lunes, 3 de febrero de 2025

Las tiendas de color canela (Bruno Schulz)

 





En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra esfera…


Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.


El olfato y el oído se le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.


Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos. A veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la indiferencia y el aburrimiento.


En mitad del almuerzo podía ocurrírsele, de pronto, dejar el cubierto sobre la mesa, erguirse en actitud felina y escurrirse en puntas de pies hasta la puerta de la contigua habitación vacía y mirar con infinita precaución por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la mesa, un poco avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y refunfuños del monólogo interior en el que estaba inmerso. Por la tarde, para divertirlo un poco y distraerlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La acompañaba en silencio, sin resistencia, pero también sin convicción, distraído, ausente. Una vez lo llevamos al teatro.


Nos encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada, llena de rumor somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos abierto paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de tela se destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese cielo ficticio se extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado por un aliento de emociones y grandes gestos, por la atmósfera de ese universo artificial y brillante que se edificaba allá en el escenario, mientras se oía arrastrar los decorados. El estremecimiento que agitaba al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a las máscaras denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en las crisis místicas, los centelleos del misterio.


Las máscaras parpadeaban, sus labios rojos murmuraban sin ruido y yo sabía que la tensión del misterio llegaría a su punto culminante: entonces el cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.


Pero no me fue dado permanecer allí hasta ese momento. Mi padre comenzó a dar señales de inquietud, hurgó en sus bolsillos y nos dijo que había olvidado en casa su billetera, que contenía dinero y papeles importantes.


Después de una corta discusión con mi madre, en el curso de la cual la probidad moral de Adela fue objeto de una apreciación algo escueta, me propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En opinión de mi madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada mi agilidad, podría estar de regreso a tiempo. Salí a la noche coloreada por la iluminación del cielo. Era una de esas noches serenas en que la bóveda estrellada es tan extensa, tan ramificada, que parece haberse roto y dividido en un dédalo de cielos diferentes y numerosos, capaces de cubrir con sus campanas plateadas todas las aventuras, los carnavales y las rondas de todo un mes invernal.


Es una ligereza imperdonable enviar a un muchacho, en una noche así, a cumplir una misión urgente, porque las calles se multiplican, se embrollan y cambian de recorrido en las penumbras. En las profundidades de la ciudad se abren calles dobles –sosias de calles, si así puede decirse–, calles engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante y seducida recrea ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los que esas vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por un atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto inédito. Pero aquella vez fue diferente.


Apenas eché a andar me di cuenta de que había salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, pero luego me pareció una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por el contrario, estaba veteada por corrientes de extraña tibieza, por el aliento de una primavera irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo la forma de blancos corderinos, un vellón suave e inocente con aroma de violetas. El cielo también se rizaba. La luna parecía desdoblarse y multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y faces.


Esa noche el cielo develaba su estructura interna, exponiendo como sobre una mesa de autopsia las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azules, el plasma de los espacios, los tejidos de las divagaciones nocturnas… Era imposible, en esas condiciones, seguir por la calle de la Muralla, o cualquiera otra de esas calles obscuras que rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora tardía están abiertas todavía esas tiendas tan particulares y fascinantes que, por el color obscuro de sus revestimientos de madera llamaré las tiendas de color canela.


Esas casas realmente nobles, que cerraban muy tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.


Su interior mal iluminado, obscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de especias de países lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar luces de Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo, estampas chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos, loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas y, sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de grabados maravillosos y de historias deslumbrantes. Recuerdo a esos viejos y dignos comerciantes que, con la vista baja, servían a sus clientes guardando un discreto silencio, prudentes, llenos de comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos negocios había una librería donde una vez yo había visto unas ediciones prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios tremendos y embriagadores.


Tan raras eran las ocasiones que tenía de visitar esos negocios, sobre todo contando con algún dinero en el negocios, que realmente no podía dejar escapar esta oportunidad, a despecho de la importante misión que me había sido confiada. Bastaba, según mis cálculos, tomar cierta callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la zona de las tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero podría recuperar el tiempo perdido volviendo por las salinas. La necesidad de visitar las tiendas de color canela me daba alas. Después de haber cruzado oblicuamente la calle me eché a correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé así tres o cuatro calles transversales, sin encontrar la que buscaba. Además, la apariencia misma del barrio no guardaba correspondencia con la imagen esperada. Las tiendas no aparecían. Avanzaba por una calle cuyas casas no tenían puertas de entrada y sólo mostraban ventanas herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos del claro de luna. Sin duda el frente de estas casas da sobre la calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar lo más rápido posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la calle y me pregunté, turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una larga avenida con pocos edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el hálito de los grandes espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los jardines se elevaban casas pintorescas, construcciones elegantes de gente rica. En los intervalos aparecían parques y huertos. El conjunto recordaba la parte baja de la calle Lesznianska. El resplandor de la luna, que se disolvía en mil escamas plateadas, era tan claro como el del día. Sólo los jardines y los parques ponían manchas sombrías en ese paisaje blanco.


Luego de un maduro examen de esas construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la parte trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me acerqué a una puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre un vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. Esperaba poder escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y salir por la puerta delantera, lo que acortaría bastante mi camino.


Recordé que a esta hora debería hallarse allí el profesor Arendt dictando una de sus clases magistrales, a las que asistíamos en invierno poseídos por el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese excelente maestro.


Eramos unos pocos y estábamos como perdidos en la vasta sala sombría. Sobre las paredes se quebraban las sombras inmensas de nuestras cabezas iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el cuello de unas botellas. A decir verdad no dibujábamos mucho durante esas horas suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. Inclusive algunos traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los bancos para echar un sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, sentados cerca de las velas, dentro del círculo dorado de su resplandor. Por lo común debíamos esperar largo rato al profesor, engañando a nuestro aburrimiento con somnolientas conversaciones. Por fin la puerta de su habitación se abría y él entraba, pequeño, con su hermosa barba, abundando en sonrisas esotéricas, discretas reticencias y exhalando cierto perfume de misterio. Rápidamente cerraba la puerta de su gabinete que, al abrirse un instante, había dejado escapar una multitud de sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas Níobes, Danaides o Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí languidecía desde hacía años. A través de la penumbra de esa habitación, que ya era obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A menudo solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros y murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.


El profesor se paseaba, majestuoso, lleno de unción, a lo largo de los bancos desocupados, entre los cuales, formando pequeños grupos, dibujábamos en medio de los reflejos grisáceos de la noche de invierno. La atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos compañeros se preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco sobre sus botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. Con gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban paisajes crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, negras, en medio de pálidos espacios lunares.


Imperceptiblemente, el tiempo corría entre el sopor de nuestras conversaciones. En su fluir desigual, formaba a veces nudos en el transcurso de las horas, absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de duración. Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno, sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras y secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre de los brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin luna, en la luz lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de esta luz que rezumaba nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba algún gris grabado en el que los espesos montes se hallaban trazados con profundos trazos negros. La noche repetía así esa serie de estampas nocturnas del profesor Arendt, cuyas fantasías desarrollaba.


Esta parte del parque, la más densa, estaba poblada de breñas velludas y masas de arbustos secos. Aquí y allá había huecos, nidos obscuros, profundos y aterciopelados, recorridos por gestos misteriosos y furtivas miradas de convivencia. En esos nidos uno se sentía bien y al abrigo. Allí nos sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la nieve suave y tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral invierno. A través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas, animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en nuestro gabinete de historia natural habría especímenes de estos animales que, aunque destripados y medio pelados, deberían sentir en su interior hueco, en noches como ésta, la voz atávica, el llamado del celo, y volverían a su lugar natal por un instante de una ilusoria existencia. Pero poco a poco la fosforescencia de la nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla que precede al alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; otros alcanzaban a tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en aquellas habitaciones obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, en los profundos ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo perdido.


Dado el encanto que tenían para mí esas reuniones nocturnas, no podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de dibujo, pero comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin embargo, luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.


El solemne silencio que reinaba allí no se hallaba turbado por el más leve ruido. En esta ala del edificio los corredores eran más anchos y elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los recodos estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de estos recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de piezas alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre tapicerías de seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas de cristal, la mirada se hundía en esos interiores lujosos y aterciopelados, repletos de remolinos coloreados y arabescos centelleantes, pimpollos de flores y guirnaldas entremezcladas. La profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba animada por las miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el espanto de los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los muros y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.


Me detuve, embargado de respeto frente a tanta suntuosidad, comprendiendo que mi escapada nocturna me había conducido, de manera inesperada, al ala del director y frente a sus aposentos privados. Me quedé allí, endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el menor ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno? En uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien estar reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del libro que estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, sibilinos que ninguno de nosotros podía soportar.


Pero me hubiera avergonzado retroceder a mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra parte un silencio total reinaba en ese interior iluminado por una débil luz. A través de los vidrios de las arcadas percibía, en el otro extremo del salón, una puerta también vidriada que daba a una terraza. La calma que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía demasiado arriesgado descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra preciosa, para alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la calle, bien conocida por mí.


Tal fue lo que hice. Bajé al salón, entre las altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del techo y observé que me hallaba ya en terreno neutral, pues esta habitación carecía de muro exterior. Era una especie de vasta loggia, separada solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de la que constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al punto que algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el pavimento. Descendí algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.


Las constelaciones ya se habían puesto cabeza abajo; todas las estrellas se habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un almohadón de nubéculas que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener por delante aún una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes, no pensaba ya en la aurora.


En la calle se destacaban las masas sombrías de algunos coches de plaza, viejos y desquiciados, con aspecto de cangrejos o cucarachas estropeados y doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo alto de su asiento; tenía una carita roja y bondadosa. “¿Damos una vuelta, joven señor?” –me preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo del coche, de múltiples articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras ruedas.


Pero, ¿quién puede, en semejante noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un cochero? Entre el chirrido de los ejes, el rechinar de la carrocería y el chasquido de la lona del techo, mi voz no conseguía hacerse oír. A todo lo que yo le decía para indicarle el camino respondía meneando la cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad, canturreando.


Frente a una taberna, un grupo de cocheros nos saludó con gestos amistosos. Mi cochero les respondió en tono jocoso; luego, sin detener el coche, me arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su asiento y se reunió con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo de coche de plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines. Poco a poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes árboles y más tarde, a verdaderos bosques.


Nunca olvidaré esa carrera luminosa en la noche más clara del invierno. La carta en colores del firmamento se había convertido en una enorme cúpula sobre la cual se acumulaban continentes y océanos fantásticos recortados por las líneas de los torbellinos y las corrientes estelares, trazos brillantes de la geografía celeste. El aire era ahora ligero y luminoso como una gasa plateada. De la nieve, lanosa como un vellón de astracán, salían anémonas temblorosas que se inclinaban con una chispa de claridad lunar en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado por mil estrellas de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en profusión. El aire exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a violetas.


Habíamos llegado a un terreno accidentado. El contorno de las colinas erizadas de árboles desnudos, se alzaban al cielo como suspiros bienaventurados. Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que recolectaban en el césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La pendiente del camino se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y arrastrar el vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a pleno pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba, cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con gran dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del coche; con la cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su cabeza contra mi pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes ojos negros. Entonces advertí en su vientre la mancha negra de una herida. “¿Por qué no me dijiste nada?”, murmuré al borde de las lágrimas. El respondió: “Era por ti, amigo mío…” Y se volvió tan chico como un caballito de madera. Lo dejé allí. Me sentía maravillosamente feliz y ligero.


Me pregunté si iría a esperar el trencito local que llegaba hasta ese lugar o si volvería a pie a la ciudad. Por fin comencé a descender por un sendero que serpenteaba a través del bosque. Primero marché a pasos rápidos y elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera feliz que prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.


Cerca de la ciudad detuve esta carrera triunfal y retomé mi andar tranquilo de paseante. La luna continuaba muy alta. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en configuraciones cada vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio de plata, descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y resortes.


A la altura del Mercado encontré a gente que, como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban encantados por el espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. Dejé de preocuparme por la billetera de mi padre. El, perdido en sus excentricidades, seguramente había olvidado su pérdida. Mi madre, por su parte, no me preocupaba.


En una noche así, única en el año, descienden hasta nosotros pensamientos felices, revelaciones, iluminaciones repentinas del espíritu divino. Uno se siente tocado por el dedo de Dios. Lleno de ideas y de inspiración, quería volver a casa, cuando me crucé con algunos compañeros de estudios con sus libros bajo el brazo. Habían salido demasiado temprano de la escuela, como despertados por la claridad de esa noche que no quería terminar.


Nos paseamos por una calle en pendiente abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar seguros si todavía duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya estaba amaneciendo.




Ilustración: K. C. Lai

domingo, 2 de febrero de 2025

Un día perfecto para el pez plátano (James David Salinger)








En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.


No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.


—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.


—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.


—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.


A través del auricular llegó una voz de mujer:


—¿Muriel? ¿Eres tú?


La chica alejó un poco el auricular del oído.


—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.


—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?


—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…


—¿Estás bien, Muriel?


La chica separó un poco más el auricular de su oreja.


—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…


—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…


—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…


—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.


—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.


—¿Cuándo llegaron?


—No sé… el miércoles, de madrugada.


—¿Quién condujo?


—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.


—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…


—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.


—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?


—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el carro?


—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…


—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…


—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás…


—Muy bien—dijo la chica.


—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?


—No. Ahora tiene uno nuevo.


—¿Cuál?


—Mamá… ¿qué importancia tiene?


—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…


—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.


—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…


—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…


—Lo tienes tú.


—¿Estás segura?—dijo la chica.


—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?


—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el carro. Me preguntó si lo había leído.


—¡Pero está en alemán!


—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…


—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…


—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.


—Muriel, mira, escúchame.


—Te estoy escuchando.


—Tu padre habló con el doctor Sivetski.


—¿Sí? —dijo la chica.


—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!


—¿Y…? —dijo la chica.


—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.


—Aquí, en el hotel, hay un siquiatra —dijo la chica.


—¿Quién? ¿Cómo se llama?


—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un siquiatra muy bueno.


—Nunca lo he oído nombrar.


—De todos modos, dicen que es muy bueno.


—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…


—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.


—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…


—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.


—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…


—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.


—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?


—Me he quemado toda, mamá, toda.


—¡Qué horror!


—No me voy a morir.


—Dime, ¿has hablado con ese siquiatra?


—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.


—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?


—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.


—Bueno, ¿qué dijo?


—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…


—¿Por que te hizo esa pregunta?


—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…


—¿El verde?


—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…


—Pero ¿qué dijo él? El médico.


—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.


—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?


—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.


—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así? ¿De que pudiera hacerte algo?


—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.


—En fin. ¿Y tu abrigo azul?


—Bien. Le subí un poco las hombreras.


—¿Cómo es la ropa este año?


—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.


—¿Y tu habitación?


—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.


—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?


—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.


—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?


—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.


—¿Y no quieres volver a casa?


—No, mamá.


—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…


—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…


—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…


—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.


—¿Dónde está?


—En la playa.


—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?


—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.


—No he dicho nada de eso, Muriel.


—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la bata.


—¿Que no se quita la bata? ¿Por qué no?


—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.


—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?


—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.


—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?


—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.


—Muriel, hazme caso.


—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.


—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?


—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.


—Muriel, quiero que me lo prometas.


—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.


*


—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?


—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.


La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.


—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.


—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.


—Estate quieta, Sybil, cariño…


—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.


La señora Carpenter suspiró.


—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.


Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.


—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.


El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas de la bata. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.


—¡Ah!, hola, Sybil.


—¿Vas a ir al agua?


—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?


—¿Qué? —dijo Sybil.


—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?


—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.


—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.


—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.


—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.


Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.


—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.


Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.


—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.


—¿En serio? Acércate un poco más.


Sybil dio un paso adelante.


—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.


—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.


—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.


Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.


—Necesita aire —dijo.


—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?


—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.


—¿Sharon Lipschutz dijo eso?


Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.


—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?


—Sí que podías.


—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?


—¿Qué?


—Me imaginé que eras tú.


Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.


—Vayamos al agua —dijo.


—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.


—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.


—¿Que eche a quién?


—A Sharon Lipschutz.


—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.


—¿Un qué?


—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su bata.


Se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó la bata, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la bata plegada. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

Los dos echaron a andar hacia el mar.


—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.


Sybil negó con la cabeza.


—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?


—No sé —dijo Sybil.


—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.


Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.


—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.


—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?


Sybil lo miró:


—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.


Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.


—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.


Sybil soltó el pie:


—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.


—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?


—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?


—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.


—No eran más que seis —dijo Sybil.


—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?


—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.


—¿Si me gusta qué?


—La cera.


—Mucho. ¿A ti no?


Sybil asintió con la cabeza:


—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.


—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.


—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.


—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.


Sybil no dijo nada.


—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.


—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.


Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.


—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.


—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?


—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.


—No veo ninguno —dijo Sybil.


—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.


Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.


—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?


Ella negó con la cabeza.


—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.


—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?


—¿Qué pasa con quiénes?


—Con los peces plátano.


—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?


—Sí —dijo Sybil.


—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.


—¿Por qué? —preguntó Sybil.


—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.


—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.


—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.


Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.


Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:


—Acabo de ver uno.


—¿Un qué, amor mío?


—Un pez plátano.


—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?


—Sí —dijo Sybil—. Seis.


De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.


—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.


—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?


—¡No!


—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.


—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.


El joven se puso la bata, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.


En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.


—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.


—¿Cómo dice? —dijo la mujer.


—Dije que veo que me está mirando los pies.


—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.


—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.


—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.


Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.


—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.


Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su bata.


Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.


Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

sábado, 1 de febrero de 2025

El muro (Jean Paul Sartre)








Nos arrojaron en una gran sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi una mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles. Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario atravesar toda la habitación para reunimos con ellos. Había muchos a quienes yo conocía y otros que debían ser extranjeros. Los dos que estaban delante de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.




Esto duró cerca de tres horas; yo estaba embrutecido y tenía la cabeza vacía; pero la pieza estaba bien caldeada, lo que me parecía muy agradable: hacía veinticuatro horas que no dejábamos de tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después de otro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entonces el nombre y la profesión. La mayoría de las veces no iban más lejos, o bien, a veces les hacían una pregunta suelta: “¿Tomaste parte en el sabotaje de las municiones?”, o bien: “¿Dónde estabas y qué hacías el 9 por la mañana?”. No escuchaban la respuesta o por lo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntaron a Tom si era verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom no podía decir lo contrario debido a los papeles que le habían encontrado en la ropa. A Juan no le preguntaron nada, pero, en cuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.




—Es mi hermano José el que es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de ningún partido, no he hecho nunca política.




No contestaron nada. Juan dijo todavía:




—No he hecho nada. No quiero pagar por los otros.




Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y se lo llevó. Era mi turno:




—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?




Dije que sí.




El tipo miró sus papeles y me dijo:




—¿Dónde está Ramón Gris?




—No lo sé.




—Usted lo ocultó en su casa desde el 6 al 19.




—No.




Escribieron un momento y los guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes. Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:




—¿Y ahora?




—¿Qué? —dijo el guardián.




¿Esto es un interrogatorio o un juicio?




—Era el juicio, dijo el guardián.




Bueno. ¿Qué van a hacer con nosotros?




El guardián respondió secamente:




—Se les comunicará la sentencia en la celda.




En realidad lo que nos servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el frío debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado en un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía datar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío, pero estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía. Juan casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo que decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos reunimos y esperamos en silencio. Tom dijo al cabo de un momento:




—Estamos reventados.




—Yo también lo pienso —le dije—, pero creo que no le harán nada al pequeño.




—No tienen nada que reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de un militante, eso es todo.




Yo miraba a Juan: no tenía aire de entender, Tom continuó:




—¿Sabes lo que hacen en Zaragoza? Acuestan a los tipos en el camino y les pasan encima los camiones. Nos lo dijo un marroquí desertor. Dicen que es para economizar municiones.




—Eso no economiza gasolina —dije.




Estaba irritado contra Tom: no debió decir eso.




—Hay algunos oficiales que se pasean por el camino —prosiguió—, y que vigilan eso con las manos en los bolsillos, fumando cigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas. Los dejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que la primera vez casi vomitó.




—No creo que hagan eso —dije—, a menos que verdaderamente les falten municiones.




La luz entraba por cuatro respiraderos y por una abertura redonda que habían practicado en el techo, a la izquierda, y que daba sobre el cielo. Era por este agujero redondo, generalmente cerrado con una trampa, por donde se descargaba el carbón en el sótano. Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco destinado a caldear el hospital, pero desde el comienzo de la guerra se evacuaron los enfermos y el carbón quedó allí, inutilizado; le llovía encima en ocasiones, porque se habían olvidado de cerrar la trampa.




Tom se puso a tiritar.




—Maldito sea, tirito —dijo—, vuelta a empezar.




Se levantó y se puso a hacer gimnasia. A cada movimiento la camisa se le abría sobre el pecho blanco y velludo. Se tendió de espaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire; yo veía temblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiada grasa. Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban a hundirse bien pronto en esa masa de carne tierna como en un pedazo de manteca. Esto no me causaba la misma impresión que si hubiera sido flaco.




No tenía exactamente frío, pero no sentía la espalda ni los brazos. De cuando en cuando tenía la impresión de que me faltaba algo y comenzaba a buscar mi chaqueta a mi alrededor, luego me acordaba bruscamente de que no me habían dado la chaqueta. Era muy molesto. Habían tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no nos habían dejado más que nuestras camisas y esos pantalones de tela que los enfermos hospitalizados llevan en la mitad del verano. Al cabo de un momento Tom se levantó y se sentó cerca de mí, resoplando.




—¿Entraste en calor?




No, maldito sea. Pero estoy sofocado.




A eso de las ocho de la noche entró un comandante con dos falangistas. Tenía una hoja de papel en la mano. Preguntó al guardián:




—¿Cómo se llaman estos tres?




Steinbock, Ibbieta y Mirbal, dijo el guardián.




El comandante se puso los anteojos y miró en la lista:




—Steinbock… Steinbock… Aquí está. Usted está condenado a muerte. Será fusilado mañana a la mañana.




Miró de nuevo:




—Los otros dos también —dijo.




—No es posible —dijo Juan—. Yo no.




El comandante lo miró con aire asombrado.




—¿Cómo se llama usted?




—Juan Mirbal.




—Pues bueno, su nombre está aquí —dijo el comandante—, usted está condenado.




—Yo no he hecho nada —dijo Juan.




El comandante se encogió de hombros y se volvió hacia Tom y hacia mí.




—¿Ustedes son vascos?




—Ninguno es vasco.




Tomó un aire irritado.




—Me dijeron que había tres vascos. No voy a perder el tiempo corriendo tras ellos. Entonces, naturalmente, ¿ustedes no quieren sacerdote?




No respondimos nada. Dijo:




—En seguida vendrá un médico belga. Tiene autorización para pasar la noche con ustedes.




Hizo el saludo militar y salió.




—Qué te dije —exclamó Tom—, estamos listos.




—Sí —dije—, es estúpido por el chico.




Decía esto por ser justo, pero no me gustaba el chico. Tenía un rostro demasiado fino y el miedo y el sufrimiento lo habían desfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres días antes era un chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora tenía el aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería a ser joven aun cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estado mal tener un poco de piedad para ofrecerle, pero la piedad me disgusta; más bien me daba horror. No había dicho nada más pero se había vuelto gris: su rostro y sus manos eran grises. Se volvió a sentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era una buena alma, quiso tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltó violentamente haciendo una mueca.




—Déjalo —dije en voz baja—, bien ves que va a ponerse a chillar.




Tom obedeció a disgusto; hubiera querido consolar al chico; eso lo hubiera ocupado y no habría estado tentado de pensar en sí mismo. Pero eso me irritaba. Yo no había pensado nunca en la muerte porque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la ocasión estaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.




Tom se puso a hablar:




—¿Has reventado algunos tipos? —me preguntó.




No contesté. Comenzó a explicarme que él había reventado seis desde el comienzo del mes de agosto; no se daba cuenta de la situación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo mismo no lo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriría mucho, pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo a través de mi cuerpo. Todo esto estaba fuera de la verdadera cuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la noche para comprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y lo miré de reojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenia un aire miserable, me dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suave se filtraba a través de los respiraderos y el montón de carbón formaba una gran mancha bajo el cielo, por el agujero del techo veía ya una estrella, la noche sería pura y helada.




Se abrió la puerta y entraron dos guardianes. Iban seguidos por un hombre rubio que llevaba un uniforme castaño claro. Nos saludó:




—Soy médico —dijo—. Tengo autorización para asistirlos en estas penosas circunstancias.




Tenía una voz agradable y distinguida. Le dije:




—¿Qué viene a hacer aquí?




—Me pongo a disposición de ustedes. Haré todo lo posible para que estas horas les sean menos pesadas.




—¿Por qué ha venido con nosotros? Hay otros tipos, el hospital está lleno.




—Me han mandado aquí —respondió con aire vago—. ¡Ah! ¿Les agradaría fumar, eh? —agregó precipitadamente—. Tengo cigarrillos y hasta cigarros.




Nos ofreció cigarrillos ingleses y algunos puros, pero rehusamos. Yo lo miraba a los ojos y pareció molesto. Le dije:




—Usted no viene aquí por compasión. Por lo demás lo conozco, lo vi con algunos fascistas en el patio del cuartel, el día en que me arrestaron.




Iba a continuar, pero de pronto me ocurrió algo que me sorprendió: la presencia de ese médico cesó bruscamente de interesarme. Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo dejo más. Sin embargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros y desvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observaba con aire de curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre un jergón. Pedro, alto y delgado, volvía los pulgares, el otro agitaba de vez en cuando la cabeza para evitar dormirse.




—¿Quiere luz? —dijo de pronto Pedro al médico.




El otro hizo que “sí” con la cabeza: pensé que no tenía más inteligencia que un leño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus grandes ojos azules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta de imaginación. Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo que colocó sobre un rincón del banco. Iluminaba mal, pero era mejor que nada: la víspera nos habían dejado a oscuras. Miré durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en el techo. Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró el redondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No era el pensamiento de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Los pómulos me ardían y me dolía el cráneo.




Me sacudí y miré a mis dos compañeros. Tom tenía hundida la cabeza entre las manos; yo veía solamente su nuca gruesa y blanca. El pequeño Juan era por cierto el que estaba peor, tenía la boca abierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le puso la mano sobre el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojos permanecían fríos. Luego vi la mano del belga descender solapadamente a lo largo del brazo de Juan hasta la muñeca. Juan se dejaba hacer con indiferencia. El belga le tomó la muñeca con tres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió algo y se las arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné hacia atrás y lo vi sacar su reloj y contemplarlo un momento sin dejar la muñeca del chico. Al cabo de un momento dejó caer la mano inerte y fue a apoyarse en el muro; luego, como si se acordara de pronto de algo muy importante que era necesario anotar de inmediato, tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ella algunas líneas. “El puerco, pensé con cólera, que no venga a tomarme el pulso, le hundiré el puño en su sucia boca.”




No vino pero sentí que me miraba. Me dijo con voz impersonal:




—¿No le parece que aquí se tirita?




Parecía tener frío; estaba violeta.




—No tengo frío —le contesté.




No dejaba de mirarme, con mirada dura. Comprendí bruscamente y me llevé las manos a la cara; estaba empapado en sudor. En ese sótano, en pleno invierno, en plena corriente de aire, yo sudaba. Me pasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de transpiración, me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estaba húmeda y pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lo menos una hora y no había sentido nada. Pero eso no había escapado al cochino del belga; había visto rodar las gotas por mis mejillas y había pensado: es la manifestación de un estado de terror casi patológico; y se había sentido normal y orgulloso de serlo porque tenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, pero apenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cólera desaparecieron; volví a caer sobre el banco con indiferencia.




Me contenté con frotarme el cuello con mi pañuelo, porque ahora sentía el sudor que me goteaba de los cabellos sobre la nuca y era desagradable. Por lo demás, bien pronto renuncié a frotarme, era inútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo seguía sudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo se adhería al banco.




De pronto, habló el pequeño Juan:




—¿Usted es médico?




—Sí —dijo el belga.




—¿Es que se sufre… mucho tiempo?




—¡Oh! ¿Cuándo…? Nada de eso —dijo el belga con voz paternal—, termina rápidamente.




Tenía aire de tranquilizar a un enfermo de consultorio.




—Pero yo… me habían dicho… que a veces se necesitan dos descargas.




—Algunas veces —dijo el belga agachando la cabeza—. Puede ocurrir que la primera descarga no ingrese a ninguno de los órganos vitales.




—¿Entonces es necesario que vuelvan a cargar los fusiles y que apunten de nuevo?




Reflexionó y agregó con voz enronquecida:




—¡Eso lleva tiempo!




Tenía un miedo espantoso de sufrir, no pensaba sino en eso; propio de su edad. Yo no pensaba mucho en eso y no era el miedo de sufrir lo que me hacía transpirar.




Me levanté y caminé hasta el montón de carbón.




Tom se sobresaltó y me lanzó una mirada rencorosa: se irritaba porque mis zapatos crujían. Me pregunté si tendría el rostro tan terroso como él: vi que también sudaba. El cielo estaba soberbio, ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más que levantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era como antes; la víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver un gran pedazo de cielo y cada hora del día me traía un recuerdo distinto. A la mañana, cuando el cielo era de un azul duro y ligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico; a mediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla donde bebía manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedaba en la sombra y pensaba en la sombra profunda que se extiende en la mitad de las arenas mientras la otra mitad centellea al sol; era verdaderamente penoso ver reflejarse así toda la tierra en el cielo. Pero al presente podía mirar para arriba tanto como quisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví a sentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.




Tom se puso a hablar en voz baja. Necesitaba siempre hablar, sin ello no reconocía sus pensamientos. Pienso que se dirigía a mí, pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme como estaba, gris y sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno para el otro. Miraba al belga, el viviente.




—¿Comprendes tú? —decía—. En cuanto a mí, no comprendo.




Me puse también a hablar en voz baja. Miraba al belga.




—¿Cómo? ¿Qué es lo que hay?




—Nos va a ocurrir algo que yo no puedo comprender.




Había alrededor de Tom un olor terrible. Me pareció que era más sensible que antes a los olores. Dije irónicamente:




—Comprenderás dentro de un momento.




—Esto no está claro —dijo con aire obstinado—. Quiero tener valor, pero es necesario al menos que sepa… escucha, nos van a llevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse delante de nosotros. ¿Cuántos serán?




—No sé. Cinco u ocho. No más.




—Vamos. Serán ocho. Les gritarán: ¡Apunten! Y veré los ocho fusiles asestados, contra mí. Pienso que querré meterme en el muro. Empujaré el muro con la espalda, con todas mis fuerzas, y el muro resistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo imaginármelo. ¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!




—¡Vaya! —le dije—, yo también me lo imagino.




—Eso debe producir un dolor de perros. Sabes que tiran a los ojos y a la boca para desfigurar —agregó malignamente—. Ya siento las heridas, desde hace una hora siento dolores en la cabeza y en el cuello. No verdaderos dolores, es peor: son los dolores que sentiré mañana en la mañana. Pero ¿después?




Yo comprendía muy bien lo que quería decir, pero no quería demostrarlo. En cuanto a los dolores yo también los llevaba en mi cuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No podía hacer nada, pero estando como él, no le daba importancia.




—Después —dije rudamente—, te tragarás la lengua.




Se puso a hablar consigo mismo: no sacaba los ojos del belga. Este no parecía escuchar. Yo sabía lo que había venido a hacer; lo que pensábamos no le interesaba; había venido a mirar nuestros cuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.




—Es como en las pesadillas —decía Tom—. Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el tiempo la impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se desliza, se escapa y vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendo lo que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luego vuelvo a caer, recomienzo a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no marcha. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es necesario que llegue a pensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más y que el mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar en eso, Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una noche esperando algo. Pero esto, esto no se parece a nada; esto nos cogerá por la espalda, Pablo, y no habremos podido prepararnos para ello.




—Valor —dije—. ¿Quieres que llame un confesor?




No respondió. Ya había notado que tenía tendencia a hacer el profeta, y a llamarme Pablo hablando con una voz blanca. Eso no me gustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses son así. Tuve la vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía mucha simpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos a morir juntos, debía sentirla en adelante. Había algunos tipos con los que la cosa hubiera sido diferente. Con Ramón Gris, por ejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía solo. Por lo demás prefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido. Pero me sentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarme duro.




Continuó masticando las palabras con una especie de distracción. Hablaba seguramente para impedirse pensar. Olía de lleno a orina como los viejos prostéticos. Naturalmente, era de su parecer; todo lo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir. Y luego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montón de carbón, ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Solo que me disgustaba pensar las mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lo largo de toda la noche, dentro de cinco minutos continuaríamos pensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando y estremeciéndonos al mismo tiempo. Lo miraba de reojo, y, por primera vez me pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido en mi orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, lo había escuchado, le había hablado y sabía que no teníamos nada de común. Y ahora nos parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar juntos.




Tom me tomó la mano sin mirarme:




—Pablo, me pregunto… me pregunto si es verdad que uno queda aniquilado.




Desprendí mi mano, y le dije:




—Mira entre tus pies, cochino.




Había un charco entre sus pies y algunas gotas caían de su pantalón.




—¿Qué es eso? —dijo con turbación.




—Te orinas en el calzoncillo.




—No es verdad —dijo furioso—, no me orino. No siento nada.




El belga se aproximó y preguntó con falsa solicitud:




—¿Se siente usted mal?




Tom no respondió. El belga miró el charco sin decir nada.




—No sé qué será —dijo Tom con tono huraño—. Pero no tengo miedo. Les juro que no tengo miedo.




El belga no contestó. Tom se levantó y fue a orinar en un rincón. Volvió abotonándose la bragueta, se sentó y no dijo una palabra. El belga tomaba algunas notas.




Los tres lo miramos porque estaba vivo. Tenía los gestos de un vivo, las preocupaciones de un vivo; tiritaba en ese sótano como debían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien nutrido que le obedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos; en todo caso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalón entre las piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueado sobre sus piernas, dueño de sus músculos; y que podía pensar en el mañana. Nosotros estábamos allí, tres sombras privadas de sangre; lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.




Terminó por aproximarse al pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nuca por algún motivo profesional o bien obedeció a un impulso caritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez que lo hizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeño Juan. El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima; luego, de pronto, le tomó la mano y la miró de modo extraño. Mantenía la mano del belga entre las dos suyas, y no tenían nada de agradable esas dos pinzas grises que estrechaban aquella mano gruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreía paternalmente. Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa pata gorda a su boca y quiso morderla. El belga se desasió vivamente y retrocedió hasta el muro titubeando. Nos miró con horror durante un segundo, de pronto debió comprender que no éramos hombres como él. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó. El otro se había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.




Me sentía a la vez cansado y sobreexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la muerte. Aquello no venía bien con nada, solo encontraba algunas palabras y el vacío. Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños de fusiles. Quizá veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez creí que era real: debí adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el muro y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al belga; temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacía cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño y reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia, quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada. Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos y malos —o al menos así los llamaba yo antes—. Había rostros e historias. Volví a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia, la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres, tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pí y Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas: tomaba todo en serio como si fuera inmortal.




Tuve en ese momento la impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”. Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pasear, divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero no se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto.




El belga tuvo de pronto una gran idea.




—Amigos míos —dijo—, puedo encargarme, si la administración militar consiente en ello, de llevar una palabra, un recuerdo a las personas que ustedes quieran.




Tom gruñó:




—No tengo a nadie.




Yo no respondí nada. Tom esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad.




—¿No tienes nada que decir a Concha?




—No.




Detestaba esa tierna complicidad: era culpa mía, la noche precedente había hablado de Concha, hubiera debido contenerme. Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me hubiera todavía cortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos. Por eso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volver a verla, no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubiera querido abrazarla: mi cuerpo me horrorizaba porque se había vuelto gris y sudaba, y no estaba seguro de no tener también horror del suyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante algunos meses no sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yo quien iba a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando me miraba, algo pasaba de ella a mí. Pero pensé que eso había terminado: si me mirara ahora su mirada permanecería en sus ojos, no llegaría hasta mí. Estaba solo.




Tom también estaba solo, pero no de la misma manera. Se había sentado a horcajadas y se había puesto a mirar el banco con una especie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó la mano y tocó la madera con precaución, como si hubiera temido romper algo, retiró en seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tom no me hubiera divertido en tocar el banco; era todavía comedia irlandesa, pero encontraba también que los objetos tenían un aire raro; eran más borrosos, menos densos que de costumbre. Bastaba que mirara el banco, la lámpara, el montón de carbón, para sentir que iba a morir. Naturalmente no podía pensar con claridad en mi muerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la manera en que las cosas habían retrocedido y se mantenían a distancia, discretamente, como gente que habla bajo a la cabecera de un moribundo. Era su muerte lo que Tom acababa de tocar sobre el banco.




En el estado en que me hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi casa, que se me dejaba salva la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos, pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi corazón. Pero esto no me tranquilizaba, todo lo que venía de mi cuerpo tenía un aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón de carbón.




El belga sacó su reloj y lo miró. Dijo:




Son las tres y media.




¡Puerco! Debió hacerlo expresamente. Tom saltó en el aire, todavía no nos habíamos dado cuenta de que corría el tiempo; la noche nos rodeaba como una masa informe y sombría, ya no me acordaba cuándo había comenzado.




El pequeño Juan se puso a gritar. Se retorcía las manos, suplicaba:




—¡No quiero morir, no quiero morir!




Corrió por todo el sótano levantando los brazos en el aire, después se abatió sobre uno de los jergones y sollozó. Tom lo miraba con ojos pesados y ni aún tenía deseos de consolarlo. En realidad no valía la pena; el chico hacía más ruido que nosotros, pero estaba menos grave: era como un enfermo que se defiende de su mal por medio de la fiebre. Cuando ni siquiera hay fiebre, es más grave.




Lloraba. Vi perfectamente que tenía lástima de sí mismo; no pensaba en la muerte. Un segundo, un solo segundo, tuve también deseos de llorar, de llorar de piedad sobre mí mismo. Pero lo que ocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre el pequeño, vi su delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tener piedad ni de los otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morir valientemente”.




Tom se levantó, se puso justo debajo de la abertura redonda y se puso a esperar el día. Pero, por encima de todo, desde que el médico nos había dicho la hora, yo sentía el tiempo que huía, que corría gota a gota.




Era todavía oscuro cuando escuché la voz de Tom:




—¿Los oyes?




—Sí.




Algunos tipos marchaban por el patio.




—¿Qué vienen a jorobar? Sin embargo no pueden tirar de noche.




Al cabo de un momento no escuchamos nada más. Dije a Tom:




—Ahí está el día.




Pedro se levanto bostezando y fue a apagar la lámpara. Dijo a su compañero:




—Un frío de perros.




El sótano estaba totalmente gris. Escuchamos detonaciones lejanas.




—Ya empiezan —dije a Tom—, deben hacer eso en el patio de atrás.




Tom pidió al médico que le diera un cigarrillo. Pero yo no quise; no quería cigarrillos ni alcohol. A partir de ese momento no cesaron los disparos.




—¿Te das cuenta? —dijo Tom.




Quería agregar algo pero se calló; miraba la puerta. La puerta se abrió y entró un subteniente con cuatro soldados. Tom dejó caer su cigarrillo.




—¿Steinbock?




Tom no respondió. Fue Pedro quien lo designó.




—¿Juan Mirbal?




—Es ese que está sobre el jergón.




—Levántelo —dijo el subteniente.




Juan no se movió. Dos soldados lo tomaron por las axilas y lo pararon. Pero en cuanto lo dejaron volvió a caer.




Los soldados dudaban.




—No es el primero que se siente mal —dijo el subteniente—; no tienen más que llevarlo entre los dos, ya se arreglarán allá.




Se volvió hacia Tom:




—Vamos, venga.




Tom salió entre dos soldados. Otros dos lo seguían, llevaban al chico por las axilas y por las corvas. Cuando quise salir el subteniente me detuvo:




—¿Usted es Ibbieta?




—Sí.




—Espere aquí, vendrán a buscarlo en seguida. Salieron. El belga y los dos carceleros salieron también, quedé solo. No comprendía lo que ocurría, pero hubiera preferido que terminaran en seguida. Escuchaba las salvas a intervalos casi regulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas de aullar y de arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes y hundía las manos en los bolsillos porque quería permanecer tranquilo.




Al cabo de una hora vinieron a buscarme y me condujeron al primer piso a una pequeña pieza que olía a cigarro y cuyo calor me pareció sofocante. Había allí dos oficiales que fumaban sentados en unos sillones, con algunos papeles sobre las rodillas.




—¿Te llamas Ibbieta?




—Sí.




—¿Dónde está Ramón Gris?




—No lo sé.




El que me interrogaba era bajo y grueso. Tenía ojos duros detrás de los anteojos. Me dijo:




—Aproxímate.




Me aproximé. Se levantó y me tomó por los brazos mirándome con un aire como para hundirme bajo tierra. Al mismo tiempo me apretaba los bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para hacerme mal, era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario también enviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momento así; me daban más bien deseos de reír. Era necesario mucho más para intimidar a un hombre que iba a morir: eso no tenía importancia. Me rechazó violentamente y se sentó. Dijo:




—Es tu vida contra la suya. Se te perdona la vida si nos dices dónde está.




Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas, eran también hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, pero no mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en sus papeluchos, corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o suprimirlos; tenían opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas. Sus pequeñas actividades me parecieron chocantes y burlescas; no conseguía ponerme en su lugar, me parecía que estaban locos.




El gordo bajito me miraba siempre azotando sus botas con su látigo. Todos sus gestos estaban calculados para darle el aspecto de una bestia viva y feroz.




—¿Entonces? ¿Comprendido?




—No sé dónde está Gris —contesté—, creía que estaba en Madrid.




El otro oficial levantó con indolencia su mano pálida. Esta indolencia también era calculada. Veía todos sus pequeños manejos y estaba asombrado de que se encontraran hombres que se divirtieran con eso.




—Tienes un cuarto de hora para reflexionar —dijo lentamente—. Llévenlo a la ropería, lo traen dentro de un cuarto de hora. Si persiste en negar se le ejecutará de inmediato.




Sabían lo que hacían: había pasado la noche esperando; después me hicieron esperar todavía una hora en el sótano, mientras fusilaban a Tom y a Juan, y ahora me encerraban en la ropería; habían debido preparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga se gastan los nervios y esperaban llevarme a eso.




Se engañaban. En la ropería me senté sobre un escabel porque me sentía muy débil y me puse a reflexionar. Pero no en su proposición. Naturalmente sabía dónde estaba Gris; se ocultaba en casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad. Sabía también que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban (pero no parecían ni soñar en ello). Todo esto estaba perfectamente en regla, definitivo y de ningún modo me interesaba. Solo hubiera querido comprender las razones de mi conducta. Prefería reventar antes de entregar a Gris. ¿Por qué? No quería ya a Ramón Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes del alba al mismo tiempo que mi amor por Concha, al mismo tiempo que mi deseo de vivir. Sin duda lo seguía estimando: era fuerte. Pero esa no era una razón para que aceptara morir en su lugar; su vida no tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía valor. Se iba a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que reventara: que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien que era más útil que yo a la causa de España, pero yo me cagaba en España y en la anarquía: nada tenía ya importancia. Sin embargo yo estaba allí, podía salvar mi pellejo entregando a Gris y me negaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era obstinación. Pensaba:




“Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría me invadía.




Vinieron a buscarme y me llevaron ante los dos oficiales. Una rata huyó bajo nuestros pies y eso me divirtió. Me volví hacia uno de los falangistas y le dije:




—¿Vió la rata?




No me respondió. Estaba sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganas de reír, pero me contenía temiendo no poder detenerme si comenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:




—Tendrían que cortarte los bigotes, perro.




Encontré extraño que dejara durante su vida que el pelo le invadiera la cara. Me dio un puntapié, sin gran convicción, y me callé.




—Bueno —dijo el oficial gordo— ¿reflexionaste?




Los miraba con curiosidad como a insectos de una especie muy rara. Les dije:




—Sé donde está. Está escondido en el cementerio. En una cripta o en la cabaña del sepulturero.




Era para hacerles una jugarreta. Quería verles levantarse, apretarse los cinturones y dar órdenes con aire agitado.




Pegaron un salto:




—Vamos allá. Moles, vaya a pedir quince hombres al subteniente López. En cuanto a ti —me dijo el gordo bajito—, si has dicho la verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo pagarás muy caro si te has burlado de nosotros.




Partieron con mucho ruido y esperé apaciblemente bajo la guardia de los falangistas. Sonreía de tiempo en tiempo pensando en la cara que iban a poner. Me sentía embrutecido y malicioso. Los imaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a una las puertas de las criptas. Me representaba la situación como si hubiera sido otro, ese prisionero obstinado en hacer el héroe, esos graves falangistas con sus bigotes y sus hombres uniformados que corrían entre las tumbas: era de un efecto cómico irresistible.




Al cabo de una media hora el gordo bajito volvió solo. Pensé que venía a dar la orden de ejecutarme. Los otros debían haberse quedado en el cementerio.




El oficial me miró. No parecía molesto en absoluto.




—Llévenlo al patio grande con los otros —dijo—. Cuando terminen las operaciones militares un tribunal ordinario decidirá su suerte.




Creí no haber comprendido. Le pregunté:




—Entonces, ¿no me… no me fusilarán?




—Por ahora no. Después, no me concierne.




Yo seguía sin comprender. Le dije:




—Pero ¿por qué?




Se encogió de hombros sin contestar y los soldados me llevaron. En el patio grande había un centenar de prisioneros, mujeres, niños y algunos viejos. Me puse a dar vueltas alrededor del césped central, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer en el refectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía conocerlos pero no les contesté: no sabía ni dónde estaba.




Al anochecer echaron al patio una docena de nuevos prisioneros. Reconocí al panadero García. Me dijo:




—¡Maldito suertudo! No creí volver a verte vivo.




—Me condenaron a muerte —dije—, y luego cambiaron de idea. No sé por qué.




—Me arrestaron hace dos horas —dijo García.




—¿Por qué?




García no se ocupaba de política.




—No sé —dijo—, arrestan a todos los que no piensan como ellos.




Bajó la voz:




—Lo agarraron a Gris.




Yo me eché a temblar:




—¿Cuándo?




—Esta mañana. Había hecho una idiotez. Dejó a su primo el martes porque tuvieron algunas palabras. No faltaban tipos que lo querían ocultar, pero no quería deber nada a nadie. Dijo: “Me hubiera escondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado, iré a esconderme en el cementerio”.




—¿En el cementerio?




Sí. Era idiota. Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana. Tenía que suceder. Lo encontraron en la cabaña del sepulturero. Les tiró y lo liquidaron.




—¡En el cementerio!




Todo se puso a dar vueltas y me encontré sentado en el suelo: me reía tan fuertemente que los ojos se me llenaron de lágrimas.









Ilustración: Filippo Palizzi


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