domingo, 29 de diciembre de 2024

El Horla (Guy de Maupassant)







 8 de mayo


¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.


Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.


A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.


¡Qué hermosa mañana!


A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.


Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.


11 de mayo


Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.


¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza… con nuestro olfato, más débil que el del perro… con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.


¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!


16 de mayo


Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.


18 de mayo


Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.


25 de mayo


¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo… ¿de qué?… Hasta ahora nunca sentía temor por nada… abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho… escucho… ¿qué?… ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.


Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo… lo comprendo y lo sé… y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta… con todas sus fuerzas para estrangularme.


Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!


Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.


Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.


2 de junio


Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas, vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.


De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.


Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el recto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.


Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.


3 de junio


He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.


2 de julio


Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no conocía.


¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.


Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.


Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:


—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!


—Es un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.


El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.


Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.


—¿Cree usted en eso? —pregunté al monje.


—No sé —me contestó.


Yo proseguí:


—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?


—¿Acaso vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.


Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.


3 de julio


Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:


—¿Qué tiene, Jean?


—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.


Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.


4 de julio


Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.


5 de julio


¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!


Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.


Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.


Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces… yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.


¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.


6 de julio


Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!


10 de julio


Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo…


El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.


El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.


El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.


Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.


Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!…


Partiré inmediatamente hacia París.


12 de julio


París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.


Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.


En lugar de concluir con estas simples palabras: “Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas”, nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.


14 de julio


Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: “Diviértete”. Y se divierte. Se le dice: “Ve a combatir con tu vecino”. Y va a combatir. Se le dice: “Vota por el emperador”. Y vota por el emperador. Después: “Vota por la República”. Y vota por la República.


Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.


16 de julio


Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.


Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.


—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza —decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: “Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él”.


“Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados.”


Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:


—¿Quiere que la hipnotice, señora?


—Sí; me parece bien.


Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.


Al cabo de diez minutos dormía.


—Póngase detrás de ella —me dijo el médico.


Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: “Esto es un espejo; ¿qué ve en él?”


—Veo a mi primo —respondió.


—¿Qué hace?


—Se atusa el bigote.


—¿Y ahora ?


—Saca una fotografía del bolsillo.


—¿Quién aparece en la fotografía?


—Él, mi primo.


¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.


—¿Cómo aparece en ese retrato?


—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.


Las damas decían espantadas: “¡Basta! ¡Basta, por favor!”


Pero el médico ordenó: “Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje”. Luego la despertó.


Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?


Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.


No bien regresé, me acosté.


Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:


—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.


Me vestí de prisa y la hice pasar.


Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:


—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.


—¿De qué se trata, prima?


—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.


—Pero cómo, ¿tan luego usted?


—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.


Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.


Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.


Sabía que era muy rica y le dije:


—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?


Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:


—Sí… sí… estoy segura.


—¿Le ha escrito?


Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.


—Sí, me escribió.


—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.


—Recibí su carta esta mañana.


—¿Puede enseñármela?


—No, no… contenía cosas íntimas… demasiado personales… y la he… la he quemado.


—Así que su marido tiene deudas.


Vaciló una vez más y luego murmuró:


—No lo sé.


Bruscamente le dije:


—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.


Dio una especie de grito de desesperación:


—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos…


Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.


—¡Ay! Le suplico… si supiera cómo sufro… los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.


—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.


—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !


—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.


—Sí.


—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?


— Sí..


—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.


Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:


—Pero es mi esposo quien me los pide.


Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:


—¿Se ha convencido ahora?


—Sí, no hay más remedio que creer.


—Vamos a ver a su prima.


Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.


Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:


—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.


Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.


—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .


Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.


19 de julio


Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: “Quizá”.


21 de julio


Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino… pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.


30 de julio


Ayer he regresado a casa. Todo está bien.


2 de agosto


No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.


4 de agosto


Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El sirviente acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.


6 de agosto


Esta vez no estoy loco. Lo he visto… ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda… ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas… el miedo me penetra hasta la médula… ¡Lo he visto!…


A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.


Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.


Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones .


Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo…


7 de agosto


Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.


Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama “demencia”.


Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.


Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.


Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.


Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.


8 de agosto


Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.


Sin embargo he podido dormir.


9 de agosto


Nada ha sucedido. pero tengo miedo.


10 de agosto


Nada: ¿qué sucederá mañana?


11 de agosto


Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.


12 de agosto, 10 de la noche


Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?


13 de agosto


Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.


14 de agosto


¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.


De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!


15 de agosto


Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?


Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.


16 de agosto


Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: “¡Vamos a Ruán!”


Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.


Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: “¡A la estación!” y grité —no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: “A casa”, y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.


17 de agosto


¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.


Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.


¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.


Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.


Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.


Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido… la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.


Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!


Entonces, mañana… pasado mañana o cualquiera de estos… podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?


18 de agosto


He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento…


19 de agosto


¡Ya sé… ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: “Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.


“El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores.”


¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh, Dios mío!


Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.


Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión… ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el… el… ¿cómo se llama?… el… parece que me gritara su nombre y no lo oyese… el… sí… grita… Escucho… ¿cómo?… repite… el… Horla… He oído… el Horla… es él… ¡el Horla… ha llegado!…


¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!


No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica… yo también quiero… yo podría hacer lo mismo… pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: “¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!”


Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.


¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.


Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?


¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!


Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo… va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…


¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!


19 de agosto


Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!… Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.


Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.


Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.


Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.


Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien… se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!… ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.


Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.


¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.


20 de agosto


¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?


¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No… no… decididamente no. Pero entonces… ¿qué haré entonces?


21 de agosto


He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa…


10 de septiembre


Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido… ha sucedido… pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.


Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.


De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.


Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.


Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!…


Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!” Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.


La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!


De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno…


¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?


¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?


¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.


No… no… no hay duda, no hay duda… no ha muerto. . . Entonces, tendré que suicidarme…




Ilustración: Paul Jouve

sábado, 28 de diciembre de 2024

Definiciones (Leopoldo Marechal)

 







Te propongo, con ánimo docente,

Varias definiciones de tu cuerpo.


La viajera: “Es un traje de turismo,

entre los muchos que ha de usar tu ser

cumpliendo su moción helicoidal”.


La tenebrosa: “Es el cajón de muerte

o el ataúd grosero en que tu alma

yace y espera su liberación”.


La hotelera: “Tu cuerpo es una casa

que has de habitar un día y una noche”.


La fabril: “Es un útil de trabajo,

una herramienta noble (martillo, escoplo, arado)

con que realiza el alma sus oficios terrestres”.


Sea un útil o un traje, sea chalet o féretro,

cuidarás ese poco de tierra necesaria.

Ni adores a tu cuerpo ni le des latigazos:

es un buey de ojos tristes, pero muy obediente

si no lo abruma el yugo, ni le sobra la alfalfa.




viernes, 27 de diciembre de 2024

El payaso (Thomas Mann)







Después de todo eso y, de hecho, como única salida digna, es tan solo el asco, el asco que me causa la vida —mi vida—, el asco que me suscita «todo eso», este asco que me ahoga, me incorpora de golpe y me sacude para después lanzarme de nuevo contra el suelo, el único que quizá algún día, más tarde o más temprano, me dé el impulso necesario para cortar por las buenas con todo este asunto ridículo y despreciable y largarme con viento fresco de este mundo. Con todo, es muy posible que todavía lo alargue este mes y el siguiente, que continúe comiendo, durmiendo y entreteniéndome durante un trimestre o un semestre más, de la misma manera mecánica, regulada y tranquila en la que ha transcurrido exteriormente mi vida durante este invierno y que ha constituido una contradicción tan terrible con el asolador proceso de disolución que se estaba desarrollando en mi interior. ¿No da la impresión de que las vivencias interiores de un ser humano son tanto más intensas y corrosivas cuanto menos comprometida, más ajena al mundo y más sosegada sea su vida de cara al exterior? Y es que no queda más remedio: hay que vivir. Y cuando te resistes a ser un hombre de acción y te retiras a la más pacífica soledad, las vicisitudes de la existencia te acometerán interiormente y vas a tener que medir con ellas tu carácter, ya seas un héroe o un necio.


Me he hecho con este pulcro cuaderno para contar en él mi «historia»: ¿y para qué? ¿Quizá por tener algo que hacer? ¿Por deleitarme en el psicologismo, quizá, y encontrar algún alivio en la supuesta necesidad que lo ha impulsado todo? ¡La necesidad siempre es tan consoladora! ¿Quizá también para, en ciertos instantes, adquirir una especie de superioridad sobre mí mismo y disfrutar de algo vagamente parecido a la indiferencia? Y es que la indiferencia, bien lo sé, vendría a ser una especie de felicidad…


 


1


 


Queda tan lejos de todo esa pequeña y vieja ciudad con sus calles estrechas y angulosas y sus casas con frontón, sus iglesias góticas y sus fuentes, sus personas trabajadoras, honradas y sencillas, y la gran casa patricia descolorida por el tiempo en la que yo crecí…


La casa estaba en pleno centro de la ciudad y había sobrevivido a cuatro generaciones de comerciantes adinerados y respetables. «Ora et labora» ponía encima de la puerta de la casa, y cuando uno había subido la escalera desde el espacioso zaguán de piedra rodeado en el piso superior por una galería de madera pintada de blanco, aún tenía que recorrer un extenso rellano y una pequeña y oscura columnata para, a través de las puertas altas y blancas, acceder al salón en el que se hallaba mi madre tocando el piano.


Estaba en penumbra, ya que unos pesados cortinajes granates cubrían las ventanas. Y los dioses blancos del papel de las paredes parecían sobresalir plásticamente de su fondo azul y escuchar el arranque pesado y profundo de un Nocturno de Chopin que ella apreciaba por encima de todo y que siempre tocaba muy despacio, como para disfrutar de la melancolía de cada uno de sus acordes. El piano era viejo y había perdido sonoridad, pero gracias al pedal suave que velaba los agudos como si fueran de plata vieja podían lograrse los efectos más singulares.


Yo me quedaba sentado en el sólido sofá de damasco de respaldo rígido, escuchando y contemplando embelesado a mi madre. Era de constitución pequeña y delicada y solía llevar un vestido de tela suave y de color gris perla. Su rostro delgado no era bello, pero por debajo del ondulado cabello peinado hacia los lados, de un rubio tímido, asomaba una carita de niña, sosegada, delicada y soñadora, y cuando tocaba el piano, la cabeza ligeramente ladeada, parecía uno de esos ángeles diminutos y conmovedores que los cuadros antiguos muestran a los pies de la Virgen, esforzándose con la guitarra.


Cuando era pequeño solía contarme, con su voz baja y discreta, unos cuentos que no conocía nadie más. O bien se limitaba a apoyar las manos en mi cabeza, que tenía reclinada en su regazo, y permanecía sentada así, inmóvil y en silencio. Creo que aquéllas fueron las horas más felices y sosegadas de toda mi existencia. Su cabello no encanecía y me daba la impresión de que no se hacía vieja. Tan solo su constitución se iba volviendo cada vez más delicada, y su rostro más delgado, sereno y soñador.


Mi padre, en cambio, era un caballero alto y fornido vestido con una chaqueta de paño negra y chaleco blanco sobre el que le colgaban unos quevedos de montura dorada. De entre sus patillas cortas y grises emergía, redonda y fuerte, la barbilla, rasurada como el labio superior, y entre las cejas siempre se le marcaban dos surcos profundos y verticales. Era un hombre poderoso de gran influencia en los asuntos públicos. He visto a gente salir con la respiración jadeante y los ojos relucientes de un encuentro con él, y otra humillada y desesperada, pues a veces ocurría que yo, y probablemente también mi madre y mis dos hermanas mayores, asistíamos a tales escenas. Quizá porque mi padre quería insuflarme la ambición de llegar en la vida tan lejos como él. Aunque presumo que quizá también porque necesitaba tener su público. Su peculiar manera de seguir con la mirada a la persona agraciada o defraudada, reclinado en la silla y con una mano bajo la solapa, hizo que ya de niño albergara esta sospecha.


Yo, por mi parte, me quedaba sentado en un rincón, contemplando a mi padre y a mi madre como si estuviera escogiendo entre los dos y me planteara si la vida se vive mejor con la ensoñación de los sentidos o con la acción y el poder. Con todo, mi mirada siempre terminaba por posarse en el rostro sereno de mi madre.


 


2


 


No es que yo hubiera sido como ella por lo que respecta a la exteriorización de mi carácter, pues desde luego mis actividades lo eran todo menos discretas y silenciosas. Me viene a la cabeza una de ellas, que para mí era preferible a cualquier clase de trato con camaradas de mi edad y con sus formas de jugar y de apasionarse, y que incluso ahora, que ya cuento treinta años, me sigue llenando de alegría y de placer.


Me refiero a un teatro de marionetas grande y bien equipado con el que me encerraba completamente solo en mi cuarto para representar en él los más extraordinarios dramas musicales. Para este fin mi habitación, situada en el segundo piso y en la que colgaban los retratos de dos antepasados con barbas a lo Wallenstein, había sido oscurecida, quedando iluminada únicamente por una lámpara colocada al lado del teatrillo, pues la iluminación artificial me parecía imprescindible para acentuar la atmósfera. Yo tomaba asiento justo delante del escenario, pues era el director de orquesta, y mi mano izquierda descansaba sobre una gran caja redonda de cartón que constituía el único instrumento visible.


Entonces salían a escena los artistas que participaban en la obra y que yo mismo había dibujado con plumilla, recortado y provisto de listones de madera para que pudieran tenerse de pie. Eran caballeros con abrigo y sombreros de copa y damas de extraordinaria belleza.


—¡Buenas noches —decía yo—, señoras y señores! ¿Están ustedes bien? Hoy he venido pronto, pues todavía tenía que hacer algunos preparativos… Pero ya debe de ser hora de que me vaya a los camerinos.


Y los artistas se iban a los camerinos situados detrás del escenario para regresar muy pronto completamente transformados en abigarrados personajes teatrales para, a través del agujero que yo había recortado en el telón, interesarse por el nivel de ocupación de la sala aquella noche. Y el caso es que la sala no andaba nada escasa de público; yo mismo me daba con el timbre la señal del inicio de la representación, a lo que alzaba la batuta y me quedaba disfrutando por unos instantes del gran silencio que suscitaba este gesto. Sin embargo, a un nuevo movimiento mío, pronto empezaba a resonar el sordo y sugerente fragor de los tambores que constituía el arranque de la obertura y que yo ejecutaba con la mano izquierda golpeando la caja de cartón. Entonces entraban las trompetas, los clarinetes y las flautas, cuyo carácter tonal yo imitaba incomparablemente con la boca, y la música proseguía hasta que un poderoso crescendo hacía subir el telón y se iniciaba el drama en algún bosque oscuro o en una sala suntuosa.


Yo ya había estructurado previamente el drama en la imaginación, pero había que improvisar una a una todas las escenas, y todo lo que sonaba como si fueran cantos dulces y apasionados, acompañados por los silbantes clarinetes y la retumbante caja de cartón, eran versos extraños y grandilocuentes llenos de palabras grandes y audaces que a veces incluso rimaban, aunque raramente expresaran un contenido inteligible. Sin embargo, la ópera seguía su curso mientras yo golpeaba el tambor con la mano izquierda, cantaba y tocaba con la boca y no solo dirigía las figuras de la representación por medio de la mano derecha con la mayor atención, sino también todo lo demás, de manera que al final de cada acto resonaba un aplauso entusiasta, el telón tenía que subirse una y otra vez, y a veces incluso era necesario que el director de orquesta se diera la vuelta sobre su asiento y manifestara su agradecimiento a la habitación vacía con expresión simultáneamente orgullosa y halagada.


Ciertamente, cada vez que, al cerrar mi teatrillo después de una de estas agotadoras representaciones, notaba que me ardía la cabeza, me sentía invadido por una fatiga feliz, como la que debe de experimentar un gran artista que culmina triunfante una obra en la que ha puesto lo mejor de su talento.


Este juego siguió siendo mi ocupación favorita hasta los trece o catorce años.


 


3


 


¿Cómo debieron de transcurrir mi infancia y mi adolescencia en esta casona en cuyas estancias inferiores mi padre dirigía sus negocios, mientras arriba mi madre se perdía en ensoñaciones en alguna butaca o tocaba queda y reflexivamente el piano al tiempo que mis dos hermanas, dos y tres años mayores que yo, trajinaban en la cocina y en los armarios de la ropa? Recuerdo bien poca cosa.


Lo que sí sé todavía es que yo era un chico increíblemente alegre que sabía ganarse el respeto y el aprecio de sus compañeros de colegio gracias a su procedencia privilegiada, a su modélica capacidad para imitar a los maestros y para realizar mil pequeñas actuaciones distintas y por emplear una forma en cierto modo más refinada de expresión. Las clases, sin embargo, me iban mal, pues estaba demasiado ocupado en encontrarle el lado cómico a los movimientos del maestro como para poder prestarle atención a lo demás, y en casa tenía la cabeza demasiado llena de versos, temas operísticos y toda clase de necedades como para haberme hallado seriamente en situación de trabajar.


—¡Bah! —dijo mi padre, cuyos surcos del entrecejo se volvían más profundos después de que le hubiera llevado al salón mi boletín de notas y él, con la mano bajo la solapa, hubiera leído el papel—. Desde luego, me das bien pocas alegrías. ¿Se puede saber qué va a ser de ti, si tienes la bondad de decírmelo? En esta vida nunca vas a destacar en nada…


Eso me dejaba apesadumbrado. Con todo, no impedía que después de la cena ya les estuviera leyendo en voz alta a mis padres y hermanas un poema que había estado escribiendo durante la tarde. Mi padre se reía tanto que los quevedos le saltaban de un lado a otro sobre el chaleco blanco.


—¡Menudas majaderías! —exclamaba una y otra vez.


Pero mi madre me atraía a su lado, me apartaba el pelo de la frente y decía:


—No está mal, hijo mío. Yo creo que tiene un par de momentos muy bonitos.


Más adelante, cuando ya fui un poco mayor, aprendí por mi propia cuenta una manera peculiar de tocar el piano. Empezaba por pulsar los acordes en fa sostenido mayor, pues me atraían especialmente las teclas negras; a partir de ahí me buscaba transiciones hacia los restantes modos, y, poco a poco, dado que me pasaba largas horas sentado al piano, logré alcanzar cierta habilidad en los pasos que, ejecutados sin ritmo ni melodía, llevaban de una armonía a otra, al tiempo que les imprimía a estas místicas alternancias toda la expresión de que era capaz.


Mi madre decía:


—Tiene una forma de tocar que denota buen gusto.


Y se ocupó de que recibiera clases, a las que solo asistí durante medio año, pues realmente eso de aprender la posición de los dedos o el ritmo pertinente no era lo mío.


En fin, los años fueron pasando y, a pesar de las preocupaciones que me ocasionaba la escuela, fui creciendo como un chico muy alegre. Me desenvolvía felizmente y era muy apreciado en el círculo de mis conocidos y parientes, y me mostraba hábil y encantador solo por el placer de hacerme el agradable, a pesar de que empezaba a despreciar por puro instinto a toda aquella gente seca y carente de fantasía.


 


4


 


Una tarde, cuando tendría unos dieciocho años y me hallaba en el umbral de uno de los cursos superiores, espié una breve conversación que mantuvieron mis padres, sentados a la mesilla redonda del salón sin saber que yo estaba tumbado sin hacer nada en el alféizar de la ventana del comedor contiguo, contemplando el pálido cielo que asomaba por encima de las casas con frontón. En cuanto oí mencionar mi nombre me acerqué en silencio a la gran puerta de dos batientes que se había quedado entreabierta.


Mi padre estaba reclinado en su sillón, con las piernas cruzadas, mientras sostenía con una mano el informe bursátil sobre el regazo y con la otra se acariciaba lentamente la barbilla que le asomaba entre las patillas. Mi madre estaba sentada en el sofá con su sereno rostro inclinado sobre una labor de bordado. Había una lámpara prendida entre los dos.


Mi padre dijo:


—En mi opinión debemos sacarlo pronto de la escuela y ponerlo como aprendiz en un negocio de envergadura.


—¡Oh! —dijo mi madre muy afligida, alzando la vista—. ¡A un niño de tanto talento!


Mi padre guardó silencio un instante mientras se soplaba cuidadosamente una mota de polvo de la chaqueta. Después se encogió de hombros, extendió los brazos mostrándole a mi madre las dos palmas y dijo:


—Si es que presupones, querida, que para la actividad de comerciante no hace falta ninguna clase de talento, estás muy equivocada. Por otra parte, el chico nunca llegará a nada en la escuela, tal y como, para mi desgracia, me veo obligado a reconocer cada vez con mayor claridad. Ese talento suyo del que me hablas es como el de un payaso, a lo que me apresuro a añadir que no menosprecio de ningún modo esta clase de cosas. El chico sabe ser encantador cuando quiere, es capaz de tratar con la gente, de divertirla y halagarla, siente la necesidad de caer bien y de alcanzar éxitos. Más de uno ha hecho fortuna con esta clase de capacidades y, en vistas de su indiferencia general por todo, creo que con ellas resulta relativamente adecuado para convertirse en un comerciante de altura.


Dicho esto mi padre se reclinó de nuevo con satisfacción, sacó un cigarrillo del estuche y lo encendió lentamente.


—Seguramente tienes razón —dijo mi madre, mirando melancólicamente a su alrededor—. Solo que muchas veces he creído y, en cierto modo, he esperado que alguna vez llegara a convertirse en artista… Es verdad que a su talento musical, que se ha quedado a medio formar, no podemos atribuirle mucha importancia. Pero ¿te has dado cuenta de que últimamente, desde que visitó aquella pequeña exposición artística, se dedica un poco a dibujar? Creo que lo que hace no está nada mal, me da la impresión…


Mi padre expulsó el humo, se acomodó en el sillón y replicó brevemente:


—Todo eso son payasadas y criaturadas. Por lo demás, lo mejor será que le preguntemos directamente a él por sus deseos.


Pues bien, ¿qué deseos iba a tener yo? La perspectiva de provocar un cambio en mi vida exterior me animó mucho, así que me declaré dispuesto, con cara muy seria, a dejar la escuela para hacerme comerciante y terminé entrando como aprendiz en el gran comercio de maderas del señor Schlievogt, abajo, junto al río.


 


5


 


Fue un cambio que se desarrolló totalmente de cara al exterior, claro está. Mi interés por el gran comercio de maderas del señor Schlievogt era extremadamente escaso, y sentado en mi silla giratoria bajo la luz de gas en una oficina estrecha y oscura me sentía tan extraño y ausente como meses antes en el banco de la escuela. Pero tenía menos preocupaciones: ahí estaba la diferencia.


El señor Schlievogt, un hombre obeso de cara enrojecida y una barba gris y dura de barquero, se ocupaba poco de mí, pues la mayor parte del tiempo la pasaba en el aserradero, que quedaba bastante lejos de las oficinas y del almacén, y los empleados del negocio me trataban con respeto. Por mi parte solo mantenía trato amistoso con uno de ellos, un joven alegre, de talento y de buena familia al que ya había conocido en la escuela y que, por cierto, se llamaba Schilling. Enseguida se unió a mí para burlarse de todo el mundo, aunque manifestaba un vivo interés por el comercio de maderas y ningún día dejaba de expresar su propósito de convertirse, de un modo u otro, en un hombre rico.


Yo, en cambio, resolvía mecánicamente mis cometidos indispensables con el fin de pasar el resto del tiempo deambulando en el almacén entre las pilas de tablones y los operarios, contemplando el río a través de la elevada reja de madera, viendo pasar de vez en cuando un tren de mercancías por la otra orilla y, mientras tanto, pensar en una representación teatral o en un concierto al que hubiera asistido o en un libro que estuviera leyendo.


Leía mucho, leía todo lo que tenía a mano, y resulté ser una criatura altamente impresionable. Me parecía comprender sentimentalmente a cada personalidad literaria, me identificaba con ella y pasaba el tiempo necesario pensando y sintiendo en el estilo del libro hasta que otro más venía a ejercer en mí una nueva influencia. A partir de entonces, cuando pasaba el tiempo en mi habitación, la misma en la que antaño montara mi teatrillo de marionetas, lo hacía sentado con un libro en las rodillas mientras contemplaba los retratos de mis dos antepasados para paladear en mi interior el tono del lenguaje al que me estaba entregando, mientras me invadía un caos estéril de reflexiones a medias y de visiones fantasiosas…


Mis hermanas se habían casado una tras otra y yo, cuando no estaba trabajando, bajaba a menudo al salón, donde mi madre, algo enfermiza y de rostro cada vez más infantil y sereno, solía quedarse completamente sola. Después de que ella me hubiera tocado a Chopin y yo le hubiera mostrado mi nueva ocurrencia para una ligadura de armonías, me preguntaba a veces si me sentía satisfecho con mi profesión y si era feliz… Y sí, no hay duda de que yo era feliz.


No tenía mucho más de veinte años, mi situación vital lo era todo menos provisional, y me había familiarizado con la idea de que ni siquiera tenía la obligación de pasarme toda la vida en el negocio del señor Schlievogt o en un comercio maderero de envergadura aún mayor, sino que algún día podría librarme de todo para abandonar aquella ciudad con sus casas de frontón y seguir mis inclinaciones en cualquier otro lugar del mundo: leer novelas buenas y escritas con refinamiento, ir al teatro, tocar un poco de música… ¿Feliz? Pero comía estupendamente, iba inmejorablemente vestido, y ya muy pronto —quizá durante mis años de escolar, por ejemplo, cuando veía cómo compañeros pobres y mal vestidos solían encogerse frente a mí y a mis iguales y reconocemos de buen grado, con una especie de halagadora timidez, como los señores y los que marcan el tono— había adquirido alegre conciencia de que yo formaba parte de los superiores, de los ricos y de los envidiados, que resulta que tienen el derecho de bajar la mirada con benevolente desdén hacia los pobres, los infelices y los envidiosos. ¿Cómo no iba a ser feliz? Que todo siguiera su curso. Para empezar, tenía su encanto sentirse extraño, superior y alegre entre todos aquellos familiares y conocidos de cuya estrechez de miras me burlaba, al tiempo que, por el puro placer de agradar, salía a su encuentro con hábil amabilidad, regodeándome de buen grado en el confuso respeto por mi existencia y por mi forma de ser que todos me manifestaban, ya que, aun sin estar del todo seguros, creían ver en ellas algo de rebeldía y de extravagancia.


 


6


 


Empezó a producirse una transformación en mi padre. Cuando se sentaba a la mesa a las cuatro, los surcos del entrecejo se le hundían más a cada día que pasaba, y ya no se metía la mano bajo la solapa de la americana con gesto imponente, sino que mostraba una actitud reprimida, nerviosa y tímida. Un día me dijo:


—Eres lo bastante mayor para compartir conmigo las preocupaciones que me están minando la salud. Por lo demás, tengo el deber de dártelas a conocer para que no te entregues a falsas esperanzas por lo que respecta a tu situación futura. Sabes que los matrimonios de tus hermanas nos han exigido unos sacrificios considerables. En los últimos tiempos la empresa ha sufrido graves pérdidas, las suficientes para reducir considerablemente nuestro patrimonio. Soy un hombre viejo, me siento desanimado y no creo que sea posible cambiar gran cosa en esta situación. Te ruego tomes nota de que en el futuro vas a tener que depender de ti mismo…


Pronunció estas palabras unos dos meses antes de su muerte. Un día alguien lo encontró macilento, paralizado y balbuceante en la butaca de su despacho privado y una semana después la ciudad entera acudía a su entierro.


Mi madre, delicada y silenciosa, solía quedarse sentada en el sofá frente a la mesita redonda del salón, normalmente con los ojos cerrados. Cuando mis hermanas y yo nos ocupábamos de ella podía ser que nos sonriera ocasionalmente y asintiera con la cabeza, pero después seguía callada e inmóvil, las manos entrelazadas en el regazo, contemplando con ojos muy abiertos y la mirada extraña y triste a uno de los dioses del papel pintado. Cuando llegaron los señores de levita para rendir cuentas sobre el desarrollo de la liquidación de bienes, también se limitó a asentir y después volvió a cerrar los ojos.


Ya nunca tocaba a Chopin, y cuando de vez en cuando me acariciaba silenciosamente la cabeza, su mano pálida, delicada y fatigada temblaba perceptiblemente. Apenas un año después de la muerte de mi padre se fue a la cama y murió, sin una queja, sin la menor lucha por seguir viviendo…


Todo eso por fin había terminado. ¿Qué me retenía ya en aquel lugar? Los negocios habían sido liquidados. Bien o mal, el caso es que la parte de la herencia que me había correspondido era de unos cien mil marcos, y eso bastaba para independizarme de todo el mundo. Tanto más cuanto que, por algún motivo sin importancia, me habían declarado no apto para el servicio militar.


Nada me seguía vinculando ya con aquellas gentes entre las que había crecido, que me contemplaban con extrañeza y asombro crecientes y cuya concepción de la vida era demasiado unilateral como para que yo hubiera podido sentirme tentado a adaptarme a ella. Incluso admitiendo que ellos me conocieran bien, como un perfecto inútil, el caso es que también yo me reconocía como tal. Con todo, era lo suficientemente escéptico y fatalista como para —en palabras de mi padre— tomar por el lado bueno mi «talento de payaso», de modo que, alegremente dispuesto como estaba a disfrutar de la vida a mi manera, no me sentía nada insatisfecho conmigo mismo.


Retiré mi pequeña fortuna y, casi sin despedirme, abandoné la ciudad para irme de viaje.


 


7


 


Los tres años que siguieron a ese momento y en los que me entregué con ansiosa predisposición a mil impresiones nuevas, ricas y cambiantes, permanecen en mi recuerdo como un sueño hermoso y lejano. Cuánto tiempo desde que pasé una noche de fin de año entre las nieves y el hielo en compañía de los monjes del Simplon y que deambulé por la Piazza Erbe de Verona…; que, desde Borgo San Spirito, me metí por primera vez bajo las columnatas de San Pedro, dejando que mis intimidados ojos se perdieran en aquella plaza descomunal; que bajé la vista desde el Corso Vittorio Emanuele sobre la blancura reluciente de la ciudad de Nápoles y vi fundirse en el mar, a lo lejos, la graciosa silueta de Capri… En realidad, apenas hace más de seis años.


Oh, yo vivía con gran precaución y ateniéndome a mi situación: siempre en sencillas habitaciones alquiladas y en pensiones económicas. Con todo, dada la frecuencia con que cambiaba de lugar y puesto que al principio me resultaba difícil librarme de mis costumbres de burgués acomodado, resultó inevitable que gastara un poco más de la cuenta. Me había asignado quince mil marcos de mi capital para mis años de peregrinaje. No hay duda de que superé esta suma.


Por lo demás, me sentía a gusto entre la gente con la que iba entrando en contacto aquí y allá a lo largo del trayecto, a menudo existencias desinteresadas pero muy interesantes. Es verdad que para ellas yo ya no era objeto de respeto como en mi entorno anterior, pero por otra parte tampoco tenía que temer que me importunaran con miradas o preguntas de extrañeza.


Con esa especie de talento social que me caracterizaba, en las pensiones podía llegar a disfrutar de un verdadero aprecio entre el resto de viajeros, lo que me recuerda una escena que se produjo en el salón de la pensión Minelli de Palermo. Rodeado de un grupo de franceses de edades diversas, yo había empezado a improvisar de oído en el pianino, con gran profusión de gestualidad trágica, canto declamatorio y armonías rodantes, un drama musical «de Richard Wagner», y justo había terminado de tocar entre grandes aplausos cuando se acercó a mí un anciano al que casi no quedaban pelos en la cabeza y cuyas patillas blancas y ralas caían flotando sobre su chaqueta gris de viaje. Me cogió las dos manos y exclamó, con lágrimas en los ojos:


—¡Pero esto es asombroso! ¡Es asombroso, mi caro señor! ¡Le juro que hacía treinta años que no me divertía tan maravillosamente! Me permitirá usted que le dé las gracias de todo corazón, ¿verdad? ¡Es preciso que usted se haga actor o músico!


Bien es verdad que en tales ocasiones sentía algo de la insolencia propia de un gran pintor que, estando entre amigos, accede a pintar una caricatura ridícula e ingeniosa sobre la mesa. Sin embargo, después de cenar me retiré a solas al salón y pasé una hora solitaria y melancólica ocupado en arrancarle a aquel instrumento unos acordes en los que creí reflejar la impresión que había causado en mí la contemplación de Palermo.


Desde Sicilia había rozado fugazmente el continente africano, viajando después hasta España, y fue allí, cerca de Madrid, en el campo, en invierno, una tarde nublada y lluviosa, cuando sentí por primera vez el deseo de regresar a Alemania… y también la necesidad. Pues independientemente del hecho de que empezaba a añorar una vida tranquila, regulada y sedentaria, no resultaba difícil calcular que a mi llegada a Alemania, y aun con todas las limitaciones que me había impuesto, habría llevado gastados unos veinte mil marcos.


No vacilé demasiado en iniciar un lento regreso a través de Francia, país en el que pasé cerca de medio año, prolongando mi estancia en las distintas ciudades, y recuerdo con melancólica claridad la noche de verano en la que entré en la estación de la ciudad palaciega de Alemania central que ya había escogido como destino final al principio de mi viaje. Ahora regresaba algo mejor informado, provisto de algunas experiencias y conocimientos y lleno de una alegría infantil por poderme procurar, con mi despreocupada independencia y mis modestos medios, una existencia plácida y contemplativa en este lugar.


Por aquel entonces tenía veinticinco años.


 


8


 


El lugar no estaba mal elegido. Era una ciudad de dimensiones considerables, aunque sin el trasiego demasiado ruidoso de una gran ciudad ni una actividad comercial excesiva y desagradable, al tiempo que ofrecía algunas plazas antiguas bastante dignas de atención y una vida callejera que no carecía de viveza ni tampoco de cierta elegancia. Sus alrededores contaban con diversos puntos agradables, pero yo siempre he preferido el paseo, bellamente diseñado, que lleva hasta el monte Lerchenberg, una colina estrecha y alargada por cuya pendiente se extiende gran parte de la ciudad y desde la que se disfruta de una amplia vista de las casas, las iglesias y los suaves meandros del río hasta que se pierden en el horizonte. Algunos de sus tramos, sobre todo cuando en las tardes luminosas de verano toca alguna banda militar y hay carruajes y paseantes deambulando por doquier, recuerdan un poco el Pincio. Pero aún voy a tener ocasión de referirme a este paseo…


Nadie puede imaginarse el ceremonioso placer que me produjo habilitarme la espaciosa habitación con dormitorio contiguo que me había tomado en alquiler más o menos en el centro de la ciudad, en una zona muy animada. Aunque la mayoría de los muebles de mis padres habían pasado a posesión de mis hermanas, al menos me habían correspondido a mí los que yo siempre había utilizado: objetos vistosos y sólidos que llegaron a la ciudad junto con mis libros y los retratos de los dos antepasados, pero sobre todo con el viejo piano de cola que mi madre me había asignado.


De hecho, cuando todo estuvo debidamente colocado y ordenado, cuando las fotografías que había coleccionado a lo largo de mis viajes ya adornaban todas las paredes, al igual que el pesado escritorio de caoba y la abombada cómoda, y cuando yo, ya confortablemente instalado, me acomodé en una butaca junto a la ventana para contemplar alternativamente las calles del exterior y mi nueva vivienda, no fue poco el bienestar que sentí. Y aun así —y no se me ha olvidado ese instante—, aun así, junto a aquella satisfacción y confianza había otra cosa más que se agitaba en mí: una leve sensación de desasosiego y de inquietud, la callada conciencia de estar experimentando alguna clase de indignación y rebelión contra un poder amenazador…, el pensamiento levemente opresivo de que mi situación, que hasta aquel entonces solo había sido provisional, por primera vez exigía ser contemplada como algo definitivo e inalterable…


No voy a ocultar que esta y otras sensaciones parecidas se repitieron de vez en cuando. Pero ¿pueden siquiera evitarse esas horas vespertinas en las que uno, mientras mira la penumbra creciente del exterior y quizá contemple una lluvia lenta y suave, se convierte en víctima de corazonadas sombrías? En cualquier caso, tenía claro que mi futuro estaba plenamente asegurado. Había confiado la suma redonda de ochenta mil marcos al banco de la ciudad, y los intereses —¡qué diantre, son malos tiempos!— comportaban unos seiscientos marcos al trimestre y, por tanto, me permitían vivir dignamente, proveerme de lectura y visitar de vez en cuando algún teatro, sin excluir alguna que otra distracción más ligera. A partir de entonces mis días transcurrieron realmente según el ideal que había constituido desde siempre mi meta. Me levantaba hacia las diez, desayunaba y hasta el mediodía pasaba el rato tocando el piano y ocupado en la lectura de alguna revista literaria o de algún libro. A continuación subía paseando la calle hasta el pequeño restaurante que visitaba con regularidad, comía y entonces daba un paseo más prolongado por las calles y, siguiendo las murallas, hasta los alrededores de la ciudad y al Lerchenberg. Después regresaba a casa y retomaba las ocupaciones de la mañana: leía, tocaba música y a veces incluso me entretenía practicando una especie de arte del dibujo o redactaba cuidadosamente alguna carta. Los días en los que no asistía al teatro ni a ningún concierto después de cenar, me pasaba el rato en el café y leía los periódicos hasta que llegara la hora de ir a dormir. Pero los días resultaban buenos y hermosos y de contenido satisfactorio si me había salido algún motivo que me pareciera nuevo y bello al piano, o si a partir de la lectura de algún relato o de la contemplación de un cuadro me había dejado invadir por un estado de ánimo de persistente delicadeza…


Por lo demás, no voy a ocultar que a la hora de establecer mis disposiciones económicas obraba con cierto idealismo, proponiéndome muy seriamente dotar a mis días de todo el «contenido» que me fuera posible. Comía modestamente, normalmente mantenía un solo traje y, en definitiva, limitaba cuidadosamente mis necesidades físicas para, a cambio, estar en situación de pagar un alto precio por una buena butaca en la ópera o en un concierto, comprarme nuevas publicaciones literarias o visitar tal o cual exposición artística…


Pero los días fueron pasando y se convirtieron en semanas y meses. ¿Aburrimiento? Lo reconozco, uno no siempre tiene a mano un libro capaz de prestar contenido a toda una sucesión de horas. Por otra parte, has tratado sin el menor éxito de desarrollar unas fantasías al piano, estás sentado frente a la ventana, fumas cigarrillos y, de forma irresistible, te acosa un sentimiento de antipatía hacia todo el mundo y hacia ti mismo. El desasosiego te invade de nuevo, ese desasosiego de tan aciago recuerdo, y te levantas de un salto y pones tierra de por medio para, una vez en la calle, con el alegre encogimiento de hombros de quien es feliz, contemplar a la gente de oficio y a los trabajadores, demasiado incapacitados espiritual y materialmente para el ocio y el deleite.


 


9


 


¿Está un muchacho de veintisiete años en situación de creer en serio en el carácter definitivamente invariable de su situación, por probable que dicha invariabilidad pueda resultar? El trinar de un pájaro, una diminuta porción de azul del cielo, algo confusamente soñado a medias durante la noche, todo eso es adecuado para verter un repentino caudal de vagas esperanzas en su corazón y llenarlo con la festiva expectativa de una felicidad grande e imprevisible… Yo vagaba de día en día, en actitud contemplativa, sin meta alguna, ocupado por tal o cual diminuta esperanza, aunque solo se tratara del día de publicación de una revista entretenida, imbuido por la enérgica convicción de ser feliz y, de vez en cuando, algo fatigado de tanta soledad.


Es cierto que no eran precisamente pocas las horas en las que me invadía el mal humor a causa de mi falta de relaciones y de socialización, pues ¿es necesario explicar esta carencia? Me faltaba todo vínculo con la alta sociedad y con los círculos privilegiados de la ciudad. Por otra parte, para introducirme como juerguista entre la jeunesse dorée sabe Dios que me faltaban los medios necesarios. ¿Y el circuito bohemio? Pero yo soy una persona de educación, llevo ropa limpia y un traje sin remendar y, decididamente, no le veo ninguna gracia a mantener conversaciones anárquicas con jóvenes desaliñados en mesas pringosas de absenta. En definitiva: no había ningún círculo social concreto del que yo pudiera formar parte de una manera natural, y las relaciones que a veces se daban por azar eran raras, superficiales y frías… Por culpa mía, tal y como no vacilaré en admitir, pues también en tales casos, impelido por un sentimiento de inseguridad, me mantenía reservado y con la desagradable conciencia de no poder decirle de forma clara, concisa y respetable ni siquiera a un pintor desastrado quién y qué soy en realidad.


Por otra parte, bien es cierto que yo había roto con la «sociedad» y renunciado a ella cuando me tomé la libertad de seguir mi propio camino sin prestarle ningún tipo de servicio, y si yo, para ser feliz, hubiera necesitado a la «gente», también tendría que preguntarme si, en tal caso, al cabo de una hora no estaría ocupado enriqueciéndome por el bien colectivo como comerciante de altura, ganándome así la envidia y el respeto generales.


Con todo… ¡Con todo! El hecho era que mi aislamiento filosófico me disgustaba en un grado excesivo y que, a la postre, se negaba de pleno a coincidir con cualquier concepción de «felicidad» y con mi propia conciencia o convicción de estar siendo feliz, cuya firmeza, por otra parte —y de eso no me cabía duda—, resultaba poco menos que inamovible. No ser feliz, o ser infeliz: ¿resultaba concebible siquiera? No, eso era algo completamente inconcebible, y con esta conclusión liquidaba por lo pronto la pregunta hasta que volvían esos momentos en los que ese estar-para-sí, ese aislamiento y esa marginalidad, se resistían a parecerme bien, o incluso no me lo parecían en absoluto, sumiéndome en un humor alarmantemente hosco.


«Hosquedad»: ¿es ésta una característica de quien es feliz? Recordaba mi vida en casa, en aquel limitado círculo en el que me había movido siendo alegremente consciente de mi predisposición genial y artística: un joven sociable, encantador, con júbilo en los ojos y con burlas y benévola superioridad para todos los demás; un muchacho un poco singular, aunque apreciado a ojos de la gente. Por entonces yo era feliz, a pesar de verme obligado a trabajar en el gran comercio de maderas del señor Schlievogt. ¿Y ahora? ¿Y ahora qué…?


Pero acaban de publicar un libro de enorme interés, una nueva novela francesa que me he permitido el lujo de comprar y de la que, confortablemente acomodado en mi butaca, voy a disfrutar ociosamente. ¡De nuevo trescientas páginas repletas de buen gusto, ingenio y arte selecto! ¡Ah, he sabido organizarme la vida a mi gusto! ¿Acaso no soy feliz? Es ridícula, esa pregunta; ridícula y nada más…


 


10


 


De nuevo ha concluido un día, un día del que no puedo abjurar. Gracias a Dios que no le ha faltado contenido. Ha oscurecido, las cortinas de las ventanas están corridas, la lámpara prende sobre el escritorio, ya casi es medianoche… Uno podría irse a la cama, pero se aferra semitumbado a la butaca, las manos entrelazadas en el regazo, mirando el techo, para asistir con dedicación al quedo hurgar y tirar de algún dolor a medio definir que no ha conseguido ahuyentar.


Hace solo un par de horas aún me hallaba bajo la influencia que había causado en mí una gran obra de arte, una de estas creaciones descomunales y terribles que, con la pompa decadente de un diletantismo desvergonzadamente genial, sacuden, anestesian, atormentan, embriagan y aniquilan… Mis nervios todavía tiemblan, mi fantasía está agitada, extraños humores suben y bajan en mi interior, sentimientos de nostalgia, fervor religioso, triunfo, paz mística… y hay en ello una necesidad que los acrecienta continuamente de nuevo, que pugna por expulsarlos de mi interior: la necesidad de manifestarlos, de comunicarlos, de mostrarlos, de «hacer algo de todo eso»…


¿Y si, efectivamente, yo fuera un artista y estuviera capacitado para expresarme por medio del sonido, la palabra o la imagen…? ¿O incluso —y eso sería lo mejor— por todos estos medios al mismo tiempo? ¡Al fin y al cabo, es verdad que sé hacer un montón de cosas! Por poner solo un ejemplo, sé sentarme al piano encerrado en mi cuartito y entregarme de lleno a la expresión de mis más bellos sentimientos, y eso debería resultarme más que suficiente, pues, si para ser feliz necesitara de la «gente»… ¡De acuerdo, admitámoslo por un momento! Pero ¿y si también fuéramos a suponer que le doy cierta importancia al éxito, a la fama, al reconocimiento, a los elogios, a la envidia, al amor…? ¡Por el amor de Dios! Solo con recordar aquella escena en el salón de Palermo me veo obligado a reconocer que, en el presente instante, un incidente de esa índole supondría para mí un estímulo incomparablemente benefactor.


Pensándolo bien, no puedo por menos de confesarme a mí mismo que establezco la siguiente distinción sofística y ridícula entre dos conceptos: ¡la distinción entre felicidad interior y exterior! La «felicidad exterior», ¿qué es eso en realidad? Hay cierta clase de personas —hijos predilectos de Dios, a lo que parece— cuya felicidad es el genio y cuyo genio es la felicidad, personas luminosas que se pasean por la vida de una forma ligera, agradable y benévola y con el reflejo del sol en sus ojos mientras todo el mundo las rodea y las admira, elogia, envidia y quiere, ya que incluso la envidia es incapaz de odiarlas. Pero ellas miran a su alrededor como si fueran niños, burlonas, mimadas, caprichosas, descaradas, con una soleada amabilidad, seguras de su felicidad y de su genio, y como si las cosas no pudieran ser de ninguna otra manera…


Por lo que a mí respecta, no voy a negar la debilidad de querer ser una de estas personas y, tenga o no motivos para ello, se me antoja una y otra vez que algún día llegué a serlo. Desde luego, tenga o no motivos, pues, seamos sinceros: de lo que verdaderamente se trata es de qué nos consideramos, por qué nos tenemos, qué aparentamos ser y qué tenemos la seguridad de estar aparentando.


Quizá lo que realmente me pasa es que yo he renunciado a esa «felicidad exterior» al retirarme del servicio a la «sociedad» y organizarme la vida sin la «gente». Pero de que estoy satisfecho con ello, naturalmente, no hay que dudar ni un instante, no se puede dudar, no se debe dudar… Pues, voy a repetirlo una vez más y esta vez con desesperada insistencia: ¡quiero y tengo que ser feliz! En mí, la «felicidad» entendida como una especie de mérito, genio, dignidad y encanto, por una parte, y la «infelicidad» concebida como algo feo, sombrío, despreciable y, en una palabra, ridículo, por otra, constituyen un punto de vista demasiado profundamente anclado en mi interior como para que aún pudiera tenerme algún respeto a mí mismo en caso de ser infeliz.


¿Cómo podría permitirme ser infeliz? ¿Qué clase de papel tendría que desempeñar entonces frente a mí mismo? ¿No tendría que agazaparme en la oscuridad como una especie de murciélago o de lechuza, acechando envidioso a la «criatura luminosa», esa persona feliz y encantadora? Tendría que odiarla, con esa clase de odio que no es sino amor envenenado… ¡Y despreciarme!


«¡Agazaparme en la oscuridad!» Ah, y ahora me viene a la cabeza lo que hace algunos meses estuve pensando y sintiendo en algún que otro momento respecto a mi «posición marginal» y mi «aislamiento filosófico». ¡Y el desasosiego se anuncia de nuevo, ese angustioso desasosiego de tan aciago recuerdo! Y la conciencia de estar experimentando alguna clase de indignación contra un poder amenazador…


Claro que por esta vez supe encontrar un consuelo, una distracción, un narcótico, y también para la siguiente, y para otra más. Pero todo esto volvió de nuevo, volvió miles de veces en el transcurso de los meses y de los años.


 


11


 


Hay días de otoño que son como un milagro. El verano ha pasado ya, fuera hace tiempo que las hojas han empezado a amarillear, y en la calle el viento lleva días soplando por todas las esquinas mientras en las acequias borbotean turbios arroyuelos. Y tú ya has aceptado la situación, ya te has sentado, por así decirlo, al calor de la estufa para dejar que el invierno pase sobre ti. Sin embargo, una mañana, al levantarte, descubres con incrédulos ojos que, a través de los resquicios de las cortinas, una delgada franja de un azul luminoso resplandece en el interior de tu habitación. Sorprendido, saltas de la cama, abres la ventana y una oleada de titilante luz solar te sale al encuentro, y al mismo tiempo, a través del ruido de la calle, percibes un sonoro y alegre trinar de pájaros, mientras te sientes como si, con el aire fresco y ligero de un día de octubre, estuvieras respirando también los aromas incomparablemente dulces y prometedores que pertenecen por lo común a los vientos de mayo. Es primavera, resulta evidente que es primavera, a pesar del calendario, y entonces te vistes a toda prisa para, a través de las calles, correr bajo ese cielo luminoso y salir al campo…


Uno de estos días tan inesperados y notables amaneció hace ya cuatro meses —ahora estamos a principios de febrero—, y ese mismo día tuve ocasión de ver algo excepcionalmente hermoso. Estaba levantado desde las nueve de la mañana y, henchido por completo de un humor ligero y alegre y de una vaga esperanza de transformaciones, sorpresas y felicidad, tomé el camino que conducía al Lerchenberg. Ascendí por el extremo derecho de la colina y la recorrí longitudinalmente por toda la loma, ateniéndome siempre al margen del paseo principal y caminando junto a la balaustrada baja de piedra para poder disfrutar plenamente durante todo el trayecto, que dura más o menos media hora, de la vista sobre la ciudad, que desciende en una pendiente ligeramente arrellanada, y sobre el río, cuyos meandros centelleaban al sol y se fundían tras las verdes colinas en el soleado horizonte.


Aún no había prácticamente nadie ahí arriba. Los bancos dispuestos más allá del camino estaban solitarios y aquí y allá asomaba una estatua entre los árboles, de un blanco resplandeciente por el sol, mientras de vez en cuando aún caía alguna que otra hoja marchita sobre ella. El silencio al que yo atendía cautivado mientras caminaba con la vista ladeada para contemplar el diáfano panorama, permaneció imperturbado hasta que llegué al final de la colina y el camino empezó a descender entre viejos castaños. Una vez aquí, empezaron a resonar cascos de caballos y el rodar de un coche a mis espaldas, un coche que se acercaba rápidamente al trote y al que tuve que dejar paso más o menos a media pendiente. Me hice a un lado y me detuve.


Era un pequeño coche de caza, muy ligero y de dos ruedas, tirado por dos grandes alazanes relucientes y que resoplaban animadamente. Las riendas las sostenía una joven dama de unos diecinueve o veinte años junto a la que se sentaba un anciano caballero de apariencia majestuosa y respetable, con un bigote cano atusado à la russe y cejas espesas y blancas. Un criado vestido con una sencilla librea negra y plateada decoraba el asiento trasero.


Al arrancar la pendiente habían refrenado la velocidad de los caballos, haciéndolos ir al paso, ya que uno de ellos parecía nervioso e inquieto. El animal se había ladeado, alejándose bastante de la lanza, apretaba la cabeza contra el pecho e hincaba las esbeltas patas con tan tensa resistencia que el anciano, un poco preocupado, se inclinó hacia delante para auxiliar a la dama con su mano izquierda, elegantemente enguantada, a tirar de las riendas. La conducción solo parecía haberle sido confiada de forma provisional y medio en broma. Por lo menos, daba la impresión de que guiaba el coche con una especie de superioridad infantil e inexperiencia al mismo tiempo. La dama hizo un serio y fugaz ademán de indignación con la cabeza mientras trataba de tranquilizar al animal que iba trastabillando.


Era morena y delgada. Sobre su cabello, que llevaba recogido con un gran moño en la nuca y que le cubría la frente y las sienes en mechas sueltas y ligeras, permitiendo distinguir algunos hilos de color castaño claro, llevaba un sombrero redondo y oscuro de paja, adornado únicamente con un pequeño arreglo de cintas. Por lo demás vestía una chaqueta corta de color azul oscuro y una sobria falda de paño gris.


Lo más atractivo de su rostro ovalado y de rasgos finos, cuyo cutis ligeramente moreno acababa de enrojecer el aire de la mañana, eran seguramente los ojos: unos ojos finos y almendrados cuyo iris, apenas visible en su mitad, era de un negro reluciente y sobre los que se arqueaban unas cejas extraordinariamente regulares, como trazadas a pluma. La nariz tal vez fuera un poco demasiado grande, y la boca, aunque de silueta clara y fina, podría haber sido algo más delgada. Sin embargo, adquiría encanto enseguida gracias a sus brillantes dientes blancos un poco separados que en estos momentos la muchacha estaba apretando enérgicamente contra el labio inferior en su esfuerzo por dominar al caballo, entresacando un poco una barbilla de redondez casi infantil.


Sería equivocado decir que se trataba de un rostro de belleza llamativa y admirable. Antes bien, poseía el encanto de la juventud y de una alegre frescura, y este encanto se veía, por así decirlo, allanado, acallado y ennoblecido por una adinerada despreocupación, una educación distinguida y un cuidado de lujo. No había duda de que solo un minuto después esos ojos finos y centelleantes que ahora miraban con malcriado enojo al testarudo caballo adquirirían de nuevo la expresión de una felicidad segura y natural. Las mangas de la chaqueta, amplias y abullonadas a la altura del hombro, le rodeaban apenas las delgadas articulaciones de las manos, y yo nunca había experimentado una impresión más deliciosa de selecta elegancia que a través de la manera en que estas manos delgadas, desnudas y de mate blancura sostenían las riendas.


Yo, sin que nadie reparara en mí, estaba junto al camino mientras el coche pasaba de largo, y después de que volviera a ponerse al trote y desapareciera a toda prisa, proseguí despacio mi camino. Sentía alegría y admiración, pero al mismo tiempo también se anunciaba en mí un dolor extraño y agudo, una sensación acerba y apremiante de… ¿envidia? ¿De amor? O, sin atreverme siquiera a pensarlo: ¿de desprecio hacia mí mismo?


Mientras escribo esto me viene a la cabeza la imagen de un miserable mendigo frente al escaparate de un joyero y con la mirada fija en el valioso refulgir de un aderezo de diamantes. Este hombre no llegará a formular claramente en su interior el deseo de poseer la joya, pues ya solo la mera idea de ese deseo constituiría una imposibilidad tan ridícula que lo convertiría en objeto de sus propias burlas.


 


12


 


Quiero relatar que, por virtud de un azar y al cabo de ocho días, volví a ver a la joven dama por segunda vez. Fue en la ópera. Representaban la Margarita de Gounod, y nada más pisar la sala radiantemente iluminada para tomar asiento en mi butaca de platea, la vi sentada a la izquierda del anciano caballero en un palco del proscenio opuesto. De paso pude constatar que al verla me vi sacudido por un ridículo sobresalto y por algo parecido a una turbación y que, por algún motivo, aparté de inmediato la mirada y la deslicé por el resto de filas y palcos. Solo al arrancar la obertura me decidí a contemplar a aquellos señores con algo más de atención.


El anciano caballero, que vestía una levita severamente abotonada con pajarita negra, estaba reclinado con serena dignidad en su butaca, dejando descansar levemente una de sus manos enguantadas en marrón sobre el terciopelo del antepecho, mientras de vez en cuando se pasaba despacio la otra por la barba o por su corta y encanecida cabellera. La joven muchacha, en cambio —¡era su hija, no había duda!—, estaba inclinada hacia delante en actitud interesada y vivaz, apoyando las dos manos que sostenían un abanico sobre el tapizado de terciopelo. De vez en cuando movía fugazmente la cabeza para apartarse un poco el suelto cabello castaño de la frente y de las sienes.


Llevaba una blusa muy ligera de seda clara, con un ramito de violetas en el ceñidor, y bajo aquella iluminación tan acusada sus finos ojos centelleaban aún más negros que ocho días antes. Por cierto, pude constatar que aquella posición de la boca que ya había tenido ocasión de apreciar en ella le era característica: a cada instante apoyaba en el labio inferior sus dientes blancos y que resplandecían a intervalos regulares al tiempo que adelantaba un poco la barbilla. Esta expresión inocente que no delataba la menor coquetería, la mirada tranquila y alegre a la vez con que desplazaba continuamente los ojos, su cuello delicado y blanco que llevaba desnudo y al que se ceñía una delgada cinta de seda del mismo color que el ceñidor, el movimiento con que de vez en cuando se dirigía al anciano para llamarle la atención sobre algún detalle de la orquesta, del telón o de un palco… Todo ello generaba la impresión de una candidez indeciblemente delicada y encantadora, pero que no tenía absolutamente nada de conmovedor o susceptible de despertar «compasión». Era una candidez digna, mesurada y que había adquirido seguridad y superioridad gracias a un lujoso bienestar, y la felicidad que manifestaba no tenía nada de descaro, sino más bien algo de serenidad, pues era una felicidad natural.


Se me antojó que la música ingeniosa y delicada de Gounod no acompañaba nada mal este instante, y la escuché atentamente sin fijarme en el escenario y totalmente entregado a una atmósfera dulce y reflexiva cuya melancolía tal vez habría sido más dolorosa de no haber sido por sus acordes. Sin embargo, ya en la pausa que siguió al primer acto, un caballero de, digamos, entre veintisiete y treinta años se levantó de su butaca de platea y desapareció un momento para reaparecer justo después, acompañado de una hábil reverencia, en el palco que era el centro de mi atención. El anciano caballero le tendió enseguida la mano y también la joven dama le ofreció con una cordial inclinación de la cabeza la suya, que él se llevó decorosamente a los labios. A continuación se le invitó a que tomara asiento.


Me declaro dispuesto a reconocer que ese caballero llevaba la pechera más incomparable que he tenido ocasión de ver en toda mi vida. Era una pechera que quedaba completamente descubierta, pues el chaleco no consistía más que en una cinta delgada y negra, y la chaqueta del frac, que únicamente se abotonaba muy por debajo del estómago, estaba escotada desde los hombros, formando dos arcos inusualmente amplios. Pero la pechera, unida al cuello alto y fuertemente doblado hacia atrás por una pajarita negra y ancha y sobre la que, en intervalos exactos, lucían dos grandes botones cuadrados e igualmente negros, era de un blanco deslumbrante y había sido almidonada de una forma digna de admiración y que no le restaba elasticidad, pues en la zona del estómago formaba una agradable concavidad para sobresalir después de nuevo dando lugar a una joroba dócil y reluciente.


Se entenderá que una pechera semejante reclamara la mayor parte de mi atención. Sin embargo, la cabeza, completamente redonda y de cráneo recubierto por una mata de cabello muy corto y rubio, estaba adornada por un binóculo sin cinta ni montura, un bigote rubio no demasiado espeso y levemente rizado y, en una de las mejillas, por toda una serie de pequeñas cicatrices de sus duelos estudiantiles de esgrima que se extendían hasta las sienes. Por lo demás, el caballero tenía una complexión carente de defectos y se movía con seguridad.


En el transcurso de la velada —pues continué centrando mi atención en el palco— observé en él dos posturas que parecían serle características. Y es que, siempre y cuando la conversación con los señores hubiera quedado interrumpida, permanecía confortablemente reclinado en el asiento con las piernas cruzadas y los gemelos sobre las rodillas, la cabeza algo agachada y adelantando con vehemencia toda la boca para abstraerse en la contemplación de los dos extremos de su bigote, que al parecer lo tenían totalmente hipnotizado, al tiempo que volvía lenta y calladamente la cabeza de un lado a otro. Por el contrario, en cuanto se hallaba inmerso en una conversación con la joven dama, cambiaba por pura veneración la postura de sus piernas, aunque reclinándose aún más hacia atrás, a lo que agarraba la butaca con las manos, alzaba la cabeza todo lo posible y con la boca bastante abierta sonreía de una manera amable y no exenta de superioridad a su joven vecina de palco. Este caballero debía de sentir una seguridad en sí mismo asombrosamente feliz…


Hablando en serio, yo sé valorar esta clase de cosas. Ninguno de sus movimientos, por atrevida que pudiera ser ocasionalmente su galantería, iba seguido de alguna atormentadora sensación de embarazo. La confianza en sí mismo sostenía todo su ser. ¿Y por qué iba a ser de otra manera? Estaba claro: quizá sin destacar especialmente, se había trazado su propio y correcto camino que iba a seguir hasta alcanzar metas claras y útiles; vivía a la sombra de la conformidad con todo el mundo y a la luz del respeto general. Ahora mismo estaba ahí sentado en el palco y charlando con una joven cuyo encanto puro y delicioso tal vez no le resultara indiferente y cuya mano, si es que éste era el caso, podía pedir con buenas expectativas de éxito. ¡Nada más lejos de mi intención que expresar alguna palabra desdeñosa sobre este caballero!


Pero ¿y yo? ¿Qué pasaba conmigo? ¡Yo estaba sentado allí abajo mientras podía contemplar tristemente desde la lejanía cómo aquella valiosa e inalcanzable criatura charlaba y reía con ese ser indigno! Excluido, imperceptible, sin derechos, desconocido, hors ligne, desclasado, paria, un miserable ante mí mismo…


Me quedé hasta el final y volví a encontrarme a los tres señores en la guardarropía, donde se quedaron un rato mientras se cubrían con los abrigos de pieles para intercambiar algunas palabras con éste o aquél, aquí con una dama, allá con un oficial… El joven caballero acompañó a padre e hija cuando abandonaron el teatro y yo los seguí a corta distancia a través del vestíbulo.


No llovía, podían percibirse un par de estrellas en el cielo y no tomaron ningún coche. Con indolencia y entre parloteos, los tres caminaban frente a mí, que los seguía a una tímida distancia, abatido, atormentado por un sentimiento sarcástico y miserable de agudo dolor… No tuvimos que andar mucho. Nada más dejar atrás una calle, el grupo ya se detuvo ante un imponente edificio de sobria fachada en el que, instantes después, desaparecían padre e hija tras haberse despedido cordialmente de su acompañante, quien por su parte se alejó del lugar a paso rápido.


En la pesada puerta tallada de la casa podía leerse: «Magistrado asesor Rainer».


 


13


 


Estoy decidido a llevar este relato hasta el final, a pesar de que mi resistencia interior es tan grande que quisiera levantarme de un salto en cualquier momento y salir corriendo. ¡He estado hurgando y analizando este asunto hasta mi más completa extenuación! ¡Estoy tan harto de todo esto que siento náuseas…!


Aún no han pasado tres meses completos desde que supe por el periódico de un «bazar» que había organizado el ayuntamiento de la ciudad con fines benéficos y que iba a contar con la participación de todo el mundo respetable. Leí este anuncio con atención y enseguida me decidí a visitar el bazar. Ella estará allí, pensé, quizá incluso como vendedora, y en ese caso nada me impedirá acercarme a ella. Pensándolo bien, soy persona de cultura y de buena familia, y si esta señorita Rainer me gusta, en una ocasión como la presente tendré tanto derecho como el caballero de la asombrosa pechera a dirigirme a ella e intercambiar algunas palabras ingeniosas…


Era una tarde ventosa y lluviosa cuando me dirigí al ayuntamiento ante cuyo portal se había formado una aglomeración de gente y de coches. Me abrí camino hacia el interior del edificio, pagué el dinero de la entrada, dejé el abrigo y el sombrero en la guardarropía y logré subir con cierto esfuerzo las amplias escalinatas llenas de gente hasta el primer piso y el salón de fiestas, en el que me salió al encuentro un vaho bochornoso de vino, viandas, perfumes y olor a abeto, así como un confuso ruido compuesto de carcajadas, charlas, música, pregones y sones de gong.


Aquella estancia espaciosa y de techos descomunalmente altos había sido decorada con banderillas y guirnaldas de colores, y tanto a lo largo de las paredes como en su centro se alineaban los tenderetes, consistentes tanto en puestos abiertos de venta como en pequeños cobertizos de madera cuya visita recomendaban a pleno pulmón unos caballeros ataviados con fantasiosos disfraces. Las damas, que vendían flores, bordados, tabaco y refrescos por doquier, también iban vestidas con trajes diversos. En el extremo superior de la sala alborotaba una orquesta sobre un estrado decorado con plantas, mientras en el estrecho pasillo que formaban los puestos de venta avanzaba lentamente una comitiva compacta de gente.


Un poco aturdido por el ruido de la música, de los feriantes y de los graciosos reclamos, me sumí al caudal de visitantes. Aún no había transcurrido ni un minuto cuando, a cuatro pasos a la izquierda de la entrada, vislumbré a la joven dama a la que andaba buscando. Ofrecía vinos y limonadas en un pequeño puesto decorado con guirnaldas de ramas de abeto e iba vestida de italiana: con la falda de colores, el tocado blanco y anguloso y el corpiño corto de las albanesas, cuyas mangas camiseras dejaban al descubierto hasta el codo sus delicados brazos. Un poco acalorada, se apoyaba de lado en el mostrador, jugaba con su abanico de colores y charlaba con un grupo de caballeros que rodeaban fumando su puesto y entre los que reconocí de inmediato a aquel que tan familiar me resultaba ya. Estaba junto al puesto y muy cerca de ella, con cuatro dedos de cada mano embutidos en los bolsillos laterales de su chaqué.


Poco a poco me fui abriendo camino hacia allí, decidido a presentarme ante ella en cuanto se me ofreciera la ocasión, en cuanto dejara de estar tan ocupada hablando con otros… ¡Había llegado el momento de demostrar si todavía me quedaba algún resto de alegre seguridad y de confiada soltura o, de lo contrario, si mi mal humor y mi ánimo poco menos que desesperado de las últimas semanas estaban justificados! Pensándolo bien, ¿qué diantre me había pasado? ¿De dónde venía esa atormentadora y miserable mixtura de sentimientos de envidia, amor, vergüenza e irritada amargura que me sobrevenía en presencia de aquella muchacha y que una vez más, lo reconozco, me estaba acalorando el rostro? ¡Franqueza! ¡Amabilidad! ¡Autocomplacencia alegre y cautivadora, por todos los diablos, tal y como corresponde a una persona feliz y de talento! Y mientras tanto me ocupaba pensando con nervioso afán en el giro ingenioso, la palabra acertada, la salutación italiana con la que iba a aproximarme a ella…


Pasó un buen rato antes de que en medio de aquella muchedumbre que empujaba y avanzaba con lentitud me fuera posible recorrer el camino que rodeaba la sala, y, efectivamente, cuando me hallé de nuevo junto al pequeño puesto de vinos, el anterior corro de caballeros había desaparecido y el único que seguía allí, apoyado en el mostrador, era el caballero al que ya conocía, que se hallaba embebido en una animada conversación con la joven vendedora. Pues bien, en ese caso iba a tener que permitirme que les interrumpiera… Y con un giro fugaz abandoné el flujo de gente y me planté junto al puesto.


¿Qué sucedió entonces? ¡Ay, nada! ¡Casi nada! La conversación se interrumpió, el caballero al que ya conocía tan bien se hizo a un lado, agarrando con los cinco dedos su pince-nez sin cinta ni montura y contemplándome a través de esos dedos, y la joven dama posó sobre mí una mirada tranquila y escrutadora, examinándome de arriba abajo desde mi traje hasta las botas. Desde luego, mi traje no era nuevo y tenía las botas sucias del estiércol callejero, era consciente de ello. Además, estaba acalorado y era muy posible que llevara el pelo desarreglado. No me sentía libre y con dominio, a la altura de la situación. Me acometió la sensación de ser un extraño que no pertenecía a aquel lugar, carente de derechos, que no hacía más que molestar y hacer el ridículo. La inseguridad, el desamparo, el odio y el deplorable estado en que me hallaba me confundieron la mirada y, en definitiva, llevé a cabo mis animadas intenciones iniciales espetando con el ceño sombríamente fruncido, la voz ronca y expresión taciturna y casi ruda:


—Póngame una copa de vino.


En estos momentos carece de toda importancia si en realidad me equivoqué cuando creí apreciar que la joven muchacha dedicaba una mirada fugaz y burlona a su amigo. En silencio, al igual que él y yo, me sirvió el vino. Por mi parte, sin alzar la mirada, ruborizado y perturbado por la ira y el dolor, una figura desgraciada y ridícula, de pie en medio de los dos, tomé un par de sorbos, dejé el dinero encima de la mesa, me incliné desconcertado, abandoné la sala y me abalancé hacia el exterior.


Desde este instante estoy acabado, y le añade bien poca cosa al asunto que unos días después tuviera ocasión de leer en los periódicos el siguiente anuncio:


«Es un honor para mí anunciar el compromiso de mi hija Anna con el señor asesor Dr. Alfred Witznagel. Magistrado asesor Rainer».


 


14


 


Desde este instante estoy acabado. El último rescoldo de conciencia de felicidad y de autocomplaciencia que me quedaba, tras haber sido acosado hasta la muerte, ha terminado por hacerse añicos. ¡Ya no puedo más, soy infeliz, lo reconozco, y veo en mí una figura patética y ridícula! ¡Pero no puedo soportarlo! ¡Me estoy hundiendo! ¡Voy a pegarme un tiro, ya sea hoy o mañana!


Mi primer impulso, el primer instinto que tuve, fue el ingenioso intento de sacarle partido literario al asunto y de reinterpretar como «pena de amor» el miserable malestar que sentía: una ridiculez, obviamente. Nadie se hunde por una pena de amor. Una pena de amor es una actitud que no está nada mal. En una pena de amor, uno se complace a sí mismo. ¡Pero yo me estoy hundiendo precisamente porque en mí toda autocomplacencia ha llegado desesperadamente a su fin!


¿Acaso amaba —si se me permite plantear esta pregunta—, acaso yo amaba realmente a esa muchacha? Tal vez… Pero ¿cómo y por qué? ¿No era este amor un mero engendro de mi vanidad, desde hace tiempo irritada y enferma, que sintió una dolorosa agitación al contemplar por primera vez aquella preciosidad inalcanzable y suscitó unos sentimientos de envidia, de odio y de desprecio por mí mismo para los que el amor no era sino una simple excusa, una escapatoria y una forma de salvación?


¡Sí, todo eso es vanidad! ¿No me había tachado ya mi padre de payaso?


¡Ay, no tenía ningún derecho, yo menos que nadie, a marginarme y a ignorar a la «sociedad», yo que soy demasiado vanidoso como para soportar su desprecio e indiferencia, yo que soy incapaz de renunciar a ella y a su aplauso! Pero ¿no será que no se trata tanto de «tener derecho» como de una necesidad? ¿Y no es verdad que mi inútil carácter de payaso no me hubiera servido para ocupar ninguna posición social? Pues bien, entonces será precisamente ese carácter de payaso el que, en cualquier caso, va a ser el artífice de mi hundimiento.


La indiferencia, lo sé, sería una especie de felicidad… Pero no soy capaz de sentir indiferencia hacia mí mismo, no soy capaz de verme con otros ojos distintos a los de la «gente», y me estoy hundiendo a causa de mi mala conciencia… Aun siendo completamente inocente… ¿No será que la mala conciencia nunca ha sido otra cosa que supurante vanidad?


Solo existe una clase de infelicidad: perder la complacencia que uno tiene consigo mismo. Dejar de gustarse, eso es la infelicidad… ¡Ay, y yo siempre me había dado buena cuenta de ello! Cualquier otra cosa es un juego y enriquecimiento de la propia vida. En cualquier otra clase de sufrimiento uno puede estar extraordinariamente satisfecho con el propio yo y parecerse muy bien a sí mismo. Pues no es sino el desacuerdo que sientes contigo, la mala conciencia dentro del sufrimiento, las batallas de la vanidad las que te convierten en una visión lamentable y repugnante…


Un viejo conocido apareció en escena, un caballero llamado Schilling con quien en su día estuve sirviendo a la sociedad en el gran comercio de maderas del señor Schlievogt. Los negocios lo llevaron a la ciudad y vino a visitarme. Un «individuo escéptico», las manos en los bolsillos del pantalón, con unos quevedos de montura negra y un encogerse de hombros realista y tolerante. Llegó por la noche y me dijo: «Voy a quedarme un par de días». Fuimos a una taberna.


Me salió al encuentro como si yo todavía fuera aquel joven feliz y autocomplaciente que él había conocido y, convencido de buena fe de que con ello no hacía más que transmitirme mi propia y alegre opinión, me dijo:


—¡Por todos los diablos, tú sí que has sabido montarte bien la vida, muchacho! Conque independiente, ¿eh? ¡Libre! ¡En realidad tienes toda la razón, maldita sea! Solo se vive una vez, ¿verdad? En realidad, ¿qué demonios nos importa lo demás? Eres el más listo de los dos, tengo que reconocerlo. De hecho, tú siempre fuiste un genio…


Y al igual que entonces, continuó expresándome de buen grado su reconocimiento y siéndome complaciente, sin intuir siquiera que yo, por mi parte, ya me sentía invadido por el miedo a desagradar.


Con desesperado esfuerzo pugné por autoafirmarme ocupando el lugar que me correspondía a sus ojos, por seguir estando a la altura, por parecer feliz y satisfecho de mí mismo… ¡En vano! Me faltaba todo fundamento, todo buen ánimo, toda compostura; me mostré ante él con una fatigada sensación de embarazo, con una sumisa inseguridad… ¡Y él supo captarlo con increíble rapidez! Resultaba espantoso ver cómo él, que había estado perfectamente dispuesto a reconocerme como persona feliz y superior, empezaba a vislumbrar mi interior, a mirarme con asombro, a volverse frío, a adquirir aires de superioridad, a tornarse impaciente y hostil y, finalmente, a manifestarme su desprecio en cada uno de sus gestos. Se fue muy pronto, y al día siguiente un par de líneas apresuradas me informaron de que había tenido que partir antes de tiempo.


Es un hecho, todo el mundo está demasiado diligentemente ocupado consigo mismo como para estar en situación de formarse en serio una opinión sobre los demás. La gente acepta con desidiosa predisposición el grado de respeto que tú tienes la seguridad de manifestarte a ti mismo. Sé como quieras, vive como quieras, pero muestra siempre una audaz confianza y esconde toda mala conciencia y nadie va a ser lo bastante moralista como para despreciarte. En cambio, experimenta la pérdida de la conformidad contigo mismo, el sacrificio de tu autocomplacencia, haz ver que te desprecias y todos te darán ciegamente la razón. Por lo que a mí respecta, estoy perdido…


 


Dejo de escribir, lanzo la pluma lejos de mí… ¡Lleno de asco! ¡De asco! Terminar con todo… Pero ¿eso no sería incluso demasiado heroico para un «payaso»? Resultará, me temo, que voy a seguir viviendo, comiendo, durmiendo y entreteniéndome un poco y acostumbrándome estúpidamente con el paso del tiempo a ser una «figura desgraciada y ridicula».


Dios mío, ¡quién hubiera dicho, quién hubiera podido pensar siquiera que implica un grado tal de fatalidad e infortunio el hecho de haber nacido «payaso»…!




Ilustración: Armand Henrion

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