martes, 10 de diciembre de 2024

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 25-27)









TREPANAR Y AMPUTAR COMO DESIGNIO DEL HOMBRE




 25




Dejó caer el segundo cuaderno al piso. Cerró los ojos, volvió a abrirlos. La noche seguía igual, el lugar era el mismo. No habrían pasado más de tres horas desde que comenzara a leer los manuscritos, y en todo ese tiempo no pudo detenerse, no pudo separar la vista de esos papeles con la letra del tío José. Era como si estuviese leyendo la vida de otro hombre al que había conocido, como si fuese una novela dramática por él inventada. Ni sus padres ni el tío eran reconocibles, no la gente mencionada, ni hasta el propio Cahrué, que era sólo un niño en ese entonces, totalmente incompatible con aquel a quien conoció sólo un día antes.

     Y a pesar de toda esta aparente incongruencia entre lo leído y la realidad circundante, él sabía que todo aquello era verdad: tanto lo que lo rodeaba en ese momento como lo que estaba escrito en aquellos papeles. Nunca el pasado se le hizo tan concreto a la vista, nunca tan presente como en ese instante. Porque de ese modo, de la forma en que se manifestaba, el pasado daba sentido a muchas cosas del presente. No sólo constituía la explicación, sino el acorde perfecto para las escabrosas melodías que hasta entonces habían constituido las razones de su vida.

      Sin embargo, algo así como la traición se filtró en su alma. Se inmiscuyó en su mente hasta decirle que todo aquello era una trampa perpetrada por sus ancestros. Cada generación era engañada impunemente por la anterior, traída al mundo sin permiso, sacada de la nada para encerrarla entre cárceles de piel y huesos, sometida a la crueldad del tiempo, al abandono de toda esperanza, a la desidia de la propia voluntad, y a la expresa violencia del amor.

     Todo era sexo, carne y desilusión.

     Catástrofe y amor eran una misma palabra creada en el principio de los tiempos.

     Entonces, si así era, debía ser él como aquella bestia que sentenció con sus propios labios la dominación del mundo por la herejía.

     Si no soy quien creí ser, se dijo Maximiliano, seré quien merezco ser.

     Decidió levantarse de la cama, bajando primero la pierna rota. Estaba rígida por las tablas que la sujetaban. La apoyó en el suelo y no sintió dolor. Bajó la otra e intentó pararse. Las piernas lo sostuvieron, a su satisfacción. Las sentía, pero estaban adormecidas. El dolor tal vez se había trasladado de ellas hacia su corazón, porque sabía que allí estaba alojada la creciente angustia, y que la ira, aún atenuada, era contenida por el sentido común. Por eso, ahora debía aprovechar la todavía armoniosa sincronización entre su cuerpo y mente. Arrancó un fragmento de madera suelta de las paredes y la uso de muleta. Caminó hasta la puerta. Seguía la noche escondiéndolo todo, diciendo, como siempre, que estaba todo sí debía estar: lo negro del alma humana y la bajeza de lo divino. 

     Levantó la vista al cielo, y vio la luna. Grande, tan inmensa como un sol cadavérico que estuviese precipitándose sobre el mundo. Tan enorme, clara, perfecta con sus espectrales figuras dibujadas en la superficie. Indescifrables, caóticas, movibles como espíritus cambiantes. Y vio cómo la triste figura de Dios seguía acarreando sus propios huesos para arrojarlos hacia las aguas. Pero desde cada rincón del mundo, aquella tarea era posible de apreciar, como una proyección cinematográfica en pleno cielo. Los movimientos de Dios no tenían la torpeza ni la rapidez de las películas de Lumiere. Tenían, además, colores ocres y brillantes a la vez. Cada habitante del mundo podría apreciarlos: Dios como su propio verdugo y sepulturero.  Se preguntó por qué sólo él, entonces, se había dado cuenta de aquellos movimientos desde tanto tiempo antes. Como si en sus ojos hubiese algo que le permitía hacerlo, igual que aquello que había visto en el ojo izquierdo de algunos que pasaron por su vida. El hermano Aurelio, don Roberto, el tío José y la mujer del capitán. Unos habían muerto a causa de esto, pero la visión continuaba, como si fuese un espíritu que se evadía del cadáver para introducirse en otro ser viviente. O, quizá, fuese algo que estaba en su propia visión, la misma enfermedad que los había llevado a ellos a ver esas imágenes que a él tanto lo molestaron, hasta el punto de necesitar expulsarlas del mundo con la muerte.

     ¿Somos instrumentos, o creadores? Esto se preguntaba Maximiliano mientras caminaba por las nocturnas calles desiertas de la aldea, entre chozas de adobe y perros que lo miraban pasar sin ladrarle. Era un fantasma, tal vez, a la luz de la inmensa luna a la que los animales respetaban como a una madre bienhechora. La constancia de la luna era casi la única virtud del mundo. Sus cíclicos regresos provocaban inquietud y alivio, dolor y beatitud. La luna era mujer y hombre al mismo tiempo. Mujer como continente, hombre como dolor. Calma y tormenta. Mareas y reflujos de mares de sangre. Los ancestrales sacrificios al sol no eran más que veladas entregas a la luna. Dios no habitaba en el sol, porque es sólo fuego cuyas brazas alguna vez se extinguirán. La luna, en cambio, es piedra iluminada, y será piedra oscura cuando ya todo desaparezca. 

    Piedra y polvo, huesos asomados para contemplar la superficie de la tierra.

     Caminó sin orientación, hacia lo que creyó el interior de la selva. No mucho más allá encontró el sector donde los indígenas enterraban a sus muertos. A la luz de la luna, vio los cráneos asomándose por encima del suelo. Había leído en los cuadernos del tío José que los enterraban de pie, dejando las cabezas fuera. Ahora pudo comprobarlo, y veinte años no parecían haber cambiado la costumbre. Caminando entre las sepulturas, halló cabezas de hombres enterrados no más de unos meses antes, otras eran muy recientes, y parecían simplemente dormidas. Conservaban sus cabellos casi intactos, las órbitas de los ojos todavía llenas, la piel todavía no pegada a los huesos de la cara. Avanzó sin miedo, abismado de curiosidad y fascinación. Llegó a las zonas más antiguas, donde los cráneos estaban pelados, otros con piel seca como pergamino.

      Supo entonces que allí era el lugar en donde comenzaría a hallar sus respuestas. Enfermedades de las almas, enfermedades de la cabeza. Cuál era la causa de la locura, de las alucinaciones, del deseo de matar. ¿Por qué no había podido creer totalmente en Dios, y por cuál causa otros habían alcanzado a verlo y él no? En el conocimiento creyó encontrar el camino. En la biblioteca del tío había leído los libros de anatomía. Aún recordaba claramente la estructura anatómica de los huesos del cráneo. Pensó en el hueso esfenoidal, como un pequeño pájaro sepultado, atrapado en pleno vuelo en medio de la cabeza de los hombres. 

     Un pájaro que conservaba, quizá todavía, su ancestral memoria de tiempos perdidos. Lo que veían algunos hombres tal vez fuesen las proyecciones de aquella memoria.

     Miró hacia las copas de los árboles de alrededor. Un leve resplandor insinuaba el alba. Debía llevarse aquellos cráneos a la choza para estudiarlos. Buscó en las inmediaciones alguna herramienta, pero sin encontrar nada útil, regresó a la choza y recogió la pala apoyada en una pared. El camino de ida y vuelta provocó que su pierna sufriera y volviera a doler. Al principio la ignoró, luego comenzó a cojear. Las tablas que la sostenían se aflojaron en sus ataduras. Sintió que los huesos rotos de su pierna se movían, atrapando sus venas y nervios. Pero estaba dispuesto a no dejar que nada le impidiese continuar con su propósito. Era algo que debía hacer por sí mismo, y también por don Roberto, le había prometido a Elsa que haría todo lo posible porque lo curaran. Hasta esa selva lo habían traído para eso, hasta esa selva había llegado él en la supuesta ignorancia de su huida, cruzándose en el camino de ellos dos. Si había conocido el amor en los laberintos de la locura, era algo de lo que debía sentirse plenamente satisfecho. No volvería ver a Elsa, probablemente. 

      Regresó al lugar y comenzó a arrancar de un golpe los cráneos. No los golpeaba, sino que daba un corte seco con el filo de la pala justo a ras del suelo. Fue cortando uno a uno, de diversos lugares y tiempos. Unos nuevos, otros muy antiguos. En los más viejos, vio agujeros en la cabeza, seguramente secuelas de las trepanaciones de las que había leído en los cuadernos. Estuvo casi dos horas haciendo esto, y ya había amanecido. La pierna le dolía con intensidad, y tuvo que continuar de rodillas durante la última hora. Cortaba cabezas y las colocaba en bolsas de tela robadas de una choza en el camino. No contó cuántos había alcanzado a juntar, pero las bolsas ya habían sido llenadas. Su rodilla antes sana ahora estaba herida. De la pierna enferma se había arrancado las tablas y sus huesos se movían. Se levantaba y caía, y el dolor recomenzaba, insistiendo en aquello hasta que lograba la mayor insensibilidad posible. Destruir sus nervios para continuar haciendo lo que hacía, dejar de lado, abandonar las partes del cuerpo que impedían la redención del alma. 

     Escuchó el despertar de la aldea cercana, el bullicio de la gente, los llantos de los bebés, las llamadas de los hombres que iban a pescar o acarrear agua desde el río. No sabía aún cómo levantarse ni salir de aquel campo de muertos con sitios vacíos donde habían estado las cabezas. No sabía cómo reaccionarían los habitantes ante el sacrilegio. No sabía, sobre todo, cómo llegar hasta su choza con las bolsas llenas de cráneos en medio de toda aquella gente, ni cómo tolerar el dolor que se iba y regresaba como olas de desesperación.

      Intentó erguirse, apoyándose en una de las tablas que habían sostenido su pierna. Pudo mantenerse en pie. Se agachó para levantar las bolsas. Cargó una con el brazo derecho, sobre la espalda, la otra sobre el hombro izquierdo. Con esta mano libre, usó la tabla como muleta. Dio el primer paso. Logró hacerlo, y se sintió esperanzado, pero lo había hecho con la pierna sana. Ahora venía la prueba: dar el paso con la muleta, sin apoyar la pierna enferma. Lo hizo, pero la tabla, astillada, se enganchó en el barro y las rocas alrededor de las sepulturas. Maximiliano se vino abajo con todo el peso de las bolsas sobre él. Pero no fue esto lo peor, sino que él mismo y el peso que llevaba encima cayeron sobre la pierna quebrada. Entonces un grito nació de su garganta, pero fue como si otro lo emitiese, tan intenso en su cruel sabiduría de grito desolado que no se reconoció a sí mismo. Nunca había gritado al matar, aun cuando fue en cada una de esas ocasiones una manera de arrancarse el odio como quien se arranca una parte del propio cuerpo. 

      Cayó de costado, pero quedó casi derrumbado sobre el suelo, con su pierna deshecha y quebrada en varias partes. Se sacó de encima las bolsas y se miró la pierna, todavía gritando y llorando de dolor. Los huesos sobresalían de la piel destrozada por varias partes, y sangraba mucho. Se la sujetó con las manos, balanceándose, con la expresión llorosa y la cara fruncida reteniendo gritos. Pronto vendrían a él, pero no quería ser rescatado. Necesitaba huir desde allí hasta la choza y comenzar sus estudios de los cráneos, y los demás no lo dejarían en paz. Le quitarían las bolsas, lo encerrarían en la choza, lo curarían, tal vez. Pero él debía primero averiguar, alejándose de toda debilidad o negligencia. Si su herencia era el dolor y el odio, estaba bien, los heredaría como quien recibe un tesoro a cuidar, pero no haría de ese patrimonio un reino de vulgaridad ni ociosidad. Sería un reino de conocimiento voluntario, de redención en los ámbitos del rencor, si no podía ser en los de la bondad o la paciencia. A falta de virtudes, bienvenida era la voluntad hostil.

     Apareció un niño en la espesura, sobre el camino que llevaba a la aldea. Lo estaba mirando, y luego otros aparecieron. Uno de ellos se fue, tal vez en busca de alguno de sus padres. Debía hacer algo de inmediato, no podía abandonarse a las manos de ellos, no había llegado y sufrido todo aquello para ceder ahora a la voluntad de los demás. Su pierna era el único impedimento. Si alguna parte de tu cuerpo te impide entrar al Reino de los Cielos, entonces córtalo, se dijo a sí mismo. No entraría a aquel reino, lo sabía, pero lo mismo daba entrar en los infiernos: los huesos de Dios allí estaban siendo recogidos. 

      Dos mujeres se unieron a los niños, intentando acercarse, pero no se atrevieron. Un hombre llegó, habló con las mujeres, señalando las sepulturas. No se alarmaron, sólo parecían curiosos. Otro hombre intentó acercarse a él, pero Maximiliano le arrojó una piedra. Juntó varias a su alrededor para alejar a los hombres como si fuese pájaros carroñeros. Mucho más no duraría aquella estrategia. 

     -¡Señor!-llamó la voz de Cahrué. 

      Maximiliano miró hacia allí, al hombre que alguna vez había sido el niño que conoció a sus padres, que había comido y vivido con ellos. El único vínculo, el lazo que consideraba indestructible entre el pasado y el presente. Se puso a llorar otra vez de dolor. Cahrué comenzó a acercase.

    -¡No vengas! ¡Déjenme solo!

    -¿Pero qué quiere hacer? Olvide eso y déjeme que le cure la pierna.

    -Ya no hay nada que curar- respondió él al tiempo que levantaba la pala, y con toda su fuerza hizo caer el filo sobre la pierna.

     Creyó desvanecerse. Las copas de los árboles bailaron una danza de carrusel. Los muertos sepultados parecieron alzarse sin cabezas como columnas pétreas de la tierra. Pero no fueron más que alucinaciones. Cuando el dolor pasó, los demás aún estaban lejos, y supo que no habían pasado más que unos segundos. La pierna ya no sangraba, era simplemente una herida abierta con sangre seca. El pedazo cortado estaba a un costado, y lo agarró con su mano derecha. Se puso a mirarlo, luego a los demás, que lo observaban. Las mujeres tapaban los ojos a los niños, pero ellos luchaban por escaparse de sus brazos y mirar al hombre que había cortado su propia pierna. Cahrué se acercó a dos metros de él.

    -Señor, déjeme que lo ayude- pero antes de poder tocarlo, Maximiliano levantó la pala y lo amenazó. 

     -Aún no he terminado.

     No sabía de dónde había sacado tanta resistencia. No era un hombre fuerte, siempre creyó ser esmirriado, débil, más dedicado a actividades intelectuales que físicas. Pero tantas cosas que había pasado, tal vez lo fortalecieron. O quizá fuese la bestia en su interior quien le estaba dando fuerzas para hacer todo lo que pensaba debía cumplir. 

     Con el filo de la misma pala, empezó a  pelar el hueso de la pierna. Lentamente pero con firmeza, obtuvo el fragmento de tibia, limpio ahora de músculos y sangre. El muñón abierto le palpitaba, y a cada instante creía que se desmayaría. Pero no sangraba, y eso era suficiente. El dolor podía ser resistido, lo mismo que el cansancio. La mente seguía ordenando, y las manos trabajaban con ahínco en la obra más importante a la que hasta ese momento se hubiesen dedicado.

      Esa tibia sería su símbolo desde ahora: un amuleto para la providencia, una llave para su propio sagrario, el escudo de armas de un rey, el productor de rayos de un dios furioso. Fuese lo que fuese para los demás, a él le serviría para convertirse en un ser temido en ese pueblo. Y fue eso lo que sucedió: levantó bien alto el hueso limpio, miró alrededor, y se vio como los demás debían estarlo viendo: un hombre que comenzaba a levantarse en medio de las sepulturas, casi desnudo y sosteniendo su cuerpo en una sola pierna, manteniendo el equilibrio con destreza, y ya sin dolor, usó la pala como muleta, levantó las bolsas con cráneos sobre sus hombros, y empezó a caminar amenazando a todo el que intentara interponerse en su camino con el hueso como un arma mortal.

      Caminó de vuelta por el sendero que llevaba a la choza, entre las filas de los habitantes de la aldea, que ahora eran muchos, que lo miraban con miedo en los ojos, con respeto, con profunda reverencia. Hasta Cahrué, tan embebido de escepticismo con su sabiduría aprehendida en sus libros, no pudo más que dejarlo pasar, y conformarse con seguirlo. Ahora era su discípulo, como si hubiese vuelto a ser aquel niño que aprendía a cambio de servicios al hombre blanco.

     Llegó a la choza, y antes de entrar se dio vuelta para mirarlos a todos. El pueblo entero lo observaba con intriga, con asombro, con una incipiente veneración. Le ordenó a Cahrué que nadie entrase. Luego, en la frescura del interior, dejó caer las bolsas, y se derrumbó en el camastro, hundiéndose en los profundos abismos de los nuevos mares, los mares de huesos, las ciudades acuáticas de los demonios fundadores de un nuevo reino que él estaba ayudando a construir.

     Durante días estuvo entrando y saliendo por las fronteras de la conciencia. Vio la cara de Caihrué asomándose por los flancos de su vista obnubilada por la fiebre. Sintió las manos tocando el muñón de su pierna. Soñó que lo amputaba, pero él mismo ya se lo había hecho. Escuchó que desde la aldea llegaban cánticos, y creyó ver los bailes alrededor de la choza, las ofrendas, los rezos, por él, a quien casi no conocían, que no era nada más que un hombre blanco enfermo y loco. Vio las caras pintadas que quemaban sustancias alrededor del camastro, pinturas que simulaban rostros de linces. Luego, una de aquellas máscaras comenzó a despintarse por efecto del sudor de la fiebre, y aparecía la cara del tío José. Entonces supo que los otros dos viejos que realizaban aquellos ritos en su choza eran sus padres. Estaban viejos, pero habían sobrevivido los tres. Quiso abrazarlos, quiso tener una vida con ellos.

       Nunca supo con exactitud cuántos días pasaron. Despertó ya definitivamente lúcido, y se miró el cuerpo desnudo. Estaba demasiado delgado, y la pierna cortada tenía un muñón cosido. No le dolía, estaba lívido pero sano. Se restregó la cara y sintió su cabello largo y la barba crecida.

     -Bienvenido a la vida- oyó decir a la voz en un rincón de la choza. Era mediodía, tal vez, por el fulgor que penetraba por las aberturas. 

     Cahrué salió de la sombra.

     -¿Dónde están las bolsas?- preguntó Maximiliano.

     Cahrué rio.

     -Vuelve de la casi muerte y lo primero que pregunta es por los muertos. No sé qué pensaba hacer con esas cabezas, pero las guardé, no puedo devolverlas a sus dueños, ni a los familiares, ya muchas familias enteras han desaparecido, tampoco se me permite quemarlas. Las escondí en ese rincón seco. 

      Maximiliano miró hacia donde señalaba. Empezó a levantarse. Un vahído lo detuvo. Cahrué lo sostuvo para que no cayera.

     -Todavía no está bien del todo, tiene que comer y mejorarse. Después hará lo que quiera.

     Maximiliano preguntó por el hueso de tibia. El otro se agachó y lo sacó de debajo del camastro. Lo apoyó sobre el cuerpo de Maximiliano, y él lo agarró como un cetro.

    Cahrué volvió a reir. 

     -Parece un gran rey.

     La burla le cayó mal a Maximiliano. 

     -Creerás que estoy loco. Seguramente así es. Pero he leído los cuadernos que me diste. Quiero que me enseñes todo sobre los viejos curanderos que hacen trepanaciones.

     -Los viejos de los que habla ya no existen. Murieron hace muchos años. Alcanzaron a enseñar unos cuantos trucos a sus discípulos, pero ha sobrevivido menos de la mitad de su sabiduría.

     -¿Fuiste uno de ellos?

    -Fui el único, señor. Pero como le dije, fui a la escuela en la ciudad, y aprendí mucho en la escuela de medicina.

      -¿Eres médico de verdad?

     -No me permitieron tener el título. Acá las cosas no son como en Europa, supongo. 

     -Entonces debes enseñarme todo lo que sepas. Hay cosas que debo averiguar. No solamente por lo de don Roberto. Tengo teorías sobre las alucinaciones, sobre los deseos ocultos de la mente.

     -Usted está hablando de las causas orgánicas de las enfermedades mentales. Lo que mis ancestros llamaban espíritus.

    -Así es. Y con las trepanaciones realizaban esa especie de exorcismo científico.

    -El último intento en esta aldea se hizo hace más de diez años. Yo mismo lo intenté. 

    -Cuéntame.

     -Primero debe comer. Aquí viene la vieja.

    La mujer que lo cuidaba trajo un cuenco con agua y una fuente con carne asada. Maximiliano empezó a comer sin cubiertos, hambriento como no lo había estado nunca antes. La mujer se arrodilló a su lado y rezó una plegaria. Luego se levantó y salió sin darle la espalda.

     -¿Qué fue eso?

     -Lo adoran, señor. Luego de lo que hizo con su pierna, lo respetan como a un dios.

    -Creí que iban a matarme por profanar las tumbas.

    -Eso ya  no importa después de ver su valentía. Hay una especie de leyenda incorporada en nuestra mitología sobre un hombre que se amputaba un pie cada día, porque cada mañana volvía a crecerle y por la noche comenzaba a gangrenarse. Era una especie de maldición que tenía encima. Así que un día se cortó la pierna más arriba de lo habitual, y con la tibia talló un cuchillo de hueso, con el que se cortó el pie la siguiente vez que creció. De ese forma se terminó la maldición.

     -Eso quiere decir que todo está enterrado en uno mismo.-Y se señaló la cabeza.

    -Creo que sí. Por eso lo respetan, usted les recordó esta leyenda un poco olvidada. Se han entusiasmado con esta nueva veneración que los aparta de la rutina. Estamos extinguiéndonos, señor. La civilización avanza, las costumbres del progreso nos invaden. Nos cambian la vida, también nos matan. Porque adaptarnos significa ya no ser nosotros mismos. Las culturas chocan, y mueren. No hay integración. No existe. No puede haberla. No crea en lo que dicen los libros.

     -Usted ha leído mucho, Cahrué. Me mintió cuando me dijo que no hablaba bien el español. Lo veo así vestido, con ese taparrabo, la piel morena, el cuerpo fuerte, la cara lampiña, y no concuerda con lo que mi cultura me ha enseñado. Sin embargo, amigo, si así puedo llamarlo porque me salvado la vida dos veces, y porque ha conocido a mis padres, ha hablado con ellos, ha dormido en su misma choza…

     Se detuvo porque un nudo grande se formó en su garganta.

     -No comprendo…

    -Ellos murieron apenas regresaron a España, luego de yo nacer. No puedo decir que tenga recuerdo de ellos. Salvo la cruz de plata que me mostró, y que usted entregó a mi madre. Dígame, ¿cómo era ella?

     -Muy hermosa, alta, muy severa, pero de una belleza muy semejante a la de una estatua griega.

    -¿Fría, tal vez?

    -No lo sé. Conmigo y con los niños era correcta, nada más. Pero eso no nos interesaba, con sólo verla nos extasiaba, con estar con ella nos conformábamos. 

     -Era seducción, supongo. Lo  mismo que con mi padre.

     -No eran demostrativos, señor. Eran un matrimonio discreto. Fueron así hasta el final, cuando se fueron.

     -¿Usted se quedó con José Iribarne?

     -Le serví mientras se quedó. No me enseñó nada ya, salvo sobre las cosas de la vida en general. Yo era un adolescente, y me llevó al pueblo grande para estar con las putas. Eso fue su enseñanza sobre el tema, usted ya sabe cómo son esas cosas.

     -Creí que en su pueblo tenían ritos de iniciación.

     -Ya se han dejado de lado, pocos los recuerdan. Además, los que tenemos conciencia de lo que le sucede a nuestro pueblo, no queremos tener hijos que sufran o nos odien. Si todo se termina, que se termine de una vez. Como la sabia muerte, señor.

     -¿Es usted casado, Cahrué?

     -No, señor. No sería feliz con nadie de mi pueblo en mis actuales circunstancias. ¿Con quién hablar y pasar mi vida como estoy hablando con usted? La única razón de unirme a una  mujer sería tener hijos, y ya le di mi opinión sobre eso. ¿Y su señora dónde está?

     -Está en Buenos Aires ahora, esperándonos. Tal vez si viniera con nosotros, Cahrué, conozca a alguien que aprecie su cultura.

     -Ya soy un fenómeno de circo en el pueblo cuando voy, imagínese en Buenos Aires.

    - Al contrario, conozco esa ciudad muy poco, pero si es tan cosmopolita como dicen, tal vez tengan la sensibilidad suficiente para apreciarlo.

     -No lo creo así, acá estoy bien.

     -Se esconde como un anacoreta, Cahrué. Se escuda tras la fachada de su tribu.

     El otro asintió, encogiéndose de hombros, como un chico. Era mayor que él, como un hermano más grande, con el que podría haber hablado de muchas cosas en sus tardes en Cádiz. Un amigo que nunca tuvo. Alguien que lo podría haber salvado de muchas cosas. Pero ahora caía la tarde en la selva. Una brisa fresca espantaba el olor que comenzaba a invadir la choza desde el rincón.

     -Debemos empezar nuestra tarea lo más pronto posible, mañana mismo. Hay que disecar las cabezas. Debes enseñarme las técnicas de trepanación. Cuando estemos listos, operaremos a don Roberto. 

    Cahrué comenzó a reírse.

    -Pero señor, usted no sabe nada de medicina, y yo no he operado a nadie del cerebro en muchos años, sólo huesos rotos, vientres hinchados, partos complicados, nada más.

     -¿No me decía que a don Roberto lo estaba estudiando?

     -Sí, y he llegado a la conclusión de que tiene un tumor que le comprime la parte posterior de la órbita del ojo izquierdo.

    -Eso ya lo habían dicho en España, ¿pero se puede extirpar?

    -Todo se puede extirpar.

    -¿Sin riesgo de su vida?

     -Eso no puedo saberlo hasta que lo haya trepanado.

     -Entonces empezaremos mañana. Quiero que traiga sus instrumentos a la choza.  Yo me encargaré de estudiar las cabezas, sólo necesito sus instrumentos.

     -¿Y sabrá cómo hacerlo, señor? 

    -Yo también he leído, Cahrué.  Me crie leyendo en la biblioteca de don José, viví con él desde que murieron mis padres. 

     -Cómo me habría gustado que me llevara con él cuando se fue…

    -¿Se lo pidió?

    -Sí, y me contestó que lo haría. Pero sólo lo dijo para que me conformara mientras hacía los preparativos para su viaje. Estaba más parco que nunca. Extrañaba a su hermano. El día de su partida, me desperté y él ya se había ido. Me quedé llorando en su cama, solo.


     Por la tarde, para despejarse de todo lo que Cahrué le había contado, decidió levantarse y conocer la aldea más detenidamente. Se vistió con la ropa que le dio la vieja: un pantalón y una camisa traídos desde la parroquia cercana a sesenta kilómetros río abajo, que hacía obras de caridad regalando bolsas de ropas usadas. Probó la muleta que le había tallado uno de los chicos del pueblo, el mismo que llegó esa tarde para ver cómo le iba. 

    -Me gusta mucho- le dijo Maximiliano, y el chico saltó a su alrededor, contento, diciéndoles a todos, cuando salieron, que él mismo la había tallado.

     Fue así que caminó por las calles de la aldea, acompañado por el niño, el único que no lo miraba con miedo ni recelo, ni inútiles reverencias.  Las mujeres y los hombres utilizaban pinturas en sus cuerpos. El chico le explicó lo que significaban. Las mujeres casadas llevaban una serie de puntos en la frente, y parte de los cuerpos tatuados con figuras de árboles y peces. Las solteras llevaban el pelo levantado y el cuerpo casi cubierto de blanco. En los hombres las pinturas eran más variadas, casi individuales, y representaban diferencias de castas. Los de familias más antiguas tenían una máscara de lince. Los más jóvenes, en edad de casarse, llevaban el cuerpo pintado de un azul muy oscuro, y la máscara simulaba el rostro de un caititú.

    -¿Qué es eso?- preguntó Maximiliano.

    El chico señaló a un cerdo salvaje entro unos cuantos que caminaban por la aldea buscando desperdicios. Nadie les temía, estaban domesticados.

     Le resultó brutal la significación de este animal en cuanto a los rituales de pareja, pero aquel brusco contraste entre las pinturas de las vírgenes y las de los jóvenes, a quienes casi siempre pudo ver juntos en las puertas de la chozas o caminando cerca del río, era no sólo curiosa sino sexualmente inquietante. El chico no necesitó decirle que aquellos que todavía no habían llegado a la pubertad, estaban obligados a permanecer desnudos hasta que llegara la edad del cambio. No importaba si hacía frío o calor, tanto niñas como varones, los que sobrevivían eran los merecedores de la madurez.

     Era verdad lo que había dicho Cahrué. Una cultura como aquella muere o persiste. No podía adaptarse. 

     -Tengo sed- dijo.

     El chico lo guió hasta un barril junto a una choza. Inclinó la cabeza y vio su reflejo en el agua. Hacía tanto tiempo que no se miraba en un espejo, que por un instante creyó que alguien más estaba asomándose con él al reflejo del agua. Estaba flaco, la barba encrespada, el pelo sucio y ojeras profundas. Levantó la vista y vio a un viejo sentado en la puerta de la choza. Era don Roberto, con la vista ciega perdida quizá en lejanos pensamientos más allá los bullicios de la aldea.

     Se acercó y le dijo:

    -Padre…

     Don Roberto giró la cabeza hacia él. Estaba bien, se lo veía con peso recuperado, recién bañado y oliendo a un aroma extraño. Tenía los párpados cerrados.

     -Padre…-volvió a decir, apoyó una mano sobre la cabeza del viejo, y se inclinó para besarle la frente. 

     Entonces el viejo abrió los ojos. 

     Eran dos enormes océanos sin fondo, abismos acuáticos de densa oscuridad.

     Maximiliano miró al chico, ansioso por ver si veía lo mismo que él. El niño se había ido,  nadie los miraba. Como si de pronto se hubiesen apartado del tiempo normal para acomodarse a un tiempo propio.

    -Soy yo, padre, soy Maximiliano, tu yerno.

    El viejo levantó las manos y palpó el cuerpo de Maximiliano. Frunció la frente, extrañado tal vez de sentirlo tan delgado. Hasta tocó el muñón de la pierna.

    -Te están transformando…-dijo.

    -No entiendo…

    -Los he estado viendo, hijo, y estás tomando su forma.

     No necesitaba preguntar. Esa tarde regresó a su choza y comenzó a sacar los cráneos de las bolsas.




26




Pasaron doce meses, y estaba finalizando un nuevo invierno. En todo ese tiempo, Maximiliano, con ayuda de Cahrué, se dedicó a una minuciosa disección de los cráneos. Lo que al principio creyó una tarea más rápida, fue llevándole horas, luego días, finalmente semanas de no descansar hasta hallar lo que estaba debajo de cada capa de tejido blando, de cada músculo, de cada ligamento enlazando huesos, ocultando la débil porcelana de los cartílagos, las diminutas venas que irrigaban el cerebro. Cada hueso fue partido, primero con torpeza, porque las manos de Maximiliano no estaban acostumbradas a manejar el instrumental, ni siquiera aquel rudimentario instrumental de cirugía que Cahrué había formado con material indígena y algunos otros metálicos robados de la escuela de medicina o algún hospital de la ciudad.

      Luego, a medida que la exploración era más minuciosa, el tiempo se alargó, pero los hallazgos fueron mucho más abundantes. Descubrieron estructuras que creyeron no estaban descriptas en ningún texto de anatomía, pero conscientes de esta falacia, se abandonaron a tal fantasía como dos científicos que necesitaban de aquel incentivo para continuar. Porque lo que Maximiliano buscaba ya se le iba siendo incierto: la anomalía que provocaba las alucinaciones místicas podía estar en cualquier parte del cerebro, en cualquier estructura nerviosa, ósea o vascular, o quién sabía de qué otro tipo. Células cancerígenas, probablemente, pero esta idea no lo convencía. Cahrué le había dicho que las pocas trepanaciones que presenció cuando era chico, por parte de los ancianos, no  mostraban las habituales características de los tumores. Si fuesen tumores malignos, los enfermos no habrían vivido tantos años después de la operación, como se sabía que vivieron.

      Sin embargo, en aquellos seis meses no encontraron ninguna estructura parecida en ningún cráneo. Habían diseccionado algunos muy viejos, que a Cahrué le constaba pertenecían a la época de los antiguos curanderos. Incluso encontraron dos con trepanaciones hechas: claramente vieron el orificio cuadrado en el hueso parietal de uno y en el occipital de otro. La tapa ósea estaba consolidada con el resto, pero se veían muy bien las huellas de la operación. Eso significaba que los enfermos habían sobrevivido muchos años, y estaban sanos cuando murieron. 

     -Tal vez debamos llamar malignos a los espíritus que los invadieron, y no a los tumores- dijo Maximiliano, con las manos cubiertas de barro y los imprecisos restos de la antigua carne muerta. Se lo veía cansado. Trabajaba en el suelo de la choza, con las piernas cruzadas, y el muñón le impedía mantener el equilibrio aun sentado de esa manera.

      Cahrué lo miró extrañado.

     -Pensé que era usted el que ansiaba buscar las causas científicas de estas enfermedades.

     -Es verdad, amigo mío, pero ya ha pasado tanto tiempo, y estoy cansado de ver nada más que huesos sucios. Lo cierto es que no avanzaremos más por este camino.

      Continuaron trabajando, sin embargo. Todas las noches la luna le recordaba su irrenunciable obstinación, era el alimento que parecía perderse en cada día soleado de la nueva primavera, con las pequeñas tragedias cotidianas de los indígenas. Había aprendido a vestirse como ellos, con un pantalón corto y el torso desnudo, aprendió a saborear la comida que le preparaba la vieja, que un día de invierno murió, siendo reemplazada por una mucho más joven, una de las muchas hermanas de Cahrué. Esa noche, una del último invierno, ella se metió en el camastro bajo las mantas, muy junto a él, y le enseñó a disfrutar del sexo como si fuese sólo una rutina más, como el caminar, como el comer, como el respirar. Era, ahora, un acto al que no daba mucha importancia, simplemente constituía una necesidad satisfecha. Era feliz en esos momentos, porque olvidaba todo lo demás. Una grata forma del olvido, pero sin su irreversibilidad, sin el dolor ni la tragedia. 

      Acompañaba a Cahrué en sus visitas de médico a la chozas. Cuando la gente los veía llegar juntos, les hacían reverencias, y los niños se apartaban. Maximiliano tenía el cabello crecido largo y oscuro, la barba espesa pero corta, el cuerpo más fuerte y curtido por el clima. Llevaba en la mano derecha el hueso de tibia para caminar, que representaba un signo de distinción con el que condescendía a la superstición de los nativos. Podría haber utilizado cualquier otro bastón de madera, pero no habría sido lo mismo. Los demás esperaban verlo caminar apoyándose en el hueso que él mismo se había cortado, y se enorgullecía de la expresión que veía en la expresión de ellos: inquietud, miedo, adoración.

     Podría decirse que ahora sí podría considerarse un pequeño dios. Si había perdido al suyo, por qué no crear uno a su imagen y semejanza. Por qué inventarlo o por qué buscarlo en otro ser, cosa o entidad. Uno es su propio dios, por qué no ha de serlo entonces para los demás. Si a ellos esto les servía para vivir en paz, como si un juez eternamente justo e infalible, pero también suficientemente humano para comprenderlos, estuviese siempre al alcance de sus manos. Esta era una de las falencias del antiguo Dios creador, su falta de presencia, su lejanía, su mudez, su sordera. Si alguna vez había sido joven, si alguna vez había sido humano, había dejado de serlo mucho tiempo antes de la creación del mundo. No era extraño entonces que su muerte hubiera sucedido antes de que cualquier hombre lo recreara con su inteligencia. Como alguien que murió antes de nacer. Como si cuando el mundo fue creado y el primer hombre buscara la fábrica racional de todo aquello que lo rodeaba, ya hubiese desaparecido hasta la más leve pista de su existencia. Por eso, Dios debía ser reinventado como una idea que jamás cerraría del todo en congruencia o verosimilitud. Había nacido en una mente imperfecta, una mente de niño dispuesto a jugar, sin límites, con todo la Creación.

      Y en una de esas visitas, entraron a la choza de un hombre de cincuenta años que estaba acostado en el suelo. La familia dijo que se negaba a acostarse en el camastro porque temía la ira de los dioses. Cahrué se inclinó sobre él, y le dijo algo en su idioma. Maximiliano había aprendido también algo de esta lengua, y entendió que le preguntaba qué le temía que le hicieran los dioses. El hombre habló al oído de Cahrué. Éste se sonrió mirando a Maximiliano, pero volvió la vista seria al hombre. Le palmeó la espalda y lo hizo levantarse. Preguntó a la mujer que vivía con él si era lo único que había notado. Ella empezó a hablar tan rápido que Maximiliano ya no pudo entender nada. Gesticulaba frenéticamente, y una de sus hijas trataba de contenerla mientras otra la apoyaba en sus protestas. Cahrué la detuvo con un gesto de la mano, entonces ellas recordaron en presencia de quién estaban, y se callaron la boca, mirando al suelo.

     -Dice que su marido se ha portado extraño el último mes. Se acuesta en el suelo y no quiere comer carne. Sale a ver la luna y le reza y le habla todas las noches en una lengua desconocida. Dice que los dioses le anunciaron una gran sequía este verano, y él trata de aplacar su ira. 

     -No veo nada demasiado extraño considerando las creencias de tu pueblo, Cahrué.

    -Tampoco yo. Pero si la mujer lo encuentra extraño, así de be ser. Me han dicho que no era un hombre muy creyente antes de que comenzara a portarse así. Le daré algunas especias y volveremos en unos días.

     Le explicó a la mujer y a las hijas cómo darle la medicina, un mezcla obtenida del mortero después de machacar alguno hierba sedativa. Luego salieron. La tarde había caído antes de lo esperado. El cielo estaba encapotado y un viento fuerte azotaba los senderos de la aldea. No debían ser más de las cinco de la tarde, pero estaba oscuro. Las nubes eran de tormenta, y muy dificultosamente alcanzaba a distinguirse un halo rosa oscuro tras ellas.

     -Tal vez sea un eclipse- dijo Cahrué, parado en medio de la calle, mirando al cielo.

     -Tal vez, amigo mío, pero recuerdo que estaba pronosticado el paso de un cometa, desde hace algunos años. Hace mucho tiempo que estoy desconectado del mundo, pero esto me hace recordar aquellas noticias. Debe ser ésta la época, entonces.

     -¿Y qué nos hará?

     -Dijeron ellos que algunos terremotos, algunas inundaciones por aquí o allá. Nada que no suceda todos los días sin necesidad de ningún cometa. Otros han vaticinado el fin de los tiempos.

      -¿Usted me dice esto después de haber visto a este hombre con sus locas ideas sobre los dioses y la sequía? ¿Se está convirtiendo a nuestra religión?

     En la expresión de Cahrué había sarcasmo: si los hombres blancos le habían inculcado la cultura occidental y quitado creencias que ya le era imposible recuperar, resultaba patético que un hombre blanco ahora renegara de la ciencia.

     -Estoy tratando de congeniar ambas ideas…

     -Ya le dijo, señor, que no es posible la convivencia de dos ideas contrapuestas. O ese hombre allí adentro tiene razón, o aquí afuera la tenemos nosotros. Dioses o cometas. 

    -¡¿Por qué elegir?!

    -Porque, si no me equivoco por lo que he leído, un cometa está hecho de simple roca, y los dioses están compuestos de sustancias etéreas.

    -Entonces los dioses son más complejos, y por lo tanto más verdaderos por la lógica.

    -La roca puede ser muy compleja, ¿la ha visto bajo el lente del microscopio? Acaso también la sustancia de los dioses pueda ser mero humo, que es muchas veces el mejor medio de simular figuras.

     -No lo entiendo Cahrué, me pide que elija, porque piensa que como hombres cultos tenemos una idea formada que debemos defender, sin embargo, pone en duda los fundamentos de todas las creencias.

      -Eso es lo que ustedes me han enseñado, señor. Su madre y su padre me dieron las reglas de la razón y el instrumento de la lógica. Adoro la anatomía de los cuerpos, sean cuales sean. En cambio usted, está buscando con los instrumentos de la razón, y en los fríos edificios de la anatomía, la etérea sustancia de los dioses.

     Maximiliano se quedó mirándolo, fascinado. En esa cara oscura y aparentemente insípida había encontrado una inteligencia más vasta que en cualquiera de los curas del seminario de Cádiz. 

     -¿Entonces piensa, Cahrué, que estoy buscando humo, tal vez?

     -Pienso que está buscando el elemento equivocado en el lugar equivocado, sea humo o roca.


     Esa noche se desencadenó la tormenta. Desde la tarde los hombres y mujeres estuvieron preparándose, apuntalando las chozas, tapando las puertas y ventanas con tablas. Encerraron y ataron a las cabras, sujetaron todo lo que podía volar o caerse con sogas. Pero ya antes de terminar, empezó a llover intensamente. Era la primera tormenta que Maximiliano vivía allí. Habitualmente el clima era húmedo y las lluvias muy frecuentes, pero nunca había visto tanto viento. Don Roberto y Cahrué, junto con la chica que los servía, se mantuvieron encerrados, protegiendo los débiles postigos con sus propios brazos durante casi toda la noche. El viejo se quedó sentado en la cama, siempre ciego, con unos ojos tan oscuros que hacía temer cada vez más a los nativos. La chica temblaba tapada hasta la cabeza con mantas.

     Al amanecer, el viento amainó, pero seguía lloviendo. Salieron, para ver casi toda la aldea destrozada por el viento del río desbordado y empujada hasta las mismas puertas. Había cadáveres de cabras ahorcadas por las cuerdas con las que las había sujetado. Algunos perros chapoteaban junto a las canoas que ya habían salido para llevar comida a las familias aisladas. Siguió lloviendo todo el día, y el siguiente, y durante siete días completos. La mañana que amaneció sin lluvia, todo era igual y peor: no había comida, no había más que agua y ramas y cadáveres flotando. La choza de Maximiliano estaba en un sitio alto, por eso pudieron quedarse allí. Venían muchas canoas para traer enfermos. Cahrué los ubicaba dentro, y trataban de hacer lo posible por curarlos. Hasta don Roberto colaboraba enrollando telas o hirviendo agua sobre una fogata.

      En el octavo día luego de la tormenta, por la tarde, volvió a llover, intermitentemente al principio, lo que dio falsas esperanzas a todos. Luego, continuó una llovizna más o menos fuerte pero constante, y que ya no se interrumpió. Esa tarde, cuando recomenzó la lluvia, trajeron al hombre enfermo que había provocado aquella discusión que había enfrentado por primera vez sus ideas. La familia lo trajo en la canoa, y lo dejó a las puertas de la choza, dejando que Cahrué lo levantara y lo arrastrara hasta el interior. No estaba herido, sino alelado, perdido en sus propias fantasías de enfermedad.

     -No puedo dejar que se quede-había dicho Cahrué. Pero no quisieron escucharlo. Arrojaron el cuerpo y se alejaron. Lo arrastró hasta el interior y miró a los otros. El enfermo, entre tanto, deliraba en su lengua. Cahrué lo levantó en andas, lo dejó caer en medio de la choza, intentó que se mantuviera en pie, pero viendo que el otro se dejaba caer, lo golpeó. 

     -¡Despierta, borracho!

     Pero él sabía que no estaba ebrio. Eran las hierbas que él le había recetado y la familia le había dado en mucho mayores dosis para mantenerlo calmado. 

     -¿Qué es lo que dice?- preguntó don Roberto, porque sintió la inquietud de la chica. Esta se había apartado al verlo entrar, y temblaba tanto o más que con la tormenta.

      Cahrué estaba muy nervioso. Maximiliano se dio cuenta que la situación se desbordaba en la choza casi tanto como el río afuera.

      -Habla de la sequía. Dice que la sequía durará tanto tiempo como la bestia esté entre nosotros.

     Maximiliano pensó en el libro de las Revelaciones. Algo parecido había pronunciado él mucho tiempo antes. Se quedó quieto, ensimismado, mirando el triste escenario de la choza oscureciéndose lentamente, Cahrué al pie del enfermo caído, la chica presa del terror, y don Roberto, sereno en la oscuridad que lo protegía de todos los fantasmas porque era su propio fantasma. Se acercó, entonces, hacia Cahrué, y le dijo al oído:

      -Debe ayudarme a abrirle la cabeza, estoy completamente seguro que encontraremos lo que buscamos.

     Cahrué se apartó y le dijo que estaba loco.

     Maximiliano le sujetó la cabeza con las manos. Era más fuerte, más alto que Cahrué.

     -Si no quiere que mate a la chica.

     El indio lo miró entonces de una nueva forma. Su parsimonia habitual regresó para guiarlo, porque fue mayor, quizá, el temor provocado por la mirada de Maximiliano, que la lluvia, la inundación, el hambre o la enfermedad. Todas estas plagas venían después que aquella vista en los ojos de aquel hombre blanco.

     Aun así, no estaba dispuesto a creerle, y se soltó de las manos de Maximiliano.

     -Veo que mis padres le enseñaron demasiado, y ha perdido todo lo que sus ancestros le heredaron. Mire bien, y vuelva a aprender. Fue hasta donde estaba la chica, la agarró de un brazo. Sin darle tiempo al indio a intervenir, la hizo saltar por encima de los enfermos acostados en el suelo, la arrojó con fuerza contra la pared de adobe. Cahrué corrió a verla. Tenía el cráneo hundido sobre la frente, y sangraba.

      -No hay nada que me interesa en ella, es a él a quien debemos trepanar- dijo Maximiliano señalando al hombre. Usted es médico, Cahrué, le estoy ofreciendo encontrar la razón de la enfermedad, a causa del mal. No busque espíritus si no cree en ellos, pero yo aún busco lo que queda de mi Dios.

      Sabía que había convencido al indio no por alguna razón práctica o dialéctica, sino por algo mucho más personal, que al fin y al cabo era lo único que realmente lo convencería de hacer lo contrario a lo que pensara o sintiera. Sabía que Cahrué estaba viendo en los rasgos de Maximiliano, los rasgos del tío José. Y contra eso, ya no le era viable luchar.

     Ese mismo día, Cahrué comenzó a preparar una sustancia anestésica. Había mandado traer desde su vivienda casi todas sus cosas cuando se instalaron en la choza de Maximiliano antes de las lluvias, así que no tuvo más que buscar entre su gran cantidad de frascos y cajas, la que guardaba las hojas de la planta que le servía para esta ocasión. Puso algunas en un pequeño mortero y comenzó a machacarlas hasta hacer una pasta que mezcló con agua. 

      El hombre había sido atado sobre uno de los camastros. Se movía y gritaba, pero luego se fue serenando, parecía saber lo que iban a hacerle, pero hacía mucho tiempo que no se hacían tales operaciones en la aldea. Cahrué se acercó con la preparación y se la dio a beber. El hombre lo hizo y se fue adormeciendo. Luego, Cahrué empezó a raparle la cabeza de cabello canoso, que ya era escaso. Hizo una marca con un carbón sobre la sien izquierda. Maximiliano preguntó por qué haría la incisión ahí. 

     -Porque se dice que de este lado del cerebro está el centro del habla. Pienso que es un problema de discordancia entre lo que quiere decir y lo que dice. De todos modos, señor, estamos en un terreno virgen casi para mí también, y usted no ha visto más que cabezas muertas. Esto no es lo mismo que en un libro. Habrá sangre, mucha, y masa encefálica que debemos cuidar.

     -Lo sé, amigo mío. 

     Cahrué se lavó las manos y le dijo que él hiciera lo mismo. Luego preparó sobre la cama, toda la serie de instrumentos que necesitaba: estiletes, pequeños bisturís hechos con huesos, pinzas robadas de los hospitales de la ciudad, una sierra, escoplo.

     -Necesito que la fogata esté siempre viva, y un tizón caliente cerca de mí.

    Maximiliano se encargó de eso, y luego Cahrué empezó a cortar la piel sobre la marca. El sangrado fue controlado con una pinza calentada sobre el tizón. Un olor a carne quemada inundó el lugar, y la sangre se detuvo. Raspó la piel sobre el hueso hasta llegar a él, y una vez obtenida una superficie limpia de casi veinte centímetros de diámetro, se dispuso a comenzar la trepanación. Apoyó un escoplo sobre las líneas marcadas y con un martillo comenzó a golpear lenta y cuidadosamente. Se fue formando un sendero delicado, y con sólo dos o tres golpes ya era suficiente para atravesarlo. Lo mismo hizo sobre varios puntos de la marca completa, luego fue suficiente que uniera tales puntos con nuevos golpes, y la tapa de hueso comenzó a aflojarse. Hundió un estilete sin filo en bajo uno de los bordes y la levantó. Debajo, había una membrana de color rosado, fibrosa, surcada de venas muy finas. 

      -¿Son las meninges, no es cierto?- preguntó Maximiliano.

      Cahrué asintió, y con un bisturí comenzó a cortar el tejido. El sangrado fue detenido a medida que las venillas eran cercenadas. Maximiliano se encargaba de eso.

      Fuera, anochecía. El  rumor de la corriente era claro, el chapoteo de la gente y los rumores que lentamente se iban apagando. La lluvia continuaba, incesante, sobre el techo, los alrededores inundados, sobre la selva. Dentro, la chica con la cabeza golpeada miraba desde un rincón, adormecida, la cara manchada de sangre seca. Don Roberto se había acostado en su camastro, con los ojos abiertos, pero sin duda escuchando lo que ambos decían. Los otros enfermos estaban en el suelo, cada uno en su manta de tela, ajenos a cualquier otra cosa que no fuese su propia pesadumbre y enfermedad.

      Cahrué levantó la meninge y dejó al descubierto la masa del cerebro.  Casi no sangraba, y Maximiliano vio cómo un pequeño latido sacudía a aquel tejido tan noble. Pensó en la luna, que debía estar asomándose en el cielo de la nueva noche que crecía, y aquel cerebro era como la luna, de una redondez imperfecta, llena de cráteres o caminos, de hondas profundidades inexploradas y peligrosas. Sí, sin duda, allí encontraría a Dios, y esta idea lo infundió de una nueva esperanza que se manifestó en su semblante y en sus manos, también en su voz.

     -Quiero ser yo el cirujano ahora- dijo.

    Cahrué lo miró un instante, adivinando en seguida todo lo que pasaba por la mente de Maximiliano: no había más alternativa que dejarlo hacer lo que quisiera. Todos en esa choza estaba bajo su dominio, ni siquiera él con toda su ciencia a cuestas era capaz de desprenderse de la influencia que ejercía aquel hombre blanco con su ira latente o manifiesta. Allí estaba el hombre con su pierna cortada, esa mirada  que venía de siglos de pensamientos abismales, y ese rostro tan parecido al del hombre que creyó adorar en su adolescencia, y que un día se había ido para siempre. Lo vio utilizar las pinzas como si hubiera hecho aquel trabajo toda su vida, observó esas manos tan semejantes al de José Menéndez Iribarne, con casi los mismos surcos de venas azuladas sobre el dorso levemente velludo, los largos dedos. Contempló la expresión en el rostro de Maximiliano: mostraba fascinación y deleite. Éste exploraba delicadamente la masa encefálica, apartando las circunvoluciones hasta llegar a la profundidad. Cahrué lo ayudaba, limpiando la sangre y manteniendo separados los tejidos, preguntándose qué era lo que buscaba. Entonces se dijo que toda operación quirúrgica es, en principio, una exploración, y que toda exploración es una búsqueda incierta: lo que buscamos lo sabremos cuando lo hallemos. Se preguntó si el dios de los hombres blancos, del que tanto sabía, al que tanto había rezado por obligación, era esa búsqueda por lo incierto: la búsqueda a ciegas por un ser ciego, tal vez completamente inválido, encerrado en algún lugar de nuestro propio cráneo. Como un niño abandonado, como un niño no nacido, tal vez un feto no desarrollado y enquistado en ese sitio casi inaccesible en el que se ha escondido. Tal vez un monstruo o una bestia, con el tamaño de una hormiga pero con todo el poder del nombre de Dios.

      -Creo que este hueso es el esfenoides- dijo Maximiliano señalando con la punta del estilete.

     Cahrué miró y afirmó a pesar de no estar seguro.

     -Por más que así sea, ¿qué está buscando?

     -Mire bien, Cahrué. ¿No ve esta costra sobre el hueso? ¿A usted qué le hace recordar?

     El indio lo miró con asombro.

    -Una fractura…Hace varios años este hombre se perdió en el río porque su canoa se volcó en la corriente. Estuvo unas horas perdido y lo encontraron sobre la roca de una playa a varios kilómetros de la aldea. Fue hace tantos años, muy poco después de que sus padres partieran. Luego, siempre estuvo completamente normal.

     -Hasta ahora, coincidiendo con el comienzo de las lluvias…

    -Pero él predijo sequías…

    -Ese es el centro del problema, Cahrué. Tal vez esta costra ha crecido tanto que está interrumpiendo de alguna forma las conexiones cerebrales.

     El indio estaba asombrado de la inteligencia de Maximiliano. Porque no era solamente la capacidad de haber retenido todo lo leído a lo largo de los años, sino de haber encontrado la forma de amalgamar todo ello en una forma de pensamiento lógico. Sin experiencia médica, en teoría sabían más que él. Pero entonces comprendió que había algo más: un elemento intuitivo, quizá la imaginación, quizá hasta una cierta dosis de locura. Pensando en todo lo que había sucedido desde que llegara, no le resultó extraño pensar que aquel elemento estuviese siendo desatado progresiva e irreversiblemente.

      Maximiliano empezó a raspar la costra formada sobre el hueso. Cahrué le dijo cómo hacerlo con ayuda de los estiletes sin filo. Las astillas fueron levantándose y debajo apareció la forma original del hueso. El indio recomendó que tuviese cuidado con los nervios y los vasos sanguíneos. Muy cerca estaba el nervio óptico. Cuando terminó, limpió con agua y pasó la yema de un dedo sobre el hueso, liso como una tabla recién pulida. 

    -Ya está hecho, amigo mío- dijo Maximiliano, y sonrió. Sus ojos brillaban, descubridores de algo que anhelaba desde mucho tiempo antes. No dijo nada aún, pero sabía lo que debía hacer con don Roberto.

      Devolvieron la masa encefálica a su espacio sobre el hueso, cosieron las meninges y cubrieron la tapa de hueso. La afirmaron con vendas que se cambiarían hasta que soldara. El hombre quedó acostado, y despertó a la  mañana siguiente, muy temprano, antes de que el sol se asomara por encima de la inundación.

      -¡Lluvias!- dijo lo más fuerte que pudo. -¡Grandes lluvias inundarán el mundo!

      Sólo Maximiliano lo escuchó, porque casi no había dormido. 

      El pequeño y perturbado dios de aquel hombre no había desaparecido, pero ahora hablaba con la irrefutable belleza de la lógica.





27




Sabía, entonces, qué hacer con don Roberto. Él mismo haría la operación, quisiera Cahrué ayudarlo o no. Y presentía que el indio lo haría, esta vez, no por sentirse amenazado, sino por afán de conocimiento. Maximiliano pensó que para aquella aldea él había llegado a ser como un salvador, movilizando y renovando las creencias de la gente, fuesen cuales fueran, y para Cahrué había consistido en un espíritu renovador, casi revolucionario. Pero esta visión social de su propia función desde que había llegado, no concordaba del todo con lo que los demás veían.

      El pueblo seguía inundado, y las lluvias se alternaban cada dos días. Durarían toda la temporada, y debían darse por conformes que no ascendiera más el caudal del río. Mientras fuesen lluvias moderadas y permitiesen al río ir bajando lentamente, era suficiente para sobrevivir. Las aguas alrededor de la choza no cedían, y todos los días las canoas llegaban y se iban trayendo o llevándose enfermos, o muertos. El hombre de la trepanación yacía en cama, hablando normalmente, y decía que quería irse. Pero cuando se asomaba a la puerta, apreciaba el ambiente cálido y seco del interior, y decidía quejarse un poco para demostrar que continuaba convaleciente. De todos modos Cahrué quería vigilarle la herida, pero tanto él como Maximiliano consideraban que la operación había sido un éxito.

     -Mañana operaremos a don Roberto.

     Cahrué lo miró con suspicacia, mientras curara la herida de su hermana, que no parecía mejorar. La grieta en la cabeza no dejaba de sangrar, manchando las telas todos los días. No tenía hambre y pasaba casi todo el día durmiendo.

     -Deberíamos curarla a ella, estoy seguro que empeorará.

     -Primero a mi suegro, después a ella. Yo mismo lo ayudaré a operarla, es lo menos que puedo hacer…-terminó diciendo con sarcasmo.

     ¿Qué es lo que habla por su boca?, pensó Cahuirué. Esa noche, asegurándose de que Maximiliano dormía, sacó de sus cosas la biblia que el cura le había regalado antes de su viaje a la ciudad para estudiar. Buscó por todas partes en ese libro algo que explicase qué había en la mente del hombre blanco, algo que explicase a aquel dios particular de que ellos tanto hablaban, por el que tanto envilecían al mundo, llenándolo de iglesias y catedrales, de dogmatismos y leyes de sangre y pena. Las palabras que explicasen a aquel dios explicarían, por lo tanto, al mismo hombre blanco. Sería, entonces, más fácil comprenderlos, predecirlos, justificarlos, por lo menos, aunque de nada sirviese para quitar su influencia depredadora sobre el mundo. El mal estaba hecho ya, la ponzoña había sido sembrada y crecía en cada campo y cada páramo, de cada alma de su pueblo.  Pero todas esas palabras le resultaron incomprensibles. Las entendía perfectamente, pero le hablaban de un mundo que no era capaz de imaginar del todo: desiertos, políticas, palabras que de la extrema compasión se convertían en impiadosos castigos universales. La lógica de la que se jactaban brillaba por su incongruencia.

       En la mañana, Maximiliano lo encontró dormido con la Biblia abierta entre las manos. Sin despertarlo, la levantó y comenzó a hojearla. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. En la primera página estaba la firma ya casi ilegible de su dueño, un tal Jorge de las Casas, tal vez el cura del que se hablaba en los cuadernos del tío José. Así aún lo llamaba: tío, nunca sería, para él, más que eso. Era curioso cuán poco había pensado en aquello desde que leyó los manuscritos. Lo único que había hecho al enterarse de su pasado, había sido ir hacia el campo de los muertos y luego cortarse su propia pierna rota. ¿Fue esa una manera de cortar con su pasado? Evidentemente, pero aquella idea le resultó demasiado trillada para ser digna de él. Por eso evitó los pensamientos que ahora le llegaban, traicioneros, arrastrándose como vulgares babosas de jardín que creían ser inteligentes serpientes de paraísos perdidos. Arrojó el libro sobre las brasas. Vio cómo las tapas se teñían de un tizne apenas más negro que su propio color. Así no se quemaría jamás. Se arrodilló junto al fuego y retiró el libro. Las cubiertas calientes le quemaron las manos un instante, pero soportó la molestia. Se levantó y escondió el libro, junto con la cruz de plata, ambas, la suya y la que encontró junto a los cuadernos, bajo la cama. Agarró los cuadernos, y los llevó al fuego. El papel viejo y ajado, seco, prendió fácilmente, pero tuvo la satisfacción de ver cómo se iban quemando las hojas una por una, cómo la letra del tío José iba consumiéndose así como su cuerpo muerto se había consumido en el incendio de la casona de Cádiz. Lo que no había visto por haber huido antes de verlo realizado, ahora lo estaba viendo por primera vez. El olor de la carne quemada continuaba en el interior de la choza, viciada de olores humanos perpetuados por la humedad intensa del clima. 

      Sintió una mano apoyada en su hombro izquierdo. Cahrué observaba lo que hacía.

     -Hagamos lo que usted quiera con el viejo- dijo. –En la noche curaré a mi hermana. 

     Ni siquiera habían comido nada cuando ya la hierba anestésica estaba preparada. Habían lavado a don Roberto y lo acostaron desnudo sobre el camastro en que habían operado al otro hombre. Las telas estaban limpias, la fogata ardía con combustible renovado e iluminaba casi toda la choza. Las herramientas para la cirugía hacían sido limpiadas concienzudamente. Afeitaron el ralo cabello del viejo. Mientras se dormía, Maximiliano le acarició la cabeza como a un niño, hablándole de Elsa, prometiéndole que muy pronto vería otra vez a su hija. El viejo le sonrió por un instante con sus delgados labios rodeados de la barba blanca y crecida. Sus ojos no tenían vida desde hacía mucho tiempo, oscuros abismos que se cerraron cuando sus párpados cayeron en el sueño. Quién sabe en dónde se adentrarían, en qué profundidades nacerían los mundos que habitaban esa mente que la boca discreta había decidido mantener callados. Mundos que Maximiliano estaba dispuesto a abrir ahora, para liberarlos, para que don Roberto estuviese libre finalmente de ellos y pudiese ser el hombre y el padre que Elsa anhelaba que volviese a ser. 

     Esta vez Maximiliano quiso hacer todo solo. Únicamente permitió que el indio lo ayudase en limpiar la herida, pasarle los utensilios o cualquier otra cosa que no pudiese hacer por sí mismo. Hizo la incisión en la sien izquierda, ya que de ese lado habían comenzado los síntomas en el ojo. Llegó al hueso y comenzó con la trepanación como había visto hacerlo a Cahrué. La superficie ósea del viejo era más delgada, y temió lesionar el tejido profundo. Actuó con cuidado, y levantó la tapa de hueso. Debajo encontró la meninge y la palpó. Se sentía endurecida y callosa. Había algo más profundo que empujaba la membrana hacia afuera, libre ahora de la presión del hueso.

      Cahrué le dio el bisturí y él pinchó con delicadeza la meninge. Un chorro de un blanco líquido espeso comenzó a fluir que rapidez, cayendo por la cabeza del viejo hacia la cama. Los dedos de Maximiliano se mancharon y lo primero que intentó hacer fue detener el flujo, pero Cahrué le dijo que lo dejara salir. Maximiliano entonces abrió más el orificio metiendo un dedo en la cavidad. El líquido continuó saliendo largo rato, más escaso cada vez, más manchado de sangre luego. 

     -Tiene una infección desde hace mucho, eso es evidente- dijo Cahrué.

     -Pero debería haber tenido fiebre…

     -Si la infección fuera la causa de su ceguera, sí, además ya habría muerto. 

     -¿Entonces…?

     -Abra más y lo verá…

     Maximiliano lo miró, presintiendo lo que quería insinuar.

     Abrió la meninge todo lo que la trepanación le permitió. La masa encefálica se deshacía al tocarla. Limpió la zona con agua abundante, y los trozos de tejido desaparecieron como pedazos de sueño, pedazos de vida e inteligencia para siempre idos. Recuerdos, quizá, trozos del mundo muertos para siempre.

      Más profundamente, encontró una masa casi pétrea de tejido blanco y grisáceo. 

     -Eso es lo que pensaba-dijo Cahrué- Un tumor gigante.

     -Los médicos pensaban que había invadido el cerebro y por eso no podían extirparlo.

     -Señor, el tumor es el  mismo cerebro, o una parte por lo menos. Si quitamos todo quedará vivo, tal vez, pero como un vegetal.

     -De todos modos, morirá si lo dejamos así.

    -Usted decide, entonces. Llevarle a su hija un vegetal que cuidar el resto de su vida, o un cadáver.

      Maximiliano lo miró con odio. Cómo se atrevía a hablarle así de los dos únicos seres que él había llegado a amar. Qué sabía el indio de lo que fue su vida antes y después de aquel viaje en barco. Ni con toda su imaginación podría llegar ni siquiera a acercarse a deducirlo. Como toda respuesta, continuó trabajando. Trató de distinguir en base a lo que había visto y tocado como normal, los tejidos endurecidos o atrofiados, aquellos que todavía recibían sangre de aquellos que no. Fue cortando lo que le pareció muerto, pero pronto fue llegando a la superficie de un hueso de la base del cráneo, cercano al ojo. Entonces supo que era el mismo que había visto muchas veces en los cadáveres, el mismo que le había llamado la atención al estudiar los libros de anatomía de la biblioteca del tío José. El hueso esfenoides, con su estructura alada y sus orificios como breves túneles por donde transcurrían los nervios y los vasos sanguíneos para el ojo. En el hombre con los delirios de la lluvia y la sequía, había hallado una fractura; en el viejo Roberto encontró que casi toda la superficie izquierda estaba acribillada, casi perforada, por la masa del tumor que se había desarrollado sobre él. El agujero esfenoidal era mucho más grande de lo habitual, casi no podía decirse que fuese un agujero sino un espacio libre que estuvo habitado hasta entonces por el tumor. 

      Maximiliano vio los nervios atrofiados, las arterias y las venas colapsadas, el hueso hecho astillas de consistencia purulenta.  La grasa posterior del ojo sobresalía hacia la cavidad craneal, y era nada más que un tejido infeccioso ahora. Levantó un poco más la masa del cerebro, y encontró pequeños seres vivientes, larvas blancas removiéndose en un sitio que hasta entonces les había sido propicio. Y Maximiliano supo que esos eran las representaciones de los demonios, encarnaciones de los demonios que habían deshecho el esqueleto de Dios, arrojando los restos al mar.

      Lo que había visto en la mirada de don Roberto, lo que había visto el hermano Aurelio, lo que vislumbró en los ojos de la esposa del capitán, había sido eso: simplemente la apertura y la liberación de los demonios destruyendo la estructura que Dios había diseñado como su máxima creación. Algo tan grande que jamás podría superar: el hombre y su cuerpo. Porque el alma es espíritu, y si Dios es espíritu  lo único que había hecho era entregar parte de su alma a un objeto biológico que antes no existía. Si el espíritu es energía, con ella había creado Dios al hombre, como un estallido, como una efervescencia, como la putrefacción de la que nacen los gusanos.

     El cuerpo biológico era, entonces,  el terreno de la guerra entre Dios y los demonios.

     Vencer el cuerpo era vencer a Dios.

     Por ello, él, Maximiliano Menéndez Iribarne, ya ahora llamado Méndez Iribarne por compasivo descuido de un simple empleado de aduana, debía exterminar a los demonios.

     Agarró el bisturí y penetró en la masa encefálica del viejo. Las larvas continuaron saliendo, llevadas por el torrente de la sangre que ahora brotaba, y que no tendría fin. Porque Maximiliano sabía que ya todo había terminado. Que el viejo Roberto había sido dominado por las fuerzas del mal, que su cuerpo era un caldo de cultivo de demonios, prontos a dominar al mundo en cualquier momento.

      Cahrué intentó parar la hemorragia, pero al ver que Maximiliano alejaba las manos y las mantenía abiertas, se dio cuenta que estaba entregando el cuerpo del viejo como una ofrenda de sacrificio. Había asistido a las misas que el cura daba una vez por mes en la aldea, y esa posición del oficiante ante la sagrada Eucaristía, era la que tenía Maximiliano en ese momento. Las manos abiertas a los costados, elevadas apenas un poco por encima de la cabeza. La mirada extasiada y piadosa, triste, reflexiva, y al mismo tiempo completamente dominada, puesta primero en el cuerpo del sacrificio, luego levantada a Dios, como los retratos de Cristo en las pinturas del Renacimiento.

      El cuerpo del viejo se desangró sobre el camastro, con la mitad de su cabeza abierta, y llena de trapos embebidos en sangre.

       Maximiliano fue en busca de una tela, y cubrió el cuerpo, luego se dejó caer al suelo, sollozando en silencio, con la cara entre las manos, balanceándose al compás de una música que sólo él escuchaba. Tal vez, el Qui tollis de una misa de Mozart.

      El acongojado canto del agua, allá afuera.


     En la noche, Cahrué operó a su hermana. No pretendió que Maximiliano lo ayudase, ni éste ofreció su ayuda, ya que no se había movido del lugar junto al viejo muerto. No más de una hora después, la chica también había fallecido, y Cahrué se paró junto a él. Maximiliano le vio los pies desnudos sobre el suelo barroso de la choza. Levantó la vista hasta sus ojos, y vio la mirada del indio.

     -Todo lo que nosotros tocamos, muere- dijo.-Deberíamos matarnos.

    Maximiliano se levantó dificultosamente. Su única pierna le dolía mucho, pero hizo el esfuerzo para honrar a Cahrué, hablándole cara a cara.

      -Usted va a operarme a mí, ahora. Tengo muchos demonios que sacar del interior de mi cuerpo. Mi templo se está pudriendo en vida por obra de ellos. Mire allá…-dijo señalando la ventana.

     Había anochecido hacía mucho, y una luna llena de esplendor parecía avanzar sobre la selva. 

     -¡¿Q ué?! – preguntó el indio con ira.

     -¿No ve cómo la luna se está inclinando hacia nosotros? La luna es de hueso, amigo mío, un enorme hueso con el tamaño del alma de Dios. Hace ya mucho que está siendo perforado, deshaciéndose en astillas que caen al mar. Lo he visto, se lo aseguro, incluso acá vi los huesos cayendo al ancho río Paraná, para arrastrarlos en su terrible corriente hacia el océano. Allí se construyen los palacios del próximo reino.

     Cahrué lo observó detenidamente, con el ceño fruncido y las manos temblorosas. Maximiliano sabía en lo que estaba pensando, pero aguardó con paciencia a que hablara, para soportar todo el torrente de la furia que presentía. Sin embargo, no estaba preparado para oír lo que le dijo.

      -Lo haré, señor. Lo operaré y le sacaré esa luna de escarnio que habita su mente. 

     Luego miró fijo en el centro de sus pupilas.

    -Sus ojos son dos piedras, señor. Dos huesos petrificados hace tanto tiempo como el que lleva caído el ángel más hermoso del cielo.


      Maximiliano se levantó a la mañana siguiente mucho después del alba. Los bullicios de la aldea lo sorprendieron. La inundación había alejado a casi todos, y lo único que se escuchaba desde hacía muchas semanas era nada más el sonido de la corriente y la lluvia. Pero esta mañana se oían cantos y gritos de jolgorio. El ruido del agua era alegre y libre de la pesadumbre de los días anteriores. Esta vez, penetraba por la ventana unos todavía tímidos rayos de sol que se asomaban entre las nubes que comenzaron a agrietarse lentamente. La lluvia había cesado, pero faltaba mucho para que las aguas abandonasen la aldea y el río volviese a su nivel habitual.

      El hombre que predijo la sequía en plena inundación, se acercó a la puerta y salió. Lo esperaba su familia con una canoa, y él se subió a ella y saludó a los habitantes de la choza con la mano, como un niño. Estaba curado de sus alucinaciones, tal vez. Pero un momento más tarde, se puso en pie en medio de la canoa, haciéndola tambalear con sus ocupantes dentro, y gritó hacia el único que lo miraba irse:

      -¡Sequía, sequía! –dijo en español, y su familia se rio tan fuerte que casi cayeron todos al agua. Pero la canoa resistió, y continuaron su regreso a casa.

      Maximiliano se dio vuelta y vio a Cahrué que llevaba cargando el cuerpo de su hermana. 

     -Estaba preñada- dijo.

     Maximiliano lo retuvo de un brazo, porque el otro seguía de largo hacia afuera, tal vez llevándola al campo de los muertos.

     -¡¿Cómo lo sabe?!

     -Al morir anoche, su cuerpo expulsó un embrión muy pequeño.

    -¿Qué hizo con él?

     Qué hizo con mi hijo, habría querido preguntar en otro mundo que no fuera éste, en otro instante que no fuera éste, con otro sentimiento que no fuese éste que ahora le provocaba náuseas.

    -Lo tiré al fuego, señor. Eso es lo que hacemos nosotros con los niños sin alma.

     Luego, se fue caminando por el sendero de madera que habían construido como un puente. Cuando el sendero se terminó, Cahrué se hundió en el agua hasta las rodillas y continuó caminando hasta el campo de los muertos, también inundado. Qué iría hacer allí, se preguntaba Maximiliano a la vez que su mente era devorada por el deseo de entrar a la choza y escarbar entre las brasas. No lo haría, con seguridad que no. Quién sabía si era verdad, después de todo, y si lo hubiese sido, un alma sobrevive aún al fuego, sobre todo las almas no bautizadas. Sobreviven y quedan vagando por el limbo, para siempre perdidas y sufrientes. ¿Dejaría él que a su hijo le pasara eso? Intentó apartar tal idea de su mente, con mucha probabilidad Cahrué había mentido por rencor. Pero sabía que el indio no era capaz de mentir sobre una cosa así. 

     Entró a la choza y se dirigió directamente hasta la fogata extinguida. Revolvió las brasas, apagadas, frías, y no sintió entre sus dedos más que ceniza. ¿Pero acaso los cuerpos no se convierten en eso al quemarse?  Tales cenizas podrían ser todo lo concebible por la mente humana: un leño, un niño muerto, o los huesos del mismo dios crucificado.

      Pensó en Elsa, en que jamás volvería a verla, en que jamás le daría un hijo a ella ni ella a él. Entonces sintió que los gusanos de su mente se revolvían en su lecho, y gritó el nombre de Cahrué para que regresase de inmediato y lo operase. Necesitaba sacarse ese sonido, ese cosquilleo, ese olor que emanaba de sí mismo. Si no lo hacía pronto, se arrojaría al río para ahogarse. Pero qué lograría con eso, sino llevar a los gusanos a un medio más propicio para su proliferación. Debía alejar el mal del cuerpo, debía mantener en seco todo para que nada creciera. Pare que los gusanos muriesen al sol, y sacar a los demonios del dominio del agua, del dominio de la sangre.

      Vio venir a Cahrué desde la zona inundada. Llegaba solo, caminando por el agua, y cuando subió al sendero elevado, las aguas subieron también, y fue como verlo caminar sobre el agua. Maximiliano sintió que había llegado el momento, por fin. Veía a Cristo caminando sobre las aguas, a ese cristo imitador que envilecía al verdadero. 

     Cahrué llegó junto a él. Maximiliano se acercó a su cara, le dio un beso en una mejilla, luego en la otra, finalmente uno en la boca.

     -Entrego mi cuerpo a Dios, Cahrué.


     Para el mediodía, el indio ya había abierto el cráneo de Maximiliano Menéndez Iribarne. Pero éste estaba dormido, deambulando en los suaves dominios del sueño inducido. Y las patas del sueño eran patas de miles arañas que levantaron su cuerpo en vilo y lo llevaron de estación en estación del Calvario. Sintió los clavos bisturíes de Cahrué, que esta vez tenía la cara de un centurión romano. Los dedos del soldado entraban en su cabeza, explorando, retirando detritus inservible, perforando los huesos hasta llegar a las alas del esfenoides. Y allá asentado, el gran orificio que llevaba desde los recovecos de la mente hacia el túnel orbital de los ojos. Un túnel que llevaba de tiempo en tiempo, acumulándose las visiones, los recuerdos, todo lo visto en esa porción del cráneo conservada como un rincón olvidado de una casa vieja, construida por un arquitecto enfermo. Un arquitecto que murió cuando la casa aún no había sido terminada. Todo en la casa ha quedado inconcluso, las puertas abiertas, las ventanas sin postigos, los pisos sin baldosas, las paredes sin pintar, las salas frías, la cocina estéril, los baños sin desagües, los cuartos filosos de humedad y tristeza. Sobre la superficie del hueso, Maximiliano intenta levantar vuelo, pero las alas del esfenoides no son alas, sino esqueletos de un gran pájaro muerto, disecado e instalado en un museo.

     El museo es la casa.

     La casa es su cráneo.

     Su cráneo es un sótano.

     Ve cómo Cahrué levanta una mano, y en su mano hay una gran piedra que derrumba el edificio inservible. La demolición ha comenzado, para dar lugar a un vasto espacio libre donde se creará una plaza dentro de la enorme ciudad del mundo. Una plaza hecha de concreto, sin pasto, sin árboles, sin flores. Únicamente pisos y juegos mecánicos hechos de cemento. Un ciudad para niños que no han aprendido más que el juego del sí y el no. Los juegos de la máquina, el olor del aceite, el aroma del petróleo, el olor de la pólvora. El aroma de los campos de exterminio. El perfume de la madera penetrada por un clavo, de la madera quemada en la hoguera, el vaho que emana de la silla eléctrica.

     Maximiliano viaja en el tiempo, porque sus ojos ahora ven todo lo que han visto alguna vez. Es un hombre, lo sabe. Nunca ha sido más que un hombre, ni menos que uno. Testigo del mundo, juez y parte del mundo. En sus manos ve la cruz de plata arrancada de un cuerpo muerto, más de veinte años antes. Ve la herencia del dolor y de la locura, de la pura tristeza cristalizada en frágiles ademanes desgastados por el tiempo.

     Ve el fuego. Ve el agua.

     Y la sangre que lo alienta se derrama, llevándose torrentes de cadáveres.

      Ve la bestia que se levanta sobre el templo sagrado de su cráneo, rompiendo los límites luego de muchos meses, tal vez cuarenta y dos meses, no podría decirlo con certeza. La bestia que se expande y sale de su cabeza buscando alimentarse, ya que allí no podrá habitar más. Huye, y toma todo lo que encuentra a su paso. Lo que deja son despojos y herejías, cosas secas desafiando a la vitalidad de los dioses y los reyes. Huyendo hacia el agua para crecer, para saciarse, para construir su dominio. 

     La bestia se ha ido y lo ha dejado solo, vacío. Su cráneo es una caja de resonancia con un eco imperfecto, que produce una deforme respuesta.

     Y en medio de la nada, está él, como el seco embrión de un dios muerto.


     Cahrué cerró el cráneo, colocó la tapa de hueso  y una venda alrededor de la cabeza. Comprobó que Maximiliano respiraba normalmente. Lo cubrió con una manta, lo abrigó y lo dejó dormir. Despertaría, probablemente, antes de que llegara la noche. Para esa hora, él habría descansado lo suficiente para comenzar un nuevo día. Había mucho que hacer.

      Buscó en las pertenencias de Maximiliano. Halló la última dirección que tenía de Elsa. Haría lo que Maximiliano le pidió antes de beber el sedante: lo llevaría, vivo o muerto, de vuelta a Buenos Aires, buscaría a su mujer, y lo dejará con ella. Cahrué aceptó porque vio en ello una buena oportunidad para huir del pueblo. Una vez, hace mucho, esperó que un hombre blanco, muy parecido a este que está junto a él, lo llevara a la ciudad. Luego fue solo, es verdad, pero lo de aquella vez era como una deuda pendiente del hombre blanco para con él. Ahora podría realizarlo. Regresaría esta vez a Buenos Aires no como un indio que cualquier hombre blanco podría humillar, sino como el acompañante de uno de ellos. Sería, al descender del barco rivereño, el médico personal de un extranjero de la madre patria que decidió afincarse en la ciudad.

      Maximiliano despertó, intentando levantar una mano, pero no pudo. Cahrué lo sentó en el camastro y le da dio beber, hasta tuvo que abrirle los labios. Únicamente las funciones reflejas continuarían funcionando en Maximiliano. Desde ahora sería el médico, el enfermero, el sirviente de un cuerpo que pensaba, escuchaba y sentía, pero que no veía más que la completa oscuridad, y no podía mover ninguna parte de su cuerpo que no fuese con su imaginación. No pasaría mucho tiempo para que creyera que esos movimientos eran reales, y confundiría sus deseos con sus logros. Ni siquiera hablar, sólo le era permitido emitir un sonido de respiración agitada o tranquila. Su corazón funciona con normalidad. Su vientre seguiría trabajando incansablemente. Su cerebro era la mitad de lo que alguna vez fue, pero desde suficiente para él desde ahora.

     

     En la mañana, vistió a Maximiliano. Éste se dejó mover, y hasta hubo un cierto brillo  acuoso en sus ojos mientras Cahrué lo movía. Todo estaba listo para partir hacia el embarcadero, donde al mediodía llegaría el barco para llevarlos a Buenos Aires.

     Cahrué se vistió con un pantalón y una camisa. De dónde los ha sacado, pareció preguntar Maximiliano con su mirada. Y como si Cahrué lo escuchara, contestó: 

     -Son de su familia, señor. Ropa que su padre y su tío me dejaron. Esta es de don Manuel. 

     Entonces Maximiliano intentó bajar la mirada para ver su propia ropa, pero no alcanzó porque no podía mover la cabeza. Cahrué le dice: 

    -A usted lo vestí con lo que perteneció a don José- dijo, sin sonrisa, pero sus labios gruesos parecieron adelgazarse en una mueca indefinida.

     Levantó a Maximiliano y lo puso en una camilla de lona que dos hombres más transportarían hasta el muelle. Mientras lo levantaba, sintió la respiración de Maximiliano en su cuello, la humedad de unas lágrimas y la fortaleza de los músculos tensos del cuerpo. Lo acostó en la camilla y llamó a los otros.

     Fueron en caravana por el sendero entre los árboles hacia muelle. El mismo que tanto conocía, y reconoció esta vez por el olor de la selva y el sonido de las aguas del río. La inundación había cedido rápidamente, el buen tiempo secó los charcos y la tierra absorbió el agua. El río volvió a su cauce. Y, curiosamente, el tiempo era demasiado seco, tan intenso en su extraño calor, que parecía estar adentrándose en un período de sequía.

     Cahrué lo sabía, y por eso también se iba. Su tribu moriría, exterminada por el hambre y el olvido. Huiría a Buenos Aires, él, que con todo su conocimiento, podría abrirse paso entre los hombres blancos. Si no le daban paso, los obligaría. Por eso llevaba a Maximiliano, por eso las ropas elegantes guardadas en el equipaje.

     Y en el barco, le dieron a Maximiliano una silla de ruedas, y allí pasó el resto de la travesía, en cubierta o en el pequeño camarote. Por las noches dormían en la misma cama, la única forma de que Maximiliano no se cayera, y también de cambiarlo si se ensuciaba. Cahrué lo limpiaba entonces con cuidado, hablándole igual que a un chico, volvía a vestirlo y acostarlo otra vez. 

     Maximiliano vio pasar los días desde la cubierta, las aguas del río que desaparecía para siempre, y el paisaje que iba cambiando exactamente al revés de la forma en que lo vio hacerlo la primera vez. Aparecían las ciudades y los árboles escaseaban. Las orillas se iban poblando de muelles y de gente, de ciudades portuarias.

      

     Un día llegaron al puerto de Buenos Aires. Era de tarde, y el barco recorrió los enormes astilleros, las dársenas, hasta detenerse en una de ellas. Los pasajeros comenzaron a descender, pero Cahrué quiso esperar a que el muelle se despejara. Cuando ambos lo hicieron, el indio se había vestido con la mejor ropa que tenía. Un traje marrón claro, camisa blanca, una corbata de lazo, un sombrero. Caminaba con hidalguía, sabiéndose extraño para aquella gente de Buenos Aires: un hombre de tez oscura, de rasgos aindiados, pero dueño de una prestancia muy poco común. No parecía estar actuando, sino recordando las características de la forma y las maneras que alguna vez había tenido.  Viéndolo empujar la silla de ruedas por las calles de Buenos Aires, erguido y fuerte, con su tez oscura pero caracteres intensos, viriles, dominantes, se hubiese dicho que no venía de una raza en decadencia, como a sí mismo se denominaba, sino de una raza que simplemente estaba perdiendo la batalla por la supervivencia. Y en lugar de dejarse morir o dejarse vencer, este miembro de aquella raza se estaba adaptando a la nueva civilización. 

     Maximiliano lo vio así vestido, y pensó qué contraste con lo que le había dicho en la aldea. Pero se daba cuenta que no era sumisión en el caso de Cahrué, sino la más pura y exacta acción de un estratega. Casi podía escuchar el sonido de las máquinas internas del cerebro del indio mientras recorrían las calles de una ciudad algo diferente a la que había conocido al llegar. Con apenas tres años o menos de diferencia, había crecido. Y dónde estaba Elsa, se preguntaba, mientras cedía intermitentemente al dolor que lo aquejaba en esa silla, atado al respaldo para no caerse hacia adelante, el único pie atado para que no se le cayera e hiciese tropezar a la silla, los antebrazos atados para que no cayeran sobre las ruedas y se lastimaran entre los rayos. Era un vegetal, lo sabía, pero hasta un vegetal puede crecer. Él ya no crecería, no sería capaz de cambiar más que para peor, atrofiarse, envejecer, sufrir dolores sin poder quejarse. 

      Ya no podría hacer mal a nadie, tampoco ya podría amar a nadie más.

      ¿Dónde estaba Elsa en medio de tanta gente? Había dado instrucciones a Cahrué para empezar a buscar cuando llegasen a la ciudad. Así lo había hecho el indio, preguntando en la aduana. Pasaron de pensión en pensión, siguiendo el nombre y apellido de Elsa como un rastro que ella había ido dejando a lo largo de esos pocos años. Debió haber sufrido penurias económicas, pensaba Maximiliano, además de las inevitables angustias personales antes la falta de noticias de él y don Roberto.

      Finalmente, una semana después de su llegada, cuando los pocos pesos que tenían se les estaban acabando con los gastos de la habitación de un hotel que Cahrué se empecinó en no abandonar porque concordaba con la imagen que estaba dispuesto a aparentar para el futuro de ellos dos, les dieron una dirección en un barrio bajo, a las orillas del Riachuelo. 

      Cahrué empujó la silla sin cansancio, pero sudaba bajo el traje. Maximiliano también estaba bien vestido con un traje de lino que había pertenecido al tío José. Parecía un millonario paralítico asistido por su médico personal de origen exótico. Así los veía la gente por la calle, seguidos de algunas risas, pero en su mayoría de miradas admiradas. Las mujeres cuchicheaban entre ellas al verlos pasar. Cahrué hacía un breve gesto digno con la cabeza, y ellas respondían como si fuese el secretario personal de un embajador jubilado por invalidez. 

     Llegaron a la puerta del conventillo que figuraba en el papel escrito con la letra clara, de rasgos clásicos, que Cahrué había aprendido a hacer. Hicieron palmas para llamar. Escucharon el sonido de unos zapatos bajando una larga escalera de metal. Poco después, se abrió la puerta de calle, y apareció una mujer de cabello castaño recogido en la nuca, las manos con harina y un delantal sobre un vestido de percal, viejo pero elegante.

     -¿Sí? –preguntó ella, antes de ver al hombre que estaba en la silla de ruedas. El aspecto del acompañante le llamó la atención primero, y le costó bajar la vista para observar al enfermo. Entonces su voz se detuvo, literalmente, en un grito ahogado con la mano enharinada. Una mancha blanca le cubrió la barbilla y los labios.

    -Dios mío… Maximiliano…¡sos vos!

      Apenas lo dijo se abrazó a él, pero las ataduras y la inmovilidad la confundieron, y la mirada del extraño acompañante la intimidaba. No supo qué decir, qué hacer. Cahrué la ayudó.

     -Mi estimada señora, tengo el honor de presentarme a usted como el médico personal de su distinguido señor marido. Soy el doctor Mario Cabañas.

     -¿Pe…pero doctor, qué ha pasado?

     -Los salvajes, mi querida señora- dijo, con cara de pesadumbre y resignación.

    -Pero usted…

    -Son de mi raza, señora, fui como ellos, pero tuve el honor de conocer a los padres de su marido, quienes me dieron la educación necesaria.

     Elsa se secaba las lágrimas con las manos, logrando únicamente cubrirse la cara con grumos de harina. Cahrué, o el doctor Cabañas, que tal era el  nombre que utilizaba cuando estudió medicina, se le acercó y le ofreció su pañuelo.

    -Gracias- dijo Elsa, entre gimoteos. Entre sus piernas se escondió un niño que apareció en la puerta unos segundos antes.  Era un niño pecoso, de no más de dos años.

     Ella se dio cuenta y se puso a temblar. Miró alternativamente al indio y a Maximiliano. Luego detuvo la mirada en el hombre inválido que era ahora su marido.

     -Es tu hijo, supe que estaba embarazada unos días después de que ustedes partieron.

     Acarició la cabeza del niño y dijo:

    -Bruno, éste es tu papá, de quien tanto te hablé. 

     El chico miró fijamente al hombre en la silla de ruedas, se acercó al muñón de la pierna y lo tocó. Nadie lo detuvo. Pereció querer comprobar si la pierna era invisible, si había alguna clase de magia en ese hombre extraño. Cuando comprendió, se puso a llorar y se escondió entre las piernas de Cahrué. El olor de la tela lo consolaba, el aroma que persistía a través de los años y los climas.

    Los hombres dejaron el hotel y se instalaron en la pensión, que pronto dejarían en busca de un lugar más grande.  Desde la mañana siguiente, que era domingo, se los vio todos los días santos asistir a misa muy temprano. Salían del conventillo con sus mejores ropas. Primero, el doctor Cabañas bajaba en andas al enfermo y lo sentaba en su silla al pie de la escalera. Luego bajaba Elsa con un vestido negro, el misal en la mano izquierda y un rosario en la derecha. El niño iba vestido con un trajecito oscuro de pantalones cortos y el pelo engominado. Salían los cuatro a la vereda, y tomaban posiciones, que el doctor había determinado por practicidad, dijo. En el centro, la silla de ruedas, con el inválido pulcramente vestido y limpio, silencioso como un muñeco a quien había que proteger del sol y las caídas. Detrás, empujando la silla, Elsa. Al principio quiso ser el doctor quien hiciera aquel esfuerzo, pero ella se negó rotundamente. En todo lo demás, hizo y haría lo que él aconsejara, pero la tarea de llevar a su marido le pertenecía exclusivamente. A la derecha caminaba el doctor, digno como siempre, recogiendo miradas, consciente y jactancioso de los deseos y las envidias, de la extrañeza, en fin, que provocaba. A la izquierda de la silla iba Bruno, mirando el suelo, avergonzado como siempre que lo obligaban a exponerse junto a aquel enfermo que no comprendía, que casi siempre tenía mal olor, excepto cuando lo bañaban y lo perfumaban para salir. Ese hombre, si así podía ser llamado, al que lo obligaban dar un beso todas las noches al acostarse, y cuya barba lo pinchaba, cuya voz gutural parecía la de un animal salvaje. 

     Los cuatro, entonces, recorrían las pocas cuadras hasta la iglesia. Y Elsa observaba, de vez en cuando, la cabeza de su esposo, mientras empujaba la silla. Veía el pelo que lentamente iba cubriendo una cicatriz grande que abarcaba casi toda la parte superior del cráneo, con un relieve como si el hueso estuviese levantado. A veces, mientras lo bañaba o lo acostaba, creía sentir un ruido parecido al choque de huesos, pero se decía a sí misma que era imposible, que era solamente su imaginación. Le había pedido al doctor que le hablara de todo lo que les había pasado en la selva, pero él le había dicho que con el tiempo iría poniéndola al tanto. 

    -Ha sido terrible para ambos, créame, y ya ve lo que ha sido para el señor-decía, bajando la mirada al suelo, como si escondiera lágrimas.

    -Gracias a Dios, lo tuvo a usted para rescatarlo de esas bestias.

    Cahrué, que nunca más pronunciaría este nombre ni siquiera en pensamiento, contestó:

     -Así es, señora. Somos más que hermanos.

     Y Maximiliano parpadeó, luchando sus deseos como monstruos atrofiados por levantar una mano y señalar la luna de esa noche. La enorme luna que era más bella que nunca, porque era simplemente eso, un satélite de piedra girando hasta el fin de los tiempos. Ya no había más demonios en ella, ni había dioses entregando sus huesos. El único Dios que había conocido, estaba para siempre enterrado en su cuerpo atado a la silla.

     






Ilustración: Georges de La Tour

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