lunes, 9 de diciembre de 2024

El conejo de la luna

 



 

 

 


 

1

 

 

Papá estaba sentado en mi cama. Yo lo miraba con ojos de tanta tristeza, de tan profunda pena, que más que amor filial lo mío parecía una especie de profecía que él alcanzaba a leer claramente en mi mirada. Por eso levantó una mano señalando la ventana, por donde entraba una muy tenue luz de la luna. Estábamos casi a oscuras, sólo encendido el velador con una pantalla estampada con personajes de Disney. Era tan opaca, que en el rostro de mi padre esas figuras se deformaban, tomando aspectos que ni Edgar Allan Poe habría imaginado. ¿Pero todo esto no serían especulaciones mías?, me pregunté más adelante. Aunque yo era entonces muy pequeño, no lo era tanto como para no comprender lo que consideraba un quiebre definitivo en mi vida. Tenía ocho años, y mi padre se iría en un viaje muy largo, mucho más que los anteriores, cuando iba y regresaba de tierras extrañas que él llamaba África a veces, Asia otras. Esta vez, el destino de mi padre era la luna. Y no era solamente mi padre el que se iba, sino el hombre que en el mundo de la antropología era conocido como Claudio Levi. A los cuarenta años de edad, tenía el prestigio que otros no alcanzaban en toda una larga vida.  A los treinta y cinco comenzó su entrenamiento como astronauta. El próximo viaje espacial era su objetivo como el acompañante científico más calificado que se podía encontrar en ese tiempo.

      Miré hacia la ventana, en cuyo extremo superior derecho se veía la luna, poderosa y dulce al mismo tiempo, etérea pero concreta como una masa de piedras que estuviese a punto de caer sobre la Tierra. Hay quienes sienten en sus caras la endeble calidez de los rayos lunares casi tanto como los rayos del sol, yo nunca lo he experimentado. Esa noche previa al viaje de mi padre, su luz iluminaba tenuemente la nuca de papá, por lo tanto, entre las figuras de la pantalla en su cara y la sombra luminosa de la luna por detrás, yo vi su cuerpo como si estuviese en el cine. Me habían enseñado las películas documentales que él había filmado en sus viajes de estudio, paisajes desolados y arenosos, selvas tropicales, montañas altísimas, playas inmensas y solitarias, volcanes en erupción. Y en medio de todos esos sitios, el cuerpo de Claudio Levi surgía triunfante, con las botas y el pantalón sucio de lodo, la cazadora clásica y ya rota de tantos años de uso, el sombrero de cazador africano que tanto lo emparentaba con las fotografías de Ernest Hemingway. Pero en las manos de mi padre no había un arma, sino un estuche de cámara fotográfica y una filmadora, y en la mochila quién sabe qué otras cosas que nunca pude ver sino hasta muchos años después: compases, lápices, libretas de apuntes, y varios recipientes de vidrio muy pequeños, tal vez con sustancias químicas que utilizaba como reactivos para comprobaciones geológicas.

      -¿Qué ves ahí, Roger? – me preguntó esa noche.

      Miré la ventana, observé la luna, y supe lo que quería decir.

     -El conejo- respondí, sonriendo, y la humedad de mis ojos me traicionó.

     Cuando era aún más pequeño, él se quedaba en mi habitación contándome cosas sobre sus viajes, sobre animales y personas, sobre elementos de la naturaleza que a mí me resultaban tan fascinantes como si me estuviese hablando del espacio exterior. Yo había mencionado esta sensación una vez en una ocasión, y él me mostró entonces la luna por esa misma ventana, y me dijo que algún día iría. Había llegado tal ocasión. En la mañana siguiente, el transbordador espacial lo llevaría a la luna junto a otros dos tripulantes.

     -¿Qué te gustaría que te trajera de allí?- preguntó.

     Siempre me traía algún objeto especial de sus viajes, el armario de mi habitación estaba lleno de objetos que con el tiempo perdían su sorpresa y más tarde también su significado. Vasijas de barro pequeñas y coloreadas con figuras fantásticas, collares con cuentas de huesos de mano humana, plumas de aves exóticas, máscaras tribales, puntas de lanza de piedra, hasta pedazos de tierras cocidas que se mantenían incólumes en un rincón seco de mi cuarto. Mi habitación se había convertido en un museo, lo cual en esa época me hacía sentir extraño y asilado. Por eso mis amigos no venían a visitarme, pensaba, pero en realidad era yo quien no los invitaba. No sabía si era vergüenza, ¿o se trataba de orgullo?

     -Lo que puedas, papá.

     -Quiero que te fijes bien, ¿qué tiene el conejo a su lado?

      Miré con atención, y supe a qué se refería.

      -El bate y la pelota.

      Mi padre sonrió con una especie de felicidad que permaneció en mi memoria el resto de mi vida.

     -Voy a traerte esa pelota, Roger.

     Luego apagó la luz del velador, y sólo la luna lo iluminaba. Él estaba a merced de ella, en esa habitación, junto a mí, pero lejos para siempre. Ahora le pertenecía a la luna, ella lo había absorbido y nos lo había quitado a mi familia y a mí. Muchas veces escuché a mi madre sus quejas por las ausencias de mi padre, diciendo que la tierra y sus viejos huesos le habían robado a su esposo. Pero más tarde sería la luna quien se lo robaría definitivamente, porque a fin de cuentas mamá era también otra clase de roca iluminada en una de sus caras por el sol. La luna era una amante esporádica, que se ocultaba en los días nublados, crecía lentamente a lo largo de un mes y se hacía desear por su misma lejanía inalcanzable. Las mejores amantes son las que no pueden tocarse, me he dicho muchas veces. Mi experiencia con las mujeres ha sido tan superficial, que creo ha sido un medio de defensa para no sentirme lastimado. La luna es demasiado grande y fría, como una madre exigente, como una madre posesiva. Ella me ha quitado el dulce recuerdo de las mañanas de verano en la playa y me ha dejado el pavoroso sentimiento de la soledad en las noches de húmedos otoños urbanos. Me ha otorgado el contraste, es verdad, con lo cual el valor de lo amado se acrecienta, pero el sabor amargo de la pena no borra la posibilidad de lo perdido para siempre.

      La luna, entonces, fue envolviendo a mi padre con su influencia en esa habitación en penumbras. Salio él por la puerta, con la luz del pasillo ahora frente a él, y la luz muerta de la luna en su espalda, empujándolo. Luego cerró, y me quedé con ella. Amándola y aborreciéndola, sin cortinas con que apartarla, únicamente el silencio del cuarto para simular la oscuridad.

 

     En esa época, la imaginación tomaba el lugar de la triste realidad, y el ver un conejo con un bate y una pelota de beisbol en la superficie irregular de la luna era una realidad que me distanciaba de la pena de ver a mi padre partir una vez más de viaje. Porque en verdad, esa noche, aunque el presentimiento de no verlo otra vez fue muy intenso, no dejé que dominara mi mente, y la despedida fue como en cualquier otro de sus tantos viajes. Así fue como me expliqué la serenidad con que acompañé a mamá y a mi hermano en el auto hacia la base desde donde despegaría el transbordador. Mi padre había partido muchas horas antes de casa, lo había venido a buscar un vehículo de la Fuerza Aérea a las cuatro de la mañana. Escuché el motor de la camioneta que tantas veces había oído en esos últimos años, y luego me dormí nuevamente. No sé por qué, en el entresueño siguiente aquel motor se me ocurrió el de un avión, uno de los tantos que habían llevado a papá en sus viajes a otros continentes. Esa fue, pienso, una de las razones por las cuales aquella serenidad fue el resultado: mi padre no se iba para siempre, y como tantas otras veces, y de igual manera, regresaría en unas cuantas semanas.

     En ese entonces vivíamos en el distrito de Columbia, que era el lugar más apropiado para las múltiples actividades de mi padre. Desde allí podía partir a sus viajes y regresar con su equipaje lleno de rollos de fotografías y películas, con libretas de apuntes ya repletas y sin hojas que hubiesen quedado en blanco, y con una variedad de objetos que luego entregaría a los museos o quedarían en su taller para investigar. Además, estaban sus clases esporádicas en la universidad, y sus libros y documentales. Yo nací en Buenos Aires un año antes que mis padres se trasladaran a vivir en los Estados Unidos, cuando papá tuvo que comenzar su entrenamiento para el viaje a la luna. No por eso dejó de escribir y viajar, pero durante seis meses de cada uno de los años siguiente vivía prácticamente enclaustrado en la base aérea que lo entrenaba.

     La última mañana nos permitieron ver el despegue. Las tres familias estábamos en las filas del anfiteatro frente a la pantalla con  las imágenes trasmitidas desde la plataforma de despegue. Vimos el ascenso del transbordador con su despliegue de humo, lento como si en cualquier momento pudiese detenerse y venirse abajo por efecto de su propio peso. ¿Qué fuerzas, me dije, debía haber en esos motores? Sabía que mientras mayor altura lograse, el peso sería menor, y ya tan solo necesitaría una leve fuerza de propulsión para viajar en el vacío. Sentí que las manos de mi madre retenían las de mi hermano y yo, uno a cada lado, mientras el aparato subía y subía, hasta hacerse finalmente una pequeñez en el cielo azul de un 25 de marzo. Ella lloró cuando ya no pudo verlo más, nos miró a cada uno y nos abrazó. Yo sentí que desde ese momento ya no nos soltaría más, y una especie de claustrofobia me embargaría cada vez que sintiera la mirada o la voz de mi madre. Pensé en la luna en ese momento, blanca y débil en el cielo diurno, una mancha aparentemente inofensiva en la piel del universo, pero tal vez el comienzo de un cáncer.

    

     Diez días después, nos llamaron de la base. Escuché la voz de mamá al teléfono, con tonos fríos, luego tristes, a veces desesperados, y adiviné lágrimas en sus ojos. Supe exactamente cómo era su cara, sin verla desde la cama de mi cuarto, el vestido que llevaba puesto, la posición de su cuerpo en la silla junto a la mesita del teléfono, la forma en que sus dedos tomaban el tubo, y la leve distancia con que lo apoyaba en su oreja, los gestos con que se apartaba el pelo de la cara o secaba sus lágrimas, la coreografía de sus dedos mientras hablaba. Y por todo esto supe lo que le estaban diciendo. Minutos después la vi aparecer en la puerta de mi habitación exactamente en el segundo en que la esperaba, luego de escuchar sus pasos lentos, indecisos hacia mí.

      -Tengo que ir a la base, Roger, papá está por regresar.

      Yo no comprendía del todo. Busqué indicios de respuestas en su rostro, o leer detrás de lo que me decía.

     -Pero mamá, faltan quince días… -Pensé que estaba siendo egoísta no demostrando alegría por el regreso de mi padre antes de tiempo. Después se me acercó, y abrazándome se puso a llorar.

     -Quiero que vengas conmigo, no puedo recibirlo sola.

     Supe entonces que mi hermano y yo debíamos ser su apoyo desde entonces, ella era demasiado dependiente de nosotros y de mi padre. Mi hermano estaba de viaje de estudios con su colegio, así que yo me levanté de la cama, me vestí, mientras ella me observaba como si fuese su esposo, admirativamente, pero también con una ansiedad rayana en lo incomprensible. Sus ojos eran dos lunas, me dije en ese mismo instante, y de allí mi padre caía como de dos abismos simultáneos, un espejo junto a otro espejo.

     Llegó a buscarnos la camioneta de la Fuerza Aérea. Salimos de casa, mamá cerró la puerta con llave, parsimoniosamente, como si de esa manera mantuviese tranquila una bomba que estuviera a punto de estallar. Subimos al vehículo, nos ubicamos en los asientos traseros, y atravesamos la ciudad en completo silencio, viendo las calles de las afueras en un día nublado. Miré el cielo por la ventanilla, por si veía la cápsula del trasbordador, pero las nubes lo ocultaban todo, incluso la esperanza, y degradando la misma necesidad de la esperanza en un fluido que se esparcía sobre el asfalto como la más vil de las secreciones.

     La esperanza es una asesina sin piedad, me digo ahora, luego de tantos años. Es una vieja bien vestida y ojos claros que promete y promete sin cesar, dando ánimos con esa pulcritud propia de los desvalidos, de aquellos a los que ni siquiera la misericordia es capaz de tolerar. Y con la hipocresía de la esperanza bajé del vehículo junto con mi madre cuando llegamos a la base. Nos acompañaron, resguardándonos, un par de soldados, hasta la sala de conferencias. Había incontables periodistas en la puerta, nos abrieron paso entre ellos, pero no pudieron evitar que los flashes nos atraparan para la posteridad, como tampoco que yo escuchara palabras y frases sueltas, la familia del antropólogo Levi, el primer civil en viaje de estudios, misión frustrada, tragedia…, y mientras más breves más sensacionalistas y más propensas al melodrama, y por eso, quizá, más ciertas. Pero en la vida hay un elemento que aquellas ficciones no podrían simular, el elemento de tragicomedia, la mezcla que frustra los planes de los dioses, el único elemento propiamente humano: la vana esperanza.

     Avanzamos hacia la sala de conferencias, de altos techos simulando los cielos a explorar, las paredes repletas de fotografías de científicos y astronautas, generales, presidentes. Nos sentamos a esperar en las butacas de pana verde. De vez en cuando el coronel Sánchez, amigo de mi padre, le decía algo a mamá, pero no alcanzaba a oírlo. Luego, bajaron la pantalla de proyección y aparecieron las imágenes de la cápsula del transbordador. Una voz en off relataba los acontecimientos: en estos momentos la cápsula está entrando en aceleración, vemos cómo los rescatistas están preparados para recuperar  a los tripulantes apenas entre en contacto con el agua. La cápsula caería en pleno océano Pacífico, a mil kilómetros de la costa oeste. Vimos cómo descendía a una velocidad incalculable, pero en la inmensa distancia parecía caer lentamente, y fue en ese momento cuando la esperanza comenzó a engañarse a sí misma dentro de cada uno de nosotros. Sé que mamá veía a mi padre dentro de esa cápsula, dormido seguramente, pero vivo, pronto a despertar cuando la atmósfera comenzase a calentar con peligro la superficie y debiera ser rescatado al llegar al océano.

      Finalmente cayó con una explosión de agua que pareció salpicarnos de asombro y alegría, me abracé a mi madre y ambos lloramos de contento. Vimos cómo las lanchas iban en rescate de los tripulantes hacia la cápsula que reflotó luego de hundirse con el impacto. Abrieron la puerta y entraron. La espera se hizo larga, y cuando salieron, sólo estaba uno de los tres tripulantes, con su traje y su casco, así que no pudimos reconocerlo. Hubo tumultos en la zona, muchos hombres se interponían ante las cámaras, la transmisión se interrumpió de forma intermitente muchas veces. Nos levantamos asustados y nos hicieron sentar otra vez con palabras de serenidad. En la anteúltima imagen que recibimos con claridad, vimos al tripulante sacarse el casco: era el capitán Williams. Poco después, tras las manchas grises de la intermitencia, la cápsula lucía sola, con la puerta abierta dejando entrar el agua que lentamente la haría hundirse si antes no llegaba el helicóptero preparado para levantarla.

     Más tarde, cuando ambos estábamos en casa, llegó nuestro abogado y asesor legal. Mamá dormía, pero él la despertó. El coronel Sánchez lo acompañaba, y por ser más íntimo de la familia, ayudó a mamá a levantarse. Yo me senté en el sillón frente al televisor que retransmitió una y otra vez las imágenes de la caída. El abogado nos juntó a todos en la sala de estar, ensombrecida por las persianas bajas, para escondernos del acoso de la prensa. El teléfono estaba descolgado, y mamá me pidió que apagara el televisor con una voz que casi no reconocí desde ese día. El abogado, el doctor Vicent, era español, y cuando estábamos en casa, nos hablaba en nuestra lengua.

     -Mirna, el informe del capitán Williams dice que Claudio se perdió el quinto día en que alunizaron. Perdieron contacto con él tanto visualmente como por radio. Dice que se alejó demasiado explorando el terreno, recogiendo muestras, ya sabes cómo era, obstinado como el que más…

     Mamá lo miró enojada.

    -¿Cómo que era…?

     -Pero Mirna….

     -¿Dónde está su cuerpo?

     -Se lo considera desaparecido…

     -¿Pero por qué regresaron sin él?, deberían haberlo aguardado…

     -¿Cuánto tiempo? El capitán dice que el coronel Berg murió por ir a buscar a Claudio, estuvo dos días ausente, y cuando el capitán Williams fue a buscarlo lo halló asfixiado por una falla en su tanque de oxígeno. Toda la misión estaba abortada, por supuesto, así que regresó, y solo como estaba, fue una muestra de habilidad extrema y mucha suerte de su parte.

     Mamá bajó la cabeza y la escondió entre las manos. Llevaba una polera negra y una pollera del mismo color. Sánchez intentó consolarla pero ella se apartó de él y se abrazó a mí. Yo lloraba también, asustado más que comprendiendo todo aquello. ¿Qué había pasado con mi padre, dónde estaba, por qué no lo trajeron? En realidad, no comprendía nada, y con los minutos todo se resumió a una sola palabra que simbolizaba y abreviaba todo lo complicado en algo comprensible. El problema de la muerte es que se trata de un misterio que todos podemos intuir, cuya comprensión es una especie de consuelo. Tan acostumbrados estamos a la eficacia de la muerte, que no exigimos explicaciones sobre lo que hay más allá, y la aceptamos como un acto de fe. Por eso la muerte contiene la fe más grande que cualquier ateo o agnóstico es capaz de sentir. Para lo inevitable sólo hay aceptación, y eso es la fe. Pero lo que le había sucedido a mi padre estaba fuera de lo inevitable.

 

 

 

2

 

Por entonces comenzó el proceso judicial que mi madre decidió entablar contra el gobierno. Prácticamente no había antecedentes sobre algo parecido, y el doctor Vicent le aconsejó una y mil veces que no lo hiciera. Finalmente él renunció y muchos abogados, uno tras otro se encargaron de continuar el pleito. Al cabo de cinco años, el proceso continuaba. El gobierno habría cerrado toda la investigación sobre la misión si no hubiese habido un juicio de por medio, y mi madre quiso entablar una demanda contra el capitán Williams por negligencia criminal. Ella decía que debía haber traído por lo menos el cuerpo del coronel Berg, si es que realmente por cuestiones de vida o muerte no había podido ir en busca de mi padre.

      Un día, en el séptimo año de la investigación, el capitán llegó hasta las puertas de nuestra casa. Yo estaba pintando la cerca del jardín, y mi madre se asomó por la ventana de la cocina. Al principio simplemente escuché la voz de un viejo que me llamaba por mi nombre. Me di vuelta, y vi a un hombre calvo, muy delgado, de traje pulcro pero que le sobraba por todas partes.

     -¿Qué se le ofrece, señor?- pregunté, desconfiado.

     -Tu padre me habló mucho de su hijo Roger durante el viaje, por eso puedo reconocerte aún después de estos años.

      Cuando me di cuenta de quién era, ya mi madre había salido y estaba a unos metros de nosotros, con el delantal de cocina y un repasador en las manos, que retorcía con ira.

    --No hables con él, Roger, hay una orden de restricción. Ya sabe que toda comunicación debe establecerla entre nuestros abogados, capitán, si es que aún no lo han degradado, lo que deberían haber hecho hace mucho tiempo.

      El hombre miró a nuestro alrededor, el jardín descuidado, la casa venida a menos. El proceso había consumido todos nuestros ahorros, los que papá nos había dejado, incluso los préstamos de la familia de mi madre. Mi hermano trabajaba en la Florida, había dejado sus estudios universitarios, y yo no tenía más remedio que quedarme a cuidar a mamá, estudiando y trabajando medio tiempo en la ciudad. El capitán había bajado de un largo Chrysler, y aunque el cuerpo del hombre denotaba una enfermedad por cierto terminal, intentaba ocultarlo con lujo y pulcritud. Por lo tanto, el contraste resultaba lastimoso para nosotros, y mi madre no dejó de sentirse irritada por esa realidad.

     -Señora Levi, he venido ha hablar con usted extraoficialmente…

     -Si vino a comprarnos, no se moleste en seguir hablando, sabemos lo que nos falta, pero no es precisamente dignidad…

     -De eso no estoy tan seguro, señora, con el tiempo, la obcecación toma su lugar, y la dignidad se torna ridiculez.

     Mi madre se rió.

    -¡Qué caraduréz la suya, capitán! Un asesino que me habla de dignidad a mí…

     El capitán se adelantó dos pasos, justo ante el primer escalón de los cuatro que lo separaban de mi madre. De pronto, comenzó a desanudarse la corbata y desabrocharse la camisa, entonces yo me adelanté y miré su pecho flaco, lleno de manchas cancerosas.

     -Me estoy muriendo, señora Levi, de un cáncer de piel que comenzó en ese viaje. Radiaciones, virus, quién sabe. Puede estar contenta, si lo que ambiciona es la venganza…

    -Lo que siempre busqué es la verdad, capitán.-Mi madre estaba a punto del sollozo, pero no dejada de estrujar el repasador.

     -Le dije la verdad desde que regresé. Si debí morir con ellos dos en la maldita luna para conformarla, lo siento. Uno de los deberes primordiales de nuestro entrenamiento no es solamente la supervivencia, sino la prioridad de los objetivos de una misión, eso su esposo lo sabía muy bien. ¿No se preguntó usted por qué se alejó tanto, más allá de sus órdenes, exponiendo nuestras vidas si algo le sucedía? Tal vez él fue el asesino, señora Levi, el asesino de Berg, y el mío, si no hubiese decidido regresar.

     Mamá se quedó pensando unos segundos, yo ya sabía que todo eso había pasado por su mente muchas veces. No era un planteo nuevo, los abogados habían planteado la misma cuestión. Todo eso habría bastado para exonerar a Williams y cerrar el proceso definitivamente, sin embargo continuaba abierto, como si alguien esperara que surgiera alguna otra información.

     -Vine acá, señora Levi, a ver si puedo hacer que desista de su empeño. Claudio ya no va a regresar, y usted ya no puede seguir enfrentando los gastos. Yo sí puedo hacerlo hasta el día que me muera, pero este juicio es como una herida que no puedo cerrar por más que quiera.

    -¡Pobre capitán Williams, sin duda lo carcome el remordimiento! Dios sabía lo que hacía cuando le dio esta enfermedad. Ahora me siento más tranquila, aunque el juicio nos sea contrario. Algo de justicia ha habido, por lo menos.-Luego me miró, y dijo: -Roger, vamos a comer.

     Ambos entramos y la puerta de la cocina se cerró frente al capitán Williams, con la camisa abierta mostrando el pecho de piel enferma. Pero antes observé sus manos que temblaban mientras se anudada nuevamente la corbata, manos de piel quebradiza y manchada. Regresó al auto, subió al asiento trasero y bajó la ventanilla, y brevemente como en un destello vi que levantaba algo del asiento, algo que se destacó por su opaca vejez en medio del brillo del sol sobre los cristales y la chapa del auto, mientras el chofer llevaba el auto hacia el camino. Luego ya no pude verlo más.

     Esa tarde entré al estudio de mi padre. Todo se había conservado exactamente igual a como él lo había dejado el día que se fue. Sobre el escritorio había decenas de cartas que nunca fueron contestadas, y en un cajón aquellas que llegaron luego de las noticias del viaje, desde todas partes del mundo, de amigos, de sociedades científicas, de instituciones antropológicas, de universidades en las cuales tenía compromisos de trabajo para los siguientes años. Mi madre las guardó sin abrirlas en ese cajón, el mismo en el papá tenía las dejaba antes de responderlas. El cuarto no era muy grande, y el mismo abarrotamiento de muebles y cosas provocaba una íntima calidez a quien entrara. La biblioteca ocupaba las cuatro paredes, y la única ventana y puerta parecían abrirse paso con esfuerzo entre los estantes que llegaban hasta el techo. No había un orden determinado, sólo él estaba al tanto de dónde encontrar lo que sus estudios o investigaciones requerían. No era la primera vez que yo entraba desde su desaparición, pero aún no me atraían esas cosas, por lo menos al principio. En ese entonces representaban sólo una forma de hallarme en contacto con él, de sentir el inconfundible olor que había dejado en los libros, en la madera del escritorio, en el cuero de la silla. Yo sondeaba, como un buzo, en el aire cálido con el aroma de un suave tabaco que había traído alguna vez de la India.

      Yo ahora estaba por cumplir quince años, y ya sabía que mi padre había experimentado con drogas, pero siempre como método para sus estudios. Su alma era una fuerza incapaz de detenerse ni tener miedo a nada. La primera vez que me invitaron a drogarme pensé en mi padre. Me quedé tumbado en el piso de la habitación de mi amigo, soñando viajes espaciales en cápsulas que estallaban antes del despegue. Mi mente se introdujo en tinieblas llenas de barro, en el cual yo sondeaba en busca de la luna. La luna en la tierra, me dije después, tratando de analizar esos sueños provocados por los alucinógenos. Sentí tanto dolor, más tarde, tal vacío de perdición, tal irrevocable amargura que sabía eterna cada vez que pasaba el efecto, que no me fue difícil dejar de hacerlo cuando mi madre lo supo y me lo prohibió. Fue un día en que regresé con los efectos de una sustancia, y ella lo vio en mis ojos, y comenzó a gritarme. Y mientras lo hacía, percibí el aroma del alcohol en su aliento. Dormí sin sueños durante muchas horas. Al despertar, mamá estaba tirada en el suelo junto a mi cama, dormida. La desperté, y se fue al cuarto de baño. Escuché el agua de la ducha correr durante largo rato. Luego la vi salir e ir a su habitación. Yo entré al baño y miré los restos de su vómito en el inodoro, la ropa interior desperdigada por el piso, el olor a alcohol que sin duda venía de las botellas de enjuague bucal. Las vacié en el inodoro y apreté el botón. Me desnudé y me duché. Con las manos sobre la cara y los codos apoyados en los azulejos, dejé que el agua caliente se llevara los restos de la muerte de mi cuerpo, los cadáveres de sueños inconclusos. Un imprevista erección me sorprendió, y sin pensar me masturbé para acabar con ese cuerpo sórdido en que mi ser se había convertido, expulsando  sordidez para la sordidez ya obtenida, y tocar el fondo de la amargura. Sin mi padre, no éramos nada, y mi padre estaba aún en el estudio cerrado casi a cal y canto desde su ausencia. Esa mañana fue la primera vez que entré a ese cuarto luego de varios años, y ya no pude dejar de hacerlo.

     Cuando era un niño casi no se me dejaba entrar mientras papá permanecía en casa, porque en esas pocas ocasiones él debía aprovechar el tiempo para hacer todo lo que no podía en sus viajes, contestar cartas de institutos y universidades, ponerse al día con las revistas que le llegaban mensualmente, hablar por teléfono, y sobre todo a escribir artículos que le solicitaban esas misma revistas, y avanzar en algún libro que tenía prometido a alguna editorial. Cuando salía del cuarto, yo vislumbraba el interior oscuro, sólo iluminado por la lámpara del escritorio. Entonces papá me alzaba en brazos, apartándome de los juguetes que ya no me interesaban, y me llevaba hasta el sótano donde guardaba las piezas o reliquias que había traído de sus viajes. Tenía allí una amplia mesa de trabajo donde extendía sus planos y yo veía los trayectos de largos ríos, de selvas, desiertos o ciudades antiguas. Yo preguntaba qué era tal o cual cosa, señalando con mi dedo sobre el mapa, y él me explicaba, y luego no podía dejar de contar alguna anécdota que le había ocurrido en ese lugar. Para mí todos esos relatos eran fascinantes, y los creía ciertos en su totalidad. Pero más tarde mi madre se reía cuando le contaba lo que me había dicho papá, y se callaba como si no valiese la pena continuar con el asunto. Me di cuenta, también en esa época, que se sentía abandonada y sola durante las ausencias de su esposo, y no halló más alternativa de consuelo que desairar y menospreciar lo que mi padre hacía.

      La tarde del día en que el capitán Williams vino a vernos, yo entré a la biblioteca y me senté en la misma silla que perteneció a mi padre, me acodé en el escritorio y revolví las viejas cartas amarillentas que le habían enviado. Comencé a leer:

     ….estimado doctor Levi…agradeciendo su inestimable colaboración… esperamos que obtenga los beneficios acordes a su investigación… la universidad y sus alumnos lo aguardan….lamentamos la pérdida de la máscara en el desembarco en Cabo Esperanza…las autoridades de Ceilán le han otorgado permiso para visitar las ruinas…en Méjico lo llevarán en jeep hacia la pirámide…¿es verdad lo que me ha contado del dios de Tenochtitlán?... en El Cairo lo recibirá el cónsul, mi estimado profesor… han caído en desgracia los habitantes de las tribus en Senegal, siendo atacadas por los vecinos más poderosos, que el gobierno militar está apoyando… hay minas de oro de por medio… contrabando de diamantes… los explotan como mano de obra… amenazan a sus familias…la hambruna es terrible…la epidemia avanza y esperamos envíos de las Naciones Unidas, pero hace meses que nos lo prometieron…

    Las imágenes pasaron por mi memoria como si las hubiese vivido, y recordé lo que tantas veces dijo mi padre sobre la memoria genética. Él decía que en los huesos se conserva la memoria de generaciones, y fue una forma fácil para explicarme, a mi edad, algo mucho más complejo. Pero él decía que en los huesos que exponía sobre la mesa de su taller, y que limpiaba concienzudamente con un delicado pincel, descubría más cosas que con el método del carbono 12. Era capaz de determinar la edad casi con precisión con sólo limpiarlos del detritus y observarlos bajo el microscopio. Lo mismo hacía con las rocas que había traído, algunas de colores que me atraían como si fuesen piedras preciosas, pero que no tenían más que la virtud de sus ancestrales años en las capas geológicas que se habían fusionado en ellas.

    Me levanté y fui hasta el sector de la biblioteca donde estaban las cintas de las películas que filmaba en sus viajes. Ya había proyectado algunas en los últimos meses, pero trataba de evitar aquellas en donde él aparecía directamente, filmado por alguno de sus colaboradores. Prefería aquellas que había filmado solo, lo que él también prefería, según  me había dicho alguna vez. Fui recorriendo con la vista, y con mis dedos al rozar el lomo de las cajas con la filmaciones, estante por estante, leyendo el título. A veces la información era únicamente el lugar o el año. Llegué a uno que decía: Mozambique abril de 1967.

     Era exactamente el mes en que yo había nacido, por eso me llamó la atención. Nunca lo había visto antes. Mi madre me contó muchas veces, con claro resentimiento, que cuando yo nací él estaba en un viaje que había planeado incluso sabiendo la fecha en que yo iría a nacer. En sus tantas discusiones, lo escuché decir que el parto se esperaba para mayo, y yo me había adelantado. Según mamá, ella sufrió a raíz del disgusto de su ausencia, y por eso la precocidad de mi alumbramiento. Nunca supe cuál era la verdad. Mi padre siempre perdía la batalla con mi madre, por abandono la mayoría de las veces, y se iba poco o más tarde, en otro viaje de estudios o exploración, como si las rocas o los viejos huesos fuesen más fáciles para comprender o convivir.

     Saqué la cinta de su estuche y la puse en el reproductor. Encendí la pantalla y me senté en la silla del escritorio. Esperé que el video comenzara luego de las rayas habituales del desgaste. Hacía muchos años que nadie lo proyectaba, así que la cinta parecía estar despertando como un anciano de madrugada. No había títulos, por supuesto, sólo los números de hora y minutos en el extremo derecho superior. Eran las tres y media de la tarde cuando mi padre había comenzado a grabar. La filmación era en blanco y negro, y empezaba con una toma de un valle junto a una montaña. La cámara se movía con los pasos de quien filmaba sobre una superficie pedregosa e irregular. Por delante se cruzaban muchos hombres de la tribu, con taparrabos algunos, otros desnudos, con lanzas casi todos, los cabellos de mota largos y adornados con cuentas de piedras, aros en el cuello y las orejas, y las narices perforadas. Pasaban ante la cámara y saludaban a mi padre con un gesto amistoso. El audio del video era pésimo en calidad, pero suficiente para escuchar el ruido de los tambores, cuya monotonía fue tornándose hipnótica y rítmicamente agradable a medida que pasaban los minutos. Mi padre caminaba, a veces la grabación se interrumpía, para continuar muchos metros más adelante, cuando iba llegando al valle donde habitaba la tribu. Los árboles eran escasos, y una sequía parecía haber dominado aquel valle por muchos meses. Había esqueletos de animales en los alrededores, chozas destartaladas donde entraban y salían mujeres con niños en brazos o colgando de  sus cuellos como monos. La cámara avanzaba, de choza en choza, y los hombres iban a estrechar la mano de mi padre, que aparecía entonces parcialmente ante la cámara. Y pensé en que esa misma mano me había acariciado el pelo la noche en que me prometió traerme los regalos de la luna. La mano de vello oscuro en el dorso, de venas marcadas y tendones fuertes.

      Luego llegó a una zona árida y sin chozas. Un gran desierto donde el polvo se levantaba con el viento que podía escucharse en el audio como un silbido. Los tambores seguían tronando, pero ya más lejanos. De cada lado de la cámara aparecieron los hombres de la tribu en dos filas, trotando y cantando una especie de oración. Ambas filas se fueron agrupando alrededor de un pozo que se hizo más grande a medida que mi padre se acercaba, hasta quedar a muy poca distancia, y por lo tanto en el centro del círculo de hombres. Estos se habían sentado, y seguían entonando la oración. Luego la cámara giró hasta enfocar al que debía ser el brujo de la tribu. Era viejo, de largo pelo canoso, suelto, cubriéndolo hasta la mitad del torso. Vestía un taparrabos blanco, las piernas y los brazos rodeados por cintas concéntricas, el cuello alargado por los anillos que año tras año le habían ido colocando desde niño a medida que crecía. Los lóbulos de las orejas estaban perforadas y agrandados por aros de gran diámetro, en la nariz tenía anillos atravesando el tabique. Pero lo que más me llamó la atención fue lo que cargaba en sus brazos. Era un cadáver, y lo llevaba como quien carga a un ser querido muerto recientemente, a quien se llora y transporta a su lecho de descanso final. Fue caminando con lentitud, sin hacer caso a la cámara. Mi padre lo siguió en el camino hacia el pozo. El viejo llevaba el cadáver como si no pesase nada, emitió unos sonidos extraños, y la oración del círculo de hombres comenzó a crecer junto a los tambores, que tremolaban más fuertes, acercándose sin dudas, aunque no se viesen. Entonces el brujo dejó caer el cuerpo al pozo, que debía ser muy profundo, porque la cámara se acercó justo al borde, y no se veía más que oscuridad. El viejo continuaba junto al borde, ahora de rodillas, implorando a los dioses con gestos y gritos, balanceándose hacia atrás y adelante, tanto que parecía a punto de caer al pozo. Se formó una larga fila detrás del brujo, con hombres que traían vasijas que el viejo iba vaciando hacia el fondo. El líquido era oscuro, pero imposible de adivinar de qué sustancia se trataba. Fue una ceremonia que duró casi media hora, luego el viejo se levantó y giró hacia la cámara, alzó una mano indicando a mi padre que se detuviera. La cámara quedó en pausa, luego recomenzó la grabación, pero la posición del lente era mucho más baja, a la altura de las caderas de mi padre. Evidentemente, había engañado al brujo, porque no le sería posible dejar de filmar justo en el momento más importante de aquel rito.

      Antes de que la grabación volviera a detenerse, escuché la voz de papá: “Pasarán dos, tres horas con toda probabilidad, debo interrumpir la grabación, tal vez se den cuenta y no debo arriesgarme. Esto es increíble, algo maravilloso va a pasar. Yo seré el primero en filmarlo. Debo hablar bajo, el brujo descansa junto al pozo…” La grabación recomenzó a las diez de la noche, una oscuridad casi total fue lentamente vencida por las fogatas alrededor del pozo. La voz de papá intentó relatar lo que había pasado en el intervalo, pero se interrumpió en cuanto el brujo se levantó de un brusco salto, como despertando de una pesadilla. Se asomó al pozo y emitió unos conjuros en la lengua local. Entonces se dio vuelta hacia la multitud que había comenzado a rodear el pozo, no ya solamente los hombres sino las mujeres y los niños, elevó ambos brazos y dijo algo parecido a esto: nei ambé.

     Del pozo comenzó a salir un sonido extraño, como un rugido. La multitud hizo un gran silencio, casi tan vasto como el cielo que colgaba sobre todos, amenazante y vacío, tan parecido a la nada, tan parecido al comienzo del todo, pensé yo. Porque en esa habitación estaba el pozo, también, en las paredes de la biblioteca parecía haberse creado un enorme espacio desierto lleno de ojos brillantes de hombres y mujeres de raza negra. Sentí el frío de la noche en el desierto de Mozambique, y los tambores tronando sin piedad por mi muerte y la de todos. Del pozo volvió surgir el rugido ya incesante, creciente. Y tras el brujo se levantó la figura de un león que se sujetaba en el borde con sus garras, y cuando estuvo a salvo sobre el suelo, comenzaron a salir dos leones más del pozo. Entonces pensé: un hombre por tres leones. Y mi padre había sido el primero en testimoniarlo y dejarlo grabado para siempre.

 

 

 

3

 

Quince años después del proyecto frustrado, el gobierno retomaría el plan de colonizar la luna terrestre. Aunque yo no lo sabía, la preparación había comenzado desde el mismo día en que el capitán Williams fue el único en regresar del viaje anterior. Al fin, quince años después, estaba todo dispuesto para ser anunciado al público: el próximo lanzamiento se haría en dos años.

      Yo ya tenía veintitrés, y estaba por terminar mis estudios en antropología y ciencias sociales. El siguiente semestre me graduaría, y planeaba comenzar mi residencia para confeccionar mi tesis definitiva. El tema no sería otro que aquel que había obsesionado a mi padre. Desde el día que vi la grabación del rito en Mozambique, ya no pude dejar de entrar en la biblioteca y leer todos los libros a mi alcance, y mirar todas las filmaciones que se conservaban en los estantes. Cintas viejas, algunas ya arruinadas por la humedad. Pero aquellas que trataban sobre aquel rito africano, estaban  guardadas cuidadosamente en cajas plásticas, fuera de los factores de deterioro del ambiente y el tiempo. Cuando las proyectaba, una y otra vez, tratando de entender un poco más cada día, en particular en los primeros tiempos de mi deslumbramiento, se veían con una perfección rayana en lo real, como si yo estuviese en ese lejano lugar y tiempo, junto a mi padre. Porque sentía que él me estaba hablando a mí en ese momento. Su voz en off, a veces cascada, ronca por la humedad, cansada de hacerse oír por sobre el retumbar de los tambores, asustada a veces, pero siempre entusiasmada, fascinada, fue haciéndose cada vez más grata a mis oídos. No lo escuchaba desde que yo tenía ocho años, y todo lo que ahora decía en las filmaciones era nuevo para mí, por lo tanto fue sentir que aún continuaba vivo, y yo descubriera nuevas facetas de su personalidad compleja. Expresiones de su rostro que nunca habría descubierto aún si hubiese permanecido con nosotros muchos años más. En una ocasión, en una de tales grabaciones, se lo escucha decir algo en dialecto a un nativo que está frente a la cámara. El hombre sonríe y dice que sí con la cabeza. Entonces la cámara se apaga por un instante y vuelve a encenderse enfocando imágenes raudas e imprecisas, hasta detenerse en la imagen de mi padre, joven, desgreñado, con el torso desnudo y bronceado, su sombrero de siempre, una barba de varias semanas, un pantalón bermudas y sandalias confeccionadas por los nativos. Esa vez, al verlo, apreté el botón de pausa, y me quedé contemplándolo. Creo que me dormí con su imagen, extrañándolo, dándome cuenta de cuánto lo envidiaba, intentando sentir ira y odio por haberme dejado solo en esa biblioteca con meros libros y cintas que no traían el amor más que al abrirlos.

     Cuando desperté, vi a mi madre en la puerta de la biblioteca. Quién sabe cuánto tiempo estuvo allí hasta darme cuenta. Tenía una mano sobre el picaporte, apoyándose para no caer, y en la otra una botella. Observaba la pantalla como extasiada, penetrada por la imagen de mi padre, el hombre al que no había podido dejar de amar jamás, a pesar de no comprenderlo, a pesar de sentirse abrumada por aquella inteligencia que no alcanzaba a seguir, y que sin desearlo sembraba en los demás un resentimiento que no era capaz de crecer en su propia alma. Y a cambio del odio, vinieron la frustración y la ira. Muchas veces me gritó por enclaustrarme en la biblioteca, amenazando con quemar la casa para que por fin desapareciera todo recuerdo de mi padre. Pero esta vez no dijo nada, me miró como quien se despide, y se fue sin cerrar la puerta. Escuché que se encerraba en la cocina y revolvía ollas y vajilla para preparar la cena. El doctor Vicent ya no se comunicaba más que por teléfono, muy de vez en cuando. Nuestro caso continuaba abierto, en apelación, frente a la Corte Suprema. El coronel Sánchez se había rendido de intentar consolarla. Yo sabía que estaba enamorado de ella, e intentó acercase después de la desaparición de mi padre. Nada resultó de sus intentos, y ya no volvió a frecuentar la casa.

      Éramos, entonces, mi madre y yo, con la visita breve y obligatoria de mi hermano, que llegaba desde la Florida a contarnos de su vida próspera en los casinos, a hablarnos de su familia numerosa, que sin embargo nunca traía. Yo notaba en su rostro, cenando en el comedor oscuro de nuestra vieja casa, la vergüenza que predominaba en su alma. Mi madre alcohólica, y yo, remedo inclasificable de nuestro padre. Su cuerpo comenzaba a engordar de prosperidad, su ropa de camisas floreadas, bermudas y el pelo que comenzaba a ser ralo. Se parecía, en ciertos aspectos, a mi madre, cuando era chico, pero ahora eran diametralmente diferentes. Ella estaba consumida, tan lejos de la bella exquisitez que poseía cuando mi padre la conoció en los pasillos del museo de Historia Natural de Buenos Aires. Vi fotografías de ellos dos juntos por aquella época, bellos e intelectuales, con el trasfondo de los antiquísimos esqueletos. Y eso fue lo que los arruinó, el pasado, que fue tomando el primer plano de cada recuerdo, hasta hacerse tan real como el presente. Y eso es lo que veía en los ojos de mi hermano, la misma ralea de incomprensión que en la mirada de mi madre.

      No mucho después, unos seis meses, quizá, ella murió. La encontré una mañana, en su cama, con un vaso volcado en la mesa de luz, y su cuerpo cubierto por las sábanas desordenadas y sucias. Entré al cuarto, le toqué la mano, sabiendo ya que no tenía vida, y pronuncié lo que se presentaba en mi mente cada vez que la veía desde que había escuchado aquellas palabras en la primera filmación, y que no habría tolerado escuchar en mi boca, por más que no supiera lo que significaba.

    -Nei ambá- dije, y lo repetí varias veces, esperando como un chico que algo sucediera, que en alguna parte de esa habitación, en alguna parte de la casa o del mundo, algo renaciera.

      Después del funeral, al que mi hermano vino solo, con la sombra de su familia fantasma en la boca, nos quedamos en casa, solos y casi sin hablar.

     -¿Qué vas a hacer?- me preguntó, sentado frente a un vaso de whisky en la mesa del comedor.

     -Quedarme en la casa, seguir estudiando.

     -¿Vas a hacer lo mismo que el viejo? ¿Viajar y traer huesos?

     Lo miré con enfado.

     -Si pretendés vender la casa y quedarte con la mitad…

     Ahora fue él quien me observó con enojo.

      -Lo que intento decirte es que vendas la casa, pero no quiero nada. Solo es para que te deshagas de toda la mierda del pasado y vengas conmigo a Florida.

     -¿A trabajar en qué?

     -En algún comercio, qué se yo, no me vas a decir que estás fascinado por lo mismo que el viejo. Lo tuyo es puro sentimentalismo, no vocación…

     Nos quedamos en silencio mientras yo pensaba en lo que había dicho. Me levanté y le serví otro whisky.

     -No sé lo que es esto que siento, pero es lo que siento. Dejáme en paz, y andá con tu familia.

      Dije esto en español, y sentí el acento porteño con que había hablado, tratando de imitar el de mi padre. Él me miró y se rió, en Florida debía estar más acostumbrado al acento cubano. Se fue al día siguiente, y tal vez no volveríamos a vernos más. Ninguno de los dos habría apostado ni una migaja de pan uno por el otro.

     

     Como esas casualidades que nunca lo son, más que por la ignorancia de las maquinaciones ocultas de los mezquines dioses de las sombras, recibí un llamado del coronel Sánchez.

    -Williams se está muriendo- me dijo. Después, respondí:

     -¿Y?

     -Quiere verte.

     -No quiero, coronel, hace años vino a casa para dar excusas que no le pedimos. Si ahora espera mi bendición, tendrá que morirse sin ella.

     -Roger, por tu padre, por lo menos, él lo habría querido así.

     -¿Y quién dice eso?

     -Fui su amigo más íntimo durante largos años. En fin, Williams dice que necesita verte, no serán más que unos minutos de tu tiempo, está en las últimas.

      Esa noche fui a su casa en los suburbios de Washington. Una vivienda que alguna vez fue modelo de las construidas durante los años cincuenta. Williams vivía solo, salvo por una sirvienta negra que limpiaba la casa. Cuando entré, ella me recibió, y presentí que se veía más desolada de lo que se supone debe estarlo alguien que no es más que una empleada. Me acompañó hasta la puerta de la habitación de Williams, golpeó y abrió. Él estaba sentado en la cama, con los pies apoyados en el piso, intentando levantarse. La mujer corrió para evitarlo, y ambos se pusieron a discutir como un matrimonio viejo.

     -Compórtate, viejo querido, acá está el señor Levi- la escuché decir, entonces él levantó la mirada por encima de los hombros de la mujer, y me miró con susto. Vi en su rostro tal pesadumbre, que todo resquemor y resentimiento me parecieron fútiles, y sentí vergüenza. Williams no era ni la mitad del hombre que había conocido.

     -Claude- dijo él. Así llamaba a mi padre cariñosamente cuando eran jóvenes.

     -No, es su hijo, Roger- dijo ella, y le levantó las piernas para acomodarlo en la cama, tan fácilmente como si fuese un almohadón de plumas. Cuando nos dejó solos, me quedé parado, y él me miró señalando una silla. Negué con la cabeza, y me senté en la cama. Él sonrió, y fue una mueca desdentada más que una sonrisa. Estaba desnudo bajo la sábana. El pecho alguna vez hirsuto estaba lampiño y de la piel manaba un olor que inundaba el cuarto. Las manchas del cancer supuraban líquidos fétidos, e imaginé que estaba viendo los mapas de tierras incógnitas.

     -Hijo, quería verte. Tu padre y yo, ese día que despegamos…

     -Señor Williams, no hablemos más del tema…

     -No, por favor, debo decírtelo, hace años debí hacerlo, pero tu madre no me dejaba acercarme ni hablar, y sé que no te llegaron mis cartas…

      Nada sabía de aquellas cartas, pero no me sorprendía lo que escuchaba.

     -El día que despegamos, tu padre me dio algo. Me dijo que te lo entregara si él no volvía del viaje…

     -Pero entonces él sabía…

     -¡No! Fue puro sentimentalismo, así lo pensé en ese momento. Todo va salir bien, le dije yo, pero él insistió, así que acepté lo que me encomendaba. Después pasó todo aquello…

    -¿Qué pasó?- pregunté, presintiendo que tal vez llegase la tan esperada confesión.

    -Lo que ya todos saben, su desaparición… nada más. Ahora que me estoy muriendo, debo darte lo que me encomendó.

     Levantó un brazo señalando un cajón del mueble frente a la cama.

     -En el último hay una caja azul.

      Me levanté y fui hasta el mueble, abrí el cajón y vi la caja. Volví a la cama y me senté. Me indicó con la cabeza que la abriera.

      Dentro había una pelota de béisbol, y recordé nuestra conversación la noche anterior a su partida.

     -Tu padre me explicó de lo que se trataba, esa promesa que te hizo. Me dijo que si no regresaba a casa, yo te diera esa pelota como un obsequio traído de la luna. Debí hacerlo cuando eras pequeño, por supuesto, pero con todo lo que sucedió, al principio lo olvidé, y luego lo consideré ya inútil.

     Di vueltas la pelota entre mis manos. La palpé cuidadosamente con la yema de mis dedos. La llevé bajo mi nariz y olfateé el olor del cuero viejo. Y ese aroma me trajo una reminiscencia  de imágenes que nunca había visto. El paisaje desolado de la luna, la aridez rocosa y la lividez del cuerpo al caminar sobre la superficie. La cápsula a varios metros, detrás de mí, alejándose porque yo me alejaba. Yo era mi padre, yo lo había sido en aquel lejano lugar lleno de miedo y asombro, con la sombra de la madre tierra como un obstáculo de frialdad en el camino.

     -No te enfades con tu padre, Roger, sólo intentó mantenerte en la ilusión.

     Le sonreí al viejo moribundo, porque eso era lo que necesitaba.

     -¿Dijo algo cuando se alejaba de la cápsula?

      -Lo técnico, lo de siempre, y terminó diciendo algo que  no entendí, como un guiño sobreentendido entre científicos, pero yo siempre fui nada más que un astronauta.- Y una sonrisa casi ingenua iluminó su cara por un instante.

     Murió dos días después. Me traje la pelota de béisbol a casa, y durante esos dos días no dejé de pensar que cuando me despedí de Williams para siempre aquella noche de mi visita, me acerqué a su oído y le dije: nei ambá. Su rostro había adquirido la expresión del espanto, y estoy seguro que al morir, lo enterraron con esa mueca.

 

 

 

4

 

Los papeles de mi padre eran tantos, que sospechaba que no me alcanzaría la vida en leer, y sobre todo, en descifrar y comprender todo lo que había escrito. A veces debía recurrir a la bibliografía que citaba, lo cual me llevaba mucho tiempo buscando en los estantes los libros correspondientes, luego los capítulos y las páginas. En ocasiones no era la edición correcta, o porque el libro se había perdido y había sido consultado en el exterior. Sin embargo, me era esencial si deseaba entender lo que el texto original decía, así que iba hasta la biblioteca pública para consultar los archivos de la computadora.

      En casa, leí sus artículos para las revistas de antropología y geología, hasta había escrito para algunas sociedades científicas que se dedicaban al tema de lo paranormal. Entonces fue que volví a revisar las notas manuscritas relativas a la filmación en Mozambique. Sobre este tema no había alcanzado a publicar nada. Me pregunté la razón de tal descuido, o si tal vez fue por presión externa, o mera discreción antes de estar seguro de sus conclusiones o hipótesis. Mi padre no era un simple periodista que se hubiese limitado a trasmitir un rito real y asombroso. Si no encontraba una lógica pura basada en la mentalidad de la tribu que estudiaba, no la exponía nunca al criterio del público o de sus colegas. Su constancia me asombraba, pero sobre todo me hacía sentir agotado a fuerza de razonamientos y constantes pruebas y contrapruebas. Ni una roca pequeña quedaba fuera de su riguroso análisis, ni un hueso del que pudiese sospecharse la más mínima posibilidad de ser un fraude. Por lo tanto, cuando se trataba de las tribus y sus ritos paganos, era aún más extremo en su rigurosa metodología. Sabía que lo que había presenciado era algo demasiado extraño y controvertido, demasiado cercano al sensacionalismo amarillista si lo hubiese publicado en su naturaleza virgen. Necesitaba explicarlo, comprobarlo experimentalmente en muchas más oportunidades, y el problema era cómo hacerlo. Esto era lo que se preguntaba en la nota de su agenda del año 1967. Busqué en esa misma agenda, en anotaciones posteriores, pero había referencias a aquel episodio sólo esporádicamente. Debió haber estado buscando, preguntando a cada hombre y mujer en esa tribu y en las de los alrededores, ganándose la confianza de ellos para que le hablasen de aquel rito. Pero recién me di cuenta que si le habían permitido ser testigo de toda la ceremonia, era porque ya le tenían suficiente confianza. Por lo tanto busqué en fechas anteriores a la filmación, y en una nota de un año antes hallé la primera cita retrospectiva. Desde entonces hacia atrás, en apuntes tomados en diferentes ocasiones, desde que él era más joven, casi un estudiante recién graduado en sus iniciales estudios de campo, ya había múltiples referencias a esos episodios. No sabía dónde comenzaban, así que fui leyendo en reversa, como si escuchara o viese una cinta al mismo tiempo que la rebobinaba. Cada una de las citas mencionaba entre paréntesis un número correspondiente a una grabación de audio. Entre esas cintas encontré las que sobrevivían a la humedad, y no pude escuchar más que sonidos cercanos a la truculencia, o por lo menos eso fue lo que mi imaginación halló. Mi mente de fin de siglo estaba demasiado viciada con influencias ficcionales creadas por Hollywood o la mala literatura de horror. No tenía más que volver a recurrir a las fuentes, las notas y los libros de mi padre.

      En la anotación de 1967 en Mozambique, él había intentado dar una teoría tentativa de la ceremonia tribal, producto en realidad de varias otras que ya había presenciado sin poder filmar. El pozo en donde habían arrojado el cuerpo del nativo era una trampa para leones. Al principio pensé que únicamente se trataba de una especie de sacrificio pagano en el cual entregaban cadáveres a los leones para calmar su hambre. Pero mi padre explicaba que tanto en esa ocasión como en muchas anteriores, el pozo estaba vacío. La conclusión de su teoría, luego de referir vivencias semejantes a muchos kilómetros de distancia, en tribus que ni siquiera tenían contacto entre sí, hacían casi exactamente lo mismo. En muchas variaban los encargados del rito, uno o más brujos participaban, otras abreviaban o postergaban los tiempos de la ceremonia, llegando a veces hasta varios días. En una de ellas, incluso el brujo se arrojaba desesperado al pozo, y luego de cada uno de estos ritos, uno nuevo debía ser elegido. Algunas tribus usaban música más elaborada que los simples tambores, con flautas y otros muy variados instrumentos de viento. Recordé que había escuchado algo parecido en las grabaciones, una especie de sonido que nacía de un instrumento que se me ocurrió largo, como una especie de trompeta estrecha. Mi padre había hecho esquemas, por supuesto, era un dibujante no muy talentoso pero que había ganado gran destreza con la obligada práctica. Encontré el dibujo del instrumento, y reproduciendo una vez más la grabación, pude ver, como si estuviese en ese lugar, la interpretación del nativo con su curiosa flauta extremadamente larga apoyada por un extremo en el piso, y del cual salía un pico curvo que se ampliaba para emitir un sonido que imitaba el verdadero viento, pero más armoniosamente, como si fuese un dios-hombre que dominase las fuerzas de la naturaleza. Sentí una brisa fría en la biblioteca de mi padre, y miré hacia las ventanas. Todas estaban cerradas, y me estremecí. Dios mío, en qué me estoy metiendo, me dije. Entonces bajé la vista al cuaderno de notas de mi padre, y en una anotación al margen que nunca había visto antes, estaba escrito aquello mismo que yo había pronunciado en voz baja.

       Miré alrededor la tenue y cálida penumbra del cuarto, escuché una especie de silencio hecho estragos al cesar la grabación. Todo era posible, pensé. Si el hombre era capaz de llegar a la luna, por qué motivo no habría de hacer lo que según mi padre las antiguas tribus, lejos de los tabúes de la razón, de las religiones y las leyes, había logrado hacer. No era, al fin de cuentas, nada más que una extensión de una capacidad que el hombre posee en su naturaleza, es decir, la semejanza con los dioses determinada por su propio germen. Una capacidad que también poseen los animales, pero que por su falta de comprensión no son capaces de  ritualizar. Se necesita del término medio en que esas tribus se hallaban: incontaminados de la psicología racional del hombre occidental, y más arriba del simple instinto animal.

     Todo se trataba, aparentemente, de la trasmigración de las almas. El alma de un hombre era trasmitida a uno o más animales. Podía utilizarse un cuerpo muerto, que iba hacia un animal vivo o recién muerto, o también a alguien que estaba agonizando. Las posibilidades, se decía mi padre, podían ser muchas. Y al llegar al final de la página del cuaderno del año 1971, se preguntaba si sería posible la transformación concreta de un cuerpo en otro, sin pérdida de materia, sin utilizar más que la misma masa original del hombre.

      En los cuadernos de 1973, luego de sufrir una crisis de beri-beri que casi lo mata e interrumpió toda investigación y apuntes durante más de un año, empezó a hacerse preguntas sin orden ni lógica, como si algo estuviese tratando de abrirse paso entre el caos de su mente aún turbia y afectada por la fiebre y el metabolismo alterado. Cuando se sentó a escribir nuevamente, -y recuerdo que mi madre lo comentaba con frecuencia a manera de reproche, como si hubiese sido la última oportunidad ya para siempre perdida de que él dejase esa profesión que lo alejaba de ella-, él ya se había recuperado físicamente, pero su mirada continuaba extraviada en pensamientos que intentó transcribir en sus cuadernos. Esas eran las notas que yo había comenzado a leer, y notaba el cambio de letra luego de la enfermedad, más clara en su grafía pero más incoherente en la metodología de su lógica. Una de las preguntas más frecuentes era la posibilidad que antes mencioné, la de la transformación de los cuerpos. Él llegaba al siguiente razonamiento: si el alma es energía, y si la transmigración del alma da vida al cuerpo, cuerpo y alma son entonces una amalgama, algo que no puede dividirse sin que ambas mueran. Los brujos de las tribus le habían dicho que el tiempo en que el alma migra de un cuerpo a otro, no sólo está limitado por la consecuente degradación de los cadáveres, sino de la vida del alma en lo etéreo. El alma pierde fuerza e identidad, se va confundiendo con la homogénea disparidad de lo colectivo, de la gran unidad a la que se ve atraída como una fuerza magnética.

     En uno de aquellos cuadernos hallé una referencia a un episodio ocurrido en Tanzania, muy poco después de aquel cuya grabación fue mi primer encuentro con el tema. Busqué en los estantes la cinta de la fecha referida. En las anotaciones, mi padre sólo indicaba que había sido una experiencia importante, pero dada su confusión mental durante el período de convalecencia, daba a entender entre líneas que había sido en realidad más que trascendental. Eso se percibía en su letra desordenada, temblorosa como si estuviese bajo el influjo de un temor, aunque no fuese más que el efecto de una droga. Pero así como la mezcalina tenía su función en algunos escritores, disparando la imaginación, en mi padre los fármacos que consumía para recuperarse, e imagino que algunos otros que trajo o aprendió a consumir en sus viajes, lo sumían en un estado de embotamiento que reducía notablemente su imaginación. Por lo tanto, durante aquellas anotaciones debí asumir que todo lo que decía estaba por debajo de la realidad por él experimentada.

      Encendí el reproductor y aguardé el inicio de la grabación. De pronto, apareció un paisaje selvático, denso como únicamente puede serlo la selva africana en sus sitios vírgenes. La cámara se desplazaba apoyada sobre el hombro derecho de mi padre. Podía verse el lado derecho de su cara y la mano izquierda señalando árboles, animales pequeños que pasaban raudos en su camino, un sendero sin abrir que formaba a golpes de machete de tanto en tanto, para lo cual interrumpía la grabación para luego retomarla. Señalaba formaciones añosas en los troncos de los árboles, parásitos bajo las rocas y las enredaderas que cubrían el suelo. Algunas serpientes colgaban de las ramas, asomándose al lente de la cámara, y mi padre se cuidaba de evitarlas moviéndose con una lentitud que simulaba un efecto de cámara lenta. Mientras seguía su camino, iba explicando que se dirigía hacia el asentamiento de una tribu de la que le habían hablado. Dicen los hamba que esta tribu a la que me dirijo no tiene nombre. Viven desde que tienen memoria en esa región prácticamente inaccesible de la selva. Sobreviven de lo que cazan, nada más. Y esta caza puede ser de animales o de hombres, lo mismo les da. No pescan, no cultivan, no producen medicamentos. El que se enferma muere, salvo que el brujo de la tribu pueda salvarlo con sus hechizos, y esto muy pocas veces, porque según los hamba, esas curaciones son únicamente dedicadas a las enfermedades mentales. Para ellos el cuerpo que se enferma ya es inservible, y por eso lo reemplazan. Yo les pregunté qué querían decir con eso, porque sospechaba que eran practicantes de la misma ceremonia que ya había presenciado con los hamba. Ellos asintieron, pero se reservaron de aclarar lo que su mirada decía con anhelo: son más sofisticados sus ritos, más trascendentes.

      Con estas palabras se interrumpió su relato, y el camino, luego de una oscura pausa de la grabación, se convirtió en un claro no muy extenso con chozas rudimentarias. Había hombres completamente desnudos por los alrededores, niños corriendo y mujeres que iban y venían con vasijas de mimbre bajo los brazos o sobre la cabeza. Cuando mi padre llegó a poca distancia de ellos, algunos se detuvieron a mirarlo, se acercaron, observándolo de pies a cabeza. Eran delgados pero fornidos, la cara completamente desnuda de todo adorno o pintura, los labios gruesos dejaban ver dientes grandes y muy blancos. Por un momento, olvidando toda su vida posterior a aquel suceso, temí por la vida de mi padre. La cámara delataba un leve temblor, y supe que él tenía miedo en ese momento. Los hombres no tenían armas encima, pero si poseían sus manos, y sobre todo sus dientes. Si el canibalismo es su costumbre, tal vez sea lo último que grabe en mi vida, había dicho unos minutos antes, en voz muy baja, justo cuando ellos se acercaron para agarrarlo de un brazo y explorar la cámara. Mi padre no la apagó. El lente mostraba imágenes inconexas, confusas, del suelo, del cielo entre los árboles altos, de las caras y los cuerpos de los hombres que tocaban la cámara, pasándosela de uno a otro. Luego, volvió a manos de mi padre. Los hombres dijeron algo, él contestó en el mismo dialecto. Algunos se ubicaron detrás, otros delante, y él fue caminando entre ellos hacia una de las chozas. Los niños lo rodearon, tocando su ropa, saltando para tocar la cámara. Entraron a la choza oscura, llena de insectos alrededor de una olla de barro en la cual una mujer mezclaba algo que olía muy mal, porque mi padre se llevó una mano  a la boca haciendo que en la otra la cámara se moviera. Sólo fuego iluminaba el lugar. Luego dejó la cámara encendida en el piso, a suficiente distancia para dar un plano extenso de la ronda que se había formado alrededor de la olla, y en la que él estaba. Comenzaron a hablar en dialecto durante largo rato, así que nada pude entender. Pero los gestos de los hombres eran amistosos. La mujer sacó comida de la olla y la sirvió en una fuente que pasó de mano en mano. Cuando llegó a mi padre, él la olió primero, lo cual no cayó bien a los demás, a juzgar por sus caras. Entonces llevó el borde de la fuente a sus labios y tragó. No hubo gesto en su rostro que tradujera disgusto o placer. Admiré, entonces, con una satisfacción silenciosa, a mi padre, como si en la biblioteca de mi casa norteamericana, los indígenas pudiesen ver mi regocijo.

     Aparentemente la conversación había versado sobre el tema que había llevado a mi padre hasta ese lugar. Me resultaba extraño que lo hubirann aceptado tan pronto, incluso que estuviesen dispuestos a dejarlo presenciar la ceremonia. Pero además de que mi padre llegaba con el conocimiento de su propio idioma y era casi un enviado de las tribus vecinas, quizá esos hombres no consideraran sus ritos como algo especialmente sobrenatural. Carentes de cualquier tipo de tabúes occidentales fundados en religiones represoras de todo pensamiento o acto que se alejase de sus cánones, para ellos lo material se fundaba irremediablemente con lo espiritual. La naturaleza en la que viven todo lo transforma, y ellos lo ven diariamente. Conviven con los muertos, ellos están en su carne, y sus espíritus en los cuerpos de otros hombres y otros animales. Espíritus que recuperan al cazarlos y consumirlos. Esta es la teoría que imaginé por lo menos hasta este momento en que vi a mi padre pararse y desvestirse. Sólo llevaba el pantalón y las botas, viajaba habitualmente con el torso desnudo por el calor insoportable aún de noche. Cuando se despojó de todo, lo llevaron hacia la salida de la choza. La cámara quedó en el suelo, enfocando la olla sobre el fuego y a la mujer. Escuché voces, y de nuevo la cámara se alzó sobre el hombro de mi padre. Le habían autorizado a llevarla, y quién sabe si conocían o imaginaban siquiera la verdadera función de aquel aparato. Tal vez pensaran que era como un amuleto para mi padre.

      Cuando salieron ya oscurecía. Se oían los chirridos de los pájaros y los chillidos de los niños. Un grito autoritario de uno de los hombres viejos los ahuyentó y desaparecieron esparcidos por las chozas o la selva. El grupo que conducía a mi padre continuó camino por un sendero abierto entre los árboles. Pude ver el balancearse de los cuerpos de los que iban delante, abriendo camino cuando era necesario. Desnudos y descalzos, se movían con la destreza de simios, pero al mismo tiempo sus espaldas erguidas y sus movimientos inteligentes demostraban una metodología estudiada a base de prueba y error. La forma en que tomaban una rama y la estudiaban detenidamente, conversando entre ellos, luego la manera de recortar las hojas en las cuales hallaban parásitos que tal vez utilizaban para sus ritos. Parecían buscar algo en especial, y finalmente lo hallaron en un arbusto a ras del suelo. Dos de ellos se agacharon, y la cámara de mi padre se asomó por sobre sus hombros. Escarbaban en la tierra, hasta desenterrar una especie de caparazón de tortura, pero era más parecido a un casco de soldado. Creí estar alucinando, pero un momento después, se dieron vuelta, enfrentando directamente a la cámara, y confirmé lo que sospechaba: era un casco de soldado. ¿Era posible que hubiesen devorado a alguno de los tantos soldados que debieron luchar en África? Un soldado perdido en medio de la selva que nadie antes había visitado. El casco pasó de mano en mano, siendo limpiado de tierra un poco cada vez, hasta que llegó a la mano izquierda de mi padre. Lo dio vuelta, observando el interior. La luz del día era escasa, pero pudo ver un nombre, y acercó la cámara hacia la placa donde estaba gravado. El apellido era Berg.

      Recordé que así se llamaba el astronauta que había ido en busca de mi padre cuando se alejó de la cápsula en la superficie de la luna, y que había muerto buscándolo. Por lo menos eso era lo que siempre había referido el capitán Williams en su informe y sus declaraciones posteriores durante el proceso judicial a lo largo de tantos años. Mi padre devolvió el casco, y continuaron camino. Si se hubiese tratado del abuelo o el padre del coronel Berg que más tarde lo acompañaría, quizá hubiese salido el tema en alguna conversación durante los meses de entrenamiento. Pero todo esto fue conjetura mía, por supuesto. Nada había que me hiciera sospechar en la actitud de mi padre algo más que curiosidad científica por lo que presenciaba.

     Ya era noche completa cuando llegaron junto a un arroyo estrecho, cuya corriente se oía tenue y sin embargo muy clara. Las sombras de los cuerpos en medio de la sombra de la noche se agruparon alrededor de la cámara, observando la luz roja que brillaba como una estrella fija caída del cielo. Eso pensaban, probablemente, y mi padre aprovechó la ocasión para hacer sentir su autoridad. Habló largo y tendido, y los hombres lo miraron y escucharon luego de encender un fuego. Ellos entonces se levantaron y comenzaron a moverse de un lado a otro, yendo y viniendo trayendo cosas. La cámara se quedó quieta, y se dignó moverse cuando mi padre consideró que ya todo estaba preparado. Era una especie de altar bajo, con ramas y un montón de objetos que debieron pertenecer a hombres y mujeres muertos. El grupo constaba de diez hombres, y salvo los dos que comenzaron a conducir el rito, los otros se limitaron a cantar una letanía parecida a un motete. Era como estar en una iglesia inmensa, con el agua del arroyo corriendo como sangre del sacrificio, y los objetos sobre las ramas las diezmas que los congregantes ofrecían.

      El hombre principal se levantó y se paró junto a la orilla, levantando los brazos y las manos hacia el cielo, las piernas abiertas. El compañero se acercó llevando el casco, y se lo entregó. El oficiante se lo puso en la cabeza, comenzó a cantar la misma letanía que los otros, pero alzando la voz hasta liderarlos, cantando con una voz de intensa congoja, como si estuviese recitando una tragedia de Eurípides, con las palabras una y otra vez repetidas de nei ambá, nei ambá, nei ambá… Tantas veces que fue tornándose un sonido más de aquel sitio, un canto que era tierra y era agua al mismo tiempo, un canto penetrante de la carne, como sílabas de hueso y sonidos que fluían con la liquidez de la sangre. Entonces la cabeza con el casco bajó abruptamente, como apesadumbrada, pero fue un gesto afirmativo en realidad, un decir que sí al sacrificio que ya estaba consumado un segundo después. El compañero junto a él, con una rama de pedernal lo atravesó de lado a lado, y lo arrojó al arroyo. Una tenue luz fosforescente pareció levantarse del agua ahora estancada.

      Y el cuerpo, que parecía muerto, volvió a moverse. Levantó la cabeza con el casco aún puesto, el torso con la ayuda de las manos apoyadas en el barro de la orilla, en seguida las piernas, con lo que pudo levantarse y mantenerse erguido frente a la fogata.

     Era un hombre blanco.

     En el rostro sucio, reconocí al coronel Berg.

 

 

 

 

5

 

No mucho tiempo después de ver esa grabación, me llegaron las noticias sobre el nuevo proyecto lunar. En seguida me vino a la mente el coronel Sánchez. Ni siquiera sabía si aún estaba vivo, y dónde. Pero como todos en aquella ciudad y con aquella profesión, no podían apartarse demasiado de la ciudad de Washington. Los militares nunca dejan de sentirse atraídos por la política, y por más que no tengan la inteligencia para abrirse paso en esa jungla de apariencias, siempre esperan que haya alguien que les de una mano en las buenas o en las malas. Sánchez, como militar y como miembro de una colectividad que continuaba siendo marginada a pesar de tantos progresos, era uno de ellos. Lo llamé por teléfono al antiguo número de la calle Benjamin Franklin. Me atendió su voz, que tanto recordaba, lenta, meliflua, a veces lánguida, tan inapropiada para un militar, según era mi parecer. Creo que se sorprendió al escucharme que quería verlo, ya que prácticamente nosotros, mi madre y yo, lo habíamos casi echado de la casa debido a su constante insistencia por ayudarnos. No vimos, en ese momento, que quizá éramos nosotros los que lo ayudábamos a él. Era un hombre solitario que había perdido a su único amigo, y de cuya esposa estaba platónicamente enamorado.

      Se presentó en casa al día siguiente. Estaba viejo, demacrado, vestido con ropa de civil no muy nueva. Había perdido cabello, y su tez oscura y el escaso cabello blanco lo hacían parecerse a un viejo indio de una tribu ya desaparecida.

     -¿Cómo estás, Roger?- dijo en español.

     -Bien, coronel, gracias por venir.

     Entró a casa, mirando la sala de estar donde tantas horas había estado. Se sentó en el viejo sofá, exactamente sobre el  mismo almohadón. Su cara pareció renovarse de alegría, y se puso a mirar hacia la puerta de la cocina, como si esperase ver salir de allí a mi madre.

      -Esta casa me trae muchos recuerdos, y me he convertido en un viejo melancólico.

     -Perdone que lo moleste, coronel, pero leí sobre el nuevo proyecto lunar, y me acordé de usted inmediatamente.

     Me interrogó con la mirada.

     -Tengo algunas preguntas que hacerle sobre el viaje de mi padre.

     -No otra vez, Roger, ese viaje mató a tu padre y destruyó la vida de muchos desde entonces, inclusive la mía…

    -En realidad quería preguntarle sobre el coronel Berg. Me interesa saber más sobre él…cómo era, cómo se llevaba con mi padre…

     -Bueno,…Berg era un cabeza dura, pero su testarudez no era por inteligencia, sino para ocultar su incapacidad. Le costaba mucho no el entrenamiento físico, porque era nieto, hijo y hermano de militares, incluso las mujeres de su familia fueron las primeras en ingresar en la fuerzas cuando aceptaron el ingreso femenino. Le dificultaba comprender el funcionamiento de la que por entonces era una nueva tecnología…

     -¿Y por qué lo aceptaron entonces?

     -Por lo que ya dije, por su familia. Su padre, sobre todo, fue un héroe en la Segunda Guerra, ganó más de una medalla al valor en Europa y en África.

     -¿Estuvo en África, en qué país?

     -No me acuerdo, Roger, pero peleó ahí cuando los alemanes invadieron un tiempo ese continente.

     -¿Murió en ese entonces?

    -No, volvió a casa sano y salvo, contando anécdotas de los negros que le salvaron la vida. Por supuesto, nadie le creyó, todos lo alabaron como al héroe más grande, casi comparándolo con MacArthur. Las mujeres se le venían encima, y cuando finalmente se casó, vivió enclaustrado en Washington, dedicado a su familia.

      Me quedé en silencio un rato, pensando, poniendo las cosas en su lugar,

     -¿Cómo era su aspecto?

     -¿Cuál, padre o hijo?

      -Ambos- contesté, sabiendo lo que estaba surgiendo en mi mente en ese momento, pero no podía esperar que Sánchez lo comprendiera.

      -Bueno, típicos norteamericanos, de estatura mediana a altos, cabello casi rubio, esbeltos y cuerpos entrenados. Casi como Robert Redford, si llegaste a conocerlo en el cine. Seres perfectos, pero arrogantes. En el caso del hijo, esa arrogancia no tenía razón de ser, era un simple militar de oficina que ascendió rápidamente por influencias del abuelo, ya que el padre murió después de su internación en un hospital, donde no dejaron que nadie lo visitara, por neumonía, según dijeron después. Le hicieron unas exequias militares con toda la pompa correspondiente. Yo estuve en el funeral, y vi al hijo parado junto al ataúd que descendía a la tumba con la bandera norteamericana encima. Un digno hijo de militar, con toda la elegancia y la prosopopeya que se esperaba de él. Es extraño, pero ahora que lo pienso, era tan parecido al viejo, que era como verlo parado frente a su propia tumba, incluso parecía haber envejecido un poco desde la rápida enfermedad de su padre.     

     El coronel Sánchez se quedó a cenar. Durante la comida continuamos hablando. Sentí pena por él, sentí el cariño que debió tenerle mi padre. Era un ser indefenso desde siempre, aún de joven. Era dependiente de mi familia, de lo que nosotros hacíamos, de lo que pensábamos. Ahora hacía lo mismo conmigo, y fue mi crimen aprovecharme de ello para obtener la información que necesitaba.

     -¿Cómo se llevaban mi  padre y él?

    Sánchez dejó los cubiertos a un lado, se limpio los labios con la servilleta, y me miró como si los estuviese viendo en ese mismo instante en mis ojos.

     -Acompañé a tu padre muchas veces durante los meses de entrenamiento. Lo admiré por su capacidad de superación. Tenía más fuerzas de resistencia que las que imaginé no siendo un  militar, pero esos viajes en sitios tan remotos lo habían curtido admirablemente. Igualaba a Berg en eso, pero lo superaba en el entrenamiento técnico. Se llevaban bien al principio, pero cuando faltaba un mes para el despegue, los vi discutir varias veces, y el capitán Williams se retiraba de la escena. Él solo podría haber hecho todo el viaje, decía. Cuando el capitán pidió que reemplazaran a Berg ante su ineptitud, fue tu padre quien intercedió por él especialmente.

     -¿Y por qué discutían?

     -No lo sé. Siempre bajaban la voz cuando me veían venir, pero lo raro es que a pesar de eso estaban más juntos que antes, aunque siempre enojados uno con el otro, murmurando y compitiendo. Quise averiguar qué le pasaba a tu padre, pero no pude hacer que me dijera nada. Después, llegó el viaje….

     El coronel Sánchez se fue luego de ofrecerle un whisky después de cenar. Me abrazó antes de alejarse por la vereda ya de noche entrada, rozando las paredes de las casas con su impermeable viejo, el mismo que traía sobre su uniforme militar cuando visitaba a mi madre.

    

     Pasaron varios meses, y fue casi un año después cuando recibí la aceptación de un curso de postgrado en Cambridge gracias a la tesis que envié junto con mi currículum. Allí mi padre había dado cursos como profesor invitado durante algunos años, y sin duda eso influyó, pero sobre todo la tesis, que debo confesarlo, fue una variación de uno de los estudios no publicados entre los papeles que hallé en la biblioteca. Tanto mi madre como yo nos habíamos negado a los insistentes pedidos de material inédito por parte de las universidades, institutos y revistas con los que él colaborara regularmente. Los adelantos por contratos para dos libros inconclusos fueron llevados a juicio durante un par de años, luego solucionados por un acuerdo por ambas partes. Todo material inédito, manuscrito o filmado, fue defendido primero por mi madre, que habría deseado quemarlos si no hubiese reconocido el valor que poseían para el futuro económico de nuestra pequeña familia en caso de necesitar ayuda para sostener el proceso contra el gobierno; luego fui yo quien lo retuvo entre estas cuatro paredes.

      Cuando ya tenía todo preparado para viajar a Cambridge, la casa ya cerrada, las valijas preparadas y el pasaporte en condiciones, me llamaron desde el Congreso norteamericano. El membrete era ya de por si intimidante. Me pregunté si la razón sería el vuelo lunar que había finalizado hacía dos meses, con relativo éxito. Me había enterado por la prensa y la televisión sobre el despegue, los días transcurridos en la luna, y el regreso de los astronautas a la Tierra. Uno de ellos había sido sobrino del capitán Williams. El día que me senté frente al televisor a observar la transmisión en directo desde la luna, viendo las tres figuras iguales de los astronautas encerrados en sus trajes, imaginé lo que no había podido ver cuando era tan pequeño: Williams, Berg y mi padre. Ahora uno llevaba el mismo apellido que uno de los anteriores, y la luna era la misma, y la tecnología casi también. El vacío del espacio no variaba, ni tampoco el vacío interior de los hombres que viajaban. Tal vez por eso papá había querido hacer ese viaje, no por ambición profesional, ni siquiera por la más válida curiosidad científica, sino por una imperiosa y desesperada necesidad de llenar con algo el vacío que ya había comprobado en los antepasados. Si no podía, por lo tanto, hallar el alma en los incontables huesos que había rescatado de la tierra, por lo menos podría intentarlo en alguna otra parte del universo, en alguna roca lunar, en la atmósfera que por sus diferentes condiciones quizá escondiera algo distinto que proyectara en su interior un indicio más parecido a lo divino que a lo humano. Había visto cómo ciertos factores estériles en determinados lugares del mundo, son fértiles en otros según las condiciones. La vida se desarrolla inesperadamente en los lugares más insospechados. En ese aspecto, mi padre no había dejado de ser un idealista hasta el día de su muerte.

      Me presenté en una de las oficinas del Congreso. La habitación olía a historia, a muebles antiguos con cuadros de políticos conocidos y desconocidos en las paredes. Todos los que me esperaban me saludaron calurosamente. Eran tres hombres, y la secretaria, que me ofreció obsequiosamente lo que yo deseara tomar.

     -Señor Levi, soy el fiscal de distrito, y quienes me acompañan el capitán Scott Williams, que acaba de regresar del viaje a la luna, y el general Nichols, a cargo del proyecto original.

    Di la mano a cada uno, y me invitaron a sentarme. Yo sentía que algo no estaba bien.

    -Se ve preocupado, Roger, y disculpe que así lo llame, pero es que lo veo como un hijo para mí- dijo el general.- Conocí a su padre, y lo admiré mucho.

     Asentí y agradecí con la cabeza. El fiscal volvió a hablar.

    -Sabemos que usted ha decidido seguir la misma rama de estudios que su padre, y por eso lo hemos llamado, porque queremos mostrarle una grabación que el capitán Williams nos ha traído de su viaje.

     Miré al capitán con detenimiento por primera vez. No se parecía a su padre, no tanto por el físico, sino por la actitud. Se veía tímido, asustado.

     -Pero hay muchas eminencias en la disciplina, yo recién estoy comenzando…

    -Roger- dijo el general- esto que queremos mostrarle sólo a nosotros nos concierne…está de más decirle que cuando salga de acá deberá mantener la confidencialidad.

     Miré al fiscal.

     -Así es, señor Levi. Por eso estoy yo acá.

     Entonces el general se levantó, fue hasta un armario y abrió las puertas. Dentro había una pantalla grande y un equipo de video. Tomó el control remoto y volvió a la mesa.

    -Esta filmación la realizó el capitán Williams veinticuatro horas antes de su regreso, mientras exploraba la superficie de la luna. Estaba solo, por lo tanto los otros dos tripulantes nada saben de lo que filmó.

     Apretó el botón de play, y la pantalla se tiñó con imágenes de la luna. La cámara debía estar en el casco del traje de Williams, ya que se movía con sus pasos sobre la superficie irregular. Al principio no había más que una región de rocas grises y cielo negro. En un momento se detuvo, giró y pudo verse la cápsula sobre el suelo de la luna, y a los otros dos tripulantes explorando alrededor. Al retomar la zona más vasta y vacía, el movimiento de los pasos se hizo monótono, tanto que los escasos minutos de duración de la filmación parecieron ser muchos más. Entonces Williams se detuvo. Algo apareció sobre el suelo, aún lejano, algo pequeño que parecía moverse a saltos. El capitán fue acercándose, y de pronto estaba a muy pocos metros de un animal.

      Era un conejo blanco con leve tonalidad agrisada. Un conejo común y corriente que movía sus orejas y su hocico, olisqueando al extraño a la distancia. La grabación pareció quedar en pausa, porque no se movió por varios segundos, el asombro del capitán sin duda debió paralizarlo. Un conejo en la superficie de la luna, se habrá dicho, estaba soñando o bajo los efectos psicológicos de un trauma desconocido. El conejo saltó luego varias veces delante de la cámara, a varios metros, alejándose en dirección contraria, y Williams entonces comenzó a perseguirlo.

     Yo me dije, por un instante, que estaba viendo una película muda en blanco y negro de principios del siglo veinte, una película cómica y fantástica, tal vez de Lumiere. Miré a mis acompañantes por si descubría en sus rostros las evidencias de una broma pesada. Pero yo estaba en el Congreso de los Estados Unidos, y todo lo que me estaba pasando era real.

     La cámara y Williams perseguían al conejo, que escapaba velozmente, y de pronto el capitán cayó al piso y la grabación se interrumpió. El general Nichols apagó la pantalla y los tres me miraron.

    -¿Qué opina de eso, señor Levi?- me preguntó el fiscal.

    Yo más que asombrado, estaba perplejo, y aunque no quería reconocerlo, conmovido por razones inexactas todavía.

     -Efectos especiales, sin duda.

     -Nada de eso, ya lo hemos comprobado con los expertos. Además, ahora verá algo más.

     El general se levantó y salió por una puerta lateral. Unos segundos después regresó con una caja en sus manos. La apoyó sobre la mesa y dijo:

    -Esto lo trajo el capitán Williams, lo atrapó después de varios intentos.

    Sacó la tela que cubría la caja. Era de cristal,  adentro había un conejo, sin duda el conejo que habían encontrado en la luna. Yo estaba justo frente a ella, a escasos centímetros de la jaula de vidrio con el animal adentro. Rodeé la mesa, dando vuelta alrededor de la jaula, mientras el conejo se movía lentamente, asustado, tal vez en camino de morir por el encierro o la atmósfera incierta.

     -Lo tenemos en esa jaula con una proporción de gases semejantes a los de la luna, sino moriría.

      Me arrodillé en el piso, apoyando los brazos en la mesa y el mentón en los brazos. Contemplé extasiado al animal, y el conejo se acercó a la pared de cristal a la que yo me había acercado, y contemplé sus ojos pequeños y negros. Pero reconocí la mirada que había visto por última vez más de quince años antes.

      Era mi padre, me dije, y creí estar volviéndome cuerdamente loco. Porque era bello sentirme así, estando en el lugar correcto en el momento correcto por primera vez, con la persona con que por fin necesitaba estar.

      Imaginé sus últimos minutos, alejándose de la cápsula, para reunirse con Berg más tarde, acordes al encuentro que debieron haber planeado desde antes del despegue. Nos reuniremos en la luna en un sitio lejano a las cámaras de la cápsula. Hablaremos y me dirás el secreto. Tal vez por eso había insistido en que Berg fuese uno de los tripulantes, una especie de extorsión en la que Berg cumpliría su trato: revelar el secreto de la resurrección a cambio del silencio de mi padre. El cuerpo de Berg había muerto y sin embargo allí estaba luego de tanto tiempo. El rito de la tribu africana aún escondía su secreto y mi padre necesitaba saberlo.

      ¿Habrían peleado a solas en la superficie de la luna?, me pregunté. ¿Cómo habría sido aquella confrontación final entre dos tipos de ambición, una intelectual, acorde con la desesperación de hallar el sentido de la vida, otra acorde con el miedo a volver a morir? Dos conocimientos que peleaban por prevalecer.

       Contemplé los ojos de mi padre en ese animal que me observaba quieto, reconociéndome, llamándome. Por fin mi padre había sabido el secreto, y sin embargo no podía disfrutar del mérito de su descubrimiento. Me pregunté si eso era lo que buscaba, o simplemente el saber, el inconmensurable saber de su mente ávida y nunca saciada.

      Vi que sufría, y sufriría aún más encerrado en esa celda de cristal.

      Por eso agarré el pisapapeles de la mesa y lo estrellé contra la jaula. El cristal estalló y el conejo salió corriendo y saltó sobre el piso alfombrado. Los que estaban conmigo me agarraron, pero no evitaron que yo viera la muerte del conejo, que se asfixiaba en estertores sobre la alfombra. Los ojos pequeños me miraban, y yo pronuncié el par de palabras en el dialecto de los hamba que ya no tendrían efecto nunca más para mi padre, un par de palabras que eran dos piezas de museo disecadas.

     

   

 

 

 

     

    

 

    

    

    

 

    

 

 

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