jueves, 6 de febrero de 2025

El ladrón de cadáveres (Robert Louis Stevenson)

 






Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.


Una oscura noche de invierno —habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.


—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.


—¿Quién? —dije yo—. ¿No querrá usted decir el médico?


—Precisamente —contestó nuestro posadero.


—¿Cómo se llama?


—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.


Fettes estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido «Macfarlane»: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.


—Sí —dijo el dueño— así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.


Fettes se serenó inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella transformación, porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.


—Les ruego que me disculpen —dijo—; mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?


Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:


—No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.


—¿Le conoce usted, doctor? —preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.


—¡Dios no lo quiera! —fue la respuesta—. Y, sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?


—No es un hombre joven, desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.


—Es mayor que yo, sin embargo; varios años mayor. Pero —dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro —y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.


—Si este doctor es la persona que usted conoce —me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?


Fettes no me hizo el menor caso.


—Sí —dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.


Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con cierta violencia en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.


—Es el doctor —exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.


No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no solo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones hasta el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como «cara a cara». El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte. Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín —calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote— enfrentarse con él al pie de la escalera.


—¡Macfarlane! —dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.


El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.


—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.


El londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:


—¡Fettes! ¡Tú!


—¡Yo, sí! —dijo el otro—. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.


—¡Calla, por favor! —exclamó el ilustre médico—. ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado… Ya veo que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te había conocido; pero me alegro mucho… me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy solo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y tengo que coger el tren; pero debes… veamos, sí… debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso «en recuerdo de los viejos tiempos», como solíamos cantar durante nuestras cenas.


—¡Dinero! —exclamó Fettes—. ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.


Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión. Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.


—Mi querido amigo —dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección…


—No me la des… No deseo saber cuál es el techo que te cobija —le interrumpió el otro—. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!


Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:


—¿Has vuelto a verlo?


El famoso doctor londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que así le interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido in fraganti. Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.


—¡Que Dios nos tenga de su mano, señor Fettes! —dijo el posadero, al ser el primero en recobrar el normal uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho…


Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.


—Procuren tener la lengua quieta —dijo—. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.


Después, sin terminarse el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar bajo la lámpara de la posada.


Nosotros tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de vanagloria, pero creo que me di mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.


De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un cierto profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero el señor K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. El señor K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente en su clase.


Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación —en aquella época asunto muy delicado—, el señor K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los amaneceres invernales, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.


Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona, esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío, superficial y egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.


La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no solo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma del señor K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. «Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio», solía decir, recalcando la aliteración; «quid pro quo». Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que «No hicieran preguntas por razones de conciencia.»


No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, el señor K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.


Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas —paseándose por su cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama—, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.


—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!


Los hombres no respondieron nada pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.


—La conozco, se lo aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.


—Está usted completamente equivocado, señor—dijo uno de los hombres.


Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.


Era imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma sobre el descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de las instrucciones del señor K y el peligro para su persona que podía derivarse de su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.


Era este un médico joven, Tolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.


Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.


—Sí —dijo con una inclinación de cabeza—; parece sospechoso.


—¿Qué te parece que debo hacer? —preguntó Fettes.


—¿Hacer? —repitió el otro—. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.


—Quizá la reconozca alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida como el Castle Rock.


—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace… bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa cierta: prácticamente hablando, todo nuestro «material» han sido personas asesinadas.


—¡Macfarlane! —exclamó Fettes.


—¡Vamos, vamos! —se burló el otro—. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!


—Sospechar es una cosa…


—Y probar otra. Ya lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí —dando unos golpes en el cadáver con su bastón—. Pero colocados en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y —añadió con gran frialdad— así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ese tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.


Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.


Una tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un extraño. Era un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.


—Yo no soy precisamente un ángel —hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane me da ciento y raya… Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.


O bien:


—Toddy, levántate y cierra la puerta.


—Toddy me odia —dijo después—. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!


—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe —gruñó Macfarlane.


—¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo —explicó el desconocido


—Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor —dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.


Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.


Fue pasando la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida y durmió el sueño de los justos.


A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.


—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has apañado?


Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.


—Será mejor que le veas la cara —dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—. Será mejor —repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando lleno de asombro.


—Pero ¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? —exclamó el otro.


—Mírale la cara —fue la única respuesta.


Fettes titubeó; le asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo con que se tropezaron sus ojos, pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El que dos personas que había conocido hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era un cras tibi que iba repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran solo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas.


Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.


—Richardson —dijo— puede quedarse con la cabeza.


Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:


—Hablando de negocios, debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.


Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:


—¡Pagarte! —exclamó—. ¿Pagarte por eso?


—Naturalmente; no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo consideres —insistió el otro—. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?


—Allí —contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.


—Entonces, dame la llave —dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.


Después de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.


—Ahora, mira —dijo Macfarlane—; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón a la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.


Durante los pocos segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.


—Y ahora —dijo Macfarlane—, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.


—Macfarlane —empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.


—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe—. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no has hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. El señor Gray es la continuación de la señorita Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; esa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.


Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.


—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?


—Mi querido amigo —dijo Macfarlane—, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.


Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.


Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento.


Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.


Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes del señor K. A veces intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.


Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase del señor K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista —por usar un sinónimo de la época—no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.


A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en un espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher’s Tryst para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.


—Un pequeño obsequio —dijo—. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para encender la pipa.


Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.


—Eres un verdadero filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K… ¡Por Belcebú que entre los dos harán de mí un hombre!


—Por supuesto que sí —asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no…. tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.


—¿Y por qué tenía que haberla perdido? —presumió Fettes—. No era asunto mío. Hablar no me hubiera  producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? —y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.


Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.


—Lo importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades… quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!


Para entonces se estaba haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden, pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí y allí un portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba por unos momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.


Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.


Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher’s Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.


Los dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.


—Por el amor de Dios —dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar—, por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!


Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado para entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.


Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.


—Esto no es una mujer —dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.


—Era una mujer cuando la subimos al calesín —respondió Fettes.


—Sostén el farol —dijo el otro—. Tengo que verle la cara.


Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.





Ilustración. Francisco Goya

miércoles, 5 de febrero de 2025

Los crisantemos (John Steinbeck)

 






Una niebla invernal, gris y espesa separaba al Valle de Salinas del cielo y del resto del mundo. Era una densa bruma que se apoyaba por sus bordes en las crestas de las montañas, convirtiendo el valle en una olla tapada. En el fondo, donde el suelo era llano, los arados abrían surcos profundos por los que asomaba la tierra rica y rojiza. En las laderas de los montes, al otro lado del río Salinas, los campos de espigas amarilleaban como si estuvieran bañados en una pálida luz solar, pero esta no llegaba hasta allí. Los álamos y sauces que crecían apretados al borde del río, parecían gigantescas antorchas cuyas llamas eran sus hojas amarillas o pardas.


Era una hora tranquila, como de espera. El aire era frío, pero carecía de asperezas. Un viento flojo soplaba del sudoeste y los granjeros esperaban confiados la lluvia inminente; pero antes debía levantarse la niebla, porque la lluvia y niebla nunca van juntas.


En el rancho de Henry Allen, al pie de la montaña, entre esta y el río, había poco que hacer, porque todo el heno había sido segado y los campos estaban arados, en espera de la lluvia que los fecundase. Las reses que se encaramaban por los ribazos tenían un aspecto marchito y reseco como la misma tierra.


Elisa Allen, que trabajaba en su jardín, levantó los ojos un momento para mirar al otro lado del patio, donde Henry, su marido, hablaba con dos hombres que parecían agentes comerciales. Los tres estaban de pie, junto al cobertizo del tractor, los tres fumaban cigarrillos y los tres miraban el pequeño “Fordson” mientras hablaban. Elisa los contempló un momento y luego reanudó su trabajo. Tenía treinta y cinco años. Su cara era delgada y de expresión enérgica, y sus ojos claros y transparentes como el agua. Vestida de jardinera, con un sombrero masculino encasquetado hasta los ojos y un delantal de pana muy grande, en cuyos cuatro bolsillos guardaba las tijeras de podar, un rollo de alambre y otras herramientas de jardinería, su silueta aparecía pesada y torpe, carente de gracia femenina. Tenía puestos unos guantes de cuero para protegerse las manos mientras trabajaba.


Con unas tijeras cortas y fuertes estaba cortando los tallos de los crisantemos del año anterior, mientras de vez en cuando echaba otra ojeada a los tres hombres junto al tractor. Todo en ella revelaba energía y fuerza, hasta el modo de manejar las tijeras. Los frágiles tallos de los crisantemos parecían indefensos bajo sus implacables manos.


Apartó de los ojos un mechón rebelde, ensuciándose de tierra la frente con el dorso de la mano enguantada. A su espalda se alzaba la casita blanca, enteramente rodeada de geranios rojos. Era un edificio pequeño y limpio, cuyas ventanas brillaban como espejos. Ante su puerta podía verse una estera de cáñamo para limpiarse los zapatos antes de entrar.


Elisa volvió a mirar hacia el cobertizo. Los forasteros subían a su “Ford” coupé. Se quitó un guante e introdujo sus fuertes dedos en la masa de crisantemos que crecían en torno a los viejos tallos. Apartando hojas y pétalos examinó cuidadosamente los tallos nuevos en busca de orugas, insectos o escarabajos.


Se sobresaltó al oír la voz de su marido. Se le había acercado sin hacer ruido y se apoyaba en la cerca de espino que protegía el jardín de las incursiones de reses, perros o aves.


—¿Otra vez lo mismo? —preguntó él—. Veo que vas a tener una abundante cosecha este año.


Elisa se enderezó y volvió a ponerse el guante que se había quitado.


—Sí. Este año crecen con fuerza.


Tanto en el tono de su voz como en su expresión había cierta aspereza.


—Eres muy mañosa —observó Henry—. Algunos de los crisantemos que tenías el año pasado medían por lo menos un palmo de diámetro. Me gustaría que trabajases en la huerta y consiguieras manzanas de este tamaño.


A ella se le iluminaron los ojos.


—Tal vez podría. Es cierto que soy mañosa. Mi madre también lo era. Cualquier cosa que plantase, crecía. Solía decir que todo era cuestión de tener manos de plantador. Manos que saben trabajar solas.


—Desde luego, con las flores parece que te da resultado —dijo él.


—Henry: ¿Quiénes eran esos con quienes hablabas?


—¡Ah, sí! Es lo que venía a decirte. Eran de la Compañía Carnicera del Oeste, le he vendido las treinta reses de tres años. A un precio muy bueno, además.


—Me alegro —dijo ella—. Me alegro por ti.


—He pensado —continuó él— que, como es sábado por la tarde, podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y después al cine… a celebrarlo.


—Me parece muy bien —dijo ella—. ¡Oh, sí! Muy bien.


Henry sonrió.


—Esta noche hay lucha. ¿Te gustaría ir a la lucha?


—¡Oh, no! —se apresuró ella a contestar—. No, no me gustaría nada.


—Era broma, mujer. Iremos al cine. Vamos a ver. Ahora son las dos. Voy a buscar a Scotty y entre los dos bajaremos las reses del monte. Eso nos entretendrá un par de horas. Podemos estar en la ciudad a eso de las cinco y cenar en el “Hotel Cominos”. ¿Qué te parece?


—Estupendo. Me encanta comer fuera de casa.


—Entonces, decidido. Voy a buscar dos caballos.


Ella contestó:


—Creo que me queda tiempo para trasplantar algunos esquejes entretanto.


Oyó como su marido llamaba a Scotty, junto al granero. Poco después vio a los dos hombres cabalgando por la ladera amarillenta, en busca de las reses.


Tenía un pequeño parterre para cultivar los crisantemos más jóvenes. Con una pala removió concienzudamente la tierra, la alisó y la oprimió con fuerza. Luego practicó en ella unos surcos paralelos. Cogió unos esquejes nuevos, les cortó las hojas con las tijeras y los dejó en un ordenado montón.


Un chirridos de ruedas y resonar de cascos llegaba a sus oídos desde el camino. Levantó la vista. La carretera seguía los bordes de unos campos de algodón que se extendían junto al río y por ella se aproximaba un curioso vehículo, de extraña traza. Era un viejo carromato de ballestas, cubierto con una lona, que recordaba vagamente los carros de las expediciones de pioneros del Oeste. Tiraban de él un viejo bayo y un burro diminuto de color gris, con manchas blancas en el pelaje. Lo conducía un hombre gigantesco, sentado entre las lonas de la abertura delantera. Debajo del carromato, entre las ruedas posteriores, caminaba un perro escuálido y sucio. La lona estaba pintada con grandes letras que decían: “Se arreglan potes, sartenes, cuchillos, tijeras, segadoras.” El “se arregla” estaba escrito en letras más grandes. La pintura negra se había corrido dejando unos puntitos debajo de cada letra.


Elisa, todavía agachada sobre su parterre contempló con interés el paso del extravagante vehículo. El perro perdió de improviso su pasividad y echó a correr, adelantando al carro. Inmediatamente corrieron hacia él dos perros pastores del rancho, que no tardaron en darle alcance, luego, se detuvieron los tres y con gran solemnidad se olisquearon detenidamente. La caravana fue a detenerse con gran estrépito, junto a la cerca que separaba a Elisa de la carretera. Entonces el perro, como comprendiendo que estaba en minoría se retiró de nuevo bajo el carro con el rabo entre las piernas y los dientes al descubierto.


El conductor del carromato exclamó:


—Mi perro puede ser muy malo en una pelea, cuando quiere.


Elisa se echó a reír.


—Ya lo veo. ¿Y cuándo quiere?


El hombre coreó su risa con simpatía.


—A veces tarda semanas y hasta meses en decidirse —contestó. Apoyándose en la rueda, saltó al suelo. El caballo y el asno, al detenerse, parecían haberse marchitado como las flores sin agua.


Elisa pudo comprobar que era un hombre verdaderamente gigantesco. Aunque tenía muchas canas en la cabeza y en la barba no parecía muy viejo. Su traje negro, y muy gastado, estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa. En cuanto dejó de hablar, la risa huyó de sus labios y de sus ojos. Eran unos ojos negros, llenos de toda la reflexión silenciosa que se encuentra en los ojos de los arrieros y de los marino. Su callosas manos, apoyadas en la cerca de espino estaban llenas de grietas, y cada grieta era una línea negrísima. Se quitó el sucio sombrero.


—Me he apartado de la carretera principal, señora —explicó—. ¿Conduce este camino, atravesando el río hasta la carretera de Los Ángeles?


Elisa se incorporó del todo y guardó las tijeras en uno de los bolsillos de su delantal.


—Pues, sí, pero primero da muchas vueltas hasta que finalmente atraviesa el río por un vado. No creo que sus animales sean capaces de vadearlo.


—Se sorprendería viendo lo que estos animales pueden llegar a hacer —contestó él con cierta aspereza.


—¿Cuándo quieren? —preguntó ella.


Él sonrió por un segundo.


—Sí. Cuando quieren.


—Está bien —dijo Elisa—. Pero creo que ganará tiempo retrocediendo hasta Salinas y tomando allí la carretera.


El hombre tiró con el dedo del alambre de púas, haciéndolo vibrar como cuerda de guitarra.


—No tengo ninguna prisa, señora. Cada año voy de Seattle a San Diego para regresar por el mismo camino. Dedico mucho tiempo a ese viaje. Unos seis meses en el camino de ida y otros tantos en el camino de vuelta. Procuro seguir el buen tiempo.


Elisa se quitó los guantes y los guardó en el mismo bolsillo que las tijeras. Se llevó la mano al borde del sombrero masculino con que se tocaba, intentando arreglar unos rizos rebeldes que asomaban.


—Esa forma de vivir parece que ha de ser muy agradable —observó.


El hombre se inclinó sobre la cerca con aire confidencial.


—Ya se habrá fijado en los letreros que hay en mi carro. Arreglo cazuelas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Tiene algo de eso para mí?


—¡Oh, no! —se apresuró ella a contestar—. Nada de eso.


Sus ojos se habían endurecido súbitamente.


—Las tijeras son lo más delicado —explicó el hombre—. La mayoría de la gente las echa a perder sin remedio intentando afilarlas, pero yo tengo el secreto infalible. Patentado, incluso. Puede estar segura de que no hay sistema igual.


—No, gracias. Todas mis tijeras están afiladas.


—Está bien. Un cacharro, entonces —insistió el hombre, con tenacidad—. Un cacharro abollado o que tenga un agujero. Yo puedo dejárselo como nuevo y usted se ahorrará comprar otro. Siempre vale la pena.


—No —repitió ella—. Ya le he dicho que no tengo nada de eso.


El rostro de él adoptó una expresión de exagerada tristeza. Su voz se convirtió en un gemido lastimero.


—Hoy no he podido encontrar trabajo en todo el día. Como le dicho, me he apartado de mi ruta acostumbrada. Mucha gente me conoce a todo lo largo del camino de Seattle a San Diego. Me guardan cosas para que las arregle o afile porque saben que lo hago muy bien y les permito ahorrar dinero.


—Lo siento —dijo Elisa con irritación—. No tengo nada para usted.


Él dejó de mirarla y contempló el suelo unos instantes. Su mirada vagó sin rumbo hasta detenerse en el parterre de crisantemos en que ella había estado trabajando.


—¿Qué plantas son esas, señora?


La irritación y el mal humor desaparecieron de la expresión de Elisa.


—Oh, son crisantemos, gigantes, blancos y amarillos. Los cultivo todos los años… los más grandes del contorno.


—¿Es una flor de tallo muy largo? ¿Con aspecto de nubecilla coloreado? —preguntó el buhonero.


—Exacto. ¡Y qué modo tan bonito de describirla!


—Huelen bastante mal hasta que uno se acostumbra —añadió él.


—Es un olor acre, pero agradable —protestó ella—. No diría yo que huelen mal.


El hombre se apresuró a cambiar de tono.


—También a mí me gusta.


—El año pasado conseguí flores de más de un palmo —siguió diciendo ella con orgullo.


El forastero se inclinó más sobre la cerca.


—Oiga. Conozco a una señora, junto a la carretera, que tiene el jardín más bonito que se ha visto nunca. Tiene toda clase de flores menos crisantemos. La última vez que le arreglé un cacharro me dijo: “Si alguna vez encuentra algunos crisantemos que valgan la pena, me gustaría que me trajera algunas semillas.” Eso fue lo que me dijo.


Los ojos de Elisa se iluminaron con súbito interés.


—Sin duda sabía muy poco de crisantemos. Pueden sembrarse, desde luego, pero es mucho más cómodo plantar esquejes pequeños, como éstos.


—¡Ah! —exclamó él—. Entonces supongo que no puedo llevarle ninguno.


—Claro que puede —contestó Elisa—. Le pondré unos cuantos en arena húmeda y usted se los lleva. Echarán raíces en el tiesto si procura mantenerlos siempre húmedos. Luego ella puede trasplantarlos.


—Estoy seguro de que la entusiasmarán, señora. ¿Dice usted que son bonitos?


—Preciosos —dijo ella—. ¡Oh, sí, magníficos! — Le brillaban los ojos. Se quitó el sucio sombrero y agitó sus cabellos rubios—. Los pondré en esta maceta vieja para que usted se los lleve. Entre en el patio, por favor.


Mientras el hombre atravesaba la verja, Elisa corrió excitada hasta la parte posterior de la casa. De allí volvió con un tiesto vacío, pintado de rojo. Se había olvidado de los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al parterre y con las uñas escarbó en la tierra arenosa, llenando con ella la maceta vacía. Luego tomó un manojo de pequeños esquejes y los plantó en la arena húmeda, oprimiendo bien con los nudillos la tierra en torno a las raíces. El hombre estaba inclinado sobre su espalda.


—Le diré lo que debe que hacer —dijo ella, sin volverse—. Deberá recordarlo para poder decírselo a la señora.


—Sí; intentaré acordarme.


—Verá, echarán raíces dentro de un mes. Entonces atiene que sacarlos de aquí y plantarlos en tierra abonada, dejando un palmo de distancia entre uno y otro. —Tomó un puñado de tierra del parterre para que él viera bien—. Así podrán crecer aprisa y mucho. Y recuerde lo siguiente: en julio deberá cortarlos, a una altura de palmo y medio del suelo aproximadamente.


—¿Antes de que florezcan? — preguntó él.


—Sí; antes de que florezcan. —Su rostro estaba tenso y sus palabras indicaban gran entusiasmo por el tema—. Crecerán otra vez enseguida. Hacia finales de septiembre volverán a aparecer capullos.


—El cuidado de los capullos es lo más difícil —añadió vacilante—. No sé cómo explicárselo. —Lo miró a los ojos, como intentando averiguar si era capaz de comprenderla. Su boca estaba entreabierta, y parecía escuchar una voz interior—. Intentaré aclarárselo —dijo por fin—. ¿Ha oído decir alguna vez que hay gente que tiene “manos de jardinero”?


—No podría asegurárselo señora.


—Verá: solo puedo darle una idea. Se comprende mejor cuando hay que arrancar los capullos sobrantes. Los cinco sentidos se concentran en las yemas de los dedos. Son los dedos los que trabajan… solos. Es una sensación muy particular. Se mira una las manos y comprende que actúan por su cuenta. Arrancan capullo tras capullo y no se equivocan nunca, ¿comprende? Los dedos del jardinero se compenetran con la planta. Es algo que se siente, como una sensación física, como un cosquilleo especial que sube por el brazo hasta el codo. Los dedos saben lo que tienen que hacer. Cuando se siente eso, es imposible cometer un error. ¿Comprende lo que le digo? ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?


Estaba arrodillada en el suelo, mirándolo. Su pecho subía y bajaba agitadamente.


El hombre encogió los ojos hasta reducirlos a dos rayitas minúsculas. Luego miró hacia otro sitio, meditabundo.


—Tal vez sí —murmuró—. Algunas veces por la noche, estando en mi carro…


La voz de Elisa se hizo más opaca. Lo interrumpió.


—Nunca he vivido como usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es oscura… cuando las estrellas parecen diamantes… y todo está en silencio. Entonces parece que se flota sobre las nubes y que las estrellas se claven en el cuerpo. Eso es. Algo agradable, maravilloso… que se quisiera hacer durar eternamente.


Todavía arrodillada, sus dedos se aproximaron al negro pantalón del forastero, sin llegar a rozarlo. Luego su mano descendió al suelo y ella se agachó más, como si quisiera esconderse en la tierra.


—Lo explica de un modo muy bonito —murmuró él—. Solo que cuando no se tiene nada para cenar no es tan bonito.


Ella se irguió entonces, con expresión avergonzada. Le ofreció el tiesto con las flores, depositándolo cuidadosamente en sus brazos.


—Tenga. Póngalo en el pescante de su carro, en un sitio donde pueda vigilarlo bien. Tal vez encuentra algún trabajo para usted.


Volviendo a la parte posterior de la casa, revolvió una pila de cacharros viejos, de los que escogió dos ollas de aluminio, muy estropeadas. A su regreso, se las entregó.


—¿Podría arreglarlas?


La actitud de él cambió, volviendo a ser profesional.


—Sí, señora; se las dejaré como nuevas.


Fue hacia su carromato de donde sacó unas herramientas, poniéndose a trabajar bajo la mirada atenta de Elisa. La expresión de su boca era firme y tranquila. En los momentos más delicados de su trabajo se mordía el labio inferior.


—¿Duerme usted en el carro? —le preguntó Elisa.


—En el carro, sí, señora. Llueva o haga sol, el carro es mi casa.


—Debe ser muy agradable —dijo ella—. Muy agradable. Me gustaría que las mujeres pudiéramos hacer esas cosas.


—No es una vida adecuada para una mujer.


Ella levantó ligeramente el labio superior, mostrando los dientes.


—¿Cómo lo sabe? ¿Por qué está tan seguro? —preguntó.


—No lo sé, señora —protestó él—. Claro que no lo sé. Aquí tiene sus ollas, igual que cuando las compró. No tendrá que adquirir otras nuevas.


—¿Qué le debo?


—Oh, con cincuenta centavos será suficiente. Procuro mantener precios baratos y trabajar bien. Así es como tengo muchos clientes a todo lo largo del camino.


Elisa fue a buscar la moneda de cincuenta centavos, que depositó en su palma extendida.


—Le sorprendería saber que yo podrá ser una rival para usted. Yo podría demostrarle lo que una mujer es capaz de hacer.


Él guardó el martillo y las demás herramientas en una caja de madera, con gran parsimonia.


—Sería una vida demasiado solitaria para una mujer, señora, y pasaría mucho miedo cuando se colasen animales de todas clases, por la noche, dentro del carro. —Se encaramó en el pescante, apoyándose en la grupa del burro para subir. Una vez sentado tomó las largas riendas en una mano—. Muchísimas gracias, señora —dijo—. Haré lo que me aconsejó: retrocederé en busca de la carretera de Salinas.


—No se olvide —le recordó ella—. Si el viaje es largo procure conservar húmeda la arena.


—¿La arena, señora?… ¿La arena? Ah, sí, claro. Se refiere a los crisantemos. Desde luego, no se me olvidará.


Chasqueó la lengua y los dos animales levantaron las cabezas, haciendo sonar las campanillas de sus collares. El perro fue a situarse entre las ruedas. El carro describió una curva y empezó a moverse en la misma dirección por donde había venido, a lo largo del río.


Elisa permaneció en pie junto a la cerca, viendo alejarse el vehículo. Estaba inmóvil, con la cabeza y los ojos entornados. Sus labios se movían en silencio, formando las palabras: “Adiós, adiós.” Luego añadió más alto:


—¡Quién pudiera ir en la misma dirección… hacia la libertad!


El sonido de su propia voz la sobresaltó. Inquieta, miró en torno para asegurarse de que nadie la había oído. Los únicos testigos eran los perros. Levantaron sus cabezas, que yacían soñolientas en el polvo, la miraron un momento con indiferencia y volvieron a dormirse. Elisa se volvió del todo y se dirigió rápidamente hacia la casa.


En la cocina palpó las paredes del termosifón para asegurarse que tenía agua caliente disponible. Al ver que era así, se dirigió al cuarto de baño y se despojó de sus sucias ropas que arrojó a un rincón. Luego se frtó concienzudamente el cuerpo con un fragmento de piedra pómez, hasta que tuvo enrojecida la piel de sus brazos, muslos, vientre y pecho. Una vez seca se situó frente al espejo del dormitorio y estudió su cuerpo, levantado la cabeza y los brazos. Dando media vuelta, se miró la espalda por encima del hombro.


Al cabo de un rato empezó a vestirse, muy despacio. Se puso la ropa interior más nueva que tenía, sus mejores medias y el vestido de las grandes ocasiones. Se peinó cuidadosamente, se perfiló las cejas y se pintó los labios.


Antes de terminar su tocado oyó el rumor de cascos y las voces de Henry y su ayudante, que metían las reses en el corral. Oyó luego el portazo de la verja y se preparó para recibir a Henry.


Sus pasos sonaban ya en la casa. Desde el vestíbulo gritó:


—Elisa, ¿dónde estás?


—En el dormitorio, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente si quieres bañarte. Data prisa que se hace tarde.


Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa extendió el traje oscuro de su marido sobre la cama, colocando a su lado una camisa limpia y unos calcetines. En el suelo dejó el par de zapatos que había limpiado. Luego salió al porche y se sentó a esperar. Miró hacia el río bordeado de álamos amarillentos, semiocultos en la niebla baja, que gracias al color de las hojas parecía estar bañada de sol o llena de fuego interior. Era la única nota de color en la tarde decembrina y grisácea. Elisa siguió inmóvil mucho tiempo, casi sin parpadear.


Henry salió, dando un portazo, y se acercó metiendo bajo el chaleco el extremo de su corbata. Elisa se irguió aún más y su expresión se endureció. Henry se detuvo bruscamente, mirándola.


—¡Caramba, Elisa! ¡Estás muy elegante!


—¿Elegante? ¿Crees que estoy elegante? ¿Y por qué lo dices?


Henry vaciló, algo sorprendido.


—No lo sé. Quiero decir que estás distinta, más guapa, más fuerte… más feliz.


—¿Fuerte? Sí, claro que soy fuerte. ¿Cómo se te ha ocurrido?


Él estaba perplejo.


—¿Qué juego te traes entre manos? Porque es un juego, ¿verdad? Pues insisto en que estás fuerte y guapa.


Momentáneamente Elisa perdió su rigidez.


—¡Henry, no te burles! Es muy cierto que soy fuerte —se jactó—. Nunca hasta hoy había comprendido lo fuerte que soy.


Henry miró hacia el cobertizo del tractor, diciendo:


—Voy a sacar el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras se calienta el motor.


Elisa entró en la casa. Le oyó poner en marcha el coche y conducirlo hasta la verja. Con mucha cala, se colocó el sombrero, dándole tironcitos por un lado y por el otro hasta que estuvo a su gusto. Cuando oyó que Henry cansado, paraba el motor, se puso rápidamente el abrigo y salió.


El pequeño automóvil descapotable inició su macha por la carretera polvorienta, siguiendo el curso del río, obligando a los pájaros a levantar el vuelo y a los conejos a huir a refugiarse en sus madrigueras.


Dos cigüeñas pasaron volando lentamente sobre las copas de los árboles y fueron a zambullirse en el río.


En mitad del camino, a lo lejos, Elisa divisó un punto oscuro. Sabía lo que era.


Procuró no mirar al pasar, pero sus ojos no la obedecieron. Pensó, llena de tristeza: “Podía haberlos arrojado fuera del camino. No le habría costado mucho. Pero ha querido conservar el tiesto —se explicó a sí misma—, porque le será útil. Por eso no los tiró fuera del camino.”


El coche dobló un recodo de la carretera y Elisa descubrió el carromato a lo lejos. Se volvió hacia su marido para no tener que mirar el lento vehículo tirado por dos casinos animales.


Pronto lo alcanzaron, dejándolo atrás al instante. Ella no quiso volverse.


Entonces dijo en voz alta, para ser oída sobre el estrépito del motor:


—Será agradable cenar fuera esta noche.


—Ya has vuelto a cambiar —exclamó Henry, separando una mano del volante para darle un cariñoso golpecito en la rodilla—. Tendría que llevarte a cenar fuera de casa con más frecuencia. Será mucho mejor para los dos. La vida en el rancho se hace pesada.


—Henry —preguntó ella, casi con timidez—. ¿Podríamos beber vino con la cena?


—¡Claro que sí!¡Vaya, es una idea estupenda!


Ella guardó silencio unos minutos. Luego dijo:


—Henry, en la lucha, ¿se hacen mucho daño?


—A veces sí, pero no siempre. ¿Por qué lo preguntas?


—Es que he leído que se rompen las narices y les corre sangre por el pecho. He oído decir que es un deporte salvaje.


Él se volvió a mirarla.


—¿Qué te pesa, Elisa? No sabía que leyeses esas cosas.


Detuvo el coche para maniobrar mejor al entrar a la carretera de Salinas, pasando el puente.


—¿Van algunas mujeres a la lucha? —siguió preguntando Elisa.


—Sí, desde luego. Dime de una vez qué te pasa Elisa. ¿Es que quieres ir? Nunca hubiese creído que te gustaría, pero si de veras te hace ilusión…


Ella se echó para atrás en el asiento.


—Oh, no. No, no quiero ir. Seguro que no. —Apartó el rostro de él—. Ya es bastante si tomamos vino con la cena. No hace falta más.


Se subió el cuello del abrigo para que él no se diera cuenta que estaba llorando… como una mujer débil y vieja.





Ilustración: Charles Sillem Lidderdale






martes, 4 de febrero de 2025

El hombre desnudo (Georges Simenon)










Dicen que muchas mujeres están celosas de sus suegras. Se quejan de que sus maridos, cuando vuelven a su casa, aunque solo sea para pasar una hora, se alegran y dan muestra de un humor jovial que irrita a las esposas.


El corpulento Torrence nunca estaba tan radiante como cuando iba a darse una vuelta por la «casa». Y la «casa», para él, era la de sus principios, aquel «Quai des Orfèvres¹» donde fue durante quince años, como inspector de la Policía judicial, el brazo derecho del comisario Maigret.


Para sus compañeros, Torrence había ido por mal camino, puesto que se había convertido en detective privado. Para la mayoría de la gente había hecho fortuna, ya que era, al menos ese título llevaba, jefe de la Agencia O, la más seria, la más conocida, la más ilustre de las agencias de policía privada.


Precisamente aquella mañana había ido a dar una vuelta por el «Quai des Orfèvres», con el pretexto de un vago informe que tenía que pedir, pero en realidad para aspirar durante unas horas la atmósfera que antes le era tan familiar. Dando vueltas por allí, estrechando manos, charlando con antiguos camaradas, había llegado al Gabinete Antropométrico que, para los clientes, es quizás el más siniestro local de todos aquéllos.


Pero en eso como en todo influye la costumbre. A Torrence le gustaban aquellas escaleras siempre polvorientas, aquellos aparatos de bárbaro aspecto, aquella brutalidad, aquel cinismo estudiado de los custodios de la seguridad del país.


—Y eso que no es el día de la redada grande —susurró al oído de un colega.


Porque las grandes redadas, en los barrios peligrosos de París, suelen hacerse en días fijos. Y, aquella mañana, reinaba en Identificación Judicial la fiebre de los grandes días. Sesenta hombres por lo menos, de todas las edades, de todas clases, jóvenes, viejos, rubios, morenos, hasta negros auténticos, esperaban, desnudos como gusanos, como si se estuviesen presentando a revisión en la Caja de Recluta.


Unos empleados, instalados en mesas patinadas por los años, tomaban las huellas digitales. Otros las comparaban con las fichas ya existentes. Se hablaba en todas las lenguas. Se oían todos los acentos. Algunos protestaban. Otros estaban mansos como corderos. Otros, por último, trataban, como en la puerta de un cine un día de aglomeración, de pasar antes de que les llegase el turno.


Un inspector amigo explica a Torrence:


—Una redada suplementaria en el barrio Barbés-Rochechouart. Un barrio que siempre «da». Es raro que una redada inopinada allí no sea fructífera en caza mayor y menor.


En otra habitación esperaban turno las mujeres, más bulliciosas y más cínicas que los hombres.


¡Torrence había desempeñado tanto tiempo aquel cometido!…


El coche celular, las camionetas de refuerzo escondidas en las esquinas de las calles, las pitadas a la hora H, la huida desatinada, los gritos, los empujones, las protestas y la irrupción de la policía en los locales sospechosos, en las trastiendas y hasta en los sótanos…


Después de eso embarcaban a todo el mundo en los vehículos.


Estos no tardaban en verter su carga en la Prevención. Interrogatorio a cargo de un comisario. Algunos, los que llevan papeles verdaderamente en regla, se largan enseguida. En cuanto a los otros, la mayoría, pasan la noche en la gran sala de la Prevención, encima de los bancos, donde pueden.


Luego, por la mañana, el registro, la salita donde todos se quedan desnudos como gusanos, las huellas, la antropometría.


Torrence, con la pipa en los labios, porque suele imitar a su antiguo jefe Maigret y se ha comprado una pipa mayor aún que la suya, mira vagamente las diversas anatomías que no tienen nada de apetitosas a la pálida luz del día. Hay más pies sucios que pies limpios. Súbitamente, la mirada de Torrence pasa por encima de una cara, vuelve a ella y expresa sorpresa.


¡No! ¡No es posible!… Por otra parte… ¡Pero no, vamos! Torrence no está loco. Es imposible que aquel hombre desnudo, apretado en la fila, entre un árabe y un joven pequeño y enclenque, sea el célebre abogado Duboin.


Curioso parecido, de todos modos. Claro que le falta la barba… El letrado Duboin está muy orgulloso de su barba castaña oscura que los periódicos han reproducido a menudo.


Sin esa barba, no obstante…


El hombre desnudo tiene la cara cubierta de pelos de medio centímetro, cortados de cualquier modo, sin duda bajo un puente, por un barbero de mala muerte.


—Moja el pulgar… Aprieta… Así… Ahora, los otros dedos… Todos juntos…


El hombre obedece dócilmente, pero a Torrence le parece que no lo pierde de vista.


—Vístase.


Torrence lo sigue con la mirada. Cuando vuelve del vestuario, el desconocido viste los harapos más inverosímiles que imaginarse puedan, y aquellas ropas, además, tienen la desgracia de no ser de su talla.


El sistema de fichas ha funcionado. Nada que tenga que ver con el desconocido.


—Al Gabinete Antropométrico. Hagan cola…


Medidas del cráneo, y del ángulo facial. Fotografía de cara y de perfil. Le parece a Torrence que en los labios de su hombre flota una sonrisa curiosa.


Y, en efecto, cuando el desconocido pasa por su lado, con el heterogéneo rebaño, una voz murmura:


—Señor Torrence, tenga la bondad de esperarme a la salida.


Tiene un cuarto de hora por delante. Corre a la «Chope Dauphine», donde, en tiempos de Maigret, vaciaba sabrosos dobles de cerveza espumosa. Encarga uno y se precipita al teléfono.


—¡Oiga! ¿El despacho del abogado Duboin? Quisiera hablar con el señor Duboin, por favor. ¿Dice que no está en casa? Ya le he telefoneado a las ocho de esta mañana y no estaba. ¡Ah! ¿No ha vuelto esta noche?… Muchas gracias… No… No vale la pena… Ya lo veré personalmente.


Torrence está muy emocionado. Sigue viendo a aquel hombre completamente desnudo entre tantos hombres desnudos, aquellas mejillas cubiertas de pelos de medio centímetro, y luego aquellos harapos lamentables que nadie osaría ofrecer al más pobre de los pobres.


Espera, de pie, a algunos pasos de la Prevención.


—Hubiera debido usted llamar a un taxi, mi querido Torrence.


Es el hombre, que arrastra la pata como un ave herida.


—Llame uno, por favor.


Torrence obedece, estupefacto. El vagabundo sube al coche, antes que él, sin cumplidos. Es él quien corre el vidrio y le dice al chofer:


—A la Agencia O… Cité Bergère… Entre en la Cité.


Cierra el vidrio con cuidado, se arrellana en el asiento como si por fin respirara tranquilo. Torrence va a decir algo.


—¡Luego, amigo mío!… ¡Luego!


Pronto se para el auto en la calmosa Cité Bergère, donde están las oficinas de la Agencia O, situadas encima de una peluquería.


—¡Ha sido una suerte! —dice el hombre.


—Dispense, pero quisiera saber…


—Pague el taxi, ¿quiere?


Ya están los dos en el despacho de la Agencia. El mozo, Barbet, se pone de pie. Unos instantes más tarde, la puerta acolchada se cierra detrás de Torrence y de su compañero.


—Pues sí, mi querido… soy el letrado Duboin, como usted ha podido darse cuenta; ha sido una suerte que se encontrara allí. ¿Estamos solos, verdad, absolutamente solos?


Va a la puerta, que abre y vuelve a cerrar. Se asegura de que las ventanas son impenetrables a las miradas, porque están provistas de cristales opacos.


—Siéntese, mi buen amigo. Y, antes que nada, deme un cigarrillo… ¿Tiene usted fuego?… Gracias… Ahora vamos a lo más urgente. Descuelgue su teléfono… Llame a mi casa… Que se ponga mi mujer al aparato… Eso… Muy bien… Dígale…


Aunque el señor Duboin sea uno de los abogados más célebres de París, hay cosas que ignora. Para él Torrence no es más que un inspector de policía que ha prosperado, es decir, que ha salido de la «jaula» para establecerse por su cuenta. Si ese éxito es excepcional, tanto mejor. No por eso va a dejar de tratar a Torrence con la condescendencia familiar corriente en el Palacio de Justicia, y, si es preciso, darle un golpecito en la barriga llamándole «pillín».


—¡Oiga!… ¿Es la casa del señor Duboin?


No sospecha, por ejemplo, que, aunque están solos en aquel despacho, no lo están del todo. Detrás de un cristal con aspecto de espejo, un joven pelirrojo tiene también en la mano un receptor telefónico y su mirada no se aparta del visitante.


Es Emilio, el verdadero jefe de da Agencia O.


—Sí, querida… Vas a hablar con el inspector Torrence, que te confirmará que razones de orden estrictamente profesional me han impedido volver esta noche a casa y hasta avisarte… Dígaselo, Torrence.


—Le aseguro, señora —murmura Torrence—, que su marido…


—¿Rubia o morena, la razón de orden profesional?


—Le aseguro, señora…


—Te juro, querida… Ya lo verás tú misma pronto. Además, te voy a enviar al inspector; ten la bondad de decir al criado que le entregue un traje mío y un abrigo… Sí. Ropa blanca, calcetines, zapatos. Él te explicará…


Una mirada del abogado a Torrence, el cual repite concienzudo:


—Yo le explicaré, señora…


En su despachito, el joven a quien todo el mundo llama Emilio y que pasa, ora por el fotógrafo, ora por el mozo de la Agencia O, no pierde ni una palabra, ni un gesto, de la cara del extraño abogado.


—Hasta pronto, querida… Dale al inspector Torrence lo que te he pedido.


Cuelga. Manda, porque aquel hombre harapiento manda como quien está acostumbrado a ello.


—Usted debe de conocer al rapabarbas de abajo. ¿Cómo se llama? He visto su nombre en la fachada. Adolfo, eso es. Dígale a Adolfo que suba. Dígale que sea discreto. Quizá tenga en su establecimiento lo necesario para reconstruirme una barba postiza.


—Adolfo cuenta en su clientela a muchos actores partiquinos y del Palace, cuya entrada está justo enfrente.


—Perfecto. ¡Vaya, amigo! Comeremos luego juntos, solos, y le explicaré…


*


—Dígame, joven. Su cara no me es desconocida.


—Trabajo con el señor Torrence.


El abogado tiene cuarenta y cinco años. Es gordo. Está seguro de sí mismo. Trata a todos los individuos como a simples comparsas. Da la impresión de que el mundo le pertenece.


Ni siquiera el hecho de llevar encima ropas de vagabundo le quita nada de su soberbia. ¿Acaso no le va a traer Torrence su ropa?


—¿Cuál es su cometido exacto en esta casa?


—La fotografía, señor.


—En ese caso, olvídese de que me ha visto. ¿Comprendido?


Desliza un billete de cien francos en la mano de Emilio, que este acepta con humildad, como si no fuese el verdadero propietario y animador de la Agencia O.


—¿Y su jefe continúa bien relacionado con la Policía judicial?


—No del todo mal, señor… Por lo menos, así lo creo.


—¿Cree usted que es hombre discreto con el que se puede contar?


—Me dejaría cortar un dedo…


—Gracias, joven… Cuidado…


Torrence vuelve. Trae un traje más digno de un miembro del colegio de abogados que el que lleva actualmente el señor Duboin: pantalón de corte y chaqueta negra ribeteada de seda. Camisa blanca y una deliciosa corbata de lazo con lunares blancos sobre fondo azul.


Cinco minutos bastan para la transformación.


—Dígame, mi querido Torrence… ¿Se aguanta esta barba? ¿No le ha hecho mi mujer demasiadas preguntas? Yo le dije que me iba al cine con unos amigos… Claro que…


Hay, en las oficinas de la Cité Bergère, tradiciones que por fortuna no conoce el abogado. Así como ignora que todos sus gestos los espía Emilio, de aspecto tan inofensivo, también está lejos de sospechar que un micrófono permite al mismo Emilio oír todo lo que él dice, y que dicho Emilio, en aquel instante, descolgando un teléfono interior que comunica con el aparato del mozo del despacho, le ordena a este:


—¡Sombrero!


Y «sombrero» quiere decir, en su lenguaje convencional:


—Mi querido Barbet, va usted a seguir a ese caballero que sale y a no perderlo de vista bajo ningún pretexto. Luego me dará cuenta, personalmente, de sus hechos y actos.


—¿Qué le parece el «Café de París», mi querido Torrence? Le confieso que después de la noche que acabo de pasar, no me disgustaría sumergirme en un ambiente algo elegante… ¡Vamos! Pase delante, por favor. A los postres, será para mí un placer explicarle… Vamos a trabajar juntos, amigo mío. Ya verá usted… Siempre he dicho que la Agencia O…


II


–¿Y un cigarro, amigo? ¡Sí, hombre! Son excelentes.


El abogado se inclina hacia Torrence, que acaba de sacar su pipa, y musita:


—¡Aquí no! Le aseguro que haría mal efecto.


El abogado Duboin, en el «Café de París», se siente como el pez en el agua. En cuanto entró se puso a estrechar manos. Apenas sentado, se volvió a levantar para ir a estrechar otras manos. No quedan en él huellas de su aventura matutina ni de su lamentable actitud en el Gabinete Antropométrico.


—Perdóneme, mi querido amigo. Era X, el gran banquero. Está comiendo con el ministro de…


Solo la barba le preocupa y, de vez en cuando, se asegura de que el calor no va a separarla de su mentón. Ello le provoca un pequeño gesto divertido que, de repetirse mucho, se convertiría sin duda en un tic.


Por fin, ha llegado la hora de la calma. Aquellos señores que almuerzan a diario en el «Café de París» se reintegran a la Bolsa, a los ministerios, a los hipódromos. No quedan en la discreta sala más que algunas personas aisladas.


—Esta mañana, cuando me reconoció usted… Porque he visto perfectamente que me había reconocido… ¡Confiéselo!


—Lo confieso —dijo Torrence.


—¿Qué iba usted a hacer? Ahí está la cosa; desde luego iba usted a revelar a sus antiguos compañeros que uno de aquellos hombres desnudos, que se alineaban para pasar revista, era el abogado Duboin. Pues bien, amigo, en el mismo instante yo pensaba en usted. Ya ve usted lo que son los azares de la vida… Sí; yo me decía:


»No hay más que la Agencia O y su célebre detective Torrence para elucidar el desagradable asunto en que me veo complicado.


»Usted estaba allí… Yo le hice seña… ¡Ya ve!».


Y, entonces, llama:


—¡Eugenio!… Este cigarro no tira.


Le traen la caja de cigarros. Escoge otro, cosa que sorprendería a sus compañeros de la noche anterior.


—Le decía, mi querido Torrence… Ya sé que sus tarifas son elevadas. Una agencia como la suya, que trabaja para las grandes compañías de seguros… ¡No importa! La cuestión, de momento, es tener éxito, es decir, resolver un problema que… un problema…


Torrence ha comido demasiado bien y está medio dormido. Es tipo sanguíneo y los platos fuertes no le sientan bien. ¿Qué le han hecho comer? Trufas al homo. «Champignons» rellenos. Faisán. ¡Exactamente todo lo que el médico le prohíbe, amenazándole con la embolia! ¡Y los vinos! Y el coñac que, en una enorme copa de degustación, capta los reflejos de las lámparas eléctricas.


—Mi buen amigo, se trata de una mujer. Ignoro su nombre. Me doy cuenta de que he sido engañado; pongamos que he sido imprudente. Soy abogado y no detective. Le voy a contar la palinodia. Ayer recibí una carta de esa mujer, que firmaba simplemente Huguette. Letra aristocrática. Decía que, teniendo absoluta necesidad de mi ayuda, me rogaba que me hallara, a las once de la noche, en el bar del bulevar Rochechouart, «Chez Jules»… Fui. ¿Es necesario que le diga que no encontré a nadie?


—Dispense… La carta de aquella mujer es…


—Me rogaba que la quemara y cometí la tontería de hacerlo.


—¿A qué hora llegó la policía?


—A eso de medianoche. Yo me había ocultado como pude en un rincón. Hubiera podido enseñar mi carnet, hacer que me soltaran allí mismo… Pero ¿se imagina usted las gacetillas de los diarios? «El abogado Duboin cogido en una redada, en el bulevar Rochechouart»… No dije nada, amigo. Nobleza obliga. ¿Un poco de coñac?… Sí, hombre…


—¿Se dejó llevar a la Prevención? Pero usted iba vestido…


—Como siempre, mi buen amigo. Como siempre. Un poco más discretamente quizá. En la Prevención, ya comprendí que nos iban a examinar más detalladamente. Como llevaba algún dinero encima, conseguí cambiar mi ropa con la de un vagabundo que había sido detenido al mismo tiempo que yo.


—¿Y la barba?


—A eso voy. Mi barba es, desgraciadamente, célebre en París y en toda Francia. Era lo que me preocupaba más. Ya sé que los inspectores de hoy no valen lo que los de su época, pero de todos modos temía… ¡En fin! Éramos allí como unos sesenta… Al principio, no encontré más que un cortaplumas e iba a utilizarlo cuando un tipo horrible, cuyo oficio es el de esquilar perros y castrar gatos por los muelles, me alquiló por unos minutos sus tijeras plegables. Eso es lo que explica, amigo mío, el estado en que me encontró esta mañana.


—¿Y no tiene alguna idea de la mujer que…?


—¿De la que me escribió? Ninguna. Precisamente por eso pensé, en cuanto lo vi, dirigirme a su Agencia. Usted es un as, mi querido Torrence. Con usted no caben fracasos. Usted se larga a Pau, y…


—¿A Pau?


—¿No le he dicho que la carta que recibí traía el matasellos de Pau? He ahí el hilo conductor. Le voy a entregar un cheque de cinco mil francos como adelanto. ¡Sí, hombre! Yo sé lo que cuestan las búsquedas. Usted se va a Pau en el primer tren…


—Ni siquiera conozco la letra de esa mujer.


—Tengo confianza en usted. Al cabo de una hora de estar en aquella ciudad ya habrá olfateado…


Y gritó, con voz estentórea, con su voz del Palacio de Justicia, cuando al informar soltaba lo que sus compañeros llamaban el vozarrón:


—¡Eugenio! Lo mismo…


—Le aseguro… —protesta Torrence, que ha adquirido ya un tono violáceo y siente un calor que se le antoja peligroso.


—No; no, mi querido amigo… ¡Eugenio! La guía de ferrocarriles, chico… Búsqueme la hora de los trenes para Pau… Pau, sí. A su salud, mi querido Torrence… Va usted a prestarme un importante servicio descubriendo quién es esa cotorra que ha querido colocarme en tan mala postura. Porque… piense en mi reputación… ¿Qué podía yo haber ido a hacer al bar «Jules»? ¡El abogado Duboin en la Prevención!… ¿Qué hay de ese tren, Eugenio?


—Sale un rápido a las cuatro y diecisiete, señor.


—¿Qué hora es?


—Las tres y cuarenta.


—La cuenta, Eugenio. Y a propósito, mi querido amigo, usted no está casado, ¿verdad? Si no, yo me encargaría de telefonear a su mujer.


Diablo de hombre. No da ni tiempo para respirar, ni siquiera para reflexionar. Tiene respuesta para todo. La prueba: Torrence ha encontrado por fin una excusa.


—Tengo que pasar por el despacho para coger dinero.


—Está usted loco, amigo… ¡Bueno! Me olvidaba de que no llevo cartera… Eugenio… Llame al gerente. Oiga, querido, ¿quiere usted dejarme dos… no… pongamos tres mil francos? Tres o cuatro mil. Se los devolveré luego.


—Con mucho gusto, mi querido letrado.


—Es que hay en el despacho unos asuntos…


—Vamos, hombre. Dispone usted de personal. He visto allí a un joven alto con gafas, que se llama Emilio, creo… No parece muy inteligente, pero estoy seguro de que está al corriente… ¡Gracias, Eugenio!… ¡En camino, mi querido amigo! Lo acompaño a la estación. ¡Sí, hombre! Ese asunto me interesa, ¿comprende? Es el primero que le confío, pero en ello quizá me va el honor. Taxi, botones…


Ya están en el taxi. Torrence ha percibido vagamente, en la calle, la silueta de Barbet. Pero ¿cómo comunicarse con él? ¿No perderá la pista?


—Todo lo que le puedo decir es que su carta era suplicante. Era la carta de una mujer de mundo. No le será difícil encontrarla. Es necesario que yo sepa por qué esa mujer me dio cita en un bar más que ambiguo del bulevar Rochechouart y…


Si por lo menos Torrence no hubiese comido tanto, ni bebido tantos vinos generosos… Está a punto para una siesta voluptuosa, pero no para la reflexión. Movimiento y ruido en la estación de Orsay, mozos que se precipitan.


—Por aquí. Voy a tomarle su billete. Una primera, naturalmente.


El querido abogado lo coge por el brazo. Barbet ha debido de apearse de un taxi, también, porque está junto a ellos. Torrence hace ver que carga una pipa mientras Duboin está en la taquilla. Deja caer la petaca.


—Perdone, señor… Se le ha perdido algo…


¡El señor Duboin les mira! Malo. Torrence llega a balbucear, a flor de labio, fingiendo que busca dinero en sus bolsillos:


—Dile a don Emilio que probablemente es cuestión de minutos… Bulevar Rochechouart… Bar Jules…


—¿Se le ha caído el tabaco? ¡Grave! Muy grave para un antiguo colaborador de Maigret… Por aquí. Tenemos el tiempo justo… Llegará usted por la noche. Cuento con un telegrama de usted mañana por la mañana, aunque no tenga nada de nuevo que decirme. Una vez más, no se preocupe por los gastos. Por amor propio estoy dispuesto a jugármelo todo para que la Agencia O aclare este asunto y usted vea que…


¡Caramba! ¡Hasta ha tomado un billete de andén! No suelta el brazo de Torrence. La cordialidad de aquel hombre es pesada.


—¿Periódicos? Sí, hombre. Tenga. Vamos a comprar algunos libros… ¿Qué le parecería una novela policíaca?


Hace lo que dice.


—¿Le queda bastante tabaco?


Los padres que acompañan a sus hijos al paquebote no tienen tantas atenciones.


—Veamos… Coche 3… Departamento 2… Le he tomado un asiento de cara a la marcha.


El rápido está formado. Ya hay agitación. Torrence se ha embarcado sin tener tiempo de protestar.


—Telegrama… No se olvide de telefonearme —grita el querido abogado, cuando el tren arranca.


Y Torrence solo puede hacer un signo, al gritar… pero su voz queda apagada por el ruido del tren:


—La barba…


Es que, en efecto, la barba del señor Duboin se despega.


Un camarero anuncia agitando la campanilla:


—Primer turno… Billetes para el primer turno…


Torrence no tiene apetito. De pronto, no obstante, se agita.


—Oiga… ¿Cuál es la primera estación donde…?


—Tours. El tren no se para antes.


*


—¡Oiga! ¿Don Emilio?


Don Emilio está tranquilamente sentado en su pequeño despacho, frente a la mirilla que da al despacho de Torrence. Al verlo, se le tomaría por un joven empleado modelo, y su pelo rojo le da un aspecto que algunos consideran como de perfecto imbécil.


—Aquí, Barbet.


Barbet nunca se llamó Barbet. Por otra parte, antes de formar parte de la Agencia O, en calidad de mozo, había sido célebre como carterista. ¡No importa, puesto que se ha reconciliado con la honradez!


Por lo menos, en cierto sentido. Lo prueba esta conversación telefónica:


—Han «jamado» en el «Café de París». Imposible entrar oficialmente a causa vestido lamentable. No obstante, eché una ojeada vendiendo periódicos… El jefe Torrence se ha hinchado hasta la coronilla.


—¿Y qué más?


—El abogado embarcó a Torrence en un tren, en dirección a Pau. No podrá apearse hasta las once cuarenta y cinco de la noche.


—¿Y qué más?


—El abogado ha vuelto a su casa, calle Montaigne. Está allí.


—¿Y nada más?


—Torrence me ha susurrado que aquello era sin duda cuestión de minutos… Cierto bar llamado «Chez Jules», bulevar Rochechouart… Puedo informarle… Lo frecuenté… ¡Diablo! A lo mejor podrían estar a la escucha… Bueno; hace tiempo era un rincón donde solían reunirse ciertos tipos.


—¿Es todo?


—Le he hurtado una llave.


—¿A quién?


—Al abogado. En el preciso momento en que subía al coche… Me empujaron, ¿sabe? Caí con la mano en su bolsillo… Como por casualidad es la llave de una caja de caudales… Y nada más, jefe. Estoy frente a una taberna de choferes. La casa no tiene más que una salida. He pedido un vaso de vino tinto y espero…


—Oiga, Barbet, usted que entiende de llaves… ¿Es moderna?


—De lo más moderno que hay, jefe.


—Espéreme.


—¿Y si el abogado sale?


—Llegaré dentro de pocos minutos. Naturalmente, será necesario que lo siga. Pero deje la llave al tabernero… En un sobre…


Los que, en Europa central, en América, en todas partes, han oído hablar de la Agencia O, imaginan unos locales suntuosos y un personal innumerable. Quedarían muy sorprendidos al ver a Emilio ponerse sus gafas de concha y su abrigo gastado en los locales desiertos que no brillan por su lujo, ni siquiera por su comodidad.


—Señorita Berthe…


Se presenta una joven rubia, deliciosamente acolchada, con el aspecto más inocente y juvenil posible, trayendo un bloc de notas en la mano.


—No. No voy a dictar. Le confío las oficinas.


—¿Hasta qué hora?


—¡Yo qué sé!… ¿Hasta medianoche? ¿Hasta mañana por la mañana?… En todo caso, que siempre esté alguien al teléfono.


Emilio viste un traje ajado, un abrigo que delata haber sido comprado hecho, y que encogió con la lluvia. Completa su figura un enorme aparato fotográfico que suele llevar en bandolera. Ello le permite entrar por todas partes y pasar por todas partes inadvertido.


—Un fotógrafo —dicen desdeñosamente.


En cambio, si se supiera que es él, él solo, el ilustre detective que dirige la Agencia O y que ha solventado los casos más sensacionales…


—Taxi… Calle Montaigne… Ya le avisaré.


Lleva pegado al labio un cigarrillo que jamás enciende y que es como su marca de fábrica. Si medita, no lo parece.


—Eso es: déjeme aquí —le dice al chofer.


No sospecha todavía que se ha embarcado en uno de los asuntos más difíciles de su carrera.


Torrence, que ciertamente tiene sus defectos, pero que no es ningún idiota, ha tomado la precaución de decirle a Barbet:


—Dile al jefe que es cuestión de minutos.


Emilio entra en el pequeño bar de choferes que le han indicado. Busca con la mirada a su colaborador.


—Creo que tengo un encargo para usted —le dice el dueño desde su mostrador.


¡Pardiez! El abogado ha salido de su casa. ¡Barbet ha tenido que seguirle!


Le dan a Emilio el sobre que contiene una llavecita de arca de caudales. También incluye una hoja de papel en la que aparece escrito con lápiz, rápidamente:


«Me largo. RE 265.78 verde».


Un número de matrícula de coche y sus señas, evidentemente.


—Un café, patrón… Dígame… La persona que ha dejado este encargo…


El otro escucha. Emilio calla.


—Bueno, ¿qué? —pregunta el dueño—. ¿Qué quería preguntarme usted?


—¿Yo? Nada. Absolutamente nada.


—No obstante, usted ha dicho…


—¿He dicho?


Nadie como él para adoptar una expresión tan estúpida. ¡Una cara para abofetearla!


—Le juro… Este café está tan caliente…


Es porque, muy cerca de Emilio, tan cerca que siente una mano que se mueve a lo largo de su cuerpo, se encuentra un personaje poco tranquilizador. Este personaje debe de tener las mismas aptitudes que Barbet para hacer discretas incursiones en los bolsillos ajenos.


Y, a pesar de que Emilio tiene cara de tonto, piensa rápido.


“Dado que no tengo aspecto de transportar oro… Dado que no suelen abundar los carteristas en las tabernas de esta clase. Dado que acabo de recibir una llave de mano de este estimable tabernero. Dado que esta taberna está precisamente frente al domicilio del abogado Duboin…


“Luego este episodio tiene que ver con el asunto. ¡Veamos!


“El señor Duboin, abogado célebre, fue la víspera por la noche a un sórdido tugurio del bulevar Rochechouart, donde, según Barbet, que entiende de eso, suelen reunirse los encubridores; lo que Barbet llama, en su lenguaje metafórico «los furgones».


“Se efectúa un registro policíaco y el señor Duboin prefiere dejarse llevar a la Prevención que revelar su identidad.


“Eso ya es extraño. ¿No hubiera podido decir, como tantos otros burgueses que gustan de rozarse con el hampa, que vino a hacer un simple estudio de costumbres? ¿O a ver a un cliente?… O…


“Pero hay más. Aquel hombre tan cuidadoso, tan bien vestido, no vacila en cambiar sus ropas por las de un vagabundo para estar seguro de no ser reconocido, y lleva su preocupación hasta el extremo de cortarse la barba con unas tijeras; una barba casi histórica…


“¿Y eso es todo? ¡Aún no! Cree que Torrence lo ha reconocido; es casi exacto. Se vale de él para salir más fácilmente de la Prevención, para mudarse de ropa otra vez, volver a adquirir su aspecto ordinario y tranquilizar a su mujer.


“Pero ¿qué hace de Torrence?”


A Emilio le faltan detalles. Todo lo que sabe es que el pobre Torrence está en un tren que no parará hasta Tours a las doce de la noche. Y que Torrence ha dicho:


—Es cuestión de minutos…


Ahora bien, en el curso de sus transformaciones sucesivas, el abogado Duboin ha logrado no separarse de un objeto, de una llave minúscula, la llave de una caja de caudales de un modelo moderno.


Barbet se ha apoderado de ella. Barbet apostó un día que, si lo empujaban, se apoderaría del reloj del Prefecto de policía sin que nadie se diera cuenta. ¡Era capaz de ello! Aquella llave, ahora, está en el bolsillo de Emilio, que parece un fotógrafo apolillado.


Y, en aquel momento preciso, un desconocido trata de meter la mano en aquel bolsillo…


Y están frente a la casa del abogado Duboin…


Si Emilio, en lugar de ser un detective privado —¡ni eso siquiera! ¡Oficialmente no es más que el fotógrafo de un detective privado!—, si Emilio fuese un solemne comisario de Policía, cogería al tipo por el cuello y se lo llevaría al «Quai des Orfèvres».


Una vez allí, empezaría un buen interrogatorio de los que hacen cantar, con todo lo que se precisa para ello, y quizá al cabo de unas horas…


Emilio no puede hacer nada de eso. Es cosa de minutos. Lo ha dicho Torrence.


¿Seguir al tipo? ¿Y si el tipo se pone a jugar a la «belote» hasta la madrugada?


—Desde el momento que quiere la llave, será él quien me siga.


Y, armado de ese razonamiento, Emilio paga su consumición, da las gracias al dueño y sale dignamente de la taberna.


Son aproximadamente las cuatro y media de la tarde. Una frase le zumba en los oídos:


—Cuestión de minutos…


Llega a pie a los Campos Elíseos.


Todo va bien: lleva al tipo pegado a sus talones.


III


Si Emilio dispusiera de tiempo, se contaría, para consolarse, la historia del soldado que grita en la noche:


—He hecho dos prisioneros, mi teniente.


—Tráelos.


—Es que no quieren soltarme.


Tres veces se detiene Emilio en lugares públicos. Tres veces su seguidor se para como él, con la evidente intención de esperar todo lo que sea necesario. Y así asistimos a esta paradoja: ¡Emilio, de la Agencia O, sigue a un individuo, y este individuo lo sigue a él!


¡Nada! Hay que decidirse. Un cuarto de hora más tarde, Emilio se hace anunciar al señor Augagneur. El señor Augagneur, vestido con una larga blusa gris, es el contramaestre de la más importante fábrica de cajas de caudales y, si cesara súbitamente de ser un hombre honrado, poca gente seguiría sintiendo sus ahorros en seguridad.


—Buenos días, don Emilio. ¿Cómo va el señor Torrence? ¿En qué puedo servirle, esta vez?


Emilio saca la llavecita de su bolsillo. El señor Augagneur comprende que lo que le piden es que arroje sobre ella toda la información posible.


—De momento puedo decirle que no se trata de un arca de fabricación francesa. Es de fabricación inglesa y su modelo pasó de actualidad hace unos dos años, lo cual limita el campo de las indagaciones.


—¿En cuántas calcula usted las cajas de esa clase que han podido poner en circulación en dos años?


—Muy pocas. Son demasiado caras, particularmente concebidas para resistir a los procedimientos más modernos de violencia, incluso al fuego. Pero si dispone de algunos minutos y está dispuesto a pagar los gastos, podemos preguntar a «Smith and Smith», de Londres, por teléfono… gracias al número grabado en la llave…


—¿Me permite un instante?


Emilio pasa a la antecámara. En una de las banquetas, encuentra a su seguidor con la nariz hundida en una revista. Llama al conserje:


—¿Qué le ha preguntado ese señor? —le pregunta en voz baja.


—¿Cómo? ¿No le conoce usted?


—¡Explíquese!


—Pero… Me ha dicho que iba con usted.


Unos minutos más tarde, el señor Augagneur tiene la casa «Smith and Smith» al otro extremo de la línea telefónica.


—26 826, sí… Modelo B… ¿Qué dice?… Sir James… ¿Cómo? Deletree el nombre, por favor… R de Roberto, A de Arturo… Raleigh, sí… ¿Y dice usted que ese cofre fue instalado por ustedes en el chalet que sir Raleigh posee en el Touquet?… Dispense… No… No comprendo… ¿En Australia? Curioso, desde luego… Muchas gracias… No; es una agencia privada… Ya la conoce usted… La Agencia O… Sí… ¡Claro!… Muchas gracias, mi querido colega.


El señor Augagneur refiere a Emilio, que ha esperado tranquilamente:


—Sin duda no lo ha comprendido todo. La historia es muy curiosa. Parece que ese cofre fue encargado hace un año y medio aproximadamente, a nombre de sir James Raleigh… Sir Raleigh posee un chalet en El Touquet y en esta población es donde instaló la caja «Smith and Smith» de Londres. Ahora bien, en aquella época, sir Raleigh se hallaba en Australia y no ha vuelto a Europa desde entonces. Su ayuda de cámara fue quien hizo el encargo en su nombre y quien pagó, en billetes de banco, los gastos, muy considerables.


—¿Cree usted que será posible abrir el cofre con esta llave sin conocer la combinación?


—Es completamente imposible.


—No hablo de mí, claro está… Pero un especialista…


—No lo creo… Quizás ni el mismo que construyó la caja sería capaz.


—Muchas gracias.


El hombre sigue esperando en el vestíbulo. Es difícil fijarle una edad, una profesión, ni siquiera una nacionalidad.


Es un tipo como muchos que se encuentran por los alrededores de la plaza de la Etoile. Podría vivir de las carreras, o del juego, y actuar en el mundo del cine: o de los negocios sucios. Va bien vestido, pero su elegancia es muy especial.


¿Un comparsa? ¿Un jefe?


En todo caso, cinismo no le falta. En efecto, cuando Emilio sale, él le abre la puerta y le hace pasar antes.


Bajan la escalera a dos o tres peldaños de distancia. Aquella escalera está desierta. No sabe por qué, pero tiene la certeza de que va a ser objeto de un ataque. ¡Cosa fácil, por cierto! Si aquella llave tiene alguna importancia, ¡qué juego de niño para un hombre acostumbrado a aquel deporte el lanzarse sobre Emilio, embarazado con su aparato fotográfico, o aturdirle, arrancarle la llave y huir!


Emilio apenas tiene unos segundos para reflexionar. ¿En qué piso se encuentra? Las oficinas de la casa de cajas de caudales deben de estar en el cuarto. Se halla pues en el segundo, frente a él hay una puerta… Entra en el momento preciso en que tratan de golpearle el cráneo con una pequeña porra de caucho que apenas le roza la nuca.


Diez o quince mujeres se vuelven y lo miran con estupor. Está en los salones de la casa «Emilienne Soeurs», modistas de sombreros. Aquellas señoritas se quedan estupefactas…


—Buenos días, señoritas —murmura Emilio.


Su perseguidor está allí. Ha tenido tiempo de volverse a meter la porra en el bolsillo. Saluda.


—Voy con el señor.


—¿Qué desea usted?


Entonces Emilio lanza el nombre de un periódico, del primero que se le ocurre.


—Me han encargado que venga a fotografiar sus nuevos modelos.


—Voy a llevarle a la señorita Emilienne. Haga el favor de venir conmigo…


¡Si por lo menos, en aquel maldito oficio, se dispusiera de tiempo para tomar decisiones! Pero siempre ocurre lo mismo. Siempre, en el último momento, es cuando los acontecimientos se presentan en la forma más inesperada.


¿Telefonear a la policía para pedir un inspector o dos? ¿Y luego, qué? La Agencia O es una agencia privada. Mientras no se demuestre lo contrario, el abogado Duboin es un cliente de la Agencia O que le ha encargado una misión precisa.


Que aquello de la carta llegada de Pau sea un cuento, un medio de alejar a Torrence de París, es posible. Pero por eso mismo Emilio no se cree con derecho a hacer intervenir a la policía oficial.


Por otra parte, ahora se da más cuenta del peligro. Alguien desea aquella llave a cualquier precio. ¿Quién? Misterio. Desde luego, el individuo que lleva pegado a los talones no retrocede ante nada para apoderarse de ella.


En las calles animadas, ningún peligro. Pero cuando Emilio se encuentre en un lugar desierto…


—Entre, señor.


Emilio se vuelve hacia el tipo aquel.


—Haga usted el favor de esperarme.


Siempre irá ganando eso.


—Perdóneme, señorita Emilienne. He tenido que usar de esa astucia para telefonear… Agencia O… ¿Me permite utilizar su aparato?


Pide el número de la Agencia O. El timbre suena largo rato en las oficinas de la Cité Bergère. Emilio se impacienta. Nadie responde.


—Póngame con la celadora, por favor. Señora, tenga la bondad de volver a llamar a…


No es posible que la señorita Berthe haya abandonado las oficinas. Cuando ella recibe una consigna, no hay nada que pueda…


—Imposible, señor. Su número no responde.


¿Y si fuera allí?


—¡Oiga! Deme el cuartelillo de bomberos del Château d’Eau… ¿Bomberos? ¡Cité Bergère! ¡Agencia O! ¡Pronto! Un amago de incendio…


La señorita Emilienne lo mira asombrada.


—¿Cree usted que hay fuego?


Emilio espera tecleando con las yemas de los dedos sobre el aparato. Los bomberos no tardarán más de cuatro minutos en llegar a la Cité Bergère y en derribar la puerta si es preciso… Saca el reloj. Tres. Cuatro minutos.


Esta vez pide su número. Tardan en responder.


—¡Oiga!… ¿La Agencia O?


Responde una voz de hombre; una voz que no es ni la de Barbet ni la de Torrence. Una voz desconfiada, por añadidura.


—¿Quién está al aparato?


—Un empleado de la Agencia. ¿Es un bombero el que habla?… Dígame pronto lo que ha encontrado.


—¿Cómo ha podido usted adivinar…?


—¡Pero respóndame, diablos!


—Hay aquí una joven, seguramente la mecanógrafa, que ha sido cloroformizada… Estamos esperando al médico…


—¿Hay desorden?


—Usted verá; el local ha sido registrado de arriba abajo… ¿Viene usted?


—Sí… Es decir… No lo sé todavía… Ponga un agente, de vigilancia… Ya se lo explicaré más tarde.


De todos modos, un leve escalofrío acaba de recorrerle la columna vertebral. La verdad es que la Agencia O no siempre ha tenido que tratar con santitos.


Ha habido momentos difíciles y algunos que lindaban con lo trágico.


Pero, esta vez, Emilio tiene la impresión de estar jugando una partida más peligrosa que nunca. Lo más perturbador es aquella dispersión lograda de las fuerzas de la Agencia. Torrence bloqueado en un tren. Barbet en persecución del abogado. Emilio que lleva a un desconocido pegado a sus talones, y la señorita Berthe, a quien acaban de cloroformizar a domicilio.


¿Tanto interés tienen por aquella llave? ¿Cuántos son? ¿Qué quieren? ¿Vacilarían en cometer un asesinato para conseguir sus fines?


La mano de Emilio se ha vuelto a poner encima del aparato telefónico. ¡Sería tan fácil! Una llamada al jefe de la Policía judicial. Unos minutos más tarde, llegarían dos inspectores…


—¿Se va usted? —pregunta la señorita Emilienne.


—Solamente le pido que diga a dos de sus dependientas que me acompañen a un taxi.


La señorita Emilienne no comprende. No puede comprender que él no debe quedarse, por nada del mundo, solo con su perseguidor, ni siquiera el tiempo de bajar dos pisos.


—Que las chicas lleven cajas de sombreros para aparentar naturalidad…


Las señoritas se divierten. Emilio deja pasar tres taxis antes de escoger uno que parece capaz de hacer un largo recorrido a gran velocidad. Además, el chofer es joven, robusto.


—¿A dónde lo llevo?


—De momento, a ningún lado. Paséeme por las calles más concurridas… ¿Lleva usted un buen retrovisor?… Bueno… Detrás de nosotros, un hombre acaba de subir a un taxi negro y rojo… Ese taxi va a seguirnos…


—Comprendido, señor… ¿Debo despistarlo?


—Al contrario.


—¿He de seguirlo?


—Tampoco. Él es quien nos va a seguir y usted hará de manera que no nos pierda de vista… Ahora, en marcha… Quédese en el barrio… Lo voy a retener sin duda toda la tarde y toda la noche.


Y Emilio se pega al labio un cigarrillo apagado, según su extraña costumbre. Durante mucho tiempo Torrence se burló de aquella manía. Luego, un día, el exinspector notó que los cigarrillos de Emilio, aunque apagados, disminuían de longitud.


—¡Oiga, jefe!… ¡Pero si está mascando tabaco!


Emilio se sonrojó y Torrence no volvió a insistir. Emilio no masca tabaco como los marineros viejos, naturalmente. Pero, en fin, sobre todo en los momentos de gran reflexión, mordisquea las hebras del tabaco una a una, cosa que no quiere de ningún modo confesar.


No recuerda haber tenido que resolver nunca tantos problemas a la vez.


—Cuestión de minutos… —dijo Torrence.


Debe de ser así, puesto que no lo han alejado más que por una noche. El abogado Duboin no se figurará que lo ha convencido de la realidad de su historia de Pau. Precisamente por eso se quedó en la estación de Orsay hasta la salida del tren. En Tours, Torrence se apeará. Si no tiene tren para regresar a París, alquilará un coche y llegará a primera hora del día. ¿Sabe algo Torrence? ¿En el curso de su almuerzo con el abogado, se habrá traicionado este?


¡Bien! El taxi negro y rojo sigue detrás. Pero ¿por qué el chofer de Emilio ha tomado por la calle Caulaincourt, y sobre todo por qué frena de pronto y toca la bocina con cierto extraño ritmo?


—Oiga, amigo…


—Dispense, señor. Pero usted me ha dicho que me retendría probablemente toda la noche. Me ha permitido que circulara entretanto por cualquier sitio. Me he aprovechado de eso para avisar a mi mujer. Vive en el número 67, segundo piso. Estoy seguro de que mi mujer ha oído mi musiquita. Eso significa que no sé cuándo volveré.


¡En ese caso, será el perseguidor el que se pregunte el significado de la música!


¿En dónde estaba? Un abogado en ejercicio ha ido a una taberna más que ambigua del bulevar Rochechouart. ¿Fue allí donde le entregaron la llave famosa?


¡Es curioso, de todas maneras, que la llave de una caja de caudales que en principio pertenece a un distinguido miembro de la aristocracia inglesa se encuentre en tal lugar! Sobre todo si se tiene en cuenta que el bulevar Rochechouart, que suele ser lugar de cita de ciertas categorías bastante bajas de malhechores, es poco frecuentado por los ladrones de lujo.


Y no obstante, a causa de aquella llave…


¿Sabe, ahora, ya, el abogado Duboin, que le ha sido robada? En ese caso ¿qué piensa hacer? ¿A dónde ha ido escoltado por Barbet?


¿Y por qué el tipo aquel no lo ha seguido? ¿Ha visto este, sin duda, que Barbet metía la llave en un sobre que entregaba al dueño de la taberna?


Emilio da con los nudillos en el vidrio.


—Dígame… ¿Lleva usted revólver?


—¿Por qué? ¿Es usted de la policía?


—No, amigo mío.


—En ese caso puedo confesarle que siempre llevo revólver en el coche. Como suelo trabajar de noche y el año pasado hubo algunos atracos…


—¿Cargado?


—Seis balas.


—Démelo.


—Pero…


—No tenga miedo… Démelo y tome por la carretera del Touquet. Personalmente, usted no tiene nada que temer. ¿Qué hay en ese bidón que está a su lado?


—Gasolina de repuesto.


—¿Quiere hacer el favor de dejar caer esta llavecita dentro del bidón?… Gracias. Ahora podemos ir.


—¿Y dónde nos darán la pitanza?


—La pitanza, como usted dice, ya la encontraremos por el camino. Tenga bien presente, no obstante, que a partir de este momento solo hay una cosa preciosa en su coche y es ese bidón de gasolina. Quiero decir la llave que está dentro.


—¿Sabe usted que para sacarla habrá que desoldar el bidón?


—No importa… No vaya demasiado aprisa… El taxi negro y rojo, que nos sigue, se ha parado por una señal de tráfico y podría perdemos de vista.


Ya no es más que medio cigarrillo lo que Emilio lleva en la comisura de los labios.


IV


Llueve a torrentes. La carretera está pegajosa. A pesar del limpiaparabrisas, no se ve nada delante y, varias veces, corren peligro de estrellarse contra la trasera de grandes camiones. El último rótulo de la carretera indicaba:


—Abbeville: 17 km.


—¿Cuántos kilómetros habían recorrido a partir de entonces? Emilio se asomó de pronto.


—¡Párese!… Diviso a lo lejos, junto a la zanja, un coche que creo reconocer.


No había uno, sino dos, y uno de ellos era un taxi parisiense. El otro era el coche del abogado Duboin.


—No me explico cómo han podido embutirse el uno en el otro —gruñó el chofer.


Emilio no sintió la necesidad de añadir que, por su parte, él creía comprender. El coche que los seguía, se había detenido a cierta distancia y apagado sus faros.


—¿Qué hacemos, señor?


—Continuemos poco a poco… No han podido ir lejos.


Y, en efecto, a trescientos metros todo lo más, una luz les designó un pequeño restaurante en el que los choferes de los camiones pesados acostumbran a tomar un tentempié. En cuanto entró, Emilio vio a Barbet, cuya cabeza estaba envuelta en un vendaje, lo cual no le impedía disponerse a engullir un sabroso plato de lentejas con salchichas. Más lejos, el abogado Duboin estaba solo ante un pedazo de carne fría.


Emilio instaló a su chofer en una mesa y se sentó junto a Barbet.


—Cuénteme enseguida…


—No es difícil. Aguantábamos firme, a pesar de su gran cacharro. Justo cuando creíamos que íbamos a llegar a algún sitio, va el chofer de mi taxi y me anuncia que no le queda gasolina en su depósito. Entonces, caramba, como para mí no hay más que la consigna…


—¿Qué consigna?


—Tenía orden de seguirlo, ¿no es verdad? Pues, ya que no pude seguirlo, le he impedido avanzar… Le he dicho al chofer que le entrara dentro y que la Agencia O pagaría los gastos… Hemos hecho un viraje sobre el ala…


Debía de ser la primera vez que aquel restauraste contemplaba una reunión de aquel género, porque el perseguidor de Emilio llegaba a su vez y se colocaba cerca de la puerta. El abogado Duboin miraba a todos aquellos personajes con evidente desconfianza.


—¿Qué ha hecho en París antes de salir? —preguntó Emilio.


—A decir verdad, creo que se ha turbado bastante, a causa de la llave…


Un guiño de Barbet, que nunca se sentía tan feliz, por muy honrado que fuese en los tiempos presentes, como cuando se le ofrecía ocasión de registrar bolsillos.


—¿A dónde ha ido?


—A la Santé². Confieso que no entré con él. No obstante, mientras él visitaba a un preso, yo procuré enterarme. Parece que su cliente es un extranjero a quien llaman el Comodoro, un tipo que trabaja en falsificación de cheques y en títulos falsos… ¡Nada! El gran juego.


—¿Y luego?


—Luego, entró en una gran quincallería.


—¿Cómo?


—Una quincallería, sí. No he podido saber lo que compró… Después, ya entramos en la carretera. Como le he dicho, cuando mi chofer me anunció que teníamos que abandonar, preferí causarle unos cientos de francos de desperfectos… ¡Hay más! Parece que está asegurado y que él se las arreglará para demostrar que el otro es quien…


El Comodoro… Emilio ha fruncido el entrecejo… El Comodoro… Él ha leído, como todo el mundo unos días antes, que había sido detenido en un gran establecimiento de la avenida de la Ópera un timador internacional, conocido por el nombre de Comodoro, en el momento en que trataba de cobrar un cheque falsificado… Se hablaba de un millón.


¿Qué relación podía haber entre…?


Súbitamente, Emilio se levanta y se dirige directamente hacia el abogado, que parece hallarse en el colmo de la nerviosidad.


—¿Cómo está usted, mi querido letrado?


—Tengo la impresión de conocerlo y, no obstante… Si tiene la bondad de recordarme su nombre…


—Emilio… El empleado del exinspector Torrence… He pensado que quizás tendría necesidad de mí, sobre todo después de la llamada telefónica que acabo de recibir del jefe…


—¿Qué dice usted? ¿Ha hablado por teléfono con…? ¿Realmente ha hablado con el señor Torrence?


—¿Por qué no?


Aquellos minutos son de los que compensan de muchos sinsabores. Sobre todo, porque Emilio suelta todo eso con un aire angelical, bajando los ojos.


—Lo que no sé es de dónde me ha telefoneado… La voz venía de muy lejos… Me ha recomendado que me pusiera a disposición de usted lo más pronto posible, y…


—Dispense, amigo… Dispense… Pongamos orden en nuestras ideas, si no mi pobre cabeza va a saltar… Usted afirma que Torrence le ha telefoneado para decirle que…


—Que quizás iba usted al encuentro de graves peligros y que si yo lograba alcanzarlo…


—Pero, caramba, ¿cómo Torrence, que el diablo confunda, puede saber dónde yo…?


—Perdóneme; yo no soy más que un empleado y él no me pone al corriente de todos sus asuntos… Me ha dicho solamente que lo alcanzaría por la carretera del Touquet.


—Entonces ha sido él quien ha hecho chocar a ese idiota de taxista con mi coche.


—No lo sé. Torrence añadió que si usted me llevaba demasiada delantera y no lo alcanzaba por el camino, lo encontraría seguramente en el chalet de un inglés, en el Touquet… Espere que me acuerde… Sir… Sir… James Raleigh.


Jamás manifestó nadie un estupor tal como el célebre abogado en aquel instante. Claro que sabe que la Agencia O ha logrado algunos golpes maestros. No ignora que Torrence fue el brazo derecho del ilustre Maigret. Pero de eso a…


—A propósito —prosigue Emilio con voz de jovencita—. También me ha hablado, muy rápidamente, es cierto, de su cliente, el Comodoro.


Si el diablo en persona se hubiese sentado a su mesa…


—¿Qué diablos me ha dicho referente a ese asunto? ¡Ah, sí! Que a veces es difícil determinar exactamente hasta dónde llega el papel del abogado, pero que existen no obstante casos en los que es en extremo peligroso el ir más allá de cierto límite… Defender a un hombre en estrados, está bien… Pero ayudar a ese hombre a que haga desaparecer las pruebas de su culpabilidad…


—¡Joven, no le permito que…!


—Estoy seguro de que no hablaba de usted. Era una observación de carácter general. Igual que por lo que se refiere a sir Raleigh… hay un detalle curioso… Figúrese usted que mientras ese noble personaje pasa en Australia dos años, su ayuda de cámara, o yo no sé qué criado de confianza, encarga, por su cuenta, una caja de caudales de lo más perfeccionado que se fabrica. Esa caja está instalada en la villa del Touquet… ¿Dónde diablos he metido yo la llave?


—¿La llave de qué?


Emilio, que alcanza los límites del candor, murmura:


—Pues la llave de esa caja.


—¿Tiene usted esa llave?


—Torrence… quiero decir mi jefe, me la ha enviado…


—¿Por teléfono también, sin duda? —ironiza el abogado, que se ha puesto de pie y enrojece visiblemente.


—No sé exactamente cómo me la ha enviado. El hecho es que hace un momento yo la tenía en el bolsillo. Hasta no sé si…


Emilio se vuelve hacia la mesa, cerca de la puerta, en la que está instalado el individuo aquel.


—No sé si será ese tipo… El caso es que me ha seguido mucho tiempo y que hace poco me ha empujado… ¡Ah! Es una lástima que haya usted enviado al señor Torrence de viaje. Estoy seguro de que él lo hubiera sacado de apuros inmediatamente…


El abogado mira fijamente al desconocido. Se le adivina presa de una gran agitación. Por último, dice, como vencido:


—¿Por cuenta de quién trabaja usted?


—Por cuenta de la Agencia O.


—No es eso lo que yo le pregunto. ¿Por cuenta de quién trabaja la Agencia O en este asunto?


—¡Yo creía que era por cuenta de usted! Lo vi esta mañana en el despacho con el jefe… Usted se fue con él y yo pensé que…


—Oiga, joven, pocas veces se han burlado de mí…


—Señor letrado, estoy persuadido de ello.


—Tenemos el tiempo contado. ¿Acepta usted trabajar para mí?


—Pero si acabo de decirle…


—¡Basta de bromas!… Me horroriza la gente que quiere parecer más tonta de lo que es en realidad.


Emilio sonríe.


—La llave…


—Eso depende de lo que usted quiera hacer con ella…


—Lo cual significa que continúa usted en posesión de ella.


—Puedo afirmarle que, haga usted lo que quiera, no podrá encontrarla.


—Llegaré hasta cincuenta mil…


—¿Cincuenta mil qué?


—Cincuenta mil francos, claro. Poco importa si caen en su bolsillo o en los de su jefe… ¡Mozo! ¿Tiene aquí algún periódico del Havre?


Busca en la última página.


—Son las once. A las once y media, el Mooltan, que arriba de Australia, es esperado en el Havre. Sir Raleigh viene a bordo, y su primer cuidado será el de tomar un coche para trasladarse al Touquet. Quizá ni siquiera le llevemos una hora de ventaja.


—¿Está usted citado con sir Raleigh?


Emilio se estremece, porque Barbet, que se aburre y que no pierde las esperanzas de registrar los bolsillos del tipo, acaba de acercarse amablemente a este y de proponerle una partida de billar. El hombre ha aceptado por jactancia.


—Oiga, joven…


—Puede usted llamarme Emilio, como todo el mundo.


Entonces, el abogado dice unas palabras enormes, una de esas frases casi históricas que el joven detective quisiera grabar para la posteridad.


—Sabe usted demasiado para llamarse Emilio… Escúcheme.


—Un instante. Es evidente que, en principio, para abrir una caja de caudales se necesita una llave. Lo cual no impide que, si usted iba al Touquet, era porque esperaba, aun sin dicha llave, abrir…


—¿Quién le ha dicho que yo quería abrir la caja?


—Pues claro —murmura Emilio.


—¿Claro, qué?


—Hay otras maneras de destruir las piezas de convicción. Cuando no es posible apoderarse de ellas o guardarlas en lugar seguro, se pueden destruir… Pero, por ejemplo, hay una pequeña objeción… Un arca de caudales, sobre todo tan moderna como la que nos ocupa, resiste al fuego…


—No pensará usted que yo iba a pegar fuego…


—Los quincalleros —prosigue Emilio sin dejarse apabullar— son la gente que vende los artículos más variados, desde las trampas para cazar ratones y las cacerolas de aluminio hasta… Ahora que me acuerdo… En ciertos barrios… o mucho me equivoco o son ellos los que venden dinamita a los canteros… Una caja de caudales, que no puede quemarse, puede ser casi pulverizada con su contenido… Eso depende de la carga… Oiga, señor letrado, ¿no cree usted que obraríamos mejor no fumando?


El éxito es inesperado. Sorprendido, el abogado acaba de hacer un gesto para apagar su cigarrillo.


Cede. Esta vez, se presiente que será sincero, que irá hasta el final. Está vencido.


—¿Tiene usted auto?… Hablaremos por el camino, ¿quiere?… Yo me arreglaré luego, para los honorarios, con Torrence.


Un guiño de Emilio a Barbet. El abogado y el pseudofotógrafo suben al taxi.


—Si verdaderamente tiene usted la maldita llave, la cosa será mucho más sencilla. No digo que sea del todo legal, pero usted sabe como yo que no siempre se puede defender a los inocentes permaneciendo dentro de la legalidad.


—Lo escucho, señor letrado.


—El Comodoro que me llamó anteayer para pedirme que me encargara de su defensa es…


—¿Me permite que lo adivine? Un pariente próximo de sir Raleigh.


—Su hermano menor. Es indiferente saber cómo ha llegado a esa situación. Usted no ignora que, en Inglaterra, solo el primogénito hereda la fortuna paterna. Empezó contrayendo deudas; continuó extendiendo cheques sin fondos, y ha terminado por caer en las manos de una banda internacional.


—Un instante… Bueno… Nos siguen.


—¿Quién?


—Ese tipo… Y creó que aquel hombre que jugaba al billar con él y que le quitó a usted la llave.


—¿Eh?


—Sosiéguese… Es un buen muchacho. Continúe.


—Cuando sir Raleigh, el primogénito, se fue a Australia, donde debía permanecer por lo menos dos años, la banda, acosada en Inglaterra, pensó en utilizar su casa del Touquet, donde a la policía jamás se le ocurriría que…


—¡Bien! Comprendido. ¿Y luego?


—Instalar permanentemente un jardinero falso y un falso ayuda de cámara era un juego de niños, y la gente del país no sospechó nada… Encargar una caja de caudales… Y guardar en ella todos los documentos de la banda y todo su material… ¿Qué policía hubiera osado fracturar el arca de caudales de sir Raleigh para buscar en ella títulos falsos y cheques corregidos?


—Explíquese pronto. Acabamos de pasar por Abbeville y el Touquet no está lejos.


—Cien veces el hermano de Raleigh ha tratado de desprenderse de aquella banda, pero esta lo tenía agarrado.


—Como siempre ocurre… Y luego…


—La desgracia ha querido que, unos días antes de la vuelta de su hermano a Francia, lo hayan obligado a un golpe que debía ser el último.


—Y ha sido cogido. Es de una ejemplaridad excelente y la moral…


—¡Si sigue interrumpiéndome siempre! Poco le importa a ese hombre estar en la cárcel bajo el nombre de Comodoro, que no es el suyo. Lo principal es que su verdadero nombre no se descubra. Ahora bien, su hermano no tardará en llegar. Encontrará esa caja de caudales que jamás encargó… Comunicará su estupor a la policía y esta… ¿Comprende, ahora?


—Yo comprendo, señor letrado, que usted aceptó la misión de retirar del cofre todos los documentos comprometedores, o dicho de otro modo, de cometer lo que, en términos jurídicos, se llama un robo con fractura. ¿Cuánto le ofrecieron por eso?


—La vida es dura. ¡Si usted supiera cuántos clientes se olvidan de pagarnos los honorarios…! ¡Tengo una esposa joven que… un tren de casa…!


—En una palabra, que usted aceptó ir a buscar la llave a donde estaba, es decir, a un bar ambiguo del bulevar Rochechouart.


—Mi cliente hizo lo necesario; me entregó una carta que expedí por correo. El jefe de la banda, que es el que está en mejores relaciones con él, aceptó.


—¿Quiere que abreviemos? El Touquet no está lejos. Él le entregó la llave. Asustado ante la idea de que, cogido en una redada, iba usted a tener que confesar lo que hacía en aquella taberna… La desgracia, mi querido señor letrado, está en que otros cómplices entre ellos sin duda el caballero que nos sigue en un taxi y que viene detrás de mí desde París, no tienen la misma idea que su jefe acerca del contenido del cofre. ¿Comprende usted? Ellos también quieren opinar. Saben que los jefes se las componen a menudo para defraudar a los subordinados de sus beneficios y, sin duda, no solamente hay dentro del cofre documentos sin valor. Suponga que el botín, o una parte de este, se halle también allí. ¡Mire! No soy precisamente un sicólogo, pero apostaría a que la tarjeta de identidad del que nos sigue señala como profesión la de escultor o grabador. Esa gente es necesaria para hacer títulos falsos y luego, en el último momento, se les abandona… Estamos llegando, mi querido señor letrado.


—¿Qué ha decidido usted?


—¿Y usted?


—Si me entrega la llave y me permite sacar del cofre los documentos abrumadores para mi cliente, le prometo…


—Una bala en el cuerpo.


—¿Qué está diciendo?


—Digo que el tipo que nos sigue no vacilará en metemos una bala en el cuerpo.


El abogado respira, aliviado. Y Emilio, que se había comido un cigarrillo casi entero por el camino, suspira:


—¿Ve usted? Todos ustedes son lo mismo. En vez de dirigirse a nosotros francamente, cuando aún hay tiempo, y de facilitarnos el trabajo, se creen más listos y envían a un hombre como Torrence a una vía muerta.


—¿Dejará usted que se deshonre a una familia?


—En primer lugar, le haré observar que ella se deshonró sola y que yo no intervine en ello. Quizás también cierto miembro del Colegio de Abogados haya incurrido en penas disciplinarias, si no mayores, y…


El chofer descorre el vidrio.


—¿Qué dirección?


—Un instante…


Y en voz baja al oído del abogado:


—¿Tiene usted la dinamita en el bolsillo?… Arrójela por la portezuela, lejos, en la cuneta.


Un movimiento en la sombra le prueba que el otro ha obedecido.


—¿El Comodoro será condenado de todos modos?


—Si no se descubre el contenido de la caja, será condenado a una pena leve, verosímilmente diferida, porque no habrá pruebas concluyentes.


—Pare, chofer.


El otro coche, detrás de ellos, se para también.


—¿Que haría usted en mi lugar? —pregunta amablemente Emilio al abogado—. Al fin y al cabo usted es nuestro cliente. Y nuestra misión no es la de… Apeémonos, ¿quiere? Siento hormigueo en las piernas… Chofer… Deme ese bidón de bencina…


—¿Aquél en que…?


—Sí… Aquel en que metí la llave. Póngalo allí, en el suelo. No sé si andará por ahí un tal Barbet…


—Aquí estoy, jefe —dijo este, que había viajado en la trasera del segundo coche.


—Muy bien, Barbet… Vamos a tomar algo caliente, un ponche, por ejemplo, y a secarnos junto a una estufa. El chofer también… ¡No! Deje ese bidón en el suelo.


—Pero si usted me había recomendado…


—Amigo mío, sepa que solo los juramentos de amor son eternos… Y yo no he jurado todavía. Percibo una luz… Me sorprendería mucho que no fuera un bar.


A Emilio no le es fácil conducir a su gente, que no comprende nada. Ha tenido buen cuidado, al pasar, de hacer sonar la llave dentro del bidón abandonado en la carretera. Cuando pasa junto al segundo taxi, percibe el resplandor de un cigarrillo, en la sombra; casi siente deseos de decirle:


—¡Apresúrate, idiota!


*


Una historia inverosímil.


Al regreso de una larga estancia en Australia, sir Raleigh, que posee un magnífico chalet en el Touquet, ha experimentado la sorpresa de encontrar en él una caja de caudales que jamás le perteneció; pero hay que añadir que dicha caja estaba vacía. Son muchas las conjeturas que…


Torrence está en su despacho, sacando la punta de la lengua, como un buen discípulo aplicado, y Emilio dicta con un cigarrillo apagado en la boca:


«… La Agencia O tiene el honor de enviarle los documentos que probablemente pertenecen a su cliente, conocido por el Comodoro, y que fueron retirados por un desconocido de la caja instalada en el chalet de…».


—Sigo sin comprender, Emilio, cómo pudo usted… —murmura el bueno de Torrence.


—No importa, jefe. Continúe:


«El ladrón, al salir del antedicho chalet, tropezó con uno de nuestros colaboradores, por una de las mayores casualidades; se cayó y, a causa de la caída, dejó en el suelo los documentos que entendemos es nuestro deber remitirle…».


—Habrá que darle una prima a Barbet —decide Torrence.


—¡Caramba!… Le dejo a usted el trabajo da encontrar la fórmula de cortesía. La dirección: Abogado Duboin, calle Montaigne, París…


Y Emilio se permite hacer una pregunta sin malicia:


—Oiga, jefe, ¿se come tan bien como dicen en el Café de París?





Ilustración: Lucien Freud

Mudanza

  Nos despedimos de URIAH HEEP (Londres, Inglaterra, siglo XIX), dejando la casa habitada, para residir en la de FLEM SNOPES (Mississippi, E...