viernes, 24 de enero de 2025

A propósito de un manifiesto (Carlos Pellegrini)







No es esto ni una polémica que empieza ni una defensa que ensayo. No deseo la primera, ni creo necesitar de la segunda. Atravesamos una época fecunda. en lecciones para los estadistas del porvenir, y lo que voy á escribir, recortado y guardado en los cartones de algún coleccionista, podrá servirles, tal vez, como elemento de juicio. El motivo que me induce á publicarlo Son ciertos párrafos de la Exposición del Dr. del Valle, que aluden á mi intervención en los últimos sucesos.


La crisis del ministerio Cané á principio de Julio se presentó con los caracteres de una crisis Presidencial. Pedían la renuncia del Presidente todos los diarios de la capital que reflejan la opinión de diversos círculos políticos. Los que no la pedían directamente la anunciaban como inminente. El señor Presidente, inclinado ya á esa solución, pidió consejos á varios ciudadanos. Las opiniones vertidas fueron publicadas y no necesito recordarlas.


Aconsejé entonces al señor Presidente que apelara á cualquier partido ó á cualquier hombre público antes de dar con su renuncia la señal del derrumbamiento.


Tuve ocasión de indicarle al mismo Dr. del Valle á quien sabía ganoso de aceptar la tarea, y el doctor López sabe con cuanto interés seguía sus trabajos para formar su gabinete. Un telegrama que me fué dirigido al Rosario de la Frontera, y que tuvo ocasión de leer el señor gobernador de Salta, prueba lo que dejo dicho.


Con estos antecedentes, notorios, puedo afirmar que podrá acusárseme de todo menos de sentimientos hostíles hacia el gabinete del doctor del Valle.


No era que ignorase cuáles eran las opiniones políticas del nuevo ministro; por el contrario, sabía que sus ideas de gobierno eran diametralmente opuestas á las mías, y aunque nunca he dudado que estuve en la verdad al realizar una política conservadora que permitiera al país vencer grandes peligros y alcanzar en paz la normalización lenta, pero segura, del régimen interno; no me hacía violencia que se sometiera esa política á una contraprueba y se pusiera en práctica el sistema contrario. Aunque nunca he tenido fé en los libertadores, restauradores y regeneradores que tanto pululan en nuestra América, estaba pronto á reconocer mi error y á aplaudir el ministerio si su política conseguía para el país, como lo había prometido, mayor suma de libertad, de orden, de progreso, en una palabra, mayor bienestar.


Creía también que las responsabilidades del poder moderarían ciertos impulsos, modificarían las ideas extremas y fiado en la clara inteligencia y en la energía del jefe del nuevo ministerio, estaba seguro que al realizar sus fines políticos en el gobierno, salvaría siemlos intereses fundamentales de la nación.


Me ausenté de esta capital con destino á las provincias del norte el día que se recibió el nuevo ministerio. Hasta Jujuy todo estaba tranquilo. A los treinta días regresaba á esta capital y parecía imposible que en tan breve tiempo se hubiera operado el cambio que vine observando. Todas las provincias del interior en plena alarma, sin otra preocupación que defenderse contra la anarquía inminente. La garantía de la autoridad nacional había desaparecido y los gobiernos de provincias se sentían librados á sus propias fuerzas y se preparaban á usarlas para defenderse de las sorpresas de la sedición.


Los servicios nacionales estaban interrumpidos. Durante diez días no hubo correos regulares en las provincias del norte; los estafeteros de la nación habían sido detenidos y presos en Santa Fé y parte de la correspondencia secuestrada. El telégrafo nacional sólo funcionaba en cuanto lo permitían las fuerzas revolucionarias. Los ferrocarriles nacionales habían sido arrebatados de manos de las compañías por particulares armados, sus empleados destituidos unos y presos otros, las líneas destruidas en partes, algunos puentes volados y empleadas las máquinas y tren rodante en la conducción de fuerzas armadas.


Dos provincias tenían por único gobierno una junta revolucionaria nombrada por sí misma, y en la provincia de Buenos Aires toda autoridad había desaparecido, ó más bien, era autoridad todo el que conseguía reunir cuatro hombres y dos carabinas.


La capital federal estaba incomunicada con la mitad de la provincia, y hasta cierto punto sitiada, pues los artículos de primera necesidad habían subido enormemente de precio, porque su libre entrada la estorbaban grupos de gente armada. Por último, cuando se nos había anunciado, con voz que oyó toda la República, que nadie, siquiera representara la autoridad autonómica de una provincia, sería osado de mover armas sin permiso de la autoridad nacional, llegábamos á ver que todas, gobiernos de provincia y partidos políticos movilizaban milicias, agrupaban batallones y divisiones comandados por jefes y oficiales con uniforme de la nación, tenían cañones y ametralladoras y que tres ejércitos operaban libremente y se preparaban á sangrienta batalla á la vista y paciencia del gobierno federal, único condenado á no poder mover el suyo, que severamente acuartelado, presenciaba silencioso y entristecido, este inmenso desórden en que desaparecía por completo la autoridad tutelar de la constitución y de las leyes de la nación. Era un espectáculo genuinamente sudamericano y sólo posible hoy en nuestro continente.


¿Cómo habíamos llegado á tal extremo?


Cuenta la historia que, con el objeto de sanear suburbios pobres y antihigiénicos de la antigua Roma, resolvieron sus autoridades aplicarles el fuego. Las llamas devoraron pronto el barrio condenado, pero el viento, que los hombres no gobiernan, las avivó y la extendió, y el fuego se propagó á los barrios más centrales y alcanzó los grandes palacios, llegó á los templos y el Emperador romano pudo darse el placer de contemplar desde las alturas á Roma, á punto de desaparecer devorada por un colosal incendio.


Para algo sirve la historia, y sus ejemplos aconsejan huir de ciertos medios, pues nadie tiene poder para decirle al fuego ó á la anarquía: de aquí no pasarás.


La noche de mi llegada á esta capital acudieron á mi casa varios amigos que discutían alarmados los sucesos del día y culpaban al gobierno nacional. El señor ministro del Interior, doctor López, presente, defendió al gabinete, manifestando confianza en él resultado final y afirmando que el desórden del momento era imputable única y exclusivamente al Congreso, que al rechazar la ley de intervención había detenido la acción del ejecutivo.


Esa noche y el siguiente tuve ocasión de hablar con la mayoría de los señores senadores y diputados y pude informarme de que todos se daban cuenta de la gravedad de la situación y estaban dispuestos á prestar su concurso para salvarla. La razón fundamental por la que habían rechazado la intervención pedida por el ministerio del Valle, era porque no admitían que un ministro nacional pudiera fomentar la revolución y el derrocamiento de las autoridades de las catorce provincias, para en seguida pedir y obtener una ley de intervención amplia que le permitiera reorganizarla á su paladar político. Aun salvando las intenciones presentes, el antecedente sería funesto.


La inmensa mayoría de la opinión representada por el elemento conservador y aún una de las fracciones líticas militantes pedía en todos los tonos que se pusiera remedio á la situación, porque instintivamente presentían que se estaba jugando los destinos del país.


Con estos datos, hice una visita al señor ministro del Interior y le manifesté que creía fácil que el Congreso votase la ley de intervención que había pedido el ministerio, si se le daba alguna garantía de que no serviría á interés político determinado, sino simplemente á garantir el sufragio libre en la organización de los poderes de la provincia.


El señor Ministro me contestó que nadie tenía derecho á dudar de la imparcialidad del ministerio. Que cuando se pidió la intervención se había discutido en acuerdo el nombre de los interventores, y que entonces se había convenido en ofrecer la de Buenos Aires al doctor Tejedor, cuyo nombre importaba por sí sólo todas las garantías exigibles. Se extendió en este orden de ideas en presencia de otros señores, y terminó


por decirme que conocedor de la opinión del señor Presidente y de sus colegas, podía garantir que si la ley de intervención era votada, el cargo de interventor le sería ofrecido al doctor Tejedor ó á otro ciudadano en sus condiciones, si éste no aceptaba.


Antes de conferenciar nuevamente con los miembros del Congreso, tuve ocasión de hablar con el doctor Tejedor, y puesto por mí en conocimiento de lo que pasaba, me manifestó que en vista de la gravedad de la situación y si se le daba completa libertad de acción, estaría dispuesto á aceptar el cargo si él le fuera ofrecido por el señor Presidente de la República.


Hice presente todo esto á los señores senadores y diputados, y resolvieron en gran mayoría votar la intervención. Supe más, que consultada la opinión del Presidente por algunos senadores y diputados, les contestó que cumpliría las leyes que sancionara el Congreso, y que en caso de tener que nombrar un interventor su candidato había sido y era el doctor Tejedor.


En ese día se recibía en la Secretaría de la Cámara un mensaje del P. E. en que daba cuenta de la acefalia en que quedaba el P. E. de la provincia de Buenos Aires, por renuncia del señor Dollz, á fin de que el Congreso tomara las medidas que creyera convenientes.


De lo expuesto se deduce evidentemente que la intervención pedida y sostenida con calor ante el Senado por el Ministro de la Guerra, iba á ser acordada, haciendo acto de buena voluntad hacia el P. E. dándoles los medios de poner fin á una situación anormal y peligrosa, y permitiéndole garantizar los intereses legítimos de todos los habitantes de la provincia. Nadie podrá jamás interpretar como acto de hostilidad hacia un ministerio, el votarle una ley dándole facultad amplia para intervenir una provincia y organizar sus poderes, ni admitir que un acto tal de confianza sea el resultado de una intriga palaciega, ni mucho menos una puñalada por la espalda.


En poder del Congreso el mensaje del P. E. y resuelta ya por la comisión respectiva la forma del despacho, recibí un aviso del señor Ministro del Interior con carácter de urgente y grave, anunciándome que el señor ministro de la Guerra, desde la Plata, se oponía á que se votara la ley de intervención.


Conteste que por mi parte ya había terminado mi gestión oficiosa, que el asunto iba á ser tratado en las Cámaras, y que si se divulgaba la opinión del señor ministro de la Guerra, lejos de evitar la sanción podía precipitarla. Así sucedió.


En efecto, el señor Ministro de la Guerra, según él mismo lo ha reconocido en su Exposición, había cambiado de opinión, estaba en contra de la ley, y ante la resolución del señor Presidente de cumplirla, pidió ser él el ejecutor por las razones que ha dado. Verdad que la situación había cambiado. Cuando se formuló el primer pedido había un gobierno armado y al parecer resuelto á resistir y dos ejércitos revolucionarios en vías de formación, y al votarse la ley ya no existía el gobierno ni sus fuerzas, uno de los partidos habia sido desarmado y el otro se había apoderado de la situación, que le pertenecía-et par droit de conquête-según el señor Ministro, aunque no faltan mal intencionados que aseguran que no fué por su sólo esfuerzo y que alguien hizo en esta tragedia el papel de Duguesclin.


La ley venía á evitar resultados que se creian matemáticos, y los interesados se han vuelto irritados é hirientes contra los que suponen autores de una intriga que desbarataban planes que nadie conocía, pues sólo se descubren hoy.


Son estos los hechos que cada uno comentará á su placer. Nada tengo que ocultar ni de que arrepentirme. Puede que alguien lamente que no hayan sido derrivados y regenerados los catorce gobiernos de provincia y reemplazados por otras tantas juntas revolucionarias que pusieran en práctica con juvenil candor las nobles aspiraciones de la primera edad, y en medio de las cuales se elevaría como un anacronismo nuestro venerable Presidente. Por mi parte, y creo que conmigo la inmensa mayoría preferirá que sean ciudadanos como don Eduardo Olivera quienes presidan á la reconstrucción de autoridades legales. Lo que nadie se explicará es cómo una ley de intervención y el nombramiento de tales ciudadanos pueda dar por resultado que no se persiga á los ladrones. Respetemos las debilidades ajenas y esperemos que los hombres y las cosas recuperen su estado normal.




Ilustración: Max Beckmann





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