Inés había recibido la más dura balacera de tizas de su vida. Como una condenada a muerte se quedó frente al pizarrón, de espaldas a la clase, pero la habíamos herido, lo sé. Cuando nos cansamos, los gemelos Benítez continuaron sin detenerse hasta que sonó el timbre del recreo. La señorita, alta, de cara flaca y muslos grandes, con el pelo teñido de rojo y dos aritos de perlas, no lloró. Se dio vuelta, mirándonos con una expresión que mezclaba furia y tristeza. Ese rostro me hizo recordar lo que decían los otros maestros, el rumor que casi era una leyenda en el colegio. Se comentaba que, cuando era joven, la había engañado un hombre. El tipo era casado y le estuvo mintiendo durante dos años. Una vez escuché decir a una de las maestras que él vino a buscarla a la escuela algunas veces, durante ese tiempo. “Hacía un ruido horrible con la suela de los zapatos, era imposible no reconocerlo”, contaba ella, como si fuese lo único importante.
    Como yo estaba parado en mi pupitre después del lío que hicimos aquel día en el aula, la señorita Inés me gritó.
     -¡Julián Santos, está amonestado! ¡Usted y los Benítez vayan a Dirección de inmediato!- Su voz se quebró, se hundió en un abismo del que no saldría sino hasta dos horas después, en el despacho de la que entonces era la directora.
     -Señorita Inés-Le dijo ésta.-Son rebeldes, los jóvenes son rebeldes por naturaleza. Perdónelos por esta vez.
     Nosotros pusimos caras de inocentes. Los Benítez, tan iguales, Dios mío, tan exactos como dos gotas de agua, se rieron a escondidas, y vi la impotencia de ambas mujeres por retarlos. “Jorge”, iban a decir, “Daniel”, se corregían; y ante la posible injusticia de castigar a uno por causa del otro, se abstenían.

     A las siete y cuarto la vieron bajar del colectivo. Caminaba con dificultad desde varios meses antes. Las caderas le dolían, se quejaba siempre. Permanecía sentada en su despacho casi todo el tiempo, y los maestros y alumnos iban hasta su escritorio como ante un trono. Porque comenzó a mandar desde allí como una déspota. Ya no iba a las aulas ni al patio de recreos. Una secretaria senil le pasaba los informes de cada ínfimo detalle ocurrido en la escuela, y ella decidía y ordenaba. “¿Qué hicieron hoy los Benítez?”, preguntaba todas las mañanas, y su rostro no parecía calmarse hasta que no los veía correr en el patio.
     Su pelo rojo ahora estaba desteñido y entrecano, y unos lentes gruesos le ocultaban los ojos.
     -Vas a ver lo que le que te va a pasar, vieja de mierda.- Amenazó Daniel en un murmullo.
     -Le llegó la hora.-Dijo Jorge.
     Y uno de ellos aceleró. Me gustaría saber cuál, pero creo que no importa ya. Ambos eran uno, actuaban como uno solo.
     La señorita Inés cruzó la calle. Seguramente vio con la luz del amanecer, con el sol asomándose por la bocacalle y sobre el empedrado húmedo de rocío, aquel auto de luces encendidas y motor quejumbroso. Pero ella no le hizo caso.
     De pronto, tenía la máquina encima. El paragolpes tocaba sus piernas y el  temblor del cuerpo le retumbaba hasta la nuca. Luego debió sentir el olvido al mirar el cielo, que daba vueltas. Los edificios giraban a su alrededor, y su cabeza parecía aplastada contra la chapa del auto blanco y grande. Un olor a sangre y barro inundó la calle.
     Tal vez en ese instante se acordó de los gemelos Benítez. Estoy seguro que a través del parabrisas descubrió sus rostros satisfechos, y aquella sonrisa que los caracterizaba.
     Hasta  los catorce años, Jorge era más pequeño y bajo, tímido en comparación con su hermano. En esa época ambos eran bruscos, violentos. A veces extremadamente vivos y sutiles. Formaban un mundo aparte en la clase, se rodeaban de escasos amigos y hacían destrozos en todos lados. Se peleaban entre ellos, competían discutiendo y agarrándose a trompadas. Sin embargo, luego de repetir aquellos dos cursos, después de las batallas casi cruentas con la señorita Inés, de las que salían con una bronca cada vez mayor y más contenida, un día comenzaron a cambiar.
     Jorge creció, su cuerpo aumentó en robustez, y Daniel se acopló a él disminuyendo su fortaleza y el liderazgo que tenía hasta entonces. Sus diferencias desaparecieron.

     La señorita Inés sobrevivió. La internaron en la misma clínica donde Jorge fue llevado por su pierna fracturada contra el tablero del auto. A Daniel lo condujeron a la comisaría, pero no quiso contestar cuál de ellos estaba manejando.
     -Fue un accidente, oficial, no vamos a acusarnos mutuamente.-Dijeron los dos al ser interrogados por separado.
     Las huellas en el volante eran de ambos, las manchas de barro en el pedal venían de las zapatillas de los dos hermanos. No había rastros de sudor en el volante. Los testigos se contradecían sin poder asegurar si uno u otro había subido al asiento del conductor. No había tampoco sangre en la abolladura del tablero.
     -Por última vez, muchachos, ¿quién manejaba? Si la vieja muere se van derechito al reformatorio de menores.-Los amenazó el comisario acomodándose la gorra y transpirando.-Me van a volver loco ustedes y sus abogados de mierda.
     Así pasaron dos semanas. Jorge estaba internado dos pisos debajo del cuarto de la señorita Inés. Daniel salió bajo fianza y un abogado de su padre lo aconsejaba día y noche. A la tarde iba a visitar a su hermano, que tenía la pierna derecha enyesada.
     Yo iba a verlos regularmente y los encontraba conversando en secreto, con los rostros tan cerca que parecían fundirse uno en el otro. Sus barbas incipientes crecían como un torbellino arrasando toda expresión piadosa. En aquel momento, más que nunca, los gemelos se habían encerrado en un círculo al que nadie podía ingresar.
     -Daniel, acá tenés el analgésico, querido.-Dijo la enfermera entrando al cuarto. Yo la miré confundido, porque primero pensé que se había equivocado. Pero ellos no la corrigieron.
     -¿Qué broma le están haciendo a la mina?-Les pregunté.
     -Ninguna. No digás nada, pero yo soy el que está fracturado, no Jorge.-Me contestó Daniel desde la cama.
     -Entonces el que manejaba...
     -No importa quién, la fractura está aquí.-Contestó, tocándose el yeso.
     Me daban miedo. Porque no era simplemente una tonta o pueril venganza lo que descubrí en su expresión, sino la subrepticia sospecha de que ellos eran un instrumento o un medio para algo más.
     En los días siguientes, fui el único al que decidieron contar sus visitas al cuarto de la señorita Inés.
      Jorge fue el primero en subir a ver a la maestra.
     -¡Daniel Benítez!-Dijo ella, pensando que era Jorge quien estaba en cama.- ¿Me preguntaba cuánto tiempo ibas a tardar en venir a verme?
     -Fue un accidente, señorita, probábamos el auto de papá por primera vez. -Quiso justificarse el chico.
     Ella entonces intentó serenarse.
     -Está bien, ya pasó. Ahora que pienso de la que me salvé...
     Comenzaron a hablar de los chicos de la escuela primaria y los compañeros que ya no estaban.
     -Vos siempre fuiste el líder, Daniel, y ahora veo que al no lastimarte seguís siendo el más fuerte.-Mientras le acariciaba el cabello se puso a pensar, como si recordara haber visto ese rostro en algún otro tiempo o lugar.
     Las visitas se hicieron cada día más tarde. A veces iba a visitarla después de cenar, cuando cambiaba el turno de las enfermeras.
     Una noche la maestra vio entrar al que tenía el yeso.
     -Jorge, por dios, ¿cómo subiste?-Gritó ella .
     -Soy Daniel, señorita.
     -Vamos..., basta de bromas.
     -Soy Daniel, se lo juro. Mi hermano se hizo pasar por mí unos días. Si supiera cuántas veces los engañamos a todos.
     La maestra no podía creerle.
     -Pero no a los médicos, la fractura existe, ¿no es cierto?
     -Sí, es verdad, pero soy Daniel. - Conversaron, repitiendo los mismos recuerdos. La señorita Inés rememoraba con añoranza su entrañable época de maestra joven.

     -Era otra época, querido, y una sola vez me enamoré.-Le dijo al Benítez que entró la noche siguiente.
     -Soy Jorge, señorita, Daniel le estuvo haciendo una broma. Le pagó a un enfermero para que le hiciera un yeso.
     -¡Me están tomando el pelo! ¡Fuera! - Y mandó venir a los médicos, exigiendo ver las radiografías.
     -Es imposible que el chico suba con este yeso.-Le dijeron.-A lo mejor está teniendo pesadillas.
     Daniel juró que no había visto a la maestra desde el accidente, y que nunca la visitó de noche. Las enfermeras de la sala confirmaron que no había dejado la habitación. Los padres decidieron vigilarlos y se turnaban para quedarse en el cuarto. Pero la señorita Inés seguía despertándose angustiada cada mañana, diciendo que los chicos la visitaban.
     En la que iba a ser su última mañana, contó lo que le había preguntado uno de ellos esa noche. Ya no se atrevía a llamarlos por su nombre.
     -¿Se acuerda cómo se llamaba su novio?
     -¿Mi novio? No lo recuerdo, es curioso. Tenía pelo largo y barba suave, era zurdo, de eso sí me acuerdo. Muy alto y delgado. De cara se parecía tanto a ustedes, que cada vez que los veía en la escuela me acordaba de él.- Luego lo acarició, llorando. - El día que descubrí que era casado tuve la idea de ir a buscar el cuchillo de la cocina y matarlo.
     El chico se fue del cuarto, y vino  el otro. El que tenía un yeso y golpeaba firmemente  los peldaños de la escalera. La maestra comenzó a temblar sin saber bien por qué. Los pasos sonaban cada vez más fuertes sobre la escalera de mosaico. La clínica estaba casi a oscuras, y el otro Benítez había apagado la luz del cuarto al salir. Los pasos siguieron resonando y ya estaban en el umbral. Hacían un ruido muy parecido a la suela de los zapatos de alguien que había conocido, pero que estaba muerto desde muchos años antes.
     -¡Estoy segura, Dios santo, estoy segura que no respiraba...! – Dijo en voz alta, y se tapó la boca temiendo que alguien la hubiese escuchado. 
      La puerta se abrió, y contra la luz del pasillo se recortó una figura humana, una sombra solamente, pero que llevaba puesta un yeso en la pierna derecha y una muleta en el mismo lado. “¿Los Benitez?”, se preguntó.
     -¿Quién es, Jorge, Daniel?- Dijo en voz baja, tratando de ver en la oscuridad. Sin embargo, aquella sombra tenía una gran talla.
     La sombra se quedó quieta un instante que a la señorita Inés debió resultarle infinito, porque la duda fácilmente se estaba convirtiendo en miedo.
     -No, no son ellos... pero sí, veo el yeso, y son capaces de cualquier cosa para engañarme.
      Por un segundo se sintió tranquila, aliviada, hasta que lo vio acercarse, arrastrando la pierna. El ruido de los pasos se escuchaba atronador entre las paredes del cuarto, y un reflejo metálico iluminó la cara de la señorita Inés, que entonces vio con claridad el arma filosa y larga en la mano del visitante.
     La maestra gritó con un alarido de insoportable espanto, y su llanto se oyó esta vez en todas partes. La madre de los Benítez se despertó sobresaltada, y al comprobar que su hijo dormía, corrió hasta el pasillo. Los médicos de guardia subieron aprisa. Ella los siguió y se detuvo ante la puerta de la habitación. La vieja gritaba dando saltos convulsivos sobre la cama. Dos hombres la retenían para inyectarle un sedante. A medida que se calmaba, logró contar lo que vio esa noche. De pronto, pareció sufrir un ataque cardíaco. La madre de los Benítez nos contó las cosas que había dicho la señorita Inés antes de morir.
     -Fue un infarto, me parece, porque trajeron un aparato y le hicieron shock eléctrico. Pero fue inútil. La pobre se derrumbó en la cama con cara de pánico. Tenía un brazo sobre el cuello y el otro extendido hacia delante con el puño apretado, como si quisiera protegerse de algo invisible.
     Con la muerte natural de la maestra, los cargos contra los gemelos fueron desechados, pero nunca supimos quién manejó aquel auto blanco.
     Sólo nos quedan las palabras de la señorita Inés gritándole a la sombra en medio de la noche. A esa figura que, según ella, llevaba un yeso y una muleta, y en su mano izquierda un arma muy parecida a una guadaña.




jueves, 12 de septiembre de 2024

Desplazarse (Carlos Dariel)








camino por una plaza de barrio

sin apremio y sin orgullo

pero no alcanza

llevo sobre mis hombros

el pasado que fui soy y seré


me desplazo sin rumbo

familiarmente extraños se me hacen

las hojas que tiemblan de ocre

el sol que abreva los rostros


avanzo como un aullido en el aire

traza que tiene

su marca de origen

linyera de la luz de la mañana

persigo un surco no nato

el revés de una huella


lo creado

a imagen y semejanza del desespero

a mi alrededor el día se desenvuelve ajeno

no ileso

pero más cercano a una deseada tolerancia


detrás de un árbol asoma un perro

y me acerco a pedirle prestado los ojos

los mismos que abundan

en mordeduras sin hueso


quiero ser ese hocico fisgón:

garra que rasga la bolsa

cola elemental de su ventura

ahora me veo con ojos de perro

y ese que miro

se sienta a esperarme




Para Carlos Di Rosa (1956-2024)

de la endeble presencia del cuerpo a la imperecedera presencia de su poesía.





viernes, 6 de septiembre de 2024

Adán resucitado

  








1




Hay una teoría del tiempo, de Henry James, que nos dice que Adán fue concebido a los treinta y tres años, exactamente la edad en que murió Jesús. Según esta teoría, Jesús debió morir para que Adán naciera.

     Y Adán nació, según cuentan algunos, con una visión telescópica y microscópica, que luego fue perdiendo en razón de su pecado original. De gigante se hizo pigmeo.

     Todas estas parecen concepciones de la racionalista imaginación de un Borges dedicado a escudriñar y desentrañar los íntimos conocimientos de cada libro, de cada línea, de cada frase leída alguna vez, luego escuchada en la voz de una mujer al término de alguna clase de literatura inglesa, una tarde de viernes de invierno, en una Buenos Aires espectral arribada al neblinoso Londres o a la apacible Ginebra. 

     No es difícil imaginarlo en sus últimos días especulando sobre los recovecos, las vueltas del tiempo surgidas en la imaginación de los poetas. En el fin de la vida, Dios es un totem inevitable, un mito que se concreta con los elementos del miedo, y a veces también del amor. 

     Para el viejo, en sus últimos días, debió ser lógica la figura de Adán como una continuación de Cristo, razonable también desde el punto de vista compasivo. Para quien se despide del mundo, una mirada lastimosamente paternal sobre la humanidad es tan inevitable como enfrentarse con la idea de Dios, aún para quien ha sido explícitamente ateo o jugado más con el escepticismo que con la fe. 

     Es, el escepticismo, una forma más de la fe: fe en la propia duda. Confianza en la incertidumbre como un salvavidas que nos protege de las marejadas de los fanatismos y la ignorancia de las olas en los mares tenebrosos y siempre turbulentos del mundo occidental.

     Así que Adán fue un prodigio, como es esperable por ser el primer hombre. Debió ver las estrellas con su sola vista, haber explorado las constelaciones, visualizado las galaxias, visitado los mundos extraños en los cielos nocturnos de su por entonces solitaria vida. Y bajando la vista de nuevo a la tierra, debió también introducirse en lo profundo, primero escarbando en los terrones, viendo con su visión microscópica los elementos más pequeños que los conforman. Luego, penetrando en la tierra, viendo el crecimiento de las plantas, la vida de los insectos, la muerte de los animales. 

     El primer hombre, el más sabio por ser el favorito, el primogénito de Dios. El primer hijo de Dios. Pero vayamos entonces a correlacionar esta última idea con la teoría que nos reúne. Nos preguntamos: ¿y si Jesús murió para que Adán naciera? El tiempo, entonces, se ha invertido, ha realizado un giro de ciento ochenta grados.

     El tiempo es un círculo, o más bien una espiral, ya que después de Jesús ha continuado el tiempo, en otro plano tal vez, en otra elipsis, en otros círculos medidos con referencias que ahora desconocemos, pero que seguramente serán fáciles de encontrar si nos ponemos a pensar en lo que solemos llamar, a falta de mejor nombre, coincidencias.

     El tiempo es una espiral.

     El tiempo es un plan yacente en la mente de Dios.

     No creado por Él, quizá, ya que si es infinito, el plan siempre estuvo allí. Todo lo que está sobre la tierra, lo que gira y se funde y se recrea en el universo siempre ha estado presente.

     Adán fue un superhombre, más poderoso incluso que Jesús. Cristo sanaba a los enfermos, caminaba sobre el agua, resucitaba a los muertos. Adán, en cambio, recibió no la fuerza de la vida, sino la pasión del conocimiento. 

     Luego, por méritos exclusivos de la religión, de los imberbes viejos que intentan enseñar a los hombres como si fuesen niños, se dijo que Eva fue quien, tentada por Satanás, comió el fruto del árbol prohibido. Por vanidad, dicen los que caen en los lugares comunes: los símbolos que la religión se obstina en crear para facilitar las cosas en la mente de quienes creen niños nacidos deformes o retrasados. 

     Fue Adán, quien sabiendo todo lo que podía saber, quiso saber más.

     No se conformaba con intuir el número de las estrellas y todos los mundos, con ver a los habitantes del espacio caminar por sus calles construidas de innumerables formas, con lunas múltiples o solitarias, con anillos de gases luminosos rodeando los ecuadores, con cometas chocando, destruyendo, y luego la vida renaciendo de los destrozos, de la hecatombe, de la naturaleza de los muertos que alimentan la tierra que él, Adán, había estudiado con su visión privilegiada. 

     Sabiendo todo esto, pensó, sospechó, que Dios le ocultaba algo más, que su padre lo protegía de algo que en realidad lo distinguía, porque un padre debe mantener su autoridad, y para ello necesita saber algo que su hijo no sabe. Como la mueca de sorna o la sonrisa escondida cuando un hombre le habla a otro de sexo, en presencia de su hijo pequeño, de cosas sórdidas, de encuentros en la oscuridad, de un olor peculiar que el niño intuye, pero no conoce aún. 

      ¿Qué era lo que Dios sabía y ocultaba? Adán nunca llegó a saberlo, porque olvidó todo aquello que había visto y sentido, todo lo que sabía se perdió en algún lugar de su mente, se escondió tan eficazmente como si hubiese muerto.

      Desde entonces, la vida de Adán fue una búsqueda tan lenta que lleva milenios de duración, una recuperación que necesita de mucha paciencia, de un enorme esfuerzo, de repetidos fracasos, de suicidios, de guerras, de muertes y nacimientos para exterminar los conocimientos mal nacidos y regenerarlos en nuevas y más sutiles, más puras formas de conciencia. 

     Pero el saber se traduce en apologías religiosas que hunden los cimientos de las iglesias, llenan de barro rojo los campos de exterminio, hacen proliferar las plagas y las enfermedades, derriban edificios y explotan bombas sobre hospitales y escuelas. 

     Nos preguntamos, por ello, si el conocimiento en sí mismo es un mal, o depende de quién lo utilice. Dios tiene el conocimiento total, y él nos ha creado, por lo tanto debemos deducir que en sus manos el conocimiento tiene un efecto benéfico. Pero al pensar en el hombre como generador de destrucción, y siendo éste criatura a semejanza e imagen de Dios, deducimos que Dios también ha utilizado en forma incorrecta, sino negligentemente, o deliberadamente cruel, sus conocimientos.

      Acá debemos introducir lo que la cátedra de los dogmas nos enseñaron: la existencia del mal como una entidad, algo que tiene vida propia, su propia definición, capaz de encarnarse en seres de carne y hueso o simbólicos, como Satanás, el Diablo, Lucifer. 

      Los ángeles caídos, los ángeles ambiciosos que, igual que Adán, quisieron equipararse con Dios, no ya en conocimientos tal vez, aunque un jefe, como un padre, también debe reservarse ciertos secretos para distinguirse de sus subalternos.

     El cielo como una empresa, o más bien como una oficina gubernamental.

    ¿Qué función cumplió, entonces el mal en la caída del hombre? El mal como entidad, nos referimos, como agente externo al cual el hombre nunca había sido expuesto. Y acá la teoría se trifurca.

     Primero, si nos inclinamos a pensar que se trata de algo tan simple como una guerra entre estados, es demasiado fácil, poco sutil para alguien tan inteligente como se supone que es Dios, lo mismo que uno de sus mejores alumnos, el ángel caído. Si así fuese, la guerra no tendría fin, se realimentaría constantemente, y la monotonía de esta historia sería tan inconcebible como su propia existencia. La vida se agota, la vida es capaz de aburrirse de sí misma, se debilita y muere, como los apareamientos entre miembros de una misma casta familiar. Nacen monstruos pálidos, anémicos, estériles, que pronto mueren ante el frío del primer invierno.

     Segundo, que todo está ya presente en el plan infinito de Dios: la creación del hombre y su ejecución del mal. El mal, entonces, ya está presente en Dios como una posibilidad cierta. Un instrumento del que se valdrá según su conciencia, su esquema de trabajo, su agenda del día. ¿Pero es Dios su propio creador, y por lo tanto el creador de todas las posibilidades, de su plan eterno? Si siempre ha existido, si no tiene un comienzo como Ser, tampoco ha creado el plan, porque éste sería posterior al presunto comienzo de su existencia como Dios. Así como nosotros nacemos con cuerpo y alma, ¿Dios habrá nacido, fue desde siempre, ser y mente? Pero el hombre desarrolla tanto su conciencia primitiva, que es dable decir que la crea. Por lo tanto, la mente y sus planes, el pensamiento como consecuencia del lenguaje, es una creación del hombre. 

     Esto nos lleva al tercer camino: el mal nace con el hombre. Está presente en él, no como un parásito esperando la debilidad de las defensas, ni como un cáncer latente, sino como parte del entramado de la conciencia moral.

     El bien y el mal son fútiles diferenciaciones de una misma sustancia. 

     El bien y el mal, quizá, no existen como tales, y el hombre sea una región inexplorada, incomprensible aún para quien lo ha creado.

     Dios creó al hombre como creó los planetas y el polvo estelar, sin más meritos ni más afán.

     El hombre se creó a sí mismo, su lugar, su espacio, su tiempo son obras de su pensamiento.

     Dios es un plan sin conciencia, una máquina programada que ni siquiera tiene auto-conciencia. 

     El hombre ha creado la entidad, el universo, el ojo que lo vigila, y el refugio que lo protege y lo oculta de ese ojo.

     Pero eso ojo está en el fondo de su sustancia. El ojo avizor que todo lo explora, que todo necesita saberlo, que utilizará la inteligencia, lo único más parecido, quizá, al verdadero Dios, para matarse en el afán por descubrirse inmortal.





















2




Todo esto nos lleva a hablar del tiempo. ¿Una continuidad, una línea conformada por la sucesión de puntos, un círculo, una espiral, o líneas paralelas? Según algunos, el porvenir es inevitable, pero, siguiendo en la línea del pensamiento borgeano, también puede no acontecer, ya que Dios acecha en los intervalos.

      Dios es regulador, entonces, un inspector de impuestos que no solamente recorre las calles y se presenta de sorpresa en la puerta de nuestro negocio, sino que está en cada esquina, en cada estación de peaje, en cada aeropuerto o terminal de ómnibus. El tiempo, así visto, no es una línea recta, sino una sucesión de puntos y rayas, intercalado de espacios vacíos, donde espera Dios, encargado de hacernos desaparecer por un instante, borrando nuestras huellas, y dejando las suyas, invisibles a nuestra vista, pero con la marca de sus dedos: el vacío y el silencio.

     Según John Donne, hay infinitas dimensiones del tiempo, todas ocurriendo simultáneamente, paralelas en su mayoría, oblicuas, y muchas veces también perpendiculares. Es en esos puntos de intersección, donde el choque de dos o más tiempos diferentes produce una ruptura en alguno o más de ellos. Ya nada es lo mismo para quienes fueron los protagonistas de ese choque, fuesen conscientes o no de tal suceso. Alguien que muere, no es simplemente la cesación de la vida por vejez o enfermedad: es la confluencia de factores que se concentran en un determinado momentos de los tiempos que conforman la inmensa red. Tampoco debemos imaginarlo como una malla de microcircuitos o cables en un panel, sino que cada línea con que intentamos simplificar la imagen es un espacio con su volumen y dimensiones correspondientes. Algunos mayores, otros menores, y por ello el entrecruzamiento no necesariamente ocurre en todo su espesor o tamaño, sino que puede pasar en una parte o un sector, y el resto de aquel mismo tiempo continuar indemne, hasta que las ondas expansivas: las consecuencias, las aftermaths, vayan cambiándolo también.

     ¿Cuál es la duración de cada tiempo? ¿El tiempo puede morir, puede acabarse? Es, tal vez, una energía que se agota como una batería. O simplemente como un cuerpo biológico que envejece y se retarda progresivamente hasta detenerse, y quedar en medio de la red como una cicatriz, una rugosidad, una pequeña loma, que los demás peatones y vehículos del tiempo irán aplanando hasta emparejar la superficie y no dejar brecha ni marca de su anterior existencia.

     Dice San Agustín que todo lo que existe presupone un pasado, no sólo el que corresponde desde su creación, sino anterior a la creación: el primer tiempo del mundo. Esto nos lleva a pensar que las múltiples conexiones de la red de que estamos hablando no necesariamente producen efectos inmediatos, productos o concepciones que pueden marcarse como puede hacerse con radioisótopos en la sangre humana. El mínimo roce de un tiempo con otro genera una chispa, una leve onda expansiva que genera un subproducto apenas esbozado, latente mucho tiempo, hasta generar su eventual nacimiento: todo lo anterior a su aparición concreta es el pre-tiempo, la prehistoria de las cosas.

      Estas líneas rectas que en cada choque se tuercen y cambian de dirección, constituyen en muchos casos, múltiples paralelogramos, y qué son estos sino círculos interrumpidos, imperfectos aún, cuyos puntos de ruptura son resabios y desgastes que la economía del tiempo limará lentamente hasta conformar el círculo. Los antiguos matemáticos, como Galileo, ya hablaban del horror al vacío: como si los rincones de una casa fuesen zonas de muerte, de terror inconmensurable, que deben ser abolidos. El universo teme al vacío, toda su esencia es una lucha por llenarlo, una obsesión que se detiene sólo con la abolición del espacio inútil. 

     Por ello, el tiempo es un espacio, y el espacio está conformado con los puntos infinitos del tiempo. Cada punto de una línea cualquiera, sea la cantidad en la que decidamos dividirla, desde la única hasta la infinita subdivisión, contiene todas las posibilidades. Es tal el infinito, el punto que contiene a todos los puntos posibles.

     En esos intersticios se halla Dios: la nada que el universo rechaza es la presencia de Dios

     El vigía, el inspector, el policía, el abogado, el juez y el verdugo.

     De todas estas consideraciones, no nos sorprende entonces llegar a  la conclusión de que Jesús vivió antes que Adán, que hubo un choque, por así decirlo, en que Cristo murió, y nació Adán. No son la misma persona, ni tuvieron ni debieron tener el mismo objetivo. Cada tiempo sigue sus reglas, si es que las tiene. Me dirán que ambos fueron seres concretos que vivieron en nuestra misma tierra, sujetos ambos a las mismas condiciones del espacio y del tiempo sucesivo. Pero ya hemos considerado la posibilidad de que el tiempo no sea uno solo, sino muchos que tampoco deben desconocerse siempre o conectarse en puntos determinados. Los tiempos paralelos no son líneas como las que nos cuentan las matemáticas, que nunca se juntan. Los tiempos son conglomerados, vastos espacios vacíos anhelantes de ser llenados, anhelo desesperante si los hay, como el de un ahogado, el de un asmático, o de quien muere asesinado en la horca, bajo el peso de una almohada comprimida contra su cara o bajo el filo de una fina correa de cualquier material más fuerte que la carne.

      Los tiempos están inmersos, casi siempre, uno en el otro. Se penetran como amantes desesperados: uno anhela ser llenado por el otro, el otro ansía llenar el vacío que no tolera ver. 

Me dirán que es una interpretación freudiana, lo sé. ¿Pero qué más es el mundo sino una serie de acoplamientos con el solo objetivo de llenar un espacio vacío?

     Un hijo nonato es un vacío que la existencia aborrece. 

     Un accidente en la línea, una desviación más en el paralelogramo, un rincón más a ser cubierto antes que la enfermedad y los monstruos se procreen con la imagen de Dios. 

     Un círculo es un tiempo pleno, sin comienzo ni fin, rodando una y otra vez sin conciencia. Quizá eso sea la felicidad, o la dicha absoluta.

     En cambio, un paralelogramo es un ente imperfecto, constituido de rincones vacíos, una conformación apta para el desgaste y la muerte. La cicatriz de la que antes hablamos, porque todo vacío tarde o temprano se llenará.

      Si no es con el producto del choque de los tiempos, será con las anómalas células de un cáncer: producto de la acumulación de la espera, fermentación de la angustia, fluido que se espesa y transforma desde el original polvo de la nada.

     La ausencia es Dios, y Dios es el punto de las infinitas posibilidades: lo absoluto, contrario a la vida.



























3




Cuando Adán perdió su condición de absoluto, perdió todo su conocimiento, y con éste, la capacidad de la distinción lógica entre el bien y el mal. Perdió también, la voluntad, porque la volición es una fuerza necesariamente apegada a la claridad del pensamiento. Quien mal distingue los colores de las cosas y fenómenos, duda. Quien duda demasiado, difícilmente elige. 

      Ya sin el conocimiento, Adán vio mezcladas en su interior las ideas del bien y el mal en una sola sustancia que decidió llamar alma. Ya no pudo distinguir en ella los matices imprescindibles para separar las aguas, como quien dice, de lo bueno y lo malo, lo correcto o lo incorrecto, la justicia de la injusticia, la bondad de la crueldad. En sus primeros días luego de ser expulsado del Paraíso, cada vez que intentaba hacer algo bueno, sus manos eran dirigidas por algo más profundo que el pensamiento, y el producto de su labor fracasaba, y él se sentía amedrentado, triste, rabioso contra sí mismo.

     Era menos que una hormiga, o más ignorante que las moscas, por lo menos ellas actúan de forma tan acertada que nunca fracasan, aunque no sepan la razón de sus actos. Sólo dependen de los factores externos, algo que ahora también se interponía en el camino de Adán. Fuera del Paraíso, el clima era cambiante e incierto como las vicisitudes de su alma. Su cuerpo era débil comparado con el anterior, comenzaba a enfermar por más que se viese a sí mismo sano en el espejo de las aguas de un lago. 

     Lo absoluto es el conocimiento total, por eso Dios es lo absoluto, lo que no puede ser modificado, lo que no se ensucia ni tampoco requiere comprensión ni el toque de una mano, lo que no ansía piedad. Algunos llaman felicidad a este estado de las cosas, para otros es lo más semejante a un gobierno de facto.

     La vida, entonces, es lo contrario. Ella incluye la muerte y la enfermedad, la recuperación y la parsimoniosa enjundia de los moribundos, la violencia y la caricia, el llanto tanto como la risa histérica y los gritos airados de dolor y triunfo. 

     En medio de la desolación de su nuevo mundo, Adán sembró y cultivó sus tierras, perdió más cosechas de las que pudo recoger, permaneció en su lecho muchos días, ardiendo en fiebre luego de arar tras los bueyes bajo la lluvia. Su mujer debió levantarlo del campo por la tarde, mientras sus hijos Caín y Abel detenían a los animales que lo arrastraban desde la mañana. Se recuperó y cayó tantas veces como años puede vivir un hombre. 

     Crió ganado, arrió vacas y cabras, esquiló ovejas, ordeñó y llevó la leche en grandes tinajas para sus hijos.

     Construyó casas, levantó cercas. Se armó primero con piedras, luego con lanzas. 

     Salió a pleno campo cabalgando en caballos que atrapó, domó y crió durante muchos años. 

     Mató animales en bosques y selvas que exploró concienzudamente, como si de su propio cuerpo se tratara, dominándolo, haciéndolo sudar hasta sentir que su carne se fortalecía y sus huesos repercutían sobre el suelo. Sabía que su familia, ahora muy grande, escuchaba sus pasos apoyando los oídos en la tierra. 

     Conoció otros hombres y guerreó con ellos.

     Yació con muchas mujeres, pero siempre regresaba al cuerpo  de Eva, el cuerpo de esa mujer que lo cautivó no por ser la primera, sino por su noble figura coronada de la más grande intuición. Como si la sabiduría perdida se hubiese transformado en ella en una carga de pesadumbre y adivinación. Ella sabía tantas cosas que no lograba ni quería, en realidad, transmitirle. Por las noches la escuchaba mantenerse insomne, pensando, y a veces él se quedaba despierto tratando de percibir palabras en los cortos sueños de Eva.

     Y así continuó trabajando. Elevó edificios y construyó ciudades. Inventó tantas cosas que ya había perdido la cuenta de ellas. Los hombres venían de lejanos pueblos y se las llevaban. Él sabía que muy lejos, sus inventos proliferarían, pero nadie recordaría el nombre de quién los había creado. 

      Adán rodó en auto por los continentes, cruzó los mares y voló en aviones sobre las llanuras en las cuales sus descedientes sembraban y cosechaban. Él volaba por encima de las nubes, contemplando el cielo celeste y límpido, y pensó en Dios, del cual tampoco sabía el verdadero nombre. Había recuperado mucha de su sabiduría, pero no recordaba aún lo esencial.

     Cuando regresó de uno de sus viajes, portando un maletín y una computadora, dejando sus pertenencias sobre la mesa del comedor y subiendo a la planta alta de su casa, vio tras las ventanas, el ascenso de los cohetes disparados hacia las estaciones espaciales de la luna. O tal vez, se dijo, fueran los nuevos cohetes exploradores del luminoso Marte.

     En la habitación de sus hijos, el televisor despedía ruidos y palabras entrecortadas: guerras en Asia, revoluciones en Sudamérica, guerrilla en Centroamérica, atentados terroristas en América del Norte, motines en toda Europa, tsunamis en el Pacífico, deshielo en los polos.

     Cambió de canal, viendo cómo Caín permanecía acostado en su cama, simulando dormir, pero su padre alcanzaba a distinguir el leve parpadeo que las vertiginosas imágenes provocaban en sus pupilas. ¿Dónde está tu hermano?, preguntó.

     Como respuesta recibió la mirada hostil de su hijo, los codos apoyados en la cama, el pelo largo cubriéndole la frente, tapando las orejas, vestido con una remera a rayas y un jean impecable que el chico había desteñido en las rodillas. Adán le dijo mil veces que no lo hiciera, Caín se limitó a callarse la boca y salir del cuarto. Adán lo siguió hasta el baño, lo vio abrir el botiquín. Adán repitió: por última vez, no lo hagas, hijo.

     Caín se desnudó delante de su padre, sabiendo que detrás de la puerta estaban su madre y Abel, observándolo. Agarró un trapo embebido en agua oxigenada y manchó el pantalón nuevo. Así, en calzoncillos y sentado sobre la tapa del inodoro, actuó como si viviera solo, y Adán supo, con una claridad tan infrecuente desde que había sido expulsado del paraíso, que Caín siempre viviría solo, que su esencia como hombre era la inquebrantable soledad, y el aislamiento la única ganancia de su joven vida o el único tesoro recibido por la herencia. 

     Y supo, Adán, que la soledad es el único atributo del hombre.

     Dios es único y solo, por qué extrañarse que su hijo añore, a pesar de los superficiales contactos con seres parecidos a él, esa soledad que lo devuelve a sí mismo, que lo identifica con  su propia esencia: su pensamiento.  

     El conocimiento de sí mismo.

     Por eso, Caín disfrutaba de la soledad. Y de algún modo conseguiría estar solo para siempre.

     La tarde en que su padre llegó de viaje y le preguntó por su hermano, el chico levantó la vista, dejó el control remoto del televisor sobre la cama y contestó: en el jardín, papá.

     Era la primera vez que escuchaba esa palabra en boca de Caín. Tuvo, una vez más, como si en los últimos tiempos la memoria de antiguas edades estuviese volviendo, como si Dios le concediese recompensas, o tuviese piedad de su vejez, la constancia de que el lenguaje por él inventado, la suma de todo el lenguaje que permitía la distinción entre él y sus bestias, pero que sobre todo le permitía la capacidad del pensamiento, era también el más rico instrumento con el cual podía elevarse por encima de todos los otros hombres, formar la barrera que lo distinguía en su auto-conciencia: ser solo y único. 

     La palabra hijo él la había inventado con mucho asombro, y una pequeña parte de amor, sin duda. La palabra padre era el primer aporte de Caín, una palabra que nacía del barro, la negrura y el resentimiento de su alma indivisible.

     Bajó la escalera y salió al jardín trasero. Obvió el llamado de su mujer desde la cocina. Buscó, ignorando a los perros que le saltaban moviendo las colas. Entonces notó que ellos, en lugar de festejar su llegada largo rato, se alejaban en seguida hacia el árbol que lindaba con el vecino. Caminó hacia la sombra del follaje. Era la tarde que declinaba, y la sombra era alargada, rodeada de una incipiente penumbra llena de frescor. Oyó la voz de Eva, llamándolo, y un dejo de angustia quebraba su voz. 

     Rodeado de los perros, se paró a cinco pasos del tronco. 

     Protegido por la sombra, estaba su otro hijo. Abel tenía la cabeza apoyada sobre una gran raíz que se erguía como el hueso del brazo de un gigante enterrado mucho tiempo antes. El cuerpo reclinado, una mano bajo la mejilla derecha, la otra recostada sobre el césped. Tenía los auriculares puestos, así que Adán sintió un breve alivio, y sonrió. Se acercó a Abel, se puso de cuclillas junto a él, le tocó el brazo, le acarició la mano. Sin despertar, el chico parecía mecerse con la última brisa de la tarde, que luego traería frío y pesadumbre. Lo dejaré dormir, se dijo Adán, pero mejor será llevarlo a la casa para cenar. Se acercó aún más para levantarlo en brazos. Cuando lo hizo, se irguió y puso sus labios sobre la cabeza de Abel. 

     Sintió el olor de la sangre. Volvió a apoyarlo en el suelo y apartó los cabellos, buscando una herida.

     La herida era la grieta de un clavo introducido en la nuca de Abel.

     Desde el árbol escuchó un siseo, de atrás le llegó la risa amarga de una mujer, y de más lejos el graznido de una ventana que se abría. 

     Adán supo, por un instante tan extenso como el infinito, que él finalmente había regresado al viejo jardín perdido.

     Había recuperado lo absoluto, pero como una sentencia.      



























4




Esa noche tuvo un sueño. Él no era protagonista, ni siquiera un personaje secundario, ni hacía una breve aparición sin diálogo, ni un cameo en que las grandes estrellas del cine ocultan su inminente decadencia. Porque fue como ver una película en realidad, sentado en la oscuridad de su ya inservible paraíso recuperado.

     Ya tendría tiempo de analizarse a sí mismo con interpretaciones freudianas, la infinitud del tiempo le pertenecía. Él se consideraba a sí mismo también un sueño soñando otro sueño, y todo lo vivido e inventado en sus largos años de exilio se desprendían y volvían a compaginarse como pájaros de una bandada migrando de región en región. Fragmentos de películas, más bien pedazos de celuloide cortados por tijeras para volverse a ensamblar de múltiples formas.

     Esos son los sueños, y era curioso que entre tanto material posible el punto de partida de su sueño fuese un verso de Maiakovsky, un poeta tan realista, tan político. ¿Pero acaso la política es una realidad tangible, objetiva, acaso la lucha de tal poeta no era también un sueño?

      Lo cierto es que en este cine donde se halla solitario, ocupando una butaca de cuero cortajeado, rodeado del vacío oscuro donde soplan algunos ventiladores desde las paredes del abismo, está mirando una película de la cual siente olores, brisas, y sin tocarlos, puede sentir la piel de los actores. No son actores profesionales, quizá sea sólo un reality, una cámara oculta. Eso es, todo sueño es una cámara oculta, sin posibilidades de demandas judiciales, de reclamos, de protestas posteriores, únicamente el cumplimiento impostergable de la sentencia final.

     Con la impunidad de un voyeur, observa con lágrimas lo que sigue. No es una novela ni un culebrón mexicano, ni una película norteamericana para la televisión, ni un programa de concursos donde las preguntas son incontestables y el premio la nada de las cifras. No se emocionará fácilmente. Las lágrimas vienen sólo de su propio ego perdido, de la insalubre situación de su alma. Y mientras comienzan los títulos, se mira las manos a la luz mortecina de la pantalla: están quemadas como bajo el sol del desierto. El desierto de Jordania donde transcurre el film.

      Dos hombres están sentados en el suelo, a ambos lados de un tablero de ajedrez. Se los ve concentrados, silenciosos, con la mirada clavada en las piezas. Uno tiene contextura grande, alta, de cabello oscuro y largo, algo enrulado en las puntas, cubriendo en parte el lado izquierdo de la cara y cayendo sobre la túnica blanca. Tiene la mano izquierda sobre una rodilla, la otra sobre el mentón, mientras sus dedos juegan con la barba, acompañando el juego de sus pensamientos. Tiene ojos oscuros, que se revelan apenas cuando levanta la vista hacia su contrincante.

     El otro es más bajo de estatura, pero de cuerpo fornido. Viste una chaqueta negra sobre la túnica de la misma clase que su contrincante. Su cabello es más corto, pero sumamente enrulado. Su barba es castaña, un poco más clara que el pelo. Los ojos marrones claros, cambiantes a la luz de esa tarde. El sol lo ilumina mejor que al otro, sus manos moviéndose más nerviosamente, sus párpados agitándose con cada sonido de los pájaros que vuelan muy alto sin detenerse. 

     Ambos están a la sombra de un árbol de ancha copa, de tronco amplio, que hunde sus raíces con profusión y demasiado anhelo, porque muchas todavía están a ras de tierra y algunas sobresalen formando un entramado alrededor de los jugadores. 

     El árbol está perdiendo sus hojas, y se ve muy viejo, pero no puede decirse que está muerto aún. Por lo menos tiene la suficiente fuerza todavía para sostener de una de sus ramas el cuerpo de un hombre que se mece de la horca. 

     El jugador que está más cerca del árbol se llama Caín, y su evidente nerviosismo tal vez provenga de ese hamacarse constante del cuerpo con la brisa, porque se escucha claramente el roce de la soga en la rama, como si de un momento a otro fuera a romperse, y el paso del viento cálido entre las ropas del cadáver, que ya ha secado el último sudor. 

     El otro jugador también mira de tanto en tanto hacia el árbol, pero se lo ve más tranquilo. Sin embargo, sus ojos transmiten tristeza, tal vez melancolía, como si extrañara el tiempo pasado en que el hombre muerto alguna vez vivió. Fue su amigo, sin duda, porque su nombre era Judas.

     Ahora señala con el dedo índice de la mano derecha a su contrincante, y dice: te toca. El otro asiente con la cabeza y le dirige una mirada de hastío, pero su silencio lo caracteriza más que a Jesús. Porque este es el nombre del hombre de cabello largo que espera, pacientemente, la jugada.

     Si observamos el tablero, vemos que ambos han perdido la misma cantidad de piezas. La mitad que corresponde a Jesús está ordenada sistemáticamente, peones que protegen a la reina, reservada en su casilla, el rey custodiado por los caballos. La mitad de Caín no tiene un sistema, y ha sacado a su reina en un juego que amenaza con exterminar lentamente las piezas de Jesús. Ambos perdieron tres peones, Caín un alfil en manos de un peón en una distracción que no se perdona (le echa la culpa al cuerpo oscilante cerca suyo). Jesús mantiene sus piezas importantes, pero se da cuenta de que se está enclaustrando. Cómo sacar a la reina del arco de fuego de sus caballos, cómo utilizar los alfiles tras la barrera de peones. Deberá arriesgar, y no conoce la estrategia de Caín, que se caracteriza precisamente por su falta de estrategia. 

     En el desierto de Jordania los pájaros no tienen muchos árboles donde posarse. Olivares, algunos, junto al río, muchos árboles espinosos, como el que está junto a ellos. La sombra de las aves cuando cruzan frente al sol trae un cuadriculado fugaz que parece duplicar el tablero en el cielo. Ambos alzan la mirada, pero pronto vuelven a concentrarse, como si pensaran que tal momento de distracción fuese la oportunidad para una trampa por parte del otro. Pero en el ajedrez las trampas no existen, ellos lo saben.

     Jesús mueve uno de sus peones, y el único alfil de Caín lo come. Un caballo de Jesús termina con el alfil.

     Sin duda, son jugadores sin experiencia. A pesar de que hace siglos que están jugando, sus mentes no se concentran, se pierden en recuerdos, en filosofías, en personas muertas, en proyectos fracasados, en hechos irreversibles. Tal vez jugasen bien si supieran que su estadía en el desierto es transitoria, pero saben que su tiempo ha pasado, y la condena a la que han sido sometidos es para la mitad de su alma, mientras la otra gira en la red de los tiempos. 

     Una conciencia doble los aniquila para la vida: hombres y dioses, mitos y realidades dividen sus almas en dos fragmentos: la conciencia de sí mismos latente en la infinitud del juego en el desierto, y la vida del cuerpo que se regenera en cada ciclo de los tiempos, en cada arbitrario entrecruzamiento.

     Mientras Jesús retira el alfil, Caín lo mira con ira, pero una casi imperceptible sonrisa se forma inmediatamente. Su mano mueve un caballo para comer el del contrincante. Jesús se ríe de su descuido, se rasca la barba y cambia la posición de su mano izquierda sobre la rodilla. Luego de estas dos jugadas pasan muchos minutos, imposibles de calcular.

     El cuerpo sigue meciéndose, con más ruido porque el rigor mortis lo hace mecerse como una madera en la que el viento dibuja golpes en lugar de caricias. No han pasado más aves, y se escucha el ladrido de muchos perros a lo lejos. 

      (Adán se duerme, se pasea en sueños más homogéneos, tal vez el sedante que le indicaron esté haciendo efecto. No sabe cuánto tiempo ha pasado. De las aguas oscuras del sueño sin sueños, regresa a la luz exuberante del desierto).

     El tablero ahora está diferente, demasiado como para reconstruir las jugadas una a una. La situación es la siguiente: Jesús está haciendo jaque al rey de Caín. Éste tiene dos opciones, perder el único alfil que le queda protegiendo al rey, o comer a la reina con la torre, también única. Elige comer la reina de Jesús, y éste elimina la torre con un peón.

     El rey de Caín está desprotegido, y lo sabe. Tiene dos peones solamente, pero el alfil y la reina juegan un vals frente a la barrera inextricable de Jesús. 

    Uno no se arriesga y se enclaustra en su propia trampa, el otro lo expone todo en un avance total, pero no encuentra grietas por donde penetrar. Uno protege a su padre, el otro lo expone sin encontrar que alguien lo elimine. 

     Uno suicida, el otro asesino. Pero cuál es cuál, se preguntan ambos. Juego de roles que ha durado ya demasiado tiempo.

     Ambos lucen cansados, y atardece. La noche se avecina sobre el lugar donde están sentados. Bajo el árbol ha refrescado, y el viento hace crepitar los restos de Judas. Sienten el dulce olor del cuerpo descomponiéndose, pero saben que los perros del desierto no vendrán sino hasta muy tarde en la noche. Los escuchan acercarse, su ladrido es más parejo, más fuerte. Caín se da vuelta y mira hacia el oeste la nube de polvo que se levanta ocultando la silueta del sol acostado. 

     Han olvidado, por un momento, el juego. Nadie moverá las piezas, ni siquiera el viento. Sólo sus manos tienen la fuerza para levantarlas. El tablero parece de piedra, pero no lo es, parece esculpido en una sola pieza, pero cada figura simplemente está apoyada con el peso de su propio cuerpo. El peso de cada hombre con su peso muerto.

     Entonces Caín bosteza, y de pronto se interrumpe, con la vista fija en el oeste. Jesús se pregunta si no será una estratagema para mover alguna pieza en el tablero sin que él lo vea. Despeja su duda como quien sabe de antemano que su contrincante es un honrado asesino. (A Jesús le agrada, a veces, verse como Hamlet, se ha imaginado muchas veces vestido con la moda dinamarquesa en viejos castillos poblados por el incesto). Se da vuelta, enfrentando la línea de polvo en el horizonte, y espera ver a los perros ávidos acercándose rápidamente. 

     Pero alguien se acerca más rápido, y sin embargo no corre. El hombre camina y los perros se mantienen en su inmanente caminata, como estacados en un sector del tiempo.

     La figura se acerca, va adquiriendo formas claras. Es alto como Jesús, pero mucho más delgado, se nota su figura escuálida, su cabello largo y seco, cubierto de polvo, su cara demacrada. Y sobre todo la piel pálida, ya no hinchada, sino resecándose, agrietándose.

     Camina con torpeza, con esfuerzo. Renguea, parecen dolerle las caderas, las rodillas, los tobillos. Se detiene unos segundos, respira profundamente, endereza su espalda encorvada por el cansancio del camino, y retoma el paso. En un brazo recoge la toga rasgada que arrastra, demasiado larga. Son los restos de una mortaja, en realidad. 

     Cuando está a diez pasos de Jesús, se detiene y espera en silencio. 

     Tras él, hay un solo perro. No lo habían visto hasta entonces, oculto entre las piernas del caminante, fue como verlo nacer de pronto del cuerpo del hombre. El animal se paró a un lado, mirando a los jugadores. Caminó luego hacia ellos con actitud amenazante, dio vueltas a su alrededor, y se abalanzó sobre el tablero. Algunas piezas salieron despedidas, otras sólo se tumbaron. El perro se quedó allí parado, con una pata sobre un rey caído.

      Ninguno pareció lamentar el suceso. Jesús acarició la cabeza del perro y éste se alejó después para refugiarse a la sombra del árbol. Caín, con un suspiro de cansancio y resignación, enderezó el tablero y comenzó a ordenar las piezas cuidadosamente, una vez más.

     Jesús dirigió entonces la palabra al recién llegado.

     Lázaro, le dijo, sólo por hoy, acuéstate y descansa.





Ilustración: Salvador Viniegra 

jueves, 5 de septiembre de 2024

Ángeles en pie de guerra

 








 1




He leído una extraña noticia en el diario. No estaba en primera plana ni en las páginas siguientes. Sólo era un quinto de columna en esa zona que el diario dedica a las noticias que no pueden clasificarse dentro de ningún tipo, sólo información general. Yo estaba tomando mi café de la mañana en un bar de Buenos Aires, haciendo tiempo antes de entrar a mi trabajo. Habitualmente empiezo por la página de los chistes, es decir, la última. No me interesan los sensacionalismos de las noticias de la primera página, o si me interesan trato de dejarlas para después, cuando ya tenga el estómago lleno y el cerebro con su dosis de glucosa necesaria para cumplir con todas sus funciones, por lo menos la más relevante de hacerme llevadero el mundo e inhibir las neuronas que todos los días tienden al suicidio.

      Como decía, al final de la página treinta y cuatro, leí: Aves impiden vuelos. Arriba del título, decía Neuquén. No recuerdo ya la arquitectura gramatical retórica del periodista de turno, pero haré un resumen muy breve de una noticia ya de por sí muy escasa de eventos o acciones. Se trataba de algo extraño, ¿un fenómeno ambiental, un fallo de la naturaleza, una conducta patológica, una premonición? Nada de esto se mencionaba en el artículo.

      Me pregunté desde cuándo se habían venido repitiendo estos eventos. Unas aves, unas avutardas con más precisión, se asentaron en las pistas de aterrizaje una mañana. Dicen que las vieron por primera vez ese día, pero muy probablemente habrían estado llegando por la noche, volando contra su costumbre sin luz diurna, o quizá desde días antes, escondiéndose en los bosques cercanos. Sin embargo nadie informó, según pudimos saber, ninguna institución zoológica u ornitológica, ni autoridad alguna, fuese guardabosques o funcionarios municipales o provinciales, sobre nada parecido a bandadas. 

     Porque, de pronto, las pistas fueron invadidas por avutardas que no se movían más que unos pasos, imposibilitadas de desplazarse porque casi no quedaba lugar entre ellas. Había movimientos, por supuesto, algunas levantaban vuelo pero otras ocupaban enseguida su lugar. Las que se iban se posaban en los hangares, en los cables y postes telefónicos, o desaparecían en el cielo nublado. Se oían desde kilómetros de distancia los graznidos, y el aleteo de las alas sonaba como planchas de cartón golpeadas con increíble fuerza contra el asfalto, provocando una brisa que esparcía un fétido olor a plumas y excrementos.

     Dijeron que las aves fueron aumentando en número con el correr de los días. Ya no sólo ocupaban la pista principal, sino las accesorias, se agrupaban en las puertas de los hangares, los techos de las oficinas de control, y se posaron también en los radares. Ya no era posible recibir vuelos de afuera ni que los locales despegaran. La gente protestó en los primeros días, luego de la curiosidad esperable y las risas del primer momento, mientras los pasajeros observaban a través de los ventanales del aeropuerto, con sus hijos alzados, indicándoles las aves curiosas que buscaban alimento sobre el asfalto. Las sonrisas se tornaron en miradas de bronca, luego de  ira, finalmente de resignación. Todos se fueron yendo con sus valijas y sus ánimos cabizbajos hacia sus casas, a esperar el siguiente posible vuelo, otros irían a otras ciudades, con la todavía muy leve sensación, para que pudiesen darse cuenta, de que tal vez lo mismo podría estar ocurriendo en ellas.

     Por supuesto, se hicieron múltiples intentos por espantar a las avutardas de las pistas. Rociaron agua con enormes mangueras, luego agua helada también, lo cual debería haber avergonzado a las autoridades competentes si hubiesen estado al tanto del clima en que estas aves habitualmente se crían. El agua no hizo más que provocar que los pájaros se elevaran como ondas por donde el chorro pasaba, y volvían a asentarse, ahora más limpias en realidad, sacudiéndose las plumas y sumando un olor más a  los habituales. 

     Llegaron los gendarmes y los profesores de biología, primero para observar, después para planear estrategias de ataque. Arrojaron bombas de gases: las aves seguían allí cuando el humo desapareció, algunas muertas, muy pocas. Un rato después llegaban nuevas aves para ocupar sus lugares, sobre los cuerpos que más tarde comenzaron a pudrirse, y el aeropuerto despidió entonces un aroma muy parecido al de un campo de concentración. 

     Buscaron métodos cada vez menos cruentos, más sutiles y esperaban que más eficaces. Usaron ondas de sonido producidas por un aparato conectado a los altoparlantes. Los humanos no podían escucharlos, pero se suponía que las aves no lo tolerarían. La primera prueba fue una mañana de octubre, fría y lluviosa. Los graznidos eran cada vez más fuertes e intensos, tanto, que hubo protestas del hospital cercano porque los pacientes permanecían inquietos, no querían comer ni dormir. Los científicos, dueños por ahora de la situación, hablaban alto para hacerse escuchar por sus colegas. Finalmente dieron la señal de alarma, y un silencio desacostumbrado se sembró en los oídos de todos los presentes, cosechando a diferencia de una esperanza florida, un árido resquemor, un fétido vacío de arena y carne muerta. Las avutardas dejaron de graznar, se quedaron quietas por varios minutos. Las máquinas cesaron su funcionamiento y los científicos se alegraron del aparente éxito del experimento. Dijeron que al día siguiente realizarían la prueba definitiva, con todo el espectro completo de sonidos y la mayor expansión posible a través del número completo de altoparlantes.

     A las ocho de la mañana, sin sol y sin nubes, extraño cielo que presagiaba desastres, los altoparlantes fueron revisados, las máquinas de sonido preparadas, y el botón de alarma fue apretado. Como la primera vez, los graznidos cesaron, los movimientos de alas se detuvieron. La situación duró algunos minutos, pero de pronto las aves comenzaron a sacudir las cabezas, pegándose una a la otra no con violencia sino como si estuviesen rascándose o sacándose algún insecto. Volvieron a graznar, devolviendo, contestando al sonido de las máquinas, y sus respuestas eran como burlas, porque casi parecían rítmicas, con un sentido de charla más que de protesta. Entonces los científicos se miraron entre sí, apagaron las máquinas y comenzaron a desarmarlas.

      Hubo una pausa de casi dos semanas, suficiente para saber que la experiencia con las máquinas de sonido había dejado consecuencias quizá irreversibles: los niños de hasta cuatro años se quejaban de una sordera profunda y sin respuestas al tratamiento inmediato. 

     Entonces se dio permiso a las fuerzas armadas para atacar a las aves con extrema violencia. Llegaron camiones con armas y soldados, una mañana de noviembre, tal vez el primero de mes, y dispararon en masa hacia las aves. El repiqueteo de las ametralladoras reemplazó el graznido al que los habitantes de Neuquén ya se habían habituado, como una parte del ruido de la tierra, como una parte de los sonidos de su propio cuerpo, como un recuerdo impregnado de culpa y resentimiento, pero tan habitual que ya no podían vivir sin él. 

     Los soldados se ubicaron en una extensa fila a ambos lados de la pista, suficientes para no dejar resquicio donde algún ave pudiese escapar. Pero con el primer disparo, todas las aves juntas levantaron vuelo, y fue como ver al suelo de asfalto elevarse de pronto hacia el cielo. Algunas avutardas fueron alcanzadas por las balas, pero muy pocas en relación a su inmensa cantidad. Las pistas quedaron entonces vacías aunque sucias de excrementos, plumas y algunos cuerpos muertos. 

      Todos los hombres y mujeres que siguieron la experiencia, los periodistas, las autoridades provinciales, los curiosos, incluso los turistas nacionales y chilenos que cruzaron la frontera cuando se supo lo que estaba sucediendo, dieron un enorme grito de júbilo y victoria. Se abrazaron, y no está de más decir que celebraron todo aquel día y el resto de la noche, sin  ver ni darse cuenta de que las aves volvían a asentarse en las pistas, sin dar tiempo a las máquinas de limpieza a despejar la suciedad y los restos. Cuando todos se levantaron esa mañana de sus camas y fueron a su trabajo en el aeropuerto, las avutardas estaban otra vez en las pistas de aterrizaje.

      Todo esto ha durado hasta ahora poco más de tres meses. 

      Los primeros días de diciembre han sido muy calurosos. Las aves viven, se aparean, hacen nidos en las pistas y crían a sus hijos. Los machos cazan pequeños roedores, traen alimentos desde los bosques y pastizales. 

      Los trabajadores del aeropuerto fueron despedidos hasta nuevo aviso, o trasladados a otras zonas. Las oficinas fueron desmanteladas, los hangares abandonados con los aviones dentro. Sólo los curiosos, buscadores de novedades, los presumidos que intentan desentrañar misterios, se quedaron acampando en los alrededores. En la entrada al aeropuerto hay una guardia permanente, que poco a poco ha ido abandonándose al desgano y la desidia. Los jóvenes entran y salen por el portón para encaminarse hacia las pistas, a observar a las aves que se desplazan como lo hace el mar, en oleadas que van y vienen casi imperceptiblemente, sin apartarse demasiado del límite de las pistas, elevándose cada vez menos. Un mar tranquilo, un mar de verano caluroso que no se mueve. 

     Las aves están cambiando sus costumbres, según parece. Casi no vuelan, se quedan en el suelo para cada actividad de su vida. Sacuden las alas, se alimentan con las lluvias, hasta se ha visto que a veces comen la carne de sus compañeras muertas, porque casi ya no hacen vuelos en busca de comida hacia los bosques o pastizales. Los curiosos han tenido que trasladar su campamento unos metros hacia atrás, y saben que en los próximos días volverán a hacerlo. 

     De vez en cuando se ven aviones sobrevolando la zona, y algunos helicópteros observando con su aspecto de mosquitos amenazantes. No se ha dado indicación de evacuación a los habitantes de la zona. Los helicópteros pasan, el viento de sus hélices sacude las plumas de las avutardas, levanta las plumas caídas que vuelven a depositarse como una lluvia de restos, de recuerdo, de tiempos idos y detenidos en la grieta del mundo.

     Las aves permanecen, y los helicópteros se van, presintiendo el desastre, el derrumbe del cielo.






















2




El segundo caso que llamó la atención fue el de los perros de Dolores. Esta vez la noticia fue cubierta directamente por los reporteros de la televisión, al principio como una más de las notas de curiosidades que se utilizan como relleno ante la falta de noticias sensacionalistas con que ocupar la atención del espectador durante la hora que dura el programa. Es de por sí curiosa y un caso de estudio de sociología el hecho de que los noticieros televisivos nunca dejen de tener su alto rating de audiencia. Se le adjudicará siempre a la morbosidad de los espectadores, a la búsqueda insaciable de noticias horripilantes con que cada uno intenta rellenar su propia vida monótona, o una manera de impersonal venganza viendo cómo a los demás les suceden cosas más terribles o más insulsas que a nosotros. Todos buscamos la lágrima fácil que nos recuerde por un instante que estamos vivos y aún somos capaces de sentir, pero nadie parece preguntarse si esas lágrimas realmente llegan desde lo más profundo de nuestra alma o sólo son las gotas de rocío que la humedad ambiente deja sobre la superficie de todo cuerpo que se sabe vivo. Una hoja de arbusto en una mañana de invierno también llora si así lo vemos, y se conmueve al moverse con el viento como si un escalofrío la recorriese. Tal vez ella sabe, sin ojos humanos para ver una pantalla de televisión, lo que sucede en el mundo, la muerte y la vida conjurándose para someter a todas las criaturas a un juego ininterrumpido de iniquidades y traiciones. 

      Un noticiero de televisión es también un teatro, una variación más de la ficción con que la humanidad intenta resumir la realidad compleja en tres o cuatro patrones permanentes.  Si algo no nos conmueve por ignorancia, el arte se encargará de hacérnoslo saber a través de una representación bien montada, excelentemente actuada por actores tan aficionados que no saben que están actuando, y sobre todo escrita por guionistas que no saben de la vida más que la superficie, y por eso, desde su altura, son capaces de no perder la ironía, el sarcasmo necesarios para su punto de vista. Hamlet, por ejemplo, podría haber sido extraído de un programa radial de noticias de la década del cincuenta, mientras la familia en pleno se reunía después de la cena a escuchar los eventos importantes del día. Fue eso lo que ocurrió con Orson Welles y su Guerra de los Mundos: pánico y extravío, pero sobre todo la exfoliación del miedo en las superficies corporales de cientos de personas. El miedo que nos impide actuar y nos lleva a quedarnos encerrados en nuestras casas como en un refugio antiatómico, vieja y ancestral reminiscencia infantil de protegerse en la propia cama y cubrirse con la frazada hasta por encima de la cabeza. O la versión psicológica del útero y la tumba, como cada cual lo prefiera.

      Es el mismo miedo que ha comenzado a invadir los corazones de los habitantes de Dolores hace ya algún tiempo. 

      Las primeras notas informaban que los perros de la ciudad habían comenzado a proliferar. Había más que de costumbre en las calles. Todos supusieron, porque nadie pensó mucho en ello, que eran perros vagabundos que se habían procreado más de lo esperado, así que las autoridades municipales decidieron desempolvar los viejos reglamentos, a la vez que desempolvaban también los cerebros abotargados de sus empleados con respecto a estos mismos reglamentos, y con camiones de por medio y un decreto firmado rápidamente por el intendente entre desayuno y almuerzo, se dirigieron a las calles para atrapar a los perros.

      Así sucedió, parece, dando oportunidad a muchas tardes y mañanas de ocurrencias y desastres suburbanos entre vecinos que reclamaban ser dueños de algunos, y el desbande de los animales por las calles empedradas, la búsqueda implacable en los baldíos, el encierro en los umbrales, los llantos de los chicos, y alguna que otra amenaza de mordidas, algunas concretadas. Pero más bien el drama provino de los hombres, mujeres y niños que se adherían o rechazaban la medida municipal. Los comerciantes estaban de acuerdo, igual que las maestras de escuela, o las ancianas que recorrían las veredas diez veces por día para comprar en el almacén de la esquina una manteca, un paquete de azúcar o yerba, lo que la memoria les permitiese filtrar de a ratos durante sus días tímidos y siempre iguales.

      Quienes discutieron y se enfrentaron a los empleados fueron algunos hombres, entusiasmados por encontrar en esos días una oportunidad de revivir los viejos tiempos de los caudillos que luchaban tenazmente con los malones en la época en que la provincia era todavía más campo y llanura que edificios y asfalto. Tampoco faltaban aquellos que extrañan, sin haberlos conocido, los violentos tiempos del oeste norteamericano, y se paraban en medio de las calles, como si de pistoleros se tratara, para impedir la matanza de los perros.

      Algunas mujeres, madres de familia, rescataban animales y los llevaban a sus patios como si fuesen niños que agregar a sus familias, siendo sus brazos siempre suficientes para abrazar y proteger a todo miembro desvalido de la sociedad humana. Mujeres que creen que sus brazos son alas con membranas extensibles que nunca se rompen, que sus lágrimas son tan inagotables como su paciencia y su capacidad de conmoverse.

      Y los chicos, esta vez todos juntos en una sola masa irremediablemente unida por un elemento común: la sal del temor y la férrea voluntad de la rebelión. El enemigo adulto esta vez ya no eran sus padres, sino un grupo más determinado y menos personal, y por ello menos susceptible al sentimiento de culpa o remordimiento. El enemigo era también ahora enemigo de los propios padres, y podrían hacer un frente común. Pero mientras las estrategias se sucedían y fracasaban, como muchas veces ocurre entre aliados unidos más por la necesidad que por un común ideal, los chicos se agruparon en un solo bando que se trasladaba de una calle a otra, sacando perros de las calles y llevándolos a sus casas para esconderlos donde fuese: patios cerrados, armarios, lavarropas en desuso o cajas, siempre vigilados por los hermanitos menores, que por ser tan chicos para participar en los campos de batalla, servían de vigías, y así también se sentían útiles en la nueva guerra.

     Pero la guerra cedió por un tiempo. Los perros casi desaparecieron de las calles por algunos meses. Las noticias cesaron, sólo en el ámbito local se continuaba hablando de los perros protegidos, y del destino que habían sufrido los que fueron atrapados. Muchos se dirigieron a ver los cadáveres en las afueras de la ciudad, donde unos días después las autoridades municipales realizaron una cremación que la gente del pueblo, los desocupados a esa hora temprana de la mañana, presenciaron hasta que el olor provocó que se dispersaran nuevamente hacia sus casas y trabajos. 

     Como decía, no hubo novedades en la televisión para quienes llevábamos cuenta de lo ocurrido sólo por este medio informativo. Tiempo después, un periodista mostró con un orgullo sólo comparable a los repiques y trompetas con que el canal anunció la nota, la rebelión de los perros.

     Así fue llamada más como un titular sensacionalista que por responder a la realidad de los hechos. La verdad es que los perros fueron empezando a escaparse de sus casas, uniéndose a los pocos vagabundos que habían quedado libres, y luego del mutuo reconocimiento de olores corporales y movidas de cola, se juntaban para caminar por las calles de la ciudad sin otro aparente motivo que el paseo o una simple e inocente vagancia. 

     La gente salió a buscarlos, pero luego de una mansedumbre curiosa, donde los animales regresaban a sus cuchas, patios o camas de siempre, tras una reprimenda no siempre cariñosa de sus dueños, volvían a escaparse en la primera oportunidad que se les presentaba.  Surgieron las mismas protestas de antes, pero esta vez los defensores no se atrevían a acudir a las autoridades para ayudarlos a rescatar a sus perros, ni tampoco el municipio estaba dispuesto a realizar el procedimiento, tanto por rencor por la anterior repulsa popular como por no crear opiniones en contra ante los muy prontos comicios electorales. 

     Los perros, entonces, se quedaron en las calles, y cada vez fueron más. No sé sabe cómo aparecían tantos y en tan poco tiempo. Era de suponer que haciendo un promedio de un perro por casa, y teniendo en cuenta por supuesto aquellas en que habría dos o más y aquellas en que no habría ninguno. Se hizo rápida encuesta, y se supo que salvo los perros más viejos, de poca movilidad, y algunos cachorros o perros falderos, todos habían acabado por escapar de sus hogares. Más tarde, incluso los perros viejos lograron escabullirse, acompañados en su fugitiva huída por los chillidos lastimeros de los cachorros y los ladridos estridentes de los falderos, que tarde o temprano, exacerbaron tanto la paciencia de sus dueños, que terminaron por ser soltados de las correas o los brazos protectores, y por qué no decirlo, los lazos esclavizantes de quienes tanto los amaban. 

     Los perros viejos se unieron a las gran jauría con pasos lentos, como elefantes apartados de la manada pero no por ello demasiado lejos en su camino. Sin embargo, los perros no se desplazaban mucho. Recorrían las pocas cuadras donde habían vivido siempre, así que sus antiguos dueños podían verlos todos los días, incluso hablarles con una caricia en el lomo o la cabeza como si nada malo hubiese ocurrido en su relación, y ellos devolvían el perdón con un lengüetazo algo tímido pero sin duda cariñoso a la mano que los tocaba o a la cara tan conocida desde que habían sido cachorros. Alguno se alzaba para apoyar las patas delanteras en el pecho o la panza de su antiguo dueño, desviando la mirada con leve vergüenza, mientras movía la cola en señal de abandono de cualquier tipo de resentimiento. 

     Y así quedaron las cosas por un tiempo. Extrañas para el resto del mundo que las veía desde el exterior de los límites de una ciudad antigua y de provincia, como un cuerpo que ha asimilado los cambios que le provocó una enfermedad, y que ha sobrevivido con secuelas ciertas y palpables, como cicatrices en la piel de las costumbres, pero adaptándose a los posibles desequilibrios y adoptando nuevas formas, diciéndose a sí mismo que el olvido es un dolor necesario que trae consigo la inminente y piadosa anestesia.

     Quienes se encargaron de estudiar el caso de los perros de Dolores, informaron a lo largo de varios meses que los animales vivían de los alimentos que les daban los vecinos, ya que ahora nadie era dueño de ninguno de ellos. Se formaron rutinas espontáneas de alimentación, como si todos y nadie se hubiesen puesto de acuerdo al mismo tiempo, pero los animales no esperaban, contra su costumbre, en las puertas de las casas o de los negocios o carnicerías. Deambulaban, olfateando, correteando, jugando entre ellos, ya ni siquiera con los chicos, y cuando veían a alguien acercarse con una bolsa de comida, movían las colas y gemían de contento, pero nada más. La gente comenzó a sentir un vacío cuando se apartaban, dándose vuelta de tanto en tanto para mirar al grupo de perros que comían casi con ajeno apetito la comida que les traían. Por eso, no pasó mucho tiempo para que la alimentación raleara en frecuencia, y los perros no se alarmaron por ello, por lo menos al principio. No parecían tener hambre, y tampoco se mostraban agradecidos por el alimento que les ofrecían, así que nadie, empezando por los antiguos dueños que no olvidaban el aspecto ni los nombres de aquellos que los habían abandonado, sintió el menor remordimiento cuando dejaron de alimentarlos y pasaron por su lado ya sin caricias, ni una mirada de mínima condescendencia. 

     Hubo alarma por dos motivos. Primero, se encontraron diez perros viejos, muertos y despedazados. Se dijo que los animales se estaban matando entre sí por falta de comida, pero no era posible comprobar si habían sido masacrados luego de su muerte natural o matados a propósito por sus compañeros. Los vecinos exigieron intervención de las autoridades, que ahora sí vieron una oportunidad de hacer méritos para las próximas elecciones. Pero este fue el motivo aparente, el más ponderable por su morbosidad ante la opinión pública, no tanto de los habitantes de la propia ciudad, que conocían íntimamente los hechos y sus motivos, sino de la opinión pública nacional. 

     El hecho que preocupaba más a los vecinos era el número de perros. Habíamos dicho antes que crecieron rápidamente en cantidad, pero su número se quintuplicó, por lo menos en los escasos meses desde que el fenómeno había comenzado. Ocupaban las calles y veredas, y no dejaban pasar a los autos en las horas pico, cuando la gente regresaba de sus trabajos y los chicos salían de la escuela. Se acostaban sobre el empedrado, daban vueltas sobre sí mismos como es su costumbre antes de dormir, y se apoltronaban casi, como si de almohadones se tratase, junto a los cordones de la vereda y los adoquines sueltos. No había manera de sacarlos de allí, ni con bocinazos, ni gritos ni llamadas cariñosas de antiguos dueños que reconocían en el perro frente al auto e interrumpiendo el tránsito, al querido animal que había sido criado en la cocina de su casa, dormido en su cama en las noches de invierno, que los había saludado saltando y ladrando cuando regresaban luego del trabajo, o se sumían en un aletargado sueño en las siestas del domingo después del asado, uno satisfecho con los huesos roídos bajo la mesa, y su amo repantigado en un sofá o la reposera del patio, con el sabor de la copa de vino o la cerveza del mediodía.

      Recuerdos nada más escapados en medio de la ofuscación y el frustrante intento de sacar del camino a los perros. Muchos decidieron apalearlos, pero los animales no respondían más que con miradas severas y gruñidos escasos. Se levantaban y se subían a las veredas, ocupadas ya por otras decenas de perros en pocos metros cuadrados, y mientras los autos reanudaban su marcha, eran ahora los peatones los que protestaban porque no podían caminar, encerrados entre los perros y las paredes de las casas, u obligados a caminar por las calles, lo cual provocaba nuevas peleas incesantes con los conductores.

     Un día, finalmente, por lo menos a lo que a esta ciudad se refiere, llegaron los gendarmes luego de que el municipio pidiese ayuda al gobierno nacional. Se presentaron una mañana en dos camiones, los soldados armados. Bajaron y se dispersaron por las calles, abriéndose paso entre los perros que ocupaban literalmente cada metro cuadrado de la calzada, sin brusquedad ni violencia, incluso sorteándolos a grandes pasos para no molestarlos. Los animales levantaban las cabezas y los miraban, volviendo a sentarse, o se levantaban y se corrían unos metros, pasando por encima de algún otro. No parecían hambrientos, no parecían violentos. Por eso, los soldados no se atrevieron a actuar, ni los oficiales a dar órdenes. Sólo cuando los habitantes de la ciudad los miraron de una forma inclasificable que amalgamaba la furia y la pena, sólo cuando las autoridades, y especialmente el gobernador dieron su visto bueno con el pulgar hacia abajo, como los emperadores romanos en el coliseo frente a los gladiadores o un general de la Segunda Guerra a un pelotón de fusilamiento, ellos levantaron las armas y apuntaron. 

      Entonces los perros se dieron cuenta. Casi simultáneamente levantaron las cabezas y miraron con recelo. A través de las mirillas de las armas, los soldados contemplaron las múltiples y diversas razas, las incontables formas y colores, las patas temblorosas, los hocicos humeantes de aliento matutino, los lomos erizados, las colas siniestramente cabizbajas o erectas, y escucharon los aullidos. No ladridos sino aullidos de inmensa pena, y luego el griterío de la jauría huyendo por las calles, de repente, como un solo  mar de perros de pronto alzados en un ímpetu irrefrenable. No atacando ni huyendo, sino corriendo en una misma dirección.

     Para los que habían salido a los balcones para observar el procedimiento, las calles se convirtieron en ríos impetuosos de una marejada que amenazaba con desbordarse si las márgenes no hubiesen sido edificios y casas de concreto. Los soldados resistieron la embestida, quedándose parados donde estaban, dejando fluir la jauría entre sus piernas, porque sabían que nada les harían, los perros deseaban huir, pensaban ellos. Pero yo me pregunto si fue realmente una huida o un llamado, o simplemente un darse cuenta como lo fue el salir de sus casas para quedarse en las calles. Esta idea cruzó por la cabeza de muchos cuando al final del día la ciudad quedó vacía de perros, y todo el que se dirigirse con su auto hacia las afueras de la ciudad, cerca de la ruta y mucho más allá, hacia los campos de labranza y pastoreo, pudo ver que la riada de perros se había asentado en los campos.

      Al final del día, cuando los gendarmes se hubieron ido, la gente que trabajaba temprano al día siguiente se fue a dormir a sus casas y las autoridades municipales y provinciales dieron por terminado el asunto para su tranquilidad electoral, los pocos interesados pudieron vislumbrar en la penumbra creciente los cientos de perros ubicados en los campos que rodeaban la ciudad. Cientos, y hasta me atrevo a decir que eran mil o más por la enorme extensión que ocupaban, según los que comentaron el suceso días después. Yo imagino ese paisaje, y no puedo evitar estremecerme ahora que me estoy acercando a la ciudad de Dolores. He venido a ver lo que tanto han comentado los medios.

     Los campos de perros, como un mar de animales dormidos que pronto despertarán. 

     Se los escucha ladrar cuando cae el sol. Se escuchan sus ladridos cuando cazan y devoran a las vacas. Aúllan a la luna y la confunden con la luz intensa de un helicóptero que ronda la zona de vez en cuando. Le aúllan como si se tratase de un dios al cual temer y venerar, pero presiento, así como ellos lo saben, que ya los dioses han cambiado de apariencia, y que la luz no significa necesariamente poder.

      Por eso se agazapan por las noches, con la complicidad de la oscuridad, y sus fronteras se acercan cada vez más hacia las fronteras de los hombres. 

     El choque inevitable es más una afirmación que un presagio.








3




Porque hubo nuevos episodios, yo sigo contando esta intermitente y sin embargo continua historia de cosas extrañas y eventos inexplicables. Es de suponer que siempre los ha habido en la historia del mundo, así como también espectadores anónimos que han observado o sido simples testigos circunstanciales. Algunos se habrán detenido a pensar en ellos, y dedicado tiempo a buscarlos, atentos al vertiginoso andar de las cosas y de la naturaleza. 

     Muchos fueron los filósofos que surgieron de esta manera. Observar, no necesariamente con los ojos, por supuesto, es intuir y relacionar. De allí a sacar conclusiones hay un paso mucho más grande: un precipicio de experimentos e ideas que se contraponen, que fracasan y lidian con su propia inercia y su propia fatiga. 

     El resultado pocas veces es satisfactorio, y casi siempre consiste en una simbiosis de cautela, conformidad, resignación y miedo.

     Por eso, cuando esta vez me enteré de que en un hospital de Buenos Aires los pacientes internados estaban muriendo, supe que allí, y de esa manera, había comenzado la carrera irreversible hacia la destrucción. Pero no me adelantaré a los hechos ni a sacar conclusiones, ya que esto no es un estudio filosófico sino una reseña de acontecimientos, que ni siquiera pretende la liviana amalgama de periodismo y curiosidad.

     En un hospital de un barrio cualquiera de la ciudad de Buenos Aires, los pacientes entraban, desde ya hacía dos semanas, y no salían más que por la puerta de la morgue.

     Qué sucedía, preguntarán. Era de esperar, en caso de accidentados con múltiples traumas graves, y aún así, en la actualidad y con la tecnología contemporánea era previsible que fueran rescatados y salvados en su mayoría. Pero en la oportunidad a la que nos referimos, fuese cual fuese la gravedad, los pacientes morían. 

     La atención pública se centró en el drama de los accidentes, por lo menos durante un tiempo. Sirvió para que el personal médico del hospital cavilara, luego de su asombro, sobre las causas de los decesos. A pesar de los escasos recursos económicos y la sobresaturación de trabajo, tiempo y espacio, los pacientes no presentaban patologías más graves que las de siempre en tales casos, y ellos no habían hecho menos que lo que siempre hacían. La diferencia consistía en que antes los pacientes se salvaban, y ahora, contra toda explicación, morían. Paros cardíacos, hemorragias, septicemias, obstrucciones respiratorias, shocks anafilácticos, se llevaban los cuerpos hacia su bando: el lado de la muerte, que como señora redentora y virginal, de cuerpo obeso y fláccido, piel pálida cubierta de escrófulas, espera en las afueras de todo hospital, casa, u oficina, cine, restaurante, prostíbulo o convento. Espera en la puerta de toda ciudad y alrededor de los bosques, en los barcos en alta mar, en las costas a que las naves regresen, en los aeropuertos y tras las ventanillas de los aviones, sobre sus alas.

     No tiene peso, por eso nadie se da cuenta, no tiene olor más que el tufo habitual de la podredumbre y las secreciones, de los remedios y la lavandina, que invaden la vida cotidiana de los seres humanos desde siempre. Nos rodeamos de cosas para interponer algo que nos haga olvidar la intuición de su presencia. Guardapolvos y bisturís nos protegen de la incipiente llegada, del llamado, del fantasma que revolotea como una ridícula sábana vieja y llena de sangre dejada en un rincón de cualquier consultorio, acumulando resabios y fermentando recuerdo tras recuerdo, hasta hallar el modo vital de hacerse presente en los pasillos por los cuales los vivos transitan como en túneles, como en caparazones móviles, corazas, tanques sin armas de defensa más que las simples manos movidas por neuronas tan frágiles como el cerebro de Dios.

     Después, empezaron a morir los pacientes internados en las salas. Algunos llevaban días o semanas allí, recuperándose positivamente, pero justo el día anterior en que iría a darse el alta, caían en una desmejoría que se acrecentaba hora tras hora durante la noche, o se daba el caso de un paro cardiorespiratorio. 

      Luego, y siendo ya pocos los casos que entraban al quirófano debido a estos antecedentes, ya ningún paciente salió vivo de ellos. La anestesia funcionaba pero los pacientes no se despertaban. Los cirujanos decían que se trataba de hemorragias, vísceras desgarradas o que simplemente había comenzado un proceso de necrosis sin explicación alguna más que el deterioro precoz, como una vejez adelantada, un estado de descomposición en que cada cuerpo de aquel hospital había comenzado a desarrollar antes de tiempo.

      Se cerró el hospital y se hicieron autopsias. Se habló de una epidemia y se alarmó a todos los centros de salud de la ciudad y alrededores. Los peritos no encontraron causas de muerte más que los registrados por los médicos que originalmente habían asistido a los enfermos. En muchos casos, especialmente los quirúrgicos, las necrosis viscerales era la evidente causa de muerte, como si el aire, tras la incisión, la hubiese provocado. 

      Se llevaron infectólogos y expertos en epidemias para examinar el microambiente del hospital. Nada encontraron luego de varias semanas de estudio. El personal fue analizado médica, administrativa y judicialmente. Pocos de ellos salieron airosos luego de los dos últimos exámenes. Estaban sanos, y podían contentarse con eso. Los jueces que intervinieron en los casos no encontraron motivos de negligencia ni de exoneración, y tanto el estado como los particulares debían compartir la responsabilidad moral y económica de los decesos.

     Luego del cierre del hospital, no hubo muertes parecidas durante un largo tiempo. En el medio ocurrieron las cosas habituales del mundo: terremotos, crisis económicas, asesinatos, robos, desapariciones y golpes de estado. Hubo nacimientos que compensaron las muertes recientes, hubo suicidios y un amplio aumento de consultas psicológicas y psiquiátricas en la ciudad.

      Pero un mes de diciembre, en víspera de fin de año, en varios hospitales comenzó a suceder lo mismo, simultáneamente. Dos apuñalados en un riña nocturna murieron en el quirófano, mientras los cirujanos intentaban salvar sus órganos vitales. En otro lugar una mujer embarazada perdió a su hijo durante el trabajo de parto, en otro un niño de doce años murió en un ataque de asma bronquial. El primer día del nuevo año no trajo ninguna sospecha, ya que eran causas comunes de muerte, pero todos se extrañaron cuando en estos hospitales los pacientes internados empezaron a morir uno tras otro.

      La alarma sanitaria se disparó inmediatamente en toda la ciudad, y a nivel nacional se desarrollaron debates, los diputados y senadores se reunieron con sus asesores en salud en busca de causas y posibles soluciones. El Presidente de la Nación estaba sumamente preocupado, hasta el punto que un día, más exactamente el día de su cumpleaños, el 15 de enero, mientras estaba reunido con su equipo de ministros en una reunión informal en su residencia de Olivos, sufrió un repentino dolor de pecho, y fue trasladado a una clínica. 

     Dos días después, se realizaron las exequias del presidente, mientras en el Congreso de la Nación se designaba al vicepresidente en función, pero todos vieron cómo el sucesor sudaba y su cara perdía color, y no precisamente a causa de la nueva responsabilidad asumida.

     El gobierno nacional decretó la emergencia nacional y el toque de queda. La Organización Internacional de la Salud declaró emergencia sanitaria a todo el país y a los países limítrofes. Nadie saldría ni entraría por ningún medio terrestre, marítimo o aéreo de las fronteras. Se decretó que todos los habitantes de la ciudad de Buenos Aires fuesen examinados, y se formaron largas colas en salas sanitarias y puestos de emergencia en las calles. Todo el personal médico idóneo y de laboratorio fue llamado a ofrecer horas gratuitamente bajo amenaza de cárcel. 

     Se dispusieron soldados en cada esquina. La autopista que rodea la ciudad y las entradas y salidas a la misma fueron clausuradas. Los aeropuertos cerrados, el comercio internacional transitoriamente suspendido hasta nuevo aviso. Todos sabíamos cómo llegarían, de a poco, el desabastecimiento, los saqueos, los robos, los crímenes, la hambruna: otra señora que aguardaba en las afueras de las fronteras, reseca y escuálida, vieja y sin embargo vital a pesar de su fragilidad. Sus huesos son de alambre oxidado y su cara un pergamino egipcio.

      Estamos en junio. Se cumple el primer año de que todo esto ha comenzado, pero pocos recuerdan tal aniversario. Veo las calles abarrotadas de mugre, los servicios de recolección han quebrado porque ya no hay voluntarios que se atrevan a acercarse a los deshechos. Hay cadáveres en las calles porque los hospitales han sido derribados. Sus escombros yacen como ruinas de un tiempo muy antiguo luego de una guerra de largos años. 

     Palas mecánicas recorren las calles levantando los cuerpos y arrojándolos en las afueras, en el cinturón que alguna vez fue la avenida General Paz, y ahora sirve de barrera para separar la muerte que en ese lado se desarrolla sin impedimentos ni obstáculos. 

     Yo viajo por los alrededores con mi auto, como un perro dando vueltas cerca de una casa en busca de comida. Busco el paisaje que me servirá de contemplación en mis reflexiones sobre los tiempos que han llegado. Veo el humo que se levanta por detrás de la avenida, los cuerpos y la basura quemada. Escucho los gritos y los llantos, escucho las sirenas de las ambulancias abarrotadas que luchan por abrirse paso entre la gente que camina y deambula por las calles en busca de ayuda y comida. Veo a los gendarmes protegidos con uniformes aislantes y armas en cada esquina, veo a los soldados en las fronteras de la ciudad sobre torres construidas en los perímetros como un campo de refugiados o una prisión a punto de estallar.

     Quiero observar esta explosión de gente que, algún día, saldrá por las fronteras ahora cerradas e invadirá la provincia para sembrar las formas de la muerte en sus terrenos.

     Quiero ser testigo de la marea de langostas que arrasará las provincias, dejando desolación, aridez y el aire lleno del polvo repleto de gérmenes, asentándose lentamente en tierra muerta pero no por eso menos vital. Porque de la podredumbre surge la vida que se alimenta de ella. La ciencia lo sabe, la religión lo sabe. La humanidad está consciente de todo esto gracias a la inteligencia de su cerebro mortal.

     Podría huir, o alejarme y esconderme tras las paredes de mi departamento. Cerrar puertas y ventanas, clausurar las rendijas con telas y cinta aislante. Bajar las persianas y poner cerrojos en ellas. Clausurar las entradas de gas, soldar las canillas para que ni una gota de agua contaminada llegue a entrar. Pero qué diferencia habría en esto con lo que ahora estoy viviendo.

     El futuro será el mismo, y por lo menos el presente me permite contemplar por algún tiempo más los campos abiertos alrededor de la ciudad sitiada. Por lo menos los gritos me dicen que más allá hay gente todavía, advirtiéndome, y queriendo ser consolada. Yo sufro y me regodeo con el llanto ajeno. Yo canto con ellos en gritos semejantes a los de los buitres en pleno campo de batalla. 

     Yo anhelo la visión de un ser humano surgiendo entre el humo y las barreras, para saber, para confirmarme, para por fin dejarme estar o levantar vuelo como un alma piadosa, que la mujer o el hombre que surja de aquella grieta me llame, pronunciando mi nombre.








4




No sé cuándo aparecieron aquellos seres, ni sé qué son en realidad. Muchos los llamaron ángeles a falta de mejor nombre, o quizá porque algo, que yo no alcancé a percibir, les dictaba tal nombre en los oídos, pero de ángeles no tienen más que las alas. 

     Es que los niños así los llamaron, por lo menos hasta el instante en que los vieron descender  con las alas desplegadas, en un aleteo suavemente diversificado, como acariciando al viento en lugar de ser el viento el que acariciaba sus alas, regodeándose como un cachorro mimoso sin cuerpo entre las plumas, ansioso del calor maternal. Dicen que el viento busca desde siempre su forma perdida, y la halla habitualmente entre las alas de los pájaros, y es tan breve el tiempo en que logra recuperar su forma, que sus sucesivas vidas lo tornan irritable y antojadizo. A veces se enfurece y por eso sopla tan briosa y cruelmente, otras se desplaza como una brisa de mayor o menor intensidad, según la categoría de su ánimo.

     Pero el viento, esta vez, se había dormido en las alas de estos seres imprecisos que planeaban sometiendo el aire a su arbitrio, dominándolo como si los hubiese estado esperando mucho tiempo, y el desgaste y la edad convirtiese la fuerza del viento en un engendro pegajoso más parecido a la telaraña que a la fluidez del agua. Como si el esqueleto del viento se hubiese manifestado cuando ellos llegaron, y el aire fuese enteramente una estructura ciclópea sobre el mundo. 

     Pero no quiero adelantarme a los hechos. La primera vez que los vi fue un día oscuro de primavera, una tarde nublada y fría, cuando los rayos se asomaban entre las nubes aún silenciosos, y la electricidad consumía el aire dejando un general ahogo hastiado de humedad, y un olor dulce a carne descompuesta. 

     Los encontré aposentados en los cables de electricidad que cuelgan de poste en poste en la vereda de mi casa. Salí a la puerta en busca de una leve brisa perdida, con un mate en una mano y el termo bajo el brazo. Eran diez, o quince, luego me parecieron más, luego menos, pero cada vez que intentaba contarlos uno levantaba vuelo u otro descendía. Tenían peso, por supuesto, porque los cables se combaban y los postes no parecían estar preparados para resistir. Sin embargo, aguantaron, por lo menos durante algún tiempo. 

     Cómo describirlos, me pregunto. Tenían alas, grandes aún cuando estaban plegadas. Sus patas eran gruesas y de fuertes garras. A pesar de la distancia, que no era tanta, pude ver que el tamaño de cada una de las garras era por lo menos de dos puños de hombre, y las uñas, cerradas alrededor de los cables eran largas y gruesas como tenazas. Lo peculiar era que las patas estaban cubiertas de un material que imaginé eran plumas, pero que a veces, según la luminosidad del día, parecían pelos de color dorado. El cuerpo era ancho en todo su volumen, tanto en las caderas como en el pecho, cubierto del mismo material impreciso, pero que en la cabeza se convertía en plumas verdaderas. Esta última era imponente por su prestancia, su altivez, erguida con un orgullo que sólo dejaba espacio para una mirada sórdida cuando se dignaba a bajar los ojos hacia los transeúntes. Tenían un pico corto, extraño para su contextura física, corto y ancho, que me sugirió casi una especie de metamorfosis en proceso: un cambio que debía estar ocurriendo a lo largo de generaciones desde una cara humana a una animal, o viceversa. 

      Nosotros, por los menos quienes vivíamos en la misma calle, no les temíamos. Habían aparecido cuando ya sabíamos por las noticias que ellas estaban asentándose en los cables de toda la ciudad, y su llegada a nuestro barrio fue como un alivio luego de una larga espera, la sensación de no haber sido desplazados o ignorados. Una de las veces que yo las contemplaba, sorbiendo el mate de vez en cuando, como si nada pasara, porque ya nos habíamos acostumbrado a su presencia, salió el sol muy brevemente entre las nubes, y sentí en la cara un destello de su fulgor sobre la piel de aquellos seres. No sobre las plumas, que mansamente se movían con la brisa, sino en el extraño tejido parecido al pelo que cubría la parte inferior del animal. Entonces recordé algo que había leído en mis noches insomnes, yendo del dormitorio hacia mi biblioteca en busca de leyendas que atenuaran las pesadillas nocturnas. De repente, me vino a la memoria lo que había leído de los grifos, seres mitológicos que según algunas versiones, estaban formados por un cuerpo de águila por delante y un cuerpo de león por detrás.

      Debo reconocer que no encontré una correspondencia exacta entre lo que yo estaba observando en ese momento con las descripciones de los autores de mis libros, pero como dije antes, ni siquiera ellos concordaban, en sus bibliografías, sobre la verdadera naturaleza de los grifos. Lo que está expuesto a la imaginación del hombre, sufre mutaciones, y la imaginación humana crea monstruos que varían de aspecto y significado según las épocas. Y cuando estos seres son vistos por quienes creen en ellos, entre los árboles de un bosque, en la bruma del campo, en la superficie de un lago o entre los vapores nocturnos de una bocacalle urbana, toman diferentes formas, pero todas las versiones coinciden en un mismo punto: aquel que los hermana y los funde cuando se escucha un mismo grito de pavor.

      Esa era la palabra, supongo, la que a mí se me ocurrió cuando los vi aposentados en los cables, dejando caer las extrañas plumas que comenzaron a cubrir las calles como pelos de perros. Oímos su graznido un atardecer, cuando la penumbra del verano inminente era un recuerdo extraño del invierno pasado, un eco sobreviviente que ellos se habían encargado de llevar consigo escondido en sus alas, para dejarlo caer como un desgarro de rocas sobre los oídos de los habitantes de mi calle. 

     Era un rugido que sólo una fiera podría haber emitido en medio de la selva, y luego el graznido que le sucedió fue inmediato, más una continuación que cambio perceptible, que hizo olvidar lo que habíamos escuchado unos segundos antes: el grito del león que se perdió en la calle, asustando a los perros y a las viejas, conforme con eso por ahora, y dejando en el aire el graznido que podría haber sido más amable de no ser tan contundentemente ancestral. 

     (Por qué a los perros y a las viejas, no lo sé. De los perros se comprende, están emparentados con los antiguos lobos que temían la presencia de los grandes felinos. Y tal vez las viejas del barrio también entendían, por otros motivos, el llamado del gato que yace indemne entre los huesos de cada predador. Dicen que las mujeres, mientras más viejas más sabias y más rapaces, más conscientes de la fuerza y el poder perdido y no aprovechado. Las brujas nacen a una edad avanzada, y las que así se descubren ya no son capaces de morir.)

     Y ese sonido quedó en nuestros oídos durante toda la noche, y las noches siguientes, sin saber si eran repeticiones de la memoria o sonidos reales emitidos por aquellos seres a aquellas horas tempranas de la madrugada. Porque siempre los habíamos visto levantar vuelo al anochecer, luego de haberse asentado recién después del mediodía, planeando desde algún punto del cielo, surgiendo como una mancha más de las nubes, o como si viniesen desde el sol, ya que sus plumas, o su pelo, refulgían con destellos enceguecedores en su batir de alas, hasta el momento en que se aquietaban sobre los cables. Nunca los vimos de noche, pero era verdad también que pocos de nosotros se atrevían a asomarse a las calles en esas horas: la visión de las criaturas como sombras quietas resultaba demasiado amenazante. Aquellos que dicen haberse asomado dijeron que ellas no llegaban por la noche, pero muchos no les creían porque oían con claridad el graznido y el aletear de alas justo por encima de sus ventanas, aunque reconocían no haberse atrevido jamás a levantar las persianas ni a correr las cortinas.

      Por ello, todo lo que a su presencia se refería, quedaba a medio camino entre la verdad y lo inventado, siendo esto último un reclutamiento de deducciones que intentaban utilizar la lógica como un instrumento, pero cuyas instrucciones de funcionamiento habían olvidado y perdido. Las autoridades municipales, provinciales o nacionales parecían haber caído en los mismos errores, acentuados por la habitual y arraigada burocracia que todo lo obstruye y envuelve como cizaña y enredaderas dentro y fuera de toda estructura gubernamental. A ella estábamos acostumbrados, así que nos preparamos, como espectadores que se sientan en sus butacas, a presenciar el espectáculo de los fallidos intentos de los empleados del estado, que con sus carpetas y portafolios, sus planos de la ciudad, sus guardapolvos y maquetas, instrumentos de precisión, armas químicas, discursos y discusiones, entretenían a los vecinos desde muy temprano en la mañana. (Es curiosa, acotemos desde ya y brevemente, la manía que tienen las instituciones oficiales de abrir sus puertas desde horas tan tempranas, como si tuvieran que hacer muchas otras cosas por las tardes o temieran que el día desapareciera antes de tiempo, involucrando en su obsesión a los ciudadanos comunes, interrumpiendo así sus sueños, la modorra de la madrugada y la fatiga matutina que se desenvuelve y fluye después con el exagerado y mal humor característicos.)

     Se pensó en expulsar a las criaturas con diversos métodos, primero utilizando aparatos de ultrasonido, luego con gases tóxicos, pero como la gente se negó a abandonar sus casas y el barrio estaba lleno de niños, esta última medida fue cancelada. Las aves ensuciaban las veredas con sus excrementos, pero la peculiaridad era que carecían de olor, sólo se trataba de una masa informe que rápidamente se endurecía y podía ser levantada como piedras del pavimento, aunque más frágiles. Entonces quedaba en nuestras escobas y palas una ceniza blanca parecida a la piedra caliza triturada.

     De dónde venían, nos preguntábamos, más por propia iniciativa que por imitación de los debates que invadieron las horas de televisión durante aquellos días. Algunos aseguraban que llegaban de la cordillera, escapando de cambios climáticos producidos por el efecto invernadero o la ruptura en la capa de ozono de la Antártida. Otros las declaraban como mensajeros apocalípticos. Muchos más, que se trataba de una invasión más en la ciudad, como ya habíamos sufrido la de mosquitos, murciélagos y otras alimañas semejantes, sin contar, por supuesto, a las humanas en sus diversas manifestaciones etnográficas y culturales. De esta manera, los debates se convertían en propagandas y plataformas para ideas ecológicas, religiosas, políticas y hasta para esclarecer puntos de vista raciales y/o discriminatorios.

     Sin embargo, estas criaturas, que nunca llegaron a recibir un nombre científico, no tanto por falta de acuerdo entre los especialistas como por una reminiscencia no reconocida del miedo que todos sentimos, aún los más racionalistas, ante el paisaje que ellas conforman a lo largo de las calles de toda la ciudad, asentadas sobre los cables de electricidad, incólumes al peligro de electrificarse, y sin que sus garras, a pesar de su crudeza y fuerza que sugieren todo menos un uso delicado de su filo, destrozaran los cables.

     Ese miedo fue el que sentí una noche, cuando supuestamente ellas no estaban afuera, mientras yo miraba un video grabado desde un helicóptero que había sobrevolado tres cuartas partes de la ciudad. Vi, como todos lo hicimos, cada uno en su casa frente al televisor, seguros en nuestro aislamiento, protegidos de lo de afuera y a su vez invisibles para cualquier inquietud o miedo de nuestros semejantes, la telaraña que nosotros mismos habíamos construido. Cables que llevaban suministro eléctrico, comunicaciones telefónicas, redes televisivas. Era algo de lo que ya no podríamos desprendernos, es más, algo a lo que estábamos ya sometidos aunque nos creyéramos libres dentro de nuestras casas. Pero era la simple sensación de un caracol que se cree a salvo mientras otro animal lo sostiene en su boca esperando el momento propicio para apretar los dientes y quebrar su caparazón.

     Es que los cables no eran la amenaza de por sí, sino el instrumento del que podrían servirse las criaturas para su propósito. Ahora me pregunto la razón de adjudicarles un objetivo, como si de seres racionales se tratara, pero es inevitable que todo lo desconocido despierte susceptibilidades adormecidas por la rutina cotidiana. Las voces de alarma se alzaron desde todos los sectores y ámbitos de la sociedad. Las criaturas eran un peligro para la población, una invasión que dañaba la productividad económica y envilecía las costumbres ya establecidas del habitante medio. Eran un peligro al que era necesario poner fin.

     Entonces sucedió lo que yo tanto temía desde la noche que había visto en la pantalla del televisor la imagen acuadrillada de las criaturas sobre la red de cables. Una noche de septiembre oímos los graznidos simultáneos por primera vez.  

     Fue un llamado a las armas, un grito de guerra, y un alarido de inmensurable furia contenida, de aquella ira que es resultado de la justicia siempre insatisfecha y de una intensa compasión que no halla objeto. 

     Pocos segundos más tarde, nos quedamos a oscuras. La ciudad se ensombreció en su totalidad, sumiéndose en una penumbra que nunca habíamos conocido porque jamás había llegado a ser tan completa. La ausencia de luz eléctrica nos expulsó de los espacios habituales, la falta de radios y televisores nos sumergió en un silencio que hacía a nuestros pensamientos más fuertes y casi extraños. Sólo fósforos nos quedaban, pilas que alguna vez se acabarían, y el mechero del gas, si es que aún funcionaba. Incluso el agua de las cañerías dejaría muy pronto de correr, y ese sonido de pertenencia a los ríos de nuestros ancestros se alejaría como si fuésemos en realidad nosotros quienes nos alejáramos. Arrastrados de la civilización y de la vida por estas criaturas que un día llegaron a visitarnos sin permiso, imponiendo su presencia como si reclamaran una tierra que les fuera arrebatada. Mensajeras de los dueños originales, o dueñas ellas mismas, llegaron para quedarse.

     Sé que están allí afuera en este momento, mientras espero sentado en mi sillón frente al televisor muerto enterrado en la oscuridad, como yo estoy enterrado también. Esperando que regrese la energía eléctrica, que los especialistas arreglen el desperfecto, que los cortocircuitos sean reparados y la central eléctrica otorgue la luz igual que tantas veces lo hizo, como un dios inventado por el hombre, pequeño y familiar, y por eso mismo seguros de que actuará en nuestra defensa. Tenemos leyes, tenemos armas, tenemos toda la tecnología asentada en siglos de filosofía moral. Todo esto no puede ser interrumpido por el capricho de unas criaturas extrañas. 

       A menos que actúen, como antes dije, no por capricho sino por un objetivo. Trato una y otra vez de imaginarlo, de deducirlo, de inventarlo con todo el prodigio de mi imaginación, mientras aguardo en la oscuridad y el silencio únicamente interrumpido por aislados gritos de desesperación intercalados entre los graznidos. Por más que intento no puedo imaginar la causa de lo que nos está pasando, ni la identidad de las criaturas. Sea cual fuese el nombre que yo les dé, parece siempre insuficiente para la medida que su proceder les ha concedido.

     Adivino que todo esto está sucediendo en muchas ciudades del mundo, y me consuelo con la idea de que no soy el único con las mismas dudas y el mismo miedo. Pero el consuelo es efímero, y falso en realidad, como lo comprueba el ruido que ahora escucho desde la calle, el estruendo de maderas y vidrio destrozados. Y sé que pronto estarán atravesando los postigos de mis ventanas como una horda. 

     



Ilustración: Alexander Lois Leloir


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