Después de batallar por cincuenta años por la cultura del país, tolerado por unos, denigrado por otros, comprendido por muy pocos, Sarmiento esperó confiado la aparición de los primeros frutos. Había puesto en ellos el único objeto de su vida, y presidente o minero, ministro o soldado, por ellos venía predicando desde sus años mozos con la iracundia de un mago pertinaz que repitiera veinte veces un conjuro sin efecto. No sabía ya, a ciencia cierta, cuántas escuelas llevaba fundadas ni cuántas academias ni cuántos institutos; pero como si todo le pareciera poco, continuaba echando a voleo, sobre la extensión enorme de la República, aquellos libros famosos de las bibliotecas populares que no en vano llevaban, en la humildad de la tela verde, las armas de la patria grande grabadas a fuego sobre la tapa.
La Revolución había planteado el problema con claridad inequívoca: el mal estaba en nosotros, en la sociedad envejecida, en las costumbres de la Colonia, en todo aquello que se escapaba todavía desde el subsuelo político como el vaho nauseabundo de las bodegas de los buques viejos. Y era tal la persistencia de esos hábitos, habían arraigado de tal modo en la mentalidad de la época, que treinta años después de la Revolución, la tiranía seguía siendo el feudalismo y la Colonia. Se imponía, pues, la necesidad imperiosa de arrasar con tal herencia, y ese aspecto negativo de la lucha no lo halló a Sarmiento extraño. La Colonia tuvo en él el incendiario formidable que remueve y desmantela para alzar sobre la limpieza de las explanadas las construcciones futuras. Diseñábanse ya impregnadas de un espíritu nuevo y no se habían extinguido las dianas de Caseros, cuando Sarmiento afirmaba que a los ejércitos iba a suceder la escuela; a la represión, el desarrollo.
«El presente –decía–, en cuanto a la tranquilidad, está asegurado. Quédanos tan solo empezar a construir el porvenir.»
Sobrábale para ello el entusiasmo exuberante y sabía desear con una intensidad tan exasperada que el presente quedábale siempre en retardo. El tiempo, que a nosotros nos cierra el paso como una muralla hostil, no existía para él, yArgirópolis bien dice a las claras hasta dónde llegaba la magnitud de sus sueños.
Junto a la afirmación dogmática y racionalista, hervían así las certidumbres quiméricas, las anticipaciones aventuradas. Equivocábase por eso muchas veces,
pero en el error o en la verdad era un espectáculo magnífico la fuerza de su pasión.
Las ideas no eran para él representaciones pálidas desvinculadas de la vida:
las sentía, por el contrario, como fuerzas actuantes aliadas o enemigas, entremezclándose y dirigiendo los gritos de la plaza. «Son ideas –había dicho– todas
las que regeneran o pierden a los pueblos. La falta de ideas es la barbarie pura».
frente a la Colonia, monárquica y teológica, quería construir una nueva cultura sobre la base del trabajo que emancipa y de la ciencia que destruye los temores vanos. Y mientras echaba presuroso los cimientos, perseguía implacable con sus sarcasmos a esa otra semicultura literaria que se concilia a menudo conla pereza y los prejuicios, o a ese otro viejo humanismo complaciente que se preocupa muy poco del alcance de un concepto, siempre que el concepto le llegue en buen estilo. No en vano había entrado a la vida discutiendo a los sansimonianos y afiebrando su juventud heroica con la quimera del romanticismo socialista.
Los años no consiguieron atenuar el impulso del fervor primero, y entre las polémicas de la política menuda o de las sacudidas de los últimos motines, Sarmiento
continuaba espiando como un vigía el advenimiento de la cultura nueva.
En la vida de los grandes civilizadores, las largas expectativas tienen algo dedramático. Cuando se lucha a campo abierto la inminencia misma del peligro no deja pensar más que en lo actual, pero cuando la tregua sobreviene y es necesario aguardar, la impaciencia mortifica como una pesadilla. Llegan entonces los momentos de duda, los largos soliloquios con la propia conciencia, las horas grises de la melancolía. Se piensa en la inutilidad del esfuerzo, en la fugacidad de la acción y se persigue en la naturaleza el apoyo que falta como si, para conservar intactos sus atributos, fuera preciso buscar en la amistad de sí mismo aquella signoria de la que hablaba Leonardo.
Sarmiento sintió desde temprano la urgencia de la soledad interior que parece ser el patrimonio de las grandes almas. Era chiquillo y ya distraía sus ocios de escolar modelo vagando por las tardes en el silencio de la selva puntana, al hombro el fajo de la leña familiar. Y solo así se explica, por lo temprano de la afición, esa codicia de los largos crepúsculos que habría de inspirar más tarde, en los libros del viajero, la descripción de tantos atardeceres deslumbrantes: puestas de sol, en áfrica, bajo el cielo ardoroso y sobre las alturas del Atlas; soles de Italia con el Vesubio y San Telmo por decoraciones; soles del lago Ontario, que parecían
agregar al horror de la cascada vecina el incendio de los bosques en que se ocultara, no hace mucho, el último mohicano. De regreso a la patria, el preso político
de Mendoza llegaba hasta a olvidar su calabozo en los altos del Cabildo, fascinados los ojos por los paisajes del fuego sobre el cielo azul cobalto. Y ahora que se
había extinguido para siempre el eco de la montonera y la ciudad porteña se tornada afanosa, Sarmiento buscaba todavía la quietud de un refugio en el mirador apacible de la vieja casa de la calle Cuyo o en la glorieta orgullosa de su Carapachay que había hecho levantar sobre la copa de los árboles.
No fue obra del acaso la elección de aquella isla. El Delta tuvo en él su primer viajero inteligente, y su gesto huraño de tierra salvaje debió conquistar para siempre a este civilizador infatigable. Mientras esperaba de los hombres el fruto de tantos años, calmaba allí sus nervios abriendo caminos, levantando puentes, hundiendo estacones en la tierra tibia y amarilla. Cuando terminaba de podar sus plantas o de reparar la verja de tacuaras, echábase a andar entre las espadañas y los juncos o, saliendo río afuera, complacíase en mover sus fuertes brazos de remador. Muchas veces, la noche sorprendíalo bogando en la chalana y, entre el
sordo murmullo del río animado y el húmedo olor a creación que parecen desprender las tierras siempre empapadas por las aguas, el gran viejo continuaba soñando los mismos sueños de su juventud.
Vinieron, así, los últimos años. Pero pocas veces, justo es decirlo, los anhelos de
una vida heroica lograron en la vejez satisfacción más amplia. El destino quiso
darle, casi al borde mismo de la tumba, el espectáculo de una generación soberbia que lo saludaba como su animador y su maestro.
Cada generación que entra a la vida renueva sus ideales, impone un ritmo distinto, anuncia la posibilidad de algo mejor. La rebeldía es por eso el más urgente
de sus deberes, y todas las ambiciones noveles comienzan por decapitar la historia. Es la edad de las negativas rotundas y de las irreverencias despiadadas. Se
vive en la tensión permanente del futuro, y nadie tiene tiempo de volver los ojos
al pasado. Muchas veces se comprueba, sin embargo, que algunas de las inquietudes del momento vienen resonando en grandes figuras que se fueron, y se descubre entonces, no sin cierta sorpresa, que admirar es también una manera de reconocerse.
La vida, sin duda, no ha corrido en vano. Cada recodo del camino parece exigir un nuevo acento, y fuerza es aligerarse de recuerdos para emprender más ágil la marcha hacia adelante. Pero se siente un gozo profundo en no saberse extraño sobre el suelo que se pisa; que cada ideal nuevo entronca en la tradición liberal de nuestra patria; y que está allí, vibrando a las espaldas, la voz profética de un viejo singular que un año antes de morir confesaba que había sido su defecto desde la juventud el entusiasmo desbordante y que aún sentía –según sus propias palabras– «derramándosele por el alma la generosa espuma de la vieja cerveza». Y he ahí por qué pudieron encontrarse muchas veces con Sarmiento, los hombres jóvenes de entonces.
Los había escuchado rumorear en torno suyo, seducidos primero, conquistados después, por su talento y su pasión. Desde el Facundo sabían ya por qué peleaban, cuáles eran los enemigos, cuáles eran los ideales. Pero Sarmiento significaba para ellos algo más que el padre de aquel libro: su comentario viviente, su prolongación luminosa. Avellaneda ha contado en una carta íntima cómo vino buscando de la Córdoba claustral a este implacable removedor de viejas creencias, y corre por aquella carta una tal sinceridad de entusiasmo que puede reconocerse todavía la palabra empañada de emoción. Era el milagro del genio;
siempre agresor, siempre agredido, Sarmiento despertaba en los jóvenes la inquietud de las alas. Haber colaborado junto a él, en las columnas del antiguo Nacional, fue desde entonces para ellos el más legítimo título de orgullo.
Sarmiento no se limitaba, sin embargo, a la gravitación natural de su prestigio. Se interesaba por cada uno, alentaba los comienzos, aplaudía los primeros libros, los señalaba después como un ejemplo. Cada manifestación intelectual, por humilde que ella fuera, tenía en él al espectador clarividente que sospecha en el trabajo actual la promesa de triunfos venideros, como se puede señalar en la matriz hinchada de las flores aquellas que habrán de convertirse en frutos. Para una sensibilidad no aguzada, el momento presentaba dificultades grandes. La corriente inmigratoria, los viajes frecuentes, la influencia constante del modelo europeo habían renovado el gusto literario y ensanchado los horizontes de la cultura. Al ímpetu del romanticismo había sucedido la reflexión parnasiana; a la sonoridad generosa y al efusivo lirismo, el adjetivo preciso y la frase sustancial. Y era ahora el teatro analítico de Dumas, la novela realista de Zola, la crítica filosófica de Taine, el verso inhumano de Leconte…
Con flexibilidad admirable, Sarmiento comprendió desde temprano este nuevo panorama de la historia literaria. Y él, que había nutrido su juventud bajo climas muy distintos, se preguntaba sin rencor: «¿No era Walter Scott el modelo clásico de la novela? ¿No hemos derramado lágrimas con balzac, Dumas y los románticos de ahora veinte años? ¿Qué queda de todo ello? Unos libros viejos y no leídos ni buscados. Hay, pues, una nueva corriente de ideas, nuevas formas del gusto y de la literatura». Las veía asomar en la cultura incipiente de su pueblo, y en vez de cerrarles el paso en testimonio de sus viejos amores, buscaba en ellas, complacido, su significación profunda.
Eduardo Wilde publicaba por entonces su Tiempo perdido, y a Sarmiento no escapó la profunda originalidad que se escurría entre las ondas juguetonas de su prosa. «Wilde –señalaba– ha venido a salvar al país de la monotonía de lo recto y de lo estrecho» y, después de asegurar que «su tiempo perdido era el mejor empleado de su vida», invitaba a leerlo, sobre todo, cuando no se propone decir nada…
Lucio López entregaba a la imprenta uno tras otro sus vigorosos ensayos, y era ya un artista en esa peligrosa esgrima de la frase incisiva que acelera la marcha del pensamiento, como el corte agudo de la flecha duplica su velocidad. «Literato notable –comentaba Sarmiento–, crítico de una penetración y una agudeza única que lo señala como una figura espectable [sic], tanto para ser objeto de la admiración como de los recelos».
Miguel Cané introducía en la crónica porteña, con la ligereza y la gracia, aquel su impecable buen gusto que habría de convertirlo, en pocos años, en el gran señor de nuestras letras. Y como al mismo tiempo el fino espíritu de Luis María Gonnet traducía para El Censor los Souvenirs d’enfance et de jeunesse, Sarmiento descubría, en las medias tintas de Cané, la influencia decisiva de Renan. «Toda la generación presente lo ama –subrayaba– y es para nuestros escritores noveles la mejor escuela de estilo y de expresión del pensamiento.» Había llegado hasta su alma el hechizo irresistible de la «Oración ante la Acrópolis», y el verdadero arte –sostenía– «es la verdad correcta, como saldría del molde de la copia de un gran modelo sin dejar trazas de haber sido vaciado».
Así hablaba el hombre que había confesado con la pluma del boletinero del Ejército Grande que escribir era para él un medio y un arma de combate, como combatir era tan solo realizar el pensamiento. Y, al escucharlo ahora, aconsejando a sus jóvenes amigos las severas disciplinas de la prosa trabajada, mostraba hasta dónde era capaz de percibir, no obstante los años, nuevos aspectos de la belleza, nuevas transformaciones de la sensibilidad contemporánea.
Pero mientras comentaba las últimas producciones de las letras argentinas y se esforzaba en comprender sus íntimos valores, no perdía de vista los comienzos de
un género de estudio descuidados o desconocidos hasta entonces. La llegada
de algunos sabios extranjeros y la creación consecutiva de precarios institutos
consiguieron despertar en varios jóvenes el amor apasionado de las ciencias naturales. burmeister reorganizaba el Museo que Moreno enriquecía; Holmberg clasificaba la flora y los Lynch Arribalzaga, la fauna; fontana exploraba, Latzina describía, y mientras Gould continuaba desde el cielo austral el recuento de estrellas comenzado con Hiparco, un oscuro maestro de Mercedes tallaba, piedra a piedra, el más alto monumento de la paleontología americana.
Ameghino publica la clasificación de los gliptodontes y Sarmiento la expone y la comenta desde las columnas de El Nacional. Lo sigue, desde entonces, con
una admiración que no se oculta: lo aplaude en el Instituto Geográfico, lo estimula en la Exposición Continental; y en los capítulos primeros de Conflicto y armonías de las razas en América declara satisfecho que asienta sus conclusiones en los firmes estudios de «este joven maestro que ya se ha hecho escuchar en el mundo».
Por igual tiempo, José María Ramos Mejía iniciaba en el país los estudios médico-psicológicos, aplicando a las figuras de nuestra historia nacional las más recientes orientaciones de la ciencia de su tiempo. Llegan a manos de Sarmiento
Las neurosis de los hombres célebres y, al saludar en el autor el advenimiento de una mentalidad personalísima, apunta en cuatro líneas la falla fundamental de aquella obra: «No seguiremos al autor –declara– ni en la exposición de las doctrinas que tantas autoridades apoyan ni en la aplicación que a todas las cosas y aspectos de nuestras pasiones políticas impone. Es de espíritus jóvenes esta aptitud para conformar los hechos a un sistema».
De esta manera, aplaudiendo a unos, corrigiendo a otros, alentando a todos, Sarmiento había conquistado lo que hay tal vez de más sincero en el mundo: la admiración y el respeto de los jóvenes. No le sorprendieron nunca una actitud mezquina o un deseo de reposo, y aunque la edad lo había llevado hasta ese límite en que los hombres se arrellanan en el propio egoísmo, nunca tampoco vieron en su rostro el gesto agrio de Corneille ante la gloria de Racine adolescente. Pero si desde él venía la doble influencia del acicate y del impulso, Sarmiento recogía, a su vez, el beneficio de aquella atención y de aquella fe apasionadas. Sabíase amado por los jóvenes y quería merecer, hora por hora, su confianza ilimitada. En ellos piensa cuantas veces toma una actitud resuelta, y tanto es así que el ministro renunciante de 1879 ocupa por última vez la atención de la asamblea para que «los jóvenes –dice– que vienen después de nosotros, escuchen la palabra de un hombre sincero, que no ha tenido ambición nunca, que nunca ha aspirado a nada, sino a la gloria de ser en la historia de su país, si puede, un nombre, ser Sarmiento, que valdráUn congreso pedagógico, sin trascendencia aparente, le dio motivo muy pronto para demostrar hasta dónde merecía el cariño de los jóvenes. La reacción conservadora que desde Castro barros hasta Goyena pujaba en vano por cortar el paso a la Revolución triunfante, levantábase de nuevo para librar al fin, su última batalla. La escuela laica era en realidad la conquista definitiva de la revolución. La profunda renovación de la cultura tenía que acompañarse de una no menos profunda renovación en la enseñanza. Así lo habían comprendido Moreno con los enciclopedistas, Rivadavia con los ideólogos; así lo comprendían ahora las fuerzas juveniles del país. El momento era peligroso y podía perderse en un minuto de debilidad la ruda labor de casi un siglo. La lucha había llegado a límites extremos y solo podía terminar con soluciones decisivas.
La tradición liberal, cierto es, no estaba ausente en el gobierno, y Wilde era Sarmiento desde su banca de ministro, como Del Valle lo sería desde la cátedra de Derecho. Pero Sarmiento debía a la juventud de su familia la última lección de su gran vida. Hay algo que los jóvenes no perdonan jamás en los maestros: la contradicción en el pensamiento, la inconsecuencia en la conducta. Se tiene en esa edad el orgullo profundo de dirigir la propia vida con las solas inspiraciones del porvenir y del ideal. Toda traición resulta, así, una ofensa; toda indiferencia, una deslealtad. Y hay una tragedia honda en quienes se acercaron alguna vez a un maestro predilecto y solo vieron en él las flores descoloridas del árbol viejo, las emociones como apagadas de los que murieron hacen mucho.
Pero los jóvenes de entonces no llamaron en vano a las puertas de Sarmiento.
Yo no conozco en la historia del país un momento más solemne que ese momento de su última cólera. Hay que recorrer las páginas de La escuela ultrapampeana para imaginar todo el empuje de aquella fuerza, todo el contagio de aquella pasión. Era el mismo ardor de los años juveniles, la misma feroz acometida del panfletista desterrado, su tono iracundo, su adjetivo pintoresco, su frase sarcástica de brutal oportunidad. bajo la violencia del golpe, los enemigos surgían por millares, lo cercaban entre el vituperio o el escarnio, le revolvían el terreno fangoso de los detalles mezquinos. Era de ver entonces la flexibilidad de su cuerpo nervioso, la terrible expresión del rostro en cólera, la vigorosa sacudida de su mano de atleta, el gozo feroz del combatiente que levanta al enemigo humillado para luego quebrarlo como un mimbre sobre su muslo robusto. Cuarenta años atrás, había dicho desde La Gaceta del Comercio que no rehusaba ningún arma cuando se trataba de hacer al país y a América un gran bien o destruir un gran abuso. Y porque creía realmente en su destino superior, se reconocía todos los derechos cuantas veces sintió la necesidad de ejercitarlos. Odiaba, por ello, la indecisión o la tibieza, las actitudes prudentes, los gestos vacilosos, las frases ambiguas de quienes no dicen todo lo que saben… «Yo admiro la moderación de los moderados –comentaba con sorna–, de todos esos que no se cuidan del interés de las propias ideas.» fue su participación tan decisiva, tan evidente la franqueza de su ademán, que nunca como en aquel instante Sarmiento estuvo tan cerca de la juventud. Y cuando, rudamente perseguido, lo amenazaron hasta en la venta de su diario, pudo ver, en una tarde de julio, irrumpir en la imprenta de El Nacional a doscientos estudiantes que iban a recoger las hojas recién salidas de las máquinas para pregonarlas luego por las calles de la ciudad porteña. Razón de sobra tuvo
Samuel Gache, el joven presidente del Círculo Médico, cuando en la manifestación mucho más que ser Presidente por seis años o juez de paz en una aldea».liberal de 1883 pudo adelantársele y decirle: «Estáis en medio de la juventud; estáis con vuestros amigos».
Con semejante adversario, la reacción conservadora fracasó ruidosamente, y desde entonces la escuela laica y el matrimonio civil quedaron incorporados a nuestra legislación. Cuando el peligro pasó, Sarmiento tuvo la impresión definitiva de que la patria había concluido su largo noviciado. Un período nuevo comienza para él, como si después de haber corrido tanto hubiera llegado, al fin, un poco de transparencia para sus aguas de borrasca. Sabía ya que el esfuerzo no era vano, y a la manera de aquel legislador del estado de Ohio –que alguna vez él mismo recordara–, podía exclamar con un texto sagrado, levantando las manos al cielo: «Y ahora, señor, permite que se retire tu siervo, porque ha visto ya la salvación». bajo la ruda corteza de sus formas desapacibles, latía el orgullo de la patria nueva, un orgullo íntimo y profundo que se transparentaba lo mismo en el calor del aplauso que en la manera como regañaba a su pueblo con impaciencias de abuelo gruñón. Sintió, muchas veces, la necesidad de confesar tamaño orgullo, y en un artículo que empezaba diciendo: «No todo es política», concluía afirmando:
«Es la edad de oro de las letras y del pensamiento argentino».
Aguardaba sin zozobra el fallo de la historia; pero, infatigable en su destino de aprender y enseñar, se entremezclaba diariamente a las preocupaciones de su medio. «Dondequiera que se reúnan seis personas para tratar de educación –decía–, en Rosario, en Tucumán, en Mendoza, yo estoy con ellos y recibo mi parte.» Era así, en efecto: tenía setenta y cinco años y redactaba El Censor, difundía libros extranjeros y sentíase tan en el pleno dominio de sus fuerzas mentales, que se atrevió a sostener que la inteligencia es el fruto de un órgano que se robustece con el ejercicio, como se fortifican los músculos al remover grandes pesos.
Una vieja enfermedad al corazón lo tenía sentenciado, sin embargo. Conocía la proximidad de la partida y, de acuerdo con el pensamiento de Carlyle, que le sirviera cierta vez de epígrafe, quiso entregar su espada rota al destino vencedor, con varonil serenidad. El cristianismo ha enturbiado con sus terrores la transparencia magnífica de la muerte pagana. El griego que resistió a hacer del mal una divinidad no podía ver en la muerte sino la aceptación reflexiva de lo ineludible.
No le quitaba por eso a su cortejo augusto y anhelaba acercarse hasta ella, sin debilidad y con firmeza. «Quiero una buena muerte corporal» –solía decir Sarmiento–, y él mismo cultivaba la hiedra de su tumba. Temía, sin embargo, las horas anteriores a la despedida, los momentos inconscientes de las conversiones y de las apostasías, los largos horrores de las agonías indignas. Y, adelantándose a los posibles desvaríos, recomendábale a su hijo con masculino estoicismo: «Yo les he respetado sus creencias sin violentarlas jamás. Devuélvanme ahora ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que por un instante de debilidad pueda comprometerse la dignidad de mi vida».
La tibieza del suelo paraguayo dio mayor serenidad a su crepúsculo y, como si en él todo fuera ejemplar, no le faltó, en la hora de la muerte, ese agudo deseo de luz que vuelve radiante la agonía de los grandes hombres. Desde la poltrona en la que gustaba leer, quiso contemplar, a través de la ventana, el comienzo dorado de su último día: «Ponme en el sillón para ver amanecer», dijo a uno de sus nietos.
Estuvo así un largo rato, fijos los ojos en el horizonte remoto, y, de ser verdadera la visión panorámica de los agonizantes, debió experimentar, al recorrer su vida heroica, una alegría infinita; e iba, en la alegría, el aplauso del Creador a su obra, el regocijo del séptimo día. Y esperando la luz, lo sorprendió la muerte.
Ilustración: Charles Spencelayh
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