jueves, 10 de marzo de 2011

La memoria / El colchonero






Mira la hora en su muñeca izquierda. Los pasajeros le hacen sombra. Busca la luz pálida de la bombilla que se asoma, precaria y sucia, del techo del vagón. Son las cinco y media de la mañana. Hace mucho que no se levanta tan temprano. Desde los tiempos en que iba a la facultad, o después aún, cuando se despertaba ya sin necesidad del reloj, casi a las cuatro y media, para llegar a la guardia del hospital.

Pero ahora los medicamentos no lo dejan dormir antes de las dos o tres de la madrugada, descansa una hora y vuelve a despertarse, seguro de que no volverá a dormir otra vez. Sabe que hubo un tiempo en que dormía diez, doce, veinte horas al día, en algún lugar que no recuerda, pero tal vez sus sueños lo confunden al darle tanta impresión de realidad.

La gente va a trabajar. El tren no está muy lleno. Viajan pocos hacia Moreno a esa hora. Blas vive en Buenos Aires y no trabaja, por lo menos hasta que su situación se arregle. Una situación que nadie más que él conoce, porque si los demás llegasen a enterarse, no podría estar como está ahora, libre, en un vagón de tren, y sin que nadie le reproche los sonoros bostezos, la barba desprolija, el cabello un poco sucio.

Blas parece un vagabundo. Sin embargo, nunca se lo reconocería a sí mismo, jamás imaginó que llegaría a verse así alguna vez. Los recuerdos vienen, fragmentados, como si fuesen de otros hombres, de otros tiempos o lugares remotos, y al cerrar los párpados se apoderan de él. Entonces se frota la cara y saca del bolsillo del sobretodo el diario del día anterior.

Lee un artículo de cinco líneas, perdido entre titulares de letras gruesas. En Mariano Acosta comenzará hoy, a las siete y media de la mañana, la excavación para comenzar los cimientos del nuevo edificio municipal. Y Blas debe estar allí, sabe que tiene que llegar antes que ellos y comprobar lo que se levantará del polvo.

Hacía cerca de un año que trabajaba en esa guardia. Era una salita de auxilios con algunos consultorios a quince cuadras de la estación de Mariano Acosta. Al llegar por primera vez, casi no prestó atención a las miradas de los vecinos, a los chicos que lo miraban pasar desde las ventanas de la escuela. Llevaba un traje gris con chaleco, la corbata roja, el guardapolvo pendiendo del antebrazo y el maletín en la otra mano. Recién se dio cuenta del contraste de su ropa con la precariedad del barrio cuando las calles de tierra le mancharon el pantalón y los zapatos con barro.

-¡Buenos días, doctor!- lo saludó la enfermera de la mañana.- ¡Pero cómo se vino tan elegante!

Él no contestó. Se quedó boquiabierto, como si estuviese escuchando el reproche de su madre. Luego, su voz sonó gangosa, y sus ojeras coincidieron más con esa voz que con el hecho de haberse levantado tan temprano. Se había vestido sin pensar adónde iba, mientras desayunaba con las tres cápsulas matutinas. Los medicamentos que le enseñaron a tomar todos los días en un lugar que no recuerda, igual de lejano e impreciso que el tiempo anterior a su nacimiento. Drogas que tal vez habían sido creadas para eso: olvidar, y sin embargo, la mente se revelaba, fluía por un colador de acero opaco y negro como los recuerdos que se ocultaban detrás.

La enfermera lo ayudó a cambiarse. Le mostró el box de guardia, el instrumental para urgencias y la camilla ginecológica, que estaba rota.

-La doctora anterior se animaba a atender los partos hasta que llegaba la ambulancia para derivarlos al hospital-dijo ella, y sonrió. Ese gesto despejó el temor que Blas había estado incubando durante toda la mañana. Cómo un hombre de treinta y ocho años podía tener miedo de tomar una guardia de atención mínima. Los conocimientos no los había olvidado, los medicamentos no pudieron con eso. Aquella parte de su mente permanecía indemne, pero, sin poder evitarlo, tenía miedo.

Al día siguiente, reemplazó el traje por un guardapolvos y un pantalón blanco. Ahora los chicos lo seguían por la calle, pegándose a sus piernas. Él les acariciaba la cabeza y saludaba a las mujeres asomadas a las puertas.

-¡Hoy llevo al nene para la vacuna, doctor!

Blas asentía en silencio. La barba crecida pero limpia, el cabello corto, la sonrisa dispuesta a cualquier niño que se le acercara.

-Usted debió haber sido pediatra, doctor, se lleva muy bien con los chicos. ¿Dónde trabajó antes?

Miró a la enfermera por un instante, e hizo como que no había escuchado.

-Hay que hacer pedidos de guantes y poner estas pinzas a esterilizar, por favor.

-Sí, doctor.- Ella no volvió a insistir.

En una noche de julio, la enfermera se había sentido mal y se fue a casa. Blas se quedó solo en la guardia. La luz en la entrada de la salita brillaba como una estrella en medio de la desolación de la calle. De vez en cuando sonaba un ruido de cadenas de bicicleta. Eran los hombres que volvían tarde del trabajo. Los perros ladraban, y sus voces se convertían en aullidos perdidos en el viento. No solía llegar gente después de las doce, y no temía a los asaltos. Blas sabía que su ropa de médico era tan fuerte como una armadura, imponía respeto y admiración. Lo dejaban en paz.

Mirando desde la ventana empañada por su aliento, otra vez sintió miedo. Pensó en las pastillas, pero no las tomaría más tarde. Había decidido abandonarlas.

Golpearon a la puerta con impaciencia. Fue a abrir. Una chica que no debía tener más de dieciocho años, se abalanzó hacia él y lo abrazó. Las ropas frías, mojadas, lo rodearon como si el mismo invierno hubiese entrado para atraparlo y llevarlo hacia un lugar sin regreso.

Le preguntó qué sucedía. Ella no levantó la vista. Lloraba con la cara pegada al pecho de Blas. Él hizo un gesto de fastidio. Cerró la puerta y acarició la cabeza de cabellos castaños y lacios de la chica. Lentamente, ella se fue abandonando, y dejó caer todo su peso en los brazos de Blas.

La levantó y la acostó en la camilla. Entonces se dio cuenta de que estaba embarazada, tal vez a punto de dar a luz en esos días. Ella volvió a despertar con un grito, y se sujetó a él mientras lo miraba.

-¡Al fin te encontré!- balbuceó.

Blas le preguntó si acaso la conocía.

-¡No seas hijo de puta! ¡Sabía que me ibas a negar! ¡Pero no vas a negar el hijo que me hiciste!

Blas retrocedió. La chica estaba loca o probablemente drogada.

-Mirá...-le dijo.-...primero vamos a ver qué pasa con las contracciones y después hablamos. ¿Vivís por acá?

-¡Pero si te estuve buscando por meses! Me escapé cuando supe que estaba embarazada y empecé a buscarte. No me vengás con la historia de que no me conocés…- La voz de la chica era brutal, oscura, gastada por algo más profundo que un resfrío o la gripe.

Le tocó la frente. Ardía. Le puso el termómetro y comenzó a auscultarla.

-Tenés una bronquitis tremenda.

Dejó el estetoscopio y fue al teléfono.

-Llamo al hospital para que te internen.

-¡No! Quiero quedarme acá.

Otra contracción la hizo gritar .

-Dejáme revisarte, por favor.

La chica tenía una gran dilatación, y el trabajo de parto era inminente. Puta la suerte que me tocó, pensó él. Pero ella lo había escuchado. Cómo pudo haber oído su pensamiento, a menos que lo hubiese murmurado sin darse cuenta, a veces le pasaba.

-Nunca me llamaste puta, me dijiste que fui tu mejor consuelo en mucho tiempo. Me acuerdo cómo lloraste después, parecías liberado.

Blas había terminado de poner la vía y el suero. Llamó al hospital y pidió una ambulancia con urgencia. No tenían ninguna en ese momento, le dijeron, pero en cuanto dispusieran de una, la enviarían. Volvió al lado de la camilla. Le sacó las ropas húmedas y la cubrió con frazadas que había entibiado sobre la estufa.

La chica se tranquilizó por un rato, pero no dejaba de mirarlo con ojos afiebrados. Se hizo un tenso silencio que sólo algunos ladridos interrumpieron desde la calle. Blas no podía soportar esa mirada, no lograba sostenerla sin que sus propios ojos huyeran, buscando esconderse, pero en realidad no había dónde.

-Escuchame. Creeme que te confundís. Tengo casi el doble de edad que vos, ni siquiera te conozco, ni es posible que nos cruzáramos alguna vez. Pensálo bien, pensá en tu novio y decíme si se parece a mí.

-Me conocés, Blas.- Ella sacó la mano de abajo de las mantas y le acarició la mejilla, la oreja, y apoyó su dedo índice en la nariz de Blas.

-Tu nombre me convenció, tan suave. Me parecías un hombre triste, pero seguro, fuerte, no como los chicos de mi edad. Decíme si no te acordás de esto, si casi nueve meses son suficientes para hacerte olvidarlo.- Y le mostró las muñecas, una cicatriz transversal cruzaba cada una.- Te conté esa misma noche por qué me habían internado, y me entendiste, fuiste el único que realmente...tu voz me convenció, en la oscuridad de la sala, aunque los otros nos escucharan, para mí estabas sólo vos...- Ella se extravió en el delirio, gotas de sudor hicieron brillar su cara bajo la luz de los tubos fluorescentes.

Le tomó la presión. Si continuaba descendiendo la perdería. Pero no iba a practicar una cesárea allí, sin ayuda, sin material. Se secó la frente con la manga. Hizo memoria de lo aprendido muchos años antes. Sí, lo esencial lo recordaba, pero cómo era posible que esa chica le hablara con tanta seguridad, cuando él no tenía memoria de nada referente a ella. Sabía su nombre sin que él se lo hubiese mencionado, aunque podía haberlo averiguado también por los vecinos del barrio. Quería meterlo en una trampa, sacar ventaja de su situación con algún abogado de por medio.

Ella volvió a despertar.

-Estábamos juntos esa noche de noviembre, ¿te acordás? Me tocaste y dijiste que no habías estado con ninguna mujer como yo. Tu aliento era parecido al mío, ese olor a remedios que hundía los pasillos del hospital. Todo olía a lo mismo, siempre.

Blas no recordaba haber estado internado jamás.

-Te voy a confesar algo, mientras esperamos, para que te tranquilices. A veces me deprimo, tuve un período de mi vida en que no resistí más, ¿entendés?, y me hundí como esos pasillos de los que hablás. Uno se hunde sin darse cuenta. Tomé remedios, todavía lo hago. Me ayudaron a pasar el tiempo, a no pensar. Te borran cosas, te anulan hasta que ya no sentís más. Y esa es una manera de vivir, de pasar los días como si todos fuesen un domingo nublado a las dos de la tarde, indefinidamente.

La chica volvió a dormirse. Le tomó el pulso. Decrecía. Ya no tenía contracciones, pero la dilatación era la misma. El bebé iba a morir antes de nacer. Volvió a llamar al hospital, esta vez daban ocupadas todas las líneas.

Basta, se dijo. Preparó la caja esterilizada, los campos quirúrgicos. Limpió el cuerpo con yodo y tomó el bisturí. La incisión le salió perfecta, como si no hubiesen transcurrido algunos años.

Era el único varón en el servicio de pediatría, y las madres lo elegían por diversas razones. Tal vez fuese el atractivo que ejercía su presencia entre tantos gritos y voceríos femeninos. Después de tres años de residencia y cinco de trabajo arduo, había obtenido más la simpatía de los pacientes que de las autoridades del hospital.

La noche que llegó la niña de tres años, no había camas vacías. Decidió dejarla en la camilla de la guardia para observarla y hacerle estudios. Los padres lo miraron con desconfianza mientras la revisaba.

-Vamos a internarla en cuanto haya cama, no se preocupen.

Blas se oyó llamar por el altavoz, y fue a atender a otros pacientes. Media hora después, vio un revuelo en el box donde había dejado a la niña. Corrió. La pequeña convulsionaba, vomitando sangre y manchando las sábanas y la ropa. De pronto, los temblores se detuvieron. Una pediatra había comenzado con las maniobras de reanimación, pero dos, tres, cinco minutos después todo fue inútil. La niña no se movía. La madre la levantó en brazos como a un fardo envuelto en telas sucias.

El padre empezó a amenazar a Blas sacudiendo los puños frente a su cara puños. Lograron apartarlo, pero el hombre siguió llamándolo asesino, y esa palabra repercutió en toda la guardia. La gente lo miraba, y tal vez nada pensaran en particular; sin embargo, él ya no podía ver más que esa mirada de acusación.

Meses después lo demandaron, y su seguro no cubrió el monto. El padre de Blas era un forense reconocido en la ciudad, al que todos llamaban simplemente Dr. Ibáñez, pero no quiso pedirle ayuda. Blas estaba seguro de lo que pensaría su padre cuando se enterase.

Vendió la casa y se llevó a su esposa e hijo a un departamento del barrio de Once. Intentó seguir trabajando, pero al atender a un paciente dudaba del diagnóstico y de la droga recetada. Hacía volver a los enfermos casi todos los días, y éstos se cansaban y lo abandonaron. Ya no quiso trabajar. Fue ésa la época en que dejó de dormir, dando vueltas en la cama toda la noche. Su mujer le dijo un día:

-Hay píldoras para dormir, Blas, deberías saberlo.

Y esa voz dura tenía razón. Pero luego las pastillas ya no le sirvieron. Se quedaba todo el día encerrado, comiendo, mirando televisión. No hablaba. Luego, un día, apagó el televisor y ya no se levantó del sofá. Escuchaba voces a su alrededor. La de su esposa, la del hijo, y otras desconocidas. Un día alguien vino a buscarlo, hablándole suavemente. Desde entonces nada recordaba.

El bebé estaba muerto y la placenta se había desprendido cubierta de sangre coagulada. Puso el cuerpo del niño en una bolsa y se dedicó a cerrar la herida. Miró el pecho de la chica, le pareció que respiraba más débilmente. Le tomó el pulso. No existía. Quizá había muerto desde varios minutos antes y no se había dado cuenta. Él, médico, no se había dado cuenta. Esta vez, ya no se sorprendió de sí mismo, y esto lo dejó más perplejo aún. Tantos niños que había salvado, tantos, y uno que se perdía, se iba, traicionándolo, le había quitado el sentido a todo, absolutamente.

Blas acarició la cara muerta con sus guantes sucios de sangre. No recordaba qué había pasado ese año perdido en su memoria, ni cómo los medicamentos lo habían hecho actuar. ¿Era posible que él la conociera y la hubiese seducido? No, no recordaba, pero quizá sí sabía.

Miró a su alrededor. Se vio solo, con dos muertos, y rodeado por los rastros de una cirugía que cualquiera habría rechazado realizar. Pero más que nada estaban Blas y su pasado, sus antecedentes marcados en rojo.

Blas y la zona del tiempo fuera de su memoria.

Los demás sí recordarían, seguramente, todo estaba asentado en historias clínicas de curso irreversible, como manifiestos escritos por el mismo Dios en el principio de los tiempos. Y después, tal vez, aparecerían los testigos, que siempre surgen de las zonas de penumbra.

¿Y si el hijo era suyo? Los hombres dioses podían determinar, con su sangre y un cabello del niño, si lo era. Entonces qué iba a responder.

Cerró la bolsa roja con el cadáver del bebé. La puso contra la puerta de entrada. Fue a buscar una bolsa negra. Levantó en brazos el cuerpo de la chica y, doblándole las piernas, la cintura y la cabeza, lo hizo entrar. No era grande, no era robusta. Era delgada y frágil ahora.

Abrió la puerta. Nadie había afuera. Debían ser las tres de la mañana. Sonó el teléfono, y pensó de pronto en la ambulancia. Fue a atender.

-Ya la derivé. No, ya no la necesito, gracias.

Colgó. Volvió a la puerta y cargó la bolsa pequeña en su hombro y arrastró la otra. Comenzó a caminar oculto por la sombra de la pared, lejos de los focos de la calle. Siguió caminando por el sendero de tierra que atravesaba el descampado detrás de la sala de auxilios.

No veía nada, sólo sentía el pasto crecido. Había un arroyo a cinco kilómetros, después de las vías abandonadas, donde una serie de árboles formaba un pequeño bosque. La gente ni siquiera tiraba basura allí por estar tan lejos y oscuro.

La sombra de los árboles se movía frente al cielo nublado y tormentoso. El viento mecía las copas con un estruendo de ramas entrechocadas que dominaba la noche. El mundo y la ciudad parecían haber dejado de existir. Todo era viento, olor a pasto húmedo y tierra. Y la sangre venía a unirse a ellos. Blas se dijo que las cosas, a veces, concuerdan, se buscan una a la otra.

Con la pala que había traído del depósito, cavó una sola fosa. Arrojó las bolsas, y devolvió la tierra a su lugar. Si esa noche llovía, el barro emparejaría la superficie removida.

Regresó a la sala. Se lavó las botas, puso la pala, ya limpia, en su rincón. Limpió todo el interior. Lavó los instrumentos y los esterilizó otra vez. Nada quedaba de lo que había sucedido, y faltaban dos horas aún para que la enfermera de la mañana llegase.

En Merlo, baja del tren y espera la salida del empalme hacia Mariano Acosta.

Son ya las seis y media. El tren sale, esta vez lleno de gente, y debe viajar parado. Las estaciones se suceden entre empujones de los que bajan y suben. Está amaneciendo. Un rayo de sol entra por la ventanilla y cae justo sobre sus ojos, cegándolo. A pesar del frío, siente calor. El cuello del sobretodo se humedece con el sudor y despide un olor que lo avergüenza. Pero él no desvía la vista de la ventanilla. Mira el sol que se asoma detrás de las casas pobres de la ciudad.

Tantos soles ha visto, tanto que recuerda, menos aquel año anterior al que le ofrecieran el trabajo en Mariano Acosta. Era una guardia general, no importaba. Todos estaban al tanto de que no ejercería nunca más la pediatría. Sin mujer ni hijo, debía enfrentar la realidad de mantenerse a sí mismo. Pero quién lo había mantenido hasta entonces, no se acordaba.

El tren se detiene en la estación. Desciende. Se para un instante en el andén, pensando en que apenas dos meses antes había dejado la guardia por otro puesto mejor remunerado. Así se lo había explicado al médico amigo que trabajaba en la secretaría de Salud del municipio. Se despidió de las enfermeras y de los vecinos del barrio. Nadie le preguntó por la chica que lo había visitado una noche varios meses antes. Dejando pasar el tiempo, enterrando la idea como se entierran los cuerpos, nadie preguntó, nadie extrañaba a alguien que quizá nunca había existido. Eso lo tranquilizaba. Pero no podía dejar pasar más tiempo, no podía correr el riesgo. Mientras antes se fuese, antes lo olvidarían.

Cuando dejó la salita de auxilios, ya no tuvo adónde ir. Se fue de la pensión y algunos amigos lo cobijaron por semanas. Pero al verlo abandonarse a la suciedad y a una dejadez que rozaba el desquiciamiento, lo pedían que se fuera. Él, sin embargo, no podía huir de la ciudad, como una mosca que no es capaz de apartarse más allá de unos cuantos metros de un basural.

Vio el artículo por casualidad en un diario olvidado sobre la mesa del bar, y se puso a leerlo lentamente, para que cada palabra durase una hora y el sueño llegase más pronto que el hambre. Iban a excavar en el terreno lindante al arroyo. No podía ser otro el lugar, porque reconoció la descripción de los árboles, del pasto y el sendero del descampado. Tengo que ir, se dijo entonces.

-Maestro- le dijo al mozo.- Un sobrecito de azúcar, por favor, me bajó la presión.

El mozo iba a echarlo, no quería vagabundos en el local, pero la entonación cuidada de Blas, la palidez casi tenebrosa de su cara, lo hicieron abandonar sus reticencias. Blas abrió el sobrecito y lo vertió bajo la lengua. Rápidamente se recuperó y se fue, escondiendo el diario en el sobretodo. Se acostó en el umbral de un edificio, junto a un perro que le había ganado de mano, y trató de dormir.

Camina por las calles sin que nadie reconozca en el oscuro vagabundo al médico que los había atendido alguna vez. Pasa frente a la sala de auxilios. Alguien, un hombre de blanco, piensa, debe palpando a otro hombre, y los dos participan voluntariamente del destino que los ha unido para siempre. Pero no mira por la ventana, sigue de largo.

Ve el descampado. Las topadoras mueven sus brazos mecánicos entre la bruma de la mañana. Unos obreros colocan cintas con rayas rojas alrededor de la zona. Blas camina con lentitud hacia allí, escondido por los arbustos altos y la niebla. Parece un tronco negro, quemado, que se desplaza cuando nadie lo mira.

Llega hasta la primera cinta. Escucha las voces de los obreros y los arquitectos. Los motores de las máquinas se están calentando. Las ramas de los árboles se sacuden con el impulso de las topadoras, y las hojas caen como lluvia.

Allí abajo están ellos. Esperando.

Pasa bajo la cinta y continúa. Nadie lo detiene. Hay mucha gente que parece desconocerse entre sí. Administrativos, periodistas locales, policías, constructores, políticos. Todos dan indicaciones en voz más o menos alta. Pero nadie lo ve, ni nota tampoco lo que ha brotado entre las raíces del árbol que están arrancando.

-¡Tiren!

Los cables de acero tiran del árbol, y entre las raíces surgen los huesos, asomándose por los orificios de las bolsas rotas.

-¡No!- grita él.

Todos se dan vuelta para mirarlo. Los de la máquina no han escuchado y continúan tirando del tronco. Blas corre y empuja a los que, más con asombro que ofuscación, se interponen en el camino de ese hombre cuyo sobretodo se agita como un personaje salido de viejas películas.

Logra llegar a los árboles y se detiene bajo el que está siendo arrancado.

-¡Cuidado!- le gritan, pero él no hace caso. Se arrodilla y entierra las piernas en el barro removido. Las raíces se levantan como brazos de la tierra. Se pone a buscar las bolsas, los huesos. Pero los ha perdido de vista. Entonces se cubre la cara con las manos sucias.

Alguien se le acerca, lo ayuda a levantarse. Blas se da cuenta que esa persona, sea quien sea, le hace a alguien, más lejos, el signo mudo del que señala a un loco.

-Estaban acá, se lo juro- insiste él, pero ya no puede ahora contener el llanto. El brazo del hombre lo aprieta un poco, consolándolo, es el primero que lo hace después de mucho tiempo.

-No importa si perdió algo, ya lo vamos a encontrar- lo consuela el hombre, mientras se alejan. Blas lo mira y se seca las lágrimas con el pañuelo que le ha ofrecido. Siente, por un breve, un sublime instante, que está a punto de salir indemne.

Pero alguien grita, detrás de ellos:

-¡Dios santo! ¡Miren ahí, al lado del árbol!


Este cuento forma parte de la colección "El rostro de los monos", publicada en 2010. Las particularidades de este relato son las siguientes. En principio, estaba destinado a abrir la colección, ya que por su temática, representaba el factor común de la mayoría de los cuentos, es decir, la característica psico y socio patológica de los personajes principales del libro en general. Hombres o mujeres con cierta inadaptación a su medio, fundamentada en parte en una alteración psíquica congénita o adquirida que ofrece una tendencia hacia la violencia, por el otro, disociación con la sociedad en la que viven, que parte de los demás y se realimenta por la misma alteración o visión del protagonista. Este viaje de ida y vuelta de culpa y agresiones, de incomprensiones y dolores, genera una fuerza que en determinado momento deberá liberarse. Por supuesto, la intención no es crear historias clínicas ni informes médicos, sino plasmar en literatura perfiles de hombres y mujeres que se mueven en una situación y circunstancia en particular. En el caso de este cuento, tenemos un médico que ha caído en un período depresivo a causa de la muerte de un paciente. Como consecuencia de su internación y la medicación que le fue indicada, sufre una particular amnesia de ese año. Poco después, se encuentra con que su vida ha sufrido un vuelco de 180 grados, y aparece gente que no reconoce y responsabilidades que no recuerda haber adquirido. El relato habla de la culpa y de la responsabilidad, se hace la siguiente pregunta: si no hay recuerdo del acto delictivo, ¿hay culpa? La memoria, entonces, es el eje principal que hace jugar al protagonista un juego cruel pero no menos verdadero e inevitable que cualquier otro factor en los que el ser humano no tiene control. La mente y el tiempo parecen confabularse para embestir la voluntad y la conciencia del hombre, hundirlo por debajo de la superficie, que no es más que una frágil apariencia de tranquilidad o bienestar. La culpa, entonces, es el otro tema principal. Este cuento surgió como resultado de meditaciones sobre mi condición de médico, sobre la responsabilidad social y la propia, cuáles son los límites de ambas, los que la sociedad impone y los que uno se impone. La sensación de culpa en innata en el ser humano, el daño causado, por más que provenga de las circunstancias y no directamente de los propios actos, ejerce su peso en la conciencia. La lógica explica, pero no alivia el peso. El tiempo, únicamente, tiene la virtud de aliviar, y hasta anular esa sensación. El protagonista, Blas, es el hijo de uno de los personajes secundarios del libro, el doctor Mateo Ibañez, que más adelante adquirirá protagonismo en otro libro. El ambiente y los escenarios tienen íntima relación con mi propia experiencia como profesional. Por último, y confirmando las asociaciones de tema y personajes, el libro se cierra con un texto que podría llamarse complementario, o que aporta una visión distinta y contrapuesta del mismo tema. En "El colchonero" se habla de una venganza, se habla de un crimen y de la soledad, del dolor y la ira extremos. La culpa acá ya no tiene cabida, no participa. Este último relato en particular me enfrentó con zonas duras de mi profesión, pero también con la condición humana en general y lo que ésta es capaz de albergar y producir. Lo cruel y lo retorcido, hasta lo morboso, siempre intenté atenuarlo haciendo buena literatura. Lo principal, pienso, no es recurrir al efecto sino apelar a la emotividad del lector: lo emocional debe surgir de las palabras, de la frase, de lo apenas dicho de la manera correcta. Conmocionar sin provocar dolor físico sino una angustia existencial en comunión con lo que siente el personaje. De esta forma, él y el lector, autor y personaje, conforman un triángulo de asociaciones que no hace más que reflejar el común origen. La literatura, como todo arte, se encarga entonces de reflejarlo, exaltarlo, creando, cuando los méritos del autor así lo logran, una obra que merezca emocionar y resistir el paso del tiempo.

A continuación, "EL COLCHONERO".


*

Una calle cortada, junto a la estación de Villa Luro, no tenía nombre. No era más larga que cincuenta metros, nacía en la avenida Rivadavia para morir en las vías. En el barrio todos la llamaban “la cortada del colchonero”, porque en la esquina estaba el negocio de don Álvaro, el mismo que había sido de sus padres y que él había vuelto a abrir luego de muchos años de ausencia.

Era un hombre de cuarenta y cinco años, bajo de estatura, delgado, con brazos en apariencia cortos y no muy fuertes. Sin embargo, era capaz de cargar los pesados colchones de resortes desde las camionetas en los que los vecinos los traían hasta el interior del local. Después los vehículos se iban, y cuando el humo de los caños de escape se despejaba, se veía a Álvaro a través de las vidrieras, revisando la superficie del colchón y escribiendo en un cuaderno de espiral. Siempre tenía un lápiz apoyado sobre una oreja, al que sacaba punta con un cortaplumas que llevaba en su delantal azul. En invierno vestía una polera gruesa, porque nunca podía dejar cerrada la puerta más de quince minutos. Los vecinos entraban a saludarlo a toda hora, aunque nada tuviesen para encargarle. Se acodaban en la vitrina del mostrador, donde sucias muestras de telas habían permanecido durante años sin renovarse. De las paredes colgaban fragmentos de almanaques viejos.

En la cortada se juntaban por la noche los jóvenes del barrio. Eran hijos de familias con dinero y elegantes casas que se levantaban del otro lado de la avenida, hijos de abogados y de médicos. Fumaban, se cambiaban direcciones de prostíbulos, y de tanto en tanto abandonaban la cortada para ir a uno de tales sitios. Álvaro levantaba la vista de su trabajo al escuchar las y risas apenas alumbradas por las luces del interior del local. A veces, los hermanos pequeños llegaban con mensajes de los padres para que volviesen a cenar a casa.

Álvaro trabajaba hasta tarde todas las noches, pero como casi siempre lo hacía solo, se retrasaba en sus entregas y los colchones se acumulaban en el fondo del taller. Nunca se lo recriminaron. Él sabía refaccionar los colchones como nadie más en varios barrios de los alrededores.

-Los resortes ya no rechinan- decían los hombres.

-Duermo como en las nubes- comentaban las mujeres.

Entonces él asentía con la cabeza, porque era corto de palabras. Su calva incipiente dejaba entrever el cabello castaño que había tenido de joven. Por el cuello de la camisa y las mangas levantadas, sobresalía el vello rizado.

Pero sus clientes más constantes eran los de la clínica de la otra cuadra, los únicos con quienes cumplía con regularidad porque le pagaban sin atrasos. Y sin embargo, eran también los únicos a quienes él atendía con desenfado y hoscamente, como si sus clientes más redituables fuesen a la vez los menos deseados.

Un día, uno de los jóvenes entró al negocio.

-Don Álvaro- le dijo-mis amigos y yo nos preguntamos…ya que usted es soltero y macanudo…no sé si me entiende…si le gustaría acompañarnos a un aguantadero que hay en Caballito, no nos dejan entrar si no es con un mayor. Le juro que no vamos a contar nada a nuestros viejos.

Álvaro lo miró durante casi un minuto a los ojos, y el chico creyó que no lo había escuchado. Después alzó los hombros, como si no le importara hacerles aquel favor.

-¿Vos sos de los Saravia, no?

-Sí, don. Usted conoció a mi abuelo en la clínica, me dijeron.-No había malicia ni ironía en la voz del chico, pero era la primera vez que alguien mencionaba el pasado. El día que Álvaro regresó al barrio, había esperado que la gente lo reconociese, pero nadie se había dado cuenta. Sólo los más viejos le preguntaron más tarde por sus padres. Ninguno, sin embargo, le habló alguna vez de la clínica durante cinco años, y eso lo ofendía. Cómo no se acuerdan de mi cara y de mi hermano, se había dicho él al principio. Si había regresado era sólo por que ya tenía cuarenta años y ningún negocio próspero del cual vivir. En el barrio estaba el local deshabitado, aún a nombre de sus padres ya muertos. Y al fin de cuentas ése era su barrio, allí había dejado a su hermano.

Pero enseguida cambió de conversación.

-Decile a tus viejos que el colchón está listo, y que tu hermanito venga a ayudarme la semana que viene.

El muchacho sonrió, balanceando nervioso su cuerpo largo de adolescente, mientras se despedía.

El sábado a la noche lo vinieron a buscar. Tomaron el tren, caminaron las ocho cuadras hasta la casa de citas, y entraron. Álvaro se quedó en la sala, dejándose acariciar por una de las mujeres, somnolienta y ebria, mientras los chicos entraban y salían de las habitaciones a lo largo del pasillo oscuro.

Al lunes siguiente, en la mañana del primer día de sus vacaciones de invierno, un chico de diez años entraba como ayudante del colchonero. Los padres mandaban a sus hijos cada verano e invierno durante las vacaciones. Los niños volvían contentos del negocio del colchonero, contando lo que habían aprendido, los hilos y agujas que habían manejado. Álvaro necesitaba a veces manos pequeñas para coser rincones que sus manos callosas no podían siquiera palpar.

-Los hilos delgados ya no los siento-les decía a los vecinos, y éstos se lamentaban de ver esas manos duras como cuero seco, contrastando con el rostro aún joven, pero siempre levemente ofuscado.

-Álvaro necesita una novia- comentaba la gente.-El pobre se siente solo.

Muchos de los niños que habían pasado por su negocio eran los adolescentes que ahora se juntaban en la esquina. Todos guardaban recuerdos de los días junto a Álvaro, acodados sobre los colchones mientras lo observaban coser bajo las lámparas débiles que pendían de los altos cielorrasos. Ninguno, en cambio, regresaba en las vacaciones siguientes, aunque sus manos no hubiesen crecido tanto como para no ser útiles al colchonero. Ellos decían que no les interesaba, como si hubiese algo dispuesto de antemano entre Álvaro y los niños, un lazo, un contrato verbal y quizá nunca pronunciado en realidad, que estipulaba que únicamente los niños trabajarían para él. Estaba en los ojos claros pero fríos de Álvaro, en sus manos de dedos más fuertes de lo que aparentaban, en su voz austera, seca y dolorida al pedir algo en el silencio interrumpido por el paso de los trenes.

-Buenas, muchacho-dijo él.

-Buenas, don Álvaro-contestó Ignacio.- Mi hermano insistió que viniera hoy sin falta.- Miró con ojos tímidos al hombre detrás del mostrador, que había levantado la vista por encima de los anteojos con un vidrio trizado y marcos de carey.

-Acercate, no tengas miedo que no te voy a comer. ¿No tenías ganas de venir, no es cierto?

Ignacio levantó los hombros y bajó la mirada. El niño vestía bien, pero él sabía que los padres ya no eran tan prósperos como cuando la clínica tenía renombre. En los últimos años habían cerrado servicios y echado a varios médicos. Decían en el barrio que estaban a punto de quebrar. El abuelo había muerto, y el padre ya no era director de la clínica.

-Tu hermano te obligó, eso es más correcto, me imagino.

El chico asintió. Álvaro se sacó los lentes y se puso a observarlo con aire divertido, como burlándose del niño.

-Sos flaco y de manos chicas, me vas a resultar perfecto para el laburo. Vení que te muestro.-Y lo hizo pasar del otro lado del mostrador, apoyando una mano en la nuca de Ignacio. Le explicó para qué servían las herramientas, mientras recorrían las mesas con telas y caminaban hacia el fondo, donde los colchones se amontonaban desde hacía años. Colchones abandonados y nunca recogidos por sus dueños, cuyas boletas también se acumulaban en un cajón del escritorio.

-Los considero como muertos. Los colchones han quedado acá y los dueños ahora están en sus tumbas, pero mucho menos cómodos.

Ignacio lo escuchaba sin prestar demasiada atención. Le atraía el aire enrarecido y sin embargo no del todo desagradable del lugar, las luces pálidas que se perdían en el fondo, dominadas por las pilas de colchones, bolsas de esparadrapo, y el olor penetrante de la cola de pegar.

A las siete de la tarde, el chico bostezó.

-¿Suficiente para el primer día?

-Me duele un poco la cabeza, don. Es…

-¿Qué?

-…el olor de los colchones, el olor de la gente, me parece, no me siento bien.

-Ya te vas a acostumbrar en unos días. Desde hace años les arreglo los colchones a la clínica. No sabés el olor a meo que tengo que aguantarme, las manchas de sangre impregnada. Yo los dejo como nuevos, pero tres meses después, otra vez igual. Rotos, hundidos, sucios. Hay un olor distinto en ocasiones…

Ignacio se quedó esperando a que terminara, pero Alvaro siguió trabajando como si tal fuese el término natural de la frase.

-Bueno, don, hasta mañana entonces.

-Hasta mañana, pibe.-Y lo saludó levantando la mano con la aguja, así que no podía saberse si era un saludo o el ir y venir rutinario de su mano en la tarea.

En la mañana, Ignacio entró bostezando. La puerta, que solía estar medio inclinada y se trababa con la otra hoja, hizo un chirrido al abrirse.

-¿Se digna a aparecer a estas horas, señor gerente? Mire el reloj.

-Perdón.

Ignacio bajó la mirada y en seguida se puso a ordenar los carreteles enredados.

Mientras almorzaban, Álvaro permaneció en silencio. Era sólo cuando trabajaba que sus pensamientos se traducían en palabras, hablando casi sin mirar a los demás. Tal vez era eso, debía pensar Ignacio, lo que en realidad necesitaba Álvaro, alguien con quien hablar en su trabajo. Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del chico, como si de pronto comprendiese cosas que antes estaban fuera de su alcance, y el comprenderlas lo hiciese mayor y quedasen menos pasos hacia la madurez.

-¿Qué pasa?-Álvaro lo había sorprendido en plena sonrisa.

-Nada, me acordaba de algo. Pero mire…-dijo, de pronto, sorprendido de haber hallado algo metido dentro de un colchón.

Álvaro asintió.

-Papeles de caramelos, pedazos de plástico carcomido, de todo mete la gente en las costuras rotas por no levantarse a tirarlas en un tacho.

Rieron, y esta vez fue Álvaro el que se quedó con la risa pegada en la boca. Como Ignacio lo observaba, explicó:

-Si te contara cada cosa que encontré en estos años. ¿Te hablé de la clínica, no? Tenía fama hace muchos años. La había fundado tu abuelo, y venía gente del centro y del oeste. A mí se me inflamó el apéndice un verano, tenía doce años entonces, y como mi hermano era mi gemelo, los médicos recomendaron que nos operáramos al mismo tiempo. Germán se llamaba mi hermano, y a él no le daba ninguna gracia que lo operaran para prevenir, como decían los médicos en esa época, y para aprovechar, como dijo mi padre. Pero al final mi hermano se dejó arrastrar hasta la clínica con la promesa de que faltaría a la escuela por dos semanas.-Álvaro se quedó otra vez en silencio, pero la sonrisa no se le borraba. Después repitió varias veces:- Mi hermano, qué chico más bueno era…-Y sacudía la cabeza como quien recuerda cosas que jamás han cambiado porque están fijas, repetidas y muertas en la memoria.

El tercer día pasó casi inadvertido. Los mismos clientes, los mismos pedidos. Sólo el olor de la grasa mientras lubricaban los resortes tiñó ciertas palabras, puteadas que Álvaro murmuraba cuando algo le salía mal.

A la tarde siguiente, un largo rato de silencio había precedido a las interminables recomendaciones que la vieja de la casa de enfrente le hizo a Álvaro.

-Bien mullido, y que no rechine.

Don Álvaro la miró salir, pensando en que esa misma voz le había gritado a él y a su familia, muchos años antes, los insultos que obligaron a sus padres a irse del barrio.

-Bien mullido las pelotas, si no tiene con quien acostarse-murmuró él, y cuando sus ojos se encontraron con los de Ignacio, le guiñó un ojo.

-¿Y los operaron?-preguntó el chico.

Álvaro lo miró sin sonreír.

-Nos operaron, sí. Un miércoles a las dos de la tarde. Mi hermano tenía un miedo de locos, se había orinado encima dos veces, a pesar de que estábamos en ayunas desde la noche anterior. Yo, no sé por qué, estaba tranquilo. Debió ser por eso que dice la gente que tenemos los gemelos, una relación especial, algo que nos une como esos tacos de madera que usan los psiquiatras. Cuerpos complementarios.

Álvaro miró el reloj de pared. Eran las seis de la tarde. Oscurecía. En esa esquina no había semáforos ni vigilantes, así que los autos pasaban sin detenerse. Las luces de mercurio recién se habían encendido, y la luminosidad de la tarde que moría era como un filtro, un colador por el cual el rocío de la noche de invierno iba condensándose en las veredas, en las paredes con las formas de la humedad y la vejez.

Cerró la puerta, entreabierta por el temblor de los trenes. Volvió a una de las mesas del fondo. Prendió las luces grandes, despejando hacia el techo las sombras de los colchones, como fantasmas que hubiesen estado durmiendo hasta ese momento.

-Cuando uno despierta de la anestesia, se siente de la peor manera posible. A mí me tocó despertar a las doce, a la una de la madrugada quizá. Sólo recuerdo que una enfermera me miraba, y otras dos cabezas aparecían y desaparecían. Me abrían la boca para darme pastillas, pero yo no sentía nada. La lengua era como una pasta de menta sin sabor, por lo seca y fría, digo. Algo hablaban, pero yo seguía llorando. La luz del cuarto era muy suave, aunque tenía la sensación de que me daba de lleno en la cara, y la gente iba y venía de un lado a otro. De una cama a la otra. Después, apagaron las luces y quedamos en sombras, mi hermano y yo. Se escuchaba el rechinar de las camillas en los pasillos.

“Germán”, murmuré. No me contestó al principio.

“Germán”, volví a decir. Entonces me respondió un gemido. Yo creí que recién se habían apagado las luces, pero el tic-tac del reloj de la mesita me hizo darme cuenta de la hora avanzada. Mi hermano intentaba hablar, lo presentía. Entonces fue cuando sentí por primera vez en mi vida ese olor. Un aroma a metal ácido, amargo. Podía sentirlo en la nariz, podía verlo frente a mis ojos aún en la oscuridad. Y mis oídos percibieron el goteo que todavía no alcanzaba a ver.

“¡Mamá!”, grité. Enseguida la puerta se abrió y las luces revelaron el color de aquel perfume que me pareció más antiguo que la historia que nos enseñaban en la escuela. Una enfermera se agachó, absurdamente, para recoger la sangre que caía de la cama de mi hermano. Un médico entró corriendo. Otras enfermeras llegaron con jeringas, mientras las órdenes y los comentarios se sucedían sin que yo los comprendiese. Me erguí un poco, pero la garganta y el pecho me dolían. Vi que inyectaban algo en el frasco que llevaba suero a las venas de Germán. No sé por qué seguí el camino de la ampolla ya vacía, arrojada en el recipiente de metal que la enfermera llevaba entre sus manos, un poco separada de la falda como si cargase un bebé muerto. Apagaron la luz principal y encendieron la del baño. No habían pasado más de diez minutos cuando el cuerpo de mi hermano empezó a jadear, y se puso rojo, con la cara hinchada. Me di cuenta de que no podía respirar. Una enfermera se me acercó y me abrazó. Sentí sus pechos contra la cara. Y me fui adormeciendo mientras alguien ponía algo en mi sangre.

Alvaro tenía ahora lágrimas en las mejillas. Bajó la cabeza contra la tela que estaba cosiendo, se secó y volvió a levantar la vista.

-Desperté en la mañana, y aunque esperaba que todo hubiese sido un mal sueño, sabía que no lo era. La luz entraba clara por las cortinas blancas de esa elegante clínica de la avenida Rivadavia. Las ventanas abiertas refrescaban el cuarto con el aire de la madrugada. Yo sentía el olor de la sangre en el colchón a mi lado. Estaba seguro que si estiraba la mano, podría tocarla, aún húmeda. Pero la cama estaba vacía y el colchón desnudo.

Ignacio miró el reloj. Eran las nueve de la noche. Nunca se había quedado hasta tan tarde.

-Andá a casa a comer-le ordenó Álvaro.

El chico no parecía saber qué decir. Álvaro no estaba seguro de cuánto podría haber comprendido el niño de todo eso, pero él no había podido detenerse. Era la primera vez que relataba aquello con tanta exactitud. Tal vez viese en la cara de Ignacio, tan parecido al abuelo, el rostro del médico que lo había operado.

Pero antes de cerrar la puerta y salir, el chico murmuró una palabra que Álvaro no entendió, aunque había sonado como un insulto dicho al azar, voceado a la brisa fría que inundaba el barrio y cubría las casas. Allí donde la gente vivía y condenaba a los otros.

Durante dos días trabajaron sin volver a hablar de eso. Ignacio llegaba temprano y se iba a la hora de siempre, después de mirar a Álvaro con una mezcla de vergüenza y tristeza a la vez. Pero Álvaro trabajaba ensimismado en su tarea, comentando de vez en cuando algo intrascendente.

Cuando el chico entró el sábado siguiente, se saludaron como de costumbre. Toda la mañana estuvieron ocupados. Álvaro recibió encargos y descargó los colchones. Algunos vecinos vinieron a buscar los ya arreglados, e Ignacio se trepó a las pilas en busca de la etiqueta de papel madera atada a la tela con un hilo.

Almorzaron, y fue al final de la comida cuando Álvaro volvió a hablarle. Habían cerrado, pero se quedarían trabajando hasta las cinco.

-¿Avisaste en tu casa?

-Sí, don Álvaro.

-Sabés que hoy te pago la primera semana.

-Gracias, don Álvaro.

-Siempre contestando con monosílabos, me hacés acordar a mi hermano.

Levantó los platos de la mesa, marcada por cortes de trincheta y grumos secos, duros de pegamento.

-¿No conocés la expresión shock anafiláctico, no? Yo tampoco cuando tenía tu edad, pero la aprendí enseguida porque eso fue lo que tuvo mi hermano según los médicos. Le dieron corticoides para la inflamación, y parece que eso lo mató. Dijeron que no se lo explicaban, que incluso yo, su gemelo, había reaccionado bien. Se armó un escándalo. Salimos en los diarios por unos días, pero entonces la prensa no hacía tanto sensacionalismo como ahora. Se hicieron peritajes y los médicos fueron absueltos. La gente del barrio, los mismos que acostumbraban hablar pestes contra los médicos, se habían reunido frente a la clínica para congraciarse con ellos, porque al fin de cuentas la clínica daba prestigio al barrio. Y a nosotros empezaron a mirarnos como si fuésemos Judas. El negocio de papá empezó a arruinarse, y tuvimos que irnos. Nunca nos recuperamos. Ahora son sus hijos y sus nietos los que habitan las casas. Me miran y no se acuerdan ya de nada de lo que pasó, o quizá ni siquiera lo saben. Yo sí recuerdo la bronca de mis padres. ¿Sabés lo que es ver el odio en los ojos de tus viejos? Mi hermano estaba muerto, y ni siquiera necesitaba que lo operaran. Yo sabía que de algún modo ellos me culpaban, por más que no lo dijeran.

Terminó de secar los platos, los guardó en el armario y calentó agua.

-Te hago una chocolatada, ¿querés?

Ignacio miró a la calle. La tarde del sábado a la hora de la siesta era una de sus horas favoritas. Las veredas estaban casi desiertas, hasta el tránsito de la avenida había decrecido. Volvió la atención a Álvaro, cuya voz parecía fascinarlo, ansioso por escuchar esa versión distinta de la historia del barrio.

-Cuando terminé la escuela, entré a trabajar en un taller textil. Al encontrarme con telas iguales a las del colchón de la clínica, sentía náuseas. Corría al baño y vomitaba. Me lavaba la cara. Pero en el espejo, ojeroso y pálido, no era mi imagen la que se reflejaba, sino la de mi hermano Germán, con la misma cara que el día que se murió. Y el fondo del espejo era del color de su colchón. Entonces decidí estudiar medicina, pero mis viejos no querían. Así que junté mis ahorros de la fábrica y logré mantenerme casi un año estudiando al salir del trabajo. Compartía una pensión con un amigo y mis viejos no se enteraron. En la morgue, los cuerpos siempre me resultaban parecidos a Germán, y la sangre tenía siempre el olor de esa noche. Aprendí a disecar y explorar los cuerpos. Pero un día mis padres lo supieron y me obligaron a dejar la facultad, vi en sus caras el antiguo reproche. Volví a laburar al taller, y el resto, como te imaginás, ya es historia conocida.

Dejó la taza de chocolate sobre la mesa.

-Esta tarde tenemos que ponernos al día-dijo después, y buscó en las pilas del fondo los colchones de la clínica, que esperaban arreglo desde veinte días antes. Trajo la escalera e hizo subir al chico primero.

-Fijate en las etiquetas. ¿Las ves? Entonces dejáme subir que quiero ver si no están tan apolillados que no se puedan componer.

Subió la escalera y se arrodilló sobre el colchón junto a Ignacio. Palpó las telas, y apenas tiraba un poco se desgarraban. El relleno estaba apelmazado y olía a excrementos. Hizo un gesto de asco y el chico se puso a reír.

-Hijos de puta-dijo Álvaro.- Todos esconden la mierda de sus almas en los colchones al levantarse, y cuando se van a dormir se restriegan de vuelta en ella.

No había signos de broma en su voz esta vez, sino un hosco, áspero sentimiento cortante como cuchillo.

-Cuando desperté esa mañana…-empezó a recordar mientras arrancaba las telas.-…en las ventanas estaba pegado el hollín de los autos y el polvo de la calle. Habían sacado el cuerpo de Germán del cuarto, pero habían ordenado a las mucamas que limpiaran más tarde. El colchón manchado y las ventanas sucias: un hermoso paisaje al despertar. Entonces, en el polvo de las ventanas, vi unas letras dibujadas. Eran de Germán. Debió hacerlo mientras agonizaba a la luz escasa de la luz del baño, porque durante el día anterior las ventanas estaban limpias.

Miró a Ignacio fijamente.

-¿A qué no adivinás que decían?

El chico se quedó pensando, tan ensimismado como si esa fuese la tarea más importante por la cual había entrado a trabajar.

-Una puteada…, un pedido de ayuda…, no, me parece que no.

-Vas bien encaminado, hijo, mucho mejor que tantos otros que pasaron por aquí. Por eso voy a ayudarte un poco. ¿Qué le dirías a tu hermano, la única persona que amás en el mundo, aunque sea ese vago que te usa de chico de los mandados, en un momento como ése?

-Le diría…- Ignacio pensaba, restregándose el pelo con una mano.

-Una palabra que empieza con “v”…-lo ayudó Álvaro.

-¡Venganza!-gritó Ignacio, con una ancha sonrisa como si hubiese ganado el premio mayor, pero enseguida bajó los ojos, avergonzado. Al volver a levantarlos, vio que dos lágrimas corrían por las mejillas de Álvaro, entre la barba sin afeitar del sábado.

Álvaro tomó entre sus manos la cara de Ignacio y lo besó en la mejilla derecha. Temblaba, pero no parecía poder controlarse. El chico hizo esfuerzos por desprenderse.

-Ya está bien, don, suélteme un poco…

-No puedo…hijo…-Y siguió llorando mientras levantaba al niño sujetándolo de la cabeza.

-¡Me duele!-gimoteaba Ignacio, mientras Álvaro lo levantaba.

Al erguirse, su cabeza casi tocó el techo, y los pies se hundieron en el colchón que rechinaba. El eco repercutió por el local, pero ni un chirrido llegaría a filtrarse hacia la silenciosa siesta del barrio. Por qué irían a sospechar de un sonido de resortes en el local del colchonero.

Los pies del niño pendían y se balanceaban en el aire. Álvaro, a pesar de su aparente debilidad, lo levantaba como lo hacía con uno de sus colchones, mucho más pesados que ese cuerpo. Luego tiró sobre el colchón y le tapó la boca. Sus manos duras ni siquiera sintieron los dientes de Ignacio, que lo lastimaban tanto como los frágiles colmillos de un cachorro. Agarró otro colchón con su mano libre, cubrió al chico y se acostó encima, con los brazos extendidos y las piernas abiertas.

Esperó.

Sintió los movimientos. Oyó los gritos apagados. La voz que le llegaba a través de centímetros de tela y goma, como si recorriese kilómetros de distancia y de tiempo, como si llegase de años atrás y pidiese la ayuda que nunca habría de recibir.

Después retiró el colchón. Observó la cara, la piel morada alrededor de los ojos. La boca abierta en el grito interrumpido. La cabeza de costado, como dormido. Los puños cerrados. Trató de abrirle las manos que sangraban. Las uñas tenían pequeños fragmentos de tela. Las piernas estaban quietas. Le palpó el cuello buscando el pulso que no existía. Le sacó la ropa, la remera gris y el pantalón. Volvió a cubrirlo.

Apagó las luces. Corroboró que los colchones sucios no se veían desde adelante. Se cambió y quemó las ropas manchadas junto a las del niño. Miró el reloj, eran las cuatro y media. Desde la persiana semicerrada apenas entraba la luz de la tarde. En el vidrio, sucio de polvo, alguien de la calle había escrito algo, una obscenidad, tal vez, pero él recordó las letras en la ventana de la clínica.

A las cinco, aparecieron varios muchachos en la esquina. Levantó las persianas y miró a los lados. Cuando vio a alguien a una cuadra del otro lado de la calle, abrió la puerta. Lo saludaron cuando salió. Entonces Álvaro alzó la mano y gritó:

-¡Ignacio!

Dio algunos pasos por la vereda. Los muchachos lo estaban observando, y él llamó al que los demás relegaban porque era tímido y llevaba anteojos.

-¿Qué pasa don Álvaro?

-Es este Ignacio, que se olvidó el sueldo de la semana. ¿Lo ves allá?

Señaló a un niño que doblaba la esquina en ese momento, de remera blanca, casi del mismo color que la que vestía Ignacio ese sábado. El chico se acomodó los lentes y dudó por un instante.

-Voy a ver si lo alcanzo-dijo, y salió corriendo. Pero cuando llegó a la esquina, el niño ya no estaba. Al regresar, le devolvió el dinero.

-Haceme el favor, decile al hermano que venga a buscar la plata-le pidió Álvaro.

-Cómo no, don.

Media hora después, el hermano de Ignacio estaba en la puerta, golpeando con los nudillos.

-Permiso.

-Pasá.

-¿Está mi hermano?

-Pero si se fue a las cinco, y se olvidó la plata. Acá tenés.

-Todavía no llegó.

-Uno de tus amigos lo vio salir. Preguntale a él.

-Sí, ya me dijo. Bueno, a lo mejor ya debe haber llegado mientras venía para acá. Gracias, don Álvaro.

Álvaro se encogió de hombros y saludó como haciendo una venia. Mientras la puerta se cerraba, miró por las ventanas. El barrio seguía igual de tranquilo. La gente había despertado de la siesta y comenzaba los preparativos para la noche del sábado. Cerró la puerta con llave y bajó las persianas hasta la mitad. Siempre lo habían visto hacer lo mismo, porque siempre trabajaba hasta tarde los sábados. La luz del negocio alumbraba la esquina para los muchachos, y desde adentro él escuchaba los gritos o los murmullos, y las botellas vacías que rodaban por las baldosas.

Apenas se distraía un momento de su tarea para tomar una taza de café que postergara un poco más su trabajo nocturno. Cualquiera que hubiese tenido la curiosidad de ver qué estaba haciendo, podría haberlo visto encorvado, cociendo, reparando resortes. Pero nadie se molestaría en espiar por debajo de las persianas. Álvaro trabajaba para ellos, tranquilo, en un autoimpuesto aislamiento que a ninguno molestaba. El silencio, la correcta cortesía de Álvaro, su eficaz labor, lo habían exceptuado de los comentarios o chismes habituales.

Eran las ocho cuando golpearon a la puerta. Los padres de Ignacio venían a preguntarle si había sabido algo del niño. Vio la cara del médico, avejentado, con ropas que habían sido elegantes pero ya eran viejas. Apenas debía ser un adolescente cuando el padre era dueño de la clínica. Tenía el mismo rostro del viejo cirujano, los mismos modales correctos. Ahora había, sin embargo, un signo de servil domesticidad en su expresión, como si la inminente ruina hubiese atenuado su orgullo y fuesen ellos los que necesitaban de él esta vez.

-Perdón, don Álvaro, pero estamos preocupados por el nene. Tiene doce años nomás, y puede haberle pasado cualquier cosa.

-Sí, comprendo. Pero no sé más de los que le dije a su otro hijo. Lo vimos doblar la esquina…

Los padres miraron al hijo mayor, y éste se dio vuelta hacia la puerta, habituado ya a que le recriminaran haber descuidado a su hermano. Álvaro puso sus manos callosas en los hombros del chico.

-Vos no tenés la culpa, a lo mejor se escapó por alguna causa, los chicos guardan secretos a esa edad, se sienten aislados aún de sus hermanos mayores.

-Espero que sea eso…-dijo la madre. Había estado llorando, se notaba en sus ojeras.

Álvaro les dio un apretón de manos y se mostró cordial, correcto y serio como siempre lo habían conocido.

La noche se vio interrumpida por reuniones de vecinos, a las que él no pudo dejar de asistir. Cuando todos se fueron dispersando, entró y volvió a bajar las persianas. Las luces grandes ya estaban apagadas, pero dejó encendidas las del fondo. Fue hasta donde guardaba las herramientas, y revisó las trinchetas, detenidamente, pensando. Eligió una.

Subió la escalera y sacó el colchón de encima del niño. Apoyó la trincheta sobre uno de los hombros y la hundió hasta el hueso. La sangre fluyó, y era cálida. Manchaba el colchón, pero éste la absorbía con rapidez.

Siguió la misma línea del corte hasta la mano, como lo había aprendido en la sala de disección de la facultad, el corte que varias veces había practicado con los perros muertos en los terrenos del ferrocarril. Comenzó a separar la carne con una legra. Eran músculos suaves que se desprendían con facilidad. Apenas los tendones le ofrecieron alguna resistencia. Cortó los ligamentos, y los huesos salieron casi limpios y enteros del cuerpo.

Hizo lo mismo con los otros miembros, lentamente, tomándose todas las horas que restaban de esa noche. En el tórax hundió el filo en el centro del esternón, y abrió las costillas con escoplo y martillo, como si se tratase del esqueleto de un colchón. Sacó los huesos, dejó las vísceras. Dio vuelta el cuerpo. Arrancó las vértebras. Abrió el cuero cabelludo y lo despegó del cráneo.

Las piernas de Álvaro se hundieron en el colchón, que rebalsaba sangre hacia los de abajo. Se detuvo para descansar. Por las rendijas de las persianas entraba la primera luz del día. Se limpió las manos con un trapo y bajó para mirar por la ventana. El barrio estaba tranquilo, los coches de la avenida pasaban lerdos en la somnolienta mañana de domingo. Nadie, jamás, había llegado para molestarlo un domingo a esa hora.

Fue a buscar bolsas. Subió y metió en ellas los restos del cuerpo. Bajó las bolsas y las embadurnó con cola de pegar. Las llevó hasta el incinerador donde los sábados, cada quince días, quemaba los fragmentos de telas y esparadrapo inútiles. El olor se desprendió con el aroma habitual, el profundo olor del pegamento al que los vecinos estaban acostumbrados.

En la tarde, ya había comenzado a cortar los colchones manchados para quemarlos. Una columna de humo salió durante casi todo el día por la ventilación que daba al baldío vecino a las vías. La gente del barrio no le prestó atención. Dos o tres veces golpearon a la puerta. Vio sombras detrás de las ventanas, se acercó a escuchar, oyó voces que luego se alejaron.

Se quedó pensando un rato mientras contemplaba los huesos esparcidos, y comenzó a romperlos con una gubia. Cuando fueron suficientemente pequeños, se dedicó a machacarlos con un martillo. Los huesos quedaron reducidos a partículas de aserrín. Las colocó en una bolsa, la cerró, y la escondió bajo muchas otras bolsas llenas de cuerpo pesado y crudo.

Después encendió las luces grandes nuevamente. Echó una mirada al interior del local. Todo estaba limpio, y él muy cansado, pero se sentía protegido por esas mismas viejas paredes que habían albergado a sus padres.

Un policía pasó a recabar informes el lunes a la mañana. Entró al negocio mirando alrededor, incluso hacia los techos altos apenas iluminados por la luz temprana. Álvaro no dio señal de percatarse. Pensaba, tal vez, en el olor de los colchones quemados, pero el olor de los pensamientos no podía ser percibido por los otros. El policía cerró su libreta y salió, echando antes un rápido y último vistazo mientras cerraba la puerta.

Esa misma tarde, Álvaro se dedicó a sacar puñados de huesos de la bolsa para colocarlos dentro de los colchones que tenía listos para entregar. Los mezcló entre el esparadrapo y la estructura de los resortes. Después mandó a uno de los chicos que jugaban en la vereda a avisar en la clínica que los colchones ya estaban listos.

El empleado vino a retirarlos a la mañana siguiente.

-Se retrasó más quo otras veces, viejo-le recriminó el hombre.

-Tiene razón, y le pido disculpas- contestó Álvaro.-Pero creo que esta vez va a quedar más conforme con los arreglos.-Y le sonrió.

El otro, que nunca lo había oído hablar más de dos palabras, se calló la boca y comenzó a cargar los colchones. Regresó dos veces más en los siguientes días a recoger los que faltaban.

Una semana después, la bolsa había quedado vacía. Sólo un polvillo blanco permanecía en el fondo, y la quemó.

Buscaron a Ignacio por las vías del tren, los baldíos y los hospitales. Una orden del juzgado ordenó revisar el local.

-Perdone usted, don Álvaro, es orden del juez, ya sabe, como es el último lugar en que estuvo el chico-le dijo el comisario, que lo conocía desde que había entrado como cabo en esa seccional.

Él no contestó. Bajó la mirada a su labor sobre el mostrador y dejó hacer a los policías, que luego de media hora, y sin haber hallado nada, se retiraron dándole la mano.

Los padres del niño entraron un rato después. Se veían aún más demacrados y vencidos. La mujer se mantuvo silenciosa y con la mirada baja, estaba delgada y con la mirada extraviada por acción de los sedantes. El médico se acercó a Álvaro, extendiendo la mano con un leve temblor. Un mechón de pelo canoso y lacio, que no creía haber visto la vez anterior, le caía sobre la frente.

-Gracias por su condescendencia con la justicia, don Álvaro, le ruego nos perdone por haberlo molestado.

En lugar de soltarlo, retuvo la mano del colchonero y dejó caer en ella las monedas que habían sido el sueldo de Ignacio.

-Si no fuera por usted, que les da trabajo a nuestros chicos y los mantiene lejos de los vicios. Esto…-dijo señalando las monedas-…ya no va a necesitarlo mi nene.

El hombre se secó unas lágrimas y se fue.

Álvaro suspiró profundo mientras lo miraba salir. Pero no iba a llorar, ni siquiera tuvo deseos de hacerlo.



Ilustración: Kathe Kollwitz


miércoles, 26 de enero de 2011

Lecturas

 





    José Ingenieros: Los tiempos nuevos (1920) Este libro contiene conferencias y disertaciones escritas desde 1914 hasta 1920. El tema que las ha provocado es la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias en en mapa político del mundo, pero sobre todo la aparición de la Revolución Rusa. Ingenieros demuestra en los dos primeros ensayos, especialmente en el que lleva por título Ideales viejos e ideales nuevos, la mirada humana e inteligente a la que nos tiene acostumbrados, incluso es menos intransigente que lo habitual y se explaya en párrafos dignos de la mejor prosa poética, con un humanismo rayano en lo cuasi emocional. Los siguientes ensayos están dedicados a analizar la situación en Rusia con la nueva política aportada por la Revolución. El gran problema es el tratamiento que hace de este análisis. Lo que en otros libros suyos es una mirada crítica y científica del tema tratado, acá, lenta pero inexorablemente se convierte en una postura parcial, que no oculta su afinidad por el socialismo y los nuevos milagros ocurridos en Rusia a raíz de la revolución soviética. Son verdad las malas opiniones que predominaban en los medios de comunicación mundiales sobre lo que allí ocurría, en gran parte como propaganda anticomunista, pero Ingenieros se dedica a copiar fragmentos o artículos completos sobre informes supuestamente verdaderos sobre los cambios sociales ocurridos en Rusia. La cuestión no es si una versión es real y no la otra, o viceversa, sino que la esperada lucidez crítica de Ingenieros brilla por su ausencia. El lenguaje es diestro y eficaz, los artículos aparentan la seriedad y la meticulosidad de siempre, pero es notable la falta de profundidad crítica, de esa encomiable y rica duda que alimenta sus escritos sociológicos. A todo esto, debemos sumar las evidentes incongruencias que el tiempo nos ha demostrado más tarde: los crímenes ocurridos en la Rusia soviética, la falta de libertades, la represión, los encarcelamientos, la corrupción, las crisis económicas. Luego y detrás de esos grandes logros sociales que deslumbraron al mundo, como lo hicieron con Ingenieros,todo se ha venido abajo, dejando lugar al triunfo final del capitalismo, el mismo al que deseaba contraponerse para equilibrar la falta de justicia social y económica que predominaba en el mundo. El socialismo soviético creó su propia muerte con la corrupción que nació desde su misma cuna. Todo lo bueno, todo lo grande, lleva en su interior la semilla de su muerte. Y esto es lo que, aparentemente, no vio o no quiso ver Ingenieros, como otros tantos millones de personas en su época, cegados por la luz de esperanza que la revolución hacía vislumbrar sin fin y sin límites de grandeza. De a poco, los cinco artículos dedicados a diferentes facetas de la política soviética: económica, educacional, política, moral, va tomando un cariz más parcial, descalificando al capitalismo con palabras que se alejan de la habitual justeza analítica de Ingenieros. Es verdad que no está haciendo ciencia, ni siquiera sociología, está dando opiniones, y como hombre dado a toda falta de hipocresía, no se calla la boca, sobre todo porque es una boca que dice cosas con inteligencia y lucidez. Repito, su postura es comprensible: es un hombre deslumbrado por la información que llegaba de Rusia, por las característica ideales del socialismo que estudió con laboriosidad, un hombre que también, luego del inicial deslumbramiento, ha pensado y reflexionado sobre la nueva esperanza que nace , y llegado a la conclusión de que esta esperanza tiene un fundamento firme y una real posibilidad de realización. Pero el tiempo dio lugar a muchas desilusiones, a cambios que nadie esperaba en esa época, y por eso estos ensayos han sufrido el paso del tiempo. No sólo han envejecido porque el tiempo ha desmentido sus asertos, sino por la falta de distanciamiento de su autor. Toda postura parcial sufre este revés, tarde o temprano, y es de suponer que Ingenieros lo sabía. Aún así, se arriesgó a escribir con la destreza de un hombre de ciencia pero con los ojos cegados de un hombre político. Nosotros nos preguntamos si era necesario lo que ahora leemos en sus páginas y nos parece de exagerado encomio, de exacerbado entusiasmo por la Revolución. Pero el autor estaba demasiado pegado a los acontecimientos, demasiado cerca para poder ver con claridad ni siquiera el filo del futuro. En lo que no se equivocó fue en ver en la Revolución rusa un cambio inevitable, necesario, algo que rompió los estragos que el mundo viejo arrastraba en su decadencia. Lo que vino después, bueno o malo, también envejeció más tarde por su propia ambición y corrupción. La historia es un círculo que se repite de diversos modos y en diversos lugares, mayor o menor, creando un espiral que da una sensación inequívoca de deja vu. Tal vez esto sea lo único en lo que cualquier historiador no podrá equivocarse jamás.
     Andrés Carreño: Al costado de la ruta (2010) La primera novela publicada por Carreño entra a primera vista dentro de lo que se llama habitualmente literatura social. El protagonista es un niño cartonero, y a lo largo de la novela lo veremos enfrentando el ambiente sórdido, difícil, terrible de quienes sobreviven en un plano de pobreza y marginalidad en todo conglomerado urbano. La ciudad podría ser Buenos Aires, Rosario, o cualquier otra ciudad de Latinoamérica, pero la realidad que expresa, más allá de los nombres, es una realidad que todos podemos ver cotidianamente. Pero aquí debemos ocuparnos de la eficacia y el resultado de esta novela, y podemos decir que cumple sus objetivos mucho más allá de lo que tal vez el autor quiso expresar. El escenario es la sordidez de una clase y un ambiente social, pero el tema es la condición humana, sea cual sea el ambiente del que se trate. Lo acertado del tratamiento de Carreño es no haberse quedado en el tema social, no haberse conformado con la superficie. El tratamiento, entonces, no es socio-político sino humanista. Pero no como mensaje moralizador sino simplemente como objetivo del punto de vista del autor, que ha puesto su mirada no en la cotidianidad ni en la sordidez ya mencionada, sino en los factores que movilizan las acciones de los hombres. No es gratuito que el protagonista sea un niño. Su mirada está siendo formada, está aprehendiendo lo que hay en el interior de cada hombre. Así, verá que en su amigo, en apariencia duro y tosco, hay una ternura conmovedora y una enorme capacidad de cariño; conocerá que la vida de una mujer, en este caso su hermana, toma caminos que no responden al ideal que nos hicimos de ella; que la muerte se ha depositado en su madre, degradándola lentamente; que la locura es un arma incontrolable; que él mismo es un engranaje más no sólo de un sistema social, sino que también está formado de la misma conflictiva sustancia que los otros hombres. Lo destacado de la novela es la poética del lenguaje, la mirada que surge de la poética encontrada en las cosas simples, en los objetos, en la situaciones cotidianas, pero también en lo importante: la belleza de lo terrible, de la muerte, del silencio, de la nada como resultado inexorable. El final es acertado, intenso. La conmoción se vuelve meditación, con un residuo de angustia no amarga sino aceptada, comprendida como inevitable, y por eso, también parte de la naturaleza humana. Lo sórdido, lo terrible, está en nosotros, nos dice la experiencia del protagonista. Seguimos un camino que no podemos cambiar. Lo cruento llega hasta un límite en la voz del narrador, su buen gusta sabe cuándo es el momento de no nombrar más, porque ya está implícito en las situaciones que ha visto y de las que también es irremediable causa, situaciones de locura, de muerte y de perdición.
     José Saramago: El evangelio según Jesucristo (1991) En principio, diremos que el lenguaje y el estilo es de Saramago. La fluidez narrativa y la riqueza descriptiva, las peculiares características estructurales y estéticas del autor en el uso de los signos de puntuación y los diálogos, el punto de vista que toma a los personajes como protagonistas de una obra de teatro narrada más que escenificada. Los que llama la atención es el tema: la vida de Jesucristo, ya que sabemos por propia confesión el ateísmo o por lo menos es escepticismo en materia religiosa por parte del autor. Casi la mitad de la novela está dedicada a la vida de los padres de Jesús y al Jesús niño y adolescente, y en esta primera parte se destaca algo en especial: la intención aparente de dar una versión más verídica y menos dogmática de la vida de Jesús, cuasi documental podríamos llegar a decir, que parece contradecir la habitual característica de Saramago de tomar temas contemporáneos y presentarlos como alegorías. Pero esta intención, como en todo buen escritor, es sólo un instrumento, casi un personaje más, un elemento más dentro de la estructura narrativa, para crear algo diferente. Porque no está recreando y dando una versión fidedigna basada en descubrimiento histórico-científicos recientes, sino una mezcla de ficción y realidad, de leyenda y tradición escrita. Saramago pretende, nos parece, demostrar la falacia de las verdades establecidas, la ambigüedad de la realidad histórica, y para ello se vale de la alegoría sutilmente mezclada con producto de ficción y crónica, de narración y escrito religioso. En esta primera mitad, lo sobrenatural se presenta de manera tímida, insegura, establecida pero de una manera ambigua. Todo puede ser resultado de la imaginación de los personajes. La presencia de ángeles y demonios puede adjudicarse a fantasías nocturnas, juego de sombras y obsesiones religiosas de los protagonistas. Pero luego, en la segunda mitad, el autor ya afirma su juego y el lector comprende y debe aceptar las reglas de esta peculiar verosimilitud si quiere seguir leyendo la novela. Lo sobrenatural se alimenta con lo psicológico, y ni uno ni otro se niegan o contradicen. La realidad histórica forma el basamento, o más fin el primer piso, ya que el verdadero fundamento de todo texto literario es la invención narrativa, luego viene la fantasía a otorgar un plano de contrastes que enriquecen no sólo el aroma apergaminado de toda novela histórica, sino para iluminar la figura de los personajes. José, por ejemplo, con sus terrible sensación de culpabilidad; María, con su trivialidad y su simpleza, su casi estrecha y rudimentaria inteligencia; María Magdalena, con su percepción y su agudeza sensitiva; el mismo Jesús, con su rebeldía adolescente extendida ya bien entrada la adultez. Por lo tanto, los méritos de esta obra son múltiples: el lenguaje, el estilo, la estructura argumental, el punto de vista, las variaciones y licencias históricas, la riqueza individual de cada personaje, al que se lo ha sacado de sus habituales trajes de teatro convencional y se lo ha sumergido en un ácido corrosivo que hace resaltar su interior: falencias y virtudes. Judas como un hombre común y corriente al cual Dios le ha otorgado un papel que debe cumplir, y al que Jesús está a punto de resucitar porque sabe que él también es otra víctima de Dios, otro actor mal pagado del reparto de un director que intenta llegar a una mayor cantidad de público, porque ésa es la verdad revelada: la necesidad que tiene Dios de más poder. El Diablo como un personaje mendigo que recoge los desperdicios del plan de Dios, y que sabe que mientras más gane Dios, más ganará él. Lázaro, no resucitado, porque sería de un Dios impiadoso condenarlo a morir por segunda vez. El Dios que nos presenta Saramago es un dios cruel, que no duda en condenar no sólo a su propio hijo, sino en condenar al mundo y todo su futuro a una serio interminable de crueldades y crímenes, siempre en Su nombre. Pero este mismo Dios parece no un demonio sino un simple viejo rico y aburrido, alguien que no puede controlar sus propias necesidades o errores. Lo que desea por un instante lo hace y se cumple, porque es Dios y ni él mismo puede ir en contra suya. Todo está escrito, incluso la vida de Dios, y esto es una mezcla de la tradición judaica y una actitud escéptica e irreverente. El bien absoluto es incongruente con la vida, el mal es parte necesaria de la vida misma. Dios se equivoca y su propio hijo pide a los hombres que lo perdonen. Esta novela es, entonces, una versión irreverente, una versión realista, una versión ficticia de los evangelios, pero sin duda es una novela sumamente lograda, intensa y conmovedora versión de la condición humana y su relación con las divinidades que decide inventar y adorar, hablando simultáneamente de la relación padre-hijo, de la culpa y el remordimiento, del amor verdadero contra las convenciones establecidas, de la hipocresía. El Jesús que nos presenta el autor es un hombre confundido por la doble naturaleza de su origen, resentido tanto con su padre terrenal como con el divino, hastiado de su propio poder y a su vez limitado en su uso por la autoridad paterna, habitante de dos mundos, no es parte en realidad de ninguno y sí instrumento de ambos. Pero lo que resalta del tratamiento del personaje no es tanto su encarnación o su vivacidad como actor del drama, por que el estilo de Saramago explota las capacidades del símbolo más que de la realidad concreta. Sus personajes toman fuerza y se concretan por la destreza de su lenguaje, que es aquí particularmente rico y acertado, desbordado cuando debe serlo, apasionado cuando habla de Dios y sus hipocresías, emocional cuando describe la simpleza de la vida cotidiana, intenso y místico, hasta humorístico tiñendo con rasgos de absurdo ciertas situaciones, como cuando nos habla de la supuesta virginidad de María, o el sexo de los pastores con sus ovejas. Momentos irreverentes de cotidiana humanidad dentro de una novela que pretende convertir un dogma en una simple y conmovedora historia transformada por múltiples voces a lo largo del tiempo.
     José Saramago: La balsa de piedra (1986) Saramago se caracteriza por su peculiar forma narrativa. Dos elementos principales y recurrentes forman parte de sus estructura, de su lenguaje: el tono de fábula de alegoría, predominando uno u otro según la novela, que nunca descarta el realismo en los temas tratados, pero éste siempre filtrado por la ironía y la crítica, el humor negro pero de vertiente castiza, más hermético a veces, más amargo y menos sutil que el humor anglosajón; y el lenguaje, que a tono con este estilo, recurre al método indirecto de relatar los diálogos, alterando los habituales signos de puntuación y los guiones. De este modo, el autor logra un equilibrio sano entre lo íntimo de los personajes y el drama colectivo. Porque aquí, como en muchas otras novelas, por ejemplo Ensayo sobre la ceguera, una tragedia colectiva es la protagonista principal, pero los personajes pasan a primer plano para interpretarla, y el lector entonces se involucra con ellos al compartir sus problemas. En La balsa de piedra, la península ibérica se desprende de Europa y va a la deriva, aunque con un trayecto caprichoso, pro el océano Atlántico. Lo absurdo del tema se vuelve verosímil por las forma de alternar las explicaciones seudo-científicas con el drama personal. Pero no es ciencia ficción, sino una literatura que podría llamarse social, y por ello realista, entre comillas. Las teorías que se suceden y los cambios sociales, por más que tengan el color de los serio, caen por su propia inverosimilitud, pero no por ser no creíbles, sino por nacer de la misma absurdidad del hombre, tan pequeño e ignorante ante los misterios del mundo. La tierra se mueve, el hombre muere, y nadie es capaz de dar una explicación exacta. Las conexiones con el realismo mágico con evidentes, pero aquí lo fantástico no es tomado como parte de la realidad sino mucho después de haber sucedido y haber sido aceptado por los protagonistas. Ellos se adaptan al drama e intentan sobrevivir, a veces esquivándolo, nunca solucionándolo. Por lo tanto, todo esto es una alegoría sobre la condición humana en general: la tragedia, la incomunicación, la imposibilidad de cualquier tipo, la idea de la divinidad como una entidad ficticia, caprichosa, más incapaz que el mismo hombre. Aquí Dios es permanentemente mencionado como un ser que desconoce a las criaturas y al mundo que ha creado. La crítica, entonces, es evidente, tanto político, social como religiosa. Saramago combate los tabúes y los prejuicios de una manera literaria, es decir, como hacían los juglares y los viejos contadores de cuentos: con fábulas o parábolas. Otro recurso que colabora a esta estructura que conforma un mundo tan peculiar, tanto narrativo desde el punto de vista técnico como de ficción, es la peculiaridad de incorporar los diálogos dentro del tono indirecto. Es en apariencia un tono indirecto, pero directo estrictamente hablando, lo que hace que los personajes tomen una personalidad, pero sin abandonar la voz y la mente de quien los ha creado. La visión de Saramago es pesimista pero el tono esperanzador, como si no encontrara soluciones pero sí métodos de pasar la vida. Hay un fragmento que encierra una filosofía en particular, sin tener que recurrir a la sinsabor polémica sobre la existencia o no de Dios. Cito: "...cuando coincidencias es lo que más se encuentra y se prepara en este mundo, si no son las coincidencias la propia lógica del mundo". El conjunto de personajes elegido como protagonista es típico de la leyenda o alegoría. La parejas, el hombre solo y el perro, éste como animal mensajero entre la tierra, el cielo y el infierno. Las relaciones entre Saramago autor y sus personajes, suple el lugar de la divinidad cuestionada, por eso nos dice en un momento que: "...la importancia de los asuntos es variable, depende del punto de vista, del humor del momento, de la simpatía personal, la objetividad del narrador es una invención moderna, basta ver que ni Dios Nuestro Señor la quiso en su libro". Esta definición filosa y crítica, define toda una postura en muy pocas palabras. Una filosofía de vida, una filosofía literaria. Ambas cosas son, muy probablemente, yo diría que con seguridad, lo distinto y lo mismo a la vez. La forma en que Saramago se encarga de hablar del amor, de la muerte, de la vejez, de las debilidades humanas no hace más que mostrarnos la piedad escondida tras una pluma irónica y en apariencia elegantemente cruda. Comprende y se apiada del hombre, pero no lo justifica así como no justifica la negligencia de Dios para con sus propios hijos. La alegoría del autor es poner a sus criaturas en una situación trágica, como siempre es el mundo y la condición misma del hombre en la tierra, -nace para morir-, y mostrarnos cómo se desenvuelve con su inteligencia y sus sentimientos. A veces la inteligencia prevalece, casi siempre, y los sentimientos fracasan pero triunfan el arrepentimiento y la amargura. Al final, la esperanza aparece con timidez, pero dispuesta ya en las últimas páginas a ser más que una palabra.
     León Felipe: Antología rota (1947) La antología contiene textos seleccionados por el mismo autor de libros de poemas publicados entre 1920 y 1927. Son , entonces, 27 años de producción poética y diez libros. El conjunto,me parece, es suficiente para tener una idea bastante aproximada del autor y su estilo. Los dos primeros libros nos muestran a un poeta austero, sensible, preocupado por la musicalidad en versos breves, sencillo y contundentes a la vez. Ambos llevan el mismo título, Versos y oraciones de caminante, tienen un estilo, lo cual da gran medida de sus méritos, con Juan Ramón Jiménez. El primero, de 1920, publicado en Madrid, tiene como temática principal al propio autor, su relación con la poesía y con el mundo. Constantemente habla de la soledad del hombre, la fugacidad, y la utilización de la imagen del viento como instrumento devorador del hombre y su vida, a la manera del tiempo y su paso, es ya evidente.Los versos no son solamente correctos, sino que por su misma sencillez conmueven de una manera directa, con imágenes claras y ajustadas a un sabio equilibrio entre la pretensión literaria y la evidente intención popular. El segundo libro, de 1929, escrito en Nueva York, muestra una calidad pareja, aunque no un avance. La temática acá es Dios y la divinidad, la relación de Dios con el hombre, su crueldad y frialdad, su aparente indiferencia hacia la criatura que ha creado a su imagen. Luego, el resto de los libros antologados, están invadidos por referencias políticas: Franco y la guerra. Todos giran alrededor de lo mismo, y aunque se aparte del tema, el lenguaje se ha viciado de modismos y retórica vana y tendenciosa. Exceptuando tres poemas del libro El poeta maldito, de 1944, en especial El emperador de los lagartos, donde a pesar del evidente simbolismo poco sutil encontramos a un enorme poeta, el resto sobresale por su medianía y el evidente extravío en los caminos de la retórica y la utilización de la poesía como medio de expresión ideológica. Ya se ha hablado mucho sobre esto, la poesía no es un instrumento de verdad, y la intención moral nunca es suficiente para crear un poema. Poe, en su ensayo sobre Longfellow, lo deja bien claro. Y podríamos citar muchos otros ejemplos, el más cercano es el de Rafael Alberti, otro español aquejado del mismo mal, a nuestro entender. El problema no es cuestionar posiciones ni talento literario, mucho menos juzgar épocas o posicionarse de tal o cual lado, sino dejar en claro algo que es evidente para cualquier buen lector, y obviamente para cualquier escritor comprometido con el lenguaje en primer lugar: la política nunca es buen tema para la poesía. Hay excepciones, hasta cierto punto válidas, como la de Vallejo, u otros autores donde la política está sutilmente enmascarada por un lenguaje riguroso, de alta calidad poética, y donde el tema es sólo un medio para escarbar en sitios más profundos, como el de la naturaleza y la condición humana en general.
     José Ingenieros: La universidad del porvenir (1914-1924) Aquí se reúne una serie de ensayos de diversa temática, que nos permite conocer a Ingenieros más allá de su postura como sociólogo. En La Universidad del porvenir nos habla en su faceta de pedagogo y educador, sobre su preocupación sobre la Universidad de su época y el crecimiento y desarrollo de los objetivos de la Universidad del estado. Plantea una teoría, que la Facultad de Filosofía sea un organismo que coordine las ideas generales que exceden los límites de las otra facultades. El objetivo es dar una visión humanista y general a la educación universitaria sea en la disciplina que sea. Sus conclusiones son lúcidas, concretas y progresistas. Historia de una biblioteca es casi una anécdota sobre las dificultades económicas y políticas para publicar una serie de obras de cultura y filosofía, dándonos a los lectores actuales indicios concretos de que los proyectos culturales nunca has sido prioridad en los planes de ningún gobierno. Luego de invertir de su propio bolsillo para concretar el proyecto, nos dice: "He resuelto perder como editor lo que he ganado en diez años de ejercer la medicina. Por las dudas, no dejo de ejercerla.". En Le Dantec, biólogo y filósofo, nos hace un recuento y comentario sobre las obras y la importancia de este pensador en la evolución de la historia de las ciencias biológicas. El estudio es pormenorizado y demuestra su admiración, sin caer en falsos halagos. A su vez, le sirve para dejar en claro su propio principio sobre el estudio científico: "...o se busca la verdad y se aceptan sus legítimas consecuencias, o se rechaza de plano toda verdad que pueda implicar consecuencias repudiadas de antemano". Esto lo dice en referencia a la dificultades que tuvo Le Dantec para conciliar sus hipótesis con las ideas religiosas en boga. El genio de un investigador no se basa siempre en sus descubrimientos, sino en el coraje para darlos a conocer. El artículo sobre Kant es breve pero concreto y certero sobre sus virtudes y falencias, y le sirve para plantear cuestiones tan eternas como las que obligaron a Poe a escribir Eureka: las relaciones y los límites entre filosofía y metafísica. Los ensayos sobre Croce y Gentile ponen en evidencia la virtud de polemista y amante de la verdad de Ingenieros. Critica a ambos por haber hecho concesiones en sus posturas filosóficas, en concreto sobre las características de la escuela llamada idealista, atea, hacia el estado italiano, concretamente al positivismo laico que predominaba en la época previa y simultánea a Mussolini. Este fragmento tal vez sea lo más importante de estos artículos reunidos. Las ciencias nuevas y las leyes viejas nos habla sobre la incompatibilidad práctica de aplicar los nuevos descubrimientos, en especial las investigaciones sobre la responsabilidad criminal y los estados psicológicos durante los delitos y crímenes, al sistema jurídico y penal imperante en esa época. El resultado de hacerlo, es lo que fácilmente se vio en ese momento y puede verse en la actualidad con frecuencia y cifras alarmantes: la absolución o liberación de criminales peligrosos bajo el título de la no responsabilidad. El último ensayo es un homenaje a su maestro José Ramos Mejía, fluctuando en sano equilibrio entre la admiración, el cariño y el análisis justo y crítico, a través del cual nos acerca el perfil humano y profesional de su maestro. En suma, aquí nos encontramos con un Ingenieros menos rígido, si así podemos expresarnos, en relación a sus otros estudios que hablan de sociología y crítica científica. Nos encontramos con un intelectual preocupado por los problemas concretos de la sociedad: educación y leyes, con un científico interesado en los orígenes y evolución de las ciencias y los pensamientos, con un profesional capaz de sentir entrañable afecto por un amaestro y un amigo.
     Edgar Allan Poe: Ensayos y críticas - Eureka -Cartas de un poeta. Poe como crítico es casi tan grande como el Poe contador de historias. Digo casi porque su genialidad como narrador está por encima de cualquiera otra de sus cualidades como literato, por más que éstas sean excelentes. Dejando esto en claro, pasemos a comentar los ensayos y críticas reunidas. Comenzamos con el ensayo donde Poe analiza la construcción de su poema El cuervo. Se ha dicho de este ensayo que es demasiado frío y esquemático, y que si la construcción del poema hubiese sido así paso a paso, no tendría la calidad que realmente tiene. Es decir, Poe parece haber dejado de lado las motivaciones intuitivas, profundas del tema y su forma. Se limita a una esquemática explicación lógica de por qué eligió tal tema y las formas para plasmarlo, lo que equivale a enumerar los ingredientes y el proceso. El análisis es absolutamente válido y muy interesante. Nos demuestra a un Poe desconocido para los que sólo están habituados a sus cuentos de horror. Poe era un estudioso y un enorme lector, un gran crítico y un pensador importantísimo de la literatura. Tal vez sea eso lo que sorprende al principio, ver que el autor de tantos horrores era más que un simple contador de historias. Su inmediatez como narrador lo había hecho uno de nosotros, nos habíamos identificado con él, a pesar de la lejanía espacial y temporal de sus historias. Verlo ahora como crítico de su propia obra y de la literatura de su siglo, nos resulta sorpresivo pero gratificante al fin. ¿Por qué? Porque nos habla de la complejidad que debe tener un texto, la corriente subterránea de sentido. Porque nos habla de la unidad que debe tener toda obra literaria. Porque nos dice que la perseverancia es una cosa y otra muy distinta el genio. Nos habla de la poesía no como transmisora de la verdad, sino de la belleza. Funda y fundamenta, entonces, toda una posición que se continúa discutiendo, sobre la función del arte en general y sobre la poesía en particular. Otro hallazgo es cuando habla de la crítica literaria: nos dice que la excelencia de un texto no es tal cuando se necesita mencionarla. "Vale decir que al destacar con demasiado detalle los méritos de una obra de arte, se está admitiendo que no hay tales méritos". Los ensayos siguientes estudian a Longfellow y Hawthorne. En cuanto al primero, a quien critica con dureza pero con justas fundamentaciones, se preocupa por dejar en claro que la intención moral no sirve como efecto poético, o que la falta de una idea conductora es fatal para un texto literario. Sobre Hawthorne, destaca su originalidad por encima de su genialidad como narrador. Ambos son colegas contemporáneos, y nos demuestra la sinceridad y la total falta de hipocresía en su pensamiento sobre la literatura de su época. Otro punto interesante sobre la crítica: al señalar los defectos, no hacemos más que destacar sus méritos. Luego viene un comentario sobre un libro de viajes de un tal Stephens a Arabia, lo que sirve para demostrar el conocimiento criptográfico y geográfico-histórico de Poe. El comentario sobre el autómata jugador de ajedrez que era mostrado en diversos países del mundo, es una interesante muestra de su capacidad deductiva, la cual aplicaría en sus cuentos policiales. Finalmente, en Marginalia Poe reúne una serie de comentarios diversos sobre literatura en general. Aquí, más que nunca, y a pesar de la diversidad misma, nos encontramos con un escritor de gran lucidez, de capacidad netamente práctica en la plasmación de sus intenciones expresivas. Podríamos enumerar cada uno de los comentarios certeros sobre el lenguaje poético, sobre filosofía, matemáticas y ciencia, pero todo esto se resume en la declaración de principios que el autor establece desde la introducción: "Decidí, por fin, confiar en la inteligencia y la sensibilidad del lector como regla general". Este comentario pone en evidencia que jamás subestimó la inteligencia del lector, que sus textos estaban dirigidos a lectores interesados e inteligentes, y que el blanco de sus críticas estaba generalmente en el criterio arbitrario de los editores, la hipocresía interesada de muchos escritores y la mediocridad intelectual de la clase media alta de su país. Eureka nos pone frente a un escritor que se dispone a pensar sobre el universo material y metafísico. No es un ensayo estrictamente científico, ni puramente filosófico, sino una confluencia entre ambas disciplinas. Más bien es un estudio desarrollado a partir de las meditaciones y las hipótesis de un escritor pensador. Poe parte de teorías científicas ya establecidas hasta su época, por ejemplo la que habla de la disposición y formación del sistema solar, y a partir de ella establece conjeturas que intentan demostrar con su particular lógica y razonamiento una serie de eventos que podrían haber ocurrido. El resultado es un proceso complejo pero cuidadosamente razonado, aunque arbitrario. Poe no se basa en comprobaciones científicas estrictas, sino en la lógica de su pensamiento, y esto es más que suficiente para él, y podríamos decir que también para nosotros, sus lectores del siglo XXI. Porque sabemos que lo que estamos leyendo es una género que, como el policial, él también ha fundado, prácticamente. Los pensadores de los siglos XVI a XIX, si no eran científicos o filósofos de profesión, tenían la envidiable virtud de observar el mundo con una mirada re-creadora. En general, gracias a esta intuición, acertaban con la verdad, más tarde corroborada, propia de un escritor, que suele ver más allá de las apariencias, e imaginar, más que razonar, lo que se halla por debajo de la superficie de los hechos y las cosas. Eureka es una larga y complejamente ardua tarea de explicar el origen del universo y la sustancia que lo forma. Poe mismo establece desde el principio la mirada en que se basan sus palabras:"Intuición. Se trata solo de la convicción que surge de esas deducciones o inducciones cuyos procesos son tan oscuros que escapan a nuestra conciencia". El autor se esfuerza por dejar asentadas teorías científicas que justifiquen, y sobre las cuales se basan sus pensamientos. La unidad del todo es la base del universo, éste se disgrega en partículas, formando los diversos mundos del universo. Pero la fuerza misma que los ha dispersado tiende a reunirlos más tarde o más temprano hacia la absoluta unidad. ¿Y cuál es esta unidad? La nada, o Dios. La conclusión es positivista, nos habla de un Dios razonado, de un Dios fundamentado en un proceso que nace en la observación y se crea a partir del razonamiento a que ésta da lugar. Cómo muchos de estos estudios, por ejemplo los de Maeterlinck, están condenados a sufrir el peso de la verdad científica corroborada por el avance de la técnica, pero lo que él busca el lector interesado no es verdades irrefutables, sino la belleza que nace de su imaginación, por más que ésta se base y pretenda justifIcarse a sí misma con teorías científicas. El resultado es un poema en prosa, como Poe mismo lo declara desde el inicio de su estudio. La belleza intrínseca de su teoría nace del talento de su pluma, y éste es el principal objetivo. Si coincide más tarde con la verdad, es un privilegio y un bienvenido regalo. Las cartas de Poe están reunidas en un orden adecuado para evaluar su evolución como ser humano y como escritor. Las primeras nos muestran a un joven confundido, arrogante, conflictuado en su relación con su padre adoptivo y su transitorio paso por el Liceo militar. Luego, vamos conociendo a un Poe que comienza sus adicción por el alcohol y los problemas que esta le genera. Pero el tono de las cartas de un hombre que intenta ser sincero consigo mismo, aunque no siempre lo logre. Es como leer una novela en género epistolario. Conocemos los sinsabores de su vida doméstica y sus estrecheces económicas. Lo vemos avanzando en su progreso como escritor, la publicación de sus obras en revistas, principal medio de vida. Somos testigos de su amor por su prima, su casamiento y la pronta muerte de ella. Poe, luego, tuvo un par de romances infructuosos, entre ellos un plan de boda no concretada y un amor platónico con una mujer casada. Lo que conocemos a través de estas cartas es la vida de un ser humano común y corriente, tan inmediata y lúcida es su mirada, que es como si estuviésemos leyendo las cartas de un familiar nuestro que ha vivido hace un siglo. No encontraremos indicios del escritor de horrores más que en la técnica y la calidad del lenguaje. Los conflictos internos y psicológicos están apenas insinuados, pero se los percibe con claridad. En base a lo que los biógrafos han hablado de él, conjeturamos y nos explicamos muchas de sus palabras y opiniones, de sus acciones y ciertas arrogancias o silencios. Pero no estamos escuchando o leyendo a un enfermo, sino a un entrañable amigo cuyas falencias y defectos conocemos de antemano al disponernos y sentarnos a su lado. No es lástima, sino cariño y admiración. Poe ha sabido conmovernos con las breves, escatimadas o distorsionadas referencias de su vida, se ha acercado a nosotros de una manera más íntima y menos compleja que con sus cuentos o poemas. Ha intentado mostrarse tal como es, o cree ser. Un lector sensible sabrá leer entre líneas.
     Konrad Lorenz: Cuando el hombre encontró al perro (1950). Este libro de ensayos no puede calificarse dentro de las obras de rigurosidad científica. Si en algún género puede ser incluido es en el de divulgación. Aún así, esta clasificación es demasiado contemporánea para ajustarla a una obra escrita por un premio Nobel pero cuyo tratamiento es de una amenidad que no descarta lo sincero y riguroso en sus principios. Lorenz nos habla de su experiencia con los perros, a los que ha criado y con los que ha convivido a lo largo de toda su vida. Su experiencia es, por lo tanto, sincera y respetable. El libro comienza con un intento aproximativo de cómo pudieron haber sido las primeras relaciones entre el hombre primitivo y el perro salvaje, y desde este primer capítulo deja asentado dos cosas: que toda teoría es relativa, y que su intención como autor es escribir un texto ameno y de fácil lectura. El lenguaje juega con lo familiar y lo coloquial, acerca ciertos parámetros científicos de una manera en que el lector no se da cuenta de que le están enseñando algo. Lorenz opina según su experiencia, y no impone conceptos, simplemente los cuenta como anécdotas de un vecino o familiar a quien respetamos. Ese es el principal y más destacado factor en la confección de este libro, su virtud y también su mayor falla. Todo depende de qué busque el lector. Si buscamos experiencia de campo a la manera de Levi-Strauss, no lo encontraremos. Si buscamos una serie de anécdotas graciosas sobre mascotas, tampoco. El ensayo que tratamos está en un difícil punto intermedio: es informativo y ameno, escrito con gran destreza y experiencia literaria, con leves toques de emocionalidad y un interesante acercamiento filosófico, donde se esbozan algunas ideas que no por trilladas dejan de ser importantes para recordar. Es así que cada capítulo está dedicado a ciertos aspectos de los perros o de la conducta humana hacia ellos. La observación es el principal instrumento de que se vale el autor para hacer sus anotaciones y dar su opinión. Como toda observación, puede estar influenciada por la experiencia personal, pero esto no amedrenta a Lorenz. Él sabe que su opinión es tan arbitraria y tan valiosa como la de cualquier otro, pero está seguro de lo que dice. Hay, sin embargo, una ausencia total de jactancia en la exposición de su conocimiento o experiencia, el tono del total del libro es de una amenidad que demuestra concreta y casi táctilmente el amor y la pasión que le provocan los perros. No es una voz frágil ni tampoco está dominada por frases hechas o emociones fáciles. Lo emocional está al final del camino, en ciertos rasgos que nacen de la anécdota y no de la pluma del autor. Ese es un gran mérito, me parece. El texto se va adentrando de a poco en las relaciones entre los humanos y los perros, su trascendencia a la largo de los siglos. Conociendo al perro, se conocen a los hombres, parece decirnos. Y ellos, los animales, están involucrados en nuestra cultura no solamente como mascotas irracionales, sino como seres vivos que tienen su inteligencia altamente desarrollada, lo mismo que su capacidad emocional. Por lo tanto, el resultado no es moralizador sino ameno, donde podemos pensar sobre la condición del hombre dentro de la naturaleza a través de su relación con el perro. Es más, se atreve con disquisiciones filosóficas sobre la naturaleza del hombre y su condición como integrante de las especies animales. El hombre es superior no por su capacidad de haber desarrollado un lenguaje, sino por la capacidad meritoria de su lógica. Nos hemos apartado de la naturaleza y hemos perdido lo que los perros aún conservan, por ejemplo, la fidelidad incondicional. Hombres y perros tienen características comunes, y la simbiosis entre ambos es asombrosa. Vemos perros malhumorados, perros maternales, perros nerviosos. Lorenz observa y afirma en consecuencia, pero no sentencia, y eso sucede gracias a su destreza literaria. En sus manos los perros son personajes de características determinadas, mostrándolos en sus conductas y sin necesidad de explicaciones. El autor es un cronista que tenuemente se va transformando en un personaje más: el dueño de esos perros que han ido creciendo en personalidad a lo largo de los capítulos. Como si luego de cederles el protagonismo que merecen, él salga a escena como un director de teatro que sale a saludar, a interactuar con sus actores, a demostrar al público los lazos que los unen.
     José Ingenieros: Sociología argentina (1918). Este libro de Ingenieros es un conjunto de ensayos de diferentes orígenes y calibres, todos ellos relacionados con el estudio de la sociología. Reúne textos de fines del 1800 hasta 1914 y 1915. A pesar del largo lapso entre ellos, vemos que la postura y la lucidez de Ingenieros se ha mantenido firme, incluso se ha afirmado, madurando desde una postura aprehendida en sus años de estudiante hacia un pensamiento más abarcador y adaptado a la situación de su país. Es la suya, una postura meditada, asentada en múltiples lecturas, tanto científicas como humanistas. Como ya lo hemos dicho en ocasión de otra reseña, el defiende la escuela darwinista aplicada a diversas disciplina, entre ellas la sociología. Ya en la primera parte, donde hace un raconto de la historia de la sociología en Argentina, se encarga de hablar y definir su objeto e instrumento de estudio como de sociología biológica. Para él, la cuestión esencial del desarrollo de los pueblos es la economía, y ésta es consecuencia directa del clima y de los recursos naturales. Es así que en otra parte del libro, dedicada a hacer un estudio de los pioneros de esta disciplina en Argentina, desarrolla sucintamente la teoría que habla de las diferencias entre la colonización española en sudamérica y la inglesa en norteamérica. Ellas son consecuencia no sólo del fundamento moral de ambas culturas en el momento de la conquista, sino del clima y los recursos que beneficiaron o perjudicaron su asentamiento en América. Los españoles, en decadencia, no se adaptaron al clima de sudamérica, y se mezclaron con los indios, creando una raza mestiza más adaptable pero de menor desarrollo intelectual. Los ingleses encontraron un clima más templado, lograron sobrevivir por sí mismos y no se mezclaron con lo habitantes autóctonos. De allí que la cultura europea, lo que Ingenieros llama superior, desarrolló una civilización más inteligente, más organizada y estable en el norte. De allí, el desarrollo de la democracia norteamericana como ejemplo para el resto de América. Puede estarse o no de acuerdo con esta teoría, puede calificársela de racista a simple vista, discriminatoria incluso, pero la postura es exclusivamente racional y científica, basada en los hechos y el contacto con los indígenas directamente, un privilegio del que nosotros carecemos. No es la suya una necesidad de aplicar una teoría a todo aspecto del mundo, sino la enorme plasticidad de ciertos hechos a adaptarse tan plácidamente a ciertas teorías. La teoría evolucionista fue tan fuerte en su momento, que no hizo más que dividir al mundo en dos bandos irreconciliables. Los que la aceptaron, hallaron en ella una explicación satisfactoria a casi todos los aspectos del mundo: la naturaleza humana y su conflictiva relación con el medio hallaban salidas y modos de reconciliación basadas en un fundamento común: la lucha por la supervivencia. Esta postura es sin duda arbitraria, cruel en muchos sentidos, impiadosamente lógica pero racional en grado sumo, tanto que merece ser la máxima idea del pensamiento humano. Ella explica el origen del hombre, y de este modo satisface casi por completo la mayor incógnita del ser humano. Pero nos estamos yendo por las ramas. Volviendo al libro de Ingenieros, otro aspecto a destacar es su posición con respecto a la literatura de ficción. En algunos párrafos nos encontramos que critica algunos libros, por ejemplo de Echeverría, por condescender a recursos literarios cercanos a la ficción cuando habla de sociología. Critica el aspecto pseudoliterario del tratamiento, pero no es una crítica a la literatura en sí. Su malestar viene del no suficiente desarrollo científico del tema. Este aspecto es importante de resaltar, porque el mismo Ingenieros ha desarrollado ensayos donde cierta poesía de la moral se adapta perfectamente a un lenguaje literario mayor, hasta poético en ciertos fragmentos, por ejemplo en El hombre mediocre. La segunda parte del libro está dedicada a la crítica de cinco libros sobre sociología argentina de Ramos Mejía, Juan A. García, Bunge, Ayarragaray, etc. Aquí encontramos tramos admirables por la simpleza rotunda de su lógica: "Los sentimientos y las voluntades de los hombres sólo hacen la historia en apariencia: en realidad ellos son moldeados y transformados por la acción del medio". Frases como ésta determinan la polémica desde el principio, pero no dejan por ello de ser terriblemente lógicas y reveladoras. Por eso la teoría evolucionista influyó de tal manera a Ingenieros. Él, como muchos otros, encontró una belleza poética en una idea científica. Tanto en las teorías de Newton, de Einstein o de Kant, nos preguntamos si las ideas que hacen avanzar al intelecto humano no provienen del mismo logar que las ficciones literarias o del arte en general, es decir, de la pura imaginación. No habrá, entonces lugar para la diferenciación entre la imaginación científica y literaria más que su objeto de estudio: la realidad o la ficción. No habrá lucha, porque ambos son instrumentos del hombre. Sus comentarios a estos libros son de una inmensa lucidez y una gran capacidad crítica. Para Ingenieros, estos libros, con sus falencias y sus logros, se han propuesto como meta la crítica científica, y es a ésta la que él rinde su intelecto. Sus opiniones se entremezclan con las de los autores criticados, haciendo una especie de ping-pong discursivo que hace crecer al libro criticado y acrecienta la destreza del crítico. El primer párrafo que trata sobre el libro de Ayarragaray y su estudio sobre la anarquía y el caudillismo, deja asentado su postura: "Cuando la crítica es simple glosa, rumiación pausada o comentario ágil del trabajo cerebral de los demás, sin que la propias vertientes contribuyan a la ampliación del cauce, sólo ocupa un bajo peldaño en la escala de la intelectualidad". Un punto alto y arriesgado es su comentario crítico sobre el nuevo proyecto de ley de trabajo presentado por Joaquín V. González. Aquí su deber es doblemente arriesgado, no solamente adopta una postura frente a un proyecto contemporáneo, sino que se anima a hacer un estudio detallado de cada uno de sus artículos. La quinta parte del libro está dedicada al estudio de la formación de una raza argentina, llámese esta a la nueva población que se ha producido como resultado de la diversas inmigraciones europeas. Hace un estudio estadístico de la población del país desde sus comienzos hasta su época, el 1900. Llega a la conclusión de que era necesario un nuevo alimento físico e intelectual para salir de la mediocridad en la que la población se hacía sumido. Los inmigrantes europeos crearon una nueva población blanca que lentamente fue creciendo y expandiéndose desde el puerto de Buenos Aires. Para Ingenieros, como para Sarmiento y muchos otros, era necesario alimentar la sangre de la población del país con nuevos signos de progreso intelectual. La mezcla obtenida con los mestizos, mulatos e indígenas había creado una extraña amalgama donde los caudillos y los aprovechadores encontraban un campo apropiado para la anarquía y la desorganización política. Sin duda, la historia les dio la razón, pero también nos ha demostrado que la historia se repite por períodos, y como lo dijo el mismo Ingenieros en otro fragmento de este mismo libro: "En la concepción científica de la Historia, cada fenómeno social es un producto determinado por múltiples condiciones ambientes". Los períodos de revolución y paz social, de gobiernos democráticos y de facto, de pobreza y avance económico, se han ido sucediendo de una manera que no hace más que confirmar la original teoría que antes mencionamos: un país de América del Norte donde nunca ha sucumbido la democracia, contra múltiples países de América de Sur donde aún en pleno siglo XXI seguimos jugando a los caudillos.
     José Ingenieros: La simulación en la lucha por la vida (1900). Ya hemos comentado la lúcida, la múltiple inteligencia de Ingenieros en ocasión de El hombre mediocre. Si allí nos encontrábamos con un escritor maduro, cuyo lenguaje sabía expresar de manera muy particular sus peculiares y críticos pensamientos sobre la moral aplicada científicamente, en el ensayo que hoy comentamos nos vemos frente a un médico recién recibido, muy joven, pero no por ello menos lúcido e inteligente. Su lenguaje es, quizá, menos maduro, pero de altísima calidad, su mirada es evidentemente menos experta pero sin duda atrevida y audaz al plantear su posición, su manera de pensar. Ésta, que no cambió demasiado a lo largo de los años, tiene una postura afianzada en la observación del mundo con una mirada científica y crítica, siempre suspicaz, hasta cruel, podría decirse, para quienes no están acostumbrados o son sensibles a escuchar verdades cuya comprobación es de una simpleza apabullante. Aquí, Ingenieros nos habla de la simulación como elemento psíquico que el hombre utiliza para sobrevivir. Hace una distinción clara y metódica de las diferentes formas de simulación, desde la natural y espontánea, casi inconsciente, hasta la voluntaria y patológica. Nos dice que todo hombre simula, todo hombre miente, sea para no diferenciarse de la mayoría y no ser relegado, sea para obtener un fin o un objetivo determinado. Su estudio es analítico y metódico, es claro y profundo al mismo tiempo. Hay que adaptarse a la postura de Ingenieros para comprenderlo del todo, para que sus conclusiones y sentido crítico no provoquen estallidos de rebeldía en las almas prejuiciosas o las mentes estrechas. Porque eso es lo que somos como lectores, arrastramos prejuicios y tabúes del mismo modo que llevamos en germen de la simulación en nuestros genes. Somos animales, y por eso nuestra forma de sobrevivir ha avanzado desde la pura violencia física hacia una forma de supervivencia más sutil, más elaborada, incluso más cruel: la mentira y la simulación. Ingenieros es un darwinista, él aplica lo que se llama la biología social, por ello sus comentarios pueden resultar racistas o, cuando menos, despreciativos, para la reducida y poco leída mente de la generación del siglo XXI, hija de otra generación no menos estrecha de miras, la de lo "políticamente correcto". Lo encomiable de Ingenieros, a mi parecer, es la audacia sin retruécanos de su posición y su discurso, de su mirada, equivocada o no, pero sincera con su intuición médica. Eso es lo que hace cuando analiza la conducta social, la del hombre privado y la de su relación con sus semejantes, observa como un científico que sabe que no puede apartarse del objeto que estudia, y por ello no se preocupa por la distancia ni por la no contaminación del objeto analizado, sino como uno más, es severo y comprensivo a la vez. Más que con el individuo, es severo con la sociedad, que tiende a anular la individualidad del ser para lograr la uniformidad común. Como cuando nos dice que el fraude, última y más elaborada forma de la simulación, tiene la sanción del uso en las costumbres sociales. Casi todo en las relaciones humanas es simulación, y sobre todo en la política, donde bajo la etiqueta de ideales o justicia poética se esconden intereses creados. Es así que considera ciertos aspectos del antisemitismo o las guerras por honor como formas de disimular intereses económicos. Incluso, tanto en el aspecto individual como social, el interés por los enfermos o la solidaridad estaría basada en la idea de que lo hecho por lo demás nos será devuelto más adelante. Es muy interesante y necesaria la diferenciación que hace entre simulación y disimulación, ambas aparentemente contrarias pero cuyo resultado es el mismo. Se simula lo que se desea ser, de disimula lo que no se desea ser: el resultado es mostrar algo que no se es. Ingenieros no deja de lado la función del arte, que a pesar de ser reconocido como la acción suprema del fingimiento, en realidad posee una autoconciencia de ese fingir, y por lo tanto ya no es tal. Por eso, nos dice que las mas geniales manifestaciones del arte son estudios empíricos del carácter humano. En cuanto al individuo, hace una clasificación darwinista del mismo, algo que desarrollaría más tarde en El hombre mediocre: hay hombres débiles, predispuestos naturalmente a la simulación para sobrevivir, y los hombres de carácter, firmes en su postura, por más que no se avenga con el pensamiento o sentir de la mayoría. Esto representa una dicotomía, una contradicción. Los que tienen carácter deben ser demasiado fuertes para enfrentar el rechazo de los demás, y por lo general sucumbe; los de poco carácter, en cambio, desarrollan instintos de simulación, los que los hace aptos para su supervivencia. Es por ello que la sociedad, en su afán de uniformidad, genera su propia decadencia: estimula el fraude como metodología de vida. Otro tema polémico, aunque no desarrollado en este largo ensayo, es el de la eugenesia. Aquí también, la postura de Ingenieros podría clasificarse de cruenta y racista, impiadosa incluso, contradictoria para un humanista como lo era él. Sin embargo, esta teoría tiene concordancia con la teoría darwinista, y si calificamos a ésta de cruel, debemos postular entonces que la misma naturaleza es cruel, y que los hombres, como parte de ella, también lo somos. Y si nos colocásemos en la postura contraria, es decir, la cristiana por excelencia, donde el hombre fue hecho a semejanza de Dios y alejados de toda influencia animal, implica otro tipo de crueldad racista, hacia los seres inferiores, los criminales y los enfermos, a quienes se los deja vivir pero se los aparta o encierra. La teoría evolucionista tiene, a cambio de su aparente crueldad, convertida en virtud por su contenido de verdad evidenciada científicamente, la idea implícita de que hombres y animales han tenido ancestros comunes, y los seres llamados inferiores, inteligentes o idiotas, malvados o bondadosos, son nuestros hermanos en la especie, y por lo tanto somos responsables de ellos como de nosotros mismos. El final del ensayo llega a conclusiones en perspectiva del futuro bastante alejadas a la realidad del siglo XX. Ingenieros dice que en las sociedades humanas la lucha por la vida se atenuará progresivamente a medida que aumente la asociación de la lucha contra la naturaleza. Como hemos visto nosotros, protagonistas activos de la segunda mitad del siglo XX, la lucha por la vida se ha intensificado crudamente entre pueblos, naciones e individuos, tanto por factores económicos y políticos; las formas de simulación han alcanzado grados de complejidad que el autor quizá nunca habría imaginado; la crueldad física no ha desaparecido; y la lucha contra la naturaleza, con el simple objeto de la supervivencia humana, nos ha llevado a un grado de extrema peligrosidad para la misma supervivencia de la vida que pretendimos defender y proteger.
     Carlos Dariel: Donde la sed (2010). Estos nuevos poemas de Dariel nos muestran un cambio de dirección en su poética, un cambio moderado, pero con la misma calidad a que nos tiene acostumbrados con sus dos primeros libros. Este cambio es difícil de definir, es sutil y evidente al mismo tiempo, como debe serlo en todo buen poeta. Primero, los cambios son internos, luego, se expresan en la poesía, madurados, meditados, ubicados en el modo y la forma adecuadas. Desde su primer libro, la poética de Dariel se caracterizó por la concisión y la madurez desarrollada en cada poema, dando como resultado una visión aguda y acertada, madura y serena, triste pero no desesperanzada. Hay, en general, una idea de fatalidad en su poética, sus textos son contundentes en su síntesis afirmativa. Dariel no duda al escribir, no duda de lo que dice, ni siquiera de las contradicciones o las ambigüedades que sus poemas plantean como temática. Es así, que en esta nueva colección nos hallamos con un aire de misticismo en muchos de los poemas, pero este misticismo no se refiere a divinidades o creencias religiosas, sino al significado último de las cosas del mundo, incluso a los sentimientos y hechos que nos rodean. El valor de las pequeñas cosas es mucho mayor al que imaginamos, y esta valoración es lo que llamamos misticismo, no para adorar o sobrevalorar, sino para dar en su justo punto cada detalle de cada instante del transcurrir del hombre en el mundo, como cuando llama sagrado oficio a la escritura. Y esto nos lleva a otro punto de su temática: la poesía y la palabra. La comunicación y la comunión. Es destacable la repetición de ciertas palabras, ciertos ítems, como mirada, manos, tocar, y su relación con estas otras: abrazo, piedra, manchas. Ver, por ejemplo, el claro y estupendo poema Dialéctica de mis manos, o Vacilaciones, donde tenemos este hallazgo poético y filosófico: el cuerpo es nuestra ignorancia/ y hacia él vamos/ en cada intento. La palabra y su eterna contradicción: la incomunicación implícita en ella misma. En un momento nos dice: sospecha de que no son las palabras/ el poema/ acaso su borde; o escritura/ tejido/de una manta corta. Una de las preocupaciones constantes de Dariel ha sido siempre la función de la palabra y la poesía, su lugar en el mundo, el aparente conflicto con la cotidianeidad práctica del hombre común. La búsqueda de relaciones entre palabra, poesía y hombre lleva al autor por caminos desiertos, llenos de piedras, donde se tropieza a casa instante, pero hay momentos donde el autor halla consonancia con su pasado, con el primer hombre, como en el poema Sinopsis de la evolución, o con el tiempo y las cosas u objetos remotos, como en Telar, o con la naturaleza, como en El instante. Es este libro son abundantes los poemas dedicados a autores con los que siente afinidad, poemas homenajes que son una búsqueda y una explicación, una razón de ser que no necesita explicarse en realidad, sobre la poesía. Desde el epígrafe, notamos que el cambio de dirección ya mencionado se dirige hacia una poesía de tinte conceptual, pero los poemas no son al estilo Girri, sino más concisos, menos complicados intelectualmente y más enraizados en las preguntas que en las respuestas. Girri explora y ensaya respuestas, es un científico de la poesía. Dariel piensa y se pregunta, medita luego de hacer observaciones. Plantea dudas y sabe que ella son suficientes para expresarse. La inteligencia, muchas veces, se corrobora en la calidad de las preguntas y no en la vanidad de las respuestas. Lo conceptual en Dariel está en la mirada lúcida y analítica, que conserva el sabor intensamente humano, y sobre todo una actitud comprometida tanto con su instrumento, la palabra y la poesía, como con su objeto de estudio, ese misterio llamado hombre. Por todo esto, celebramos la llegada de este tercer libro de poemas de Dariel, que confirma de esta manera su talento y su compromiso con la calidad, y a nosotros nos alivia, nos reconforta de tanta mediocre poesía que anda rondando por ahí.
     Fabián Vique: Variaciones sobre el sueño de Chuang Tzu (2009). Vique nos tiene acostumbrados a sus breves textos, donde se conjugan en sabio equilibrio las dosis adecuadas de ironía, absurdo, humor y profundidad intelectual. Las microficciones son tan o más difíciles de leer que un texto extenso, no por su tiempo de lectura o densidad estructural o complejidad de lenguaje, sino por lo que involucran en lo que no dicen. Este no decir es la clave principal, en mi opinión, en toda literatura de ficción, y sobre todo en textos breves, como sucede también, y en especial, en la poesía. Si a la narrativa corta nos atenemos, la microficción no debe confundirse con una anécdota superficial, o algo más parecido a un chiste de sobremesa (hagamos la aclaración, con todo el respeto que los buenos chistes nos merecen, que sin duda hay grandes diferencias de calidad en este género). Por un lado, el autor no debe confundir la brevedad con facilidad, por ello su trabajo debe ser más pensado, más meditado, para lograr la extrema síntesis necesaria a la eficacia de su texto. Por el otro, el lector tampoco debe confundir la aparente simplicidad del relato con algo pasajero o fácil de leer. Si la microficción logra su cometido, su objetivo básico de entretener y conmover, de transmitir y plasmar una sensación, un sentimiento, un pensamiento, en suma, cumplir con lo que se supone hace a la literatura de ficción, las palabras que acaban de ser leídas rondarán por su cabeza durante un tiempo luego de haber pasado la página, antes de ir a la siguiente, y aún lo inducirán, luego de terminar el libro, a volver a abrirlo y recorrer lo leído para corroborar, confirmar o disfrutar una vez más el placer o la conmoción de su lectura. Los cuentos de Vique a que ahora hacemos referencia, cumplen con esta función plenamente. En mi opinión, esta colección confirma el talento del autor para mirar con ojo crítico, con medios concisos, ajustados, irónicos, indirectos, tanto lo cruel como lo trágico, lo absurdo y lo simple que constituyen las cosas del mundo. Digo cosas como digo hombres y mujeres, porque en los textos de este libro se habla, haciendo referencia al título y en especial en la última parte dedicada a las variaciones sobre el sueño de Chang Tzu, sobre la identidad y sus límites. Acá nos encontramos con series de palabras y temas que en lugar de pelearse entre sí, por sus en apariencia contrarias connotaciones, juegan, se intercambian roles. Hablamos, por ejemplo, de las aparentes contradicciones entre realidad y ficción, entre absurdo y lógica. En una palabra, ellas no se toman en serio entre sí ni a sí mismas, y por eso el lector entra en este juego con intención de divertirse, y sale conmovido, hasta confundido, en el buen y positivo sentido del término, por supuesto. La confusión como ruptura de prejuicios o convencionalismos. El humor como quiebre de solemnidades. La ironía como medio de desgarrar mantos o coberturas hipócritas. Claro que no todos los textos son siempre tan densos, hay páginas que tienen la función de aliviar, de relajar el esfuerzo del lector por leer la significación entre líneas, y esto es también una de las características implícitas en una colección de microficciones. Este libro de Vique mantiene la calidad de los anteriores, incluso me atrevo a decir que los supera en ciertas características: más concisión con mayor densidad de significado como resultado de la misma, menos humor pero bien dosificado en los momentos necesarios, más ironía, casi trágica ironía, y un encomiable humor negro del más fino estilo. Encuentro, sobre todo y más importante, mayor profundidad de ideas filosóficas, como si el autor se hubiese puesto a meditar concienzudamente y hubiese obtenido una serie no de aforismos, sino de meditaciones a modo de cuentos orientales, caracterizados por su brevedad y densidad de significado. No es más, pienso, que la primordial función de la literatura en sus modos más originales, cronológicamente hablando: la leyenda, la fábula, y aún más anterior a ellas, la brevedad como espacio suficiente por donde mirar la amplia extensión del mundo escondido tras la engañadora superficie de ese mundo.
     Juan Carlos Nigro: Liturgia del mediodía (1987). Los relatos de Nigro, sin duda, evidencian las características poéticas del estilo del autor. Son relatos escritos por un poeta, esto es algo que cualquier lector más o menos avezado puede notar cuando lee estos cuentos marcados por un lenguaje trabajado, donde la metáfora y la predilección por lo absurdo prevalecen. Lo absurdo no por falta de lógica, sino por la lógica invertida, indirecta, propia del lenguaje poético. Lo que se dice involucra, entonces, algo más y algo menos, es decir, que el lector debe descubrir, desentrañar, al principio, acostumbrarse a una prosa poética que parece distraerlo de la historia contada. Luego, pocas páginas después, el lenguaje ha creado un clima, un ambiente. El autor nos ha preparado, entonces, un escenario, nos ha transportado a su época y su espacio propios. Porque más que identificación, lo que estos cuentos provocan en el lector es una sensación de nostalgia por lo extraño. Son historias comunes de gente común, pero comenzando por lo trágico de cada una de ellas, siguiendo por lo curioso de los personajes, y terminando, a modo de fluido que entremezcla estos ingredientes para crear otra cosa muy distinta a los materiales vírgenes originales, el relato de una historia o una anécdota, la descripción de un personaje común y corriente, pero transformados, vistos desde otro punto de vista o con filtros de diferentes colores. Como resultado, los cuentos de Nigro son prosas poéticas que comparten las virtudes de la poesía sin perder la importancia y el hilo de un argumento. Es así, como desde el primer relato, "La puerta violeta", nos encontramos con personajes extraños, apenas esbozados, como entrevistos en pasillos, de paso rápido, o silenciosos, sentados a la mesa de un bar, y donde el clima es creado íntegramente por mérito del lenguaje. No hay intención de realismo, aunque en estos cuentos no hay más que realidad cotidiana, sino una pintura proyectada por un lente que la ha transformado, la ha hecho interesante de contar, por decirlo de algún modo. Los protagonistas y sus intenciones, generalmente, permanecen en el misterio, en la ambigüedad. Es curioso, pero de manera indirecta, el primer relato me ha hecho recordar al cuento de Malllea titulado "La noche sobre Hécuba", tal vez sea la extrañeza y la capacidad de extraviarse y esconderse de ambas protagonistas, de cerrarse en un misterio que les es propio, y que parece justificar sus vidas. Sea como sea, me parece un mérito encomiable esta lejana asociación, porque también los emparenta el clima, la lejana sensación de una época perdida en la ciudad, del misterio encerrado tras paredes y puertas clausuradas. Que Nigro haya sabido crear en todos estos cuentos un ambiente semejante, un clima tan propicio al misterio y la nostalgia, a la tragedia y el recuerdo, es mérito de su destreza para contar una historia con los recursos de un poema.
     Alexandr Solzhenitsin: Agosto 1914 (1970). La de Solzhenitsin es una literatura épica. Sus novelas involucran toda una escenografía que no es sólo eso, sino una gran pintura cinematográfica donde aparecen múltiples personajes, donde la voz de cada uno delos es traducida por la pluma certera del autor. Cada capítulo de esta novela toma prácticamente a un personaje diferente, sea militar o civil, de clase alta o baja, comerciante, campesino o estudiante, y acierta con la voz de cada uno de ellos a través de un estilo indirecto, en tercera persona, pero que nos traslada hacia el ambiente y la época, y sobre todo y más importante, hacia la persona a la que se está refiriendo. En un estilo de lenguaje accesible pero no simple, trabajado pero no complejo, logra introducirnos o traernos, más bien, al personaje junto a su época. Es así que en esta novela vemos sucederse personajes apenas presentados, que desaparecen por muchos capítulos, para reaparecer otra vez en medio del conflicto de otros de ellos, y la trama argumental es el escenario de fondo donde los distintos personajes se entrecruzan y muestran sus relaciones más o menos directas o lejanas, pero que conforman un conjunto, un conglomerado, un sistema que parece permanentemente expuesto a la destrucción de y por sus propios miembros. El sistema es el país, el sentido de patria, el sentido de pertenencia, los valores morales y las características del sinsentido que adquiere la política. Entonces, la pluma del autor recorre alternativamente espacios generales, épicos, como espacios personales, intimistas. Lo emocional se tutea con lo histórico, y lo histórico, extremadamente documentado, no avasalla por su pesadez o rigidez porque está entremezclado sabiamente con lo personal y emocional, es decir, con lo individuos que protagonizaron esos hechos. Porque al fin y al cabo la guerra es una cuestión de cifras en un libro de historia, pero sus muertos y sobrevivientes reclaman más que un número en las estadísticas. Sus emociones se expresan a través de autores como Solzhenitsin, preocupados por el drama contemporáneo, tanto por los sentimientos y como por las causas. De este modo, lo real e histórico, contado de un modo novelesco, se torna ficción, pero no para disminuir su importancia, sino para resaltar otros planos de la realidad, planos más profundos que nos hacen sentir y pensar más allá de los simples efectos y resultados de una guerra. El lenguaje también se sirve de la ironía cuando habla de estrategias políticas y militares, de la crítica cuando habla de resultados y situaciones, es cruento cuando debe serlo al contarnos los pormenores de la guerra, es tierno cuando nos cuenta de mujeres y niños, de jóvenes estudiantes esperanzados e idealistas, es heroico cuando cuenta las acciones de regimientos diezmados por el enemigo. El estilo es un sabio equilibrio entre todos estos factores, y es así que encontramos fragmentos donde en medio de una pintura general, el autor se da espacio para darnos un detalle que pinta a un personaje y su sentimiento en un momento dado: "Oria se colocó junto al tronco del castaño, sin tocarlo; no parecía mostrar deseos de relajarse, de dar descanso ni a la pierna derecha ni a la izquierda. Miraba más bien con un gesto burlón y bondadoso", o el siguiente que lo pinta de cuerpo entero: "Aquel ucraniano que parecía salido de un cuadro, de facciones duras, espesas cejas, nariz grande y ancha, con un traje de ciudad que parecía un disfraz de carnaval, por su humor y su dignidad patriarcal, y más que nada por el viento de la estepa que entraba con él y que hacía revolverse los papeles en la mesa...". Esto es suficiente para demostrar el frágil y eficaz equilibrio entre lo ya nombrado, y también para conjugar las características personales con los elementos escenográficos que rodean al personaje. Como si los hombres y las cosas que lo rodean, aún transitoriamente, se aunaran para conformar una personalidad determinada. Gran parte de la novela es ocupada por los personajes y tramas militares, y los personajes principales, como el general Samsonov o el coronel Vorotintsev son los protagonistas a través de los cuales el autor se sirve para expresar sus opiniones críticas, pero que nunca son mensajes de moral sino simples hechos novelescos que llegan al corazón del lector pasando primero por el filtro crítico de su pensamiento. Critica la hipocresía y los intereses subyacentes en la guerra, la corrupción tanto de oficiales como de soldados, la forma en que los regimientos son utilizados como conejillos de indias, abandonados a su suerte luego de un juego que se da por perdido. Otro ejemplo del equilibrio entre lo histórico y lo emocional lo da este párrafo que describe a un enfermera inmediatamente después de un breve monólogo donde se habla de los saqueos realizados por los soldados: "Si no fuese por esta sucia guerra, no habría aparecido aquella muchacha vestida de un blanco tan impecable con la cofia ceñida a la frente, hasta las mismas cejas, tan severa y limpia". Por último, citamos el siguiente ejemplo, la meditación de un general en medio del enorme bosque de Grunfliess, poblado de enemigos, que sintetiza toda una intención ya realizada en el resto de la novela, un momento breve, épico e íntimo, como la naturaleza del hombre: "La quietud era absoluta. Un silencio universal completo, ningún choque de ejércitos, únicamente el soplo de una fresca brisa en la noche. Rumoreaban las copas de los árboles. No era un bosque hostil: no era ni alemán ni ruso, sino de Dios, y acogía en su seno a todos los seres". Si algunos personajes quedan en el tintero, especialmente los civiles, es porque esta novela forma parte de un tríptico inconcluso, dedicada la primera parte a sólo 11 días de la guerra. Como en las novelas de Dos Passos, Solzhenitsin dedica capítulos a documentos de época, a fragmentos cinematográficos, pero en mucha menor medida que el autor norteamericano. El interés de Solzhenitsin es documental e histórico, pero su historia está escrita en papel impregnado de olor humano, tocado por cientos de manos, manchado y releído, con marcas y señales, huellas dejadas por el íntimo rumor de un aliento, un exabrupto o una lágrima. Huellas del corazón humano.




Ilustración: Greuze Jean Baptiste

Mudanza

  Nos despedimos de URIAH HEEP (Londres, Inglaterra, siglo XIX), dejando la casa habitada, para residir en la de FLEM SNOPES (Mississippi, E...