miércoles, 8 de enero de 2025

Los monos


               


               







1


La mano de simio de mi hijo fue un hecho inquebrantable. Antes y después de eso, el mundo fue y sería completamente diferente, y no estoy hablando de la forma en que yo lo vería, sino literal y concretamente distinto. Fue debido al nacimiento de mi pequeño Homero cuando yo comencé a abrir mis ojos a lo que no quise o no me interesaba ver, a prestar atención a lo que antes pasaba superficialmente por mis oídos. Palabras escabullidas por las puertas de restaurantes y edificios de oficinas en pleno centro de Buenos Aires. Accidentes ocurridos sin explicación en las avenidas y autopistas, donde automovilistas distraídos, o quizá de pronto dominados por el pánico, veían frente al parabrisas cosas que únicamente estaban en sus mentes, como recuerdos ancestrales que regresaban igual que asaltantes para robarles la razón que tantos siglos le llevó al hombre conquistar.

     O tal vez vieron, en sus manos sobre el volante, la aparición de algo extraño, manos que no les pertenecían y sin embargo eran suyas desde siempre. Porque es verdad que desde el nacimiento de Homero empecé a darme cuenta de toda esa avalancha de evidencias que antes no entendí por mero ensimismamiento en mi vida recoleta, la aparente felicidad conyugal encerrada en el ámbito de un departamento en un alto edificio sobre la Avenida Libertador, a no muchas cuadras del Río de la Plata, ancho y gemebundo por sus eternos quejidos de mastodonte que se dirige a paso muerto hacia el océano. Un río que se cree a sí mismo un océano.

     Y es así como nosotros y tantos otros nos considerábamos, únicos e irrepetibles, aislados en este continente dando las espaldas a la selva que constituye la esencia de estas tierras, por mal que nos pese. Miramos al viejo continente, y éste mira por encima de nuestros hombros, confundiendo nuestra civilización imitada con la barbarie del campo o de la selva.

     El médico de la clínica Santa Trinidad me fue a buscar a la sala de espera, donde yo aguardaba sentado en un sillón frente a un amplio ventanal que dejaba entrar el sol sobre la Plaza. Enfrente, el Teatro Colón mostraba sus ruinas mientras era desmantelado lentamente desde hacía largos meses. Mientras miraba a la grúa que se arrimaba a sus antiguas paredes, sentí la voz del doctor Farías a mi lado.

     -Señor…señor…- dijo, tocándome el hombro dos veces, hasta que decidí apartar la mirada de la muerte que derrumbaba edificios y lo miré, dándome cuenta por sus ojos que algo malo había pasado.

     -Señor, necesito que me acompañe a mi consultorio, por favor.

     Con su mano derecha agarró con suavidad mi codo izquierdo, más delicadamente de lo que cualquier mujer lo haría. Era un hombre joven, heredero y dueño ya de aquella clínica que desde más de dos generaciones atrás pertenecía a su familia, entre cuyos miembros hubo por lo menos un ministro de salud.

     Yo me dejé conducir por los pasillos, y adiviné que me llevaba hacia la nursery. El doctor comenzó a hablarme con una sonrisa casi imperceptible a simple vista, era más que nada la parsimonia de su tono lo que la sugería. Las enfermeras nos pasaban por los costados con las miradas inertes. Todo aquel blanco me confundía, me hipnotizaba, incluso las pinturas de arte en las paredes eran apenas esbozos difusos sin formas concretas, como nubes sobre cielos blancos. El silencio de la tarde era propio de un domingo, con escaso tráfico. Es verdad que las paredes de la clínica estaban casi insonorizadas para proteger la serenidad de los pacientes y permitir el trabajo grave y concentrado de los médicos,  y que las calles de los alrededores habían sido cerradas por los trabajos de demolición del teatro.

     Sentí un estruendo sordo, apagado, y supe que alguno de los gruesos muros estaba cayendo, entonces la voz del doctor Farías se me antojó de una obscenidad insoportable, no era un grito sino un canto blasfemo. Una orquesta completa hacía crisis en un crescendo de timbales que fue abortado por la voz antigua de un castrati. La leve feminidad del doctor Farías me sugería la protesta, la angustia y la desesperación de su eterna pérdida.

     Llegamos al ventanal de la nursery. Las cunas estaban alineadas como las filas de un ejército. Todas blancas y de sábanas inmaculadas. Yo miré con atención, ansioso por dejarme llevar de las manos de la curiosidad y el entusiasmo. Era mi primer hijo, el primero que Samanta y yo teníamos. La mano del médico se apoyó en el cristal, y con el dedo señaló una cuna. Al principio no lograba ubicar a cuál se refería, para mí eran todas iguales, lo mismo que los bebés en ellas. Luego él me tomó del mentón, y esa confianza que creía abusiva fue el signo más trágico y a la vez más tierno que recibiría en mucho tiempo. Su mano dirigió mi mirada hacia una cuna de la primera fila, que yo casi había obviado.

    Pude verla claramente, separada por un metro exacto de cada lado de las otras cunas. El bebé, mi hijo, dormía cubierto hasta el cuello por una sábana. Su cabello ralo era muy claro, como el de Samanta. Tal vez se oscurecería con los años, pero no importaba, por supuesto. No vi el color de sus ojos, pero sentí la necesidad de atravesar el vidrio,  levantarlo y mecerlo.

     Cuando iba a hablar, el doctor golpeo el ventanal con un nudillo que la enfermera interpretó enseguida.

     -Señor, hay algo que debe saber…

     -¿Qué le pasó a mi esposa?- pregunté. Algo se me venía encima, mientras seguí escuchando los muros del teatro cayendo para siempre.

     -Su esposa está bien, señor, aún duerme en su habitación. Es de su hijo del que quiero  hablarle…

     Entonces hizo una señal a la enfermera, que aguardaba junto a la cuna, siguiendo nuestras palabras mudas a través del vidrio, y ella levantó la sábana que cubría el pequeño cuerpo de Homero.

     Vi que su mano derecha era diferente a la izquierda. Era una mano de simio, no sólo por la vellosidad oscura y que se adivinaba suave todavía, sino por los dedos largos, el pulgar corto y la  palma más cuadrada o casi rectangular.

     El doctor trató de llevarme hacia el consultorio, pero yo apoyé las manos sobre el vidrio, con la mirada fija y extasiada sobre el cuerpo de mi hijo. La enfermera, en entendimiento con el médico, ya había tapado la mano, pero yo le supliqué en voz alta, con señas y golpes en el vidrio que no me lo ocultara más, porque ella se había interpuesto entre la cuna y el ventanal.

     -Señor, por favor, acompáñeme al consultorio.

     Yo no me movía de ahí, diciendo en tartamudeos frases torpes que ya no recuerdo, y que probablemente no tenían ningún sentido. Sentí nauseas y me incliné apoyando las manos en las rodillas.

     -Leandro, por favor- insistió el médico, llamándome por el nombre por primera vez desde que Samanta y yo lo consultamos tantos meses antes. Levanté la vista hacia él, y me acompañó por el pasillo hasta hacerme sentar en un sofá junto a una pared del amplio consultorio que ya conocíamos por haber ido a tantos controles y ecografías.

     Me trajo un vaso de agua y una enfermera entró a controlarme la presión arterial. Yo la rechacé con brusquedad y ella se apartó con paciencia. Tanta serenidad y amabilidad me exasperaban,  quería levantarme y romper algo, gritar, atravesar el vidrio y comprobar una vez más que era mi hijo el que me habían mostrado. Pasaron por mi memoria todos los miedos que Samanta y yo habíamos tenido por la posibilidad de una enfermedad. Hicimos estudios de genética para comprobar la viabilidad de cada uno, porque las leyes así lo obligaban. En realidad ella y yo nada sabíamos de esas leyes, siendo padres por primera vez. Los medios no informaban demasiado, saturados de noticias sensacionalistas y del espectáculo. Tantas leyes había, tantos reglamentos, que la sociedad ya había sido inmunizada contra todo eso. Las mentes parecían haberse amoldado al acomodaticio vaivén de lo ya servido. Las computadoras pagaban los servicios esenciales y los impuestos, y el trabajo en la ciudad se realizaba en casas y oficinas. No necesitaba moverme de nuestro departamento para dar mis clases, los alumnos se conectaban a la red y yo dictaba mis cursos de literatura española de ese modo desde siempre. Samanta era abogada, y tampoco iba ya a los tribunales para dirimir casos frente al juez.

     Nosotros visitábamos al doctor Farías por puro gusto. Las ecografías las realizaba de manera tradicional para determinados pacientes. Eso me había gustado mucho, encontrando en aquel médico una sensibilidad más humanista que científica. Pero ahora, en este momento en que trataba de explicarme lo que supuestamente no había podido decirme antes, yo lo aborrecí tanto que podría haberlo matado con cualquier cosa a mi alcance. Sobre su escritorio había un portarretratos con vidrios, y en el carro de curaciones tijeras y bisturís.

     En medio de todo eso, lo escuché decir:

     -Leandro, no pude advertirlo antes porque no había ningún indicio de que el bebé tendría esta característica. Usted sabe que hicimos punciones amnióticas, porque es lo rutinario, y a pesar del peligro que siempre representa. Ya lo hemos hablado en su momento…

     Farías se levantó de la silla que había colocado junto a mí para hablarme de cerca, en voz casi baja y lentamente. El guardapolvo se le había arrugado y tenía la corbata torcida, entonces me di cuenta de que había sido yo el que hizo eso; agarrarlo del guardapolvo y zarandearlo cuando quiso que la enfermera me tomara la presión. Ella ya no estaba, y la puerta cerrada convertía ese consultorio en un antro maloliente de mentiras blancas.

     -Dígame la verdad-le ordené al doctor Farías, más con la mirada que con mi voz. Muchos me han dicho antes que la reprobación de mis ojos a veces es más cruel que la sentencia de mis palabras.

     El médico volvió a sentarse en la silla de madera trabajada y tapizado de pana verde. Todo en el consultorio resultaba honorable, o quizá venerable: el escritorio de madera clara, las sillas haciendo juego, el sillón en el que yo estaba sentado, los cuadros en la paredes de pintores impresionistas, el perchero donde colgaba el sobretodo de vicuña del doctor, una bufanda de lana de merino y un paraguas con mango esculpido. Hasta el carrito de curaciones era antiguo y su contenido oculto por una tapa corrediza. Las cortinas blancas daban la luminosidad exactamente estéril para aquel cuarto.

     -Mire, Leandro…

     -Le agradecería, doctor- lo interrumpí- que no utilice mi nombre de pila nunca más…

     Farías se quedó mirándome con una profunda pena, parecía dolerle aquello más que el motivo que nos había reunido.

     -Como quiera, profesor…Sólo necesito hacerle comprender que la clínica cumple rigurosamente con los requerimientos establecidos por el Ministerio de Salud de la Nación. Hicimos todos los estudios para detectar cualquier enfermedad genética o malformación conocida. Pero la verdad es que la enfermedad de su hijo ha sido muy poco estudiada todavía. Hace apenas siete años que se registró el primer caso, aunque se sabía que ya de antes hubo casos no denunciados.

     -¿Pero qué es, por Dios santo?

     -Profesor, no puedo decirle lo que no sé, y nadie sabe en realidad. Han aparecido algunos estudios, pero los casos registrados y seguidos en estos años no son suficientes todavía para determinar un origen más o menos seguro. Se sabe que se trata de una regresión, aparentemente información genética que a lo largo de los milenios se tornó regresiva, y que ahora por alguna causa se ha vuelto dominante, y por lo tanto se manifiesta morfológicamente.

     Me quedé pensando en lo que eso implicaba por simple deducción.

     -Morfológicamente, y funcionalmente también, por supuesto, supongo. Incluida la psiquis.

     El doctor sonrió con tristeza.

     -Fisiológicamente sí, pero nada sabemos de la psicología de los afectados. Los primeros casos se han perdido porque ocurrieron en poblaciones de Sudáfrica devastadas por las guerras civiles. Los que se dieron en Europa continúan siendo vigilados, pero los niños no tienen más de cinco o seis años.

     -¿Y cuántos hay hasta ahora?

    -Por el último registro, quinientos en todo el mundo. En Sudamérica hay un centro de investigación en Brasilia, y otro de rehabilitación en Montevideo. Acá en Buenos Aires, tal vez uno o dos.

     Cuando dijo esto, su mirada se volvió altiva, casi orgullosa, podría asegurar. Y entonces la calma que había ya dominado mi desesperación durante la charla, regresó.

     -Tengo la impresión, doctor, que usted sabe más de lo que dice. Todo esto debe estar en cualquier red dedicada a informaciones de salud…

     -No esté tan seguro de eso. Los ministerios de cada país deciden sus prioridades.

     Me reí de tales ingenuidades, y me restregué con los ojos húmedos.

     -No degrade su inteligencia, doctor Farías, mintiéndome de esa manera. Pocos son los que buscan información en las redes, y muchos menos en revistas de medicina. Quinientos casos en siete años no es una epidemia. Si como usted dice, los reglamentos del ministerio son tan estrictos, esta clínica debió haberlos cumplido con respecto a la enfermedad de mi hijo. Sé que usted ha tenido familiares en el gobierno, y sin duda la influencia continúa, es evidente. He escuchado cosas en la calle, doctor, cosas que recién ahora me vienen a la mente como si antes fuese un papel que guardado en archivos que recién ahora abro. Y parece una caja de Pandora…

     Farías no respondió, esperando. Su cara era fría, triste, pero sobre todo resentida. Lo vi levantarse de la silla, desabotonarse el guardapolvo lentamente, colocarlo en el perchero, sacarse luego la corbata y colgarla también. Fue hasta el baño y escuché el agua de la canilla e imaginé que debía estarse lavando la cara, restregándosela con fruición y mirándose en el espejo. Regresó secándose con una toalla de mano, que dejó sobre el respaldo de la silla donde había estado sentado. Todo aquel doméstico descuido me desconcertó por un momento, pero me di cuenta que había hallado el punto débil del doctor Farías. Tenía la camisa abierta hasta la mitad del pecho, y entre el vello descubrí la gran letra marcada para siempre. Parte de los reglamentos del ministerio, convertidos en leyes por el sistema legislativo, aprobado por ambas cámaras hace ya mucho tiempo. Toda información, absolutamente toda, debía registrarse, y por lo tanto todo era un estigma. Lo físico y lo psicológico, las conductas aprehendidas o congénitas. El feto, o más bien el embrión como una fuente de información del futuro. La diabetes, los accidentes cerebro vasculares, los cánceres, las malformaciones, las psicosis, la esquizofrenia, la pederastia, el asesinato.

     -Si hasta la homosexualidad puede determinarse antes del nacimiento, y usted me dice que lo de mi hijo, tan grave y tan desconcertante, no lo han podido detectar.

     Farías se dejó caer en la silla, pero pronto recuperó su altivez.

     -¿Y qué habría hecho usted, profesor, de saber cómo iba a ser su hijo? ¿Habría estado dispuesto a abortarlo?

     Me habría gustado hundirle esa pedantería de su voz y de su rostro hasta lo más profundo de su cráneo con un gran golpe.

     -No sé lo que habría hecho, sólo sé lo que usted tenía que hacer…

     No me dio tiempo a terminar, se levantó y se abrió más la camisa, dejando ver toda la extensión de la gran letra en su pecho.

     -¿Usted tiene algo que lo identifique, profesor? Yo he sobrevivido y he logrado mucho a pesar de esta letra. Desde mucho antes de los tiempos de la novela de Hawthorne, usted lo sabe mejor que yo, y no importa la letra de que se trate, o el idioma. Una letra marcada con miles de números en códigos de barra sólo perceptibles a los sensores de cualquier institución pública o privada, bancos o financieras. Y para el gran público ignorante la gran letra que cualquiera puede ver.

     La voz le temblaba, y entonces supe que el doctor Farías debió haber estado haciendo eso durante mucho tiempo. Esperando y estudiando los casos suficientemente para no ser descubierto, hasta que se encontró conmigo. Sin duda, lo extraño de la enfermedad de mi hijo era un arma de doble filo para él, un riesgo que debió estimularlo. Debía ya estar hastiado de tanta venganza trivial y hasta inútil. Ahora había encontrado un estigma más grande que el suyo.

     -¿Ve esas tomos en mi biblioteca, profesor? Seguro los notó al entrar, pero ya pocos dedican su mirada a los libros. Es una colección de revistas viejas de medicina del siglo pasado. Hay un caso de medicina forense que me llamó mucho la atención: un hombre que nació deformado por el uso habitual del fórceps en esa época, secuestraba mujeres embarazadas para hacer lo mismo, y crear monstruos.

      No sé por qué casi largué una carcajada llena de triste sarcasmo. Pero como eso era una total irreverencia hacia mi mujer y mi hijo, sólo atiné a levantarme y agarrar a Farías de la camisa con la mano izquierda y comenzar a darle puñetazos con la derecha. Su cuerpo delgado fue cayendo al piso con todo su peso, y mi escasa fuerza de profesor de escuela tampoco pudo sostenerlo por mucho tiempo. No gritó, sólo pude escuchar el desgarro de la camisa blanca y la caída del cuerpo sobre la alfombra. Pero li ira no dejó de dominarme, así que fui hasta el escritorio y agarré un viejo cortapapeles. Tenía una inscripción de la Academia Nacional de Medicina dedicada al otro doctor  Farías, antiguo ministro.

     Iba a clavarlo en el cuerpo de su descendiente, el último de los Farías, probablemente. Pero cuando oí su llanto, pensé en Homero, en el bebé al que sin embargo aún no había visto llorar ni había sostenido en brazos todavía. Entonces me incliné sobre el doctor, y le sequé la cara con mi pañuelo, y cuando estuve a punto de ayudarlo a levantarse, él me agarró de la cabeza y me besó en los labios. Un beso corto, un beso trágico y lleno de angustia.

     Él pareció serenarse después de eso. Yo salí con un cáncer de dolor en el pecho.




2


Llegamos a la institución que el doctor Farías nos recomendó. Según él, era el único centro con la capacidad para atender a nuestro Homero por los menos en los primeros años de su vida, mientras se le hacían los estudios necesarios. Ya se había encargado de registrar el nacimiento en una fundación de investigación dedicada a la enfermedad de Rumpelstiltskin. Cuando escuché tal nombre, creí sinceramente que el doctor se estaba burlando a costa de nuestro sufrimiento, quizá en venganza por el golpe que le había dado en su consultorio. Él me miró, adivinándolo por mi expresión.

     -Es el nombre del médico que la estudió con más asiduidad- mi dijo. No había burla ni más sarcasmo que el propio de la fatalidad.

     Mientras el auto avanzaba por la autopista hacia el norte de Buenos Aires, yo observaba a mi hijo envuelto en su abrigo de lana y en los brazos de mi mujer. Samanta tenía la mirada puesta en el parabrisas, observando muy de tanto en tanto si el pequeño mostraba alguna expresión de incomodidad. Dos veces su mano de simio se asomó de las mangas largas y anchas del abrigo, y en seguida se encargó ella de ocultarla.

     El enano del cuento de Grimm parecía estar bailando alrededor nuestro, incluso a veces creí verlo por fuera de los cristales, corriendo a la par del auto a uno y otro lado o haciendo ruidos en el techo. Habíamos decidido tomar un taxi, por supuesto, ninguno de los dos estaba con los nervios suficientemente dominados como para conducir. El taxista nos observaba por el espejo retrovisor, dispuesto a entablar conversación, pero nuestras caras compungidas lo hizo desistir varias veces durante el trayecto.

     Al fin estacionamos frente a la entrada de una de quinta en San Isidro. Detrás de las cercas de ligustro había muros de ladrillos, y por la gran reja de entrada vimos la casona tipo victoriana que había pertenecido alguna vez a una escritora y editora importante. Ahora allí, donde habían habitado fantasmas imaginados, éstos tomaron forma por medio de las avatares de la realidad económica o social, o como se quiera llamarle. Encontraron caminos hasta concretarse en esos seres que vivían desde hacía algún tiempo en esas habitaciones convertidas en asilos. No habría, desde hoy, más que un niño con la enfermedad de mi hijo, hasta que otro se presentara. Los demás, según me habían contado, eran enfermos mentales o físicos, malformados, hidrocefálicos, síndromes de Down y otros muchos más extraños. Pero todos eran niños de no más de once años. La institución era administrada y el personal entrenado por los mejores especialistas. Llegaban del extranjero muchos médicos eminentes en enfermedades congénitas, pero aquellas visitas se reunían en congresos fuera del ámbito de la casona, habitualmente en Buenos Aires. La tranquilidad de los pasillos y los jardines de la gran casa no era estorbada por pasos apurados o voces que no perteneciesen a los mismos pacientes.

     Era un día nublado, demasiado húmedo, con una llovizna que nunca llegaba, y cuya espera era más molesta que su constante amenaza. El taxista detuvo el auto pero no paró el motor, ni siquiera fue a abrir el baúl donde estaba la valija con las pertenencias que habíamos comprado durante el embarazo para la futura vida de Homero. Samanta había reunido todas aquellas cosas con parsimonia la noche anterior, sin permitirme que la ayudase. La recuerdo doblar cada ropita y ponerla prolijamente en la valija, envolver cada juguete en celofán y colocarlo en una bolsa aparte. Había osos de peluche, autos en miniatura y un equipo de construcción cuyos pequeños ladrillos no sabíamos si podría agarrar con su mano de simio. Todo fue cerrado cuidadosamente, hastiados ambos de dolor acumulado en aquellas semanas desde que salimos de la clínica, y la decisión de no entablar ningún tipo de juicio o demanda fue tomada por resignación, y sobre todo con el enorme cansancio que llevábamos a cuestas.

     Bajé del auto y abrí el baúl. Saqué la valija y la bolsa de juguetes. Ayudé luego a Samanta a bajar. El bebé despertó, y sus ojos marrones despertaron para mirar el cielo gris sobre nosotros. Creo que sonrió. La belleza de su cara era rústica, naturalmente espléndida, sin resabios de artificios. Su cabello crespo y oscuro ya era largo para lo que se acostumbraba para un niño de poco más de un mes, pero a él no parecía serle necesario ningún arreglo acorde a lo esperado por la sociedad. Recuerdo el día que lo bañé por primera vez en casa. Samanta no había querido hacerlo, enclaustrada en su cuarto, sin siquiera darle el pecho. Yo hice comprar leche en polvo, preparándola en la mamadera según las instrucciones del folleto que nos habían dado en la clínica para padres primerizos. Varios días después, tiré el folleto y me atuve a mi instinto, pero sobre todo al instinto que veía en el rostro de Homero. Él, de algún modo, parecía indicarme cuándo y cómo atenderlo. No lloraba estridentemente, sólo emitía gemidos y de vez en cuando algún llanto que indicaba las molestias de sus pañales sucios. Cuando lo bañé por primera vez, lo lavé con cuidado, temeroso de lastimarlo, sin atreverme a pasar mis dedos por la mano de mono. La observaba de reojo, evitándola como si no existiera. Cuando ya estaba terminando y a punto de secarlo, esa mano se apoyó en mi antebrazo. Sentí el contacto del pelo mojado, y fue una sensación totalmente diferente al resto de su cuerpo. Creí, por un infinitesimal instante, que otro ser me había tocado, y de pronto tuve el también fugaz pensamiento de que el que me tocaba era un hombre. Entonces lo levanté, sacándolo del agua, llevándolo en brazos hacia la cama matrimonial, donde Samanta estaba recostada, vestida, mirando la televisión. Ella me miró con sorpresa, y dijo que iba a mojar toda la cama. Yo me sonreí, porque sabía que iba a vencer esa hosquedad y resentimiento. Comencé a secar a Homero con fuerza, como jugando, mientras él empezaba a reírse también con fuerza, y se defendía con los brazos. Entonces sequé también la mano de simio y luego la acerqué a mi cara para olerla. El olor a pelo mojado era distinto al de su cabello. Éste era más suave, y olía al tradicional aroma a bebé. Pero la mano tenía un olor que lentamente fue sugiriéndome el almizcle, a veces al pino, y otros, ya más adelante, y cuando ya estuvo internado, el olor del estiércol bajo la hojarasca de un bosque.

     Samanta no se acercó a compartir con nosotros ese momento. Su olfato estaba cerrado a la imaginación, y únicamente abierto al desastre de la realidad.

     Dos semanas después ella me pidió que lo lleváramos a la institución. Yo la veía cada vez más frenética e irritable. Cada una de mis horas fuera de casa, o durante mi trabajo en la oficina desde donde impartía mis clases, se me hacía un camino cuesta arriba de preocupaciones. Sabía que ella había retomado su trabajo, y pasaba horas en su propio estudio lleno de libros de abogacía y jurisprudencia. Tanto conocimiento no le había permitido ceder, porque era eso lo que en mi opinión debía hacer: ceder el paso a su sentimiento demoliendo las construcciones de la idealidad. Porque ella no era una abogada que se contentaba con concretar arreglos profesionales donde el dinero iba y venía a cambio de pequeñas o grandes concesiones de la verdadera justicia. ¿Además, a qué se llama verdadera, o meramente justicia? Su padre y su abuelo fueron abogados, incluso su madre se había especializado en divorcios, siendo famosa en Buenos Aires por la forma en que conciliaba matrimonios desavenidos.

     Lo que todos en nuestra familia considerábamos un mérito, ahora era una contradicción, un instrumento de destrucción para la pequeña sociedad que era nuestra estrecha familia. Porque por más que considerara al sentimiento del amor como su fundación, no le era factible comprender que esta construcción no pudiese ser mantenida con otra cosa que con los andamios de la idealidad. Lo que nacía fuera de ella, pertenecía a lo no prudente, a lo que debía ser evitado, y si eso nacía dentro de la propia construcción, o incluso formaba parte de las mismas paredes, -¿porque qué es nuestro propio cuerpo, o el cuerpo de nuestros seres queridos, sino paredes con las cuales no tenemos más remedio que entablar contacto diario, íntimo, incondicional, para adentrarnos en las zonas del alma?-, la construcción debía ser paralizada con una faja de clausura. Los expedientes rumiarían ira en los estantes de los tribunales, a la espera de su transcripción al sistema digital, cuando hubiese empleados hábiles que tuviesen suficiente tiempo para hacerlo. Y cuando eso fuese cumplido, el olor de la podredumbre ya dejaría de sentirse, porque los números abstractos no huelen a nada.

     Yo habría querido explicarle que incluso esos números son leídos por alguien alguna vez, números que desatan recuerdos que tienen aromas, porque la imaginación está estrechamente vinculada a la ficción, y toda ficción en realidad es un remoto recuerdo en los números imprecisos de las combinaciones genéticas.

     Pude oler, ese día del baño de mi hijo, el antiguo, el extensamente remoto aroma de lo ancestral. Lo sentí en las puntas de mis dedos cuando toqué la mano de simio, cuando la acaricié el día que lo abandonamos en la institución. Porque fue un abandono cuando Samanta y yo fuimos subiendo las cortas escaleras de entrada, luego atravesando la puerta de madera y cristal hacia los salones viejos y atestados de sabor civilizador, con sus vitrinas y jarrones. Era un museo que ocultaba, muy adentro, por los pasillos y tras las puertas de las habitaciones, otro museo de fenómenos que necesitaban ser tratados, ayudados, contenidos, según los cánones de nuestra civilización experimentada en discernir lo que no es normal y no puede convivir con el resto.

     Nos recibió una mujer que se presentó como la directora del lugar. Era anciana, y creí reconocer su rostro de alguna revista o diario de actualidad, pero ya de hace muchos años atrás.

     -Soy la doctora Moreau, mucho gusto en conocerlos.

     Nos estrechamos las manos, y ella en seguida se acercó para conocer a nuestro hijo. No hizo los acostumbrados arrumacos, sino que lo trató como si le estuviésemos encargando del cuidado y el tratamiento de una pieza mecánica mal ensamblada.

     -Tengan la seguridad que el pequeño tendrá el mejor cuidado y tratamiento.

     Quise deshacerme un poco, por lo menos, de la sensación de culpabilidad que me estaba carcomiendo los nervios, pero cuando iba a hablar ella nos pidió que la acompañáramos a su oficina. Apenas entramos, una enfermera nos aguardaba, y ya delante de nosotros, nos dijo que podíamos dejar al niño a su cuidado. Samanta la miró, sorprendida por primera vez desde que Homero había nacido, como si este momento, que todos sabíamos iba a presentarse, fuese algo de pronto no esperado. Ella hizo el además de entregarme al bebé para que lo sostuviera. Cuando así lo hice, ella se sentó en un sillón frente al escritorio de la doctora, que ya estaba también sentada en su lugar, con el ventanal cubierto en parte por las pesadas cortinas de pana roja que daba al gran parque. Samanta se inclinó sobre el escritorio y comenzó a leer los papeles de la internación. La vi pasar la mirada atenta, estudiando línea tras línea, una hoja después de otra de extensos folios. La doctora aguardaba con paciencia, echando algunas miradas hacia mí.

     Homero estaba tranquilo en mis brazos, mirándome a veces, o a los altos techos de la sala. Su mano de simio se escabulló de la manga y comenzó a moverse inquieta, extremadamente gestual, mientras sus dedos apergaminados y vellosos se cerraban y abrían, por momentos con sólo el dedo índice extendido. Por unos instantes me pareció ver que dibujaba letras en el aire. Deseché pronto tal pensamiento, y vi que la enfermera me observaba impaciente.

     -Profesor, sería mejor para ustedes dejar que la enfermera se encargue del niño desde ahora…

     No vi los ojos de la enfermera con claridad, sólo las manos que me tocaron para agarrar al niño. Creo que yo debí estar pálido, con una cara de idiota que me habría dado vergüenza de estar consciente de esto. Hice lo que me pidieron, y ni siquiera me di cuenta cuando salieron y se cerró la puerta. Samanta seguía leyendo, o por lo menos simulaba que lo hacía, como tantas veces la vi hacerlo cuando pensaba y reflexionaba un caso especialmente complicado. Esa era su defensa, el enclaustramiento tras los muros del impenetrable conocimiento. Entonces la vi firmar cada hoja del acuerdo de internación. Luego volvió a reclinarse sobre el respaldo del sillón y extendió el brazo con la lapicera sin mirarme.

     La doctora me pidió que me sentara en el otro sillón junto a mi mujer. Me acercó la copia del acuerdo, la agarré y me puse a leerlo sin separar mi cuerpo del respaldo. Pasaron dos minutos, di vuelta las páginas, volvía a leer varias más de dos veces. Me crucé de piernas, sacando un cigarrillo de mi bolsillo, encendiéndolo mientras ambas me miraban desaprobadoramente.

     -No está permitido fumar en esta institución, profesor.

     -No creo que a nadie que esté internado aquí les haga más daño del que ya tienen, creo yo.

     Continué leyendo, pero mi cabeza desvariaba en violentas escenas de locura y asesinatos perpetrados por un hombre tranquilo, profesor de literatura, sobre una serie de mujeres que serían violadas, muertas y desmembradas por ese mismo hombre aparentemente pacífico. Yo temblaba, y sé que ellas se dieron cuenta. Pero lo que me fue tan fácil en el consultorio del doctor Farías, aquí me fue imposible. Ya no era cuestión de adjudicar culpas, porque ahora el culpable de lo que estaba sucediendo era yo. A Samanta ya no podía contarla, porque con su sola firma no habría habido internación. Las leyes requerían el permiso expreso de ambos congéneres, y por tal motivo, y sin imaginación ni valor para hacer más que delirar con irrisorias escenas de melodrama, agarré la lapicera que Samanta no soltó en todo el tiempo que yo me había tomado, como si de esa manera hiciera constar que lo que uno hacía era consecuencia del otro, uniéndome a ella en un lazo legal, -único que desde entonces nos uniría-, en algo que yo encontré más parecido a una complicidad delictiva.

     Salimos de la casona sin que nos dejaran visitar las habitaciones internas o los otros pisos. Pero antes la doctora Moreau,-y cada vez que la veía no prestaba atención a sus palabras más que a la fisonomía de su rostro, en cada ocasión más similar a lo que yo imaginaba el perfil del personaje de Wells-, nos pidió acercarnos al ventanal tras su escritorio. La luz cálida del mediodía se asentaba lenta y firmemente sobre los cristales. Un silencio solemne, pero natural dominaba todo aquello, ni siquiera los sonidos de los autos en las calles cercanas llegaban como molestias, sino filtrados por el denso aire húmedo del parque y los muros gruesos de antiquísima estirpe. Era un lugar donde el tiempo se había estancado en el espacio arquitectónico, y los únicos sonidos eran el silbido del viento en las hojas de los sauces y las ramas de los pinos, el rastrillo de los jardineros arrastrando la hojarasca. A veces, el ruido de la reja de entrada, abriéndose y cerrándose automáticamente por orden del portero electrónico desde alguna sala interna donde estaba el sistema de seguridad. Debía haber cámaras escondidas en alguna parte, aunque yo no pudo encontrar ninguna en esa primera visita.

     Escuché un grito muy suave, estridente pero de pronto atenuado como una mano tapando una boca. Miré a la doctora Moreau (aquí debo hacer una acotación que la redimiría de ciertos horrores literarios: en algún otro momento me dijo que descendía de los Moreau y de los Justo, eminentes y viejos políticos), ella esquivó mi mirada y se dirigió a Samanta, tal vez creyendo que encontraría en mi mujer una cierta debilidad de carácter que sería más fácil de dominar que la mía.

     -Trate de no preocuparse, querida. Su hijito está en el mejor lugar de Buenos Aires- dijo, levantando los brazos en señal de lo que nos rodeaba, como una actriz de teatro o una diva de ópera en final de acto.

     Pero pronto se dio cuenta que mi mujer era diferente a como la había imaginado. Su mente no funcionaba de la forma esperada en un ama de casa tradicional, sino que reaccionaba estrictamente como una abogada honorable y fría cuando la parte sentimental de su personalidad amenazaba con tomar el ritmo de su vida.

     -Vamos a casa- dije yo, porque necesitaba prepararme para pensar en lo que haría. Para Samanta quizá era el capítulo final de una novela cursi, para mí el comienzo de un viaje de conocimientos.

     Salimos acompañados hasta la puerta de entrada por la doctora. Caminamos hasta la reja, seguidos por su mirada, que yo adivinaba vigilante y hasta sarcástica. Decidí sacudirme esos pensamientos amargos y desconfiados. Sabía que Samanta, por medio de otros caminos distintos, llegaba a la misma conclusión, era evidente por su expresión, pero lamentablemente todo eso no sirvió de nada para comunicarnos mejor.

     Caminamos en silencio y vimos que el taxi se había ido. Tocamos el portero eléctrico para avisar que nos pidieran otro. No respondieron, pero decidimos aguardar. El pasto lucía espléndido bajo el sol, las ventanas de la casona relucían, y de vez en cuando se abrían los postigos y se veía alguna mujer que hacía la limpieza. Era como si no hubiese pacientes en ese lugar. Sabíamos que se trataba de una institución para niños minusválidos, en su mayoría inmovilizados y silenciosos, autistas, o lo que fuese. Incluso debían estar medicados para mantener su serenidad. Mientras aguardábamos, la misma enfermera que se había llevado a Homero cruzó el sendero de entrada y nos saludó con la mano, cambiando de dirección hacia atrás de la casa. Era joven, de uniforme estrictamente blanco, sin cofia, sólo el cabello castaño oscuro recogido en un rodete alto que dejaba escapar algunos mechones rebeldes. Samanta se dio cuenta que la otra la observaba con atención, yo lo notaba. Esa leve tinta de celos me hizo sentir deseos por ella por primera vez en mucho tiempo.

      Luego escuchamos al nuevo taxi acercarse y subimos. De regreso en casa, nos sentimos como cuando se regresa de un entierro. Era con exactitud la misma sensación de tristeza, de alivio, de desubicación. Lo común y lo propio resultaba extraño y ajeno. Las cosas del departamento parecían inútiles, desorientadoras o superficiales. Ambos pensábamos, sin comunicárnoslo, entrar en nuestros respectivos despachos y trabajar. Ella se cambió de ropa en el dormitorio, yo la seguí. Sentados de espaldas uno en cada lado de la cama, nos desvestimos y volvimos a vestirnos con ropa más liviana. Hacía, de pronto, frío, y encendí la calefacción.

     Samanta dijo:

     -Esta tarde vienen a buscar los muebles del cuarto del niño, son de una fundación de caridad.-Luego me preguntó: ¿Vas a almorzar?

     Negué en silencio. Ella salió para entrar en su despacho. Había llamado ya desde ayer o quizá antes para donar las cosas de nuestro hijo. Era un fracaso que había que desestimar. Yo me metí adentro de ese fracaso, y decidí disecarlo hasta encontrar la fórmula de su origen.




3


Hubo un período de casi dos años, que constituyó como un preámbulo a la verdadera historia de Homero, en realidad como todo lo que he contado hasta ahora. Mi profesión dedicada a la literatura me aficiona a estos paralelismos, a estas alegorías, a esta caprichosa forma de relatar. Este período comenzó cuando dejamos a nuestro hijo en la institución, y fue cuando Samanta comenzó a concentrarse en su trabajo cada vez más. Había tomado la costumbre de levantarse más temprano e ir directamente a los tribunales, cuando yo sabía que no necesitaba hacerlo. Regresaba al mediodía y se encerraba en su despacho hasta más de las seis de la tarde. Cuando salía, se acercaba a donde yo estaba, habitualmente en mi sillón de lectura, cuando mi propio trabajo de corrección y consultas de alumnos ya había finalizado por ese día. Me gustaba sentarme allí al regresar también de mis visitas a Homero. Nunca quiso acompañarme. Después de insistirle muchas veces, y de largas e inútiles discusiones que ella cerraba con una profesional síntesis, yo continuaba perorando e insistiendo, quizá tratando de convencerme de quién tenía la razón.

     De todos modos, ella habría resultado una molestia al fin de cuentas en esas visitas. Me había acostumbrado a hacerlo tres veces por semana, máxima rutina permitida por el reglamento de la institución. La enfermera me hacía esperar en una sala de juegos que conocí la segunda vez que fui, ya solo, y me dio una grata impresión al principio. La soledad de esa sala, sin embargo, me apesadumbró. Pensé que había llegado muy temprano, y que pronto vendrían otros niños llevados por el personal, y sin duda tenía mucha curiosidad por conocer al resto de los que vivían allí. La habitación era grande, con extensos sillones y alfombras mullidas, con almohadones donde los niños podrían acostarse o jugar a sus anchas sin lastimase. Había juguetes de todo tipo, muñecas o animales de goma, autos de plástico, grandes casi todos ellos, juegos de inteligencia en cajas prolijamente guardadas en estantes altos de armarios viejos. Se escuchaba una música continua, y creí reconocer cuerdas percutidas o frotadas, y sin duda era música de Mozart o también del barroco, con arreglos especialmente hechos para esas instituciones, borrados todos signos de conflicto o densidad. Mozart pasado por lavandina, me dije. Y aunque el olor a desinfectantes no concordaba con ese lugar, el aroma de lo estéril yacía en el aire, suspendido como cadáveres flotantes. Como fantasmas que no han muerto, o pensamientos inmortales.

     Luego la enfermera me traía a Homero en brazos. Cada semana lo veía más grande. Yo preguntaba si lo alimentaban bien, si no había estado enfermo. Ella me respondía con condescendencia, sonriéndome como si fuese un chico. Qué podía yo hacer más que seguirle la corriente y dejarle pensar que sí lo era, un chico grande que tenía un hijo extraño, un chico que soñaba despierto al leer y pensaba que la realidad era más imprecisa que la literatura, más confusa, y que había que tomarla con pinzas de disector, y dudar de ella, siempre.

     Homero crecía con rapidez en esos meses, lo mismo que la extensión de sus señales de simio. El pelo oscuro, duro y levemente crespo se fue extendiendo hacia el antebrazo. Él me sonreía y yo lo acunaba durante toda la hora de visita. A veces lo acostaba sobre la alfombra y le acercaba juguetes, su mirada brillaba, e intentaba sujetarlos con sus pequeños dedos. La mano de simio era menos hábil, con dificultad en la prensión. En ocasiones sospechaba que no lo cuidaban bien, que estaba delgado, o que estaba sucio. Entonces lo desnudaba y revisaba el cuerpecito en busca de algo distinto, pero me parecía que todo estaba bien, y él sonreía con las cosquillas que yo le hacía. Y su mano de simio jugaba con mis dedos, apretándolos, y yo sentía que esa mano me apreciaba, y comencé entonces a darme cuenta, muy subrepticiamente al principio, que esa mano me reclamaba, me llamaba con un grito silencioso de angustia y desesperación. El vello del dorso de mis manos se erizaba en tales momentos, y un escalofrío hacía lo mismo en mi pecho y mi cabeza. Pensé en mi mujer, y me di cuenta que ella no había entendido, por eso era mejor que no viniese. Y lo que creía egoísmo y frialdad, quizá fuese el conocimiento mucho antes que yo de todo eso. Ellas, las mujeres, saben y sufren porque intuyen con la misma seguridad con la que los hombres sólo lo hacen cuando lo aprenden. Y porque saben de antemano, son implacables.

     A los noventa días recibimos la factura de cobro por el primer trimestre. Sabíamos que no iban resultar económicos la internación ni el tratamiento de Homero. El doctor Farías nos había dicho que la institución de la doctora Moreau estaba parcialmente subvencionada por el estado, por eso sus honorarios no eran excesivos. Sin embargo, cuando abrí el sobre y leí el monto por los tres meses, y que sería igual por años y años, quizá más por la inflación inevitable, me dejé caer en mi sillón de siempre con el papel en la mano. Eran las siete de la tarde. La noche llegaba y la luz del velador daba una intimidad cálida y cómoda a mi sitio preferido entre los libros. Samanta entró a la biblioteca y me observó, antes de preguntar vio la factura entre mis manos y se dio cuenta. Sólo se acercó para agarrarla y leerla. No vi más que disgusto en su cara, y al instante una sonrisa irónica.

     -Ya lo esperaba. No te dije nada antes para no preocuparte, pero esto es típico. La clínica de Farías y la casa de la doctora Moreau hicieron su negocio.

     -Pero su supone que están subsidiados por el estado…

     -Así es, pero eso les ahorra apenas un diez por ciento del gasto total de su presupuesto anual. Lo que les conviene es la propaganda institucional, hay un par de senadores que han arreglado la subvención oficial pero en realidad cobran mucho más.

     -¿Y qué hacemos, entonces?  No creo que podamos pagar, a menos que vendamos el departamento...

     Ella me interrumpió sin mirarme:

     -No seas absurdo, yo me encargo de esto, ya lo veía venir y estuve haciendo algunos planes.

     Cuando se dio vuelta para regresar a su despacho murmuré algo, resentido. Samanta se detuvo y me miró como al chico al que acostumbraba ver cuando se metía de lleno en su profesión. No necesitó decirme nada, ni excusarse por no compartir nada de eso conmigo. Por ahora yo necesitaba una abogada, y ahí tenía a la mejor, sin cobrarme nada. La miré cerrar la puerta, y un giro de su cabeza hizo que su cabello se moviera tocando el marco. Luego desapareció, pero me quedé pensando en ese mechón, y el recuerdo de su aroma y su textura en mis manos y mis labios me hizo extrañarla como si ya la hubiese perdido para siempre.

     La abogada había entrado a trabajar, pero mi esposa había sido enterrada por la otra.


     Samanta inició una demanda civil contra la clínica del doctor Farías por daños y perjuicios por dos millones de dólares. Ella sabía que ellos podrían pagarlos, y aunque el resultado fuese menor, estaba completamente segura de que ganaríamos. Me dio a firmar la demanda conjunta el mismo día que debíamos pagar el primer trimestre en la clínica. Como sabía que esa tarde yo iba a visitar a Homero, me dio instrucciones de que no hablase de la causa con la doctora Moreau. Ya ellos estaban informados por medio judicial de la suspensión de pagos hasta la resolución del caso, y el juez de instrucción había ordenado continuar con el tratamiento de Homero.

     Por la tarde fui a la casona y no encontré ningún cambio. Me sentía culpable por esa actitud de responsabilidad que me habían inculcado desde siempre. Yo sabía que nuestra causa era, por supuesto, justa, y si ellos tenían tales arreglos fraudulentos aunque oficialmente legalizados, yo no debía sentirme como me sentía. Temía represalias mezquinas por parte del personal, y en especial de la directora. Pero durante las semanas siguientes, después de explorar las miradas de la enfermera, de corroborar el estado físico de Homero y la forma en que lo trataban, no hallé ninguna diferencia.

     Aparecieron otros niños durante las horas de visita, y conocí a sus padres y madres. En general eran no más de dos o tres al mismo tiempo los que jugaban sobre las alfombras, y sólo mi hijo era aún un bebé. Las madres me miraban con condescendencia, dispuestas a darme consejos porque creían verme inexperto e indeciso, pero no me hablaron sino cuando yo les pregunté algo sobre el tiempo que sus hijos llevaban internados.

     -Dos años-me contestó una de ellas, de edad muy avanzada, a la que al principio creí la abuela del niño. Él era una chico de cabeza gigante y de pecho hundido, hombros contrahechos, que caminaba lentamente y muy encorvado. Debía tener casi diez años.

     -Mi hijo lleva aquí desde que nació- me dijo un padre que tenía en brazos, dormido, a su hijo de cinco años probablemente. Tenía el mentón prognato y el cráneo alargado. Me acerqué porque sentí curiosidad por observarlo mejor. Tratando de disimular para que no se sintiese ofendido, le hablé de bueyes perdidos.

     -No se preocupe-me contestó el padre- aquí hablamos sin ofendernos. Estamos más allá de cualquier orgullo, ¿no cree?

     Asentí con la cabeza y me quedé parado con Homero en brazos. El hombre acunaba a su chico, y haciendo un viaje de miradas hacia el suyo y el mío, dijo:

     -Creo que somos parientes muy lejanos, pero al fin de cuentas…

     Al principio no entendí, pero creí caer en la cuenta de lo que me decía. El chico de él tenía un rostro similar al de un mono.

     -Me dijeron que mi hijo nació así sin motivo aparente. Yo me había enterado por mis padres que en una época nacían así por el uso del fórceps, pero estoy hablando de hace más de sesenta o setenta años. Dicen los médicos que desde entonces aparecen de vez en cuando. Ya hace mucho, algunos han muerto, otros están encerrados. ¿Y el suyo?

     Ya sabía que había visto la mano de simio de Homero.

     -Dicen que es una enfermedad algo nueva…

     -Se están transformando- dijo el hombre, trivialmente, limpiando la baba de su hijo con un pañuelo.

     -¿Cómo?

     - No sé en realidad más de lo que imagino. Variaciones, señor, donde la naturaleza se abre paso. Y llamo naturaleza a algo que se avecina, algo tremendo a mi entender…- hizo una muesca de asco frente a una especie de dolor en su cabeza.

     -¿Se siente bien?

     Sonrió.

     -Es esta música de fondo, me da repugnancia. Si Mozart se levantara de su tumba…

     -¿Qué hace usted?- le pregunté, porque ya adivinaba la respuesta.

     -Soy músico, pero por ahora desempleado. Nos echaron de la comuna de Buenos Aires cuando cerraron el teatro Colón. Yo tocaba la tuba en la orquesta. Tercera generación de instrumentistas, ¿se imagina? Tercera generación y ahora ya todo desaparecido, y encima la música para siempre bastardeada…

     Hizo un gesto de irremediable resignación, y volvió a secar la saliva que caía por las comisuras de la boca de su hijo dormido.


     Así pasaron muchos meses, hasta que al año y medio del nacimiento de Homero salió la sentencia del juicio. Samanta aguardó todo el día sentada en su despacho, yo la sabía nerviosa, pero cuando salía a buscar algo de comer en la cocina la notaba controlada como siempre. Si hasta el día que dio a luz a nuestro hijo se había dispuesto a sí misma no quejarse por el dolor del inminente parto. La cesárea había sido programada para dos semanas después, y sin embargo aquel adelanto no habría de intranquilizarla, su temperamento no se lo permitiría. Yo le envidiaba esa forma de ser. A mí, la inquietud me provocaba inseguridad, la cual me llevaba a la ira, siempre contenida. No es razonable, lo sé, y ella constantemente me lo reprochaba. Pero yo no podía atenerme a sus usos y costumbres. Era como si comparase la verborragia judicial con la literatura poética. La síntesis ancestral y contundente de ésta, con los caminos retóricos y falaces del edificio de tribunales.

     La justicia, me dije yo, mientras veía a mi mujer salir y entrar de su despacho, aguardando la sentencia, no es la ley. Lo mismo que esa sentencia aguardada tampoco sería la justicia. La mujer con la balanza y vendas en los ojos, uno de los ícono más bellos, es un personaje tan inalcanzable, que los abogados y los jueces han desistido de llegar a ella desde hace ya demasiado tiempo. Han creado su propio y mediano sistema que simulan llamar justicia. Y eso es lo que Samanta esperaba: el llamado de su secretaria desde los tribunales de Buenos Aires.

     Entonces suena el teléfono en su despacho. Yo lo escucho a pesar de la puerta cerrada. La voz de ella suena muy baja, y no logro entender. Me acerco a la puerta, porque yo también estoy nervioso, mi alma también ha recurrido al recurso infantil para calmar los ánimos que la realidad requiere para continuar. Pienso en Homero, en la tranquilidad de su vida en la casona, y si eso depende de las inteligentes artimañas de la ley, bienvenidas sean.

     De pronto se abre la puerta, y Samanta, que me ha sorprendido fisgoneando, se ríe porque está feliz.

     -¡Lo logramos! ¡Ganamos la sentencia!- y me abrazó con tanta fuerza como no lo hacía desde hacía mucho tiempo.

     Yo no sabía qué decir, me sentía agitado y comencé a preguntar obviedades con una especie de tartamudeo. Mientras la abrazaba, el rostro de Homero estaba entre nosotros.

     -Mi amor- le dije besándole la cara y sosteniéndola entre mis manos- la mejor abogada del mundo…

     Ella continuó riéndose, y fue como recuperarla luego de tanto años. Esa risa que ella tenía cuando nos conocimos, tal vez porque la inminencia del amor la había sacado de sus ámbitos neutrales.

     -Ahora Homero tiene el futuro asegurado…

     Samanta me miró, y me di cuenta de que no me había prestado atención, porque de pronto su entusiasmo se desvaneció, para volver a formarse sobre otros puntos, otra realidad paralela.

     -Tengo que hacer muchas llamadas…-dijo mientras se daba vuelta para volver al despecho. Eran las dos de la tarde.

     -Vamos a visitar a Homero, por favor, querida… vamos juntos por lo menos esta vez…Sé que estabas preocupada, y te sentías responsable, pero ahora que ya aseguraste su vida no hay motivo para que escondas tus sentimientos…

     Mi mujer me miró de vuelta, esta vez con clara acrimonia en la expresión.

     -No me analices, Leandro- fue lo único que me contestó.

     Era verdad. Yo no tenía razón ni conocimientos para hacerlo, pero también me pregunté quién era realmente la mujer con la que había tenido un hijo. Samanta se encerró en su despacho, no sin antes golpear la puerta, lo que no era su costumbre ni aun estando ofuscada. No fui a ver a Homero, me sentía responsable del enojo de Samanta y me preocupaba. Se hizo la hora de la cena y la llamé.

     -¿Vamos a cenar, mi amor?

     Ella abrió y pasó junto a mí sin mirarme. Llevaba unos cuantos folios y carpetas en los brazos. La vi entrar a la biblioteca, encender la luz y clasificarlos en su sector de los estantes. La seguí y me acerqué a su espalda, le toqué los hombros, sin embargo su indiferencia me lastimó más que cualquier grito de enojo.

     -¿Sabés que te amo?- le dije en voz baja detrás de su oído derecho.

     -Lo sé- contestó.

     Esperaba una devolución, pero esas son cosas que no ocurren en el amor, sino en un juego. Y el amor es todo, menos azar.


     Durante toda la semana, los noticieros de la televisión  llamaron a casa hora tras hora. Samanta concertó entrevistas en los estudios, otros a través de la red desde su despacho, otras desde la oficina que compartía con el bufete al que pertenecía. Quisieron hablar conmigo, pero como me negué completamente, la única forma de evitarlos fue no salir del departamento. No pude ir a visitar a mi hijo durante casi diez días, cuando la guardia periodística fue mermando. Ya todo se sabía: la famosa clínica del doctor Farías había sido sentenciada a pagar dos millones de dólares. El doctor apareció en televisión varias veces, como única cara de un grupo empresario que permaneció anónimo, y que sin duda lo harían completamente responsable. La fortuna de la familia Farías no era tanta, y su prestigio había sido logrado a expensas de política. Mi mujer sabía todo esto, y por ello en los medios se comenzó a hablar de una posible candidatura de Samanta para la una diputación en el próximo período parlamentario.

     Cuando hubieron pasado casi quince días, estábamos en casa, cenando en silencio, cuando le pregunté:

     -¿Hay alguna noticia de la doctora Moreau? No he visto nada en la televisión.

     -Si lo que te preocupa es que los periodistas te encuentren en la puerta de la clínica, no hay problema realmente. No creo que hayan averiguado donde está internado Homero, hice todo lo posible para evitarlo. Pero aunque estén, no sería inconveniente que des una declaración breve y escueta. Con eso ellos se conformarían y ya no vendrían a buscarte. Me siguen preguntando por mi marido, y a veces no sé qué decirles.

     Me quedé pensando: eso mismo me preguntaban cuando iba a visitar a nuestro hijo. Pero ya todo era irreconciliable entre nosotros, no había manera ahora de retroceder.


     Las noticias sobre la sentencia judicial y el monto de la demanda continuaron haciéndose sentir. La clínica de la Santa Trinidad había menguado su atención. Varios médicos renunciaron, y la quiebra era certera e inminente. Sólo la obstinación del doctor Farías prolongaba esa agonía, me dijo Samanta.

     -Debería hacer la declaración de bienes de una vez por todas y acabar con esa Pasión.- Hizo un gesto de hastío mientras se llevaba el tenedor a la boca.- Esa costumbre de ustedes los hombres por lo trágico, por el sacrificio, pero el supuesto ego masculino, es propio de su misticismo cristiano, lúgubre y sangriento.

     Tenía tanta razón, que de pronto me sentí erguido en mi orgullo como pocas veces antes. Ella no debía ser diputada, mi dije.

     -Deberías postularte para juez, querida mía. Y para la Corte Suprema.

     La lastimé, lo sé, porque eso era lo que deseaba. Tal vez incluso ella necesitaba ser lastimada en sus sentimientos reales, no en el mero ego profesional. Pero para que ella cediera finalmente, yo debía ser otro hombre del que era.

     Hacía casi un año que no hacíamos el amor. Esa noche lo hicimos. Samanta literalmente agraviada, se dejó conducir por el rencor y se vengó de mi ofreciéndome lo mejor en toda nuestra vida juntos, dispuesta ya a nunca más ofrecérmelo. Yo retengo ese recuerdo como un estigma.


     Pasó más de un mes. La clínica fue cerrada. Samanta ya nada me comentaba del caso, solamente me daba a firmar los documentos que me correspondían como demandante, ya que ella figuraba como mi abogada. Cuando se acercaba a mi escritorio, apartaba los libros de literatura y ponía tal o cual documento, inclinándose para señalarme algún párrafo importante, entonces yo sentía el aroma de su cabello. En esos instantes creo que ella se habría rendido a mi única palabra, porque sé que a pesar de todo, estaba haciendo todo eso por su hijo, para asegurar su futuro, de la única manera que sabía hacerlo con total certeza y eficacia. De la otra manera, con sus sentimientos, no estaba segura. Sonó el timbre de la puerta y me levanté a abrir. Tenía la mirada de Samanta en la espalda, que sabía brillosa y angustiada, porque yo terminé por no decir esa única palabra.

     Era el cartero que con una esquela breve con el logo de la clínica. No se la mostré a ella, sólo rasqué el sobre y lo rompí. Era un mensaje del doctor Farías. Quería verme esa noche en la clínica. Samanta se había ido a su despacho, sin interesarse por quién había llamado. Las cosas siguen sus pasos marcados por la fatalidad. Si hubiese sucedido esto, si no hubiera hecho esto, eran expresiones que no tenían sentido. Lo real es que Samanta no estuvo ahí para impedirme ir a ver a Farías. ¿Y yo por qué motivo iría a verlo? Tal vez por una pregunta o un reproche, o un llamamiento a la violencia.

     Salí de casa sin avisarle a Samanta. Llevaba el mensaje en el bolsillo del pantalón. Llegué con el auto y estacioné en la avenida junto a la vereda, ya poco transitada a esa hora de la noche. Eran más de las diez, y las luces de la clínica ya definitivamente clausurada estaban apagadas. Golpeé con los nudillos la puerta principal, oscura y tan desolada como si el edificio hubiese estado deshabitado por muchos años. Incluso la vereda no había sido barrida en varios días. Había restos de papeles, tal vez restos de historias clínicas rotas. Había telas desgarradas en trozos muy pequeños, quizá sábanas que alguna vez abrigaron a los niños que allí nacieron. Me pregunté, por un instante, si me hallaba en Buenos Aires, porque la ciudad aparentaba estar desacostumbradamente desierta. Levanté la mirada y vi las ruinas del teatro que aún continuaban allí, lentamente arrancadas por los camiones que ahora descansaban a su alrededor. Tal vez pronto habría en su lugar un nuevo rascacielos, incluso la clínica sería derribada para un nuevo estacionamiento de varios pisos.

     Sonó el portero eléctrico y empujé la puerta. Recorrí los mismos pasillos y subí por el mismo ascensor que había utilizado tantas otras veces. Al llegar al piso del consultorio de Farías, sentí el similar estremecimiento que tuve cuando él me llevó hacia el ventanal de la nursery. Esta vez todo estaba oscuro, únicamente la luz de la calle entraba por rendijas inciertas en las habitaciones desoladas, donde todo el mobiliario continuaba igual que siempre, tal vez, aunque no alcanzaba a distinguirlo, probablemente con las camas de las sábanas arrugadas o los baños sucios. Todo había sido muy reciente, toda la crisis arracimada sobre la clínica, como una garrapata que rápidamente se hinchaba, deteriorando el edificio, envejeciéndolo prematuramente.

     ¿Qué querría decirme Farías?, me pregunté a cada paso por el pasillo hacia el consultorio. No me había dicho dónde encontrarlo, di por sentado que sería en su oficina. Sólo entonces se me presentó lo extraño de esa reunión. Ya no había posibilidad para convencerme de desistir de la demanda, lo cual habría sido motivo lógico antes de la sentencia. Las obligatorias reuniones de conciliación y acuerdo fueron desestimadas por la parte acusadora, cumplidos los requisitos de reunión exclusivamente entre abogados. Ya todo estaba acabado, la clínica clausurada, el prestigio del doctor Farías, moribundo. Pero sobre todo el futuro de Homero estaba asegurado.

     Llegué a la puerta del consultorio. Golpeé, nadie respondió. De pronto escuché un sonido de cristales rotos detrás de mí. Entre las sombras, el estallido provocó destellos de luces entrecortadas, reflejos absurdos de las luminarias desprendidas de las calles y arrastradas por esos cristales que cayeron al suelo, y tras el ventanal ahora abierto para siempre, las cunas vacías parecían cuencos o vasijas moldeadas por manos primitivas. Por un largo instante, creí que los destellos habían sido estrellas caídas desde un cielo inmenso, y el escalofrío que me recorrió el eco una brisa fresca de algún río lejano. Los sonidos de los autos en la avenida 9 de Julio tal vez simulaba el andar incesante de las aguas.

     Y entre las cunas, nada se movía, sólo un ejército de cuencos, tal vez de canoas preparadas para ser bajadas a la corriente de un largo río antiguo. Un río de aguas lentas y densas, oscuras, entra árboles altos formando un techo oscuro, apretado, peligrosamente habitado por ruidos amenazantes. Me adentré entre las cunas, y fue como pisar el agua, hasta creí ver que las cunas-canoas se movían a mi paso. Entonces vi al doctor Farías en lo alto. Se balanceaba de una soga atada a una de las vigas del techo. Todo se iluminó de pronto, y el presente llegó con su fría luminosidad nocturna. No se encendió ninguna luz eléctrica, sólo el conocimiento de la verdad.

     Agarré una silla y me subí junto al cuerpo de Farías para sostenerlo, por si aún estaba vivo. Yo no dudaba que recién acababa de pasar eso, no debió pasar más de medio minuto después del estallido de los cristales. Con un brazo sostenía el cuerpo contra el mío, tratando de desatar la soga con la otra mano. Yo sudaba de esfuerzo e impotencia, porque si se había roto el cuello, ya no había más nada que hacer.

     Cuando todo su peso finalmente se desprendió, ambos caímos de la silla y terminamos de costado en el suelo. Busqué su pulso y su respiración. No encontré nada. Decidí intentar la maniobra de reanimación y le desprendí la camisa. Cuando comencé, vi el orificio de su abdomen, apenas tapado por una membrana transparente y sin duda artificial que protegía a los intestinos. Observé, fascinado, cómo las entrañas se movían como víboras inquietas, y supe que ese era el estigma mayor de Farías, algo heredado y de lo que no podría deshacerse.

     El monstruo que necesitaba crear otros monstruos.

     No se había conformado con mi hijo. Había decido sembrar en mi recuerdo algo quizá más duradero. El remordimiento y la ira.

     Pero yo únicamente hice lo que pude hacer: levantarlo un poco, abrazarlo y darle un beso en la mejilla. Hice lo que tal vez nadie había hecho en toda su vida con él.

     Y luego de sostenerlo un largo rato, lo abandoné al río de la muerte, rodeado de las cunas con los seres que él había hecho nacer, en una larga caravana fúnebre que se me ocurrió la más bella que nunca vería.




4


Samanta no asistió al funeral de Farías. Toda la buena sociedad de Buenos Aires estuvo en el cementerio de la Recoleta para dejar el ataúd en el panteón que la familia tenía desde hacía doscientos años. Había dos hermanos mayores, sus esposas, y los sobrinos del doctor. No hubo gritos, por supuesto, únicamente sollozos contenidos y una pesadumbre que contrastaba con el espléndido sol de aquel día. Yo pasé desapercibido en esa ocasión, tal vez ya se habían acostumbrado a mi rostro, los pocos que tal vez me reconocieron el día anterior en el velorio. Ahí sí vi a varios funcionarios del gobierno, y las caras de muchas personas me siguieron mientras yo caminaba lentamente hacia el cuerpo, que se veló a cajón cerrado. Me detuve frente a él, hice la señal de la cruz y una genuflexión, y al darme vuelta, las expresiones neutras, secas, hirientes como moscas del desierto, me observaron en completo silencio, mientras yo me retiraba con la mirada al frente y el pensamiento lleno de carroña.

     La misma en la que una semana después yo seguía pensando y oliendo al leer el libro que tenía en mis manos, sentado en el sillón de mi biblioteca, casi a las dos de la mañana de una noche de viernes. Tenía la lámpara junto a mí, una copa de coñac que iba bajando muy, muy lentamente, en leves sorbos que concordaban con cada vuelta de página. Los olores urbanos se iban mezclando con los aromas silvestres, selváticos en realidad, que Claudio Levi, el autor, iba desarrollando en su investigación de los antropoides en el Congo. Un libro bastante viejo, de antropología comparada, pero que era un hito en esa ciencia por haber descripto por primera vez una serie de tribus ya hoy seguramente extinguidas por la mano del hombre blanco, o quizá por su propia degradación. Lo único cierto es que no habían sido vueltas a encontrar por más que muchos exploradores se empecinaron en ello. Las malas lenguas hablaron de ficción, pero el libro de Levi había sido documentado con fotografías imposibles de trucar con la tecnología de esa época, incluso con grabaciones en cintas magnéticas que fueron corroboradas por varios expertos.

      El ruido de la selva nocturna, o quizá en el atardecer, cuando los animales se preparan para salir de cacería, mientras el sol se hunde en el abismo devorante de los altos árboles, que parecen atraparlo con sus ramas y sus lianas, hasta enterrarlo en los pantanos que ocultan. Los monos, sin embargo, se preparan para dormir en sus altas ramas, escondidos en el denso follaje. Unos con otros se espulgan, luego descansan, dan de vez en cuando chillidos de miedo o de enfado, tal vez de placer también. Pero los animales de los que Levi habla son una especie extraña de antropoides. Tienen el aspecto típico de los simios, pero su estatura es algo mayor, por eso ya no viven tanto en los árboles, sino que han comenzado a caminar más erguidos, buscando los elementos con los que construyen herramientas, recipientes y otras cosas de indescifrable significado.

     Levi los llama antropoides de clase A1, para diferenciarlos de aquellos que ha visto antes en la selva del Amazonas. Estos últimos parecen haber avanzado más en su evolución. Son de aspecto típicamente simiesco, distribución del pelo abundante y espeso, prognatismo y cráneos alargados, miembros superiores largos e inferiores más cortos. Pero la gran diferencia es que han comenzado a caminar casi sin el típico vaivén de los monos, y sin apoyar las manos en el suelo en ningún momento. Hay fotografías en el libro que documentan la huella de sus pies, y a pesar de sus arcos plantares casi inexistentes, podría confundirse con la de cualquier hombre actual. Levi desarrolla, en el apéndice a este capítulo, algo de lo que él sabía que muchos iban a dudar, y por ello lo presentó como una hipótesis que esperaba alguien más comprobaría alguna vez. Según los nativos del Amazonas, es decir, los vecinos de pueblos escondidos, esos monos llegaban hasta esos pueblos dos veces o tres veces al año. Se detenían en la entrada, mirando hacia el río donde un muelle endeble recibía y despedía canoas o pequeñas embarcaciones. Venían de a tres, armados sólo con unas ramas que a veces utilizaban como bastones. Decían los del pueblo, según Levi, que sus mayores les habían contado que esos monos hacían lo mismo desde hace muchas décadas antes, pero lo curioso es que no los describían como monos, sino como miembros de tribus vecinas que venían a verlos tal vez por curiosidad. Uno de los relatos asentados en el libro es el de una vieja de más de noventa años. Ella contaba haber visto con sus propios ojos esas visitas varias veces a lo largo de los años. Cuando era una niña le habían prohibido acercarse a ellos, pero cuando ya fue mucho mayor, incluso siendo abuela, dijo haber visto a los monos con el mismo aspecto que Levi describe. Los tres tradicionales visitantes trataban de ver el tráfico del muelle o las aguas del río, al principio eran hombres oscuros y desnudos, quizá con lanzas inofensivas, y luego simios de la misma altura y posición, pero a pesar de la desnudez, cubiertos de pelo y de rostros levemente cambiados. Levi va más allá en sus especulaciones. Habla de haber hecho el experimento del identikit a través de la descripción dada por esa mujer de los antiguos visitantes. Por supuesto, Levi era un artista, y él mismo hizo los retratos del trío original, así que no hay fundamento científico para creer en la veracidad de tales hechos. Luego alega haber visto fotografías de los monos que continuaban visitando al pueblo. Y con ambos registros gráficos hizo una especie de interpolación: calcó las figuras de la fotografía, y lo superpuso sobre el identikit. La similitud, por supuesto, era asombrosa, pero resultaba, y Levi lo sabía, de una inocente ingeniosidad. Por ese motivo, la ingenuidad del artista, y por no haberlo presentado como documento, se libró de muchas acusaciones de fraude, pero no así de las eternas bromas en el ambiente científico.

     Levanté la vista, de pronto sobresaltado por el chasquido de la cerradura de una puerta. No estaba tronando ni había lluvia, sólo el rutilante silencio, pero recordé de todos modos el legendario relato de Jacobs, donde el deseo cumplido por el talismán de la pata de un mono hizo entrar el horror en una tranquila casa inglesa. Yo había escuchado el chasquido, pero no me levanté a saber de qué se trataba. Fue al día siguiente cuando me pregunté si había intuido la causa desde el principio, o incluso si la conocía con certeza. Pero esta noche aún no se había hecho consciente, y continué leyendo. La mano de simio de mi hijo fue dando vuelta las páginas del libro, hundiéndome cada vez más en la espesura de una vegetación traicionera y llena de alimañas y venenos. Y esa mano, literalmente, me acompañó en el sueño que fue llevándome lentamente hacia la selva nocturna, oculta la luna por nubes de tormenta, él y yo cubiertos por las ramas y nuestros brazos uno junto al otro, en una especie de aroma a humedad extrema y serena calidez.

     En la mañana, desperté con el libro abierto en el piso y la página donde había dejado mi lectura ya perdida. Me restregué la cara ante la luz del día que penetraba la cortina. Apagué la lámpara y me levanté para prepararme algo de desayunar. Era sábado, y aunque yo no trabajaba, Samanta solía hacerlo casi todo el día desde que todo nuestro drama comenzó. Me sonreí de este pensamiento: ahora que lo principal había ya pasado, o por lo menos eso yo pensaba, llamar a todo eso un drama era una ironía de la que podía darme el gusto.

     Preparé café, hice tostadas y busqué la mermelada que la enfermera de Homero nos había regalado. Ella pasaba los fines de semana en la quinta de sus padres en San Vicente, y de vez en cuando traía frascos de frutas en conserva o dulces. Unté una de las tostadas con manteca y mermelada de ciruela. Miré por la ventana la lluvia intensa, y pensé en Homero, que tal vez hacía lo mismo en la gran casa, y me habría gustado tenerlo conmigo en mi cocina, ofreciéndole una de aquellas tostadas.

     Llamaría a Samanta, seguramente ya se había despertado y trabajaba en su despacho. Golpeé la puerta. No respondió. Entré y vi que el escritorio estaba sin tocar, la computadora apagada y las carpetas de sus casos recientes apiladas a un costado. Me pregunté si tal vez se sintiera mal, era extraño que no se hubiese levantado. Fui a nuestro dormitorio, y encontré la cama hecha. No había sido utilizada en toda la noche. Vi unas arrugas sobre la sábana del lado donde ella dormía: debió haber estado acostada allí, vestida seguramente, hasta algún momento de la noche. Fui hasta los armarios, y supe lo que encontraría, casi toda su ropa ya no estaba. Había muchos zapatos y otra gran cantidad de cosas que poco usaba. Me quedé parado, con el corazón latiendo apresuradamente. Una alquimia de angustia y desesperación me hizo un nudo en la garganta, pero no lloré. Eso habría sido una gran estupidez de mi parte, porque toda la ira que había sentido durante los últimos tiempos, todas las violentas discusiones que habíamos tenido desde la muerte de Farías, y que me llevaron a no dormir en nuestra cama desde entonces, ahora ya no constituían ira, sino una resignación que rayaba en la indiferencia más triste.

     Samanta se había ido de casa, sin dejar una nota siquiera de cuándo recogería el resto de sus cosas personales y de trabajo. No esperaba que volviese, porque yo me había encargado que en su memoria quedase impregnada la impresión exacta de Farías colgando de una soga. Esperé, aguardando noche tras noche en mi biblioteca como si se tratase del refugio de un cazador que vigila la llegada de su presa. Y aquel chasquido de la cerradura de la puerta de calle fue la señal que entonces no interpreté porque estaba demasiado cansado, pero que sin embargo sabía.

     ¿La mano de simio de mi hijo era un signo, una señal, un talismán, tal vez? Todo eso, quizá, y también el punto de inflexión de una tragedia antigua.


     La enfermera se llamaba Lucía. Desde que la habíamos visto por primera vez llevándose a nuestro hijo en silencio en aquella entrevista con la doctora Moreau, había cambiado sustancialmente su actitud hacia mí. Era casi con seguridad su costumbre hasta que tomaba confianza con los padres de los niños que cuidada, tanteando hasta qué punto podía avanzar en la colaboración de ellos para el cuidado de sus hijos. Era la única en la que yo tenía plena confianza para las necesidades de Homero, y tal certidumbre en su capacidad y lealtad, si así puedo llamarla, se fue dando lentamente, desde el completo silencio y las miradas esquivas de mis iniciales visitas.

     Recuerdo la primera vez que me habló directamente:

     -¿Cómo está su esposa?- preguntó.

     -Bien, muchas gracias…- Lo que pensé en continuar diciendo, no fue necesario. Yo lo sabía, y Lucía también, porque dejó al niño conmigo en la sala de juegos y se retiró, dándose vuelta sólo una vez antes de desparecer por la puerta, dedicándome una sonrisa que no me fue dada directamente, sino con la vista en el niño.

     No sé por qué estuve seguro que así fue, aún en ese momento en que nada me predisponía a tenerle confianza. Su frialdad, incluso el acre malhumor que había demostrado la primera vez, me decían que nada iría bien mientras ella estuviese a cargo de mi hijo.

     Con los meses, todo eso cambió. Sus conversaciones se hicieron más frecuentes y amenas, incluso las sonrisas que pocas veces se dignaba dirigirme eran más bien para mi relación con Homero que a mi persona en particular. Había algo en ella que me provocaba buscar, como si con esa sonrisa en los ojos brillosos hallase una aprobación, un alivio a mi alma siempre angustiada.

     Todo se derrumbaba en mi matrimonio, y el drama de Homero, que al principio pensé era una causa más de pesadumbre, fue tornándose en el factor de una tragedia griega. Quiero decir que no todo en aquellos dramas representa una desgracia por sí mismo, ni en ello se agota tal circunstancia, sino que cumplen el papel de protagonistas. Son, creo, puntos de quiebre para la historia personal de los verdaderos protagonistas. Yo me sentía un personaje secundando a otro más fuerte e inquebrantable que era el argumento de la historia en la que estaba involucrado.

     Un día, poco antes de la sentencia del juicio, ella entró a la sala de juegos. Yo estaba conversando con el padre del chico con prognatismo. Habitualmente coincidíamos en los días de visita, aunque nuestros horarios no concordaran exactamente. Nos acostumbramos a llegar antes o quedarnos después de nuestras horas de siempre, o a veces salíamos de la casa juntos hasta nuestros autos. Más tarde hablaré de él, ahora quiero comentar que cuando Lucía nos vio conversar a ambos en el sofá grande, con el chico de cada uno en brazos, se paró delante de nosotros y nos sacó una foto.

     Ambos nos sorprendimos, era ciertamente inesperado, incluso creíamos hasta entonces que estaba prohibido.

     -Lo lamento si los asusté- me gusta tanto verlos así que no pude resistirme.

     Mi amigo, porque así lo consideré durante los cinco años que nos frecuentamos, me miró con una expresión cómplice, era la primera vez que me ofrecía su confianza de esa manera. Me guiñó un ojo levemente, para que ella no se diese cuenta, y siempre con su hijo ya grande en brazos, me dijo con un gesto que no temiera avanzar en una relación con ella. No pude más que reírme, mientras Lucía guardaba su cámara en el bolsillo de su uniforme y se acercaba para agarrar a Homero. Era ya la hora de salida.

     -¿Qué va a hacer con esa foto?- le pregunté.

     -Simplemente guardarla- me miró seria, entonces, y adiviné que pensaba que había hecho mal. Tal vez nadie le había hecho esa pregunta, y por un momento pensó que estaba haciendo algo malo.

     -No está prohibido, si eso piensa. La doctora Moreau acostumbra sacar fotos para los registros de la institución, y también para las revistas de medicina en la que ella publica muchos artículos.

     -No quise ofenderla, sólo me causó curiosidad, una curiosidad agradable, quiero decir.

     Yo sabía que me estaba embarrando, y mi amigo se sonreía tratando de ocultar la cara con una mano. Nos fuimos juntos y nos reímos de la situación mientras regresábamos en mi auto, el suyo estaba en arreglo por unos días.

     -¿Y por qué pensás que me interesa esa enfermera?- le pregunté mientras recorría las calles del barrio en donde él vivía.

     -Porque es una linda mina, Leandro. Y porque yo aprovecharía si pudiera.

     -¿Y por qué no podés?- Fue una pregunta sin doble sentido, pero me arrepentí antes de terminar de hacerla.

     -Mi mujer está postrada en cama con una cuadriplejía desde el embarazo. Lo resistió todo, y lo sabe y escucha todo. Le cuento cada detalle de mis visitas cuando vuelvo, entonces ya se duerme tranquila.

     Samanta se me hizo palpable en el recuerdo mientras manejaba. Sentí su cuerpo en mis manos, la lucidez de su inteligencia al brotar con su voz hermosa y sus ojos tan expresivos, tan lúcidos siempre. Y la tristeza de su mirada, que fue cambiándose en frialdad y amargura, tomó los tintes del resentimiento y el fracaso. Todo fue asentándose en el aire dentro del coche, y él sintió que tal cosa estaba naciendo. Por eso, cuando llegamos a su casa y vio que estaba por seguir de largo, me lo advirtió, y al detenernos me dijo:

     -Mañana no vengo. Vas a tener que arreglártelas solo- y mientras bajaba me sonrió como de una manera diferente, otra vez, y fue como ir conociéndolo de a poco. Entonces ya no me fue difícil sentirme culpable de mi regodeo en la tristeza y la conmiseración. Samanta iba desapareciendo lentamente, por propia voluntad, y otras cosas y otros seres pasaban despacio al primer plano.


     Mi hijo tenía ya tres años cuando la relación entre Lucía y yo se hizo tan estable que muchas veces estuvimos pensando seriamente en vivir juntos. Pero varias cosas eran las que no nos decidían, dudas y miedos, tontos y circunstanciales, que no debieron haber impedido el amor, si es que de amor se trataba. Yo no sé cómo llamarlo, pero la verdad era que en ella encontraba una especie de seguridad mezclada con un éxtasis que por primera vez no tuve reparos en denominar felicidad. Era la madre perfecta para Homero, desde el punto profesional y personal, porque cuando iba a nuestra casa y se quedaba durante las noches, trataba a Homero de una forma distinta a como lo hacía en la Institución. La doctora Moreau me había dado permiso para llevarlo a casa durante los fines de semana. Desde siempre, esos días la casona se llenaba de parientes y familiares que convertían el lugar en algo muy distinto a un sitio de reposo. Discutimos varias veces con Lucía por este motivo. Si era un sitio dedicado a los niños, era normal que hubiese bullicio de vez en cuando. Pero luego de tres años, yo ya me había acostumbrado al irreparable silencio de los chics enfermos, y el ruido artificial de los fines de semana, ese movimiento de ir y venir por los pasillos, de automóviles entrando y saliendo por el portón, no era algo natural, y de pronto se me hizo aciago visitar a Homero los fines de semana.

     -Los chicos no parecen crecer, son como lentos perezosos…

     Lucía se quedó mirando el techo sobre nuestra cama, y yo sabía lo que estaba pensando: en los muertos que aparecían una mañana en sus cunas de niños grandes, tan silenciosos como antes, y aún más quietos, rodeados de algo semejante a la beatitud.

     Esa misma mañana, lo recuerdo bien, un lunes en que nos levantamos muy temprano porque los tres debíamos salir de regreso a la casona, en autos separados, ya que no queríamos que nadie se enterara de nuestra relación -(miedos, siempre miedos a que nos separan)- encontré a Homero sentado en el piso hojeando un libro de mi biblioteca. Me acerqué para llevarlo al dormitorio y vestirlo porque se nos estaba haciendo tarde. No reparé en el hecho de lo que había sucedido: la realidad de que se hubiese bajado de la cama-tenía ya cuatro años-, y caminando hacia la biblioteca, se hubiese subido a alguna silla para alcanzar los libros de los estantes inferiores.

     Lo levanté, y su mano izquierda, esa mano de simio que ahora era todo un brazo de primate hasta el hombro y la parte superior del pecho, no soltó el libro. Me quedé mirándolo, consciente de una cierta sensación de presagio. Algo me decía que me detuviese y dejara a Homero en el suelo un momento más. Mientras lo hacía, vi la tapa del libro: era Kant y su Crítica de la razón pura. Homero no lloró ni se quejó cuando intenté separarlo del libro. Su voz, entonces seca y agria, con monosílabos de los que no habíamos podido sacarlo desde que había comenzado a hablar, me dijo:

     -Papá…

     -Sí, Homero, ¿qué pasa?

     Entonces me señaló con un dedo velloso una página donde estaban las categorías de Kant sobre la nada. Mi hijo, con voz infantil, algo grave, como siempre, pero que fue tornándose más tersa desde entonces, leyó siguiendo la frase hasta el fin con la punta de su dedo sobre el papel.

     -Objeto vacío de un concepto.

     Su dedo se detuvo, él me miró interrogante, con una mirada de inteligencia que no había visto en todos mis años de docencia. Y por eso fue tan clara, porque llegaba no del rostro de mi hijo, sino de un rostro de un ser que durante mucho tiempo deseé que no lo fuese, de una especie de simio primitivo y bestial del que también deseé fuese estéril, para terminar con esa degeneración a la que la humanidad estaba avanzando.

     Yo le había planteado esta teoría a Víctor, mi único amigo de mis visitas a la casona, tanto como a Lucía. Él me comprendió cuando le di a leer el libro de Levi. Pero Lucía no quería saber nada de aquellas teorías. Ella vivía en el presente inmediato, luchaba con la cotidianeidad, y no le interesaban el pasado o el futuro, ni las teorías de la evolución ni del conocimiento humano.

     Cuando escuché su llamado desde la habitación, apremiándome a salir, me levanté y fui hasta el dormitorio.

     -Quiero que vengas a ver algo, por favor.

     Lucía me miró con fastidio, ya vestida, parada junto a la cama, y por un instante cruzó por mi mente la imagen de Samanta, en la misma postura y con la misma expresión. Ella cedió, en su encumbrado silencio que yo estaba comenzando a amar, y fue conmigo hasta la biblioteca. Homero seguía leyendo en el piso, ahora en voz alta. Se tropezaba a veces con palabras largas o frases enrevesadas, reiterativas, o las citas en latín. Pero él nos las pasaba por alto, las vencía con parsimonia, y la densa arquitectura conceptual y gramatical de Kant fue armándose hasta bosquejar ideas como catedrales dentro y fuera de nuestras mentes. Lo que él leía, Lucía y yo lo escuchábamos ya no con asombro, sino con admiración.

     Ella se acercó a Homero luego de escucharlo por casi diez minutos, leer y dar vuelta las páginas de aquellas complejas teorías. Se sentó a su lado y lo consoló cuando él comenzó a llorar. Yo no me había dado cuenta, así que intenté saber qué pasaba. Ella me dirigió una mirada de reproche, pero también de tanto orgullo que sentí una especie de nudo en la garganta. Orgullo no por ella, sino por aquel que estaba abrazando.

     -Papá…-lo escuchamos decir con la boca contra la chaqueta blanca de Lucía. Ella le secó la cara, ese rostro que ya no era definitivamente humano sino que había ido tomando ante nuestra vista ahora clara, la forma muy lentamente progresiva del cráneo de un primate.

     -¿Qué soy?- me preguntó, y fue su voz a la vez un reproche y un ruego. Y el dolor de ambas palabras fue tan fuerte que no puede más que maldecir la suma de todo el conocimiento humano, como la idea bestial de un Dios creador de remordimientos y crueldad.

     No me es necesario aclarar que esa mañana llegamos tarde, y la doctora Moreau se dio cuenta obviamente de todo. Despidió a Lucía, pero no pudo darse el lujo de pedirme que llevase a Homero a otro instituto, yo era un cliente demasiado seguro para su economía. No hubo escenas de angustia ni recriminaciones. Fui el único que se mostró indignado, infantilmente indignado debo decir, reclamando que reincorporaran a Lucía. Pero ella fue la primera que intentó calmarme cuando la doctora Moreau nos reunió en su despacho. Yo la hice sentarse, y dirigiéndome a la directora, dije:

     -Vamos a hablar sin rodeos, doctora. Sabemos lo que a usted le conviene, pero si despide a Lucía, me llevo a mi hijo a otro lugar.

     La doctora Moreau me miró con superioridad, pero no tenía el menor temor. Hizo una mueca como diciendo: hombres, qué niños son, y se miraron con Lucía con una complicidad que iba más allá de su antagonismo.

     Lucía puso su mano sobre mi brazo y me hablo compasivamente.

     -No te preocupes por mí. Homero es y debe ser siempre tu única preocupación. No te olvides nunca de eso, querido. Los demás no importamos…

     Se levantó y salió del despacho. La directora y yo nos quedamos en silencio, esquivando miradas. Lucía regresó cambiada y con un bolso donde llevaba las cosas que tenía en su vestuario. Salimos juntos para llevarla a su casa. Durante el viaje en auto, me animé a pedirle que se mudara conmigo.

     Lucía, sin dejar de mirar al frente, se sonrió casi imperceptiblemente. Yo estaba seguro que diría que sí. Era la madre ideal para Homero, y la mejor compañera para mi vida.

     -No trabajo de enfermera a domicilio, profesor.

     Y porque sabía que me había lastimado, aun cuando tenía que hacerlo, me pasó la mano por el pelo mientras yo manejaba. Así, el silencio se hizo cómplice de una despedida que no fue definitiva en ese momento, pero que representó el papel de conclusión y punto final para algo que sucedió más en los recovecos de mi cabeza que en la realidad.


     Durante el quinto y último año de internación de Homero en la casona, insistí en que la doctora Moreau designase algún profesor especial para Homero.

     -Usted ha visto los test de inteligencia que le hicimos estos meses a mi hijo, y el alto coeficiente que han demostrado los resultados.

     -Ya lo los he analizado, profesor, pero usted mismo puedo consultar mis archivos. Hay casi un cincuenta por ciento en la historia de nuestros internados que tienen los mismos coeficientes. Se trata de capacidades virtuales, por llamadas de una manera, que no pueden ser desarrolladas no solamente a causa de los impedimentos físicos, sino también por otros factores neurológicos, y hasta psicológicos.

     -Pero doctora, si usted escucha hablar a Homero, sin mirarlo, puede ver su absoluta normalidad, me refiero a sus capacidades como niño y como ser humano. Juega, salta, razona, llora y siente como cualquier otro chico normal. Sólo es su aspecto lo que nos perturba…

     -Tal vez a usted, profesor, yo he visto muchas fenómenos mayores en mi vida profesional.

     Entonces recordé la conversación que había tenido con m i hijo esa misma tarde, antes de la charla con la directora.

     -Hoy estábamos hablando con Homero sobre filosofía, sobre Kant específicamente, es asombroso cómo lo fascina-. Observé la reacción de la doctora, ella no se inmutó.

     -Como le decía, hablábamos sobre el hombre en general, y que él mismo se percibe como un fenómeno en el mundo. La única forma es esa, fenómeno o nóumeno como sustantivo, no como adjetivo.

      Fui yo, desde ese día, el que se dedicó a educar a Homero en cada visita o en los permisos de salida. Muchas veces creí estarlo saturando de ideas o conocimientos, pero es que yo mismo estaba aprendiendo más que él, porque su destreza intelectual iba desarrollándose en proporción inversa a su capacidad física. Los domingos íbamos a la costa en un viaje de tres horas por rutas que atravesaban campos de ganados, o cultivos con molinos, y luego las dunas que nos llevaban directamente al mar. Yo lo contemplaba sentado en el asiento de al lado, extasiado del paisaje, pero notaba la dificultad para asomarse a la ventanilla con su mano algo torpe. La derecha todavía permanecía indemne, pero el vello de su cuerpo se iba haciendo más crecido, y las piernas comenzaron no a deformarse aún, pero sí a tomar posiciones viciosas que iban más allá de su voluntad. No era todavía temporada veraniega, pero el sol era cálido, así que paramos en un hotel de San Clemente, nos cambiamos de ropa y bajamos a la playa.

     Le gustaba correr, pero en los últimos meses le dolía mucho mantener la espalda erguida. Yo, sentado en la arena, lo observaba esforzarse por permanecer derecho mientras corría, pero ya le costaba incluso hacerlo mientras simplemente caminaba. El médico de la casona había dicho que era esperable, pero cuando hablaba de degeneración articular y envejecimiento, yo sabía que doctor no tenía idea de lo que estaba diciendo. Era un médico general más que un especialista, y yo sabía que cada uno de los niños internados tenía una patología diferente, la doctora Moreau hubiese incluido a todos dentro de los neurológicos.

     Si la enfermedad de Homero lo llevaba a convertirse progresivamente en un simio, ¿no sería, tal vez, que su cuerpo estaba adquiriendo otras habilidades en parte incompatibles con lo que nosotros esperábamos de él, y con su propio desarrollo intelectual? Tal vez sus articulaciones estuviesen siendo más duras, y sus músculos más fuertes, pero para ciertas circunstancias y situaciones, no para los cánones actuales. ¿Por qué, entonces, aquella asombrosa inteligencia para un niño de cinco años, aquella lucidez casi abismal y ese interés por temas e ideas que rayaban lo incomprensible? Tenía más sentido común que la degradación fuese física y mental, como sucedía con el hijo de mi amigo.

     Lo llamé para que regresara a mi lado y dejara de esforzarse. Volvía con sudor en todo el cuerpo, con arena pegada a la piel cada vez más vellosa. Entonces nos acostamos y le acaricié la cabeza. Se fue durmiendo con el rumor del mar trasmitido por la arena hacia el oído que tenía apoyado contra el suelo.

     Uno de esos fines de semana, cuando regresamos, dejé a Homero en su habitación. Me extrañó que Víctor no estuviese en la sala de juegos con su hijo. Pregunté a las enfermeras y no me supieron contestar. El miércoles me crucé con él en la puerta de la directora. Tenía el rostro abrumado, literalmente, de pesadumbre y vencimiento.

     Preguntarle qué pasaba me resultaba estúpido y cruel, pero las palabras tontas muchas veces también son necesarias. Nos sentamos en un escalón de la puerta de entrada, mientras algunos enfermeros llevaban niños en sillas de ruedas hacia el parque.

     -Murió el domingo- me dijo- parece que se ahogó con algo y no lo pudo escupir. Fue de noche, tal vez con su propia saliva, por eso yo siempre lo limpiaba tan seguido, ¿te acordás?

     -Cómo no ve voy a acordar- le dije, y abrazarlo me resultó trivial, y no sabía si iba a molestarlo. Él no lloraba, y me miró.

     -Lo sepultamos esta mañana, no quise que nadie viniera, ¿entendés?

     Asentí con la cabeza, y le ofrecí llevarlo a su casa. Había venido en taxi desde el cementerio para arreglar los papeles pendientes con la casona. Sé que había tenido problemas con los pagos en los últimos tiempos, y no sé cómo se arreglaba para pagar la internación y a su vez los cuidados de su mujer. Iba a ofrecerme a ayudarlo, pero como sabía de la ofensa que tal vez representaría para él, decidí averiguar después por mi cuenta.

     Llegamos a la puerta de su casa. Detuve el motor y le dije que me quedaría a acompañarlo, si me lo permitía.

     -No- me dijo-. Mi mujer todavía no lo sabe. Tengo que decírselo hoy y no sé cómo hacerlo.- Tenía la mirada fija en el parabrisas, y de pronto me miró, y sonrió con los labios cerrados, como si hubiese tenido la mejor idea en la historia del mundo.

     -Quizá no se lo diga…las fotos, son las mismas, siempre, si me pide videos editaré los mismos con la cámara.

     Ahora su sonrisa se hizo abierta y clara, su expresión se llenó de brillo.

     -Ambos van a seguir vivos, Leandro, ¿te das cuenta?

     Cómo decirle la aridez de aquella falacia, si para él era un dulce néctar que le aliviaba la vida. Cómo contarle la insatisfacción de esa mentira, si para él era la más completa satisfacción porque le llenaba la vida. Cómo convencerlo de que el dolor no tiene aplazamientos, porque el dolor no muere, sólo se aplaca, si con lo que iba a hacer, el dolor aplazado vendría con toda su fuerza cuando a él ya no le importara confrontarlo ni sufrirlo.

    Unos días después, entré al despacho de la doctora Moreau.

     -¿Qué se le ofrece, profesor?- preguntó con sarcasmo, ya sabía yo que la tenía cansada con mis reclamos.

     -Me gustaría saber si puedo ayudar en algo, económicamente me refiero, a mi amigo Víctor Molina, si es que está retrasado en los pagos…

     -Es muy amable de su parte, profesor, y sí… el señor Molina esté bastante retrasado en los pagos, pero en las reuniones que hemos tenido esta semana ya se han resuelto esos asuntos…

     Me quedé esperando una explicación, los modos en que se habían resuelto. No era de mi incumbencia, no necesitó decírmelo ella en palabras.

     -Es muy amable de su parte, profesor. Buenos días.- Volvió a dedicarse a su papeles y yo salí con inquietud. No confiaba en ella, pero me tranquilizaba que mi amigo ya no tuviese ese peso encima.

     Fue el viernes de esa misma semana cuando fui a buscar a Homero para llevarlo a casa. Habitualmente iba a buscarlo en las horas de visita, pero ese día tuve que dar una clase especial en el auditorio de la facultad. Los alumnos me retrasaron con sus preguntas, y yo no podía negarme porque raras veces teníamos ocasión de ese intercambio personal. Llegué casi a las ocho de la noche, y estaba oscureciendo ese día de noviembre. Estacioné el auto luego de pasar el portón, y al bajar me crucé con dos o tres hombres que llevaban bolsas e imaginé que eran los recolectores de residuos. Había una camioneta grande en el camino del costado, hacia donde ellos caminaban. Dejaron las bolsas en la camioneta y sin cerrar la puerta, regresaron hacia el depósito de la morgue y sacaron una camilla con un cuerpo.

     Me quedé en la escalinata de la puerta principal, observando. Lo pusieron en la camioneta, devolvieron la camilla a la morgue, y arrancaron dando la vuelta y pasando por delante de la entrada. Estaba oscureciendo, y la sombra del alero fue atropellada por la camioneta, pero pudo leer claramente el rótulo al costado sobre la chapa. No era un vehículo de la morgue municipal ni de una funeraria, sino de un instituto de investigación genética que el doctor Farías me había mencionado hacía ya cinco años. Habíamos recibido los resultados del laboratorio y confirmado la enfermedad de Homero, y a eso únicamente se había limitado nuestra relación con ese lugar.

     Entré a buscarlo, y me encontré con el sereno nocturno. Apenas nos conocíamos, pero él me trataba con un respetuoso comedimiento en base a lo que había escuchado sobre nosotros.

     -¿No era esos los del Instituto de Genética?- le pregunté mientras llevaba a Homero de la mano, bajando las escaleras, y ya de noche. El sereno tenía su uniforme de siempre, la luminosidad de la luna haciendo reflejos en los metales de su gorra.

     -Sí, profesor, vienen a buscar de vez en cuando los cuerpos para estudiar, usted sabe…

     -Me imagino, ¿pero quién murió…?

     -El hijo de Molina, recién se lo llevaron.

     Esa misma noche pasé por la casa de Víctor. Le dije a Homero que me esperara en el auto. Bajé y toqué el timbre. Escuché unos pasos y la luz del pasillo que se encendía. Víctor abrió la puerta, descalzo y con una bata abierta. No se sorprendió de verme. Nunca me había invitado a entrar, pero esta vez sí lo hizo. Era una casa antigua, de una sola planta, en la zona más vieja del barrio de Saavedra. Una casa que alguna vez pudo haber sido de clase media alta, pero que ya estaba arruinada, los techos y las paredes con humedad y la pintura descascarada.

     Víctor me llevó hasta la cocina, amplia, con una gran mesa en el centro de un semicírculo de mesadas y alacenas medio abandonadas. El olor a humedad era intenso, y él tenía olor a vino en el aliento. Varias botellas vacías estaban junto a un armario.

    -¿Qué querés tomar?

     -Nada, gracias.

     Se sentó en una silla desvencijada, y estaba desnudo debajo de la bata. Cuando se dio cuenta, se rió y se anudó el cinturón.

     -Le iba a hacer el amor a mi mujer recién- dijo, y me explicó que era como hacerlo con una muerta. -Ella no siente nada, sólo le agrada serme útil en algo, y a mí…bueno…me sirve en cuanto nos sirve a todos los hombres de cierta manera, ¿no?

     -Mmm…-contesté.

     -Vos sí que no tenés problemas con esa enfermerita, sé que siguen viéndose de vez en cuando…

      Víctor estaba tan borracho que no era el mismo que yo había conocido, y me dije que tal vez éste era el real, el que no estaba vencido por la tristeza y la desgracia. Sarcástico, cruel.

     -¿Qué viniste a preguntarme?

     -Nada- y me levanté para irme. Se levantó y me retuvo de un brazo.

    -Ahora que conocés mi casa y a mí, y como parece que no te gusta nada, me vas a decir lo que pensás.

     -No enterraste al chico…

     Me miró con desprecio. Sacó una botella de una alacena, la descorchó y sirvió dos vasos.

     -Sentáte y tomá por lo menos un sorbo.

     Le hice caso, y mientras, me dijo:

     -Lo vendí…la doctora dijo que el instituto de genética busca cuerpos con enfermedades raras,    por eso, si yo quería saldar mi deuda, podría al mismo tiempo colaborar con la ciencia…

     Largó una carcajada estridente pero corta. Su cuerpo siguió estremeciéndose con temblores de risa contenida durante un rato. La espalda apoyada en el respaldo, un brazo extendido sobre la mesa con el vaso en la mano, las piernas estiradas bajo la mesa.

     -Vuelvo mañana…-dije…-Homero está en el auto.

     De pronto se puso serio, se levantó para acompañarme a la puerta, pero al pasar frente a la habitación de su mujer se detuvo.

     -Sabés por dónde…

     Entró sin cerrar la puerta, se sacó la bata y se acostó junto a ella, un cuerpo inmóvil con camisón blanco y cabello castaño. Creí ver unos ojos parpadeando, mirándome por unos segundos. Luego me di vuelta y salí de la casa. Vi a Homero tras la ventanilla cerrada, escribiendo con su mano de simio sobre el vidrio empañado. Pasé frente al auto y cuando él me vio se detuvo, como avergonzado. Entré y le sonreí, tratando de descifrar las letras en el parabrisas. La frase no estaba terminada, por eso le dije que continuase. Él entonces extendió su mano y terminó la última palabra. 

     “La libertad es sólo una idea de la razón”.  

     Me quedé un rato ensimismado en la contemplación de mi hijo, luego miré por última vez la puerta de la casa de la que acababa de salir. Homero tenía cinco años, y en sus ojos noté que sabía todo lo que había sucedido, por el mero hecho de su deslumbrante inteligencia, por el único e incontrovertible hecho de observar mi mirada al salir de esa casa.

      ¿Quién era este chico que yo tenía en el asiento de al lado?, me pregunté. Era mi hijo, sí, pero era también mi padre, era mi maestro, y era una criatura vulnerable que fácilmente podría ser descartada por cualquier imbécil que lo encontrase en el camino. Pero sobre todo creía que no era yo, y sin embargo un instante después supe que él era mi conciencia, y aún algo más profundo y más amplio: quizá todo el pasado contra el aborrecible futuro que se avecinaba sobre el mundo. Él llevaba escondida la idea de un futuro, y sentí sobre mis espaldas todo el peso de la responsabilidad de cuidarlo y protegerlo. Yo, un guardaespaldas enamorado de su protegido, y me reí de la idea. Entonces Homero, al verme reír, se acercó y recostó su cabeza sobre mi pierna. Se quedó dormido. Yo arranqué, y nos fuimos a casa.




5


Esa semana saqué a mi hijo de la institución de la doctora Moreau. No le di explicaciones. Ella estaba aturdida, nunca la había visto así de sorprendida. Sé que alteraría la economía del instituto durante un tiempo el continuar sin los extremadamente altos aportes que yo entregaba mensualmente. Desde que habíamos ganado el juicio, los honorarios se habían elevado exclusivamente para mi familia. Samanta lo sabía, pero era un precio que había que pagar en compensación a los beneficios mayores que ya habíamos obtenido.

     La doctora me dijo que lo pensara detenidamente, que no había ningún otro lugar en todo el país que cuidaría mejor a chicos como Homero. Podría haberlo contestado que probablemente era así, pero la simple idea de Víctor vendiendo el cuerpo de su hijo para pagar los meses adeudados me llevó al completo silencio, a la absoluta indiferencia. Alguien me dijo una vez, mientras discutíamos, que aborrecía ser ignorado. El silencio es tal vez la mejor respuesta frente a ciertas mezquindades.

     Le contesté simplemente que pensaba irme del país, tenía ofrecimientos de cátedras para la enseñanza de lengua española en el extranjero. Leí en sus ojos que daba vueltas a muchas ideas que iba descartando con desilusión e impotencia. Con nada legal podía retenerme, y sabía que yo contaba con más dinero que cualquier influencia política que ella pudiera ejercer. Firmé el cheque por el último mes, me entregó el recibo y me despidió con amargura. Dudó en darme la mano como despedida, finalmente la extendió. Entonces hice lo que hice si haberlo planeado, simplemente en un acto de tal apasionamiento y capricho infantil que me habría avergonzado de que mi propio hijo lo viese. Pero la única persona que podría haberme juzgado era a quien tenía enfrente, a quien precisamente iba dirigido ese acto de desagravio, por llamarlo de alguna manera más o menos honorable.

     La miré a los ojos, asegurándome que entendiera sin palabras que pudiesen ser grabadas, el motivo verdadero de mi definitivo alejamiento. Y entonces saqué dos billetes de mi bolsillo, eligiéndolos como quien deja una propina sobre la mesa de un restaurante, y los puse en la mano que me ofrecía. Se quedó mirando esos pocos pesos, y debió continuar haciéndolo aún después de que yo me diese vuelta y saliera de la habitación. Crucé los pasillos y la gran sala central por última vez, recordando cuando Samanta y yo entramos con Homero en brazos. En ese entonces había mucho silencio, como si nos hubiesen preparado el escenario. Ahora había gritos de niños que no podían emitir más que gemidos o voces inarticuladas. Gritos ancestrales, pensé. Algunos de esos niños podrían sobrevivir, me dije, sin toda la parafernalia de esa casona, simplemente persiguiendo  a los débiles seres como la doctora Moreau, como si fuesen presas.

     Durante casi seis meses tuve a mi hijo en casa. Busqué lugares que me recomendaron tanto en Buenos Aires como en las provincias. Lucía venía a cuidarlo en esos viajes que yo necesitaba hacer para visitar personalmente esas supuestas instituciones. Cuando regresaba, ella y yo conversábamos, intercambiando opiniones. Había conseguido un puesto de enfermera en un geriátrico de Buenos Aires.

     -Dicen que los niños y los viejos son parecidos- le dije. Con esa simpleza, yo intentaba evadir el tema principal: nuestras intermitentes relaciones. Ella se rió.

     -Para nada, son muy diferentes, en todo aspecto. Ha sido un total esfuerzo para mi aprender de nuevo un millón de cosas.

     Yo había desistido hace mucho de convencerla de quedarse a vivir conmigo. Mientras más me visitaba, yo más la extrañaba, y de pronto pensé que era una sensación muy parecida al amor. Lucía no sabía cuál era su sentimiento, y la sola vez que pensé me lo diría, sonó el teléfono. Ella me observó mientras hablaba con Samanta. Trabajaba en Rosario desde que se había ido de casa, y de vez en cuando hablábamos por cuestiones de la cuenta bancaria donde estaba depositado el dinero de Homero.

     Lucía me miraba mientras yo discutía con Samanta por haber sacado a nuestro hijo de la casona. Le expliqué las verdaderas razones, pareció enojarse, pero ya no me molesté en convencerla. Ella sonó, luego de un rato, indiferente. No me pidió hablar con Homero. Entonces él salió de su habitación y se subió al sofá, arrodillándose y apoyando las manos sobre el respaldo.      Lucía lo retuvo por miedo a que se cayera cuando lo vio subirse al borde y sostenerse en cuatro patas.

     -Un momento…-le dije a Samanta, dispuesto a retarlo, pero él me preguntó si era su madre la que hablaba por teléfono, y estiró el brazo de simio para agarrar el aparato. Lo acercó al oído, y pareció esperar.

     -¿Leandro, estás ahí?- se oía desde el otro lado.

     Homero, en lugar de hablar, emitió un sonido monocorde y bestial, una especie de gruñido que nunca le había escuchado. Sus ojos, sin embargo, deslumbraban de inteligencia y malicia.

     Lo aparencial, pensé de inmediato.

     La estrategia de las máscaras para desenmascarar a los necios.

     Samanta colgó. El clic sonó igual que en los viejos teléfonos de línea, como si el presente se hubiese camuflado con los sonidos y los aspectos del pasado, dándole un sabor de melancolía que atenuara el impacto de la muerte de inútiles esperanzas.

     Homero me devolvió el teléfono sin mirarme. Lucía tuvo la sabia discreción de no decir nada, ni siquiera de intentar consolarlo. Él se sentó en el sofá como un hombre civilizado ahora, encendió la televisión con el control remoto, la apagó enseguida, y luego se fue hacia la biblioteca caminando lentamente y rengueando, con la espalda torcida, como siempre que intentaba caminar como un humano.

      Desde entonces Lucía me dijo que había que llevarlo a algún centro especializado en rehabilitaciones físicas. Yo ya lo sabía, por supuesto, pero estaba tan concentrado en incentivar su inteligencia que no me convencía en que abandonara, aunque fuera parcialmente, ese aspecto.

     -Pero es necesario- dijo ella. -En muy pocos años ya no podrá caminar.

     Le contesté que ella misma lo había visto subir las escaleras más rápido que nosotros, y subirse a sitios y borde filosos manteniendo el equilibrio.

     -Estamos en la ciudad, Leandro, no en la selva. ¿O querés dejarlo con sus supuestos congéneres…?

    -Nos las arreglaremos solos…- le dije, y me fui a la cocina.

     Ella se me acercó y me abrazó de atrás, pasando los brazos por delante de mi pecho y apoyando la cabeza en mi espalda.

     -Te pido disculpas…

     Cinco minutos después ya se había ido. Recogió su cartera y su abrigo, cubriéndose el uniforme de enfermera porque entraba a trabajar esa noche.

     -Vuelvo mañana, tal vez tenga noticias. Hay un viejo de La Plata que sabe mucho de estas cosas.

     Yo estaba demasiado enojado, y no dispuesto a ceder. La llamada de Samanta me había enfurecido, y sé que a Lucía también, por supuesto.

     Al día siguiente ella no vino a casa, pero me llamó una hora antes de entrar a su trabajo. Me pidió que fuese a visitarla esa noche al geriátrico. Me mencionó al viejo que ella creía podía ayudarnos.

     -Tocá el timbre y esperáme que yo te abro. Se supone que no se reciben visitas a esa hora, pero el viejo ya te conoce, yo le hablé de ustedes cuando supo que había trabajado en la casona. Conoce a la doctora Moreau…- y se interrumpió muy sugestivamente.

     Le dije que allí estaría, pero que no tenía con quien dejar a Homero.

     -Traélo. Quiere conocerlo. Si los doctores preguntan, los hago pasar como sobrino y nieto que vienen por algún imprevisto de cierta urgencia.

     A las once de la noche llegué al geriátrico de la calle Perón al 400. Todavía tenía a un costado de la puerta la chapa ovoide con letras negras y fondo blanco con el viejo nombre de la calle Cangallo. Era una casa antigua de balcones llenos de macetas y rejas labradas. Mucho moho en las paredes, que avanzaba sobre las esculturas que soportaban los alabastros de las ventanas y formaban, encima de todo, por sobre el tercer piso, una torrecilla con un antiguo reloj ya muerto. Había dejado de funcionar a la seis, de una tarde o una mañana de quién sabe qué año. Me acordé de una vieja canción de Piazzolla, secundado por el rítmico sonido de los autos y los camiones recolectores de residuos, que paraban y arrancaban con gritos y bocinas.

     Lucía me abrió y me saludó con un beso en los labios. Miró atrás, antes de hacerlo, por el largo pasillo poco iluminado. Homero iba de mi mano, asustado.

     -Parece un antro de pacotilla…-dije, y ella se rió.

     Era un lugar viejo, para viejos pobres que dejaban allí cada mes toda su jubilación. Lucía me había dicho que firmaban un poder para que el dueño pudiera cobrar por ellos. En su mayoría eran casi inválidos, y sin parientes conocidos. Muchos estaban seniles, y a ella le constaba que el dueño inventaba firmas. Era todo un artista en eso. Se llamaba Gonçalvez, y la familia tenía una empresa de recolección de residuos. Me acordé del camión que se había detenido casi en la puerta un rato antes, levantando más lentamente y con cuidado los bultos de bolsas negras.

     Me llevó por el pasillo hasta donde terminaba, y salimos a un jardín descuidado pero con un par de altos árboles que malamente intentaban sobrevivir. Había canteros con geranios, malvones y arbustos propios de ciudad. Había una habitación arreglada en lo que debió ser una especie de taller o depósito, o quizá sala de maquinarias. Ahora predominaba la oscuridad en un ambiente húmedo.

     Lucía se dio vuelta cuando entramos, adivinando mis dudas.

     -Es un viejo privilegiado en este lugar, tiene sus ahorros de toda su vida y con eso se mantiene acá, anónimo y tranquilo.

     No creí necesario preguntar más, y Lucía lo llamó en la oscuridad.

     -Señor Valverde, ¿está despierto?

     Nadie contestó.

     -¿Gustavo, podemos pasar? Traje a mi amigo, de quien le hable. Está con el chico…

     Entonces la luz se encendió, un velador sobre una mesita de mármol junto a un sillón de pana verde cortajeado en los apoyabrazos. El viejo conservaba todo su cabello, la cara aún redonda y por supuesto con muchas arrugas, las manos largas y curtidas, tenían callos y olían a algo ácido y fuerte. Eso fue lo principal que me llamó la atención.

     -Buenas noches, profesor. La señorita me contó de usted, y creo que puedo ayudarlo con su problema.- Miró a Homero y sonrió.-Pero no creo que sea realmente un problema, sólo podría ofrecerle alternativas y guiarlo. Lo fuera de lo común no suele ser bienvenido, eso yo lo entiendo bien.

     Lucía acercó dos sillas y nos sentamos. Puse a Homero sobre mis rodillas, mientras el viejo acariciaba el brazo de simio de mi hijo.

     -Es sorprendente la delicadeza con que la naturaleza ha tratado a su hijo, profesor. Le ha dado un cambio progresivo y armonioso. ¿No se ha dado cuenta de la belleza del niño?

    Se me formó un nudo en la garganta. No supe qué responder. Lucía salió en mi ayuda, levantándose y yendo en busca de algo que permanecía escondido bajo el sillón. Apareció un perro blanco, de poco pelo en realidad, sin orejas, robusto pero ya viejo. Tenía la mirada ciega, con los ojos opacados por las cataratas, me pareció. Ella le dijo a Homero que lo acariciara. Él se bajó de mis rodillas y se acercó. Inclinándose, primero extendió su mano normal, pero el perro levantó la cabeza, husmeando, y gruñó. Luego hizo lo mismo con la mano de simio, y el animal, luego de olerla, se dejó acariciar.

    -Se llama Peractio- dijo el viejo. Me pregunté qué clase se nombre era ese para un perro, cuando me di cuenta que se trataba de latín.

     -Usted intuye a qué se debe su nombre, ¿no es así?

     -Supongo que es latín, ¿quiere decir último?

     -Exacto, y más poéticamente, yo lo llamaría “la terminación”. Es un adjetivo femenino, y como ve, ella es la última de mis mascotas. No ha tenido descendencia, y por lo tanto es la última de su única especie.

     Lucía seguía la conversación, pero intentaba distraer a Homero acariciando al perro, hablándole de sus características en voz baja.

     La luz del velador iluminaba muy precariamente el lugar. Se adivinaba mucho más amplio, pero más allá de la cama que suponía junto a alguna de las cuatro paredes, una mesa y sillas, tal vez estuviese vacío. Una sensación de cosas materiales y ausentes prevaleció, pero sobre todo el olor ácido.

     -Es formol profesor. Persiste en mis manos aunque ya hace años que no lo utilizo.

     -¿Usted es médico?

    -Farmacéutico, en realidad. Me mudé a Buenos Aires cuando me jubilé hace veinticinco años. Toda esta casa era mía, pero los Gonçalvez se la rebuscaron para comprarme el lugar. Yo ya estaba cansado, demasiado. He luchado desde los tiempos en que vivía en mi pueblo con mi madre. Si no hubiese sido por mis criaturas, que siempre me han protegido… Por eso, cuando Peractio muera, yo también desapareceré. No he podido vencer la decrepitud del mundo.

     Cuando dijo esto, intentó con dificultad separar la espalda del asiento y estirar un brazo hacia Homero. Supe más tarde, que interpreté mal su gesto. Creí que hablaba de mi hijo como un signo de retroceso, y en realidad era yo quien todavía en ese entonces consideraba que eso era cierto, y sin embargo me aborrecía que alguien más lo mencionara o así lo considerara abiertamente.

     Agarré a Homero de su brazo de simio y lo acerqué a mí nuevamente. Se sorprendió de verse separado del perro, y Lucía me miró, interrogante.

     -No entiendo para qué quería conocernos, y en qué podría ayudarnos…

     -No se enfade profesor. No es lo que piensa. No quiero destruir al chico, él no es la decrepitud, sino un paso en el que yo no pensé cuando era muy joven. La naturaleza se abre camino por senderos inesperados, siempre. La mente de su hijo es privilegiada, Lucía ya me contó sobre él, pero su cuerpo se está transformando. Necesita cuidados especiales para que su mente no tenga que preocuparse por el cuerpo. Es eso lo que intenté toda mi vida. El cuerpo es una esclavitud, y la libertad es sólo una idea de la razón. En ella- dijo llevando el dedo índice de la mano derecha a la cabeza- está la verdadera libertad.

     Recordé lo que había escrito Homero en el parabrisas del auto un tiempo antes. 

     -Bueno, estoy algo cansado y quiero irme a dormir. Pero antes de que la señorita Lucía me ayude a cambiarme y acostarme, le daré los datos de a quién debe ver para los próximos años de educación de su hijo.

     Abrió el cajoncito de la mesa de luz a su lado y rebuscó entre los papeles.

     -Déjeme ayudarlo- dijo Lucía.

     -No se entrometa con mis cosas- contestó él, sacudiendo las manos. Continuó revolviendo, hasta que sacó un papel, lo observó a la luz del velador, frunciendo los ojos, y me lo entregó.

     -El director es un conocido mío, en realidad hijo de un conocido. Se llama Bernardo Ruiz III. Sé que suena pomposo, y él es algo así, con pretensiones de formar una especie de reino privado, con todo el oropel correspondiente. Pero son solo ideas de aristocracia, que por suerte se traducen únicamente en una gran discreción y en una pulcra e impresionante educación.     -

     -¿Y dónde queda esta clínica?

     -En Montevideo, pero no es una clínica…

     -Instituto, entonces…

     -Tampoco. Contrario a su forma de ser, le puso el nombre de Hogar. Tiene dinero de sobra por la familia de su madre, así que no debe usted preocuparse por encontrar en él a otra doctora Moreau. Es absolutamente confiable para lo que su hijo necesita, pero deberá acostumbrarse a sus excentricidades.

     Mientras terminaba de hablar, se le fueron cerrando los ojos. Lucía me dijo que la esperara en la puerta. La vi ayudarlo a levantarse e ir más allá de la luz. Una lamparilla tenue se encendió en el techo, iluminando la cama sobre la que él se sentó. Ella lo fue cambiando lentamente, con enorme paciencia. El cuerpo del viejo, casi desnudo, no era más que hueso y piel, pero se movía sin dolores, aunque con lentitud. Parecía ser una encarnación de la paciencia, mientras el perro se echó a sus pies. Lucía apagó ambas luces y salimos en silencio.

     -¿Querés tomar algo en la cocina? Ya terminé el trabajo duro por esta noche, el resto será tranquilo si no hay novedades. Todos se despiertan muy temprano, pero para entonces yo habré dejado mi guardia.

     Homero estaba soñoliento, y le contesté que nos iríamos a casa.

     -Bueno, mañana hablamos-. Me despidió en la puerta con un beso, y vi esconderse a una vieja en camisón que se había asomado de una de las habitaciones.

    -Mañana va a ir con el chismerío a su jefe…-dije.

     Ella hizo el gesto de quitarle toda importancia.

     -Yo tengo chismes más relevantes que contar, si se pone pesado… no te hagas mala sangre, querido. -Y cerró la puerta. 

     Nos quedamos en la vereda, en completo silencio. El semáforo de la esquina cambiaba sus luces para un tráfico inexistente. Los altos edificios de ambas veredas ocultaban el cielo, que se adivinaba nublado por el excesivo rocío que había comenzado a formarse. Miré el reloj, eran casi las dos de la mañana.

     -¿Te gustó el perro?-le pregunté a Homero al verlo dar vuelta la mirada hacia la puerta mientras nos alejábamos.

     -Sí, papá. Es un perro muy lindo. Pero está triste porque se va a morir.

     Subimos al auto y le pregunté cómo lo sabía. Se encogió de hombros.

     -Tengo sueño, vamos a casa.

     Arranqué y conduje por las calles casi desiertas del centro. La avenida Pueyrredón, luego Jujuy, pasamos por debajo de la ya obsoleta autopista que levantaron hace más de setenta años. Yo habría deseado que esa noche no finalizara, que el tiempo fuese eterno en ese auto donde mi hijo y yo íbamos en el más pacífico silencio concebido alguna vez. Las luces de las calles, tenues, titilantes, sumisas y obedientes a la voluntad del sueño y la vigilia. Los escasos autos, los edificios como muertos, las veredas cubiertas de recuerdos, y la humedad que lo fundía todo en un estado de absoluta coherencia. Ya no se necesitaba a Dios, y la idea del tiempo era extraña y cruel. Sólo el espacio formando la arquitectura de las calles y los edificios, el entramado de una realidad consciente de su propio fin, y por eso absolutamente entrañable.




6


Estábamos en verano, así que no podía obligar a mi hijo a cubrirse con ropas de mangas largas y guantes para que la gente de los transportes públicos no se pusiera a observarlo. Ni avión ni barco, entonces. Iríamos en el auto, cerrando el departamento por tiempo indeterminado. Cargamos dos valijas repletas, porque sabía que la estadía iba a ser larga. Yo haría viajes de tanto en tanto para buscar cosas que necesitara. 

     Lucía no quiso hacerse cargo de nada. Hasta le propuse, finalmente, el matrimonio cuando el divorcio con Samanta estuviese concretado. Me contestó que no, y que por eso precisamente, por esa proposición que yo le hacía de manera tan abrupta y desconsiderada, era mejor dejar de vernos. El día anterior a nuestra partida fue la última vez que la vi. Cenamos, hicimos el amor de una manera que la hizo llorar cuando alcanzó el clímax, y yo, media hora después, volví a penetrarla porque necesitaba hacerla sufrir. Hacer que extrañara por lo menos eso, que se arrepintiera para siempre de su decisión al verse carente del placer que yo, su hombre, su único hombre posible, podía darle. Pero el hecho de lastimarla no era placer sino dolor deliberadamente infligido, y en la mañana se levantó muy temprano y se vistió. La observé cuando ella estaba de espaldas, abrochándose el corpiño, y me habría gustado ayudarla, como siempre lo hacía. Pero no lo hice porque ella se levantó de pronto, y sin darse vuelta, se colocó el uniforme de enfermera, recogió su cartera de la silla al pie de la cama, y salió del dormitorio. Me levanté y me asomé por la puerta. La vi entrar al cuarto de Homero. La escuché murmurar algo, sollozando, creo. Volví a entrar, pasó frente a la puerta, escuché ruidos apagados de una taza en la cocina, cinco minutos después se fue, cerrando la puerta de calle sin llave, porque la que yo le había dado la dejó sobre la mesa de la cocina.

     Después, dos o tres veces hablamos por teléfono, cuando ya los tiempos y los acontecimientos eran distintos, y los sentimientos apagados implicaban necesidades diferentes, y más tarde nos escribimos cartas a la antigua. Pero nunca más la vi personalmente, y me habría gustado hacerlo, aunque fuese diferente su aspecto, porque yo sabía que me acostumbraría siempre a ella. Pero todo dios personal se esfuma como consecuencia de las fantasías propias de su misma creación. Y en eso pensaba cuando Homero apareció en mi cuarto, desnudo y preguntando por qué Lucía no venía con nosotros.

     Lo observé allí parado, con la mano humana sobre el pomo de la puerta, y la mirada asustada pero no llorosa. La desesperación no parecía dominarlo nunca, la maravillosa lógica de su inteligencia lo protegía contra eso. Le dije que primero desayunaríamos algo. Nos vestimos y nos sentamos a la mesa. Ya las valijas estaban preparadas desde dos días antes, esperando junto a las camas de cada uno. Él bebió su leche chocolatada y las vainillas que tanto le gustaban. Yo tomé un café solo, pero doble. En silencio, sin responder a su pregunta y sin que volviera a plantearla, dejamos pasar el tiempo en mutuo consentimiento, como si nunca hubiese sido pronunciada, que ya parecía tan lejana y tan imprecisa.

    A las diez de la mañana salimos. Cerré el departamento con cierta congoja. Miento, fue con terrible desazón. Sabía que tendría que venir muy seguido, pero cuando lo hiciera nadie estaría dentro, esperando. Homero caminó por el pasillo hasta el ascensor, y mientras aguardaba, me miró mientras yo cerraba la puerta con doble llave y colocaba la alarma de seguridad. En sus ojos había desconcierto. Yo aún no sabía qué era lo que guardaba su mente deslumbrante. La inteligencia era una cosa cierta, pero esas intuiciones no parecían corresponder con la lógica y el razonamiento deductivo que había demostrado. Entonces, allí parado frente al pozo del ascensor, mientras los cables elevaban la jaula con puertas plegables, imaginé que su mente era eso mismo, un pozo en ambas direcciones, hacia lo alto y lo profundo. Y su inteligencia no era más que un instrumento para sacar a la luz hechos, conceptos aparentemente indescifrables, y crear las asociaciones necesarias. Intuición e inducción.

     Habían inaugurado el largamente proyectado y postergado puente entre Buenos Aires y Colonia del Sacramento sólo un mes antes, así que nos dirigimos hacia allí. La ingeniería del puente era espléndida, y el sol destellaba sobre las aguas del Río de la Plata. Homero contempló fascinado por la ventanilla durante todo el trayecto de varios kilómetros. Viajábamos casi al mediodía, así que el sol aún nos daba de frente, hasta que fue ascendiendo y sólo el reflejo sobre el agua provocaba una luminosidad irritante pero festiva sobre el parabrisas. Pusimos música, y Homero cantó lo que yo le había hecho escuchar en casa. Tenía armonía en la voz, y no tendía a gritar como muchos chicos. Yo lo acompañé, avergonzado de mi mala afinación, pero él se reía de su propia alegría. Nunca lo había visto así. Sé que por su cabeza pasaban raudos fantasmas de niños enfermos con los que había crecido en la casona, pero este pasaje sobre las aguas del ancho río platense, fue una especie de recreo que se terminó cuando llegamos a la cabina del peaje y la aduana de Uruguay. Unos policías militares me pidieron los papeles del auto y documentos personales. Miraron a Homero, y uno de ellos pasó al otro lado del auto y golpeó la ventanilla. Homero la bajó con la mano derecha, e intentó esconder la izquierda, pero el policía ya la había notado.

     -Vamos a Montevideo, al Hogar de Minusválidos del doctor Ruiz-dije, venciendo mi orgullo herido y la bronca provocada por esas miradas desconfiadas. El gobierno de facto había sido instalado un año antes luego de varios golpes de estado, crisis económicas profundas y denuncias de corrupción en el senado. Los últimos dos presidentes eran presos políticos por alta traición: se los acusaba de financiar y apoyar maniobras para volver a anexar el país al estado argentino.

     El que estaba de mi lado me devolvió los papeles y haciendo la venia, me indicó que siguiera. Mientras nos alejábamos miré por el espejo retrovisor que ambos se hablaban y uno de ellos anotaba algo en una libreta, seguramente la patente del auto. No volví a preocuparme durante el viaje por la rusta costera, que era más larga pero de la cual disfrutaría Homero que tan pocos paseos y salidas podía hacer. Nos topamos con varios puestos policiales, en los cuales se repitió el mismo procedimiento y las mismas miradas desconfiadas, sobre todo a medida que nos acercábamos a Montevideo. Para las tres de la tarde ya estábamos en la ciudad. Las calles anchas, aún con adoquines o empedradas, le daba un aire colonial al casco urbano. Era como una Buenos Aires menos cosmopolita. Pasamos cerca del puerto, con barcos viejos, abandonados, utilizados algunos como piezas de museo. El clima había desmejorado, el cielo estaba nublado y amenazaba lluvia, tal vez para la noche. Mi hijo tenía la ventanilla abierta y sufría escalofríos.

     -Cerrá si tenés frio…

     Él me sonrió, levantando sólo un poco, pero lo suficiente para que el vello erizado de su brazo de simio se relajara. Yo lo agarré de esa mano mientras mi izquierda continuaba en el volante. Dimos vueltas y vueltas por calles que no conocíamos, hasta que Homero, mirando el plano me dirigió por varias avenidas hasta que llegamos frente a un edificio antiguo, tipo colonial. Eran más de las cuatro de la tarde, y un sábado. El barrio estaba tranquilo, aún no despertado de la siesta. En el frente no había ningún cartel, sólo una chapa con el nombre del lugar junto a la puerta.

     Estacionamos enfrente, y bajamos dejando las valijas en el auto. La puerta era doble, pero sólo una de las hojas estaba abierta. Parecía un antiguo hotel bien conservado, de dos pisos, además de la planta baja. Entramos a un zaguán con ornamentos coloniales, baúles de cuero y una especie de dessoir con un tarjetero. Luego, una amplia sala con piso de madera sobre la cual nuestros pasos resonaron suavemente. A un costado, un hogar grande, con ladrillos a la vista y un sofá justo enfrente. Del otro lado, un ventanal que parecía llevar a un jardín interior. La recepción consistía de un mostrador viejo y deslustrado. Apoyé las manos, y la suavidad de esa madera desgastada por cientos de manos me hizo sentir bien. Homero levantó los brazos hasta el borde, pero no alcanzaba a ver nada. Apareció por la puerta de atrás, un hombre joven, de bigotes oscuros y pelo encrespado, era bajo, y lo vi subirse a un pequeño entarimado que lo hizo elevarse algo así como quince centímetros.

     -¿Qué se le ofrece, señor?- y apenas lo dijo vio los dedos de simio agarrados al borde del mostrador.

     -Venimos por recomendación del señor Gustavo Valverde. Tengo entendido que es amigo del director.

     El hombre consultó en un libro de actas. Tardó su tiempo en recorrer la larga lista de nombres con letra prolija, que imaginé debía ser la suya. Letra de una caligrafía elegante, hecha con pluma tinta. Su dedo índice recorrió los renglones de arriba abajo, durante varias páginas, pero noté que su mirada se escapaba de vez en cuando a los dedos de Homero, a una y otra mano, comparando interiormente, pensando. Me pregunté si no se trataba del mismo doctor Bernardo Ruiz.

     Finalmente encontró lo que fuese que estaba buscando, me sonrió y nos dio la bienvenida. No mostró curiosidad por ver a Homero de inmediato.

     -¿Podríamos ver al doctor Ruiz?- pregunté.

     -Con él habla, profesor. Un gran gusto en conocerlo- y me extendió la mano. La estreché, y fue entonces cuando bajó del entarimado y dio la vuelta al mostrador, levantando y bajando la tapa que lo separaba de la sala. Miró a Homero con una sonrisa, y a la vez pareció hacer un estudio clínico.

     Homero se había soltado del mostrador, así que su tendencia a la inclinación de su espalda se hizo evidente. Las piernas se le cansaban muy rápido, y apoyaba las manos en el suelo cuando estaba extenuado. Hoy no era sí, ya que habíamos estado varias horas en el auto, por eso me sorprendió que el médico se diese cuenta tan rápido, o quizá fuese yo, que acostumbrado a verlo siempre, no notara ya ciertos detalles. Lo que me conmovió a esa hora de la tarde de un sábado nublado, en ese viejo sitio antiguo que olía a madera y aceites, fue la mirada de conmiseración del doctor Ruiz. Una mirada que de cualquier otro extraño me habría ofendido, en él fue ciertamente distinta.

     Se inclinó junto a Homero, no en cuclillas sino de rodillas, la agarró el brazo de simio y le dio un beso como en una verdadera reverencia dedicada a un príncipe que está de visita. El doctor Ruiz parecía un vasallo, un súbdito dedicado desde entonces al servicio de mi hijo. Homero se le quedó mirando, sin decir nada, simplemente dejándolo hacer. Temí que se riese, como yo estuve tentado de hacerlo por un momento. Pero Ruiz se levantó en seguida, sin soltar la mano de Homero, y dijo:

     -Profesor, me siento honrado de tenerlos en mi casa. Sírvase firmar el acta de entrada sobre el mostrador. Si no tiene inconveniente me llevaré al niño al parque.

     Hice un gesto de que estaba bien, y mientras yo completaba el formulario que había dejado en el mostrador, ellos salieron por el ventanal hacia el parque, que alcancé a ver amplio y de abundante follaje. Un ruido a golpes sobre madera me llamó la atención, viniendo de lejos pero sin duda de los pisos de arriba. Cuando salí al patio interno, noté la distribución que la arquitectura colonial había determinado para ese antiguo hotel. Debía tener casi doscientos años de antigüedad, y diversas modificaciones habían sido hechas para mantener en buen estado el edificio, sin cambiar demasiado el estilo. El patio era muy grande, con mucho follaje y dos o tres aljibes. Un sendero de piedras pasaba entre los arbustos y árboles bajos, rodeados todos por la sombra alternada de los tres pisos de habitaciones con sus balcones.

     Ruiz y Homero caminaban despacio. Él parecía hablarle, sin esfuerzo por hacerse comprender, sin la intención habitual del adulto de rebajar su mentalidad o inteligencia al supuesto punto de vista de un niño. Ambos de espaldas, un adulto bajo y moderadamente fornido, de cabello oscuro y barba, algo encorvado quizá, y otro un niño delgado pero también de aspecto oscuro, inclinándose a medida que caminaba, girando la cabeza hacia el otro, esforzándose por mirarlo mientras lo escuchaba, y apoyando la mano izquierda de vez en cuando en el piso, cuando tropezaba. Desaparecieron tras un recodo, y me senté en un banco de madera, mirando el cielo encapotado tras los techos de tejas del último piso. Todas las ventanas estaban cerradas y no había señales de otros internos. Debían estar durmiendo la siesta, supuse, pero tampoco vi a ningún otro miembro del personal. Los ruidos de golpes continuaban, intermitentemente, y parecían llegar del ala izquierda del tercer piso, o tal vez del segundo, o quizá de algún sitio vecino, ya que no vi obreros ni material de construcción en ninguna parte. El eco interno debía ser engañador, me dije, y entonces ambos reaparecieron. Homero caminaba exactamente de la forma que yo había intentado que no lo hiciera; más rápida y cómodamente para él, pero apoyándose de manera alternada con los puños en el piso, igual que un mono.

     -¡Homero!- grité, casi sin darme cuenta, y Ruiz me miró sobresaltado. Mi hijo se detuvo, y vi las lágrimas que estaban a punto de caérsele en el duro esfuerzo que estaba haciendo por enderezarse. Lo levanté en brazos y lo llevé a sentarse en el banco. Él intentó mantener la espalda reclinada, pero tanto esta como las piernas se le contraían.

     -Esto es precisamente por lo que vinimos, doctor. Necesitamos que su enfermedad no deteriore más su sistema óseo. Me recomendaron este lugar para su tratamiento físico.

     -Profesor, le hablaré sinceramente y sin eufemismos. Sé que es usted una persona muy inteligente, y ya debe haber sacado algunas conclusiones por sí solo. ¿Quién asegura que lo que le sucede al pequeño Homero es una enfermedad, es decir, lo que habitualmente llamamos así? Tal vez sea simplemente, como muchos de los trastornos de causas desconocidas, una forma diferente de manifestación de las características genéticas, o sus cambios, como en los ciclos evolutivos. Por lo tanto, ¿es correcto que vayamos en contra de su naturaleza, de la evolución natural del proceso?

     Ruiz se había sentado junto a nosotros, y me di cuenta que Homero lo escuchaba con mucha atención, ya más sereno y con la espalda relajada.

     -Pero doctor Ruiz, si usted supiera de su inteligencia….

     El otro se rió con vergüenza. Se tapó la boca con una mano, y su traje de sarga, oscuro y desgastado en los codos, puso en evidencia su vejez. Se desabrochó los botones y noté su vientre abultado. Sacó de un bolsillo un par de anteojos de carey, y se los puso luego de limpiarlos con un pañuelo arrugado.

     -Disculpe, profesor, pero ya he notado lo que usted me dice. No hace falta. Aquí él encontrará todo lo que necesita. Tenemos muchos salones de gimnasia y rehabilitación, hasta una sauna. Hay dos viejos ex gimnastas olímpicos en mi personal, uno rumano que perdió todo por su adicción, y otro polaco que tiene una afección cardíaca.

     -¿Y los demás pacientes?

     -Ya los verá...

     -¿Podemos ver la habitación?

     Ruiz se levantó y lo seguimos otra vez hacia la recepción. Levanté a Homero, que seguía cansado, y subimos las escaleras hasta el tercer piso. Recorrimos dos pasillos hasta el balcón que daba al patio interno. Desde allí, el jardín mostraba su extraña ingeniería, una serie de laberintos que no eran tales, sino dibujos como filigranas. Debía haber un jardinero experto, sin duda, pero en ese momento el lugar lucía desierto,

     Entramos a un cuarto de hotel común, antiguo pero cómodo, de techos muy altos, inclinados ya que era el último piso. Las ventanas daban una a la calle y otra al balcón. El baño era amplio, con piezas de loza antigua y un espejo grande con manchas de óxido. Las paredes de la habitación estaban cubiertas con un empapelado que debía haber sido colocado más casi cien años antes. Aún persistía, algo desteñido pero casi sin despegarse, más que en algunos bordes. Miré las estampas, propias de la moda fin de siêcle.

     Acosté a Homero en la cama de dos plazas, y se quedó dormido. Ruiz se sonrió.

     -No se preocupe demasiado, profesor. Yo no tengo hijos, pero comprendo su ansiedad, veo esto todos los días. Y créame que comprendo exactamente lo que él debe estar sintiendo. Todos tenemos algo extraño, algo que ni siquiera nosotros entendemos y contra lo que nos rebelamos. Pero la causa de la felicidad es convivir pacíficamente con nuestros monstruos, como una especie de acuerdo de por vida. Uno cede y el otro acepta, así sucesivamente. Venga abajo conmigo y lo ayudaré a subir las valijas.

     -Debo buscar un hotel o pensión donde quedarme.

     Me miró extrañado.

     -¿Acaso va a dejar a su hijo solo? Voy a pensar que es usted un padre despreocupado, entonces, que ha venido para deshacerse de él.

     Su sarcasmo era bienintencionado, yo lo sabía por su mirada que de tan curiosa resultaba sincera, y por el apretón cariñoso de su mano sobre mi codo. Un hombre suele sujetar a otro de un hombro, por afecto, o simplemente lo abraza. Pero agarrarlo de un codo demostraba una timidez o una educación rayana con el afeminamiento. Recordé por un fugaz instante al doctor Farías, su camisa rota y el cuerpo sudado luego de que yo lo golpeara, y después…después el cuerpo colgando en medio de la oscuridad.

      Acordamos que dormiría en la misma habitación de Homero. Pero antes de volver a subir me invitó a tomar un refrigerio, así él lo llamó, ya que habíamos estado viajando desde la mañana sin comer nada. Me hizo seguirlo hasta el comedor del hotel, cerrado bajo llave. Cuando abrió y encendió las luces, todo el viejo esplendor de una época mostró sus restos, tímidamente conservados. Ruiz fue a correr los cortinados, abrió las ventanas y luego los postigos. La luz declinante de la tarde entró mostrando las motas de polvo en el aire. Apagó las luces artificiales, y nos acercamos a una de las tantas mesas. El piso de madera resonó y rechinó con nuestros pasos. Ruiz limpió el polvo de las sillas y la mesa con la manga de su saco. Luego de sacárselo, lo apoyó en el respaldo de una silla. Se sentó, y mirando mi quietud, dijo:

     -Siéntese, profesor. Disculpe la suciedad, pero a los pacientes se les sirve en su cuarto, no suelen salir más que en determinados horarios.

     Me senté en silencio, nuevamente desconfiado.

     -En la cocina debe haber quedado algo del almuerzo. Creo que fueron tagliatelle a la marinara, si no le molesta que los calentemos un poco.

     Iba a rechazarlo, pero tenía hambre, realmente. Ruiz pareció adivinar mi pensamiento.

     -No se preocupe por el nene, mientras más duerma hoy mejor, han sido muchos cambios para él. Cuando despierte, le daremos una cena opípara. -Y se rió, consciente de los artificios de su lenguaje, que parecían ser casuales pero ante los que sin embargo se avergonzaba.

     Se levantó para ir hasta la cocina. Me pregunté si él sería el cocinero, el jardinero, el terapista físico y el director, ya que el lugar se destacaba por su soledad. La tarde del sábado estaba nublándose rápidamente, y un aroma a tormenta entraba por las ventanas. De vez en cuando pasaba algún auto sobre el empedrado, y tal vez no fuese muy diferente en las horas más transitadas o días hábiles. Hasta el polvo se asentaba nuevamente con una lentitud exasperante, manteniéndose en el aire por largo tiempo a pesar de que no había brisas ni corrientes en esa tarde estática. Ruiz regresó.

     -En diez minutos nos traen todo. ¿Qué le parece almorzar a las cuatro de la tarde? Yo no suelo tener horarios…

     -Más bien diría que el tiempo se ha detenido en este lugar…- dije, observando el cielo raso de donde colgaban lámparas de candelabros, el hogar profundo de piedra y barro, las mesas y las sillas trabajadas. Todo era una mezcla de estilo colonial con refinadas aportaciones fin de siecle, como el reloj sobre la repisa de la chimenea, la vitrina con la cristalería y la vajilla.

     Ruiz se rió con una ingenuidad que me sorprendió. Nunca, en todo el tiempo que lo conocería, dejó de sorprenderme.

     Apareció un hombre viejo con una chaqueta de mozo, para colocar un mantel de fino lino con bordados blancos. Leí, en un borde, París, 1892. Luego trajo los platos de porcelana de Baviera, las copas de vino de cristal recién sacadas de la vieja vitrina, a las que apenas fue suficiente pasar un paño seco para que el brillo levemente dorado de los bordes volviese a resaltar, y los cubiertos de plata con esa tenue opacidad que les da el tiempo.

     Cuando nos trajo el vino, nos ofreció elegir entre una Cabernet 1975 o un Sauvignan 1960. Dejé la decisión al dueño de casa. Entonces el Sauvignan fue vertido en mi copa. Cumplí con mi deber, y Ruiz sonrió ante mi aprobación. Diez minutos después nos trajeron la fuente con los tagliatelle y la salsera. Ruiz levantó la copa ofreciéndome brindar en silencio.

     El sonido del cristal al chocar resonó justo un segundo antes que el motor de un camión envileciera el aire, que a su vez era tiempo, constituyendo ambos una amalgama que lentamente fue petrificándose a nuestro alrededor. Ese sitio, fuese lo que fuese, y resultara lo que resultara para mi hijo, tenía el doble filo de un chuchillo que corta de un lado y desgrana del otro.

     El pasado y el futuro.

     Sin saber aún si había formas de optar.





7


Fue en los días de la primera semana cuando observé los lentos cambios que se producían en el jardín del patio interno. Cada mañana salía al balcón común de las habitaciones del tercer piso, y me acodaba en la baranda de metal labrado, con ese aire tan típicamente hispano bajo el alero de tejas, que hasta a veces se me ocurría estar escuchando alguna guitarra tocando un flamenco entre los arbustos. Y fue entonces cuando, de aquel contraste armonioso con los ruidos de golpes de martillos sobre madera, me pregunté dónde se estaba realizando la construcción. Había obreros que iban y venían por el sendero que llevaba a la puerta de salida hacia la calle contra lateral. Había andamios desarmados apoyados contra algunas paredes o en el piso, pero ya en desuso, como si lo principal de la obra ya hubiese sido construido. Ellos entraban y salían a los laberintos del jardín, con sus plantas exóticas, altas, que no dejaban ver, aún desde la altura, todo el entramado de caminos, y sin embargo, algo se modificaba levemente, percibido sólo cuando pasaban dos o tres días. Una planta de menos, tal vez, o un camino que de a poco iba llevando hacia el viejo vivero que estaba al fondo, oculto por la sombra de dos frondosas moreras. Una serie de imágenes literarias se me aparecían de pronto, para esfumarse frente a su propia incongruencia. Un cuento de Hawthorne, por ejemplo, pero el personaje de Rapaccini se desmoronaba ante la imagen del doctor Ruiz.

     Entraba entonces para despertar a Homero para sus ejercicios de la mañana, y poco después una cocinera dejaba el desayuno, una mujer de raza negra, siempre ofuscada y murmurando resabios en su viejo dialecto portugués. Ya habían pasado unos pocos días, y el régimen de terapia física comenzó a hacerse sentir en el cuerpo de mi hijo. Terminaba extenuado al llegar la noche, durmiéndose de inmediato y sin despertarse hasta entrada la mañana. Únicamente los fines de semana se interrumpían las sesiones.

     Era miércoles, y le tocaba el turno a los ejercicios de estiramiento, así como los lunes y los viernes. Los otros dos días hábiles eran ejercicios de fortalecimiento. Ya habíamos conocido a los dos entrenadores de los que Ruiz me había hablado. Me permitían, y en realidad me exigían, que yo asistiese a cada una de las sesiones en su total duración. Luego de varios días, y ante las muecas de dolor de Homero, a las que luego de mis primeras reacciones de inquietud, interrogando con la mirada asustada a los entrenadores, moviéndome de una esquina a la otra del gimnasio, me fui acostumbrando. Pero ellos preferían que me quedase, así que me sentaba en un asiento a leer, echando miradas de confianza a Homero que me observaba mientras yacía a veces boca abajo en una camilla, o intentando levantar pequeñas pesas y mancuernas. Él me observaba con una mirada de mutua inteligencia, más sabio en consolarme que yo en resignarme a su dolor.

     El polaco Andrés era un ex físico-culturista de más de sesenta años, alto, y de pelo algo largo y lacio, todavía rubio, de barba entrecana y pelirroja. Intentaba mantener una compostura de hombre serio, pero sus bromas y sarcasmos nos divertían. Todas las sesiones eran individuales, pero a veces atendía a dos niños a la vez. Como era el encargado de la terapia de estiramientos, tenían muchas técnicas para hacerlo, en camillas, sobre el suelo de madera o con poleas. A veces levantaba a Homero de los brazos, y lo mantenía colgando así durante quince minutos. Yo veía el dolor en el rostro de mi hijo, pero a su vez escuchaba el ruido de las articulaciones de su espalda mientras iban liberándose, y cuando esto pasaba, Homero no era capaz de levantarse por sí solo, así que yo lo llevaba la habitación para descansar por dos horas. A eso de las 4 de la tarde llegaba el masajista, que era el otro entrenador, un rumano que había ganado dos o tres medallas olímpicas en juegos ornamentales, en Munich y en Moscú, según me dijo. Era un poco más joven que el polaco, pero de cuerpo pequeño y firme, bajo de estatura, como un peso mosca si hubiese sido boxeador. Se encargaba de los ejercicios de fuerza los demás días, sometiendo a Homero a las máquinas del gimnasio, que estaba en la planta baja, en lo que debió haber sido el salón de reuniones del viejo hotel.

     -Lo vamos a sacar bueno…-me decía el polaco, mirándome desde la camilla donde mantenía estiradas las piernas del niño.-Y no se queja para nada, es un macho bien macho, ¿no es cierto?- le preguntaba a Homero.

     El chico ni siquiera intentaba sonreír a algo que no necesitaba respuesta. Yo asentía desde mi lugar de observación, ya habituado, ya confiado a las manos de ese hombre que podrían haberle quebrado cada uno de sus huesos en varias partes si se hubiese excedido un poco en su fuerza. Pero los ojos claros del viejo polaco eran confiables, igual que los dedos de esas manos enormes de vello claro y venas tortuosas. Sabía mucho de su trabajo, y leía constantemente revistas especializadas sobre deporte y terapia física. Era muy hablador, y una de sus rutinas era el elogiar la técnica de los cubanos de fines del siglo pasado, y yo leía en sus palabras una admiración no dicha por Fidel Castro.

     -Cuba ha muerto- dijo, como casi todos los días, con un resoplido de resignación y molestia.-Se lo comieron los capitalistas, y quién iba a pensar que se convertiría en un estado más de la Unión.

     Luego se trasladaba al pasado más lejano, al recuerdo de Europa y las viejas grandes guerras.

     -Igual que Polonia, anexada por los alemanes una y otra vez, comida a trozos por sus vecinos. Como Prusia o los países de los Balcanes.

     -Europa se llama Alemania-dije yo, también deliberadamente irónico por lo que a mis antepasados italianos le tocaba.

     -¿Usted es descendiente de italianos, no? Así que no le debe extrañar que hayan optado por la escuela de Mussolini en la tercera gran guerra.

     -El fascismo y el capitalismo son lo mismo, a fin de cuentas. Abusadores y criminales-dijo, y un ruido de huesos resonó en el aire. Yo levanté la vista de mi libro, asustado, y el otro niño que hacía sus ejercicios en una polea se detuvo.

     El polaco se rió a carcajadas, y levantó a Homero de las piernas y lo sentó sobre la camilla, con giros de bailarín. Se acodó frente al chico y le preguntó si estaba bien, guiñándole un ojo. Homero movió la cabeza, asintiendo.

     -Por hoy terminamos…A ver el otro, el sinvergüenza y haragán de esa esquina…

     Cuando nos fuimos, el otro chico, poco mayor que Homero, y al que le faltaban una pierna y un brazo del mismo lado, se acurrucaba asustado en el asiento de la máquina de poleas.

     Llevé a Homero al cuarto y lo acosté luego de darle una ducha tibia como era de obligación según las reglas del tratamiento. Por la tarde llegó el rumano. Borgia, se llamaba. Era todo lo contrario en temperamento al polaco. Nunca los oí cruzar más de dos palabras entre ellos. Simplemente porque como uno hablaba hasta por los codos, y el otro no pronunciaba más palabras que los buenos días o las buenas noches, no había posibilidad de que ninguna conversación durase más de unos segundos.

     Los viernes era el día de sauna. Ruiz así había distribuido el tiempo de la mayoría de los pacientes, todos chicos de no más de diez años. Todos salían de sus habitaciones en ropa interior, una toalla doblada sobre el antebrazo y una pastilla de jabón en la mano. Los que podían caminar, iban solos porque ya conocían la rutina, otros eran llevados en brazos por el polaco o el rumano. El sauna funcionaba en una habitación del primer piso, con un sector de vestuario donde dejaban los calzoncillos identificados con el nombre de cada uno con un bordado que la encargada de la limpieza cosía luego del primer lavado de ropa. El único que entraba además de los chicos era el rumano, pero me pidió que los acompañara. Nos desvestimos y colgamos nuestras ropas de adulto de un perchero. Era una sauna de vapor seco, así que no se ocultaban las deformidades de los chicos. El más pequeño debía tener dos o tres años, y padecía de una malformación congénita, que me dijo Borgia, se llamaba amelia de miembros superiores. Caminaba perfectamente, pero a veces se caía porque carecía de brazos para darle equilibrio, sólo tenía las manos naciendo directamente de los hombros. Otros tenían parálisis de algún brazo o pierna, uno solo era cuadripléjico, y los demás con deformidades del tórax y del cuello. Los que podían, se iban instalando en el segundo escalón de la tarima, y los que debían ser llevados por Borgia, en el primero. Me pidió que lo ayudara, y así lo hice con el chico cuadripléjico. Tenía seis años, sólo unos meses mayor a Homero. Hablaba mucho, pero sólo se callaba allí, en el sauna, el calor lo cansaba, decía. Los demás tampoco se caracterizaban por su entusiasmo, eran callados y sumisos. Obedecían a Borgia o a cualquiera que les indicara algo, incluso con un desconocido como yo. Me conocían como el padre de Homero, y cuando me senté junto a mi hijo en la tarima, nos observaron con curiosidad y una pizca de angustia. Me pregunté por los padres, y dónde estarían. Yo era un privilegiado, es verdad. No necesitaba trabajar para mantener a Homero en ese lugar, pero también sabía que no era necesario que yo estuviese viviendo con él, y ellos se daban cuenta de eso.

     La sesión de sauna duraba una hora y media. Cada quince minutos Borgia salía con cada uno hacia las duchas, y luego los metía en una pileta de agua fría. Me ofrecí a ayudarlo, y él se mostró conforme, y hasta aliviado, creo yo. No era fácil con todos esos chicos, que en ese momento eran diez. Al final, le daba cinco minutos de masajes a cada uno, y luego los dejaba vestirse solos. Los inválidos esperaban al polaco para ayudarlos.

     Recuerdo que fue al final de la segunda o tercera semana cuando el rumano me preguntó si podía hacerme una pregunta. Estábamos duchándonos, y le dije que sí.

     -¿Qué es de la madre de Homero?- Me sorprendió con tal pregunta, sobre todo viniendo de él.

     -Hace años que no la vemos.

     Lo vi asentir con la cabeza y cerrar los grifos de la ducha. Agarró una toalla y mientras se secaba, preguntó:

     -¿Y cómo se las arregla?

     Pensé un segundo la pregunta, y me encogí de hombros.

     -Como venga- le dije, porque ya sabía a qué se refería. Yo era un hombre solo, sin mujer y con un hijo que absorbía todo mi tiempo.

     No dijo nada, sino cuando yo también salí de la ducha y comencé a vestirme.

     -Los sábados salgo a comer, si quiere le muestro algo de la ciudad. Supongo que no ha salido de acá desde que llegaron.

     Me reí, era verdad. No tenía con quién hablar más que con Homero, con Ruiz o con el polaco, y en este último caso yo era nada más que un escucha. Le dije que tal vez, si andaba con ganas. Salimos al patio interno, ya casi eran las siete de la tarde y la luz decrecía, con las moreras y los pisos altos inundando en sombras todavía pálidas todo el lugar. Y los golpes de la construcción continuaban, bajos y sordos, pero insistentes.

     Al día siguiente, Borgia pasó a buscarme. Homero ya dormía. La negra de la cocina, Irma, iba a venir a cuidarlo. En realidad no creí que fuese necesario, mi hijo ya tenía seis años casi, y sabía arreglarse solo por unas horas. Pero Borgia me dijo que nosotros éramos clientes especiales, y a Ruiz no le habría gustado que el niño corriese riesgos innecesarios. Se refería al dinero que yo aportaba a la clínica, por supuesto, y que era mayor al que cualquiera de los otros padres o tutores, pero también sabía que Ruiz miraba con otros ojos a Homero, tal vez porque Valverde nos había recomendado. Yo había visto la forma en que observó la mano de simio asomada en el mostrador de la recepción el primer día, aún antes de ver la cara de mi hijo.

     Salimos a la calle casi las once de la noche. Era un barrio suburbano, con luces de mercurio como preámbulos hacia el centro, no más lejano que diez o quince cuadras. Había casas residenciales, pero pocas. En su mayoría, las cuadras estaban ocupadas por negocios y algún que otro edificio de departamentos de no más de tres pisos. Las calles tenían adoquines formando dibujos de arcos, pero los árboles habían sido arrancados de las veredas para dar lugar a semáforos y faroles. Poca gente había a esa hora, sólo algunos autos que iban hacia el centro de Montevideo.

     Pensé que iríamos hacia allá, pero Borgia me llevó en la dirección contraria. Dimos vuelta en la segunda esquina, como si fuésemos hacia el puerto.

     -Hay un restaurante muy económico y de muy buena cocina a donde voy todos los sábados- me dijo.

     Caminamos no sé cuántas cuadras. Yo miraba las calles y los casas de barrio viejo, algunas tan antiguas como de los años treinta o cuarenta, con sus fachadas al frente, balcones estrechos con postigos de metal y puertas de doble hoja, con cristales ensombrecidos por la penumbra de los zaguanes. Varios saludaron a Borgia, y él les devolvía el saludo con alguna expresión de mutua confidencia. Llegamos a un bodegón con paredes de ladrillos sin revocar, que supuse de barro, ya que el edificio era tan antiguo como una vieja pulpería del siglo XIX. Hacía esquina frente a un farol que aún funcionaba, y era la única iluminación en varios metros a la redonda. De lejos, se vislumbraban las luces del puerto, y aunque no alcanzaban a redimir la oscuridad de esa esquina, traían sí los aromas del río, pescado y madera húmeda, desde los barcos muertos arrimados a las dársenas.

     Abrimos la puerta y entramos al lugar. Humo tenue y mucho olor a tabaco y vino rancio. Poca iluminación, pero la suficiente para ver las mesas escasas y las sillas, que de tanto en tanto se oían crujir. Muchos hombres estaban sentados jugando a los naipes, con botellas de ginebra o vino. El choque de los vasos y las botellas, el ruido del líquido vertido, todo eso se fue asentando en mis oídos, mientras escuchaba las voces lánguidas de las mujeres que estaban junto a la barra.

    Dios mío, pensé, a qué antro me trajo este tipo. Y vi las caras de las mujeres con coloretes, adiviné sus cuerpos bajo la ropa simple, los peinados pretenciosos. Fumaban, y alguna que otra ya estaba ebria, levantándose para insistir a alguno de los parroquianos para que la llevara a la cama. Volvían a la barra, zigzagueando, recostando la cabeza sobre el brazo estirado sobre el mostrador.

     -Buenas noches, Borgia-dijo el tabernero.

     -Buenas, Ponce. Traigo un amigo esta noche.

     El otro me miró y estiró la mano. La estreché y sentí la palma callosa, como si en lugar de alcohol hubiese estado sirviendo formol toda su vida.

     -Siéntense. ¿Lo mismo de siempre?

     -No sé si mi amigo quiere- y dirigiéndose a mí, dijo:- Suelo comer estofado y vino de la casa…-luego le hizo un guiño a Ponce y me agarró del codo para llevarme a una mesa junto a una ventana. La mesa era grande, muy antigua, y el ventanal alto, de vidrios sucios, que sin embargo dejaban ver la calle por las que algunos autos paraban en algunas de las cuatro esquinas. Era un barrio de putas, ya me había dado cuenta, por supuesto.

     -El estofado me gusta mucho, y no hay gran variedad para elegir. Si te gusta el pescado, hay pesca del día, y todavía debe estar fresco.

     -Sí, creo que me gustaría.

     Borgia golpeó la mesa con un puñetazo de alegría, y su cara se transformó. La honda seriedad, la casi tristeza de su expresión habitual había desaparecido. Llamó a Ponce con un vozarrón que los otros parroquianos festejaron, y se escuchó la risa de las mujeres.

     Ponce se acercó. Era alto y flaco, con un uniforme de barman viejo. Debía tener más de cincuenta años, pelado y de bigotes finos, cara estropeada y una nariz de borracho de la que recién me di cuenta cuando se inclinó a tomarnos el pedido.

     -Para mí lo de siempre, para mi amigo la pesca del día.

     Ponce dudó unos segundos, se rascó la cabeza, y pasó el repasador por la mesa mientras pensaba.

     -Hay corvina, señor…

     -Profesor, Ponce, más respeto, mi amigo es profesor de literatura en la Universidad de Buenos Aires.

    El otro me miró un momento, tratando de entender.

    -Disculpe- dijo.- Hay corvina, profesor, si gusta.

    -Me viene bien- contesté-. ¿Y con qué guarnición?

     Borgia pegó una carcajada.

     -Si le hablás así, nos vamos a pasar toda la noche acá.

     Ponce lo miró, enojado. Había herido su orgullo.

     -Ensalada o papas fritas-me contestó, firmemente.

     -Papas. ¿Y para beber, qué se van a servir los señores?

     Borgia ya no daba más de la risa, y los de las otras mesas también se estaban riendo. Ponce ahora actuaba, y yo era el único desprevenido.

     -Sacá algo bueno de la bodega, Ponce. No seas amarrete por esta vez.

     Cuando se fue, Borgia me dijo:

     -Es un caso serio, más inteligente de lo que parece. ¿Vos me creerías si te dijera que estudió medicina y se vino para acá desde Rosario?

    Por eso las manos callosas, son de un disector de cátedra de anatomía, me dije. Trajo una botella de vino blanco para mi pescado, y Borgia lo miró sorprendido.

    -Bueno bueno, así que tenés más cosas escondidas. ¿Y para mi estofado, qué? ¿El veneno de siempre?

     Ponce no contestó y se fue a la cocina.

     -Se está portando como pocas veces lo vi- me dijo- y en honor tuyo, a esta altura ya no estaríamos puteando a lo lindo.

     -¿No traés amigos muy seguido?

     -No tengo. Y los que se me acercan, son tan reos como los que ves en las otras mesas. Pero casi siempre son minas, y a ellas no les importa comer demasiado bien, salvo la que ya sabés.

     Miré alrededor. Las mujeres seguían junto a la barra. Nadie aún las invitaba a nada. No eran muy lindas, por supuesto. Eran simplemente mujeres que trabajaban por poco dinero y por algunas caricias sucias más parecidas a golpes, una que otra noche.

     La comida tardó casi una hora en llegar. Eran más de las doce. Habíamos acabado ambas botellas y pedimos otras. La comida llegó humeante y sabrosa. Borgia tenía razón. Me dijo que la cocinera era una gorda de Colonia, extranjera como él, que había conocido en sus primeros tiempos en el país.

     -Si la hubieras conocido en esa época…- me dijo-. Hacíamos el amor y se levantaba a cocinar, comíamos en plena noche, y volvíamos a coger. Por eso engordó tanto, se comía todo la gorda…

     Borgia no estaba borracho, pero creo que yo sí. Le seguí la corriente y me dejé llevar. Terminamos de comer y me preguntó si yo quería acción para esa noche.

     -Coger y dormir- me dijo. Mañana volvemos a las obligaciones.-Llamó a una de las mujeres que fumaba en la barra. Ella se acercó, tambaleando por los tacos más que por la ebriedad. Debía tener más de treinta años, pero estaba bien formada todavía, pelo castaño lacio y buenas piernas. Las sentí cuando se sentó y empezó a frotarlas contra mi pantalón.

     -Esta es Lucrecia- me dijo. Ella sonrió, y yo pensé en Lucrecia Borgia, riéndome de esa situación que se parecía a un vodevil que podría haber escrito Kafka.

     -¿De qué te reís? ¿Tengo monos en la cara?

     -Disculpáme, me estaba acordado de otra cosa.

     Creo que no le caí bien, y le ofrecí un cigarrillo, ella acababa de apagar la colilla del último en  mi vaso.

     -¿Pero qué hacés?- le dijo Borgia, agarrándola con fuerza de la muñeca. Ella no se resistió, ya lo conocía muy bien probablemente.- Disculpála, está media en pedo. ¡Ponce, otro vaso!

     Ella me miró cuando le ofrecí el cigarrillo. Lo aceptó y le di fuego.

     -Así se hacen las cosas, querida. Mi amigo y yo te estábamos mirando, y yo le decía que mi amiga Lucrecia es un fenómeno.

     -Por dos es el doble, ya sabés…

     -Por mi está bien-. Borgia me interrogó con los ojos. Yo veía la perspectiva de esa noche, una que prácticamente nunca había tenido: el ambiente, la gente, el goce. Todo eso matizado con mucho de lubricidad y también de impunidad. Una noche de golpes bajos, a oscuras, y sin nadie más que unos pocos cómplices en el secreto. Más que ella, me excitaba la idea, así que asentí con la cabeza, y Borgia llevó una mano al bolsillo y le puso unos billetes entre las tetas. Ella llevaba una remera blanca sin corpiño, y los pezones comenzaron a marcarse. Borgia lo notó y se rió, tocándola.

     -No hay nada como el dinero para calentar a una mujer, ¿no es cierto?-. La pregunta no era para nadie, tal vez sólo para sí mismo.

     -¿Dónde?- pregunté, cuando ambos empezaron a levantarse.

     -En la casa de ésta…A dos cuadras.

     Pagamos la consumición, y salimos a la vereda, fría ahora, más bien húmeda. El adoquinado brillaba un poco con la luz de la esquina, y unos ladridos nos acompañaron a medida que pasábamos frente a las casas.

     -¡Malditos chuchos!- dijo ella. Borgia la agarró de la cintura y la apretó contra él mientras caminábamos. Llegamos a una casa de pensión, alta y alargada. Lucrecia encendió la luz de la entrada cuando abrió con la llave, y subimos un piso por una escalera estrecha de paredes descascaradas.

     La habitación era angosta, con una cama que ocupaba la mitad del cuarto, separada de una cocina y una alacena por una cortina que colgaba del techo.

     -Póngase cómodo, profesor- me dijo ella, y entendí el sarcasmo. Borgia fue al baño, oí el ruido de descarga del depósito y volvió ya sin pantalones. Se sentó en la cama y agarró a Lucrecia, hundió la cara entre las tetas.

    -Esperá un poco- protestó ella, dejando el cigarrillo en la mesita de luz. Me miró de reojo, porque yo aún estaba parado a unos metros de la cama.

     -¿Y tu amigo?- preguntó mientras él la desnudaba.

     Borgia me echó un breve vistazo.

    -Ya se va a animar, dejálo en paz.

     Fui al baño, de techo alto, azulejos azules, piezas de sanitario muy antiguas. Oriné en el inodoro sin tapas, y tiré de la vieja cadena. Antes de subirme el cierre del pantalón, los miré desde la puerta, y me sentí excitado. Entonces me desvestí. Ellos ya estaban casi desnudos, él tenía un cuerpo en buen estado físico para su edad, y ella estaba a horcajadas sobre él. La cola subiendo y bajando mientras el miembro de Borgia la penetraba, las tetas balanceándose al mismo ritmo. Me acerqué a la cama y ella me miró, sin sonreír. Creo que así fue mejor. Con una mano se apoyaba en el pecho de Borgia, con la otra agarró mi pene y se lo metió en la boca.

     Y así pasó una buena parte de la noche, cambiando de lugares, retrasado el orgasmo por efecto del alcohol, y luego repetimos una o dos veces más. Ya no me acuerdo con exactitud. Sólo los gritos apagados de Borgia, las risas y gemidos de ella, y un par de golpes de protestas en la puerta, de algún vecino de la pensión.

     Estábamos en la cama los tres, ella en medio, ya dormida. Miré el reloj de pulsera que había dejado en la mesita de luz. Eran las cuatro de la mañana. Giré la cabeza y vi que Borgia estaba con los ojos abiertos, mirando el cielo raso.

     -Creo que debería volver antes del desayuno de Homero- le dije.

     -Todavía tenés cuatro horas por lo menos. Descansá un poco. ¿La pasaste bien, no?

     -Por supuesto.- No le dije que el cuerpo de Lucrecia, que me había excitado, de pronto ya no era más que una cosa tirada ahí, emitiendo sonidos como precarios ronquidos. Era una perra, en eso pensaba, una perra a la que vi ponerse en cuatro patas, a la que vi mear su borrachera fuera del inodoro un par de veces. Y de pronto, pensé en la hija de Rapaccini, del cuento de Hawthorne, esa mujer soñada e imposible, porque era de otra clase, no un ser humano. Entonces, cubriéndola con la sábana hasta los pechos, porque empezaba a entrar el fresco de madrugada por debajo de la puerta, le pregunté a Borgia:

     -¿Qué están construyendo en el jardín?

     Giró la cabeza, mirándome con sorprendida atención por encima del cuerpo de Lucrecia. Luego volvió a mirar el cielo raso, sumiéndose otra vez en su acostumbrado mutismo. No insistí, ya sabía que era inútil, él utilizaba el silencio más como un escudo que como una forma de ser.

     Media hora después, se levantó, fue al baño, volvió a tirarse en la cama pasando un brazo por sobre la espalda de Lucrecia, que se había dado vuelta dormida. La sábana, descorrida, dejó ver el culo de ella todavía rojo de los nalgazos de la noche. Borgia la manoseó donde todavía había restos de semen seco, de ambos.

     -A esta mina le gusta más coger que la plata, un día de estos se va a morir atragantada con una poronga en la boca.-Le dio un cachetazo en una nalga, pero ella sólo giró la cabeza de un lado a otro, apoyada sobre los brazos cruzados.

     -Están construyendo un museo- dijo, retomando el hilo de mi ya casi olvidada pregunta.-En el vivero viejo. Le están armando paredes de concreto y remodelando todo adentro.

     -¿Un museo? ¿Para qué?

     -Un museo de anatomía.

     Esperaba que se explicara más, pero me quedé pensando antes de preguntar. Lo que iba a ser expuesto ahí, sin duda eran preparados cadavéricos, no me convencía que fuesen partes artificiales. Esto último sería falso y convencional, y no cuadraba con la personalidad de Ruiz.

     -¿Y de dónde va a conseguir las piezas de exposición?

     Borgia acariciaba la espalda de Lucrecia, con un solo dedo, como dibujando. En los ojos de ese hombre el silencio era una llaga repleta de mentiras, pero cuando hablaba y actuaba, todo era pura verdad. Él no mentía con la palabra, engañaba con su silencio.

     -¿Y hace mucho que empezó?

     -Hace más de cuatro años.

     -¿Se pueden ver las obras?

     -Yo qué sé, preguntále al doctor Ruiz, pero no creo que te deje. No tiene habilitación para eso, todavía. Problemas con la municipalidad, creo.

     Me levanté para vestirme.

     -Me voy a la clínica, ya amaneció.

     Borgia no trabajaba los domingos hasta las seis de la tarde, cuando ayudaba al polaco en los juegos de pelota que hacían en el patio, por lo menos los que podían. Salí de la habitación viéndolos a ambos acostados, ella boca abajo, él también, con los ojos cerrados, pero dibujando algo, no sabía yo qué, sobre la espalda de Lucrecia.

     El barrio, que de noche lucía lúgubre y misterioso, en la mañana de ese domingo era claro y simple como una ruina abandonada. Veredas viejas y rotas, adoquines sucios, paredes plagadas de humedad. La voz de un canillita sonó lejano aún, cargando una fuerza emocional que de pronto me hizo extrañar a mi hijo. La bicicleta, de pronto, apareció por la esquina, y el grito del vendedor de diarios fue un grito de alarma, anunciado el día, espantando el miedo de la noche que se había quedado medio muerta sobre las calles. Su bicicleta y él la espantaban, y yo caminé presuroso hacia la clínica, antes de que Homero despertara y pensase que yo también lo había abandonado.





8


Llevábamos más de cuatro años en Montevideo. El cuerpo de Homero se iba transformando, a su manera lenta. Se me había ocurrido comparar las fotos que cada mes le tomaba de cuerpo entero, como una documentación de su enfermedad, y cada vez que sacaba la caja del armario donde las había apilado con las fechas, el contraste y la diferencia se me hacían dolorosos. Prefería verlo a él, que en ese momento, en esa mañana de sábado en que observaba las fotografías, se estaba bañando.

     Escuché el cierre de la ducha y guardé la caja. Tal vez alguna vez me encontró mirándolas, ya no lo recuerdo, pero una especie de vergüenza me sobrevenía si él estaba cerca cuando lo hacía. Era como estar observándolo sin que él lo supiera, evaluándolo, quizá. Ahora Homero tenía ya nueve años. Lo miré salir por la puerta del baño, desnudo y secándose la cabeza. Todo su cuerpo estaba cubierto de vello, más en los brazos y piernas, espeso y tosco, que tendía a enrularse después del baño. Sólo en el pecho conservaba superficies más libres. Caminaba casi erguido, y cuando estaba cansado y se daba cuenta de su inclinación, se corregía inmediatamente, por más que su cara expresara el dolor del esfuerzo. El progreso hecho gracias al tratamiento del doctor Ruiz era asombroso. Por supuesto, el único objetivo era lograr que su enfermedad no degenerara las articulaciones ni las anquilosara hasta el punto de no poder moverse. Y ahora caminaba sin dolor, prácticamente con la espalda derecha, salvo en contadas ocasiones luego de los ejercicios intensos a los que el polaco lo sometía, con creciente exigencia.

     -Buenos días, papá- me dijo, sonriendo, y su rostro, que lentamente se había ido alargando en un ligero prognatismo, me sonrió con alegría. Yo le había prometido que ese día iríamos a la biblioteca municipal. La educación intelectual de Homero había vuelto a preocuparme luego de los primeros meses dedicados a su cuerpo, que durante largo tiempo me había hecho sentir impotente y amargado. Conocía la inteligencia de mi hijo, esa superior inteligencia que nadie más que unos pocos habían descubierto, pero a la que nadie daba mucha importancia comparada con su aspecto físico. No había admiración en los médicos que lo trataron, ni en el personal que lo asistía, sino pena, como si él, incluso yo, necesitáramos misericordia, que ni siquiera era gratis, por supuesto.

     En este rincón de Sudamérica, en esta semiolvidada ciudad de Montevideo, en un hotel viejo transformado en clínica por un médico de extraño carácter, la extremadamente lúcida mente de Homero se me estaba pasando por alto frente al cambio de su cuerpo. Era como si Ruiz hubiese dejado de lado deliberadamente ese aspecto, no le interesara o le tuviese miedo. De los demás pacientes, no debía tener tal aprehensión, pero la enfermedad de Rumpelstiltskin era casi desconocida para él, y sin embargo intuía de algún modo el contraste que sugerían los cambios físicos y la inteligencia superior. Tal vez él también pensara, como a mí tantas veces se me había ocurrido, que en realidad no fuese una enfermedad.

     Lo hablé con él en su oficina muchas veces, llegando a discutir acaloradamente y con voces elevadas. Hasta sugerí la amenaza de llevármelo, mezquina acción, a mi entender, que había servido sin embargo ante la doctora Moreau en Buenos Aires. Ruiz se sentó de nuevo, ya más calmado, y me dijo:

     -Haga lo que quiera, profesor. Usted es el padre y ya ha visto los logros que hemos hecho con Homero.

     -Con su cuerpo, doctor Ruiz, pero vuelvo a repetirle que él necesita educación. Traiga profesores a la clínica, estoy dispuesto a pagarlos…

     -No es mi costumbre traer personal extraño, además sería injusto para los demás pacientes…- Todo aquel argumento me resultaba más una excusa que una razón.- Además, siendo él tan inteligente, en poco tiempo compensará el tiempo perdido y sobrepasará a los otros.

     Sin convencerme, le dije que yo mismo me dedicaría a tal tarea. No quería interrumpir los progresos en la rehabilitación física de Homero, y quién sabía dónde encontraría un lugar mejor.

     -Parece que tuviese miedo, doctor Ruiz.

     Me miró fijo, y formó una sonrisa sarcástica.

     -¿Miedo a qué?

     Él probablemente se refería a otra cosa, parecía más preocupado ahora por el estado de su propio cuerpo, que de un modo curioso se había avejentado en el poco tiempo desde que nos conocíamos, o más bien se había desgastado y adelgazado, abultándose su vientre como el de esos chicos famélicos en las viejas fotografías de las tribus africanas.

     -A que la municipalidad descubra la construcción que está llevando a cabo.

     Dirigió la vista al jardín, se levantó, parándose delante del ventanal. La luz lo iluminaba intensamente, casi transparentándolo. Me di cuenta de que estaba mortalmente enfermo.

     -Buen diagnóstico, profesor.

     Pensé, por un instante, que me había leído el pensamiento.

     - El lugar ya está terminado hace varios meses, pero no puedo habilitarlo. Ya encontraré la forma.

     No hablamos más del tema de Homero. Yo decidí llevarlo a bibliotecas, comprar libros y hacer una educación común, él y yo. La habitación ya tenía toda una pared llena con estantes de libros que yo había encontrado en viejas librerías de la ciudad. Los intereses de Homero eran eclécticos. Prefería las humanidades, porque las ciencias exactas le resultaban tan fáciles de comprender que lo aburrían pronto. De las argucias de la matemática, que tomaba como juegos y ejercicios gimnásticos mentales, pasamos a la química, de infinitas posibilidades, y luego a la física, a la que finalmente prefirió por sobre todas, y fue la que lo llevó a la astronomía y los cálculos siderales.

     Esa mañana de sábado, se me acercó, interrogante su mirada sobre si iríamos a la biblioteca. Todo el día anterior había estado pensando en Kant y sus premisas de la razón pura, algo que lo había fascinado desde que yo lo había descubierto leyendo por primera vez. Mientras lo ayudaba a secarse, porque a él le gustaba que le secara el pelo en la espalda con la toalla, me preguntó cuándo saldría publicado mi libro de reseñas. Yo había dejado las pruebas editoriales en Buenos Aires, olvidado ya todo aquel asunto pendiente. La tarde anterior había recibido una carta con la copia del contrato y las pruebas de galera del libro, que se llamaba A la sombra del pensamiento. Homero las leyó en unas horas, y me comentó la inquietud que le provocaba mi comentario sobre Kant. No estaba de acuerdo con mi punto de vista tan literario. Era verdad,- me dijo, acostado de panza en el piso, con los codos apoyados en la alfombra y pasando las páginas-, la fascinante lucidez del razonamiento de Kant, pero que yo me quedaba en ese punto, sin avanzar.

     -Tal vez no pueda, Homero. Si lo hiciera, tendría su inteligencia. Los hombres como yo disfrutamos de la inteligencia ajena, y nos conformamos con transmitirla.

     Se quedó pensativo, y no volvió al tema hasta esa mañana.

     -Estuve pensando-me dijo, de espaldas, mientras lo secaba.- La segunda premisa enuncia Concepto vacío sin objeto.- De pronto se detuvo, y lo sentí mover los hombros. Él no lloraba como los otros niños, sino que emitía gemidos lánguidos, agudos y de muy bajo volumen. Su voz, si vamos al caso, también había ido cambiando, estridente y brutal cuando se entusiasmaba o se enojaba. Un fonoaudiólogo venía una vez por semana, y ayudada a tornar más serena la voz de Homero. Le dije que me mirara y le pregunté qué le preocupaba.

     -Papá- me dijo- hace mucho que pienso en lo que me pasa. Ya me explicaste lo de mi enfermedad, pero no le encuentro sentido. Busqué libros de genética en la biblioteca, incluso en las revistas de actualizaciones, y más que una enfermedad lo que me sucede corresponde más a un comportamiento evolutivo. Estamos encerrados en este lugar porque estoy enfermo, y todo eso me hace sentir que soy un concepto, pero no hay objeto que corresponda con eso. Sé que es una interpretación trivial…

     -No te preocupes, todo lo que interpretamos de nuestros sentimientos es trivialidad, o superficialidad, quizá.

     Los ojos de Homero perdieron el brillo de las lágrimas, y apenas me sonrió. Lo abracé como cuando era muy pequeño. Cerca de las doce del mediodía la negra Irma trajo el almuerzo, y por la tarde nos pusimos en camino hacia la biblioteca.

     Cuando salimos, vimos dos o tres patrulleros que iban hacia la zona del puerto. Homero tuvo curiosidad, así que caminamos un par de cuadras en esa dirección. Como vimos que había una muchedumbre más allá, le dije que no nos dejarían pasar. Siempre de la mano, tironeé de él, que sin embargo se resistía, mirando hacia el lugar donde estaba pasando algún hecho policial. A pesar de que estaba vestido de la forma tradicional para un chico, la gente no dejaba de mirarlo, pero él ya se había acostumbrado y no les hacía caso. En la biblioteca lo conocían más por su extrema inteligencia que por su aspecto físico. Así que ahora, al final de una tarde de sábado, en medio de la calle empedrada, cerrada al tránsito por cintas rojas de la policía, contemplé un paisaje extraño, casi un película de varios lentes simultáneos: las miradas de la gente que pasaba, alternando entre la muchedumbre y las luces de los patrulleros a lo lejos, y la figura extraña de un simio erguido en dos patas, vestido de hombre y de la mano de otro que parecía ser su padre, no por el parecido, sino por la forma en que lo trataba; y a su vez, podía observar la mirada fija de Homero en lo que pasaba a casi dos cuadras, intensamente fija la vista en algo que no comprendía porque no estaba acostumbrado a presenciarlo. A veces me daban ganas de enfrentar a la gente que miraba con desparpajo y sin vergüenza a mi hijo, pero yo también me había acostumbrado a ignorarlas, aunque me llevó mucho más tiempo.

     -¿Qué pasó?- me preguntó Homero. Me encogí de hombros, y se me ocurrió preguntar a alguien que regresaba del lugar.

     -Disculpe- le dije a una señora de edad que echaba miradas atrás de vez en cuando. Se sobresaltó cuando vio a Homero. Tuvo la discreción de disimular su asombro desde ese momento, sin poder evitar mirarlo de reojo mientras me hablaba.

     -Parece que encontraron un cadáver, muy viejo, en el fondo del bar que está en la esquina.

     Le agradecí, y la mujer continuó su camino, mirando otra vez de tanto en tanto hacia atrás, no sé si hacia la muchedumbre o a Homero.

     -Vamos, papá, por favor.

     -Homero, ya sabés qué va a pasar cuando nos acerquemos…

     -Ya sé, pero no me importa….

     No le pude negar ese capricho, ya bastante lo tuve encerrado gran parte de su corta vida. Caminamos esas dos cuadras y nos quedamos atrás de las vallas de la policía. Reconocí el bar donde Borgia y yo habíamos ido la primera vez, y al cual regresamos desde entonces varias veces hasta que cerraron poco tiempo antes. La gente miró a Homero, pero pronto lo olvidaron porque por la puerta principal sacaron una camilla con una sábana que cubría lo que se suponía era un cadáver, pero no con la forma original. Escuché que la gente comentaba que lo habían descuartizado, y se trataba de una mujer. Pusieron la camilla en una camioneta de la policía forense, y ésta arrancó. Los demás oficiales intentaron que nos fuéramos, algunos obedecieron, otros se quedaron. En el aire había un olor a putrefacción que se fue haciendo insoportable. Un hombre me habló sin que le preguntara nada, no se había dado cuenta de Homero, que miraba hacia la puerta, esperando que salieran más policías.

     -Parece que la mataron hace como tres o cuatro años, así escuché decir al médico.

     -¿Y cómo lo encontraron?

     -Van a derribar el lugar, así que lo descubrió alguien de la municipalidad o de la inmobiliaria, supongo…

     Media hora después, ya no había movimiento, y era de noche. Homero bostezaba y condescendió a irnos. De pronto recordé mis noches con Borgia en ese bar, y las mujeres que habíamos conocido. Pensé en Lucrecia, la primera, a la cual no volvimos a encontrar luego de esa noche. Borgia preguntó a los parroquianos y al dueño. Se había mudado, le dijeron, pero nadie lo sabía con seguridad.

     Cuando entramos a la clínica, nos cruzamos con Borgia en la puerta. Salía a su paseo de los sábados a la noche, yo hacía varios meses que no lo acompañaba.

     -Mataron a una mujer- dijo Homero, entusiasmado.

     Borgia lo miró y le acarició la cabeza.

     -¿Así?- fue lo único que dijo al respecto.-Nos vemos mañana, que tengan buenas noches.- Y cuando lo vi alejarse me guiñó un ojo.

     Subimos y nos acostamos. Mi hijo se durmió en seguida, yo me quedé mirando el cielo raso, con las manos detrás de la cabeza, pensando en Lucrecia. Me pregunté por qué se habría ido justo al día siguiente de que yo la conociera. Era una puta, me dije, como cualquier otra, iba a donde le gustaba o podía conseguir trabajo, pero recién esta noche me di cuenta de la intensidad con que yo había conservado su recuerdo. Sobre todo la última vez que la miré, saliendo del cuarto, ella acostada boca abajo, con la cabeza apoyada en las manos, la sábana cubriéndola hasta la cintura, y Borgia acariciándole la espalda con un solo dedo, como haciendo figuras en la piel. Y de pronto pensé en el vivero, ahora convertido en museo de anatomía. Aún sin inaugurar, Ruiz no permitía que nadie lo visitara todavía. Yo lo veía entrar todas las mañanas, y a veces se quedaba hasta altas horas de la tarde. Recordé lo que me había dicho Borgia sobre las piezas del museo, aquella misma noche, y entonces me levanté, me vestí en silencio y salí.

     En el jardín había unas pocas luces por el sendero del pequeño laberinto. Confié demasiado en mi costumbre, y me resultaron ridículos aquellos quince minutos que tardé en recorrer una y otra vez los mismos senderos que me engañaban. Finalmente llegué a la puerta del vivero. Era una puerta de reja labrada con vidrios esmerilados. Bajé el picaporte y me di cuenta que estaba cerrada con llave. ¿Qué más esperaba?, me dije. Busqué alguna ventana, y en el costado de la derecha encontré un ventiluz. Comencé a hacer fuerza para ampliar la abertura. Las tres hojas de marco de metal grueso y vidrio oscuro eran pesadas, y los goznes estaban oxidados, así que me costó bastante abrirlas. Cuando lo hice, no pude ver nada porque el interior estaba completamente a oscuras. Ni siquiera se me había ocurrido llevar una linterna. Volví a la habitación y saqué una del cajón de la mesita de luz. Homero seguía durmiendo. Los demás cuartos estaban oscuros, y sólo la luz de los faroles del patio, lánguidos y débiles, permanecían encendidos. Debían ser las tres de la mañana, y me pregunté cómo entraría, y en realidad por qué quería hacerlo. Tal vez, con sólo pedírselo a Ruiz, me mostraría el interior. Pero yo sabía que no era nada factible.

     Volví a enfrentar el ventiluz, que tenía un ancho de por lo menos metro y medio, y si lograba sacar una de las hojas, podría introducirme por ahí. Revisé ambos lados de las tres, y me di cuenta que me había costado abrirlas porque la inferior estaba desnivelada. El lado derecho tenía una elevación, donde el metal estaba carcomido por el óxido. Hice fuerza silenciosamente sobre ese punto, y por fin logré desprenderla. El peso casi hizo que se me cayera hacia el interior del vivero, pero la retuve y la retiré. La apoyé contra la pared, acerqué una maceta y me trepé hacia la ventana. Me metí despacio, los brazos y luego el cuerpo. Caí al piso interior y me levanté. Las luces del jardín daban algo de visión, y vi sombras de muebles. Encendí la linterna, y el haz de luz alumbró gran parte de la sala. Había viejas vitrinas de exposición, exactamente igual que en los museos, y bajo los vidrios, documentos antiguos y libros de anatomía. Ejemplares de Testut en primeras ediciones, el de Grey en diferentes idiomas, incluso otras mucho más nuevos, como los tomos de Casiraghi.

     Estas vitrinas estaban en medio de la sala, y en los costados, contra las paredes, había otros muebles vitrina, pero bastantes más altos. Acercando la linterna, vi los frascos de vidrio con preparados anatómicos. El olor a formol era intenso. Eran piezas cadavéricas de todo tipo, reconocí pulmones, manos disecadas, corazones abiertos mostrando el interior de sus cavidades, fragmentos de intestinos, órganos sexuales, fetos.

     Caminé de mueble en mueble, hasta que me encontré con un frasco grande que ocupaba todo el ancho y casi el alto de la vitrina. En el interior flotaba, como cuando debió ser aún un feto en el útero de la madre que lo había abandonado, el cuerpo esmirriado del chico parapléjico que habíamos conocido cuando llegamos. Estaba completo, ni siquiera disecado. Sus ojos permanecían abiertos, tan inexpresivos como cuando estaba vivo. Parecía flotar en el formol, porque lo habían encerrado en posición fetal, pero con la cabeza erguida, tal vez lo único de su cuerpo que de tan rígido no podía ser inclinado. Por eso lo reconocí, y entonces me dije cuántos de todos esos fragmentos de cadáveres eran de los pacientes que se habían ido, según decía Ruiz.

     Durante los años que nosotros estuvimos, el recambio de pacientes era frecuente, los niños morían o eran retirados por alguien. El chico parapléjico había muerto dos años antes, en su cama, así me lo comentó la negra Irma, que había ido a llevarle el desayuno. El polaco fue a verlo, y lo llevó en brazos a la oficina de Ruiz. Estuvieron allí casi una hora. Yo estaba ocupado en la terapia de Homero, y no supe más.

     Recorrí más vitrinas, y en todos vi fragmentos irreconocibles, y por un instante me pregunté si no sería todo obra de mi imaginación. El chico que había creído reconocer, en medio casi de la oscuridad, con los rasgos distorsionados por los efectos del tiempo desde su muerte, incluso por el mismo líquido que lo rodeaba, podría ser cualquier otro. Cuando ya estaba por salir, justo junto a la ventana, la última vitrina tenía un solo frasco en el segundo estante. Lo iluminé, porque era una cabeza, la única claramente visible y sin disecar.

     Era el rostro de Lucrecia.

     Escuché un ruido. Dios mío, pensé, si es Borgia... Era el único que podía estar afuera un sábado a esa hora de la noche. Fragmentos de imágenes me rodearon, los dibujos en la espalda de Lucrecia, las líneas de corte, los instrumentos para el descuartizamiento, los guantes, las telas impregnadas de sangre, las bolsas con los órganos desechados escondidos en el depósito del bar. Y finalmente la cabeza, cuidadosamente conservada. La piel de Lucrecia permanecía indemne, conservada por el formol en un estado de palidez virginal, los labios de rosado suave, los ojos abiertos, como sorprendidos, de color verde muy claro. El cabello flotando en el formol, como una medusa.

     Apagué la linterna y me escondí bajo la ventana. Esperé unos minutos. Me asomé con precaución, y aunque no vi a nadie, no podía confiar en Borgia, si es que de él se trataba. Tal vez fuese mi imaginación, y me di cuenta de que ni en mí podía confiar. ¿Qué iba a hacer, si salía y me encontraban? Me estaba comportando como un ladrón. Si aguardaba al amanecer a que llegara Ruiz, me delataría de todas formas. Y entonces me dije que era el doctor Ruiz quien estaba escondiendo cosas, y que él debía temerme a mí.

     Pero estaba Homero de por medio. Y de pronto tuve esta revelación atroz: mi hijo era único en su especie, un espécimen extremadamente difícil de conseguir. Alguna vez, debía pensar el doctor Ruiz, lo tendría en su museo.

     Entonces salí por la ventana y corrí hacia nuestra habitación. Una luz se encendió en alguna parte, luego se apagó. Creí reconocer la voz de la negra, que dormía poco porque se levantaba muy temprano para encender el fuego en la cocina. Desperté a Homero, que me miró con ojos soñolientos.

     -¡Vamos, levantáte y vestite! Yo preparo las valijas.

     Homero me miró sin comprender. Se sentó en la cama, restregándose los ojos.

     -Después te explico, apuráte.

     -¿Nos vamos? ¿A dónde?

     No le hice caso. Se levantó y fue al baño. Yo casi tenía preparadas nuestras cosas. Debíamos dejar todos los libros. Homero salió a medio vestir y lo ayudé a ponerse la ropa.

     -Pero papá, ¿qué pasa?

     -Te dije que te explico en el viaje…

     -Pero yo no quiero irme…

     Lo sacudí de los hombros, y me miró asustado.

     -Te tengo miedo- me dijo.

     Tantos años, mi Dios, tanto tiempo cuidándolo para escuchar eso, finalmente. Y no era más que culpa mía. Lo abracé, y aunque al principio se resistió, se dio por vencido al sentir que yo lloraba. Era la primera vez que me veía hacerlo.

     Salimos de la habitación, cada uno con su valija, tomados de la mano. Bajamos la escalera en silencio. Cruzamos el patio, entramos a la recepción y llegamos a la puerta de entrada. Estaba sin llave, porque Borgia regresaba a cualquier hora, y casi siempre se olvidaba de cerrar cuando volvía. Nos paramos en la vereda, y una lánguida luminosidad anunciaba el pronto amanecer. Cruzamos la calle hacia el garaje donde yo estacionaba el auto. Pusimos las valijas en el baúl, y nos sentamos, en silencio, mirando el parabrisas.

     Miré a Homero y le dije:

     -¿Te acordás de la segunda premisa de Kant? ¿La que te preocupaba?

     Homero asintió, todavía algo enojado, quizá soñoliento en realidad.

     -El doctor Ruiz quería conservar para siempre el objeto del concepto.

     Encendí el motor, y emprendimos la marcha hacia las afueras de Montevideo.





9


Ya había amanecido, pero no debían ser más de las seis de la mañana del domingo. La ruta estaba desierta, salvo algún que otro camión, que luego de tocarnos bocina, se nos adelantaba por la izquierda. Yo iba despacio, porque no sabía qué hacer. Mi primera reacción era regresar a Buenos Aires, pero sabía por las noticias de los últimos días que el conflicto entre el gobierno del general Oribe estaba en conflicto con el gobierno argentino. Cuando encendí la radio aún era de noche cerrada, y me enteré del cierre de la frontera. Oribe había declarado el cese de relaciones. Los comentaristas políticos hablaban de una posible guerra, una resurrección del antiguo conflicto por el control de toda la cuenca del Río de la Plata. Uruguay buscaba a Brasil como aliado, sabiendo seguramente que el precio sería la incorporación a un estado o a otro. Se hablaba, incluso de una alianza de esos aliados con Chile, como una nueva Triple Alianza, esta vez contra Argentina.

     Tomé la ruta nacional hacia el norte, sin saber realmente a dónde nos dirigiríamos. Sólo atiné a conducir a velocidad moderada, pensando, cambiando el dial de la radio en busca de noticias más firmes o más esperanzadas. Pero mientras el sol ascendía, la mañana de ese domingo nos rodeó de una luminosidad incongruente con la desolación que las noticias anunciaban. Pasamos los pueblos y las estaciones de servicio unos tras otro. Eran más de las ocho de la mañana. Homero seguía durmiendo en el asiento posterior. A menos de quinientos metros había otro puesto policial. Nos habían parado una vez soldados con fusiles revisando los documentos. Como estábamos lejos de la frontera esos controles parecían ser rutinarios, pero los soldados me miraron detenidamente, como si fuese un secuestrador.

     -¿A quién lleva?- me preguntó el primero que encontramos, apneas salimos de la ciudad. Todavía estaba oscuro, y las luces del puesto policial me encandilaban, además de la linterna que el soldado utilizaba para iluminar el auto, mi cara y el cuerpo de Homero.

     -A mi hijo, oficial.

     El soldado pasó la luz hacia la ventanilla posterior. Mi hijo dormía tapado por una frazada, así que su aspecto pasó desapercibido. Luego de revisar nuestros documentos, me abrieron paso.

     Esta vez ya era de día, y el soldado se paró en medio de la ruta, con el arma en alto, sin apuntar. Me detuve, bajé la ventanilla y saludé. Homero continuaba dormido. El soldado revisó mis documentos, y me ordenó que abriera la puerta trasera y luego el baúl. Estábamos a más de cien kilómetros de Montevideo, en una ruta escasamente transitada a esa hora, en medio de una llanura habitada por molinos y ganado. Me resigné a obedecer. Bajé del auto, abrí la puerta de atrás, con un gesto de fastidio que no intenté disimular.

     -Está fresco, oficial, no quiero que el chico se resfríe- y corrí un poco la frazada para taparlo mejor. El soldado debió darse cuenta del vello crespo en la cabeza de Homero, pero el resto estaba tapado. Parecía más interesado en lo que lo podría llevar en el baúl, así que me ordenó abrirlo. Nada más que las valijas y las herramientas para el auto. Dio una orden al subalterno para traer al perro. El ovejero alemán apareció medio dormido, pero excitándose a medida que se acercaba al auto. Le dieron a olfatear las valijas, pero no le interesaron. Cuando pasó cerca de la puerta de atrás, se detuvo y se paró sobre las patas traseras, apoyándose en la ventanilla.

     Los dos hombres me apuntaron, gritando que abriera. Apartaron al perro y abrí. Homero se había despertado, nos miraba con ojos soñolientos, todavía acostado boca abajo, pero con la cabeza levantada.

     -¿Qué es eso?- preguntó uno de ellos.

     Lo miré con ira.

     -Es mi hijo.

     -¿Habla?

     No pude más que reírme de lo absurdo de lo que nos estaba pasando.

     -Mire, oficial, podemos evitarnos malos entendidos si me permite que busque en la guantera el certificado de mi hijo. Tiene una enfermedad poco frecuente…

     Sin dejar de apuntarme, y mientras el perro seguía ladrando, entré al auto para buscar la libreta sanitaria de Homero.

     -No te asustes- le recomendé, pero él no estaba asustado. Se había sentado y nos miraba todavía sin comprender del todo por la resaca del sueño.

     Presenté los papeles, y el soldado los leyó uno por uno, lentamente. Miró a Homero de vez en cuando, mientras lo hacía, y al final me los devolvió.

     -¿A dónde se dirige, señor?

     Qué responder, si ni yo lo sabía. Pero algo iba a contestar, alguna mentira que lo conformara.

     -A Brasil, a una clínica especializada.- Fue lo primero que se me ocurrió, lo más razonable en vista de la situación, y de pronto pasó, fugazmente por mi conciencia, la idea filosófica del determinismo. Todo lo que decimos o haremos, ya alguna vez lo hemos pensado. Entré al auto y miré a Homero por el espejo retrovisor.

     -Tranquilo, ya nos vamos- le dije al ver su cara de miedo. Era un niño al fin de cuentas, y su tremenda inteligencia o su intuitiva sabiduría no dominaban el miedo ancestral. Seguí su mirada mientras nos alejábamos del puesto, y me quedé pensando en que era la primera vez que veía esa expresión en su rostro. Hasta creo que lo vi temblar un poco cuando el perro le ladraba, como si de pronto se sintiese perseguido e indefenso.

     -¿Tenés hambre?- le pregunté para distraerlo. Busqué en la radio algo de música.

     -Tengo ganas de hacer pis.

     -Tenés razón, yo también. Si estás apurado, paramos acá, no hay estaciones de servicio cerca.

     Me detuve a la vera de la ruta, corroborando que ya estuviéramos lejos de los soldados. Bajamos y Homero comenzó a orinar en la cuneta. Yo también lo hice, y me puse a fumar. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, y sentí el placer de ese relajamiento momentáneo, la paz corta y endeble de esa mañana de domingo en medio de una ruta que nunca antes había transitado. Homero se paró a mi lado, contemplando lo mismo que yo: el paisaje del campo, amplio, desierto de vidas humanas, iluminado por el sol que iba templando pausadamente los pastizales aún húmedos de rocío. A lo lejos, unos rebaños dispersos de ganado ovino, algunas trancas, unos molinos viejos. El rechinar de las astas rotas nos llegó de forma intermitente, ya que el viento era débil.

     Dios, pensé. Me habría gustado haber aprendido a rezar correctamente, ni siquiera eso, creo que lo que necesitaba era una certeza mayor que aquella paz que sabía era tan transitoria como los segundos que pasaban. Segundos que iban desgastándose y pudriéndose en alguna parte de ese mundo que parecía haberse estancado. Y como todo es apariencia cuando del tiempo se trata, me habría gustado que alguien más estuviese ahí. Alguien que aliviase mi pesadumbre, y me creciente desesperación. El perro ladrando, los soldados, el miedo. La incertidumbre. Yo estaba perdido, y mientras el cigarrillo llegaba a su agonía, supe, con la misma inquebrantable certeza del día en que él nació, que Homero y yo estábamos solos para siempre.

     Apoyé mi mano derecha sobre su cabeza, y lo acaricié, sin mirarlo, distraída la vista sobre el campo. Tampoco me miró, sólo estiró un brazo y lo pasó alrededor de mi cintura. Sabíamos que de un instante a otro debíamos subir al auto y continuar el viaje, pero intentamos postergar ese momento hasta que la esencia del momento se fue desvirtuando, como todo, en la sinrazón y el hastío. Y antes de que odiásemos también ese atemporal instante que habíamos experimentado como una especie de milagro, porque esa era la única palabra posible para aquello, irrepetible y ya desparecido, subimos al auto y reemprendimos la marcha.

     Paramos a desayunar en una estación de servicio en un pueblo que se llamaba Fray Marcos. Había un destacamento policial y dos o tres soldados, pero únicamente el movimiento de los pocos habitantes agilizaba la mañana. Algunos camiones paraban a cargar gasoil, y el único empleado se paraba a hablar con cada uno lenta y parsimoniosamente. Yo los observaba desde el interior del parador, sentados Homero y yo en dos taburetes altos, acodados sobre una barra de madera, con dos sándwiches de miga y dos gaseosas. La gente, aunque poca, miraba a Homero con curiosidad, y un par de chicos se rieron. La empleada de la cocina no dejó de mirarlo en todo el tiempo que estuvimos ahí.

     -¿Qué es lo que tiene el chico?- preguntó.

     -Nada- contesté. -¿Qué noticias le llegaron, señora?

     Me observó como a un bicho raro, desconfiada. Pasó un trapo sobre la barra, como si Homero estuviese ensuciando más de lo que los años habían ensuciado la madera ya vieja.

     -¿Usted es argentino, no? Bueno, acá no tenemos nada en su contra, por supuesto- dijo, de pronto afable y condescendiente.-El presidente se reúne al mediodía con sus ministros. No dicen más que eso por la televisión.

     Eché una mirada hacia el televisor sobre la pared. Estaba apagado, y me di cuenta que el cable colgaba sin enchufar.

     -La culpa la tienen ustedes- continuó diciendo. -Se llenan la boca de tanta democracia y ya ven cómo les va…

     Su mueca dijo más que sus palabras. Pagué y salimos. Ya había hecho cargar nafta, así que arrancamos de vuelta hacia el norte, por la misma ruta. No sabía qué iba a hacer. Sólo conducir kilómetros y kilómetros en busca de algo incierto, y sin embargo la preocupación por el futuro no era mayor que la sensación de ofuscamiento por el presente. Una especie de falsa bronca me hacía continuar, sabiendo que mi hijo y yo éramos los únicos cuerdos en ese mundo que poco a poco parecía estar convirtiéndose en una ilusión, pero una ilusión sin probabilidades de desaparecer. Sólo cabía la certeza de que iría empeorando.

     Para las tres de la tarde ya estábamos en Fraile muerto, antigua y famosa por ser sitio de batallas y encuentros militares durante el siglo XIX. Sin embargo, continuaba siendo un pueblo muy pequeño, quizá más pobre que antes. Unas cuantas ruinas, caserones antiguos todavía habitados, con fachadas llenas de musgo. Había una estación de servicio que parecía haberse detenido cincuenta años antes. Todavía había viejos dispensadores de nafta del estado, previos por supuesto a la últimas dos dictaduras militares. No servían comida.

     -Hay una parrilla a cinco kilómetros, por el camino viejo- me dijo el empleado, mientras llenaba el tanque. Mirando a Homero por la ventanilla, preguntó, sonriendo: -Sí que he visto bichos raros que lleva la gente, pero usted le gana a todas. ¿Puedo verlo?-. Sin esperar respuesta, se inclinó sin soltar la manguera del surtidor. Dio un respingo de susto, y volcó nafta sobre el suelo.- ¡Pero qué mierda es…!-. Se calló al ver mis ojos. Cerró la tapa y me cobró, las manos le temblaban un poco.

     Arranqué y tomé el camino que me había indicado. Al llegar al lugar, estacioné bajo la sombra de los árboles y junto a las parrillas. Varios perros se acercaron a ladrarnos. Bajé y me olieron. Dejaron de ladrar, pero en cuanto sintieron la presencia de Homero, volvieron a comenzar, más enfurecidos que antes. No podíamos quedarnos, era imposible. Y de pronto apareció un auto ancho y largo que llegaba de la ruta, se estacionó junto a nosotros y el motor se detuvo. Vi por el parabrisas que el hombre nos miraba, tal vez curioso por el intenso ladrido de los perros. El único hombre de la parrilla, gordo y en musculosa, no nos hacía caso, vigilando el fuego y la carne.

     El hombre del auto bajó y nos saludó.

     -¡Buenas!- dijo.- ¿Ya comieron? Don Cosme hace los mejores asados de la zona. Yo sé lo que le digo.

     -No vamos a quedarnos- contesté. Cuando estaba por subir al auto, espantando a los perros, el hombre se nos acercó. Buscaba la causa de tanto alboroto. Cuando la encontró, una sonrisa amplia se formó en su cara antes inexpresiva y rutinaria. Debía tener casi sesenta años, pero pocas canas habían tomado su pelo y su barba. Era alto, no demasiado, delgado y huesudo. Llevaba un traje sin corbata, y me pareció extraña esa ropa de ciudad en aquellos lugares. Pero el auto, por supuesto, tampoco era propio de un estanciero o trabajador del campo.

     Había visto a Homero, y por eso sonreía.

     -Ya entiendo, compadre. ¿Por qué no me sigue hasta esa arboleda de allá?- Y señaló un grupo de árboles a más de cien metros de la parrilla. -Los perros no van a molestarlos, no se alejan de la parrilla más de unos cuantos metros, don Cosme los tiene cortitos.

     Sin esperar respuesta, subió a su auto y arrancó. Homero y yo teníamos que comer algo más que esos sándwiches de miga que tuvimos que interrumpir ante la charla descortés de la empleada del otro pueblo. Así que seguí al elegante Dodge Coronado que parecía haber sido sacado de algún museo. Llegamos y bajamos. Abrí la puerta de Homero, y le dije que no tuviera miedo. El hombre se le acercó y le extendió la mano.

     -Lisandro Gonçalvez, para servirlos- dijo. Como ninguno de los dos reaccionó, su rostro tomó un matiz oscuro, más de lo que ya era su piel. Unas arrugas profundas le agrietaron la frente. Y entonces vi la cara de Homero cambiando de expresión. Una confianza nueva inundó su mirada, y bajó del auto. Estrechó la mano del otro, como un adulto, y yo sentí la más extraña de las sensaciones desde que había nacido mi hijo. Nadie nunca lo había aceptado, ni mucho menos requerido, únicamente Lucía, por supuesto, pero de ella no podía sentir celos. Pero esta vez sí los tuve de ese hombre desconocido que se había ganado, inesperadamente, la confianza absoluta de mi hijo. Porque eso era aquella entrega inesperada, luego de las horas de miedo e incertidumbre que lo habían confundido durante el viaje, los soldados y los perros. Entonces me di cuenta, aún no por completo, pero la idea fue naciendo en mi mente en ese instante, que un cierto parecido los unía. La expresión oscura que había tomado el rostro de Gonçalvez un momento antes era tan antigua y dominante como los cambios físicos que habían ido transformando el cuerpo de mi hijo.

     Apoyando una palma sobre la cabeza de Homero, ambos se dieron vuelta para mirarme. Gonçalvez me ofreció su mano entonces, y la estreché con rencor. Se dio cuenta, pero no hizo más que volver a su afabilidad, que si bien falsa y superficial, debí reconocer era la única posible en ese momento.

     -Voy a encargar tres porciones de asado, si les parece, y choripanes, si les gusta. Traigo un Chianti en el baúl, en la guantera hay un sacacorchos, a usted lo encargo de eso- me dijo. -Y una Coca para el chico, ¿no? Yo se la busco en la estación de servicio, el viejo Cosme no vende eso.

     Lo vi alejarse con las manos en los bolsillos, y nos sentamos en un tronco caído a esperar. No quería meterme en el auto de un extraño, por más que él me hubiese dado confianza. Regresó y se mostró extrañado de que no hubiese sacado el vino.

     -Pero hombre, por qué tanto remilgo.- Me encogí de hombros y no dije nada, pero Homero lo acompañó hasta el auto. Abrió el baúl y sacó una botella de vino y dos vasos.

     -¿Siempre viene preparado?- pregunté al regresar. La botella estaba fresca. Se rió.

     -Soy comerciante, viajo mucho por todas partes. Ahora mismo voy a Brasil a concertar unos negocios. En mi rubro siempre hay trabajo, pero estos tiempos nuevos son ideales para aprovechar.

     Me quedé esperando a que se explicara.

     -¿En qué rubro trabaja usted?

     -Tenemos empresas familiares. Una de residuos, principalmente en Argentina. Pero dedicamos los mayores esfuerzos a pompas fúnebres. De vez en cuando salgo a establecer conexiones con ciudades de países limítrofes, sobre todo ahora, con lo que se avecina…

     Lo miré, desconcertado.

     -La guerra, se vienen varias o una sola gran guerra sudamericana. ¿Sabe lo que se dice en Buenos Aires?

     -Hace algunos años que no vivo allá…

     -Tienen miedo. Dicen que Brasil apoya a la dictadura de Oribe porque esperan anexarse al Uruguay. En la cancillería se cuenta con que Chile se les una. De nuestra parte, -¿usted es argentino, no es cierto? - podríamos contar con el apoyo de los países con redes de narcotráfico, Colombia, Venezuela, Guyana, o cualquiera espere sacar provecho

     -Pero imagino que son nada más que especulaciones…

     -Así es, pero uno se va formando el olfato en esta profesión, no sé si me entiende. La muerte se huele, no en el espacio, sino en el tiempo. -Y señaló a Homero, que comía su choripán, aparentemente distraído, pero estaba seguro que nos prestaba atención.

     -Por ejemplo su hijo. Tiene terror a los perros, y ellos a él, por eso le ladran desesperados. No creo que se atrevieran a atacarle estando nosotros, pero siendo varios y él único, sería como estar en una selva. Esta llanura, tan amplia, también es una selva. Hay kilómetros y kilómetros sin que se encuentre nada, sólo cunetas y pastizales, silos abandonados, y pequeñas arboledas como ésta.

     Se levantó para sacarse el saco y arremangarse la camisa. Puso los trozos de asado en dos platos y sirvió uno para cada uno. Los apoyamos en las rodillas y comimos.

     -¿Y ustedes, a dónde van?

     Le conté brevemente nuestra historia. De pronto se me ocurrió que podría servirnos de ayuda. No esperó a que le preguntara.

     -Mire, los puedo ayudar a pasar la frontera con Brasil. Yo paso constantemente, y yendo conmigo, no habría problemas, aún siendo argentinos.

     -Le agradeceríamos mucho- dije, mascando con fervor la carne, tierna y bien cocida por el viejo de la parrilla.- Tenía razón sobre el asado- agregué.

     El otro se rió.

     -¿Y adónde lo lleva al chico?

     -No lo sé…

     -Usted sí que es un aventurero, no se encuentran de esa clase en la actualidad. Parece que vinieran escapando…

     -¿Y qué le importa si fuera así?- le dije, dejando los cubiertos en el plato vacío sobre el pasto. Las hormigas comenzaron en seguida a subirse.

     -Oiga, compadre, nada de exabruptos que yo no soy ningún milico…

     -Está bien, malas experiencias…eso es todo.

     -Comprendo…-y se quedó pensando, con el vaso de tinto en la mano, y levantando la botella con la otra, midió lo que quedaba. Me ofreció y le acepté. Ya me estaba adormilando, pero sinceramente nada me importaba en ese momento más que descansar bajo la sombra de esos árboles, con la cabeza apoyada en el tronco caído y sintiendo el fresco de la noche que avanzaba sobre la ruta.

     -Conozco un instituto de investigaciones antropológicas, en Brasilia, un poco lejos, pero si están dispuestos…

     -¿Cómo antropológicas? Tal vez si fuera una clínica, por su enfermedad, digo, tiene….

     -Pare, hombre. No me diga lo que tiene porque ya lo vi, no es nuevo para mí…- Se dio cuenta de mi confusión.

     -¿Cree que es el único? ¿O le han dicho que hay unos pocos en África? Señor mío, hay varias docenas allá donde le digo. ¿Acaso alguien le dijo que es una enfermedad?

     Me sentí como el hombre más estúpido del mundo. Un desconocido me estaba diciendo lo que yo ya venía pensando desde el nacimiento de Homero, pero que nunca quise aceptar, porque hacerlo abría sido reconocer lo irreversible. Incluso mi propio hijo lo intuía con más certeza que yo.

     Me levanté con furia e ignoré a Homero, que me miró asustado, dejando la lata de Coca- Cola ya terminada hacía largo rato, sin pedirme otra que sin duda anhelaba.

     -Venga, hombre, no se ofusque de ese modo. Usted no tiene la culpa. ¿Cómo iba a saber, cómo iba a imaginar…?

     Lo miré a los ojos, porque había escuchado en su voz algo como un quejido, una pena lejanamente antigua, haciendo huecos y grietas en medio de una muralla de oscuro ostracismo.

     -Soy profesor de letras en la universidad, tanto que he leído, filosofía, ciencia, teología…y tan ciego a la realidad…

     -No se alarme. Pregúntese qué es la realidad y verá que no hay nada tan efímero. ¿Acaso no ha leído muchas veces antiguas teorías de que la conciencia no es más de lo que vivimos en el presente? ¿Existe algo más, en este instante que lo que nos rodea? Usted mismo, yo mismo, ya no somos los hombres que llegamos en autos separados, hace no más de una hora. Si no podemos atrapar un minuto de nuestras vidas, cómo hacerlo con todo lo que abarca el mundo, que ni siquiera sabemos si continúa existiendo cuando le damos la espalda.

     Eran casi las seis de la tarde, supuse, sin mirar el reloj. Un viento fresco pasó entre los árboles. El domingo estaba por morir en una calma completa en ese lugar. No había nada que indujera a pensar que existía otra cosa más allá de la ruta.

     -Por eso en mi familia nos dedicamos a la muerte, profesor, si permite que así lo llame. Es lo único permanente, el único pasamanos salvador de la cordura. Todo lo demás es confusión y caos.





10


A las ocho, ya casi había oscurecido del todo. El tránsito había aumentado. Autos con familias que probablemente regresaban de alguna estancia hacia Montevideo, muchos camiones que comenzaban sus viajes semanales. Encendí la radio, buscando noticias sobre la reunión de gabinete del mediodía. El presidente Oribe había cancelado la reunión, y emitido un decreto  de cierre completo con la frontera argentina.

     -¿Qué me dice ahora, profesor?

     -Que empieza un gran negocio para usted…

     Gonçalvez se rió. Habíamos dejado su auto en la parrilla, y encargado a don Cosme que lo guardara en su galpón durante un tiempo. En realidad no era su auto, dijo Gonçalvez, sino de un cliente, que había muerto, por supuesto. Me pregunté cuántas de sus ganancias se hacían de esa manera, y estuve a punto de decirle que nos dejara solos. Pero Homero se había apegado a él de una manera que nunca vi en sus casi once años de vida. Dijo que podíamos cruzar la frontera con Brasil gracias a su influencia, y eso era lo que necesitábamos. Cuando mencionó lo del instituto antropológico decidí llevarlo con nosotros. No sé en realidad de quién fue la decisión, porque él, con su charla casual y un discreto encanto que se esmeraba en disimular, nos envolvía con argumentos aparentemente triviales. Cuando quise ver, él ya había dejado las llaves del Dodge al viejo y se metió en nuestro auto luego de dejar sus pertenencias en el baúl.

     -Cuénteme de ese instituto- le pedí.

     Carraspeó. Encendió otro cigarrillo, era el segundo paquete desde que nos habíamos encontrado. Bajó la ventanilla de su lado, y sin mirarme, dijo:

     -Pasaremos la noche en un hotel luego de pasar la frontera. Es probable que la vigilancia sea menor un domingo a esta hora.

     -No se evada de la pregunta.

     -No lo hago, sólo pienso simultáneamente. Mire, no conozco a Levi en persona, y a estas alturas es ya una eminencia. Dicen que lo van a mandar de asesor científico en una misión a la luna.

     -¿Claudio Levi?

     -Así es, usted debe conocerlo por sus escritos, obviamente.

     Asentí con la cabeza, recordando las teorías que había extraído de sus viajes por África. Había leído muchos de sus libros en esa época, cuando intentaba encontrar una explicación para lo que le estaba pasando a mi hijo.

     -Levi fundó ese instituto en Brasilia. No sé si lo visita o lo supervisa ocasionalmente. Sé que, como todo lo que él hace, está avalado por una alta exigencia personal, así que la gente encargada debe ser excelente.

     -¿Y allí investigan sobre la enfermedad de Rumpelstiltskin?

     Gonçalvez tiró el cigarrillo por la ventanilla y me miró. Sentí sus ojos oscuros, su mirada torva, libre ya de todo juego de encanto.

     -No sea estúpido. Su hijo es más inteligente que usted, eso ya lo sabe, supongo, pero también más sincero.

     Detuve el auto en la banquina. Unas luces altas nos pasaron rozando y un grito de protesta del otro auto pasó como una ráfaga en medio de la noche. Agarré a Gonçalvez del cuello de la camisa, dispuesto a insultarlo, a darle quizá, un golpe en la nariz. Yo ya estaba harto de aguantarlo. No sabía quién era, ni lo que quería de nosotros.

     -¿Por qué no se baja?- le dije.- Mi hijo y yo nos arreglamos solos, siempre.

     Gonçalvez me siguió mirando torvamente, ya sin encantamiento ni empatía.

     -Cruce la frontera, y me despido.

     Su piel y barba oscuras, y su aliento casi en mi cara me sugirieron la imagen de un cuervo, hasta creí escuchar el aleteo por encima del auto, pero eran simplemente las lechuzas que invadían la noche del campo.

     Lo solté, y retomé la ruta. No mencionamos palabra hasta que llegamos a la frontera. Una serie de cabinas con barreras bajas formaban el control habitual, pero habían reforzado la vigilancia. Bajé la velocidad y le pregunté a Gonçalvez si podíamos confiar en él.

     -No se preocupe.

     Un soldado nos detuvo. Era uruguayo, pero había otros del ejército brasileño más allá de la barrera. Entregué los papeles, y mientras los revisaba, el soldado miró hacia el interior del auto. Homero estaba sentado en la sombra. Gonçalvez sonrió.

     -Buenas noches, oficial. No sé si me recuerda, soy Lisandro Gonçalvez…-hizo una venia, y de pronto, como si viese a alguien conocido más adelante, se asomó por la ventanilla y gritó:

     -¡Paulo! ¡Che Paulo! ¡Aquí, viejo, Lisandro!

     Un soldado pasó bajo la barrera y se fue acercando. De pronto reconoció a Gonçalvez y éste se bajó y se abrazaron. Hablaron mitad en castellano y mitad en portugués. Me presentó a su conocido como un profesor de la universidad que se dirigía con su hijo al instituto de Levi. El soldado me saludó cortésmente inclinándose junto a la ventanilla. Miró a Homero, y su cara cambió de expresión. No era susto, ni siquiera asombro, sino comprensión. Hizo un gesto al otro soldado, éste me devolvió los papeles, y Gonçalvez, luego de despedirse de su amigo, entre abrazos festivos y promesas de nuevo encuentro, entró al auto, y me dieron la señal de que podíamos partir.

     La barrera se levantó, y ya estábamos en territorio de Brasil. La misma ruta, el mismo paisaje nocturno a nuestro alrededor. Pero no la misma sensación adentro del auto. Sentí una especie de tremenda congoja, como si todos aquellos años desde el nacimiento de Homero  se hubiesen abalanzado sobre mí con toda su absoluta carga de pena, de remordimientos y de miedo. Sentí que recién esa noche, encerrado en un auto y por la oscuridad del campo, por la opresión de una vigilancia constante de una guerra inminente, con un niño que al fin de cuentas era un ser que yo nunca comprendería del todo, con un hombre desconocido, extraño y de pronto inquietante como un cuervo que hubiese penetrado por la ventanilla, recién esa noche, digo, tuve la oportunidad de vislumbrar la razón, el motivo, o por lo menos las sinrazones de un encadenamiento de sucesos que no eran más que el tiempo. No más que eso: el tiempo, que todo lo desluce, desgasta, y deja los esqueletos de la última, y por eso, la única verdad.

     Creo que Gonçalvez se dio cuenta.

     -Pare un rato- me dijo. Detuve al auto otra vez.-Apague las luces, estamos muy cerca todavía.- De inmediato la luminosidad de las estrellas cayó sobre el campo, haciendo distinguir la llanura de absoluto silencio. El silencio era un espacio, como un peso que aplastaba los cultivos, los árboles y el ganado. Una enorme prensa formada de cosas que yo conocía. Y de ahí venía la angustia, en realidad una congoja indefinible e inconsolable.

     Apoyé las manos y los codos sobre el volante, sujetándolo con fuerza, puso la cabeza sobre los brazos e intenté ocultarme, no de él, sino de la tremenda oscuridad a nuestro alrededor, del silencio tan sin nada, y por eso tan opresivo, como si la nada tuviese el peso de absolutamente todo.

     Sentí el olor de un cigarrillo recién encendido, el breve aroma primero del fuego y luego del tabaco, y entonces surgió su voz.

     -Me agrada sentarme en lugares como este, a estas horas. Así la vida vale la pena, ¿no le parece? Se parece tanto, tanto a la muerte, pero no lo es del todo. La quietud, la enorme quietud y el silencio, sin perder la sensación de uno mismo. La autoconciencia, sin el conocimiento del tiempo. Pero es imposible, obviamente, una trae lo otro.

     ¡Qué dolor!, pensé, o tal vez hablé, no lo recuerdo. Y Gonçalvez me observó en la oscuridad. Pude ver el brillo de sus ojos. Comencé a temblar, y me froté los brazos con las manos. Entonces Gonçalvez me hizo acercarme a él y me abrazó. Con los brazos cruzados y temblando, me quedé dormido con la cabeza apoyada en su pecho.


     Era la mañana cuando desperté. Estaba en el asiento trasero, y Homero dormía a mi lado con la cabeza en mis rodillas. Gonçalvez manejaba.

     -¿Dónde estamos?

     Me miró por el espejo retrovisor y le salió una carcajada. Yo mismo me asomé al espejo, tenía unas ojeras profundas y el cabello revuelto.

     -A casi 150 kilómetros de la frontera, todavía nos falta un poco para llegar a Rio Grande. ¿Tiene hambre? En media hora paramos para desayunar.

     -Parece conocer bien toda esta región.

     -Ya le dije, es mi trabajo. Además, la familia…

     No le presté mucha atención, y me restregué la cara tratando de despejarme. El brillo matutino traspasaba las ventanillas con reflejos intensos y cálidos.

     -…mis abuelos maternos, de mi viejo no sé nada, Gonçalvez es el apellido de mi madre. Ella me crió sola, y trabajó toda su vida en las empresas que ya le dije.

     -Gran mujer debe ser su madre-dije.

     Me echó un vistazo por el espejo, buscando sarcasmo en mi expresión, el mismo que creyó   encontrar en mi comentario.

     -¿Por qué lo dice?

     -Vamos, ya sabe a qué me refiero…mi situación con la madre del chico….

     -Sí, pero quería estar seguro. Mire, mi vieja es una mujer fuerte. Le debo todo lo que soy, y lo que no soy también. Demasiado...cómo diría…desaprobadora. Pero nunca sabemos nada de los padres, hasta que nosotros mismos lo somos, y entonces nos llega nada más que las excusas que  ellos mismo tuvieron. No hay comprensión verdadera, sólo una vuelta de página.

     La ruta transcurría tranquila a través de inmensas extensiones de llanuras a veces ocupadas por lagunas a uno u otro lado.

     -¿Conoce la Laguna de los Patos?- pregunté, mostrando que yo también sabía algo, por lo menos a través de mi curiosidad geográfica.

     -Falta un poco, primero paramos cerca de Rio Grande. ¿Cómo está el chico?

     -Dormido todavía.

     -Me parece bien. Anoche se portó como un hombre cuando me ayudó con usted.

     -¿Qué hice? La verdad es que no recuerdo cómo pasé a este lado del auto.

     -Estaba medio dormido. Homero y yo lo ayudamos a salir y subir atrás. Le envidio la relación que tiene usted con el pibe.

     -¿Usted está casado, Gonçalvez?

     -Sí…-y se quedó pensando un rato antes de seguir.- Mi mujer está postrada desde los diecisiete años, con el noventa por ciento del cuerpo quemado. Yo no puedo más que admirar su fortaleza, y no sé si es voluntad de vivir o simplemente que su cuerpo está protegido por esa coraza de piel fruncida y dura. Hasta hemos tenido una hija, y ella ni se quejó. Nunca dijo si le dolió algo el embarazo, y por supuesto le hicieron cesárea. Mi hija ya es grande, y trabaja con la familia.

     -Debe estar orgulloso, entonces…

     Se rió con una carcajada tan exagerada, que movió el volante sin darse cuenta y el auto casi derrapa.

     -Disculpas- dijo. -Es que…, claro, estoy orgulloso, pero qué quiere que le diga…-Sus ojos me observaron por el espejo de pronto con malicia. Había bronca y tristeza profunda. Eran ecos de algo más lejano que el campo, más llano y monótono que la planicie que atravesábamos. Recordé a mi amigo Víctor y a su mujer también postrada en Buenos Aires.

     -Hace casi veinte años que Clarisa está así. No se puede mover, no puede levantarse, tiene miles de complicaciones y los médicos van todas las semanas. Yo la miro a los ojos cuando duermo con ella, porque…sabe…no me aguanto estar con ella mucho tiempo…pero no puedo dejarla, por supuesto. Hacer el amor con una mujer así…y tan hermosa que era cuando la conocí…A veces, a veces me digo…matála, Lisandro, hacéte y hacéle ese favor. Pero cuando la miro a los ojos, ella me lo reprocha, como si me leyera el pensamiento. Las mujeres, querido mío, ya usted lo debe haber descubierto, lo saben todo, y se hacen las estúpidas, cuando quieren.

     Miré a Homero, y pensé en Samanta. Yo estaba completamente solo en medio de una ruta para mí desconocida, en una región que bien podría ser el fin del mundo, en un momento de crisis internacionales, lejos de mi ciudad y de mi casa, sin trabajo, con solamente una tarjeta de plástico que me enlazaba con una cuenta bancaria que era la única garantía cierta para nosotros.

     ¿Dónde estaba ella?, me pregunté. ¿Nunca tuvo curiosidad, siquiera, por cómo estuviese su hijo? Entonces la última frase de Gonçalvez repercutió como el eco de un proverbio. El leve acento, casi imperceptible en su hablar, traía reminiscencias de religiones o sectas, de ritos que la cultura ha asociado irreversiblemente con esas regiones de Brasil. Faltaba mucho todavía, miles de kilómetros para llegar a sentir una fuerza distinta, pero ya Homero comenzaba a percibirla. Su sueño se hizo inquieto. Sus manos de simio se abrieron y cerraron con inquietud. Su garganta emitió gemidos de dolor, como si quisiera hablar y no pudiese. Yo sabía que estaba soñando, y pensé en despertarlo, pero me pregunté qué derecho tenía para hacerlo. El dolor no se interrumpe, únicamente se posterga. Entonces me apretó una rodilla y despertó sobresaltado. Su mirada, desconcertada, era digna de conmiseración. No sólo parecía perdido, sino que estuvo, por un instante, literalmente perdido. Miró alrededor, a nosotros y al exterior del auto. Cuando al fin reconoció todo, se frotó los ojos y me saludó.

     Le pedí a Gonçalvez que parara.

     -Buen día, Homero-le dijo.- En diez minutos paramos.

     Una estación de servicio a la derecha se levantaba sobre una colina. Habíamos comenzado a atravesar puentes cortos sobre ríos a veces secos y otros de corriente lenta. Cuando llegamos, hicimos que acondicionaran el auto y entramos al parador.

     Gonçalvez saludó a varios. La gente miraba a Homero por unos segundos y ya no le prestaban atención. Nos sentamos junto a uno de los ventanales, desde donde se alcanzaba a ver un inmensa superficie plateada, era la Laguna de los Patos. Así la llamaban, pero tenía cientos de kilómetros de extensión. De algún modo, sentí que la estaba mirando como si estuviese viendo una reminiscencia de la llanura que habíamos abandonado.

     Desayunamos y nos quedamos hasta el mediodía. Compramos provisiones para el viaje y seguimos camino. Volví a ponerme frente al volante, siguiendo las indicaciones de las señalizaciones o preguntando a Gonçalvez. El día estaba espléndidamente luminoso. Busqué música en la radio, y luego de las ya habituales noticias políticas- el presidente de Argentina había renunciado, y el vicepresidente decidió declarar el estado de sitio-, encontré una partita de Bach para clave. De pronto, el ritmo, o más bien el sonido, se fue metamorfoseando, y creí estar escuchando un acordeón tocando una especie de chamamé de alta calidad polifónica. Era el lugar, quizá, lo que me lo sugería, pero eran también las raíces ancestrales de las tradiciones, que viajan de un lugar a otro y se transforman. Hay siempre indicios, señales que hay que saber buscar. Homero tenía esos signos en su cuerpo, los hacía evidentes como un reflejo incondicionado. No sólo en su aspecto, sino en sus formas de reaccionar, como la mirada que vi cuando despertó esa mañana. Él venía de alguna región aún demasiado lejana, profundamente verde, tanto, que era casi oscura entre árboles altos y frondosos. Una maraña de hierbas y enredaderas pisoteadas por pies desnudos que corrían vertiginosamente, sin rumbo fijo, sólo escapando. Gritos y chillidos de monos venían de todas partes, desesperados.

     Miré a mi hijo, junto a mí en el asiento de al lado. Gonçalvez estaba recostado en el de atrás, supongo que dormido.

     -¿Qué soñaste esta mañana?- pregunté.

     Homero me miró desconcertado, estaba pensando quién sabe en qué cosas.

     -En nosotros, papá. Pero no estábamos en la ciudad, sino en la selva. Las tribus nos atacaban, nos perseguían hombres desnudos con lanzas.

     -¿Vos y yo?

     Se quedó pensando, no porque dudara, sino en si me lo diría.

     -No, papá. Los monos.

     De atrás llegó un sonido, como un respingo de burla. Gonçalvez sabía.


     Estuvimos viajando más de una semana. Pasamos por Curitiba, y luego Gonçalvez dijo que tenía un asunto que arreglar en un pueblo a veinte kilómetros de la ruta principal. Eran las ocho de la noche y le dije que quería detenerme en un hotel y descansar.

     -Con más razón- me respondió-. Ahí paramos en la casa de un conocido. Cenamos comida casera y dormimos en buenas camas. Yo manejo desde acá.

     El pueblo se llamaba Bom Jesús. Era ya de noche, y no se podían ver más que algunas casas con luces. Las calles estaban despobladas y oscuras. Algunos perros nos ladraron a medida que pasábamos, lentamente, porque Gonçalvez también parecía perdido. Buscaba la dirección de sus conocidos, pero en las esquinas no había carteles y las casas no tenían numeración. Finalmente se detuvo frente a una chabola. Un chico sucio, alto y flaco, estaba sentado junto a la puerta, jugando con un perro. Cuando nos vio, se levantó, y entró a avisar a alguien. El animal comenzó a ladrarnos. Gonçalvez abrió la puerta y dijo:

     -Tranquilo, Bestia. Soy tu amigo Lisandro.

     El perro se calló y movió la cola, saltando a su alrededor. De pronto sintió algo, quizá un olor, porque Homero todavía no había bajado.

     -Te voy a presentar a un amigo- dijo, y comenzó a abrir la puerta.

     -¡No!- le dije.

     -No se preocupe, sé lo que hago.

     Mi hijo temblaba, pero obedeció. Yo me paré entre ellos, pero el perro, luego de olisquearme, no me hizo caso. Homero caminó hacia nosotros, mientras Gonçalvez se agachaba junto al perro y le hablaba al oído, en portugués.

     Cuando mi hijo estaba junto al animal, éste se puso a olerlo, excitado, pero siempre con la voz de Gonçalvez calmándolo. Luego se sentó y se quedó quieto desde entonces, dejando que Homero le acariciara el lomo.

      Por la puerta de la chabola reapareció el chico y una mujer negra. Me presentó, ella no hablaba nada de castellano. Era amable, servicial, pero creo que me tenía miedo. Me trataba con respeto, sin atreverse a darme la mano cuando la saludé. Nos hizo entrar a la casa, vieja y desvencijada, sumamente pobre. Una mesa de madera, tres sillas y la cocina, donde sobre un horno a leña se calentaba una olla. Ella se limpió las manos en el delantal y preguntó algo a Gonçalvez.

     -Pregunta si quiere algo de tomar- y se rió.-Buena gente, demasiado buena gente. Lo único que tienen es tequila casera, hasta el chico lo toma, por supuesto.- Le habló a la mujer, y ella trajo una botella. Luego volvió junto a la olla y continuó revolviendo.

     El tequila era fuerte, pero me hizo bien para despejarme un poco del cansancio del viaje. Pregunté qué nos podían servir de comer en esa casa.

     -No saque conclusiones antes de tiempo, son pobres, pero lo poco que tienen es bueno. Ya va a ver lo que sale de esa olla…

     La mujer fue tomando confianza, especialmente con Gonçalvez. Se le sentó al lado y le tocaba el pelo, y él la estrechó de la cintura. Yo los miraba sin entender nada, sólo pescando alguna que otra palabra. En algún momento se pusieron serios, ella habló un largo rato, señalando a la puerta del fondo.

     -Tiene al marido enfermo desde hace seis meses. Se está muriendo de cáncer.

     Me pregunté qué tenía que ver él con ellos, porque cuando estábamos en la ruta dijo que era un asunto de negocios. Se levantaron y caminaron hacia la puerta de la habitación, que en realidad era una chapa que separaba ambos espacios de la chabola. Gonçalvez me sugirió que los acompañara. Me negué, no quería saber nada de todo eso. Habría salido de allí es ese momento, pero estaba demasiado cansado. Ellos entraron. Me quedé sentado mirando a Homero tranquilo, sin quitar la vista del perro, acostado en el piso. El contenido de la olla comenzó a borbotear, y luego de un rato me decidí a controlar la preparación, fuese lo que fuese. Revolví un rato y la aparté del fuego. No olía mal, y tuve ganas de comer algo. Miré a la puerta de chapa, y fui a avisarle a la mujer. Cuando entré, ambos estaban arrodillados a cada lado de una cucheta, sobre la que yacía el cuerpo de un hombre. El chico estaba a los pies, también arrodillado y rezando. Toda la habitación estaba repleta de crucifijos e imágenes de Cristo y la Virgen María. Imágenes en estampas y cuadros, esculturas de madera y cerámica, rosarios de todo tipo, incluso hechos con caracoles de tierra, o con vidrios de botellas y hierros. En el estante sobre la cama del muerto había velas a medio acabar. Un intenso olor a incienso comenzó a embriagarme.

     Gonçalvez levantó la vista e hizo una mueca de desprecio. Hizo una señal al chico, éste se levantó sin preguntar nada y salió, pasando junto a mí. Escuché, afuera, el baúl del auto al cerrarse, y enseguida el chico volvió a entrar. Llevaba en la mano una bolsa de arpillera, no muy grande pero que le costaba cargar. Me pregunté cómo había llegado esa bolsa a mi auto, pero en ese momento el chico la dejó caer junto a la cama. Gonçalvez se levantó y se puso a desatar el nudo que la cerraba. La mujer seguía rezando, con los ojos cerrados y las manos enlazadas apoyadas en la frazada vieja que cubría al muerto. Gonçalvez abrió la bolsa y comenzó a sacar algo, colocándolo sobre la cama. Yo no alcanzaba a ver de qué se trataba porque él estaba de espaldas y hacía sombra. Me acerqué, no pude evitarlo. Y vi que él ponía, primero alrededor del cuerpo y luego encima, objetos indefinibles, como residuos que alguna vez fueron sacados de esa misma casa durante años y años. Cosas que ya no tenían olor, porque estaban muertas, incluso el estado de putrefacción ya se había detenido, dejando sólo restos secos. Eran todas las cosas que ese hombre había tenido tal vez durante toda su vida: pertenencias de la familia, viejos documentos, restos secos de comida a medio terminar, huesos, telas rotas de ropa vieja, jeringas, frascos de medicamentos, papeles, botellas, muñecos, armas oxidadas. Cuando ya las cosas rebalsaban de la cama, seguían saliendo de la bolsa, inagotablemente.

     Aparté la mirada, agotado, y salí de la habitación. Saqué a Homero de la casa y subimos al auto. Me di cuenta que Gonçalvez tenía la llave de encendido.





11


Esa noche Homero y yo dormimos en el auto. Por más que Gonçalvez salió varias veces, tratando de convencerme de que entrara, no cedí. No estaba enojado con él, sino muy confuso, y eso era lo que me enfurecía. Era un montón de dudas que se iban juntando en mi interior, y todas ellas encontraban en la extrañeza de Gonçalvez su excusa adecuada.

    -¿Quién es usted?- le pregunté, sin tutearlo, porque era nuevamente un desconocido. Se acodó sobre la puerta del auto.

     -¿Cómo…?- Su falsedad me era más evidente que antes. Luego sonrió un poco.-Lisandro Gonçalvez, para servirlo…-dijo, metiendo la mano por la ventanilla.

     Lo miré tan enfurecido que podría haberle golpeado la cara reteniéndolo del brazo contra la puerta.

     -¿Qué es, quiero decir?

     -¿Que qué soy? Un hombre, amigo mío, simplemente, pero que como usted, no ha elegido su vida. Algunos me han llamado de muy diversas formas, pero la menos humillante, y tal vez en más adecuado, sea la de mensajero.

     No necesitó decir más. Su rostro era oscuro como el barro.

     -A lo mejor Homero quiere dormir adentro.

     Ambos miramos a mi hijo, que de pronto cambió de expresión. Sé que estaba cansado, sometido a un viaje extenuante, y encima yo lo obligaba a rechazar una cama por lo menos por una noche luego de varios días de dormir en el auto. Leí en su cara que estaba dispuesto a aceptar, pero yo dije:

     -No, gracias. Mi hijo y yo estamos bien. Me iría ahora si usted tuviera la amabilidad de devolverme la llave.

     Gonçalvez chistó e hizo una mueca de desdén.

     -No se haga el maricón, que no le queda bien. Si no le doy la llave es porque lo veo emperrado y es capaz de tener un accidente a estas horas.

     -¿Y a usted qué le importa?

     -Me importa, porque cada cosa a su tiempo, querido.

     Volvió a la casa. No pude dormirme durante más de dos horas. Homero se acostó atrás y aparentó descansar. Yo recliné el asiento, pero, incapaz de encontrar una posición que me conformara, me mantuve despierto casi hasta el alba. Escuché unos gritos solapados desde la casa, gemidos de mujer. Ella y Gonçalvez estaban en el suelo, quizá junto a la cama del muerto. Me prometí salir de ese lugar apenas amaneciera. Y de pronto, me dormí.

     Cuando desperté, entraba una brisa fresca por la ventanilla. Los mosquitos me asediaban, y me palmeé la cara y los brazos tratando de matarlos. La chabola estaba quieta, iluminada por el sol que le daba de frente, pintándola de colores ocres y plateados. El lote sobre el que se levantaba estaba ocupado por baldíos y trancas rotas. Un par de autos abandonados y oxidados eran habitantes viejos de ese sitio. Alrededor, había otras casas iguales o más ruinosas. Unos perros pasaron, vagando, olisqueando el auto, y ladraron.

     -Buen día, papá.

     Homero se trepó por el respaldo y se sentó a mi lado. Ya no le tenía miedo al ladrido de los perros, por lo menos eso aparentaba.

     -¿Cómo te sentís? Perdonáme si te obligué a dormir acá. Pero ya no me gusta ese tipo. Voy a entrar a buscar la llave.

     Bajé del auto y golpeé la puerta de chapa. Como no respondían, entré. El chico dormía en el piso de la cocina, junto a Bestia, el perro. Busqué sobre la mesa, pero no vi las llaves. Decidí entrar en la habitación del muerto. La cama y su cadáver seguían igual, las velas agotadas, y Gonçalvez y la mujer en el piso. Ella tapada con la sábana que le había sacado al muerto, Gonçalvez desnudo a su lado. Él abrió los ojos, y puso un dedo sobre sus labios indicándome silencio. Se levantó despacio, buscó su ropa tirada.

     Sin vestirse, comenzó a preparar el horno a leña y puso una cafetera destartalada encima.

     -¿Café de Brasil, amigo?- y se rió en voz baja, mirando al chico por si se despertaba.

     -Déme las llaves.

     -¿Va a dejarme acá abandonado?

     -Compañía no le va a faltar…

     Se rió otra vez, más fuerte, y me golpeó el pecho amistosamente. Creyó haber hallado, por fin, un compinche, y no sé por qué, de pronto, sentí que así era.

     -En serio, viejo, tomemos un café y salimos. Tenemos largo viaje todavía.

     Me senté en la misma silla de aquella noche. La botella de tequila estaba vacía y la madera de la mesa pegoteada.

     -Me alegra verlo de mejor temple, querido.

     -Querrá decir: con sentido común. Parece que estamos en sus manos…

     -No sea melodramático otra vez. El sentido común no tiene nada que ver. Los hombres siempre actuamos por impulsos, aún cuando pensemos haber dado vueltas y vueltas una misma idea. Usted se está dando cuenta, sin duda, de algo que está descubriendo en su propia persona. Homero, ya a su edad, conoce más a los seres humanos que su padre. Dígame, ¿qué siente en este mismo momento?- preguntó, sirviendo el café en dos vasos de madera con bordes agrietados.

     Agarré el que me alcanzaba y sorbí un poco de ese café que creí iba a ser horrible y viejo, pero que era denso y fuerte. Tal vez el mejor que había probado alguna vez. Sin dudar demasiado, dije:

     -Furor.

     Gonçalvez no se permitió decir el tradicional “se lo dije”. Su silencio fue ecuánime, y desde ese instante supe que ya no me desharía de él.

     Media hora después ya estábamos de vuelta en la ruta. La mujer nos preparó comida para el viaje, y nos despedimos. Homero y yo nos habíamos cambiado de ropa, y al poner las valijas de vuelta en el baúl, miré si había alguna bolsa como la que había visto anoche. Ninguna, y no pregunté más, ni tuve la curiosidad ya de hacerlo. Gonçalvez no era ya solamente un compañero de viaje, sino un cómplice.


     Durante más de una semana, fuimos lentamente, parando todas las noches en algún hotel. A veces nos levantábamos tarde porque conducíamos hasta altas horas. Era más fresco, pero también me daban resquemor las luces de frente y las rutas bacheadas. Si de él hubiese dependido, no habríamos viajado más que de noche, pero en ese aspecto yo no cedí. Tenía miedo por Homero.

     Los paisajes fueron sucediéndose de manera arbitraria para quien fuese testigo casual de nuestro viaje. Una hora pasábamos por el campo raso, casi desértico, luego por una serie de colinas de vegetación que iba haciéndose selvática, hasta que de pronto desaparecía y dejaba lugar a un pueblo de casas bajas, y luego a una ciudad. Gonçalvez iba nombrando los sitios uno después del otro, pero no siempre acertaba. Entonces nos reíamos, los tres, mientras Homero iba de una ventanilla a otra señalando cosas y lugares, hasta que prefería sentarse en el medio del asiento posterior, apoyando cada mano en los respaldos de las butacas. Yo sentía su mano velluda cerca de mi cabeza, y me sentí feliz de verlo reír de aquel modo.

     Parábamos cada cuatro horas, aproximadamente, en las estaciones de servicio, para cargar nafta, usar los baños o comprar algo para tomar o comer. Y cuando estábamos a sesenta kilómetros de Sao Pablo, el motor comenzó a hacer un ruido fuerte. Nos miramos con Gonçalvez, que conducía en ese momento. El auto perdió velocidad. Nos paramos en la banquina. Cuando quiso encenderlo de nuevo, no respondía. Se bajó y levantó el capot. Me senté al volante.

     -¿Ves algo?

     -Nada, además no sé de mecánica.-Se acercó con cara de esperar que me riera de su mal chiste. Me bajé e hice lo mismo que él, mirar sin saber.

     -Hay que llamar a la grúa. Pasáme los papeles de la guantera, Homero.

     Los del servicio de urgencia llegaron después de hora y media. Gonçalvez arregló los detalles con el mecánico. Nos llevarían hasta Sao Pablo, había un taller que él conocía.

     Los tres subimos al auto y la grúa nos remolcó despacio. Unas dos horas después la ciudad comenzó a mostrar sus fábricas y sus barrios industriales ya desde mucho antes de llegar a lo que ni siquiera era el centro, sino uno de los tantos barrios periféricos. Íbamos por el centro de una avenida ancha, superpoblada de autos, camiones y colectivos. Los edificios se alternaban con comercios y supermercados, y la gente caminaba torpemente entre los puestos callejeros. La grúa se detuvo frente a un garaje, de la cabina salió un hombre y preguntó algo que no entendí. Gonçalvez se bajó del auto.

     -Dice el tipo que va a revisarlo.

     Fuimos a hacer tiempo en una confitería en la esquina. Era un barrio de trabajadores. El mozo miró a Homero, lo mismo que la gente de las mesas vecinas, más con lástima que con miedo. Mi hijo ya no les hacía caso, miraba las paredes, pareciendo estudiar los carteles de propaganda. Entonces, él hizo su pedido en portugués. Gonçalvez se le quedó mirando, lo mismo que el mozo, pero éste no porque supiese hablar en su idioma, ya que no podía saber que fuésemos argentinos, sino por la dicción que había utilizado Homero. Esto lo supe después, cuando Gonçalvez me lo dijo.

     -El chico usó portugués puro, y no el brasileño enrevesado y dialéctico de acá.

     -Nunca te vi leer libros en portugués-le dije a Homero.

     -Nunca los leí, solamente me acostumbré al idioma desde que pasamos la frontera. De escucharlos hablar y leer los carteles.

     No me sorprendió, pero Gonçalvez quiso saber qué más podía decir en portugués además de pedir la merienda. Homero se quedó pensando un minuto, mirando el tráfico por la ventana, viendo la gente pasar por la vereda. Y comenzó a recitar versos en portugués. Cuando se calló, volvió su mirada hacia mí. Sentí vergüenza por no entenderle, porque él me había hablado a través de esos versos, estaba seguro. Luego de un instante de asombro, me dijo:

     -Sentado junto a la ventana,

      a través de los cristales, empañados por la nieve,

      veo su adorable imagen, la de ella, mientras

      pasa, pasa, pasa de largo.

     Tragué saliva porque se me hizo un nudo en la garganta. Miré la calle, en busca de lo que Homero había visto o entrevisto por las grietas de la realidad. Su madre otra vez, desde alguna parte, se manifestaba involuntariamente.

     -Un poema de Pessoa- dije, porque Lisandro me inquiría con la mirada.

     -Ah, el de los heterónimos. Muy inteligente el chico, por supuesto, y muy oportuno. Silencioso y patético como un juez.

     Esa bronca resultaba extraña en Gonçalvez dirigida a Homero, por quién había sentido tanta afinidad. Bueno, pensé, quizá precisamente por eso.

     El mozo trajo el pedido, y cuando terminamos de comer, en silencio, comenzamos a hablar de lo que no queríamos, pero de pronto resultó inevitable, y hasta satisfactorio aquella charla entre tres personas que comenzaban a pensar y actuar en un circuito extremadamente delicado de pensamientos.

     -Cada hombre es muchos hombres- dijo Homero, iniciando el coloquio, dando la consigna ya anteriormente establecida, pero resumiéndola como un punto de partida, exenta de dolor y resentimiento. Y fue así que hablamos y hablamos, pidiendo más café y luego cerveza para nosotros, Homero primero tomo gaseosas, luego también café. La calle se iba oscureciendo, y las luces del bar se fueron encendiendo, espejeando los vidrios, reflejándonos, hasta que nos dimos cuenta de dónde y para qué estábamos.

     Lisandro se levantó corriendo hacia el garaje. Homero y yo esperamos, y le pedí que me recitara algunos versos más de Pessoa, pero antes de que empezara, Lisandro regresó. Se sentó apoyando los codos en la mesa y sorbiendo un trago de cerveza.

     -Está muerto…

     -¿Quién?

     -El auto, está fundido, hay que cambiar un montón de repuestos y acá no tienen. Me dieron la dirección de la sucursal en el centro de Sao Pablo.

     Me agarré la cabeza, y Lisandro me tiró de las manos para que lo mirara.

    -Viejo, no te hagás mala sangre. Ni vale la pena. Ustedes tienen que llegar a Brasilia. Hay trenes que llegan en media tarde.

     -¿Y vos?

     -Yo tengo otros asuntos por acá y en pueblos de los alrededores. Parece que la persecuta de los uruguayos no llegó hasta esta ciudad todavía, así que la gente está en sus cosas y no se van a preocupar de un par de argentinos, sobre todo de ustedes, quiero decir, y señaló a Homero con la cabeza…

     -Tiene razón, papá. Dar lástima siempre sirve de algo…

     Ver y escuchar a Homero hablar de esa forma me dio la sensación de que era otro chico en ese momento. Su inteligencia se desperezaba de los años de enclaustramiento en que lo había mantenido. Me preocupaba, sin embargo, cuando veía que algunos nos miraban con inquina al escucharnos hablar en castellano. No decían nada y pasaban de largo. Pagamos la consumición y nos dedicamos a recorrer las calles durante la hora de la cena, en busca de algún hotel. Ningún sitio limpio parecía existir en ese barrio, así que caminamos hacia el centro, hasta que encontramos un hotel viejo en una calle que todavía conservaba el empedrado de la antigua colonia.

     Nos registramos en la recepción, y cuando estábamos a punto de subir por la escalera, Gonçalvez agarró del mostrador un ejemplar del diario, en cuya portada había un gran titular anunciando un golpe de estado en Argentina. Ya en la habitación nos sentamos cada uno en su cama. Estábamos muy cansados, y Homero se quedó dormido, creí en ese momento. No habíamos cenado, pero decidí dejarlo en paz. Me levanté y fui al baño. Quién sabe si habían aseado luego del último inquilino, o tal vez hacía meses que no pasaba ninguno. Los sanitarios tenían agua herrumbrada y los grifos chirriaban. El espejo era pequeño, suficiente sin embargo para afeitarse. La ducha y la bañera todavía persistían desde por lo menos comienzos del siglo veinte. Dejé correr el agua hasta que luego de diez minutos salió caliente. Me desvestí, dispuesto a darme un baño lento y prolongado.

     -¡Escuchá esto!-dijo Gonçalvez, empezando a leer las noticias del periódico. Mientras me metía en la bañera, escuchaba su voz leyendo. El presidente había sido derrocado por un golpe militar esa mañana. El general Livingston había sido declarado nuevo presidente.

     -Es un militar de los que llaman moderados- dijo Gonçalvez.- Es también abogado y un tipo muy culto, según dicen. Parece que pretenden tener aceptación de la población en general, lo que sin duda van a tener, y especialmente de las clases altas.

     Yo estaba recostado en la bañera, con los brazos sobre el borde y los ojos cerrados. Imaginaba a Gonçalvez sentado en la cama, con la espalda sobre la almohada apoyada a su vez sobre la cabecera, sin zapatos, las medias con olor a sucio y la camisa desabrochada. Su voz sonaba oscura y premonitoria. No sé por qué se me ocurrió esto, pero no estaba yo dispuesto a dejarme abatir por malos e ilógicos presentimientos. No por lo menos en ese momento en que me sentía tan bien y tranquilo, como si todo mi pasado, el país y la ciudad en la que había nacido y vivido, estuviesen del otro lado del mundo, o ya hubiesen dejado de existir. Como si lo que escuchaba desde la habitación, fuese un cuento narrado por un autor de ciencia ficción.

     -¡Mirá vos, che! Está casado desde hace cinco años con una abogada de Buenos Aires. Parece que es famosa por haber ganado un caso millonario de mala praxis…

     Abrí los ojos, las manos se me contrajeron en un puño que presionaba fuertemente los bordes de la bañera. Iba a preguntar, pero no pronuncié palabra. Dejé que el otro siguiera hablando.

     -Es la nueva jefa de gabinete.- Hizo silencio durante un rato durante el cual se escuchó el ruido del papel al ser vueltas las hojas. Imaginé a Gonçalvez echando un vistazo rápido a las noticias.

     -Acá hay una entrevista con ella. Se llama Samanta Bernárdez. El periodista trata de hacerla hablar, pero parece que es medio cerrada. Hay un informe de carrera. Hace diez años ganó una demanda a la clínica Farías, donde su hijo murió al nacer.

     Entonces salí de la bañera, corrí a la habitación, y mientras le gritaba a Gonçalvez que se callara, arrancándole el diario de las manos, eché un vistazo a Homero. Estaba acodado en la cama, mirándonos. Tenía la vista fija en ambos, pero sé que miraba mucho más allá, tanto en el tiempo como en el espacio que nos rodeaba. Me acerqué, tratando de leer en la profundidad de sus ojos algo más que la evidente tristeza. Pero su mirada no requería consuelo, así como tampoco su cuerpo, que ya no era lo que había sido. Traté de que acercara su cabeza de mono sobre mi pecho en un abrazo del cual yo era el más necesitado, y fue él entonces el que comprendió, analista de mi alma. Me rodeó con sus brazos largos, y sentí el suave vello de su cuerpo, y sus lágrimas tímidas. Se levantó, de pronto, y comenzó a desnudarse, fue al baño y se metió en la bañera todavía llena del agua en la que yo me había sumergido. Gonçalvez nos miraba, entendiendo poco a poco lo que estaba pasando. Me asomé a la puerta del baño. Homero se rascaba el cuerpo con un cepillo viejo, abandonado en la jabonera de cerámica pegada a la pared. Lo vi rascarse una y otra vez, con más fuerza a cada momento, hasta que me di cuenta que iba a lastimarse. Me acerqué y lo sujeté de las muñecas. No se atrevió a levantar la vista. Notaba sus brazos tensos y duros como troncos de un árbol.

     -¡Este cuerpo, papá…!

     Nunca había dicho algo así, tan austero y sin lógica, como un fragmento de un pensamiento muy antiguo y que continuaría mucho más adelante. Era más un grito de congoja que estalló de pronto en una espontaneidad congruente con lo que llamamos desesperación.

     Yo sentado en el borde de la bañera, reteniéndolo de los brazos, porque no dejaba de moverse. Movía la cabeza tratando de morderse.

     -Lisandro- llamé.- Ayudáme a sujetarlo.

     Entró y le agarró la cabeza.

     -Aguantá un poco…-y fue a buscar una toalla, partió un trozo y le dijo a Homero que la mordiera.

     Mi hijo lo hizo con angustia brotando de los ojos, con todo el vello del cuerpo erizado a pesar del agua. Sentía yo la piel dominada por el temblor y el escalofrío. Tenía miedo. Pensé en convulsiones, en algún ataque histérico. Yo no sabía cómo podría funcionar su mente. Lo que los otros veían ahora yo lo veía. Y tuve tanto miedo que creo que se expresó en mis ojos y en mi cuerpo. Yo también temblaba porque todavía estaba desnudo y mojado.

     Cuando Homero se fue calmando, aún no quise soltarlo. Lo sacamos de la bañera, contra su resistencia, pero logramos sentarlo en el borde. Yo lo abrazaba con fuerza, apretando con una mano las suyas, porque seguía lastimándose con las uñas. Lisandro agarró un toallón seco y lo apoyó en mi espalda, cubriéndonos a ambos. Luego salió y entrecerró la puerta.

     -Ya está, Homero…hijo…mi querido hijo…ya está todo bien…ya pasó todo…estoy con vos y nunca, nunca me voy a alejar de vos…

     Lo que era ira y dolor, se fue transformando en un gemido bajo y sordo. No era un chico que lloraba, eran los lamentos de un animal apaleado. No era un hombre. No era un animal. Era algo que se había anulado a sí mismo. Sin sorpresa, escuché cómo nuestros pensamientos coincidieron.

     -Objeto vacío de objeto- dijo él, citando la tercera premisa de Kant.

     Y se miró las manos al decirlo, ya tranquilas, serenas y sabias.


     Cuando Homero al fin de durmió, eran las doce y media de la noche. Lo tapé con una frazada y me quedé mirándolo. Gonçalvez puso una mano en mi hombro y me dijo:

     -Vamos a tomar un trago y a picar algo…

     Negué con la cabeza.

     -Ya está bien, pero me parece que vos no. Vamos a relajarnos un rato…

     Salimos, pero le eché una última mirada a mi hijo. Bajamos y preguntamos al conserje dónde había algún bar abierto. Ya en la calle, doblamos a la derecha. Justo en la esquina había un bar que estaba cerrado cuando llegamos porque abría después de las nueve de la noche. Lisandro encargó tragos y un par de sándwiches. Nos sentamos a esperar. Todas las mesas estaban llenas. Muchos parecían estudiantes salidos de algún conservatorio, había estuches de instrumentos bajo las sillas.    Nos trajeron el pedido. Bebimos y comimos en silencio. Gonçalvez encendió un cigarrillo y me convidó. Había pasado más de tres cuartos de hora. Los estudiantes de había ido, tambaleándose un par de ellos y rodeados de olor a marihuana en la ropa. Desde la calle escuchamos un par de gritos y vidrios rotos, luego risas que se fueron alejando.

     Cuando entró una mujer negra que se sentó junto a una ventana, Gonçalvez me miró buscando mi complicidad. Devolví la mirada, no la sonrisa. Estaba sola, y aunque no parecía una prostituta, sin duda lo era. La insistencia de Gonçalvez en no quitarle los ojos de encima, me hizo romper el silencio.

    -Si querés clavársela, te dejo tranquilo, yo me voy a dormir.-Apagué el cabo del cigarrillo en el cenicero y pedí la cuenta.- Lisandro me agarró de una mano y me dijo que no lo dejara solo, que esa negra puta seguro tenía ganas para dos. Le dije otra vez que no quería, entonces insistió en que por lo menos lo esperara mientras él la cogía. Después nos íbamos. Él incluso me pagaba otra cerveza. Se reía mientras hablaba, sin perder de vista a la mujer.

     Accedí, y me palmeó la cara. Fue hasta la mesa de la negra. Se sentó frente a ella. Los vi conversar no más de dos o tres minutos, luego se levantaron y caminaron hacia el baño de hombres. El barman los miró un instante, asegurándose de que la mujer lo hubiese visto. Creo que ella asintió antes de pasar la puerta, seguida por Gonçalvez.

     Bebí mi cerveza. Me sentía intranquilo, nervioso. Y me di cuenta que no estaba pensando en Homero ni en la hora ni en nada más que en esa mujer que había visto por un minuto escaso, y cuyo cuerpo fue creciendo en mi imaginación durante todo ese tiempo. Me levanté y fui al baño. Era chico, con un lavatorio, un cubículo y dos mingitorios. La negra estaba inclinada y con las manos apoyadas en un mingitorio, mientras Gonçalvez la penetraba de espaldas. Tenía los pantalones caídos y el culo tapado por el borde de la camisa. Entré, como un cliente ocasional que entra a orinar. Me paré frente al mingitorio de al lado y me puse a mear. Lisandro me miraba con su sonrisa de siempre, la mujer levantó la cabeza y me miró sin decir nada, pero sabiendo que yo era el próximo. Cuando estaba por acabar, Gonçalvez dijo varias obscenidades en portugués, y la mujer respondió igual. Él se separó y se levantó los pantalones. Yo me puse detrás de ella y la penetré. Gonçalvez se puso a esperar, yo veía por el espejo cómo él nos observaba.

     La mujer ahora gemía y se movía un poco. ¿Estaba cansada?, me pregunté. Giró la cabeza varias veces para mirarme, y tenía la expresión dolorida. Lisandro se sonreía, y en un momento dijo: ¡dale, viejo, dale con todo a la puta! Pero no sé si lo escuché en realidad. Sé que yo estaba más excitado de lo que había pensado, y mi cuerpo se movía con fuerza. Los codos de la mujer se doblaban porque yo la estaba apretando contra el mingitorio. Su cara estaba casi en el hueco del sanitario, y cuando ya estaba a punto de eyacular, ella gritó, con la voz apagada. Ya me estaba saliendo de ella cuando la puerta se abrió. Era Homero, con los ojos soñolientos.

     La negra entonces lo vio, y se puso a gritar como histérica. Yo no comprendía el motivo. Desde que habíamos entrado en Brasil ya habían dejado de mirarlo como un ser extraño, y muchos menos mostrando cualquier signo de temor. Pero esa mujer ahora gritaba horrorizaba.

     -Calláte...- le decía yo -…calláte de una vez, la puta madre…- Pero ella miraba hacia la puerta sin dejar de gritar en un ataque histérico, por más que Homero ya había salido corriendo. La expresión de su cara mientras yo me abrochaba los pantalones se superpuso a la cara de la negra, abismada en el horror que creía haber visto. Gonçalvez la agarró de la cintura y le puso una mano sobre la boca, amenazándola si no se callaba. Pero el miedo estaba más allá de ella, la dominaba. Entonces sus ojos fueron de uno a otro, y de pronto, y por un momento, lúcida, le mordió la mano. Cuando Gonçalvez la retiró y se vio la sangre, fue a lavarse, y ella comenzó a gritar de nuevo, esta vez más fuerte.

     La agarré de los hombros y la tiré al suelo. Comencé a golpearle la cara con furor, porque no podía permitir que siguiera gritando. No podía dejar que ella nos metiera en un problema que pusiera en riesgo nuestro viaje. Sobre todo, que me separara de Homero.

     -Calláte…-repetía yo una y otra vez- …calláte-. Su voz se fue apagando a medida que se hundía detrás de los labios hinchados y los dientes rotos. Pero dio un nuevo chillido desde no sé qué parte de su garganta lastimada, y fue entonces que sentí venírseme encima todo lo que había intentado rescatar de mi mundo civilizado. Y cuando me vi solo para siempre, sin el objeto de mi amor, sin esa otra mitad que Homero representaba, mis manos crispadas volvieron a golpear, hasta que el cráneo de la mujer se convirtió en una vasija astillada sobre el suelo.

     Sin levantarme, con las rodillas a cada lado de su cuerpo, con las mano derecha llena de sangre y todavía temblando, miré hacia la puerta.

     Lisandro Gonçalvez había salido y vuelto a entrar. Agarraba, con la mano mordida, una bolsa.

     -Salí- me dijo. Me quedé impávido, simplemente no sabía qué paso dar primero. Mi cuerpo y yo éramos dos entes separados, hasta que él me agarró de un brazo y me empujó.

     -¡Rajá de acá, rápido!

     Fue recién cuando sentí el olor a podredumbre que emanaba de él,- no sólo de la bolsa que ahora arrastraba- y vi el rostro pétreo que también le había visto en la casa de Bom Jesús, que mi conciencia se abismó en la realidad como en un pozo sin fondo, sin límites y sin salidas, porque era un gran vacío. Entré al salón, y el barman me vio y dijo en español:

     -¿Su amigo sigue con la negra?

     Me detuve, creo que sorprendido de escucharlo hablar español, pero ni siquiera estoy seguro de si lo hacía o si mi mente estaba en un plano donde lo obvio se pasaba por alto, y la conciencia entendía todo, absolutamente, sin necesidad de traducción. Mi mundo era el instante, nada más que los escasos metros cuadrados que me rodeaban, y cada paso era una muerte y un comienzo diferentes e irrecuperables.

     Dije que sí, supongo, y el tipo miró hacia la puerta.

     -Mientras pague bien, no importa lo que haga con la negra. Pero usted no me traiga más a ese monstruito, me espanta la clientela, como recién. Porque la negra no habrá gritado así solamente por la cogida, ¿no?

     Yo escuchaba, yo era testigo y cómplice de ese tiempo en ese espacio. Sabía que al dar un simple paso, ya todo eso desaparecería para siempre: el bar, el baño, la mujer, la noche. Retomé mis pasos hacia la puerta de calle, y me llevé una mano a la cara. Olí el olor que me protegía, el mismo que emanaba de la bolsa de Gonçalvez. Era un aroma protector, como un escudo liviano que lentamente se iba convirtiendo en olvido.

     Entré al hotel, el conserje no estaba, probablemente dormía en el cuarto que tenía junto a la recepción. Subí a la habitación, donde Homero estaba sentado al borde de la cama. Tenía algo entre las manos, con lo que parecía jugar, algo que hacía reflejos en el cielo raso. Era el espejito del baño, lo había arrancado, y como creí que iba a cortarse, corrí y se lo quité con brusquedad. Él se cayó al piso y yo a su lado. El espejo estaba sano.

     -Me estaba mirando- dijo.- Como es tan chico, me veo la cara solamente, o la parte del cuerpo que yo elija. Esa es la realidad, solamente fragmentos de cosas y tiempos. Imágenes inconexas que el hombre se pasa la vida tratando de hilvanar. Sabiendo la inutilidad, engañándose con la fantasía que cree entender.

     Se puso a llorar contra la pared, encogido como un feto. Cuando quise tocarlo, me rechazó. Entonces arranqué la frazada de la cama, lo envolví con ella y lo cargué en brazos. Bajé la escalera y salí a la calle. Debían ser las tres de la mañana, y no había ni un taxi. Comencé a caminar lo más rápido que pude en dirección a lo que supuse era la estación del tren. Homero se agitaba y varias veces tuve que detenerme.

     -Necesito que camines, nos falta mucho todavía.

     Asintió con la cabeza, y sin sacarse la frazada de encima, caminó a mi lado, sin agarrarme de la mano. Fueron muchas cuadras. Ya amanecía y ambos estábamos agotados. El tráfico arreciaba las calles, pero yo no veía más que la mole del edificio de la estación de trenes de Sao Pablo.

     No sentamos en la sala de espera. Miré la cartelera con los horarios. Un tren salía para Brasilia en cuarenta y cinco minutos. Fui a sacar los boletos, y pasé por un puesto de café. Homero tomó el café con avidez, pero rechazó las galletas. Eran sus preferidas.

     -¿Querés decirme algo sobre lo que viste?- le pregunté.

     Se encongió de hombros.

     -Pero ya me acostumbraré, como dice Gonçalvez.

     Una hora después, estábamos sentados en un vagón de tren, hacia Brasilia. Nos mantuvimos en silencio, y a medida que el día avanzaba, la claridad fue haciendo florecer las fantasías de la realidad que pasaban a nuestro lado en forma de paisajes, de pinturas, de fragmentos muy pronto secos y malolientes, como en el museo de anatomía del doctor Ruiz.




12


Homero no quería comer nada. El tren estaba repleto de gente, y los que iban parados se sentaban de vez en cuando en el pasillo. Me levanté y fui dos o tres veces a buscar bebidas y sándwiches en el vagón comedor. Al regresar, siempre encontraba a algún curioso observando a mi hijo, que a veces lo miraba, otras lo ignoraba, pero siempre en silencio. La segunda vez que esto sucedió, fue un chico de no más edad que Homero, y creo que le estaba preguntando algo, pero no alcancé a entender qué mientras me iba a cercando. Logré ver su sonrisa despectiva. Estaba inclinado sobre el respaldo, tocando la cabeza de Homero cuando llegué y lo agarré de la muñeca.  El chico se asustó, y trató de resistirse. Algunos pasajeros nos miraban.

     -Dejá de molestarlo- le dije, sin importar que no entendiera mi castellano. Mi mirada era suficiente. El chico se fue corriendo cuando lo solté, y desapareció en algún asiento casi al final del vagón. Me senté y le pregunté a Homero si se sentía bien. No me contestó.

    Era más del mediodía. El traqueteo del tren y el sol que traspasaba la ventanilla daba de pleno sobre nuestras caras. Cerré los ojos y me dediqué a escuchar sonidos: los pasos de la gente caminando por el pasillo, las conversaciones que intercambiaban los pasajeros de los asientos vecinos, algunos vendedores ambulantes que pasaban de tanto en tanto. El tren se detuvo en una estación, y sin abrir los ojos me puso a imaginar los movimientos dentro del vagón en un juego que me distraía de tantos pensamientos que amenazaban desde las puertas de mi memoria. Si les daba paso, estaba seguro que no tendría posibilidad de continuar. Y ese juego de la imaginación era como adentrarse en las regiones de una lectura alternativa de la realidad. Lo que la mente percibe a través de los sonidos es muy distinto a lo que ofrecen los ojos, los tiempos se distorsionan, la ansiedad se convierte en espera, y el silencio llega a tener el valor más trascendente. Las pausas del silencio son conmovedoras, son escalofriantes. Al principio es el miedo, luego llega la tranquilidad, porque en esos espacios donde aparentemente no sucede nada, nos damos cuenta que el mundo que no nos concierne está muy lejos, y nosotros somos una célula aislada que viaja en el torrente sanguíneo de una humanidad que crea y destruye sus propios fragmentos sin culpa ni remordimiento. El tren en el que viajábamos era el flujo torrencial de sangre sobre las vías del tiempo de la memoria.

     Escuché que alguien abría la ventanilla, y el sonido de la selva penetró en el vagón. El aroma de los árboles era intenso, los relinchos de los caballos que cabalgaban junto a la vías, el ruido de las ruedas de los carromatos sobre las piedras, los gritos de la gente que iba o venía de los campos de labranza. El sonido del viento entre los árboles se mezclaba con el traqueteo del tren, y una brisa entró y me tocó la cara, entonces abrí los ojos con una especie de sonrisa pacífica, esperando ver al sol tras los altos árboles que sin duda hacían bóveda de sombra por encima de las vías.

     Los primeros vestigios del Amazonas, no la selva en pleno, por supuesto, sólo los alrededores, devastados por el avance de la civilización, pero aún así todavía intensos, persistentes por su inclaudicable tenacidad, siempre dispuestos a avanzar ante cada debilidad del hombre de ciudad.        Escuché motores de grúas y camiones, gritos de obreros que traían ladrillos y cemento, postes, palas y cavadoras, sierras eléctricas. Y hasta creí escuchar la ruptura de la madera y la caída de los árboles.

     Pero cuando abrí los ojos, sólo vi a un hombre sentado frente a mí. No era el mismo pasajero que cuando cerré los ojos. Debió ser uno de los que subió en la estación anterior. Me estaba mirando, y me di cuenta de que no parpadeaba. Era joven, delgado, de tez muy blanca, y llevaba una camisa blanca muy fina, con los botones abiertos hasta la mitad del pecho. De algún modo, me resultaba conocido.

     Miré alrededor, pero nada más había cambiado. La ventanilla junto a Homero estaba cerrada, y el reflejo del sol no me permitía ver más que sombras que pasaban raudas. Volví la mirada hacia el hombre, y noté que también había girado la cabeza hacia la ventanilla. Y en el instante en que se giró para volver a mirarme, vi la marca en su cuello. Una cicatriz todavía enrojecida. Entonces el hombre se levantó, caminó por el pasillo. Me giré para observarlo, caminaba lentamente, y nadie más le prestó atención. Había varios pasajeros parados, pero nadie se acercó a ocupar el asiento vacío.

     Yo sabía quién era.

     Me acerqué a Homero, que dormía con la cabeza apoyada en el vidrio, le pasé un brazo por encima de los hombros y lo incliné sobre mí. Lo sentí respirar, intranquilo, sus manos estaban inquietas y los dedos se cerraban y abrían de vez en cuando. Le acaricié la cabeza, y el pelo crespo me transmitió una especie de electricidad que parecía extenderse por todo el vagón.

     De pronto, junto a mi izquierda, volvió a aparecer el hombre. Se sentó, mirándome fijamente. Los tres parecíamos estar solos. Sus manos estaban sobre los muslos, manos cuidadas y finas, lo mismo que la tela del pantalón. Noté que la camisa estaba más suelta, con uno o dos botones más desabrochados. La piel del pecho era blanca, pero más abajo, cerca del abdomen, se alcanzaba a ver el principio de un abismo.

     El hombre continuó mirándome sin expresión, y yo no podía quitar mi mirada de él. Nada había por decir, sólo mis ojos que hablaban, y el nudo en la garganta que me ahogaba sin matarme. Me aferré a Homero cono si fuese mi excusa y mi salvación, porque sentí que el hombre ahorcado hacía acto de presencia como un mensajero. El traqueteo del tren se fue tornando lento, menos maquinal y más suave, primitivo. Hasta creí volver a escuchar el ruido de las carretas junto al tren, pero esta vez era el propio tren un carretón inmenso que transportaba cientos de pasajeros silenciosos, sentados resignadamente y mirando el vacío con los ojos abiertos.

     Volvió a levantarse y caminar otra vez por el pasillo. Murmuré algo, creo que un no, como un ruego, pero si me escuchó no me hizo caso. Enseguida regresó, y esta vez traía un diario plegado bajo un brazo. Se sentó, desplegó el diario y se puso a leer. Su rostro estaba oculto, y yo no podía ver más que los titulares de la primera página. Era un diario argentino, o por lo menos estaba escrito en castellano, y en grandes letras rojas estallaba la palabra Guerra. Se había declarado el comienzo de la conflagración entre Argentina y Brasil. Me incliné para leer mejor, pero creí escuchar la voz de ese hombre leyendo en voz alta, del otro lado de la página, mientras yo pensaba estar haciéndolo  por mi propia cuenta. Mi voz interior era como la voz del hombre ahorcado.

    El presidente de facto argentino había declarado la guerra contra Brasil en respuesta al apoyo que éste había ofrecido al Uruguay en el largo conflicto por su restitución política, que había provocado los golpes de estado en ambos países. El presidente Oribe había bloqueado el puerto de Buenos Aires desde hacía dos meses, apoyado por el gobierno brasileño. Ahora el presidente Livingston había declarado la guerra formalmente contra ambos países. Su vocera de prensa, también jefa de gabinete y esposa del dictador, Samanta Bernárdez, había sido la autora intelectual de la política exterior. A su vez, en Brasil, se había levantado un movimiento revolucionario de las tribus indígenas, atacando varias ciudades en los últimos días. El emperador del Brasil había movilizado parte de las fuerzas armadas brasileñas hacia la frontera argentina, al mismo tiempo que se declaraba el estado de sitio en todo el país.

     El hombre bajó el diario y volvió a doblarlo. Miró hacia la ventanilla, que de pronto estalló, y las flechas entraron una tras otra, junto con los gritos de los hombres que trepaban por los costados del vagón y subían al techo. El reflejo del sol me enceguecía, y lo único que alcanzaba a distinguir eran los brazos de piel oscura que entraban por la ventanilla. Varias caras se abrieron paso entre el polvo, caras de hombres primitivos, de indígenas salvajes que aún utilizaban lanzas. Los pasajeros estaban agazapados en sus asientos, con las manos en la cabeza y llorando con crisis de histeria. Algunos se levantaban y corrían por el pasillo, y pronto eran alcanzados por algunas flechas. El tren continuaba su marcha, más acelerado todavía, y algunos indígenas se cayeron del techo hacia los costados de la vía. Logré arrancar a Homero del asiento y me agaché sobre el piso del pasillo. Los vidrios estaban rotos, pero eran demasiado gruesos como para que ellos lograran entrar sin lastimarse. Vi que el cuerpo de uno colgaba del borde superior de la ventanilla y con los pies golpeaba el resto del vidrio sano. Cuando logró entrar, saltó sobre el asiento y echó un vistazo rápido al todo el vagón. Al ver a Homero lo señaló con un gesto de orden, dijo algo con un grito ininteligible, y se arrojó sobre nosotros.

     Y mientras yo no pude más que cubrir a mi hijo con mi cuerpo, pensando que ya todo nuestro camino había llegado a su fin, vi la sombra del hombre ahorcado levantarse de su asiento con una tranquilidad absurda, y apoyar una mano sobre la espalda del otro. El indígena se detuvo, sus manos manchadas de sangre ya no hacían fuerza sobre mi espalda, y al levantar la cabeza lo vi mirar a los costados como si no viera a quien lo estaba tocando. Se quedó quieto, sentado en el suelo con la espalda contra un asiento. Con los ojos cerrados.

     Varios otros intentaron entrar, pero la velocidad del tren en una curva hizo que muchos perdieran el equilibrio y cayeran. El ataque se había detenido, los pasajeros seguían llorando y gritando. Había sangre por todas partes, los asientos con lanzas y flechas clavadas, los vidrios rotos, el vagón lleno del polvo y las hojas de los árboles que el tren rozaba en su marcha rápida y vertiginosa. Temí que fuésemos a descarrilarnos.

     El hombre de camisa blanca y la cicatriz en el cuello, pasó junto a nosotros y se fue alejando por el pasillo hacia otro vagón.

     Yo sabía quién era.

     Pero ya no me atreví siquiera a seguir mirando su espalda. Apoyé mi cara sobre Homero, secando mis ojos con su pelo cálido, ese cuerpo junto con el que habría deseado fuese enterrado el mío si hubiésemos muerto en ese momento. Lloré de desesperación, y entonces mi hijo  me abrazó, él también temblando. Tal vez me perdonaba por lo que había visto en Sao Paulo, no lo sé, o quizá comprendía que el mundo estaba cambiando demasiado rápido. De algún modo él pertenecía a un mundo que no estaba extinto como creíamos, y el mío comenzaba a derrumbarse, o a ser conquistado.

     El polvo de la selva que atravesábamos nos permitió escondernos del resto del mundo por lo menos durante un breve fragmento de esa tarde durante la cual el tiempo se sumió en un peculiar olvido de su marcha, y algo parecido a la misericordia o la piedad había vencido, momentáneamente, su terca obsesión.





13


Cuando llegamos a la estación terminal de Brasilia, el tren tuvo que entrar muy lentamente a los andenes. Las vías estaban cubiertas de cuerpos de indios que los gendarmes iban retirando uno a uno hacia los costados. Más adelante, algunas palas mecánicas los arrastrarían hacia varios montones cercanos a la ciudad.

     Homero me servía de intérprete, aunque yo había ido acostumbrándome al idioma. Bajamos entre cientos de personas hasta llenar los andenes, pero el paso se hizo lento por los cadáveres que íbamos sorteando a medida que tratábamos de salir de la estación. Todos los cuerpos estaban desnudos, todos muertos por heridas de balas. Homero prestaba atención a las conversaciones, y había escuchado que lo que más sorprendía de los ataques era que los indios no usaban armas de fuego. Le pregunté si había escuchado el motivo. No lo sabía. Un hombre que iba cerca de nosotros me dijo algo que no entendía, y le señalé a mi hijo. Al verlo, vi su expresión de temeroso respeto, el mismo que habíamos visto desde que bajamos del tren. Homero había dejado de llamar la atención luego del ataque, y sobre todo al llegar a ese campo de exterminio que era la estación de Brasilia. 

     -Puede hablarle a él- le dije al hombre. Y entonces Homero le preguntó en portugués. El otro respondió, y cuando terminó de hablar, creo que no existía para él más que ese simio pequeño que iba de la mano de un hombre, y que era capaz de hablar.

     -Dice que los indios se negaron a usar armas desde que comenzaron los ataques, hace varios días. Hasta han dicho en la televisión que los traficantes de armas les ofrecieron negocios y ellos se negaron.

     Noté cómo Homero observaba los cuerpos. En su expresión todavía duraba el miedo que había sentido cuando las manos de los indios habían intentado atraparlo. Ahora los miraba con intensa curiosidad, como contemplando especímenes en extinción.

     Al llegar a las puertas de la estación, las calles de la ciudad también estaba llenas de camiones militares, gente que iba de un lado a otro, perdida, buscando medios de transporte. Ya no había cadáveres en las calles, que estaban siendo levantados por camiones desde los montones donde habían sido acumulados. La tarde estaba muriendo, y la penumbra invadía el cielo que cubría los edificios con tono quejumbroso y húmedo.

     Caminamos porque no había más remedio, todos los transportes públicos estaban cancelados. Nos adentramos en el centro, buscando algún hotel o pensión, pero todos estaban cerrados. En las esquinas había militares con cascos y anteojos negros, con armas preparadas a disparar. En varios lugares me pidieron identificación cuando me veían pasar con Homero. Únicamente el certificado médico corroborando su enfermedad nos servía de salvoconducto, pero como éramos argentinos revisaban los documentos dos veces antes de dejarnos seguir. Yo miraba las expresiones adustas de los soldados, las manos que tocaban a Homero como a un animal de zoológico. A veces hablaban entre ellos, tan bajo que mi hijo no alcanzaba a escuchar lo que decían. Otras se reían abiertamente, o sus labios formaban una sonrisa que revelaba más un temor que el sarcasmo.

     -Vamos al Instituto de Investigaciones Antropológicas- les decía yo, y bajo los anteojos negros adivinaba el gesto de sus ojos. Homero les traducía, si era necesario, pero creo que ellos entendían perfectamente. Entonces me devolvían los documentos y nos dejaban continuar, caminando, por supuesto, hacia no sabíamos dónde.

      Algunos nos indicaron seguir rumbo al noroeste de la ciudad, donde estaba el centro administrativo de Brasilia. Ya era noche avanzada. Estábamos cansados y hambrientos, pero yo no confiaba en nadie. Nos sentamos en la vereda, apoyándonos en la pared de una casa abandonada. Unos gatos huyeron, aullando espantados. Homero se levantó para orinar, luego volvió a sentarse y se acurrucó a mi lado. Yo me dormía, pero sentí que sus ojos no se cerraban, contemplando la oscuridad que nos rodeaba, sólo interrumpida por las luces tenues de ese barrio viejo y pobre en las afueras de una de las ciudades más nuevas y superpobladas del mundo. Percibí su temblor por las amenazas que lo rodeaban. Los hombres le temían porque veían en él la causa de lo que había comenzado a suceder: el ataque de la selva que rodeaba las ciudades del Brasil. Y sobre todo la llegada de esa misma selva que parecía estar avanzando para venir a buscarlo, para llevárselo de vuelta, por más que nunca hubiese estado ahí. Una devolución implica un reconocimiento.

     Me desperté siendo levantado de un brazo y empujado para que caminara a tropezones. El sol me enceguecía porque me daba de frente. Sabía lo que estaba pasando por las voces de los soldados, fuertes e imperiosas. Intenté detenerme para explicarles, me empujaron y caí al suelo. Homero gritaba casi en un chillido con el que parecía simular ser un animal. Los soldados se reían de él, armando una ronda a su alrededor, atezándolo con las puntas de los rifles. No supe al principio por qué disimulaba de esa manera, si con sólo emitir una palabra habría acabado con esa pantomima de circo, pero entonces vi, en medio de los reflejos del sol en mis ojos aún lastimados, esa furia que había visto en el hotel de Sao Pablo. Era como si les estuviese diciendo: si esto es lo que parezco, esto es lo que soy, y de esta manera aceptaba todas las consecuencias.

     Pero yo no iba a dejar que lo hiciera, yo no iba a abandonarlo. Intenté levantarme pero dos de ellos me pisaron con las botas. Quise sacar los documentos del bolsillo, pero tenía las manos esposadas. Grité en un rudimentario portugués que en mi bolsillo estaban los papeles. No me hicieron caso, y uno comenzó a golpearme la cara hasta que perdí el sentido. Un segundo antes escuché a Homero, amenazado por cinco soldados y a punto de ser atrapado, gritando:

     -¡Papá!


     Volví a despertar en una comisaría. Mis manos esposadas por delante, sentado en una silla y recostado sobre un escritorio. Homero a mi lado, con su largo brazo derecho sobre mis hombros.  Abrí los ojos, y sin levantar la cabeza, observé las miradas de los policías y la gente que pasaba a nuestro lado sin dejar sus ocupaciones, pero fascinados por el cuadro que nosotros formábamos. Un policía se nos acercó, dijo algo en un portugués cerrado, y mi hijo respondió.

     El otro se sentó y comenzó a hablarle. Homero me dijo entonces que habíamos sido arrestados por vagabundeo, y que no teníamos documentos encima, tal vez nos los habían robado por la noche. Éramos extranjeros y de una nación enemiga, por lo tanto debíamos permanecer prisioneros. Hice un gesto de hastío y sarcasmo. No estábamos en un estado hitleriano, les dije yo. El policía me miró, y dijo:

     -Peor…

     Les pedía que por lo menos me desataran. Podían averiguar nuestros antecedentes por la red, por supuesto. Yo era un profesor de literatura, y llevaba a mi hijo al instituto del doctor Levi.

     -Ya lo hicimos, profesor. Todo ha sido corroborado. -Ahora hablaba un español perfecto. -Pero no puedo dejarlos por los calles. Se quedarán en prisión para ser extraditados.

     Pensé en Buenos Aires, y recordé a Samanta y su situación política actual. No podíamos regresar.

     -Por favor-le dije.- Deje que mi hijo entre al instituto, por lo menos. -Homero me miró pero lo ignoré. El policía dijo que hablaría con una asistente social.

     Pasamos ahí todo el día. Nos dieron de comer en una habitación parecida a una sala de interrogatorio, pero por lo menos no era una celda de calabozo.

     -¿Vas a dejarme en este país?- preguntó Homero.

     -Es mejor que te quedes solo a que vuelvas a Argentina. Ya sabés, tu madre podría hacernos la vida imposible ahora que está en ese puesto del gobierno. Y sin duda todas las extradiciones pasarán por su despacho en algún momento.

     -Pero si ella no quiere saber nada conmigo. Si hasta negó que yo hubiese nacido…

     -Por eso, Homero, y menos ahora que su vida está expuesta públicamente.

     No necesité decir nada más para que comprendiese todas las consecuencias de nuestro regreso. Por su cabeza debieron pasar muchas más posibilidades de las que yo podía imaginar, su mente metódica, ajedrecística, sacaba todo el conocimiento necesario para que nuestros diálogos cotidianos fuesen cortos. Sólo las disquisiciones sobre literatura y filosofía nos hacían hablar horas enteras, y esa tarde, en la comisaría, mientras aguardábamos lo que melodramáticamente llamaríamos nuestro destino, él comenzó a hablar de sus lecturas de Husserl cuando estábamos en Montevideo. Yo sabía que lo mencionaba ahora porque Levi aplicaba la psicología experimental en sus libros, y seguramente lo hacía también en su institución.

     -¿Vos pensás que existe la regresión mental?- me preguntó.

     -¿Hablás de individuos o de la psicología colectiva de la humanidad?

     -De lo que vos quieras. Yo no creo que cada uno sea una parte de un gran cerebro universal, sino que cada uno tiene el universo entero en su cerebro. Lo que es, por ley, ¿es lo verdadero? ¿Yo soy este cuerpo, y por lo tanto soy un simio? El cuerpo es nuestro fenómeno fundamental, nuestro nóumeno. Sólo podemos salir de él explorando con el lenguaje, y de ahí las múltiples posibilidades. ¿Pero podemos deducir que las disquisiciones de la razón son tan verdaderas como el cuerpo que nos posee?

     -Estás preguntando si somos el resultado de nuestra psiquis o de nuestro cuerpo-le dije.

     Yo miraba los techos y las paredes blancas, descascaradas, la mesa vacía de enigmas en medio de ese cuarto parecido a un cráneo hueco. Y una imagen tribal llegó de repente: un indio desnudo sentado sobre el barro, trabajando concienzudamente sobre una cabeza humana, despellejándola primero, abriendo las órbitas de los ojos, vaciando el cerebro a través de la cavidad bucal, acercándose con delicados instrumentos a la débil base del cráneo hasta quebrarla.

     -Pensá en los sueños. ¿Falacias, fantasías? Somos lo que soñamos mientras lo hacemos, y somos los cuerpos que duermen mientras soñamos. Yo te veo dormir, Homero, y podría levantarte en brazos y llevarte de un sitio a otro, pero vos estás en otra parte, en cientos de lugares a la vez, y yo no puedo evitarlo. ¿Me negarías el placer o la angustia de tu cuerpo, o de tu mente, si así querés llamar a esa experiencia, durante el sueño? Con el pensamiento sucede igual, con las creaciones artísticas lo mismo. Ellas son muestras casi siempre poco fidedignas de aquellos otros mundos que habitamos.

     -Pero nuestro cuerpo, papá, es un ancla. Sin este cuerpo, podríamos habitar esos mundos simultáneamente.

     -Eso es platonismo, Homero. La angustia que te genera el cuerpo es también una característica de tu personalidad. A veces puede salvarte del odio, pocas veces del remordimiento, y nunca de la frustración. Y esta frustración, que también es tu ser, puede también llevarte al anhelo y al éxtasis.

     La noche debía estar cayendo sobre Brasilia, pero nosotros continuamos conversando, tal vez siendo escuchados por alguien a través de un aparato de audio escondido. Pero también ese alguien debió haberse dormido.

     Una mujer entró a la habitación, interrumpiendo lo que Homero me iba a contestar. Era una asistente social de raza negra, y recordé de inmediato a la mujer a la que yo había matado. Era tan parecida, más allá de su raza, que se formó un nudo de angustia en mi garganta. Pensé en que todo aquello era un sueño de los que le había hablado a mi hijo: esa noche en Sao Pablo, el ataque al tren, la presencia de aquel hombre que tanto se parecía a Farías. Y si retrocedía en el tiempo, hasta el nacimiento de mi hijo era una hecho que podría haber deseado no fuese más que una pesadilla. Entonces Homero me tocó el brazo. Con la vista fija en su mano velluda, sabiendo que mis lágrimas me delataban, tanto mi pena como mi remordimiento, me obligué a levantar la mirada hacia la mujer. Con cada palabra que decía, yo recordaba cada gesto y movimiento de esas manos, con los codos apoyados en la mesa, yo recordaba el éxtasis y la furia. Hasta que tuve frente a mí la mirada horrorizada de la prostituta en el baño de Sao Pablo, y esa cara estaba ahora sobrepuesta en el rostro de la asistente social.

     Ella notó el cambio en mi expresión. Desconfiada, pensando que tal vez yo no era tan inofensivo como le habían informado, me preguntó si me sentía bien.

     Escondí la cabeza entre los brazos. Sabía que estaba temblando, pero debía decir lo que estaba a punto de decir.

     -Yo…- y Homero me interrumpió, como en un drama de Chejov, con la misma impronta de tristeza en la voz, con la misma abnegación.

     -Mi papá está muy cansado- dijo. Y la mujer le dio una leve sonrisa de comprensión, admirando más la temple de mi hijo que la débil inconsistencia de mi alma.


     Nos llevaron en un patrullero hasta un hotel. Recorrimos las calles ya de noche, escuchando sirenas de ambulancias a lo lejos, con luces de autos que nos cegaban y siluetas de hombres o mujeres que golpeaban el auto cuando pasábamos cerca. Eran vagabundos en su mayoría, y hasta creí descubrir la figura de algunos indios que rápidamente desaparecían. Y en un fugaz instante, en la ventanilla de mi lado, apareció un mono, erguido y gesticulando con miedo, raspando el vidrio con los dedos. Tuve el reflejo de  mirar a mi otro lado, para corroborar que mi hijo seguía ahí. Pero de inmediato la figura desapareció. Me dije que debían ser las sombras y las luces en movimiento de esas calles las que me sugestionaron. Escuché que los oficiales que nos trasladaban cuchicheaban entre ellos, incluso que informaban por radio. Ni Homero ni yo habíamos entendido lo que decían.

     Finalmente llegamos al hotel, viejo, con una puerta de entrada de dos hojas y una larga escalera que llevaba al único piso. Uno de los policías nos acompañó y habló con el empleado de la recepción, un tipo de aspecto torvo, bajo y esmirriado pero de nariz ganchuda, con pelo crespo como el de un negro. Nos miró con desprecio a Homero y a mí. Discutieron un rato sobre a quién le correspondía indicarnos la habitación, hasta que el policía se fue y el tipo nos dijo que lo siguiéramos. El largo pasillo era oscuro, con olor a humedad y ruidos como de madera carcomida por las ratas. Abrió la puerta de la habitación y nos hizo entrar. Cerró con llave. No tuve deseos ni fuerzas para protestar. Homero se tiró en la cama y se durmió de inmediato. Yo fui al baño, repleto de moscas sobre los restos de materia fecal en el fondo del inodoro. Apreté el botón de desagote y abrí con dificultad la ventanita que estaba en la parte superior de la pared de la ducha. Oriné reteniendo el aire para no aspirar el aroma nauseabundo hasta que corriese suficiente agua. Había una toalla que parecía limpia, pero al tocarla estaba dura con semen seco. Me saqué la camisa y me sequé con la camiseta que ya estaba para arrojar a la basura. Me acosté junto a Homero, y mirando en el cielo raso los mapas de manchas de humedad, me fui durmiendo a la vez que pensaba que tal vez ya habíamos terminado nuestro camino, y esta ciudad, -este hotel, esta habitación-, era el destino final de nuestra vida juntos.




14


En  la mañana, desperté apenas amaneció. La calle del hotel estaba tranquila, algunos hombres iban caminando rumbo al trabajo, supongo. Las escuelas estaban cerradas por el estado de sitio. Pocas mujeres salían a barrer las veredas de los negocios de alrededor. Pasaron dos o tres patrulleros y un camión con soldados, haciendo repercutir todo su peso sobre el empedrado antiguo. Ese barrio debía ser un asentamiento más viejo que la propia ciudad. Desde ese primer piso donde nos alojábamos, pude ver hacia la izquierda, subiendo por la calle, el cielo despejado que comenzaba a descubrir los edificios modernos y sofisticados que caracterizaban a Brasilia.

     Un auto paró frente a la puerta. La asistente social bajó y entró al hotel. Un minuto después escuché el sonido de la cerradura, y ella me dio los buenos días. Observó la habitación con un gesto de que ya la conocía.

     -Lamento que hayan tenido que pasar la noche en este lugar.- Su castellano era perfecto.

     -¿Por qué no me dijo que hablaba mi idioma?

     Ella sonrió.

     -Habitualmente hablo con menores delincuentes, poco utilizo el español, además no sabía todavía quienes eran ustedes.

     -¿Y ahora lo sabe?

     -Estamos en guerra con su país, profesor, pero sí, hemos averiguado de usted y su familia, y de su madre…-Miró a Homero para comprobar que seguía dormido.-Debemos despertarlo. Los llevaré a desayunar algo antes de partir.

     Pensé que sus palabras se referían a la extradición, pero debí imaginar que si sabía de Samanta y de mi cuenta bancaria, probablemente se inclinaría por esta última.

     -¿A dónde?

     -Al instituto del doctor Levi, por supuesto. ¿No es ahí a donde se dirigían?

     -¿Y a quién debo el favor, y cuánto?

     Sin responder, se acercó a Homero y lo sacudió suavemente de los hombros. De pronto me di cuenta de que era una mujer muy bella, de facciones bien formadas y un cuerpo alto y espigado que se movía con suavidad y delicadeza. La mano que tocó a Homero era de dedos finos y uñas apenas largas, apenas femeninas. Ya no vi en ella a la prostituta de Sao Paulo, sino a Lucía, en otro cuerpo muy diferente, pero con la similar seguridad y delicada esbeltez de sus movimientos. Ella levantó la vista y me miró con esos ojos oscuros y grandes, y sus labios gruesos me sonrieron.

     -Hermoso chico el que tiene- dijo.-No es raro que el doctor Levi esté interesado en tenerlo en su centro. Es un hombre que ha dado prestigio a nuestro país con su decisión de elegir Brasilia para   sus principales investigaciones.

     Esa era la respuesta que yo aguardaba. No era el prestigio, sino el dinero. Levi y su conocimiento, Levi y su conexión con el gobierno norteamericano. El emperador del Brasil era ya una institución vetusta, un viejo resabio de la colonia portuguesa que aún perduraba como fachada. No era solamente latinoamericana, esta nueva guerra.

     Mi hijo despertó y ella lo llevó al baño de otra habitación más limpia. Cuando volvió, ella me dio una bolsa con un par de remeras nuevas.

     -Puede ducharse en el cuarto de al lado, encontrará toallas limpias, yo las traje. Tenemos una hora para desayunar y salir. Lo esperamos en el auto.

     -No, no, vamos así como estoy….

     Ella se dio cuenta de mi desconfianza.

     -Está bien, profesor, no lo separaré de su hijo ni un minuto si no quiere.

     Homero y yo entramos al cuarto de al lado y cerré la puerta con llave. Probablemente tuvieran una copia, pero yo no tenía más que confiar desde ese punto. Me duché rápidamente sin quitar la vista de Homero que esperaba sentado sobre la tapa del inodoro. Luego salimos y subimos al auto. Dos cuadras después nos detuvimos en una confitería.

     -¿Qué día es hoy?- Había perdido ya la noción del tiempo.

     -Martes, profesor. Primero de octubre.

     Ella me mostró el periódico oficial del día, el único que salía ahora ya que el estado de sitio había abolido los medios de comunicación privados. Los titulares anunciaban los conflictos en territorio paraguayo, que hasta entonces había pretendido mantenerse neutral.

     -Estos eventos van a decidir al general López por unirse a nosotros. Argentina se quedará sola- dije, pensando en realidad en voz alta. Allá éramos un pasado pronto a abolir, acá éramos una cuenta bancaria.

     Ella no dijo nada.

     -¿Cuál es su nombre?

     Sus ojos brillaron, literalmente, cuando me escuchó. Su boca se abrió como una entrada a un mundo distante de selvas luminosas, de árboles copiosos y troncos en sombras, de olor a savia y tallos verdes, de intenso calor y sonidos extraños, de animales, de insectos, de aguas corriendo torrencialmente.

     -Efigenia.

     En la calle hubo disparos, pero nadie en la confitería les prestó atención luego de los primeros minutos en que alguno se levantó a mirar por las vidrieras. Los soldados pasaban, raudos, corriendo o en camiones militares, tras las hordas de nativos que retomaban los ataques luego de un plazo de pocas horas. No parecían acabarse nunca, por más que cada ataque terminaba con su casi completo exterminio. Por lo menos eso era lo que se decía en las calles y en el diario de ese día.

     Y en el retumbar de los disparos, Homero comenzó a hablar, todavía con una mano sujetando la taza de café con leche, y la otra con la cucharita que fue dejando bajar hacia el plato, lentamente, a medida que recitaba. Porque estaba diciendo algo que sin duda era en verso, pero en un idioma que al principio no reconocí. Su recitación no duró más de dos minutos, y cuando se detuvo, me di cuenta de que había hablado en griego. Reconocí el nombre de Ifigenia en los versos. Le pregunté, porque temía equivocarme.

     -Eurípides, papá. Ifigenia en Táuride. La escena de los sacrificios.

     Ella lo miró, extasiada. No debía preguntar nada, cualquier cosa que dijese sonaría como lo más trivial del mundo. Entonces vi en sus ojos algo que había tratado de esconder tras esa suficiencia gubernamental. Algo inocente y ancestral, pero bestial e irresistible a la vez. Efigenia leyó todo eso en mis ojos, y con ellos mismos me contestó que todavía no, que había tiempo, que no   era esa la última vez que nos veríamos.

     Poco rato después, subimos al auto y nos dirigimos hacia el centro administrativo. Las calles eran amplias, pero con chabolas improvisadas recientemente, edificios de diseños económicos, que contrastaban con la ya mítica arquitectura imaginada por Niemeyer en los clásicos edificios que todavía persistían, ya lejos del austero paisaje de ciencia ficción cuando la ciudad había sido construida y fundada. Se habían sumado una gran cantidad de construcciones que evidentemente pretendían continuar la línea arquitectónica original, pero se notaban las influencias de segunda mano, sobre todo norteamericanas, en algunos, en otros, las edificaciones no tenían más que fines comerciales, sedes de empresas internacionales o edificios de departamentos imitando la arquitectura de Chicago o Nueva York. En alguna medida, al pasar junto a estas construcciones y sus múltiples evidencias, pensé en Las Vegas, pero aquí el pastiche no era deliberado, ni podía llamárselo kitsch, sino que era el resultado de pobres medidas urbanísticas muy propias de países tan inestables como siempre fueron los nuestros. La todavía reciente reincorporación al sistema monárquico republicano no fue más que una excusa para estabilizar y legalizar de algún modo la desastrosa política económica ya irreversible. Brasilia era ahora una ciudad tan enorme como Rio de Janeiro, incluso la había sobrepasado en población. Allí vivían el emperador, representante de la vieja familia de los Borbones, y todo el régimen representativo y sus instituciones: el senado, la cámara de diputados y el primer ministro.

     Efigenia me dijo, mientras conducía, que el emperador era el que realmente tomaba las decisiones políticas, siendo mucho más inteligente que el primer ministro. A la inversa que en otras épocas, las instituciones republicanas no era más que una especie de fachada con las cuales se mantenía la imagen de democracia que las relaciones internacionales requerían en la mayoría de los casos. Me abstuve de preguntarle si estaba de acuerdo, era evidente que como empleada del estado no me respondería con sinceridad.

     Homero miraba por la ventanilla abierta, asombrado de los edificios junto a los que pasábamos, con su mezcla de oropel oliendo a vetusta realeza, como los palacios donde funcionaban los diferentes ministerios, o la desorbitada pobreza de los altos edificios de departamentos que estaban diseñados como simples y viejos monoblocks para la población obrera, múltiples pisos y ventanas enrejadas que más parecían prisiones.

     Ya desde varias cuadras antes, ella nos señaló una construcción que podía verse sobresalir en altura a las casas y negocios del barrio por el que transitábamos. Al principio sólo se veía una sola gran terraza con enormes jardines que parecían descender en forma invertida. No entendí la perspectiva hasta que finalmente llegamos. Era una gran pirámide invertida, con enormes jardines que colgaban desde los diferentes pisos ensombrecidos por los pisos superiores, que descendían en escala hasta desembocar en la estrecha base únicamente ocupada por la puerta de entrada. Mientras nos acercábamos con el auto, me asomé por la ventanilla, curioso y asombrado, preguntándome cómo era que se mantenía tal equilibrio, hasta que el auto entonces pasó entre columnas casi transparentes, que no podían verse de lejos.

     Efigenia se rió de mí.

     -Es el diseño de un alumno de Niemeyer, dicen que fue el único digno de su escuela, otros que es una horrible imitación de los jardines de Babilonia.

     Asentí, mudo de asombro. Ella maniobró entre las columnas, que según dijo eran de acero transparente. Al fin lograron, me dije pensando en las novelas de Jules Verne, la alguna vez utópica aleación que revolucionaría la historia de la industria. Ahora yo veía los reflejos del sol en esas columnas de impresionante altura, contra cuya estructura el coche sería un simple bollo de chapa si llegase a embestirlas. De todos modos, los sensores del auto sonaban cada vez que pasábamos muy cerca, y entonces Efigenia estacionó.

     Bajamos y la seguimos hacia las puertas de acero, que se abrieron cuando apoyó la mano sobre la pared de piedra. Todo el edificio era una mezcla de acero y piedra, nada de concreto ni cemento, sí mucho cristal en las ventanas, que se extendían y sucedían mientras nosotros elevábamos la vista, hasta que nuestras cabezas ya no podían girar y debíamos darnos vuelta para seguir observando los sucesivos escalonamientos, donde las plantas y los árboles formaban no ya solo jardines, sino selvas que se asomaban hacia el abismo, esta vez sí, del concreto con que estaba revestido el suelo de la ciudad. Todo parecía querer escaparse, y cientos de flores exóticas y hojas bordeaban los balcones, como sauces llorones al borde de un mar de pavimento. Lamentándose, intentando evadirse, realimentándose al sol y la sombra de ese edificio que era una especie de gran jungla inquieta, porque ya habíamos empezado a escuchar los sonidos que enturbiaban y vencían progresivamente los ruidos de la ciudad.

     Había un único ascensor ocupando toda la estrecha entrada. El vértice de la pirámide invertida era precisamente eso: un vértice apoyado, ya ni siquiera enterrado como podría esperarse de las leyes de la arquitectura, sobre el suelo. Si las columnas no fuesen evidentes, a pesar de su informal transparencia, sería fácil imaginar que alguna de las pirámides de Egipto y de México hubiese sido transportada y ubicada en forma invertida en aquel sitio de Brasilia. O tal vez era, simplemente, alguna pirámide descubierta en la selva del Amazonas, donde, se ha dicho tantas veces, aún quedan lugares impenetrables. Como si la selva no fuese únicamente una gran extensión de una sola superficie, sino diversos planos superpuestos, tal vez, encubiertos y dominados por las sucesivas generaciones de una vegetación devoradora e impiadosa.

     Mientras ascendíamos, el ascensor se desaceleraba con suavidad, cambiaba de dirección y retomaba su camino hacia arriba. Efigenia me explicó que esas detenciones eran escalas en los diversos pisos, donde había nuevos ascensores que se multiplicaban hacia las cuatro caras del edificio.

     -Además, cada piso tiene varios vehículos paralelos que conducen de una escala a otra, individualmente. Las oficinas del doctor Levi están en la terraza. Pronto llegaremos.

     Pasamos de un ascensor a otro, y en cada escala pude ver los ventanales que se abrían hacia la ciudad, que lentamente se iba ocultando por efecto del smog y la neblina. La vegetación del edificio desbordaba los balcones, como ya podía verse desde el exterior, pero desde adentro esa misma jungla era deslumbrante por su colorido y su armónica distribución con la arquitectura de la construcción.

     -¿Quién lo construyó?- le pregunté.

    Ella me observó, irónica.

     -Un argentino…- y se rió.- No me diga que no lo sabía, creí que los argentinos son demasiado pedantes para no saberlo, o tal vez por eso toman esa actitud de aristocrática desconocimiento.

     No le contesté, ella condescendió en que era una broma.

     -Walter Márquez.

     Yo lo conocía, había diseñado varios edificios gubernamentales en La Plata, así como sitios de turismo y casonas particulares en muchas provincias. Pero desconocía precisamente esta construcción en la que ahora estábamos.

     -Dicen que tenía muchos diseños inconclusos, muchos de la época en que estudió acá con Niemeyer. Los arquitectos reflotaron el proyecto cuando Márquez murió.

     Homero se detenía en cada escala que debíamos tomar para seguir ascendiendo. La vegetación de tonos verde oscuro y flores rojas y turquesas llamaba su atención, pero sobre todo el trino de los pájaros que prácticamente nos avasallaba cada vez que se abrían las puertas del ascensor y caminábamos cerca de los balcones hacia el siguiente piso. Ya casi en la cima, o en la base de la pirámide, no había ascensores, sólo una largas rampas de anchos escalones que ascendían en espiral hasta la terraza. Entonces la puerta se abrió y nos encegueció la luz del sol.

     Cuando nuestros ojos de habituaron, vimos lo que era solamente un pequeño sector de todo aquel piso, donde estaba la oficina del doctor Levi. Me di cuenta que no estábamos al exterior, aunque la luz era deslumbrante. Todo ese lugar, por lo menos el que Efigenia denominó administrativo, era un piso más, pero cubierto por el mismo material transparente de las columnas. Los muebles estaban distribuidos a mucha distancia, y la gente se desplazaba abriendo puertas que parecían no existir, incluso algunas de ellas, de madera, simulaban troncos de árboles que se alzaban más allá del techo, en huecos abiertos en el acero transparente.

     Un hombre de traje blanco y camisa negra se nos acercó. Le habló a Efigenia con mucha afabilidad, pero con tímido respeto. Era casi anciano, también de raza negra, delgado y de barba rala y mal cortada. Hablaron en portugués, echándonos un vistazo de vez en cuando a Homero y a mí. Mi hijo se encogió de hombros, parecía que no hablaban más que de trámites administrativos rutinarios. Luego ella nos presentó. Era el secretario personal del doctor Levi. Dijo que nos recibiría como una excepción en su ajustada agenda. Estaba por partir la próxima semana a Norteamérica para el entrenamiento por su designación como asesor científico en un viaje a la luna. Le habían hablado de Homero recientemente. Miré a Efigenia, interrogándola. Muchas de las preguntas que me había hecho desde nuestra llegada a territorio brasileño, y sobre todo a medida que nos acercábamos al norte, ahora se agolpaban en mis ojos: el motivo por el cual la curiosidad y el miedo que el aspecto de Homero provocaban se había ido transformado en una especie de indiferencia a veces, y luego en temeroso respeto cuando ya habíamos llegado a la ciudad tras el comienzo de los ataques.

     Nos sentamos en unos sillones amplios frente a una gran mesa baja, sobre una alfombra de estampados floreados de un tapiz indígena. Nos ofrecieron bebidas frescas. El sol era intenso pero no hacía calor. Bebí mi café, el que preferí a los jugos de frutas exóticos que nos trajo el viejo. Cuando nos dejó solo, le pregunté a Efigenia:

     -¿Cómo es que el doctor Levi se enteró de Homero?

     -Querido…-dijo ella, acariciándome el antebrazo desnudo, yo tenía una de las remeras que me ella había traído.- Apenas me dijeron en la comisaría sobre tu hijo, me comuniqué enseguida con Fandiño, el secretario de Levi. Sabía que estaba por partir de viaje, pero también que conocer a Homero sería una prioridad para él.

     No pregunté por qué, ya lo imaginaba. Había leído alguno de sus libros, pero todo aquel edificio, esa especie de jungla arquitectónica me deslumbraba, me seducía y me atemorizaba. Igual que Efigenia.



15


Cuando el viejo Fandiño regresó, dijo que el doctor Levi estaría ocupado en el laboratorio todo el día, pero había mandado a decir que éramos sus huéspedes, por supuesto, y que Homero tenía su lugar en el instituto desde ese momento. Sin darnos tiempo a contestar ni preguntar nada, nos indicó que lo siguiéramos. Efigenia y Homero dieron los primeros pasos tras él, pero yo me quedé quieto. Se dieron vuelta para mirarme, y ella pareció comprender.

     -Fandiño, el profesor ha pasado por muy malas experiencias, y creo que desconfía. Tal vez debemos darle tiempo…

     El viejo asintió, se cubrió la boca antes de dar una tos con carraspera, y luego dijo:

     -Cómo no. ¿Qué le gustaría preguntar, profesor?

     Me observaban con una especie de sorna, me pareció, como a un niño del que se estaban burlando tomándolo en serio. Qué podía yo preguntar, me dije, en ese lugar donde todo estaba aparentemente en su lugar, incluso las preguntas resultaban innecesarias porque las respuestas ya habían sido contestadas hace mucho tiempo. Cada aspecto de ese edificio me provocaba preguntas que eran ridículas de tan obvias, y sin embargo yo, como un sordo, no las escuchaba, o si lo hacía, mi mente aún no lograba ver los alcances de esas respuestas.

     -¿Qué lugar es este?- solamente pude decir.

     El viejo dejó entrever una mirada de humana comprensión, por primera vez.

     -El lugar donde su hijo encontrará a sus semejantes- dijo.

     Creo que yo no necesitaba más que eso para seguirlo. Un peso había desaparecido, de pronto, y un enorme cansancio se apoderó de mi, y tuve que agarrar la mano de Efigenia con mi mano izquierda, y la con la otra a Homero. Ella sintió lo que me pasaba, y esos ojos negros en la tez oscura de tintes oliváceos me entregaron el alivio que yo anhelaba. Deseé estar en una cama junto a ella, sentir sus manos y la calidez de su pelo sobre mi cuerpo. No pensar en el próximo sitio al que debíamos ir. No pensar en las ciudades dejadas atrás ni en las personas que fueron desapareciendo progresivamente de nuestras vidas. Sólo sentir la brisa entre los altos árboles, agitadas las copas sobre mi cama, oyendo los ruidos de la selva y el agua del río atronando muy lejos.

     Fandiño nos condujo de vuelta a los ascensores, esta vez para volver a descender, pero nos detuvimos dos o tres pisos debajo. La puerta se abrió a lo que parecía ser otra terraza, y la sensación de desubicación volvió a perturbarme. Por encima estaba el cielo, y por eso pensé que habíamos vuelto a la terraza. Caminamos por senderos de tierra caliza que se fue tornando rojiza a medida que los arbustos de los costados iban transformándose en árboles de hojas anchas y largas. Los trinos eran ensordecedores por momentos, y el olor a humedad comenzó a hacerme transpirar. Homero se había soltado de mi mano cuando intenté secarme el sudor de la frente, y lo llamé al verlo alejarse entre los troncos. Efigenia me agarró del codo, diciéndome que no me preocupara. Fandiño su ubicó junto a mí, y entre ambos me tomaron de los brazos, sin forzarme, como a un viejo que de pronto estuviese por desmayarse.

     -Ya estoy bien- les dije un rato después, pensando que nos estábamos acercando a los balcones. Yo deseaba ver la ciudad desde esa altura, pero continuamos caminando cerca de media hora. El edificio era más grande de lo que había imaginado, o simplemente estábamos dando vueltas en círculo en ese escenario selvático montado en plena ciudad.

     Pero entonces escuché la voz de Homero, llamándome. Era clara, más madura que nunca, sin embargo había algo en su timbre que me resultaba extraño, y pronto recordé que algunas veces había escuchado esa especie de queja, por ejemplo cuando estaba asustado, o cuando lloraba. Momentos en los que su deslumbrante inteligencia se hundía en un atroz quejido animal herido. Pero como esta vez yo no lo veía, sólo el tono me llegaba, y pude aislar en ese llamado una especie de extrema sabiduría lastimada. Corrí hacia donde provenía su voz. Las plantas formaban un camino por el que debía abrirme paso. Me herían rompiendo mi remera, haciendo cortes en mis pantalones, mientras escuchaba la voz de Efigenia llamándome por mi nombre con el acento portugués ahora recuperado, y fue como si me llamasen de otro continente, por encima del océano.

    Entonces llegué a un claro, en cuyo centro estaba Homero, y de pronto me di cuenta de que tal vez no era él. Porque había casi diez simios acompañándolo, erguidos, más altos incluso, quizá adultos. Estaban quietos, en un círculo imperfecto en donde cada uno podía observar a los otros sucesiva y simultáneamente, pero la mayoría de las miradas recaían en el más pequeño. Mi hijo estaba de espaldas, girando la cabeza a uno y otro lado, observando a los otros, él más asombrado que ellos, más asustado. Yo sentía su miedo, porque era el mismo que yo tenía. ¿Qué debía hacer?, me pregunté. ¿Ir a rescatarlo? ¿Rescatarlo de qué? Ellos eran monos, me dije, que lo observaban porque lo encontraban semejante. Pero su postura era la de los hombres por más que su estructura física fuese diferente. ¿Qué había de distinto en ellos?, me pregunté, cuando la pregunta debía haberse referido a las semejanzas.

     Mi hijo era un ser humano que estaba sufriendo una enfermedad. Los otros eran monos. Si todos eran semejantes, incluso tan parecidos como yo me asemejaba al mismo viejo Fandiño, entonces esos seres que se contemplaban en grupo, tal vez fuesen también de la misma especie.

     Entonces Homero habló. Dijo algo en inglés, algo así como Let be the finale of seem. Y continuó con lo que era el resto del un poema de Wallace Stevens. Cuando iba a recitar el último verso, uno de los otros lo interrumpió colocando un dedo sobre los labios de mi hijo, y lo escuché decir: The only emperor is the emperor of ice-cream.

     Ellos no me vieron, o no me hicieron caso. Yo creo que estaba a punto de derrumbarme sobre la hojarasca. Me sentía perdido, ignorado, y tan insignificante como cualquiera de esas hojas secas que yo estaba aplastando con mis rodillas. Me saqué la remera rota y me miré el cuerpo, intentando hallar mi identidad: un cuerpo blanco y desnudo, con tan escaso vello que más me asemejaba a un escuálido reptil que tratara de arrastrarse por el lecho tortuoso de la selva.

     Sentí unas manos en mi espalda, reconocí a Efigenia acariciándome, y escuché que lloraba, también, conmigo. Pero aunque no la veía, sé que sus labios poseían una sonrisa que me resultaba un insulto.

     Yo era un hombre, era un cuerpo y una mente en decadencia. Los resabios de la antigua sabiduría se iban diluyendo en mi memoria desde hacía mucho tiempo, aún desde antes de mi generación.

     Homero me había hecho una pregunta hacía algún tiempo. Debí contestarle lo que ahora había descubierto definitivamente: no hay regresión.

     Los otros simios se acercaron a Homero, y los escuché hablar y estrecharse las manos en correctos saludos, algunos lo abrazaron, y dos o tres lo besaron en las mejillas. Mi hijo se entregó a ellos, pequeño y esmirriado, pero erguido como los otros. Ya sin miedo, levantando la cabeza hacia los altos árboles, dejándose conducir hacia otro claro en la maleza. Me levanté y los seguí. Efigenia iba agarrada a mi brazo, mirándome con cariño, aunque yo no la miraba a los ojos, porque tenía tanta vergüenza de mi ignorancia, que no habría podido continuar si en ella estuviera reflejada la vergüenza. Fandiño nos seguía.

     La selva en la que estábamos de pronto se convirtió en una pradera, o más bien en una sabana donde el sol refulgía estridentemente sobre el pasto a veces alto, a veces bajo, moviéndose con el viento que refrescó mi cuerpo. Efigenia se abrazó a mi cintura, y juntos caminamos por esa sabana siguiendo al grupo de simios hacia una construcción que se levantaba en una depresión del camino. Ahora sí pude mirarla a los ojos. Ella me sonreía, pero cada vez que intentaba hacerlo sentía un nudo en la garganta, y Efigenia apoyaba su mano en mi pecho, como frotándome igual que se hace a un niño lloroso.

     Subimos la colina tras la cual había desaparecido el grupo de monos. El pasto ahora era completamente amarillo, alto y reseco. No había árboles cerca, salvo cuando llegamos a la cima, y desde allí vimos que el techo que habíamos alcanzado a ver correspondía a una casa antigua de estilo colonial. Los vimos entrar por la puerta del frente, y nosotros continuamos por el sendero que llevaba hacia allí.

     -¿Qué es ese lugar?- pregunté, pero ella me contestó que era la primera vez que lo visitaba.    

     -Fandiño debe saber- dije, pero al darme vuelta el viejo ya no estaba a la vista. Retrocedimos, llevando las manos a la frente para hacernos sombra. Lo vimos sentado en la tierra, acariciando a un animal que parecía un coyote. Ella lo llamó con un grito, entonces el animal nos miró, y me di cuenta de sus ojos grandes, el color casi amarillo y manchado del pelaje y la típica inclinación del lomo. El chacal se alejó corriendo, y Fandiño comenzó a caminar lentamente hacia nosotros.

     Efigenia lo ayudó como lo había hecho conmigo. El viejo estaba cansado y las piernas le dolían. Ella le señaló la casa, y él dijo que era uno de los laboratorios de Levi. Allí dormía durante los meses que pasaba en Brasil. Pero ahora no estaba en esa casa, sino en otra de sus oficinas. Sin duda nos recibiría al día siguiente.

     Yo me sentía cada vez más confundido, la realidad se trastornaba: esa casa que veíamos era una de las tantas que estaban dentro del edificio del instituto, en uno solo de los tantos pisos que éste tenía. Eso era lo que mi razón me decía, pero tampoco podía ensamblarlo con esta idea de que a su vez estábamos en una gran pradera luego de atravesar una especie de selva que nos había llevado más de media hora recorrer, en un espacio abierto bajo un cielo despejado y sol deslumbrante.

     Tal vez todo eso no fuese más que efecto de una larga insolación. Quizá mi hijo y yo estuviésemos en medio de una ruta, dormidos en el auto durante una tarde calurosa. Pero estas ideas me resultaban tan artificiales e inciertas, como falsa e ilusoria me parecía el pensamiento de que Homero no hubiese nacido con la mano de simio.

     Los tres subimos la breve escalera que llevaba a la recova que rodeaba la casona. Nos acercamos a la puerta y golpeamos con la aldaba. Aguardamos. El sonido del viento en el tejado antiguo parecía hacer sonar un instrumento de grave tonalidad. Nadie nos contestó. Entonces apoyé mi mano en el picaporte, y abrí.

     La sala en la que entramos tenía el amueblamiento común y corriente de una casa antigua: una recepción de vieja casona propia de una plantación de café durante el siglo XVII o XVIII, con una mesa en el centro y espejos en las paredes, con jarrones en altos pedestales y macetas con plantas y flores tropicales. Una escalera ancha y de barandas de madera llevaba al pasillo de un primer piso donde se alcanzaba a ver puertas de habitaciones cerradas, y cortinados corridos con cintas de flecos y borlas doradas. Fandiño se nos adelantó y dijo que lo siguiéramos. En lugar de subir, pasó de largo junto al pie de la escalera y se dirigió hacia el fondo, donde un alto arco con bajorrelieves en madera nos condujo hacia una serie de salones más pequeños, no dispuestos a lo largo de un pasillo, sino que uno conducía al otro, y no había manera de acceder a cada uno si no se pasaba primero por alguno de los anteriores.

     Entonces entramos al primero, donde de pronto la música de un cuarteto de cuerdas nos recibió con un movimiento de allegro apassionatto. Cuatro simios estaban tocando los instrumentos, sentados en sus sillas, enfrentados uno con el otro, ensimismados en su práctica, pasando las páginas de las partituras sobre los atriles. Efigenia y yo nos quedamos un rato ahí parados, muy cerca de la puerta, y mi torso desnudo y transpirado contrastaba con ese ambiente de tertulia, como si de pronto nos adentráramos en un salón de dos siglos antes. Los músicos estaban vestidos a la moda contemporánea, con jeans y remeras unos, con camisa de manga corta y pantalón de sarga el que tocaba el cello. Interpretaban el cuarteto de La muerte y la doncella de Schubert. No nos miraron, y el viejo Fandiño nos hizo la señal de que continuáramos. Lo seguimos al siguiente salón, donde un grupo de tres o cuatro simios estaban hablando. Noté que discutían acaloradamente, con ímpetu y voces altas, interrumpiéndose uno al otro. De repente, una risa aliviaba la tensión, y tomaban un trago de las botellas que estaban sobre la mesa a cuyo alrededor se habían arrimado. Uno parecía ser el líder, ya que cambiando de tema, comenzaba su discurso, planteando una especie de hipótesis sobre la historia de las instituciones políticas, y pronto los demás comenzaron a interrumpirlo, asintiendo algunos, contradiciéndolo otros. El viejo nos llevó a la siguiente puerta, donde había un grupo de teatro representando una escena del cuarto acto del Hamlet de Shakespeare. Los simios actores estaban junto a lo que debía ser una tumba, y el personaje principal tenía un cráneo humano entre las manos. Lo observaba detenidamente, recitando en inglés lo que yo recordaba era la rememoración del príncipe Hamlet sobre la calavera Yorick. Reconocí un inglés perfecto y antiguo que no logré entender. Durante un instante el simio me miró, sin levantarse de la posición de rodillas en que estaba, y sentí una especie de antiguo reproche, y la sonrisa que dibujó en su rostro vino con reminiscencias de aromas a humedad y hojas secas, como si ambos estuviésemos en un bosque de Dinamarca, una noche de invierno, y él estuviese contemplando mi propio cráneo.

     Efigenia notó mi inquietud, la transpiración de mi cuerpo tembloroso, y le dijo a algo a Fandiño. Él no le hizo caso, y nos dijo que lo siguiésemos. En el próximo salón había música otra vez, pero venía de un piano en que alguien hacía sonar un ritmo de danza. Varios simios estaban bailando una danza intensa y algo estática, se abrazaban, se separaban, volvían a unirse con gestos de sus manos y brazos. No podían bailar como los humanos, no todavía, y descubrí en las miradas que nos dirigieron ese resentimiento proveniente de una envidia inquebrantable. La música no se interrumpió, pero las pausas se hicieron notar, hasta transformar la música en una especie de tenebroso hueco donde la luz que venía de las ventanas se hundía como en un agujero negro, y de pronto volvían a surgir las mismas notas pero convertidas en cantos disonantes de pájaros ocultos en árboles muy altos de grandes hojas. Y cuando caminamos hacia la otra puerta, ansiosos por escapar, las teclas del piano ya no eran tales, sino hojas que pisábamos sobre la tierra barrosa cubierta de hojarasca.

     Fandiño no nos daba descanso, y aunque Efigenia parecía compadecerme, estaba tan fascinada por todo lo que veía, que no estaba dispuesta a detenerse. Yo pensaba en Homero, y sujetando al viejo de un brazo, lo hice detenerse.

     -¿Dónde está mi hijo?- le pregunté.

     -Paciencia, profesor. Ya lo verá muy pronto.

     Siguió camino hacia la siguiente sala. Allí había nada más que dos simios. Uno estaba sentado en un escritorio, el otro sentado enfrente en una silla, escuchado lo que el otro decía. Era un poema en portugués, tal vez alguno de los poemas épicos de Luis de Camôens, tal vez Os lusiadas. Había otra silla junto a la puerta, y me senté, sin importar lo que Efigenia o el viejo desearan. No me moví de allí hasta que el poema terminó. Largos quince minutos donde me dejé llevar por el sonido a veces terso, a veces impenetrable del portugués antiguo. Me introduje en las batallas y sentí el ruido de los golpes de los cuerpos, los gritos y el retumbar de los ejércitos sobre la tierra, el sonido del mar y de las olas sobre los barcos que llegaban desde el viejo mundo a las costas brasileñas, el olor de la pólvora y el ruido de las explosiones de los mosquetes. Y mis visiones se extendieron hasta más allá de lo que el poema refería, contemplando las guerras futuras, la construcción de las ciudades, los barcos de vapor y los trenes a lo largo de América. Entonces, por un instante vi a Homero en medio de otra guerra. No llevaba uniforme ni armas, pero estaba en medio de ella, desnudo como un simio en pleno Amazonas, mirando la nada tras sus ojos, mirando todo lo que no podía ver a su alrededor.

     Levanté la cabeza que yo había tratado de esconder entre mis manos, con los codos apoyados en las rodillas. El recitador se había detenido y me miraba. Comenzó a acercarse a mí. Cuando estuvo a un paso de distancia, me extendió una mano. Vi la mano de simio de mi hijo otra vez, pequeña en mi recuerdo. La angustia volvió, así como regresó la desesperación. Quise llorar porque no soportaba más mi propio cuerpo.

     -Es un honor conocerlo, profesor. He leído sus libros. Y estamos orgullosos de que su hijo se una a nosotros.

     Lo miré, sin saber qué responder. Por mi mente pasó la violenta respuesta que primero se me ocurrió, porque no entendía, porque mi mente estaba demasiado apesadumbrada por mi angustia para llegar a comprender todo lo que yo acababa de ver en esa casa. Me sequé la cara como pude, con el dorso de las manos, y me di cuenta una vez más de que estaba casi desnudo, y el vello de mi cuerpo, aunque escaso, parecía el de un animal recién sacado de un largo enclaustramiento. Mi cabello largo, la barba que no me afeitaba desde varias semanas atrás, el pantalón ridículo que Efigenia me había conseguido. Yo era una cosa risueña para ese ser que me estaba mirando, aquel que había recitado a Camôens comprendiendo claramente cada verso y cada expresión de la más acertada manera, porque había relucido en su expresión que comprendía el verdadero significado del espíritu de una epopeya. Yo era un payaso, una mascota disfrazada de humano, yo era un animal de circo. Y me sentí empequeñecer, sentí el olor de mi cuerpo sucio y herido por el sol y las ramas y el pasto, mi piel curtida y mis músculos débiles. Me miré las manos, lastimadas, que no podrían tocar ningún instrumento, ni ya siquiera agarrar un lápiz y escribir. Apenas pude emitir un sonido  que yo creía era una palabra.

     “No hay regresión”, me había dicho Homero no hace mucho tiempo. No la hay, pensé, para ellos, pero tranquilamente sí para nosotros. Los círculos de la historia son espirales paralelos que pueden encontrarse, entrecruzarse.

     ¿Dónde estaba el doctor Levi?, para preguntarle todo esto.

     Como si Fandiño hubiese leído mi pensamiento, me dijo, igual que sacerdote de un culto:

     -El doctor Levi acá no está, pero ya se encontrará con ustedes.

     Suele decirse, pensé, que a Dios en ninguna parte se lo ve, pero en todas partes está. Quizá estaba ahora entre nosotros, quizá era este simio que había recitado recién y ahora me miraba con una expresión de respeto a pesar de mi aspecto poco honroso. Porque él me estaba mirando a los ojos, no mi cuerpo, sino la forma velada de mi alma.

     Puso una mano sobre mi hombro derecho. El vello espeso de su mano me recordó el de Homero. Me encaminó hacia el siguiente cuarto. Efigenia y Fandiño nos seguían. La habitación, más pequeña, estaba iluminada por una lámpara sobre un escritorio, y me di cuenta de que habían pasado varias horas desde que entramos, porque anochecía. Sobre el escritorio, había además muchos libros apilados, y papeles que parecían desparramados pero que estaban siendo consultados uno después de otro por alguien que se había levantado de su silla, apenas apartada ahora del escritorio. Del otro lado, había un simio, escribiendo sobre otros papeles, y consultando simultáneamente una agenda de apuntes electrónica. La luz de la pantalla, que yo no veía, iluminaba su cara sólo un poco, lo suficiente para verlo parpadear. El color de su pelo era más claro que el de los demás, y tenía ojos verde oscuros, me pareció. No sé si se dio cuenta de nuestra entrada, pero no dijo nada cuando su compañero volvió a la silla, trayendo una taza que humeaba. Se dijeron algo en voz baja, sin mirarnos, y entonces reconocí a Homero en el simio recién llegado. Se intercambiaron papeles, y mi hijo leía algo que había escrito pocos minutos antes. El otro escuchaba, atento, con la mirada baja, y asentía o negaba. Hacía acotaciones, a veces sonreía. Escuché algunos versos que conocía de antes, cuando Homero me había mostrado algunas poesías que había escrito desde nuestra estadía en Montevideo. El otro lo instaba a leer algo nuevo, y mi hijo parecía reacio al principio, luego se frotó los ojos, como si estuviese agotado, e intentó leer lo que había escrito. El otro le alcanzó entonces un par de anteojos, y Homero los tomó entre sus dedos y se los colocó. Lo vi sonreír por primera vez en mucho tiempo, y su rostro era otro al que yo conocía. Era mi hijo, pero de pronto había crecido. Era ya casi un hombre, pero mucho más que eso. Era una mente que cifraba su intelecto según los ritmos de una versificación antigua, tanto, que por momentos creí escuchar citas o palabras en griego.

     Fue la primera vez que lo vi usar anteojos. La primera vez, también, que supe con certeza, que el nuevo mundo estaba naciendo en ese edificio.

     Yo era un testigo infame, un intruso de aquel mundo que había comenzado a derrumbarse allá afuera.




16


Friedrich se llamaba. El mismo Levi lo había traído desde aquel pueblito alemán en uno de sus viajes. El médico que asistió su alumbramiento quiso ahogarlo apenas lo sacó del útero de su madre. Dijo que ella apenas lo vio, hizo una mueca de horror, y entonces el médico lo colocó sobre la mesa de instrumentos del quirófano y le puso una sábana sobre la cabeza. Pero ella gritó, de pronto más horrorizada de ese acto que del aspecto de su hijo, y el médico la miró como si no entendiera. Entonces una enfermera le quitó la sábana de las manos y se encargó de cuidar al niño.

     -Esa fue la primera vez que quisieron deshacerse de mí- dijo él, mientras caminábamos hacia uno de los balcones de los últimos pisos. Llevábamos casi una hora, y todavía faltaba mucho. Nunca me acostumbraría a las proporciones de las distancias en ese edificio, ni aun cuando pasaran varios años. El espacio era una dimensión distinta en ese lugar, acorde y tal vez más incongruente todavía que lo que sugería la desproporcionalidad del tiempo en el interior . Pero estábamos en una época del mundo donde nada era seguro, el futuro y su tecnología se dejaban vencer por los residuos del pasado, que ya no eran malolientes muestras, sino que iban tomando fuerzas, reconquistando espacios, distorsionando la lógica.

     Pocas semanas después de su nacimiento, cuando ya estaba en su casa, varias mujeres fanáticas de la parroquia de la provincia, entraron para llevárselo y quemarlo. Esta vez fue su padre quien lo salvó. Los hombres habían ido hasta la fábrica donde trabajaba, y él salió corriendo y llegó a su casa cuando ya las mujeres se lo habían llevado. Volvió a subir al auto y las siguió. Cuando vio el grupo de mujeres, atropelló a las que iban detrás, y entonces ellas gritaron, lo insultaron, pero soltaron al niño. Su padre lo levantó del piso, como un pequeño trapo negro lleno de pelos, lo subió al auto y regresó a su casa. No hubo autoridad que viniese a buscarlo ni lo acusara por el atropello de las mujeres. Nadie en el pueblo se atrevió a contradecir su versión.

     -Mis padres se mudaron muchas veces, porque yo era el único hasta ese momento, ¿me entiende? Por lo menos el único conocido en Europa. Mi padre ya no tenía trabajo, y a medida que yo crecía, era más difícil ocultarme, y ellos no querían hacerlo. No querían convertirme en un ser aislado o un fenómeno de circo. Entonces un día llegó Levi, enterado del caso, porque ya la noticia de mi nacimiento se había esparcido, y llegaban periodistas y médicos que querían estudiarme. Recuerdo que él me miró con sus ojos jóvenes, era casi un estudiante todavía, y les habló a mis padres. Y ellos, no sé por qué, confiaron en él en ese momento. Por supuesto que más adelante yo lo comprendería, pero en esa época tenía cinco años y ya tenía el aspecto de un simio, pero caminaba erguido y hablaba perfectamente. ¿Era un hombre?, me preguntaba yo. Él me dijo que era un homínido: hombre y simio. Un tronco ancestral del que se derivaban ambas especies. ¿Y por qué había nacido así?, le pregunté, ya en el barco que nos trajo a América. Porque la estructura molecular de ADN es una espiral, y la historia natural del mundo es algo muy parecido. “Los ciclos de la historia, querido Friedrich”, me dijo, “ya tendrás oportunidad de comprobarlo más adelante, si tenemos suerte”.

     Desde entonces estaba en Brasil. Fue testigo de la construcción del edificio del Instituto, y fue recibiendo a cada uno de los simios que luego llegaron. Sólo un par de ellos murieron, el resto de los que pudieron ser reconocidos en el mundo, estaba ahora ahí. No eran muchos, pero el tiempo, lento y evolutivo, se encargaría de que fuesen más. Le pregunté si esperaban reproducirse entre ellos.

     -Seguramente, profesor, sería inevitable. Pero eso no garantiza que nacerán más como nosotros. Ya le dije, el azar y la contingencia de los genes lo determinará. Podremos tener hijos humanos solamente, quizá, así como ha sucedido al revés hasta ahora. La llegada de su hijo nos reanima, créame.

     -¿Por qué?- le pregunté cuando ya llegábamos al enorme balcón con las plantas rastreras que caían hacia el abismo como grandes escaleras por las que se pudiese bajar o subir. Contemplando, sin embargo, el cielo gris, la ciudad desorganizada, con autos y ambulancias yendo de un sitio a otros, con las sirenas sonando todo el tiempo, con los tanques de las fuerzas armadas que vigilaban cada esquina, con las detonaciones que resonaban cada media hora, sin contar los disparos y las ametralladoras, quién habría querido abandonar ese lugar. La invasión de los indígenas era cada vez más fuerte. No usaban más que lanzas y flechas, pero su número no decrecía a pesar de las matanzas masivas. Se decía que el emperador había enviado fuerzas expedicionarias con órdenes de su completo exterminio en el Amazonas. Por sobre nosotros pasaron los aviones que recorrían la selva todos los días, bombardeándola regularmente. Las noticias en la televisión y los diarios traían informes de periodistas que se habían adentrado en la selva, y lo que volvían para relatar su experiencia lo hacían desde una cama de hospital, con algún miembro amputado o extensas heridas luego de que los indígenas los flagelaran. ¿Qué pretendían con esa invasión?, preguntaba yo. Friedrich, con su persistente acento alemán, intentó contestarme.

     -Porque Homero es distinto, sumamente distinto. Su inteligencia es superior. Lo que nosotros hacemos no es diferente a lo que los hombres han hecho siempre, el arte, la ciencia, la historia, la poesía. Pero Homero es un homínido superior, lo que Levi había imaginado desde que me vio por primera vez. Usted sabe que la evolución fue distinta en las diferentes ramas de los seres primitivos, algunas evolucionaron más rápido y de cierta manera, otras de otra, y de allí las razas humanas. Los monos continúan teniendo su aspecto, pero también han evolucionado. Lo que ha sucedido en los últimos tiempos, o quizá en miles de años, ya que los cambios genéticos se miden muy lentamente, es el mismo proceso múltiple y variado: unas ramas han cambiado su ADN de determinada manera, por ejemplo, cambiando simplemente el aspecto físico, otros la estructura molecular del sistema inmune, otros la genética del sistema nervioso. Lo que Levi esperaba, y temía, era la obtención de un espécimen que reuniese los caracteres de un tronco común, o por lo menos uno que representara a las ramas mayores. Lo que temía es que fuese un ser primitivo y bestial, y por él comenzaría entonces la verdadera involución, o al contrario, esa rama mayor fuese como el giro en U en una ruta: todo lo que ahora tenemos, lo llevamos de vuelta, peros sumando a toda la carga de conocimientos y potencialidades, la carga de las células madre. ¿Cómo explicarle, profesor, si ni siquiera podemos imaginarlo?

     -Y Homero es lo más cercano a eso, ¿no es cierto?

     Él asintió, sin mirarme, con la vista puesta en el drama que ante nosotros se desarrollaba. Un escuadrón de aviones se dirigía hacia el Amazonas. Las explosiones podían sentirse bajo nuestros pies, y el olor del humo llegaba desde cientos de kilómetros de distancia. A pesar de todo el armamento, el gobierno del imperio parecía estar perdiendo la paciencia. Las hordas de indios regresaban, y nadie sabía cuál era su objetivo. Simplemente mataban a todos los de la ciudad, fuesen hombres blancos o negros, incluso nativos que se habían civilizado luego de varias generaciones. Recordé el día que nos atacaron en el tren, solamente a Homero quisieron llevarse, porque si hubiesen querido matarlo lo habrían hecho. Le dije esto a Friedrich.

     -Eso no me extraña, el único edificio que han respetado hasta ahora es éste. Yo creo, y es una idea que no he compartido con nadie, ni siquiera con Levi, es que vienen a buscarnos, no a matarnos.

     Yo sabía que en el resto de América del Sur estaban sucediendo hechos semejantes, pero únicamente en Brasil persistían tantas tribus indígenas escondidas en el interior del Amazonas. La guerra internacional colaboraba con ellos, por lo menos indirectamente. Las fuerzas armadas se veían obligadas a dividirse tanto en las fronteras como en el interior. La guerra entre Argentina y Brasil se vio apoyada por varios países lindantes, y se sabía del apoyo armamentista de Norteamérica y Europa.

     Friedrich recordaba lo que sus padres le habían contado de la Segunda Guerra Mundial, de los guetos judíos, por ejemplo.

     -Estamos en un gueto, ¿no le parece profesor? Nosotros, los simios, y ustedes, unos pocos “humanos” apoyándonos. Una especie de gran departamento al estilo de Anna Frank. -Y se rió mientras lo decía.

     Friedrich era profesor de literatura. Tenía conocimiento de varios idiomas, y podía recitar fragmentos de Shakespeare y Goethe en el idioma original. Su obligado aislamiento le había dado la oportunidad de leer y estudiar mucho más que yo. Su memoria se había desarrollado prodigiosamente para retener citas o textos completos. Y la habilidad de la asociación se desarrolló gracias a esa gran memoria. Cuando conversábamos de literatura, me apabullaba con cientos de citas, y yo debía detenerlo para darme tiempo a recordar. Él se disculpaba, avergonzado. Yo lo miraba, pensando, tratando de recordar el cuento de Leopoldo Lugones sobre un mono. Sí, él lo había leído, dijo, y sus ojos brillaron al recordarlo.

     Se convirtió en mi más íntimo amigo durante mi estadía en el instituto. Homero estudiaba, y casi no teníamos tiempo de pasar solos algunas horas. Yo dormía en el piso superior de la casona, junto con algunos familiares de los otros simios. Casi no nos hablábamos entre nosotros, los cuales me observaban como un intruso, desconfiados. A mí en realidad no me interesaba relacionarme con ellos. Mi círculo se limitaba a mi hijo, a Friedrich y a Efigenia. Ella se había convertido en una amante intensa pero complaciente. Nunca había tenido relaciones sexuales de una manera tan atrayentemente extraña. El placer no era diferente en cuando a la forma de hacer el amor, sino a la intensidad, a las caricias previas que ya me extasiaban desde el comienzo, hasta el punto de tener orgasmos repetidos y eyaculaciones múltiples. Me agotaba, pero al día siguiente me sentía renovado. Salía de mi cuarto oliendo a semen y secreciones vaginales, me duchaba y luego salía al balcón de la casona, oliendo el aroma de la selva cercana. Ella permanecía en la cama todo el día los domingos, pero el resto de la semana se levantaba antes que yo para ir a trabajar a la ciudad. Entonces era una mensajera desde el exterior, y cuando regresaba al final de la jornada de trabajo, me contaba de las novedades: incendios en la zona comercial, hombres masacrados cubiertos de flechas, como una pintura de San Sebastián. Me lo decía en la cama, sentada con los pies sobre el colchón y las manos sobre las rodillas, la mirada perdida en la pared frente la cama.

     -Mis ancestros lo están haciendo-me dijo-. Yo soy mulata, de padre negro y madre india. Debería estar enojada con todos, y conmigo misma. Porque ahora estoy enamorada de un blanco más blanco que la leche-. Sonrió amargamente al decirlo, y comenzó a acariciarme la cara, el pecho, todo el cuerpo con sus manos de largos dedos como ramas de ébano que me raspaban dejando las marcas de la selva.

     Su hombre de confianza, sin embargo, continuaba siendo el viejo Fandiño. Entre ambos había una complicidad de la que yo siempre quedé excluido. Efigenia continuaba realizando su trabajo en la ciudad, pero cada vez pasaba más tiempo en el edificio. Se reunía con el viejo por las tardes, por cuestiones de trabajo, me decía. Había muchos casos de chicos con malformaciones congénitas que vivían en las calles, yo mismo los había visto, arrastrando sus muñones por las veredas, a veces entre los cadáveres de los indios recientemente muertos. Algunos de ellos carecían de ambas piernas, y se desplazaban sobre patinetas de rueditas rotas que se trababan en las baldosas de las veredas. Me pregunté cuánto espacio había en el edificio para aceptar a tantos de ellos, porque una noche me dijo que los simios estaban siendo cada vez más frecuentes.

     -Hay muchos que nacen en Europa y Asia, pero por la guerra es imposible convencer a los padres de que los traigan, aún si Levi se los pidiera.

     -¿Y cuando veremos al doctor Levi?- pregunté, porque yo seguía con muchas preguntas a ser respondidas.

     Ella se encogió de hombros.

     -Hay que preguntarle a Fandiño.

     Al día siguiente estuve esperando en las antesalas de las oficinas del último piso toda la mañana. Cuando el viejo apareció abriendo una de las puertas transparentes, me miró sorprendido, como si no supiese que estaba allí.

     -Profesor, ¿cómo no me avisó que me aguardaba?

     -Le avisé a la asistente de su secretario, Fandiño, hace casi cuatro horas. Quiero saber cuándo  nos va a recibir el doctor Levi.

     El viejo carraspeó y me invitó a sentarme. Miró hacia arriba, a través del techo de vidrio, señalando un avión.

     -Ahí va el doctor, hacia los Estados Unidos. En poco tiempo más se realizará su viaje a la luna. Le habría gustado conocer a su hijo, profesor, pero el doctor es un hombre sumamente ocupado, y comprenderá que este proyecto del viaje al espacio lo ha tenido muy nervioso en los últimos tiempos.

     Recordé lo que me había dicho Friedrich sobre cierta clase de temor o ansiedad que podría existir en Levi por la verdadera importancia de Homero, esa teoría del tronco principal de nuestros ancestros. Tal vez, y digo sólo tal vez, no había querido conocerlo, porque si era verdad lo que sospechaba, probablemente no sabría qué hacer frente a mi hijo, él, que sin duda sabía más que nadie en el mundo sobre los nuevos simios. Y si no era verdad, no habría querido enfrentar la desilusión.

     Por eso fue una especie de Dios para nosotros. Alguien que todo lo sabía, que incluso fue el creador de las teorías que explicaban la existencia de Homero y los otros. Alguien que vivía y trabajaba en la parte superior de su edificio en Brasilia, como en una oficina central desde la cual manejaba los hilos de sus contactos en todo el mundo. Publicaciones, congresos, asesoramientos en múltiples estados y empresas privadas, personal entrenado por él mismo que estaba realizando exploraciones e investigaciones en diversos países al mismo tiempo. Y ahora lo veíamos en el cielo, volando hacia otra parte del mundo, y esta vez pronto a dirigirse hacia el espacio exterior. Sí, el doctor Levi era un Dios, y consecuente con la idea humana de Dios, omnipresente y siempre mudo, e impotente para todo lo que no fuera teoría y abstracción. ¿Quién sabe si Dios creó al hombre, como dicen, o simplemente creó la idea que lo explica? El hombre, una idea creada por otra idea: Dios. El círculo vicioso, el círculo con la serpiente que se muerde.

     El poema de Ricardo Molinari surgió en mis labios, y Fandiño me escuchó atentamente. No sé si me entendió del todo, pero parecía apreciar el tono fatalista.

     -Una poesía de ciencia ficción, si me permite decirlo, profesor.

     Lo miré con admiración.

     -Sí, le contesté, y su autor era un hombre del pasado.

     -Habitualmente son los que más perciben el futuro.

     Se levantó y apoyó una mano en mi hombro. Me invitó a almorzar en la ciudad.

     -¿Pero usted cree que sea conveniente?, por los ataques, digo.

     -Profesor, no importa eso. Hay que salir de vez en cuando de este lugar, no perder el contacto con la realidad, la otra, me refiero. El mundo, querido amigo, tiene diversos planos, como capas de una cebolla, que en incontables ocasiones se desconocen entre sí.

     Bajamos hasta el piso de la casona. Homero estaba con su maestro de retórica, y los interrumpimos para invitarlos a almorzar. Mi hijo se dio vuelta para mirarme y se sacó los anteojos, frunció su entrecejo y su vista tardó en enfocarme. Por un instante tuve el impulso de culpar al maestro por someterlo a tantas lecturas, pero me di cuenta de que yo también había hecho lo mismo desde muchos años antes.

     El simio que enseñaba a Homero era aún joven, no mucho menos que mi edad. Era algo obeso, cubierto de vello ralo y lacio, que apenas cubría la piel oscura y apergaminada. Sufría de micosis en los varios pliegues de sus brazos y piernas, y apenas combatía el olor con aerosoles y cremas. Uno se acostumbraba, por supuesto, hasta el punto de que, como Homero, ya ni siquiera sentía que hubiese algún olor al cual prestar atención.

     -Me excuso, señores, tengo otros alumnos esta tarde. Gracias por la invitación.

     Entonces Fandiño, Homero y yo salimos del edificio. Hacía algunas semanas que no salía, y sólo había visto el exterior desde la altura de los balcones. Pero ahora estaba de vuelta en la calle, viendo la ciudad y sus habitantes a la misma altura de ellos. Una especie de indefensión me sobrecogió, como si de pronto hubiese perdido mi habilidad para sobrevivir. El edificio del instituto nos protegía a todos, porque precisamente para eso había sido construido, para albergar a aquellos que eran rechazados. En el interior desarrollaban su intelecto, sus habilidades y personalidades, pero no los preparaba para sobrevivir en el mundo exterior. Allí donde había guerra e invasiones, donde había hambre.

     Los tres caminamos en ese mediodía de lunes tranquilo a pesar de la inquietud y la expectativa por una próxima invasión. Casi en cada esquina había un camión de soldados, la gente caminaba por las veredas mirándose mutuamente, desconfiando uno del otro. Homero había crecido, y casi era de mi altura. La gente lo miraba con temeroso respeto, y se apartaba de su lado. Los gendarmes nos pidieron documentos, pero algunos reconocían al viejo Fandiño y entonces nos dejaban pasar sin miramientos.

     Caminamos varias cuadras del barrio nuevo, una aglomeración de chabolas que contrastaban con los diseños de Niemeyer. Fandiño nos llevó hasta un bar situado en una esquina, muy parecido al que habíamos visitado en Sao Pablo con Gonçalvez. Nos sentamos junto a una ventana, y por un instante creí estar en Buenos Aires, porque la calle era empedrada, y el barrio tenía almacenes y puertas de galpones o garajes cerrados. Miré el cartel en la vidriera, y vi el nombre del bar: “La carambola”. Una carcajada breve pero elocuente provocó el comentario del viejo.

     -Me alegro que por un poquito se sienta como en su ciudad…-. Hizo el gesto con la mano de tener algo invisible entre el pulgar y el índice. El “poquito” le había salido levemente aporteñado, y      para rematar la incongruencia llamó al mozo y pidió un cortado con el gesto típico.

     Volví a reírme, pero todo eso no era más que una falacia. El portugués renació en mis oídos, y los transeúntes negros pasaban por la vereda revelando que no era el Buenos Aires de mi tiempo el que yo habitaba ahora. Pensé en los tiempos alternativos, en las famosas teorías de algunos historiadores no convencionales sobre en cómo sería el presente si algunos hechos hubiesen ocurrido de diferente manera. Tal vez este ahora que yo habitaba, no fuese más que un tiempo paralelo, pero me dije que ese consuelo imaginario, por el cual la fatalidad dejaba de existir, era incongruente con la razón. Pensé en Kant, y su influencia en la visión que Homero había desarrollado a lo largo de su infancia. Lo observé leer el menú, roto en los bordes, manoseado. Prestaba tanta atención como si leyese la Política de Aristóteles.

     Yo sabía que había comenzado a escribir algo nuevo, una especie de poema largo, pero no tuve oportunidad de preguntárselo. Sus estudios con el nuevo maestro le llevaban la mayor parte del día. A veces, los fines de semana, salíamos a caminar por la pradera que rodeaba la casona, y entonces nos ocupábamos de escuchar el silencio más que en hablar. Nos observábamos uno al otro, yo tratando de comprenderlo, porque mi hijo había crecido y su aspecto era ya completamente el de un simio. Casi no habría podio reconocerlo entre los demás si hubiese dejado de verlo por algunos meses. Él, creo, también me miraba con desconfianza. Sé que recordaba lo que había sucedido en Sao Pablo, aunque no sé si era solamente eso lo que podía reprocharme. Miraba sus ojos, y me veía a mí mismo haciéndome preguntas: ¿estuvo bien salir de Buenos Aires?, ¿podríamos habernos quedado en Montevideo?, ¿por qué huimos? Toda nuestra vida juntos había sido un escape, y hasta este mismo edificio era un refugio, un zoológico de cristal, que como al personaje de Tennessee Williams, nos llevaría a la locura.

     Los que estaban en las mesas próximas nos miraban con recelo. Hablaban entre ellos, y creo que escucharon nuestro castellano, y cuchichearon algo que Fandiño nos tradujo como la intención de llamar a los gendarmes. Entonces él se dio vuelta, llamó al mozo, que ya había mirado con miedo a Homero, y el viejo le habló al oído. Luego el hombre pasó de mesa en mesa, diciendo algo a cada uno. Luego las miradas curiosas desaparecieron. No habríamos podido salir sin Fandiño, nuestro verdadero hogar estaba para siempre en el edificio de la pirámide invertida.

     Yo no sabía de qué trataba el escrito de Homero, e iba a preguntárselo cuando pasó un camión de soldados con la sirena de alarma. Un nuevo ataque de indios había comenzado, y avanzaba por las calles. Todos se levantaron y se acercaron a las ventanas, pero el dueño comenzó a bajar las cortinas de metal. Debíamos permanecer adentro hasta que pasara el peligro. Volvimos a sentarnos, y los demás empezaron a hablar de la guerra con Argentina, y nos miraron hablando alto y en portugués, mezclando insultos en castellano. Homero se veía acosado por las miradas, porque sabía que también lo acusaban de ser la causa de la revolución interna. El país estaba desquiciado por la política internacional, que utilizaba a los indígenas como armas que carcomían a Brasil desde adentro. Uno de ellos se acercó a muestra mesa y nos tiró el diario de la mañana. Nuevos cambios en el gobierno argentino, decía. El presidente de facto había muerto y su mujer, Samanta Bernárdez había asumido la presidencia. En su discurso, había hecho resaltar la necesidad de defenderse contra un imperio que quería dominar América Latina.

     Homero me miró a los ojos, pero ya no era el niño que había salido de Buenos Aires apesadumbrado por el rechazo de su madre. Ahora era la causa, quizá, de un exterminio, como si su madre lo hubiese estado persiguiendo todos esos años a lo largo de las rutas y las ciudades, hasta encontrarlo. Pero para hacerlo no había necesitado salir del país, sino ascender en el poder como quien asciende una atalaya cada vez más alta, adquiriendo mayor poder y alcance de visión. Pero yo insistía en convencerme que la guerra internacional y la revolución de los indígenas no tenían nada que ver con mi hijo. Cómo hacérselo comprender, a él que ahora tenía miedo en la mirada, y yo comenzaba a inquietarme al notar que ese temor se iba tornando en recelo, y que de allí a la ira y al odio el camino sería rápido y descendente. Si su inteligencia se abismara en sentimientos oscuros…, me dije. Entonces le agarré la mano, y de pronto dos bombas, sucesivas en escasos segundos, destrozaron las cortinas y quedamos indefensos frente a las calles llenas de cadáveres de los gendarmes. Los tanques habían estallado, y no eran indígenas los que nos atacaban, sino los aviones de la guerra.




17


Cuando el humo de la pólvora y los escombros se fue disipando, los gritos de la gente continuaban oyéndose, algunos lejanos, entre chirridos de frenos en las calles y sirenas de autobombas y policías, otros muy cercanos. Pero estos últimos no eran propiamente gritos, sino gemidos de dolor, y yo imaginaba las heridas de aquellos hombres y mujeres que habían ocupado las mesas cercanas, y ahora, por más que no pudiese verlos, estarían en el piso, heridos por las esquirlas de las bombas o aplastados por fragmentos de paredes.

     Yo tenía a mi hijo apretado contra el suelo, mi mano derecha sobre su espalda, obligándolo a no levantarse. Sentía sus movimientos inquietos, su curiosidad, su llanto contenido. El polvo tardó mucho tiempo en ir asentándose, pero yo no quería levantarme hasta estar seguro de que ningún otro pedazo de pared o de techo se nos fuera a caer encima si nos movíamos. Y cuando el humo y el polvo fueron disipándose, lentamente, las figuras de los soldados aparecieron por la calle, sin mirar hacia el bar destruido, corriendo, ametrallando no sé a qué o a quiénes. Los gritos continuaban, aislados, sobre todo de mujeres y de algunos hombres que se quejaban de sus heridas. Escuché los aviones, que seguían pasando sobre la ciudad. Algunas bombas caían muy lejos de nosotros, pero el estallido yo los sentía en mi cabeza apoyada contra las baldosas del bar.

     Levanté la cabeza, y vi, aún a ras del suelo, las mesas destrozadas que ya no eran mesas, sino pedazos de madera hechos astillas. Dos hombres tenían vidrios clavados en las piernas, y una mujer ya muerta, yacía de espaldas con una pata de silla penetrando su cara. El techo no se había derrumbado, pero la mampostería de yeso estaba caída en grandes pedazos sobre varios otros hombres que intentaban liberarse. Miré hacia donde había estado la puerta. Las persianas de metal habían sido torcidas como si fuesen de cartón, incluso varios pedazos de metal habían sido arrancados y esparcidos por el interior. Miré a mi izquierda, y vi el cuerpo de Fandiño con un fragmento de metal, largo y estrecho, clavado en la espalda. Debíamos salir de ahí. Cómo esperar un rescate, si toda la ciudad estaba siendo bombardeada por los enemigos. Argentinos, sí, pero también los pocos países aliados, y el apoyo implacable de los norteamericanos. La cuarta guerra mundial había comenzado, y ya no había cabida para la idea de la humanidad. Sólo ciudades, sólo gobiernos, empresas como estados. Nosotros, los hombres, ya no lo éramos, sino simios de trabajo, de mano de obra, elementos prescriptibles.

     Entonces giré la cabeza hacia Homero. Él me estaba mirando, y lloraba. Quise consolarlo, pero cómo, me pregunté. Acariciarle la cabeza, secarle las lágrimas sobre el vello de la cara, que ya las iba secando por sí solo. Él no necesitaba mis palabras de consuelo ni mis miradas piadosas, ni siquiera el comprobar mi intenso miedo, mi desesperación. Lo único que podía darle era mi compañía, por eso le dije que se levantara, despacio. Salimos a la vereda, saltando sobre los escombros y algunos cadáveres. Una mano me agarró de un talón, y la voz del hombre herido me pidió ayuda. No era una mano de simio, sino de humano, blanca y pálida, desnuda de todo vello. Hasta mi propia mano se parecía más a la de mi hijo que a la de ese hombre. Y supe que ya su tiempo había pasado. Lo miré con hastío y desprecio. Ni siquiera pensé en su alma, porque de un modo incierto sentí que el espíritu humano, esa entidad colectiva que reunía los dispersos fragmentos individuales que habitaban determinados cuerpos, ahora ya estaba desalojando su hábitat, y se desplazaba hacia las nuevas formas de la especie.

     Caminamos despacio, precavidamente, algo mareados todavía, algo sordos aún por el estruendo de las bombas tan cercanas. Pegados contra las paredes, verificando que ningún trozo de alero y ladrillo nos cayera en las cabezas. Los tanques pasaban por las calles, y los autos de la policía corrían de un sitio a otro. Nos cruzamos con hombres y mujeres que nos miraban con extremo miedo. Algunos decían que fuéramos a algún refugio, pero en cuanto veían a Homero se escapaban corriendo. Mi hijo y yo íbamos de la mano, él casi tan alto como yo, igual que dos hermanos o dos hombres enlazados por la tragedia. Pensé en nuestro largo peregrinaje desde Buenos Aires, porque eso había sido, una especie de peregrinación basada en una fe profana, no sé si en la ciencia o en busca de qué causa desconocida. Pero al llegar a la gran catedral-instituto, la gran pirámide invertida del discípulo de Niemeyer, el dios Levi se nos había escapado, buscando él mismo otros sitios donde su propio dios tal vez estaba.

     La única verdad que yo conocía con certeza en ese momento, era la de que no sabía adónde ir. Caminamos y corrimos por calles y avenidas. Toda la ciudad era un desfile de varias formas del caos, en todas sus diferentes expresiones, incluso todas aquellas que yo no habría imaginado nunca. Aquella proverbial indiferencia en la que mi generación se había criado, el velo de aparente pacifismo no era más que una cruel idiotez que nos habían enseñado. Solamente en ciertos círculos, tal vez en ciertas familias, como en la de Samanta, se sabía la verdad. Yo vivía en una Buenos Aires que giraba alrededor de ámbitos bohemios, como una especie de fin de siecle trasladada al siglo XXI. Podría darme la excusa de que fuimos una generación privilegiada: recursos económicos y despreocupación social. Una conjunción perfecta para el desarrollo de la expansión del intelecto. Ideas, debates, conferencias, ciclos culturales, hasta que de tanta repetición fuimos cayendo en el vacío, la nada como pensamiento esencial.

     Fue por eso, como dije al principio de esta crónica, si así puedo llamar a este relato de la parte más importante de mi vida, a estos apuntes que fui tomando esporádicamente, que no vimos cómo nuestra sociedad fue derrumbándose lenta e imperceptiblemente. Un conductor que va tranquilo por una calle, y de pronto ve, sobre el volante, una mano de simio. La suya, sin duda, pero no la ha visto más que unos segundos, y luego no la volverá a ver nunca más. Cosas extrañas que han ido sucediendo, murmullos, insultos dichos en voz baja a nuestras espaldas, como si nuestros oídos se hubiesen afinado, lo mismo que la vista. Hasta ver y escuchar lo que no creímos nunca posible, simplemente porque nuestra mente así no lo concebía.

     Dios está cuando pensamos en él, esa idea es su presencia. Eso sólo es el consuelo.

     Los aviones pasaban de manera constante sobre Brasilia. El cielo estaba cubierto de una neblina de humo que se levantaba de los edificios y barrios incendiados. Una sirena permanente sonaba en cada manzana, aumentando o disminuyendo según nos acercábamos o alejábamos. La gente nos empujaba de atrás y de adelante. No había forma de que los bomberos detuviesen el fuego o los policías evitaran la masacre que ya se estaba produciendo: los saqueos, los robos sobre los cadáveres, los asesinatos perpetrados en la confusa masa de gritos y empujones. Y entonces yo decidí correr más rápido en busca de un refugio, y me encontré dirigiéndonos hacia el edificio del Instituto. Ese lugar me parecía inimpugnable, una especie de fortaleza para la conservación de la humanidad. Un bastión, una nueva clase de Paraíso.

     La mano de simio de mi hijo me daba confianza, tal vez ella me guiaba en realidad. Esa mano que fue la primera que surgió de su cuerpo, la ancestral, la original. Yo escuchaba, mientras corríamos entre los escombros, con el ruido de los motores turbo sobre nosotros, avasallándonos, una voz fuerte y tersa, cantando, o  no sé si cantando, sí recitando. Me di vuelta un instante, y vi que era Homero el que hablaba. Yo casi lo llevaba  arrastrando, y le costaba seguirme los pasos, pero no dejó por eso de recitar los versos de Milton: El Paraíso Perdido. Yo vi, en esa ciudad, los ejércitos de Lucifer, al mismo Lucifer declamando ante los ángeles. Y la voz de Homero era suficiente para rescatarlos del olvido.

     Entonces, como único preámbulo ante la última desgracia, sentí que me ensordecía un ruido tan intenso, como si un avión estuviese cayendo a pocos metros. Luego todo fue oscuridad por un largo, largo tiempo. Un impreciso lapso en el que soñé que miles de aviones cubrían el cielo. Un cielo de metal nos cubría, una especie de enorme domo protegiendo a la ciudad. Y luego esos aviones comenzaron a mover sus alas, y se convirtieron en enormes, inmensas aves prehistóricas que llegaban, amenazantes, apocalípticas.

     Desperté boca arriba, con los brazos sobre dos grandes paredes caídas. Todo era el silencio de la sordera provocada por las explosiones continuas, que seguían cayendo porque yo sentía el retumbo de ellas a través del suelo. Busqué a mi hijo entre los escombros que se habían sumado a los que ya habían caído antes. Lo encontré bajo unas puertas de madera. Me llamaba con voz firme: ¡Papá!, lo escuchaba decir, arrastrándome hacia él sobre el polvo y la sangre de otros hombres cuyos cuerpos yo apartaba con violencia. Saqué las tablas de encima y vi que tenía toda la cara manchada de sangre.

     -Tranquilo, hijo, tranquilo- le decía, porque gemía con miedo y temblaba de frío. El calor de la combustión era insoportable, pero el sudor de su pelo espeso era frío.

     Con mi camisa intenté limpiarle la sangre de la cara, y él empezó a gritar más fuerte. Yo no sabía qué estaba haciendo mal, y no quería lastimarlo. Entonces me clavé varias astillas de vidrio en los dedos. Busqué entre el pelo y logré sacar varios trozos, pero cuando le dije que se apartara las manos de los ojos, vi que tenía los párpados cortados y los ojos le sangraban. Homero luchó con mis manos, no quería destaparse, y la sangre no paraba. Con la misma tela le hice un vendaje cubriéndole los ojos e hice un nudo detrás de la cabeza.

     Mis manos temblaban, pero intenté abrazarlo y él se apretó a mi cuerpo como cuando era un niño pequeño, en nuestro departamento de Buenos Aires, en el sillón de la sala. Le canté, como en esa época, una canción de cuna, mal cantada, sin ritmo, y por eso precisamente más entrañable, más llena de recuerdos porque la risa se había agregado a la ternura. Y esa canción fue la que le canté en medio del bombardeo, acunándolo como pude, rodeado de pedazos de edificios, de maderas, de vidrios, de cuerpos mutilados. El aire casi irrespirable se convirtió en una reminiscencia de la tibieza junto a una estufa en el invierno, y el ruido estridente de las sirenas y alarmas en el zumbido de los autos que pasaban por la calle junto al edificio en donde habíamos vivido.

     Pero todo eso debía terminar. Así que nos levantamos y continuamos caminando. Yo sabía que mis pasos se dirigían hacia el instituto, ¿pero qué más quedaba por hacer? Ningún hospital debía quedar en pie, imaginaba, y además, cómo saber hacia dónde o qué calles tomar. Todas eran iguales ahora, casas derribadas y edificios caídos. No había sitio por donde desplazarse ya. Y luego de casi una hora de caminar saltando escombros, llegamos a un espacio amplio, y reconocí los restos de la gran plaza que estaba frente al instituto.

     Sí, allí estaba todavía el edificio. Indemne.

     -¡Ya llegamos!

     Lo levanté en brazos porque estaba demasiado cansado para seguir. El vendaje estaba manchado de sangre, y él insistía en estirar los brazos, sintiéndose perdido.

     -¿Cómo voy a hacer ahora para escribir, papá?

     Dios mío, murmuré. En medio de todo esto, y él se preocupaba por tal motivo. Me sonreí cuando el escalofrío me recorrió todo el cuerpo al escucharlo. Le agarré la cabeza entre las manos y lo apreté contra mi pecho, como si quisiera detener la hemorragia de esa manera. O como si quisiera hacerlo mío, que yo fuese él. Nunca estuve más orgulloso, nunca fue mi amor más grande que en ese instante.

     -¿Escribir qué?- le pregunté.

     Comenzó a decir los versos de largo poema que había comenzado a practicar con su maestro. Versos que hablaban de una guerra. Su voz salía incólume, y las palabras proféticas. Y mientras recitaba, los perros hambrientos y desesperados se abalanzaron sobre la plaza y comenzaron a hurgar entre los escombros en busca de los cadáveres, y un olor a podredumbre, hasta entonces oculto, surgió desde el fondo de las ruinas y se apropió del aire, hasta ser el aire nada más que un denso gas hecho de carroña.

     Pero todavía quedaba el edificio, esa especie de Paraíso del que habíamos salido por propia voluntad creyendo que aún nos faltaba el conocimiento de la realidad exterior. ¡Qué futilidad la de la naturaleza humana, qué imbecilidad!, debería decir. Me puse a contemplarlo, alto y majestuoso, con las columnas que ya no eran transparentes por el polvo y el humo que las rodeaba, y los jardines colgantes tenían plantas rotas y caídas. Pero todo eso no importaba, hacía allí seguiríamos caminando, o llevaría a Homero en brazos si era necesario.

     -Vamos- le dije al oído.-Allá te van a curar, y vas a escribir.

     Me agarró una mano, apretándome tan fuerte que creí que me la rompería. Su amor, de pronto, ya no era pensado, ya no tenía esa pátina de razonabilidad y prudencia. Su amor ya no era lógico. Ahora era bestial, dominador, irreversiblemente pasional.

     Un avión surgió, luego de un largo rato de no sentirse ninguno, desde las nubes de humo que se levantaban de los edificios de toda la ciudad. Pasó raudamente por sobre nuestras cabezas, sembrando el olor acre de los cuerpos quemados por el calor que despedían las turbinas. Era un avión que caía, uno de las fuerzas brasileñas, derribado por alguno de los otros. Caía formando una estela de calor que distorsionaba el aire, lo deformaba como en un espejismo. En el largo trayecto de su muerte fue derribando casas, fue sembrando fuego, hasta que lo vi dirigirse hacia las columnas de la pirámide invertida.

     Hice una mueca de dolor anticipado, y sentí que Homero, aunque ciego, se daba cuenta de lo que iba a ocurrir. Porque se apretó contra mi cuerpo, y su abrazo fue tan fuerte, que podría haberme matado justo en el momento en que el avión se estrelló contra el edificio, y la explosión provocó una secuencia de derrumbes de la serie innumerable de columnas.

    La gran pirámide fue inclinándose lenta, progresivamente hacia un lado, y el estruendo del derrumbe fue tal que el mundo se detendría, hundiéndose en su propia sima. Inmensas nubes de polvo nacieron de la caída, desplazándose hacia todos lados, creciendo y elevándose, hasta que también nos cubrió a nosotros. Creo que escuché gritos, aunque parezca inverosímil, escuché los gritos de los hombres y los simios que lo habitaban.

     En medio de la gran ceguera blanca en la que estábamos, Homero se apartó de mí, lo vi caminando a tientas hacia el derrumbe, yendo hacia ese paraíso perdido y jamás recuperado.









 



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