martes, 31 de diciembre de 2024

Yo, pequeño filósofo (José Martínez Ruiz)

 








Yo, pequeño filósofo, he cogido mi paraguas de seda roja y he montado en el carro, para hacer, tras largos años de ausencia, el mismo viaje a Yecla que tantas veces hice en mi infancia. Y he puesto también como viático una tortilla y unas chuletas fritas. Y he visto también desde lo alto del puerto pedregoso los puntitos imperceptibles del poblado, allá en los confines de la inmensa llanura, con la cúpula de la iglesia Nueva que irradia luminosa. Y he entrado después en la ciudad sombría... Todo está lo mismo: las calles anchas, las iglesias, los caserones, las puertas grandes de los corrales con elevadas tapias. Y por la tarde he recorrido las calles anchas y he paseado por la huerta. Y al anochecer, cuando he vuelto a la casa en que vivió mi tío Antonio, he dejado mi paraguas en un rincón y me he puesto a escribir estas páginas. Son los últimos días de otoño; ha caído la tarde en un crepúsculo gris y frío. La fragua que había paredaña, ya no repiquetea: al pasar ya no he podido ver el ojo vivo y rojo del hogar que brillaba en el fondo oscuro. Las calles están silenciosas, desiertas; un viento furioso hace golpetear a intervalos una ventana del desván; a lo lejos brillan ante las hornacinas, en las fachadas, los farolillos de aceite. He oído las lechuzas en la alta torre de la iglesia lanzar sus resoplidos misteriosos. Y he sentido, en este ambiente de inercia y de resignación, una tristeza íntima, indefinible. Esta tarde, mientras paseaba por la huerta con algunos antiguos camaradas, veía a lo lejos la enorme ciudad, agazapada en la falda del 87 cerro gris, bajo el cielo gris. Discurríamos silenciosos. Cuando llegaba la noche, uno de los acompañantes ha dado unos golpes en el suelo con el bastón, y ha pronunciado estas palabras terribles: -Volvamos, que ya es tarde. Yo, al oírlas, he experimentado una ligera conmoción. Es ya tarde. Toda mi infancia, toda mi juventud, toda mi vida han surgido en un instante. Y he sentido -no sonriáis- esa sensación vaga, que a veces me obsesiona, del tiempo y de las cosas que pasan en una corriente vertiginosa y formidable.

No he podido resistir al deseo de visitar el colegio en que transcurrió mi niñez. «No entres en esos claustros —me decía una voz interior—, vas a destruirte una ilusión consoladora. Los sitios en que se deslizaron nuestros primeros años no se deben volver a ver; así conservamos engrandecidos los recuerdos de cosas que en la realidad son insignificantes.» Pero yo no he atendido esta instigación interna; insensiblemente me he encontrado en la puerta del colegio; luego he subido lentamente las viejas escaleras. Todo está en silencio; en la lejanía se oye el coro monótono, plañidero, de la escuela de niños. Siento una opresión vaga cuando entro en el largo salón con piso de madera, en que mis pasos hacen un sordo ruido: como en mi infancia, me detengo emocionado. Levanto los ojos: a lo lejos, al otro lado del patio, en el observatorio, el anemómetro con sus cacitos sigue girando. No ha parado desde entonces: corre siempre, siempre, sobre la ciudad, sobre los hombres, indiferente a sus alegrías y a sus pesares. He subido las mismas escaleras, ya desgastadas, que tantas veces he pisado para subir al dormitorio. Aquí, en un rellano, había una ventana por la que se columbraba el verde paisaje de la huerta; yo echaba siempre por ella una mirada hacia los herrenes y los árboles. Ahora han cubierto sus cristales con papel de colores. Ya no se ve nada; yo he sentido una indignación sorda. Luego, cuando he querido penetrar en el salón de estudio, he visto que ya no está donde se hallaba; lo han trasladado a una sala interior. Desde sus ventanas ya tampoco se apacentarán las infantiles y ávidas imaginaciones con el suave y confortante panorama de la vega: los ojos, cansados de las páginas áridas, no podrán ya volverse hacia este paisaje sosegado y recibir el efluvio amoroso y supremamente educador de la Naturaleza... ¿Tenía yo razón para volverme a indignar? Sí, yo me he vuelto a indignar en la medida discreta que me permite mi pequeña filosofía. Y después, cuando ha tocado una campana y he visto cruzar a lo lejos una 89 larga fila de colegiales con sus largas blusas, yo, aunque pequeño filósofo, me he estremecido, porque he tenido un instante, al ver estos niños, la percepción aguda y terrible de que «todo es uno y lo mismo», como decía otro filósofo, no tan pequeño: es decir, de que era yo en persona que tornaba a vivir en estos claustros: de que eran mis afanes, mis inquietudes y mis anhelos que volvían a comenzar en un ritornelo doloroso y perdurable. Y entonces me he alejado un poco triste, cabizbajo, apoyado en mi indefectible paraguas rojo.

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