La travesía
hasta Puerto Pico y Cuba
hízose con mar
bella y excelente
hu¬
mor. Por
entonces la Compañía
Trasatlántica de Comillas
daba buen tra¬
to, y
no faltaban a
bordo distracciones, sin
contar el juego
y la murmura¬
ción, socorrido
recurso de todos
los pasajes. Pero
a mí me
han interesado siempre
muy poco
las chinchorrerías y
comadrees. De día
concentraba la atención
en el
magnífico espectáculo
del mar: el
vuelo de las
gaviotas, la persecución
de los ti¬
burones, el
salto de los
peces voladores y
esas como flores
flotantes, de aspecto
ge¬
latinoso y
delicado, que se
llaman medusas, sifonóf oros
¿ote., etc. Llegada
la noche,
me abismaba
en la contemplación
de aquel cielo,
cuyas constelaciones se
renova¬
ban conforme
nos aproximábamos al
Ecuador. Hasta en
el negro oleaje
(el negro
mar de
Homero, frase que
sirvió a Magnus
para negar que
los griegos conocieran
el color
azul) encontraba sopresas
cautivadoras. En noches
de calma no
se limita¬
ba a
copiar pasivamente las
luces del firmamento,
sino qüe irradiaba
profundos y
misteriosos fulgores.
Y mi curiosidad
infantil se embelesaba
persiguiendo la este¬
la fosforescente
producida por enjambres
de noctilucos, excitados
por la formida¬
ble sacudida
de la hélice.
Como se ve,
la sensación de
flotar entre dos
infinitos no
me causó
pavor. Frescas las lecturas
de los evolucionistas, que
consideran el mar
como la
cuna de la
vida, el ritmo
de las olas
evocaba en mí
el latido anhelante
del corazón
de la madre
que estrecha amorosamente
a sus hijos.
Verdad es que
no había
sorprendido aún a
la diosa Tetis
en sus arrebatos
homicidas.
Hacia el
día decimosexto de la navegación
surgió qiuy de
mañana la ciudad
de
San Juan
de Puerto Rico,
con su imponente
fortaleza militar y
su blanco caserío,
dispuesto en
pintorescas graderías. Impaciente
por pisar la
tierra descubierta por
Colón, aproveché
el alto del
vapor para corretear
la ciudad y
la campiña inmedia¬
ta, donde
observé sorprendido algunas
muestras de la
flora tropical. En
fin, re¬
anudado el
viaje, dos días
después arribamos a
la Habana.
Maravilloso e
inolvidable es el
panorama de la
populosa capital cubana
vista
desde lejos.
A la izquierda,
conforme se entra
en la bahía,
se impone, con
su mole
132
S. RAMÓN
Y CAJAL
formidable, el
castillo del Morro,
erizado de cañones
y comparable por
su figura y
posición al
de Montjuich; y, a la
derecha, dilatándose, en
serie interminable, se ven
casas, palacios
y quintas entrecortados
por bellísimos jardines
donde descuellan
elegantes palmeras.
En fin, ya
dentro de la
bahía, especie de
hoz recortada por
innumerables calas
y promontorios, se
descubre el puerto,
frontero del barrio
co¬
mercial; mientras
que hacia el
fondo álzanse varias
colinas verdes cuyas
faldas
salpican pintorescos
arrabales.
Fuera inoportuno
detenerme a describir
las harto conocidas
bellezas de la Ha¬
bana y
de su fértil
campiña. Tampoco entra
en mis cálculos
referir menudamente
mis impresiones
de viajero. Me
concretaré solamente a
declarar que la
primera
gran ciudad
americana visitada por mí parecióme
mera continuación de Andalu¬
cía. En
efecto, andaluza es el habla,
dulzona y matizada
con graciosos ceceos;
andaluzas las
casas (formadas de
planta baja y
principal), con sus
encantadores
patios y
jardines, y andaluz
el espíritu fino
y soñador, pero
lánguido y.-tperezoso,
del criollo.
Quizás fué
grave mal para
la prosperidad económica
de la América
española el
no haber,
desde el principio,
aprovechado preferentemente para
la empresa colo¬
nizadora nuestras
fuertes razas del
Norte, laboriosas, económicas
y desbordantes
de natalidad,
en lugar de
recurrir predilectamente a
la gente andaluza
y extre¬
meña, inteligente,
generosa y capaz
de todos los
heroísmos, según acredita
la his¬
toria, pero
de inferior aptitud
para las fecundas
luchas del comercio
y de la
industria.
Acerca de
mis emociones de
turista en la
capital de las
Antillas, concretaréme
a decir
que todo atraía
mi curiosidad y
en todo hallaba
motivo de asombro
y ense •
ñanza. La
extraña mezcla de
razas circulantes por
las calles; la
suntuosidad de
los parques,
donde además de
flores peregrinas y
de pitas gigantes,
crecía la
altísima palmera
real; los sabrosos
frutos del país,
como el plátano,
el coco, el
mango y
la piña; los
árboles frondosísimos de
hoja perenne, entretejidos
de beju¬
cos o
lianas trepadoras; un
cielo tan pronto
azul como gris,
pronto a desatarse
en
furiosos aguaceros;
y por encima
de aquella naturaleza
desbordante, que parecía
cantar un
himno á la
alegría de vivir,
el padre sol
cayendo a plomo,
y como plomo
derretido sobre
nuestras cabezas...
Cuando se
codicia ardientemente algo,
la realidad suele
burlar la ,
esperanza.
Mas yo
no experimenté decepción.
Ante la realidad
palpitante, las imágenes
de los
libros conservaron
sus prestigios . Vivía
como soñando o
como sumergido en una
especie de
encantamiento.
En algunas
cosas,' no obstánte, sufrí
desilusión; por ejemplo;
en las famosas
selvas vírgenes,
tan celebradas por
los poetas románticos.
Ante mis interrogacio¬
nes reiteradas,
las gentes del
país me señalaron
la manigua. Pero
la impresión
causada por
ésta fué insignificante. En
vez del bosque
milenario, no profanado
por
planta humana,
me encontré con
vulgar matorral sembrado
de arbustos y
peque¬
ños cedros
y caobos creciendo
en desorden. Consoléme
hasta cierto punto,
consi¬
derando que
las necesidades de la colonización
habían impuesto el
descuaje de la
primitiva selva.
¡Lástima no haber
arribado cuatro siglos
antes, cuando los
com¬
pañeros de
Colón hollaron tantas
excelsas virginidades!...
De la
fáuna quedé también
mediocremente satisfecho. Escaseaban
los anima¬
les indígenas,
y los que
veía resultaban poco
imponentes. Ni un
jaguar, ¡ni siquiera
una triste
serpiente de cascabel!...
En mis correrías
por los alrededores
de la ciu¬
dad, sólo
pude sorprender el
vulgarísimo gorrión cosmopolita,
pájaro importado de
RECUERDOS DE
Mt VIDA
133
España; algunos
cuervos y tordos,
y cierta avecilla
menuda y nada
vistosa, llamada
por los
guajiros vigirita. (Aludiendo
sin duda a
la flojedad y
delicadeza de este
pajarillo, nuestros
soldados designaban vigiritas
a los criollos,
y particularmente a
los mambises
o insurrectos; en
cambio, los peninsulares
éramos llamados gorrio¬
nes y
patones). Solamente enjaulados,
admiré aí policromo
papagayo y algunos
preciosos ejemplares
del colibrí del
Perú.
Contrarióme asimismo
la total extinción
de la raza
indígena, de la
cual quizás
quedan reliquias
en el actual
guajiro. En su
lugar, y entregada
a las más
rudas
faenas, se
mostraba la raza
negra y sus
variados mestizajes, de
que los cargadores
del muelle
constituían arrogantes ejemplares.
En cuanto al
criollo, mé hizo
la
impresión de
pálida planta de
estufa, vegetando muelle
y parásitamente a
expen¬
sas de
la savia del
africano o del
mulato. Alguna vez,
sin embargo, encontré
entre
los criollos
tipos activos y
robustos; mas por
lo común, y
salvadas algunas excep¬
cionales complexiones,
la raza blanca
parecióme incapaz de
resistir los ardores
y
peligros del
clima tropical. El blanco
degenera allí rápidamente.
Aludo, natural-,
mente, al
europeo ocupado en las faenas
agrícolas y expuesto,
por tanto, a
muche¬
dumbre de
parásitos, de que
son, a menudo,
portadores los mosquitos
(paludismo,
fiebre amarilla,
etc.). Claro es
que el cubano
o el peninsular,
confinados en las
urbes; entregados
al comercio o a profesiones
ajenas al esfuerzo
muscular y al
rigor
del aire
libre, resisten mucho
mejor los efectos
enervadores del clima;
así y todo,
su vigor
sólo se mantiene
a costa de
reiteradas inoculaciones de
sangre europea.
En virtud
de esta exquisita
acomodación a la
vida sedentaria, la
mujer cubana
no sólo
ha conservado mejor
que el hombre
el tipo de
la raza, sino
que ha afinado
su delicada
femenidad, adquiriendo, así en lo
espiritual como en
lo físico, dulzu¬
ras y
suavidades excepcionales o
desconocidas en las
bellezas de Europa.
Al
hablar gorjean
y al mirar
acarician. Esto explica
por qué la
mayoría de nuestros
jefes y
generales ultramarinos cayeron
en las redes
de aquellas lánguidas
y fasci¬
nadoras hermosuras.
En tales
exploraciones y novelerías
transcurrió cerca de
un mes. Terminado
e
período de
aclimatación, hízose necesario
distribuir el personal
médico recién ve¬
nido de
la Península. A
tal propósito, fuimos
cierto día convocados
en la Inspec- .
ción de
Sanidad; allí se nos informó
de las plazas
vacantes. Las había
de médicos
de regimiento
en las columnas
de operaciones; de
profesores de guardia
en los
hospitales urbanos
y, en fin,
de directores de
enfermerías de campaña.
Si el
lector tiene presente
el carácter sandiamente
quijotesco del autor
de este
libro, deducirá
fácilmente que me
sería adjudicado uno
de los peores
destinos. Y
así fué,
en efecto. Inspirado
en sentimientos de
equidad y abnegación,
por nadie
agradecidos, me
abstuve de presentar
las cartas de
recomendación. Quise correr
mi suerte
o, mejor dicho,
la suerte que
no quisieron correr. mis
compañeros; los
cuales, harto
más prácticos y
ajenos a mis
escrúpulos, removieron cielo
y tierra
para asegurarse
los plazas de
hospital, verdaderas sinecuras,
o, en su
defecto, las
de médico
de batallón. Para
los tontos o
desvalidos quedaron reservadas
las en¬
fermerías de
la manigua y de las
trochas, estaciones aisladas,
de difícil aprovisio¬
namiento y
extraordinariamente insalubres.
Claro es
que también el
médico de batallón
en campaña corría
serios peligros;
pero tenía
al menos la
ventaja de cobrar
puntualmente. Sabía, además,
que, tras
algunos días
de excursión por la manigua,
podría regresar a la capital
del distrito
para restaurar
fuerzas, remendar alifafes
y participar de
las satisfacciones de la
vida social.
134
S. RAMÓN
Y CAJAL
Adivinará fácilmente
el lector que la enfermería
que yo debía
regentar era de
las más
peligrosas y aisladas:
la de Vista
Hermosa, perdida en
plena manigua,
dentro del
distrito de Puerto
Príncipe, en medio
de un país
asolado y despoblado
por la
guerra.
Días después
del reparto de
plazas, aarpó el
vapor que debía
conducirnos a
Nuevitas; en
él nos embarcamos
algunos médicos destinados
al Departamento
central, con
buen golpe de
tropas de refresco
para cubrir bajas.
Un tren blindado
nos trasladó
en pocas horas
desde Nuevitas, al
través del manigual
desierto, a la
capital del
Camagü.ey. Alojéme en la famosa
Fonda del Caballo
Blanco, donde se
hospedaron también
mis camaradas Vela y Sánchez
Herrero. En fin,
transcurri¬
dos algunos
días de descanso,
incorporéme a mi
destino, aprovechando la
mar¬
cha de
una columna volante,
encargada de racionar
la citada enfermería
de Vista
Hermosa. -
Por cierto
que ya en
marcha, durante un
alto de la
columna, y bajo
el techo de
estancia abandonada,
tuve por primera
vez noticia del
próximo advenimiento de
la monarquía
borbónica. Invitado a
tomar café con
algunos jefes y
oficiales, cierto
comandante aragonés
sorprendióme con esta
pregunta, disparada a
quemarropa:
—Usted, que
acaba de llegar
de España, ¿qué
me cuenta de
la conspiración
que debe
proclamar a Don
Alfonso?
—Creo—
murmuré— que la República
conservadora de Castelar
merece la con¬
fianza del
Ejército.
—
Bien veo, paisano,
que vive usted
en el limbo.
¡Cómo!... ¿Ignora usted
que
todo el
Ejército, sin excepción,
es alfonsino, y
que cualquier día,
pese a la
resis¬
tencia de
los politicastros, caerá
la República?...
Lleno de
estupor dirijo una
mirada interrogativa al
coronel, jefe de
la fuerza,
para leer
en sus gestos
alguna señal de
reprobación, o al
menos de contrariedad...
Todo lo
contrario. Pronto comprendí
que lo expresado
por mi paisano
era diaria
comidilla de
la oficialidad, y que el
ejército de Cuba,
como el de
la Península, se
había pasado
en masa al
campo alfonsino.
En vano
Castelar, con su
prudencia política y
espíritu sagazmente conser¬
vador, trabajaba
por consolidar definitivamente la
República, ideal de
la Revolu¬
ción: el
recuerdo de la
indisciplina militar y
de las vergonzosas
escenas de Carta¬
gena, habían
desterrado enteramente del
corazón del Ejército
y de la
clase
media el
ideal republicano. El
golpe de Estado
de Pavía se
avecinaba.
Entonces acudieron
a mi memoria
ciertos hechos presenciados
en Cataluña,
acerca de
cuya significación no
había parado mientes.
Cuando nuestra columna
pernoctaba en
alguna villa importante,
los oficiales tertulianos
del café o
del ca¬
sino se
escindían en dos
bandos: la masa
principal, con el
coronel a la
cabeza
agrupábase en
una o varias
mesas próximas, cuchicheando
a hurtadillas de los
demás; mientras
que cierto pequeño
contingente, constituido por
oficiales o jefes
de procedencia
republicana, formaba rancho
aparte. Dábase, pues,
el caso singu¬
lar de
que, en plena
República, los oficiales
republicanos (cuyo número
disminuía
incesantemente) vivían
como avergonzados de su origen,
y eran tratados
desde¬
ñosamente y
casi con hostilidad
por sus camaradas
monárquicos.
Los sucesos
hicieron pronto buenas
las profecías del
comandante Sabido es
que poco
después (29 de
diciembre de 1874)
sobrevino la sublevación
de Saíx,,ntr>
y la
proclamación de Don
Alfonso XII. ^
RECUERDOS DE
MI VIDA
135
El campamento
de Vista Hermosa
constituía un pequeño
poblado extendido por
las faldas
de suave altozano,
rodeado de extensos maniguales.
En la eminencia
más
prominente alzábase
sólido fortín cuadrado,
construido con gruesos
troncos de
árbol y
surcado de aspilleras.
En él se
alojaba una compañía
(harto mermada por
las enfermedades)
a las órdenes de
un capitán. A
corta distancia estaba
emplaza¬
do el
hospital, enorme barracón
de madera, con
techo de palma
y capaz para
unas 200
camas. En los
ángulos, orientados hacia
la manigua, destacábanse
dos
robustos torreones,
reforzados por parapeto
de troncos. Al
abrigo del fuerte
y de
la enfermería,
únicos edificios de
alguna importancia, extendíanse
los almacenes
y algunas
pobres rancherías de
chinos y negros.
En los alrededores
veíase un des¬
campado, limpio
de bosque, cuya
maleza exuberante había
que segar con
frecuen¬
cia para
que no invadiera
los barracones con
su pujante crecimiento,
ni facilitara,
por tanto,
las sorpresas del
enemigo.
Cada mes
nos enviaban desde
Puerto Príncipe las
raciones necesarias para
el
hospital y
guarnición, aprovechando al
efecto el tránsito
de columnas de
opera¬
ciones. En
el intervalo quedábamos
absolutamente incomunicados con
el mundo,
siendo peligrosísimo
aventurarse en el
bosque más de
un kilómetro, pues
los
mambises nos
espiaban. Casi todos
los días había
tiroteo entre ellos
y los cen¬
tinelas.
Por aquella
época' la enfermería puesta
a mi cuidado
albergaba más de 200
enfermos, casi
todos palúdicos o
disentéricos, procedentes de
las columnas vo¬
lantes de
operaciones en el
Camagüey.
Dormía yo
junto a mis
pacientes, dentro de
la gran barraca,
en un cuartito
se¬
parado del
resto por tabique
de tablas. Además
de cama y
mesa, contenía mi de¬
partamento, en
pintoresca mezcolanza, fusiles
de los soldados
muertos, cartuche¬
ras y
fornituras de todas
clases, cajas de
galletas y azúcar,
botes de medicamen¬
tos, singularmente
del sulfato de
quinina. Providencia del
palúdico en los
países
tropicales. Con
cajones y latas
vacías dispuse en
un rinconcito un
laboratorio fo¬
tográfico y
construí el estante
destinado a mi
exigua biblioteca.
Al principio,
no obstante la
fatiga y las
emociones inherentes al
cuidado de
tantos enfermos,
lo pasé bastante
bien, amenizando mis
ocios con la
lectura, el
dibujo y
la fotografía. Por
fortuna, conforme dejo
apuntado, he soportado
bastante
bien la
ausencia .de vida
social, gracias al
noble vició pictórico
y a mi
afición por
la lectura.
Pero contra
los microbios nada
valen las seducciones
del arte ni
las expansio¬
nes de
la imaginación. El
espíritu se mantenía
bien, pero entretanto
el cuerpo de¬
caía. Ni
la ración alimenticia,
compuesta de pan,
galletas, arroz y
café, era la más
adecuada para
criar buena sangre.
En vano pretendía
entonar el organismo
agre¬
gando al
menú, de tarde
en tarde, tal
plátano o coco,
arrebatados eventualmente
por algún
negro merodeador de
ingenios abandonados.
Al fin
flaqueó mi resistencia
y enfermé de
paludismo. Nubes de
mosquitos nos
rodeaban: además
del Anopheles claviger,
ordinario portador del
protozoario de la
malaria, nos
mortificaban el casi
invisible gegén, amén
de ejército innumerable
de
pulgas, cucarachas
y hormigas. La ola de la
vida parásita se
encaramaba a nues¬
tros lechos,
saqueaba las provisiones
y nos envolvía
por todas partes.
¡Cuán terrible
es la ignorancia!
Si por aquella
época hubiéramos sabido
que el
vehículo exclusivo
de la malaria
es el mosquito,
España habría salvado
miles de
infelices soldados,
arrebatados por la
caquexia palúdica en
Cuba o en
la Penínsu¬
la. ¿Quién
podía sospecharlo?... Para
evitar o limitar
notablemente la hecatombe.
136
S. RAMÓN
y CAJAL
habría bastado
proteger nuestros camastros
con simples mosquiteros
o limpiar de
larvas de
Anopheles las vecinas
charcas.
Poco remediaba
el tomar dosis
heroicas de sulfato
de quinina. Por
de pronto
se mejoraba;
mas, transcurridos algunos
días, volvía la
accesión. Esta vino
a ser
en mí
diaria, a causa,
sin duda, de
reinoculaciones muy próximas
del plasmodium.
Entretanto había
perdido el apetito
y las fuerzas;
el bazo se
hipertrofiaba; la color
tornóse amarillenta;
andaba premiosamente, y la anemia,
¡la terrible anemia
palú¬
dica!, se
iniciaba con todo
su cortejo de’
síntomas alarmantes. Al
fin quedé pos¬
trado, siéndome
imposible atender a
los enfermos. Un
practicante estulto me su¬
lla; todo
iba manga por
hombro. Para colmo
de desdicha, ¡al
paludismo se agregó
la disentería!...
¡Oh el
admirable optimismo de la juventud!...
Mi vida estaba
tan seriamente
amenazada como
la de los
infelices soldados disentéricos,
tuberculosos y palúdi¬
cos que
morían en torno
mío; y, con
todo eso, abrigaba
tal confianza en
la forta'
leza de
mi constitución, que,
en cuanto abonanzaban
los síntomas, aprovechaba
mi forzoso
reposo en aprender
el inglés, a
cuyo fin habíame
procurado en la
Habana buen
golpe de libros
e ilustraciones yanquis,
amén del indispensable
Ollendorff. Creía
firmemente que, en
cuanto pudiera sustraerme
a la influencia
de
aquellos miasmas
(entonces se creía
en los miasmas
de los pantanos
como causa
de paludismo),
recobraría rápidamente la
salud. Por seguro
tengo que mi
ingenua
confianza en
la vis medicairix
me salvó. .
Por aquellos
meses hubo en
Vista Hermosa "cierta
alarma que nos
reveló la
entereza y
decisión de mis
enfermos. Sería la
del alba cuando
nos sorprendió
tumulto de
voces y descargas.
Arrojóme de la
cama, vestíme sumariamente,
y me
informaron de
que cierta partida
enemiga, emboscada en'el
vecino manigual, tra¬
taba de
sorprendernos. En efecto,
vislumbrábase entre los
árboles agitación de
jinetes y
peones, la mayoría
negros y mulatos.
Apercibido a tiempo
el jefe de
nues¬
tro poblado,
tomó rápidamente medidas
defensivas, y, lleno
de interés hacia
mí,
me ofreció
amparo en la
fortaleza.
—No tenga
usted cuidado— le dije—.
Si los mambises
atacan el hospital,
sabremos defendernos;
en todo caso,
mi deber es
permanecer al lado
de los
enfermos.
Todo esto
ocurrió en un
santiamén. Habíame acometido
la accesión febril,
y
hallábame en
un estado de
exaltación casi delirante.
No obstante, empuñé
un
fusil, me
proveí de cartuchos
y recorrí las
camas, invitando a
los enfermos menos
graves a
la común defensa.
La mayoría de
ellos, aun los
postrados por la
calen¬
tura, incorporáronse en
el lecho y
descolgaron el Remington.
Los que podían
te¬
nerse de
pie se concentraron
en los bastiones
del barracón; los
imposibilitados
arrodilláronse en
la cama, y
desde ella y
sacando el fusil
por las ventanas,
apun¬
taban
al
enemigo. Una descarga
respondió al tiroteo
de los mambises.
Los insurrectos,
al encontrarnos tan
apercibidos, retiráronse sin
intentar
repetir la
hazaña de Cascorro,
otro poblado como
el nuestro, donde
semanas antes
habían sorprendido
y níacheteado a la guarnición
y a los
enfermos.
Una vez
más se frustraba,
por fortuna, mi
loco anhelo de
bélicas contiendas
En mi
entusiasmo olvidaba a
menudo que mi
cometido no era
batirme, sino curar
dolientes. Bien
se advierte que el ansia
necia de notoriedad,
de vanagloria me
per¬
seguía hasta
en el lecho
del dolor.. . » p
Mi enfermedad,
como dejo apuntado,
marchaba de mal
en peor. En vista de lo
cual, solicité
del inspector de
Sanidad de Puerto
Príncipe un mes
de licencia. Aun-
Lámina XII.
Retrato de
médico militar hecho
al embarcar para
Cuba.
La fotografía,
muy inexperta entonces,
deja mucho que
desear.
Un fortín
de la enfermería
de San Isidro,
en la trocha
del Este.
La fotografía,
tomada por mí al colodión,
presenta en primer
término
la locomotora,
de tipo americano,
con enorme chimenea
de embudo.
Lámina XIII.
DESPUÉS DE
Fotografía hecha
eh Puerto Príncipe
CONVALECER OEL
PALUDISMO CONTRAÍDO EN
V,STA-„er„„sa.
El autor
(1877),
caquexia palúdica..
RECUERDOS DE
Mi VIDA.
137
que con
dificultades y regateos
de tiempo (faltaba
personal para reemplazarme),
se me
otorgó al fin.
Arribado a la
capital del Camagüey,
un tratamiento racional,
y
mas que
nada la cesación
de nuevas infecciones,
xne aliviaron mucho.
La fotogra¬
fía aquí
reproducida no da
suficiente idea del
aspecto chupado y
anguloso de mi
rostro, aun.
en la . época
del máximo alivio.
En realidad, había
caído en ese
estado
de decadencia
orgánica conocido con el nombre
de caquexia palúdica,
que debía
prolongarse muchos
años, y de
cuyas lejanas repercusiones
morbosas soy todavía
víctima.
En vista
de mi relativa
convalecencia, el jefe
de Sanidad, doctor
Grau, agre¬
góme al
Cuerpo de médicos
de guardia del
Hospital Militar de
Puerto Príncipe,
donde alterné
con algunos amigos
de la Península,
y tuve el
gusto de conocer
al
doctor Ledesma
(i), que sobresalía
ya como operador
habilísimo.
Mes y
medio permanecí en
la ciudad. Fué
la época más
agradable de mi
estan¬
cia en
Cuba. Todas las
tardes concurrían al
Café del Caballo
Blanco, entre otros
camaradas, Joaquín
Vela y Martín
Visié, excelente amigo
y condiscípulo. No
obs¬
tante mis
andanzas por cafés,
casinos y tertulias
caseras, tuve la
entereza de re-
sirtir a
los cuatro grandes
vicios de nuestra
oficialidad: el tabaco,
la ginebra, el
juego y
la venus. Verdad
que no estaba
yo para trotes.
El alcoholismo,
sobre todo, hacía
estragos en el
ejército. Del coñac
y de la
ginebra, mejor
aún que del
vómito, podía decirse
que eran los
mejores aliados del
mambís. Fumando
de lo más
caro, y bebiendo
ginebra y ron
a todo pasto,
no era
extraño que
muchos jefes y
oficiales decayeran física
y moralraente. Además,
re¬
tenidas las
pagas, pasaban apuros
económicos.
También yo
luché con dificultades
de este género,
aunque por causas
indepen¬
dientes de
mi voluntad.. Durante mis cuatro meses
de permanencia en la isla
no
había recibido
sino la primera
paga de capitán
(125 pesos oro).
En vano remitía
mensualmente a
la Habana los
justificantes de mis
haberes. La penuria
económica
de los
médicos de enfermerías
no obedecía sólo
al clásico desbarajuste
de la adr
ministración española;
debióse también al
desfalco de un
tal Villaluenga, farma¬
céutico del
Hospital Militar de la Habana
y habilitado general
del Cuerpo de Sani¬
dad, el
cual se fugó,
a los Estados
Unidos en compañía
de 90.000 pesos
y de una
pelandusca.
Tocante al
cobro de las
pagas reinaba desigualdad
irritante. Los médicos
mili¬
tares de
servicio en las
'capitalesTperciWan
puntualmente sus haberes;
para los
médicos de
batallón solían retrasarse
algo, si bien
disponían del recurso
de perci¬
bir anticipos
de ía caja
del regimiento o
de empeñar pagas
devengadas en casas
de comercio;
pero los pobretes
que prestábamos servicios
en trochas o
en enfer¬
merías de
campaña, dependíamos en lo económico
de la Habilitación
general de la
Habana, y,
sin relaciones de
amistad con el
comercio de las
ciudades, quedába-
■ mos frecuentemente desamparados.
Tal me
ocurrió a mí.
Habiendo expuesto al
doctor Grau mi
precaria situación ,
tuvo la
bondad de gestionar
entre los compañeros
un préstamo (125
pesos) a rein¬
tegrar como
era justo, de mis
haberes atrasados. En
aqueUas desdichadas cir
cunstáncias, mi
demanda era inexcusable.
Supe, sin embargo,
con sorpresa, gracias
al amigo
Visié, que aquel
guante en favor
de un compañero
había desagradado
profundamente. «¿Qué
hombre es éste-decían-que, a poco de
estar en la
isla
(n El
doctor Ledesma, ¡efe
prestigioso del Cuerpo
de Sanidad Militar,
llegó, como es
sabido, por
sus méritos
prcfesionaies, a médico
de ia Real
Cámara.
138
S. RAMÓN
Y CAJAL
demanda una
limosna para vivir?...
Apele, como los
demás, al crédito:
que se espa¬
bile y
mire por sí,
abandonando escrúpulos de
monja (1).
En efecto;
yo fui siempre
poco espabilado, pero
en aquella ocasión
mis compa¬
ñeros deslucieron
una buena acción
con una injusticia.
¡Olvidaban que había
pa¬
sado cuatro
meses en un
desierto, y de
ellos tres gravemente
enfermo! ¡Mi crédi¬
to!... ¿Pero
qué mercader de
Puerto Príncipe hubiera
prestado su dinero
a un po¬
bre diablo
desconocido, de figura
espectral y condenado,
verosímilmente, a morir
en breve
plazo en cualquier
rincón de las
trochas? Esa conmiseración
despectiva
fué dura
pero necesaria lección,
jamás olvidada. Juré
entonces que en
lo sucesivo
no pediría
prestado un céntimo
a nadie, y
hasta hoy he
cumplido fiel y
estric¬
tamente mi
resolución.
El fallecimiento
del médico-director de
la.enfermería de San
Isidro en la
trocha
del Este,
puso fin a
mi situación provisional
de profesor de
guardia en Puerto
Príncipe. Sin
considerar que había
en disponibilidad otros
ayudantes médicos más
modernos que
yo, ni fijarse
en que mi
salud distaba mucho
de estar consolidada,
el doctor
Grau designóme para
reemplazar al compañero
fallecido, quien por
cier¬
to había
sustituido a su vez a
otro médico caído
también en el
cumplimiento del
deber.
Acepté dócilmente
el nuevo cargo,
aunque, a la
verdad, hízome poca
gracia
entrar en
fila macabra con
mis desdichados antecesores.
La enfermeria
de San Isidro
era uno de
los varios hospitales
de campaña ane¬
jos a
la trocha militar
del Este, la
cual comenzaba en
Bagá, pequeña población
de
la amplia
bahía de Nuevitas.
Emplazada en terreno
bajo y pantanoso,
ofrecía, si
cabe, mayor
insalubridad que Vista
Hermosa, a la
que llevaba solamente
la ven¬
taja de
superior facilidad en
comunicaciones y aprovisionamientos. Porque
entre
San Isidro
y San Miguel
de Nuevitas, la
principal ciudad de la trocha,
no lejos de
Bagá, circulaba
diariamente cierto tren
militar o plataforma,
como nosotros lo
llamábamos. Para
proteger el hospital
de campaña, vasto
cobertizo capaz para
300 enfermos,
alzábase recio fortín,
cuadrado, destinado a
la guarnición. Algunos
pobres bohíos,
habitados por lavanderas
y obreros negros,
completaban el exiguo
poblado, que
dependía en absoluto
de San Miguel,
para los suministros
de víve¬
res y
demás operaciones comerciales.
Adversa se
mostró mi suerte
al regentar el
nuevo destino. De
las deficiencias
higiénicas de
San Isidro certificaban,
de una parte,
la guarnición, casi
siempre
enferma en
sus dos tercios,
y de otra,
el hecho singular
de haber sido
escogido
dicho paraje— vasta
sabana cruzada por
ciénagas— como lugar de
corrección de
oficiales borrachos
y calaveras. Uno o dos
meses de destierro
en San Isidro
con¬
siderábase recurso
heroico capaz de
domar las más
inveteradas rebeldías. Se de¬
cía, y
no a humo de pajas,
que, acabada la
suave condena, los
oficiales levantis-
(1) Los
había tan largos
y vivos que
cobraban tres o
cuatro veces una
misma paga en
diversos
comercios. Pero
más vale no
hablar de. ciertas combinaciones
financieras... Justo es
recordar, en disculpa
de los
hóbífes, que el
desorden de la
administración llegó por
entonces al colmo,
justificando en cierto
modo incorrecciones que
en época normal
habrían parecido intolerables
y justificado medidas
de rigor.
Para que
se forme idea
de cómo se
extendía la corrupción
administrativa,
transcribipios estas pala¬
bras del
informe del general
Jovellar al ministro
de Ultramar (13
de enero de
1874): “La inmoralidad
en todos
los ramos de
la Administración, sin
exceptuar la de
Justicia, es la
más corrompida del
mundo.. .
Sería necesario
separar las tres
cuartas partes, por
lo menos, de
los magistrados, jueces
y empleados de
la Administración civil
y militar concusionarios."
Y si
hemos de creer
a conocedores de
las causas profundas
del reciente desastre
de Annual (19211,
nuestro desbarajuste
administrativo sigue igual.
Está visto que
no aprendemos nunca.
KECUERDOS DE
MI VIDA
139
eos gozaban
la más dulce
de las tranquilidades: los
unos, por haber
muerto; los
otros, por
yacer impotentes en el lecho
del dolor...
A poco
de mi llegada,
pude ya comprobar
la eficacia de
aquel lugar de
expiación. Acababa
precisamente de fallecer
cierto capitán borracho
y pendencie¬
ro, y
se preparaban a
embarcar en la
plataforma liberadora, con
paso débil y mi¬
rada desfalleciente, dos oficiales recién
cumplidos. Para reemplazarlos
llegaron, a
los pocos
días, cierto capitán
dé Administración Militar
medio loco, pero
muy
listo, y
con quien por
cierto mantuve ruidosas
polémicas filosóficas, y
tres oficia¬
les de
diversas Armas, acusados
de promover escándalos
y cometer intolerables
excesos en
cafés y demás
centros de recreo.
Eran gente alegre
y dicharachera.
Oyendo sus
proezas se pasaban
muy buenos ratos.
¡Qué de novelescas
conquis¬
tas amorosas!...
¡Cuántos ingeniosos recursos
para burlar la
antipática vigilancia
de maridos
y papás! ¡Qué
de infalibles ardides
contra la bolsa
de los usureros!...
Lo malo
fué que tan
amenas pláticas se
acabaron pronto. Una
o dos semanas
después casi
todos aquellos arrogantes
Lovelaces cayeron en
cama con calentu¬
ra. Y
cuando sonó la
hora de la
ansiada emancipación, arrojáronse
del lecho, re¬
sueltos a
no permanecer en San Isidro
ni un minuto
más. Dos de
ellos fueron
transportados al
tren en camilla.
Recuerdo que, al
decirme adiós, miráronme
con
esa conmiseración
con que el
rescatado de Argel
debía contemplar al
cautivo sin
esperanza.
Tal fué
el salubre y
apacible retiro con
que me obsequió
el doctor Grau,
en
cumplimiento de
atribuciones indiscutibles. No me quejé
y no me
quejo hoy. Al
fin y
al cabo, alguno
había de cargar
con el mochuelo.
No estará
de más informar
brevemente al lector
de la significación
del sistema
defensivo de
las trochas militares.
Las trochas
de Cuba eran
caminos bordeados por
fuerte empalizada, con
o sin
alambradas de
refuerzo, y defendidos
cada 500 metros
por blockaas, donde
vigila¬
ban pequeños
destacamentos de soldados.
Cada 1.000 o
más metros alzábase
un
fortín de
madera, guarnecido por
una compañía o
fracción de ella.
De distancia
en distancia
alzábanse algunos poblados;
en ellos la
línea militar era
custodiada
por retenes
militares de cierta
importancia, a cuya
égida 'protectora se
ampara¬
ban enfermerías
y almacenes.
La llamada
trocha del Este o del
Bagá, aunque no terminada, extendíase
de
Norte a
Sur unos 52
kilómetros; comprendía tres
o cuatro hospitales
de campaña,
y secuestraba,
en una inmovilidad
enervante, varios miles
de soldados. La
trocha
de Jácaro
a Morón, mucho
más- larga, inmovilizaba ocho
o diez mil,
que había que
renovar cada
tres o cuatro
meses. Epocas hubo
en San Isidro
durante las cuales
las tres
cuartas partes de las guarniciones
de la línea
militar eran baja,
atestando
las enfermerías,
por donde quedaban
blockaas y fortines
casi abandonados y
merced del
enemigo.
En teoría,
el plan — un tanto
pueril — parecía bien pergeñado.
Nuestros técnicos
militares debieron
quizá discurrir así:
Afecta la gran
Antilla figura de
salchicha,
con dos
estrangulaciones centrales, divisoras
del territorio en
tres principales de¬
partamentos: el
de las Villas
y Occidental, rico
y floreciente, y
cuya tranquilidad
importaba mucho
asegurar; el Central
o del Camagüey,
donde la insurrección
tuvo
siempre tenaces
partidarios, y, en
fin, el Oriental
(Bayamo, Holguía, Santiago,
etc.),
donde la
rebelión alcanzaba todo
su auge. «Si
cortamos la isla
de Norte a
Sur —
140
S.. RAMÓN
Y CAJAL
debieron pensar
nuestros consumados estrategas— por las
susodichas escotadu¬
ras, mediante
empalizadas y series
de fortines, quedarán
convertidas aquellas re¬
giones en
perfectos compartimentos estancos.
Y una vez
acabadas, las trochas
preservarán del
contagio revolucionario al
próspero departamento de
las Villas,
fuente de
valiosos recursos; de
esta suerte, un
ejército relativamente pequeño
po¬
día limpiar,
sucesiva y metódicamente, de
insurrectos cada compartimento
estan-
co.> Ni
por pienso se
preocuparon aquellos generales
de la insalubridad
del terre¬
no y
de los efectos
deprimentes de la
inacción.
Los repetidos
reveses de la campaña probaron
que las trochas
constituyeron
gravísimo error
higiénico y militar.
Acaso la de
Júcaro a Morón
orestó al princi¬
pio, cuando
las partidas revolucionarias alcanzaban
exiguos contingentes o
cons¬
taban de
, soldados poco
aguerridos, servicios positivos;
pero ulteriormente, los
inconvenientes superaron
con mucho a los harto
discutibles beneficios. Todo
el
mundo pudo
ver, y ello
consta en las
manifestaciones del general
Portillo y en las
representaciones al
Gobierno del capitán
general Concha, que
aquellas inexpugr
nables murallas
de la China
eran tácticamente ineficaces.
Atravesábanlas impune¬
mente los
insurrectos (recuérdese, entre
otros cruces célebres,
el de la
trocha del
Júcaro realizado
por Máximo Gómez
en Í874, para
propagar el fuego
de la rebelión
a las
Villas); inmovilizaban sin
fruto copioso ejército
que habría sido
eficacísimo ;
en operaciones
de persecución activa;
aumentaban en grado
indecible, particular¬
mente durante
la época de las lluvias,
las bajas por
enfermedad (¡muchos fortines
se alzaban
en marismas y
pantanos!...); y, en
fin, consumieron en
trabajos de ex¬
planación, fortalezas,
construcción de estacadas,
entretenimiento de hospitales
y
depósitos de
víveres y medicamentos,
sumas fabulosas. Y
esto precisamente
cuando los
apuros económicos de la metrópoli,
casi huérfana de
crédito y desan¬
grada por
dos tremendas guerras'
peninsulares, eran aterradores.
Cuando más
tarde, aleccionados por
dolorosa experiencia, abandonamos
las
trochas, éstas
habían causado más de 20.000
víctimas (1).
¡Asombra e
indigna reconocer la
ofuscación y terquedad
de nuestos generales
y gobernantes,
y la increíble
insensibilidad con que
en todas épocas
se ha derro¬
chado la
sangre del pueblo!
¡Qué pena da
pensar en la
absoluta irresponsabilidad
de que
gozaron nuestros ineptos
generales y nuestros
egoístas ministros!
Al referir
aquellos sucesos, después
de ocurrida la
catástrofe colonial, es
difí¬
cil resistir
a la tentación
de indagar las
causas de tantos
reveses y de
recordar los
grandes desaciertos
de nuestra politica
ultramarina. Es triste
reconocer que la
característica de
los estadistas españoles
consistió siempre en
rechazar obstina-
mente las
lecciones de la
historia. Nuestros políticos
vivieron siempre al
día, aten¬
tos al
conflicto presente, sin
preocuparse lo más
mínimo del porvenir.
Ni las trá¬
gicas lecciones
de la emancipación
de América, ni
dos agotadoras campañas
en
Cuba, ni
el consejo de
los pocos políticos
clarividentes que hemos
tenido, como
Aranda, Prim
y Pi y
Margall, hicieron mella
en el cerril
egoísmo de nuestras
oli-
garqiúas turnantes.
Con una
falta de cordura
incomprensible en preclaros
talentos, hombres como
(1) De
las estadísticas, harto
incompletas, publicadas acerca
de aquella campana,
se deduce que
sólo
por enfermedad
murieron cerca de
58.000 soldados y
oficiales. Juntando a
esta cifra la
de 16.000 a que
ascendiéronlos soldados
devueltos a la
Península por inutilizados
en campaña (y
de los cuales
buena
parte sucumbió
en sus pueblos
o en los
hospitales de la
Península), se obtiene
la suma de
74 000 bajas
por enfermedad,
muertos casi todos.
Y no contamos
aquí los caídos
en el campo
de batalla ni
los prisio¬
neros y
extraviados, que se
cuentan por miles.
RECUERDOS DE
MI VIDA
141
Gastelar y
Cánovas pensaban que
Cuba — ^esa Cuba que
nos aborrecía y
cuya in¬
dependencia, deseada
por América entera,
era inevitable — valia la
pena de sacri¬
ficarle España.
La frase efectista
del célebre estadista
conservador «hasta el
últi¬
mo hombre
y la última
peseta^, ha pasado
a la historia
cual testimonio elocuente
de cómo
en España puede
llegarse al pináculo
del Poder sin
conocer de cerca
las
causas de
nuestras discordias (que
yo sepa, ningún
gobernante español de
enton¬
ces visitó
Cuba ni América
del Norte) ni
poseer la prudencia
y previsión necesa¬
rias para
salvaguardar los primordiales
intereses del país.
Harto más hábiles
fueron,
en conflictos
semejantes, otras naciones.
Recuérdese a Portugal
y Holanda conser¬
vando sus
colonias, no obstante
las codicias de
naciones poderosas. ¡Cuánto
desconsuela reconocer
que la rectificación
a tiempo de
nuestras normas políticas
■ en orden
al régimen de
las posesiones de Asia y
América, hubiera mantenido
sin
mermas el
glorioso patrimonio de
nuestros mayores!...
Al rectificar
nuestra conducta, nada
teníamos que inventar.
Bastaba con imi¬
tar a
Inglaterra, la maestra
insuperable en las
artes de la
política, siempre atenta
a las
enseñanzas de la
realidad. De la
guerra separatista de
los Estados Unidos
sacó el
gran principio de la autonomía,
gracias a cuya
leal y generosa
aplicación
cesó el
movimiento emancipador de
sus colonias, que,
diversificadas en lo
políti-
tico, vemos
hoy de cada
vez más compenetradas
en espíritu y
sentimiento con la
metrópoli (1).
Mientras tanto, nuestra
evolución política en
punto al gobierno
co¬
lonial, consistió
en pasar del
régimen tutorial al
régimen asimilista. Y
cuando,
apremiados por
las circunstancias, pensamos
en dictar reformas
para Cuba, sólo
se nos
ocurrió planear incoloro
simulacro de autonomía
administrativa y política,
es decir,
una de esas
medias medidas, exentas
de generosidad y
magnanimidad,
por igual
odiosa a criollos
y peninsulares, y
que los temperamentos
resueltos, en
su odio
a la metrópoli,
rechazan siempre como burlas intolerables.
Sabido es que
los cubanos,
al conocer la
insignificancia de la
reforma proyectada, iniciaron
la
rebelión.
Si al
menos, al terminar
la primera guerra
de Cuba— que, como
todas las con¬
tiendas civiles,
acabó en pacto— hubiéramos cumplido
lealmente solemnes compro¬
misos; si
en vez de
llevar a las
Cortes fórmulas hábiles
hubieran nuestros Gobier¬
nos convertido
en ley, como
ofreció Martínez Campos,
las condiciones de
la paz
del Zanjón,
habríamos quizás evitado
la segunda guerra
separatista, y con
ella el
desastroso choque
con los Estados
Unidos! Caímos porque
no supimos ser
ge¬
nerosos ni
justos.
Pero con
estas dolorosas digresiones
pierdo de vista
el asunto y
falto además
a formales
promesas. Volvamos, pues,
a San Isidro.
Mi labor
médica en San
Isidro era abrumadora,
pues pasaban de
300 los en¬
fermos.
Por suerte,
la patología resultaba
poco variada y
difícil; viruela (que
hacía
estragos en
los negros), úlceras
crónicas, disentería y
paludismo.
Pero sf
el servicio profesional,
aunque pesado, no
ocasionaba grandes que¬
braderos de
cabeza, en cambio
los daba y
grandes el saneamiento
administrativo
(1) Mientras
escribíamos estas líneas,
en 1916, el
Canadá, la India,
la Australia, el
Africa del Sur,
et¬
cétera, sentían
como suya la
guerra entre Inglaterra
y Alemania, y,
alardeando de un
admirable patrio¬
tismo de
raza, enviaban contingentes
militares al teatro
de la lucha.
¡He aquí el
fruto de la
generosidad
política,
que no
es, en suma,
sino altísima y
clarividente habilidad!... (Nota
de la 2.®
edición.)
142
S. RA.MÓN
Y CAJAL
del hospital.
En San Isidro
(1) buena parte
de los empleados
estafaban al Estado,
desde el
jefe de la
guarnición hasta los
practicantes y cocineros.
Conforme era de
presumir, el
Quijote que yo
llevaba en el
cuerpo se me
alborotó al tener
noticia
de tan
innobles abusos, y me lancé
resuelto a la
pelea, precisamente cuando
mi
salud volvió
a quebrantarse seriamente.
He aqui
la técnica empleada
por los defraudadores
para vivir parásitamente
a
expensas de
la administración;
En dos
o tres ocasiones
habianseme quejado los
enfermos sujetos a
ración de
gallina de
la insipidez y
aspecto estropajoso de
las raciones servidas.
Extrañado
de la
queja, me propuse
averiguar a todo
trance por qué
las aves de
corral habian
perdido de
pronto su exquisito]
sabor. El azar
llevóme cierto día
a pasear por
los
alrededores del
poblado, donde sorprendí
un bien repuesto
gallinero, perteneciente
al cocinero
del hospital. Este
encuentro fué para
mí un rayo
de luz. Y
enlazando
los hechos
y olfateando las
pistas, vine a
resolver al fin
el problema, amén
de ave¬
riguar otros
muchos abusos cometidos,
con la complicidad
del cocinero y
practi¬
cantes, a
beneficio del jefe y oficiales
de la guarnición.
El escamoteo
de las gallinas
verificábase de dos
maneras: 1.^ De
acuerdo con
el cocinero,
recibían los enfermos
como buenas raciones
de gallina trozos
de ésta
de que
se había extraído
previamente el caldo,
y despojados, por
tanto, de subs¬
tancia. 2.^
Los practicantes cargaban
en la libreta
de prescripciones y
régimen,
firmada diariamente
por raí, cierto
número suplementario de
raciones. Merced a
tan burda
invención, practicantes y
oficiales comían pollo
a todo pasto
y aun
quedaba algo
para poblar el
corral del cocinero,
un negrazo tan
bellaco como in¬
solente.
La confrontación, hecha
de memoria para
no inspirar recelos,
de las libretas
del
régimen, antes
y después de ser enviadas
a San Miguel
por el practicante,
co¬
rroboró la
realidad del abuso y me
reveló además que,
apelando al socorrido
pro¬
cedimiento de
las adiciones, casi
toda la carne,
huevos, jerez y
cerveza consumi¬
dos por
los oficiales y
practicantes salía del
presupuesto del hospital.
Al encararme,
indignado, con el
cocinero y practicantes,
autores materiales de
la defraudación,
se desarrolló la
escena consiguiente, que
ellos afrontaron con
sorprendente cinismo,
como quien tiene
bien guardadas las
espaldas. Ante mis
in¬
terrogaciones apremiantes,
declararon que el
chanchullo, si así
podía llamarse tan
venial irregularidad, constituía
régimen consuetudinario de
la enfermería; que,
gracias a
su prudente tolerancia,
consiguió mi antecesor
vivir en paz
con los ofi¬
ciales, amén
de economizar casi
enteramente su sueldo;
y, en fin,
que yo debía
dejarme de
chismes y tonterías
y allanarme a
las clásicas prácticas
administrati¬
vas. ¡Y
esto sucedía cuando
yo, atacado nuevamente
de paludismo, para
no acu¬
dir a
la cocina del
hospital, gastaba parsimoniosamente mis
últimos centavos y
entablaba tratos
con cierto almacenista
de San Miguel
para pignorar una
paga
atrasada!
Todavía si
la mencionada distracción
hubiera obedecido a
la necesidad, ha¬
bría acallado
mis escrúpulos; mas
constábame, al contrario,
que jefes y
oficíales
cobraban puntualmente
sus haberes. En
cuanto al cocinero
y practicantes, hacían
con lo
defraudado tráfico vituperable.
■De
este modo resultó
inevitable el choque
con el comandante.
En conferencia
(1) Tengo
motivos para pensar
que ocurría lo
mismo en otros
muchos hospitales, y
que a ello
no se
daba ninguna
imporiancia.
RECUERDOS DE
MI VIDA
143
reservada censuré
su proceder incorrecto;
le expresé que
era para mí
caso de con¬
ciencia evitar
tales irregularidades, ya que pesaba
sobre raí la
responsabilidad
administrativa dél
hospital; añadí, en
fin, que estaba
dispuesto a corregir
radical¬
mente los
abusos.
Mi interlocutor
se enojó rpucho,
reprochándome y hasta
burlándose de lo
que él
llamaba chinchorrerías; pero
no echó las
cosas a barato.
Acaso me creyera
inca¬
paz de
poner orden en
la administración del
hospital. Sin embargo,
cuando días
después se
encontraron jefes y
oficiales sin víveres
de guagua y
advirtieron que
las libretas
de pedidos para
la enfermería se
comprobaban a diario,
reaccionaron
vivamente. Comenzó
entonces contra mí una guerra
de alfilerazos y
de pequeñas
insidias; se
me condenó al
aislamiento; se hizo
lo posible, en
suma, para agotar
las fuerzas
morales de un
enfermo... Excusado es
decir que cocinero
y practican¬
tes veían,
no sin alegría,
cómo la enfermedad
minaba rápidamente mi
organismo.
Otra persona
más cavilosa que yo habría
temido un envenenamiento. Afortuna¬
damente, conservaba
incurable optimismo.
Entre las
impertinencias con que el comandante
trató de molestarme,
hubo una
que estuvo
a punto de
provocar grave cuestión
personal. En las
noches de
alarma (no
raras en San
Isidro), el comandante
pretendía encerrar dos
caballos
suyos en
el hospital, al
lado de los
enfermos, a fin
de protegerlos contra
los me¬
rodeadores; en
justificación del capricho
alegaba que no
cabían en ei
fortín de su
residencia y
que la enfermería
era el sitio
más seguro para
guardarlos. Yó me
opuse en
varías ocasiones a tan antihigiénica
pretensión, varias veces
renovada,
y el
jefe, aunque refunfuñándo,
acababa por desistir.
Perdida ahora la
cordialidad,
pensó, sin
duda, que no
debía respetar mis
escrúpulos. Y cierta
noche, en que yo
me hallaba
acostado con fiebre
alta, oí que
traían los caballos
a la sala,
percibién¬
dose olor
de cuadra insoportable.
Vestime de prisa
y salí casi
tambaleándome al
encuentro de
los palafreneros, a
quienes rechacé a
empellones, obligándoles a re¬
tirar el
ganado. Noticioso entretanto
el jefe de
lo ocurrido, vino
furioso hacia mí,
exciamando con
voz alterada por la cólera:
—¿Quién es
usted para desobedecerme? ¡Aquí
represento la suprema
autori¬
dad y
usted tiene el
deber de acatar
ciegamente mis órdenes!...
—Dispense usted — repliqué—; dentro
de este recinto
no hay más
autoridad
que la
mía. Pesa sobre
mí la responsabilidad del
tratamiento y cuidado
de .los en¬
fermos, y,
en conciencia, no
puedo consentir que
por capricho de
usted se con¬
vierta la
sala en cuadra
inmunda...
Ciego por
la ira, y
sin reparar en
que estaba delante
de un enfermo,
se aba - ‘
lanzó en
ademán de agredirme.
Yo me puse
a la defensiva,
dispuesto a devolver
golpe por
golpe. La fiebre
abrasaba mi cabeza,
y hubo un
momento en que
todo lo
vi rojo.
Afortunadamente, los oficiales,
harto más discretos
que el comandante,
comprendieron lo
absurdo de la
situación y nos
separaron y apaciguaron.
Conforme era
de esperar, el
jefe me instruyó
sumaria por insubordinación y
amenazas a
la autoridad. Comenzaron,
pues, las actuaciones.
Los folios crecían
como espuma.
Mi superior jerárquico
propaló la especie
de que no
había de parar
hasta mandarme
a presidio. Para
hacer buenas sus
amenazas, confiaba mucho
en
cierto tío
suyo, el brigadier
X, habitante a
la sazón en
Santiago y personaje
muy
influyente en
la Capitanía general.
Mas al fin
ocurrió lo que
era de esperar.
En
cuanto, por
mis declaraciones y
denuncias, conocieron las
autoridades de Puerto
Príncipe las
escandalosas filtraciones y los abusos
de autoridad consentidos
o co¬
metidos por
el jefe militar
de San Isidro,
todos, incluso el
famoso general de
quien
144
S. RAMÓN
Y CAJAL
tanto fiaba
su sobrino, apresuráronse
a echar tierra
al asunto. De
mi proceso
pues, nadie
volvio a acordarse.
Y un oportuno
relevo del comandante,
fundado en’
motivos de
salud-alli todos estábamos
más o menos
enfermos-, restableció de
fimtivamente la
paz en San
Isidro. icbiaoiecio de-
De todos
modos, yo sali
con mi empeño
de purificar, en lo posible
la admini<;
y hasta proceres politices
siguen entregados al
saqueo del Estado^
v’es qL para
muchos españoles
el Estado es
pura entelequia, vacuo
ente de razón
Ltafarle
equivale a
no estafar a
nadie. ¡Singular paradoja,
creer que no
se roba a“
cuando se
roba a todos!...
Perdido el sentimiento
religioso, que antaño
contuvo
substituirlo con
el patriotismo la
religión fuerte
y moralizadora de las naciones
poderosas. ’
CAPITULO XXIV
MIS DISTRACCIONES
EN SAN ISIDRO— LA
DANZA DE NEGROS
Y EL ARPA
DEL SABOYA-
NO.—
SE AGRAVA MI
ENFERMEDAD Y SE
DENEGA MI SOLICITUD
DE ABANDONAR
TEMPORALMENTE LA
TROCHA— PIDO MI LICENCIA
ABSOLUTA.— GRACIAS A LA
SUPRESIÓN DE
LA TROCHA LOGRO
ABANDONAR MI DESTINO.— UN
MES EN EL
HOS¬
PITAL DE
SAN MIGUEL
La temporada
transcurrida en San
Isidro aparéceseme hoy
borrosa y gris
como mirada
al través de
espesa niebla. Mi
situación era por
cada día más
lastimosa. La
mayoría de mis
horas consumíanse en
el lecho, sin
más con¬
suelo y
asistencia— varaos al decir— que
los prodigados por
un practicante (el de
los chanchullos)
que me detestaba
cordialmente. No obstante
la quinina, el
tanino
y opio
(para la disentería),
mis alivios eran
fugaces, episódicos; la
ansiada mejoría
parecía alejarse
indefinidamente, burlando mis
esperanzas. Por primera
vez co¬
mencé a
dudar de los
recursos defensivos de
mi organismo. En las horas
melancó¬
licas en
que, arrastrándome del
lecho, podía respirar
el aire libre
y presenciar el
ajetreo de
las gentes, ¡con
cuánta envidia miraba
la robusta salud
de los negros,
los inconscientes
obreros de la Trocha!... A
ratos, aquella ola de vida
y alegría des¬
bordantes parecíame ‘algo así
como una insolencia.
Aquellos africanos
traídos a Cuba
por buques negreros,
nos daban lección
de
paciencia y
resignación. Lejos de
sentir nostalgia por
la patria lejana,
celebraban
regocijada y
ruidosamente sus fiestas,
entregándose a zambras
alegres y cánticos
salvajes. Verdad
es que el
negro es casi
inmune a la
malaria.
Era la
danza de, las
negradas espectáculo singular
y atrayente. Mientras
ciertas
parejas, medio
desnudas, bailaban incesantemente bajo
un sol de
fuego, otros
morenos cimarrones
marcaban el compás,
golpeando sobre largos
tambores labra¬
dos en
troncos de árbol.
De vez en
cuando, una voz
chillona y selvática
entonaba
sencillo estribillo,
traducción acaso de
algún viejo canto
aprendido en los
bosques
africanos. Por
su repetición, grabóse
indeleblemente en mi
memoria el siguiente:
«Yo fui
quien maté el
caimán.
Caimán...
Caimán...
Yo fui
quien maté el
caimán».
Y así
sucesivamente durante ocho o diez
horas. Un coro
de gritos salvajes
sa¬
ludaba al
cantante al terminar
cada estrofa.
Aquellos danzantes
africanos poseían músculos
de acero. El
sudor corría a rau¬
dales por
su piel de
ébano y el
sol arrancaba a sus relieves
musculares reflejos
10
146
S. RAMÓN
Y CAJAL
metálicos. Lejos
de amansar su
fogosidad, tan formidable
ajetreo parecía estimu¬
larlos. En
algunas parejas, el
crescendo de piruetas,
cotítorsiones y gestos
eróticos
llegaba al
frenesí. De seguro
que ningún europeo
habría resistido la
mitad de aquel
violentísimo ejercicio.
Entre nuestras
distracciones de San
Isidro figuraban 'también
conciertos de
arpa. Mas
esto exige volver
atrás, consignando un
antecedente.
Por aquella
época, la Isla
de Cuba era
sima aterradora de
soldados. Y como
la
recluta voluntaria
para Ultramar resultaba
de cada vez
más deficiente, apelaron
los
banderines de
enganche de la
Península a todo
linaje de ardides,
aun los más
re¬
pulsivos y
vituperables. A tal
propósito, agentes reclutadores
sin escrúpulos fre¬
cuentaban garitos
y tabernas, y
comprometían, previa la
correspondiente embria¬
guez, no
sólo a todos
los vagos y
viciosos, sino a
cuantos extranjeros jóvenes
caían
en sus
redes. Así fueron
a Cuba algunos
saboyanos, infelices artistas,
que por la
citada época
recorrían España cantando,
al son del
arpa, el himno
de Garibaldi.
Uno de
estos desventurados italianos
dió con sus
huesos en la
enfermería de
San Isidro.
Padecía de hepatitis
e hidropesía, y
en su rostro
ictérico mostraba,
además, el
indeleble sello del
paludismo crónico. Ignoro
cómo, durante su
azaro¬
sa peregrinación
al través de la Isla,
había logrado conservar
el precioso instru¬
mento musical,
junto al cual
solía dormir en
la enfermería, receloso
de que se lo
arrebataran. Este
soldado músico era
mozo servicial y
afable, y cuando
le dejaba
la fiebre,
nos obsequiaba con
conciertos al aire
libre. Al complacernos,
además
de nuestra
gratitud, granjeaba algunos
pesos que economizaba
para la ansiada
repatriación.
Aún parece
que le veo
a la luz
de la luna,
amarilla la faz,
abatida y triste
la
mirada, con
el vientre hidrópico,
rasgo morboso que
le daba aspecto
trágicamente
grotesco. Puesto
en el centro
del corro, y
apoyando su cuerpo
en el tronco
de un
árbol, lanzaba
al aire con
afinación y sentimiento,
que nuestra hambre
musical
convertía en
sublimes, romanzas de
Rossini y Donizetti,
canciones napolitanas y
aires saboyanos
impregnados de suave
melancolía.
Dejo apuntado
más atrás que mi dolencia
tendía a empeorar.
En los seis o
siete meses
pasados en San
Isidro gocé solamente
fugacísimos alivios. El
hígado
y el
bazo mostraban tumefacción
alarmante, y la
temible hidropesía se
iniciaba.
En vano
suplicaba a mi
jefe técnico el
doctor Grau una
licencia temporal. «Carez¬
co de
personal, contestaba siempre.
Resista usted cuanto
pueda; en cuanto
dis¬
ponga de
médicos de refresco,
haré un esfuerzo
por reemplazarle.»
Mis esperanzas
empezaban a nublarse
ante aquella resistencia
pasiva que te¬
nía todo
el aspecto de
abandono despiadado. Y
acabé por pensar
que para salvar¬
me era
de todo punto
preciso sustraerme lo
antes posible a
los efectos de
aquella
atmósfera deletérea.
Pero ¿cómo?...
En mi situación
desesperada, sólo percibí
un remedio: pedir
la
licencia absoluta
por enfermo, es
decir, renunciar a
la carrera militar
y reinte¬
grarme a
la Península. Elevé,
pues, una instancia
al Capitán general,
por conduc¬
to de
las autoridades sanitarias
de Puerto Príncipe;
y cuando esperaba
ansiosa¬
mente el
resultado, informóme un
amigo de que
en la capital
del Camagüey se ne¬
gaban a
tramitar la solicitud.
Mi inhumano jefe
el doctor Grau
creyó, sin duda,
que mi
decaído organismo podría
tirar unos meses
más...
Debo la
vida a cierto
caballeroso brigadier, de
cuyo nombre, ¡oh
inconsciente
ingratitud!, no
puedo hacer memoria.
Dejo expuesto ya que
las
trochas como re¬
curso defensivo
habían caído en
descrédito, aunque nadie
quería cargar con
la res-
RECUERDOS DE
MI VIDA
147
ponsabilidad de
suprimirlas. Por iniciativa
del Capitán general,
efectuóse al fin
una
jira de
inspección a diehas
líneas militares. Y
el citado brigadier,
a quien tocó
visi¬
tar la
del Bagá o
del Este, donde
yo me encontraba,
impresionóse tan vivamente
al
reconocer el
mal estado de los soldados
y la muchedumbre
de enfermos definitiva¬
mente inutilizados
para la campaña,
que ordenó desmontar
inmediatamente los
fortines y
retirar las guarniciones.
Compadecido de mi
estado, y noticioso
de que
mi solicitud
de licencia habíase atascado,
quizás intencionadamente, en la capital
del distrito,
tomó sobre sí el encargo
de cursarla personalmente, prometí éndomCj
además, acelerar
todo lo posible
la resolución del
Capitán general.
Disuelta la
trocha del Bagá,
fueron los enfermos
concentrados en diversos
hos¬
pitales, singularmente
en el de San Miguel,
adonde fui yo
a parar, esta
vez no
como médico
director, sino como
uno de tantos
casos clínicos.
Allí, en
un destartalado pabellón
destinado a los
oficiales enfermos, pude
una
vez más
comprobar la irremediable
ineficacia de la
caridad oficial. Aun
en los es¬
tablecimientos benéficos
mejor organizados, el
doliente siéntese a
menudo algo ,
abandonado; fáltale
siempre esa tierna
y vigilante solicitud
de que sólo
la madre
o la
esposa poseen el
secreto. Claro es
que no faltaban
hermanas de la
caridad
ni enfermeros;
masa causa del
hábito, estas personas
beneméritas ad uieren
pronto, ante
el dolor ajeno,
desconsoladora
insensibilidad. Además, el
paciente
ansia privilegios;
quisiera ser foco
de la general
preocupación; hallar, en
fin^
impresionabilidades y
afectos vírgenes, no
embotados aún por
la diaria batalla
contra el
dolor. Pero ello
es casi imposible,
como lo es
también que las
angustio¬
sas peripecias
de la enfermedad
se ajusten a
los horarios administrativos.
Por mi
parte, acostumbrado a
ser bastante mal
atendido en San
Isidro, sopor¬
taba con
relativa resignación mi
soledad sentimental. No
así mis vecinos
inmedia¬
tos, entre
ellos cierto teniente
coronel, de carácter
violento, el cual
juraba y se
exasperaba cuando
las hijas de la caridad
no acudían inmediatamente a
sus congo¬
josos llamamientos.
En su irritación,
dicho jefe— enfermo de
tuberculosis grave y
de otras
cosas— dió en la
manía de llamar
a tiros de
revólver... Por cierto
que al oir
la primera
vez el estampido,
creimos todos que
se había suicidado
o que había
herido a
algún enfermero demasiado
olvidadizo o gandul.
Yo procuraba calmarle
y, en
la medida de
mis posibilidades físicas,
acudía a su
lecho para apagar
su sed
devoradora y
administrarle medicinas.
Transcurridas algunas
semanas, mejoré lo
bastante para abandonar
el Hospi¬
tal y
trasladarme a Puerto
Príncipe. Gracias a
mi brigadier bienhechor,
la nueva
instancia había
surtido efecto. Mas
para obtener la
licencia absoluta, a
título de
inutilizado en
campaña, era requisito
inexcusable sufrir reconocimiento facultati¬
vo. Efectuóse,
pues, en Puerto
Príncipe, dando por
resultado el diagnóstico
de
caquexia palúdica
grave, incompatible con
todo servicio.
Cumplida tal
formalidad, y noticioso
de que el
Capitán general accedía
al ade¬
lanto de
la licencia (1),
tomé la vuelta
de la Habana,
donde debía cobrar
mis atra¬
sos, obtener
el pasaporte y
esperar el vapor.
Como inutilizado
en campaña tenía
derecho a pasaje
gratuito. Pero mis
apuros
económicos eran
grandes. Se me
debían ocho o
nueve pagas. A
causa de la
orgía
administrativa reinante,
corría riesgo de
pasar en la
Habana rm par
de meses,
(1) La
orden de anticipo
de la Ucencia
absoluta se expidió
con fecha de
15 de mayo
de 1875. El pa¬
saporte es de 21
de mayo de
1875; en- él
se hace constar
que. hallándome enfermo,
mi traslado a la
Península corre
a cargo de la Administración militar.
148
S.' RAMÓN
Y CAJAL
ocupado en
la liquidación de mis haberes,
cuando precisamente mi'éstado
exigía
la más
rápida repatriación.
A fin
de prevenir tan
grave contratiempo, un
mes antes tuve
la previsión de
escribir a
mi padre. En
la carta pintábale
sinceramente mi aflictiva
situación y le
rogaba el
envío de dinero.
Llegada la letra,
y ya más tranquilo, consagróme
a ges¬
tionar del
Habilitado el cobro
de mis atrasos.
Al pronto rehusó
pagarme, a pretex¬
to de
que la consignación
del último trimestre
no había sido
hecha efectiva; pero,
a fuerza
de súplicas y
porfías, conseguí liquidar
mis haberes, no
sin dejar en las
garras del
aprovechado funcionario un 40 y
hasta un 50
por 100 del
importe de
aquéllos. Así
y todo junté,
sin contar con
el dinero de
mi padre, cerca
de 600 pesos,
con que
enjugué pequeñas deudas^
adquirí lo necesario
para el regreso.
¡Oh nues¬
tros inveterados
abusos administrativos y cuán caros
los ha pagado
la pobre Es¬
paña, siempre
esquilmada, siempre sangrante
y siempre perdonando
y olvidando!...
CAPITULO XXV
ME TRASLADO
A LA HABANA,
DONDE RECAIGO DE
MI DOLENCIA,— MI REGRESO
EN EL
VAPOR «ESPAÑA».— CADÁVERES DE
SOLDADOS ARROJADOS AL
MAR. -TAHURES
TRASATLÁNTICOS.—
EL AMOR
Y EL PALUDISMO.— VUELTA AL
ESTUDIO DE LA
ANATOMÍA
Días antes
de zarpar el
vapor, y cuando
obraban en mi
poder el pasaporte
y el
billete para el
viaje, sufrí un
ataque de disentería
aguda. ¡El nau¬
fragio a
la vista del
puerto!... ¡Qué angustias
devoré al verme
nuevamen¬
te postrado
en el lechOj
sin amigos que
me atendieran y
precisamente en el an¬
siado momento
de la liberación!
Por fin,
la Providencia apiadóse
de mí. Y
aprovechando, impaciente, cierta
dé-^.,
bil mejoría,
embarquéme precipitadamente en el vapor
España, que zarpaba
con rumbo
a Santander. Conmigo
abandonaron la isla
también muchos soldados
inutilizados en
campaña. Los desventurádos
estaban enfermos como
yo; pero,
menos atendidos,
viajaban en tercera,
hacinados en montón
y sometidos a
régi¬
men alimenticio
insuficiente o poco
reparador. Yo me
complacía en cuidarlos,
procurándoles medicamentos
y alentando sus
esperanzas. Algunos de
aquellos
infelices fallecieron
durante la travesía.
¡Qué desgarrador espectáculo
contemplar
a la
alborada el lanzamiento
de los cadáveres
al mar!... En cambio, otros
enfermos
más afortunados
mejoraban a ojos
vistas. Al alivio
cooperaban la pureza
del aire
y la
ausencia de nuevas
infecciones; pero obraban
con superior eficacia
estos dos
supremos tónicos
espirituales: la esperanza
de ver pronto
el patrio terruño
y la
alegría de
incorporarse al seno
del hogar.
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