TREPANAR Y AMPUTAR COMO DESIGNIO DEL HOMBRE
22
Caminaron bajo la lluvia todo el resto de la noche. Sabían que era necesario alejarse lo más posible de la ciudad. No estaba seguro de que el capitán recurriese a la policía para buscarlo, -algo había visto en la dubitativa determinación del viejo en detenerlo-, y tampoco estaba seguro en realidad de que su esposa hubiese muerto. Era algo que dio por hecho cuando vio la sangre, y que di por hecho apenas levantó la vista al ver al capitán Pero fuesen como fuesen las cosas, ellos debían huir.
No habían hablado desde que salieron de la casa. Primero Maximiliano llevó a don Roberto en brazos. Ambos estaban descalzos, él con sólo el pantalón y el viejo con el camisón empapado. Dos o tres kilómetros lo cargó, a paso muy rápido, ya que había desistido de correr, resbalándose en el barro varias veces, levantándose para caminar otra vez más lentamente, con la lluvia en la cara, en plena oscuridad cuando las luces de la ciudad fueron desapareciendo y primero el campo y luego los árboles empezaron a adueñarse del camino.
Era un laberinto que él recorría a ciegas, sobre un suelo resbaladizo y traicionero. Cuando se dio cuenta de que don Roberto le hablaba,- tan ensimismado, tan agotado estaba él que no le había escuchado-, decidió detenerse y descansar. Puso al viejo en el suelo, tratando de que su cabeza no apoyara sobre el barro, pero no había ni un solo sitio seco ni cubierto. Don Roberto no dio muestras de querer sentarse, así que dejó caer su cabeza sobre el suelo y cerró los ojos. La lluvia le caía en la cara y le dificultaba respirar. Maximiliano se sentó a su lado e intentó hacerle una protección con sus manos.
-Tranquilo…- le decía en un murmullo ininteligible, mientras trataba de despejarle la cara de agua y barro.
No podían quedarse allí mucho tiempo más. Pronto vería las luces de quienes los perseguirían, pero quizá esperaran a que escampara o amaneciera. Esto lo alivió un poco y decidió descansar también. No había manera de recostarse sin exponer al viejo otra vez a la lluvia, que no daba indicios de amainar. Se imaginó cómo los vería un testigo externo, en esa posición tan ridícula. De pronto, se quedó dormido, no supo cuánto tiempo. Al despertar, había dejado de llover. Se obligó mantenerse despierto, se levantó y le habló al viejo. El otro respondió con la cabeza. Lo ayudó a levantarse y desde entonces caminó apoyándose en Maximiliano.
No sabía hacia dónde iba, sólo siguió lo que suponía una línea recta desde la puerta de la casa hacia la dirección que creía estaba el río. Pero era lo más probable que estuvieran haciendo círculos, y además el viaje en el carro a través de la ciudad seguramente lo había despistado. Su plan, si es que tenía alguno, era llegar hasta la orilla y encontrar un barco en el que pudieran esconderse y huir lejos de la zona. Por los alrededores de la ciudad de Paraná no había más que asentamientos pobres que serían el primer lugar en donde buscarían las autoridades cuando los buscaran.
Cuando empezó a clarear, vio las siluetas de los árboles enormes que se alzaban alrededor, de un verde oscuro todavía, mezclado en la niebla, cubiertos de rocío. Las ramas caían pesadas, anchas como canoas, sometiéndolo todo a su increíble peso y densidad. La lluvia parecía haber abierto espacios libres que en muy pocas horas habían sido ocupados por nuevos arbustos y hojas. El canto de los pájaros podía escucharse desde todas partes, desde la copa de los altos árboles, desde los arbustos y desde el suelo. Caminaron descalzos sobre el follaje seco, lastimándose con las ramas y espinas.
Si eso era el comienzo de la selva, estando aún tan cerca de la ciudad, se dijo Maximiliano, cómo sería estar inmersos en la verdadera. No quería ni imaginarlo, y sin embargo se había prometido a sí mismo hacerlo. Y ahora que estaban allí, casi desnudos y desamparados, por mérito de su propia ineptitud, no había forma de echarse atrás. Era responsable de don Roberto ante Elsa. Debía regresar a Buenos Aires con el padre ya sano, o por lo menos vivo si no encontraban manera de curarlo. Pero viéndose en plena madrugada, haciendo camino entre las plantas y ramas que los herían, se sintió desconsolado. Miraba de soslayo al viejo de tanto en tanto, y en una oportunidad éste también lo miró. Los ojos del viejo habían atenuado sus diferencias, por lo menos por obra de la mañana. Ambos parecían agrisados y transparentes, y parecía que ambos veían.
No había reproche en esa mirada, ni siquiera necesidad o desesperación por comprender lo que había sucedido la noche anterior. Era lo que esperaba, y sin embargo no había nada de eso. La mirada de don Roberto era como la mirada de Elsa, y Maximiliano se asombró de no haberlo descubierto antes. Vio el amor en aquellos ojos, como la vez que despertó en el barco y confundió la cara de Elsa con la de la Virgen María. Se vio otra vez cruzando el océano, la forma en que aquellos dos lo habían aceptado, una acariciándolo como a un niño, el otro palmeándolo como a un hijo.
Entonces don Roberto, sin dejar de caminar, levantó su mano izquierda, ya que con la derecha se sujetaba al brazo de Maximiliano, y la llevó lentamente hasta tocar la cruz de plata. Maximiliano ya no se daba cuenta que aún la llevaba. Era muy liviana, y sólo la notaba a veces al dormir. Si aquel gesto del viejo tuvo la intencionalidad de darle ánimos, de decirle que debían depositar la esperanza en nuestro Señor Jesucristo, fue demasiado obtuso, demasiado insincero. La mano del viejo, sucia, huesuda, lastimada, era más un símbolo del sufrimiento que la misma cruz con su elegancia, sus relieves barrocos y el exquisito brillo que sobrevivía a los golpes y la mugre.
Pero fue suficiente para que él comprendiera que el viejo de un modo u otro lo entendía todo, y que tal vez hasta lo sabía todo: tanto la ira como la piedad, tanto el resentimiento como el perdón, tanto la locura como la beatitud. Desde la cima de los árboles llegaron rayos de luz atravesando el follaje, que secaron su piel húmeda y sus cabellos sucios. El barro se fue desprendiendo lentamente, como cáscaras que dejaban en el camino, mostrando dos cuerpos más blancos de que lo habían sido durante todo el trayecto por el mar y el río. El barro los había ensuciado y los había lavado al mismo tiempo. Sin embargo, el barro había dejado su olor en la piel, el olor de las excrecencias de las plantas, de las secreciones y la bosta de los animales, de los cadáveres que diariamente morían allí.
La selva, tal vez, los había elegido, los había aceptado, y por ello había comenzado a marcarlos de la única forma que ella sabía: con el olor que nunca se borra.
Un día, una tarde de las siguientes, después de haber nacido y ocultado el sol dos o tres veces, o quizá más, ya ninguno de los dos tenía noción del tiempo, llegaron a la orilla del ancho río. Habían comido alimentos dejados por los aldeanos al pie de muchos árboles, cadáveres de marmotas o de perros. Maximiliano encontró dos cueros grandes que olían a fermentos dulces, con los cuales se envolvieron por las noches. A la vez que los aislaba del frío y la humedad nocturna, los protegía de la vista y el olfato de muchos animales cuyos ojos veían brillar entre el follaje, siguiéndolos y acechándolos.
Había evitado deliberadamente las zonas pobladas. Cuando apenas llegaba a percibirse el bullicio de gente, o por las noches se veía la luminosidad de alguna población, ambos cambiaban de dirección, y tantas veces lo habían hecho que ya se habían resignado a haber perdido definitivamente el rumbo. Morir allí era mejor que ser atrapados y encarcelados. Ni siquiera serían deportados a España, sino, muy probablemente, condenados a las cárceles míseras de aquella provincia.
Don Roberto parecía haber decidido compartir con él el mismo destino. Lo decía con su manera de hablar, con su mirada a veces perdida, a veces lúcida como un lucero, brillante como una estrella tan lejana, que tal vez ya estuviese muerta, y llegase a Maximiliano únicamente el mortecino resplandor. El viejo tocaba la cruz de plata muchas veces en el día, y Maximiliano se ofreció a regalársela, pero no quiso aceptar. Prefería verla en el pecho de otro, como una guía y un sostén o un consuelo.
-Ya la cabeza me duele demasiado, como si llevara bolsas de plomo, o si me hubiesen disparado en los ojos. A veces me parece que no los tengo y veo con el cerebro, otras tengo la sensación de que los ojos se me salen y veo como si mirase por un telescopio. Entonces veo tantas cosas extrañas, lo pequeño inmenso, lo enorme como diminutas hormigas, y me doy cuenta que son en realidad las numerosas partes que conforman esas cosas.
Maximiliano nunca lo había oído hablar así. Ni tanto ni tan detalladamente. Su lenguaje parecía haberse enriquecido con el silencio y la oscuridad en los que había estado inmerso en los últimos tiempos.
La tarde que llegaron a la orilla, el sol estaría por caer en unas dos horas, no más. El follaje espeso lo ocultaba, los altos árboles que se encimaban unos sobre otros, extendiéndose retorcidos en su afán por acercarse a la costa, a la orilla húmeda donde habría más alimento y lugar. Por eso el follaje colgaba y caía sobre el río, siendo tirado y a veces desprendido por la corriente más o menos intensa. Los pocos espacios claros eran los abiertos por los nativos para pescar, lavar las ropas, bajar canoas. Pero hoy no había nadie, y ellos se sentaron en un claro de no más de dos metros. Miraron correr las aguas, pensando en qué harían. La costa contraria, quizá a dos kilómetros de aguas profundas y torrenciales, era exactamente igual. Puro árbol verde, en una maraña aún más impenetrable. Maximiliano tenía a don Roberto abrazado a su costado, casi meciéndolo, hablándole del perdón.
Nunca habían comentado lo sucedido en la casa del capitán. Lo creía más apegado a su corazón que antes, y el amor por Elsa se había acrecentado con el amor hacia el viejo. Lo visto unas noches antes en sus ojos, el odio y la ira, era algo que él debía exorcizar, como quien arranca las raíces de una planta mala y ponzoñosa del jardín primaveral de su casa. Eran raíces que se extendían desde o hacia él, Maximiliano, porque las sentía enredando los órganos de su pecho, rodeando incluso sus huesos. Desde hacía un tiempo, tenía tal premura por escapar de sí mismo, que ya no estaba seguro de adónde, porque la selva era el corazón mismo de la maraña.
Cuando ya casi no quedaba más que un halo, una veta de luz muriéndose en el aire, unas luces brillantes aparecieron sobre la misma orilla río arriba, en un recodo del río.
-Hay un puerto más allá, son luces de barcazas-. Se levantó y se colgó de unas ramas fuertes para asomarse sobre el río, porque sin el recodo que hacía no lo hubiese descubierto. Pensaba llegar ahí y esconderse en algún barco, seguir subiendo hacia el norte hasta llegar a donde Valverde le había indicado. Donde debía encontrar a los indígenas que curaban. Ahora ya no era solamente el ojo de don Roberto, sino también la salvación de su propia alma. Sabía que no había forma de separar el cuerpo y el alma. Eran una maraña como la foresta impenetrable en la que estaban sumergidos.
La muerte de una era la muerte de la otra. Si ni siquiera Dios había sobrevivido a sus propios huesos, cómo podía esperar que su corazón se deshiciera de las crecientes raíces que lo alimentaban. Y esas raíces no servían siquiera de comunicación entre los seres vivientes, -todos estábamos aislados, almas aisladas permanente e indefectiblemente-, sólo eran medios de alimentación, de dependencia, de esclavitud.
Esa misma noche, una hora antes del alba tal vez – ya había aprendido a reconocer el halo de luz filtrándose muy cautelosamente entre el follaje, hecho extraño el que aún no amaneciera y ya pudiera verse una pátina de luz sobre las hojas, tal vez el follaje irradiara ese reflejo, o fuese simplemente una ilusión-, hizo que don Roberto se levantara, y ambos fueron caminando lentamente por los estrechos espacios entre las plantas, lo más cercanos a la orilla que podían. Poco después, ya habían llegado al pequeño puerto donde vieron el barco anclado. Había aclarado casi del todo, pero el sol era únicamente una insinuación, una promesa que amenazaba romperse al despuntar el día en su apogeo.
Era un muelle corto, que se adentraba en las aguas del río como un camalote viejo, porque tenía una forma circular luego de un pasaje angosto que lo unía a la orilla. Verde musgo en los pilares, color madera desconchada, astillada y hundida en el resto. Desde el escondite en que se ubicaron, detrás de una casilla abandonada que debía ser una vieja letrina ya sin uso, escucharon el rechinar de la madera bajo los pasos de los hombres que iban y venían llevando cosas hacia el barco. Era más viejo pero más grande que aquel en que habían viajado hasta Paraná, con el casco de metal cubierto de algas y óxido. Era una mañana tranquila, así que apenas se balanceaba con un ligero vaivén imperceptible.
Debían haber llegado antes, se dijo Maximiliano. Había demasiada luz para escabullirse hacia el interior del barco sin ser vistos. Por eso, se armaron de paciencia. A cada hora que pasaba, temía que el barco zarpase y ellos quedaran allí abandonados, quién sabía hasta cuándo. Después del mediodía, los hombres comenzaron a desaparecer en una vivienda que parecía ser el comedor y dormitorio para la gente del puerto. Entonces supo que era el momento adecuado. Ayudó al viejo a caminar hacia el muelle. Trató de mantenerse alejado de la vivienda, pero pudo escuchar las voces altas y algunas risas muy fuertes de los hombres que almorzaban. Había perros, también, pero estaban dentro, alrededor de la mesa, aguardando los restos de comida. Sin duda alguno saldría al escucharlos, pero los hombres no les harían caso. El ruido de la corriente era muy fuerte, y las maquinarias del barco también sonaban intensas.
Llegaron al muelle y caminaron por él hasta llegar a la borda del barco. Se escucharon varios ladridos. Maximiliano miró atrás, pero los perros seguían dentro de la casa. ¿Estaba seguro que el barco había quedado vacío? ¿Qué nadie, ni siquiera un viejo estuviese cuidando la sala de máquinas, o durmiendo su borrachera de la noche, a punto de ser despertado por el hambre y el olor a carne asada que llegaba desde la vivienda? No podía estar seguro de nada, pero ya era tarde para echarse atrás. Antes y durante aquellas horas, había inventado excusas que dar si los encontraran, incluso había pensado en la mejor forma de solicitar piedad y misericordia, aparentando desvalimiento e indigencia. Y de pronto se encontró riéndose de sí mismo, porque eso era lo que eran en realidad, dos seres zaparrastrosos deambulando con hambre y sin rumbo en medio de un lugar desconocido. No haría falta decir nada para justificarse, sólo esperar que los dejaran abordar y les ofrecieran comida o los echasen a tierra otra vez, tratados peor que a aquellos perros, que sin duda serían alimentados y cobijados.
Pero no encontraron a nadie. Subieron la escalerilla, sintiendo la vibración de los motores calentándose como un cosquilleo en los pies desnudos. Buscaron la primera escotilla que los llevara a bajo cubierta. A don Roberto le costó mucho ubicar pie por pie en los escalones cortos, y a cada momento Maximiliano miraba alrededor por si alguien aparecía. El sol estaba ocultándose tras unas nubes negras cargadas. Finalmente bajaron y buscaron por los pasillos un lugar donde esconderse. Bajaron a otro nivel, donde hallaron un depósito grande con mercadería. Había bolsas de papas, de harina, maíz, contra una pared. Sobre la otra había cajones con latas con todo tipo de alimentos. Detrás, un olor a ratas. Sobre la última pared, opuesta a la entrada, más cajones con botellas: vinos, aguardiente, ginebra, whisky. En el medio de todo esto, cuerdas, tablas, trapos y colchones sucios.
Y ninguna luz, porque cuando cerró la puerta de entrada, no hubo más que oscuridad. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando, y pidiendo al viejo que se quedara sentado y escuchase si alguien bajaba, ya que su oído había ganado sensibilidad, se puso a buscar lo que podía servirles entre todas aquellas cosas. Eligió un colchón, el único que no parecía tener insectos ni oler demasiado mal, lo envolvió con telas de cuero y lo puso detrás de los cajones de latas. Supuso que lo primero que utilizarían los tripulantes era la comida perecedera, y sin duda las botellas de alcohol, así que con mucha suerte podrían pasarse allí unos días, hasta el próximo puerto.
Cuando terminó, vio que el viejo temblaba. En verdad hacía frío allí abajo, pero sobre todo por la humedad acumulada. Los huesos del viejo comenzarían a rechinar como viejas cadenas, incluso los suyos también lo harían muy pronto. Pero no había manera, ni podían contemplar siquiera la posibilidad de prender un fuego para calentarse. Se acostaron los dos en el colchón, bien ocultos detrás de los cajones. Maximiliano se levantó, observando con la luz de la puerta apenas abierta, comprobó la eficacia de su escondite. Estuvo conforme, pero entonces se preguntó si toda aquella mercadería sería para entregar o para utilizar en los viajes. Se deshizo de las dudas, nada podía hacer ya para modificar la situación. Esperarían unos días, y trataría de rezar. A quién, se preguntó, Dios no bajaría a aquel antro, además ya estaba muerto, como había podido verlo en los ojos del hermano Aurelio, en los ojos del tío José, en los ojos de don Roberto. Se sentaría con el viejo, y uniendo las manos sobre la cruz de plata, elevarían una plegaria, exactamente como harían los paganos. La cruz, al fin de cuentas, antes de Jesús no era más que un instrumento de castigo, una forma más de condena a muerte. Luego, no representaba más que un amuleto, en nada diferente a un muñeco de barro moldeado por las manos de un brujo, o un montón de nudos enlazados alrededor del cuello, o la garra de un puma en el bolsillo, o el mechón de pelo bendecido de un muerto. Cosas a qué aferrarse, a las que confiar la desesperanza para hacerla más asequible. Cosas como ese barco que los escondía en sus intestinos infectos, esa bodega a la que con suerte nadie bajaría para descubrirlos. Pero entonces se preguntó cómo aguantarían, y cuánto, y cómo saldrían.
Estas preguntas fueron ganando terreno a lo largo de las horas de aquel día, en que nadie bajó a buscar provisiones. Oyeron el levar del ancla, y el barco se puso en movimiento con un rechinar de maderas, como si rozara el muelle. Escucharon gritos y risas, e imaginó lo que debía estar pasando: los gritos e insultos del encargado, las risotadas de los tripulantes. Luego la serenidad se convirtió en un resonar de metales, cadenas y el oleaje raudo que allí abajo se sentía más fuerte. De algún lado, por alguna rendija, penetraba un aire más fresco, lo cual fue una bendición. Ambos estaban extremadamente sucios. El cuerpo del viejo, ya desnudo del camisón, era un esmirriado fragmento de humanidad acostado sobre el colchón. Buscó una tela lo menos sucia posible y abrió una botella de aguardiente para limpiar al viejo. Don Roberto se movió al sentir el ardor del alcohol en las heridas, pero no emitió sonido alguno para quejarse. Mientras lo hacía, se preguntó qué beberían, no era posible que sobrevivieran a base de aquellas bebidas, necesitaban algo de agua. Dio de tomar algo al viejo, con lo cual esperaba que se durmiera unas horas. Luego se sacó el pantalón que era un andrajo, y comenzó a limpiarse él mismo también. El olor del aguardiente lo serenó algo, sobre todo el frescor del alcohol en la piel, aún sobre las heridas, que de todos modos necesitaban ser limpiadas con algo bien fuerte. Dejó la botella a un lado, se recostó, y pronto entró en un sueño lúcido, profundo, donde las botellas eran volcadas sobre él como en un baño balsámico, fresco y renovador.
Ya no sintió dolor ni ardores, sólo un cansancio enorme que lo hundió en las aguas profundas del río de la muerte. El Estigia era más sereno de lo que había imaginado, no había fuego en las orillas, pero lo hubo alguna vez, y sólo desolación quedaba, un crepúsculo permanente, el silencio sin dolor, la paz sin consuelo.
Pero las orillas iban hacia atrás, al mismo ritmo que la corriente, y él viajaba río arriba. Sin levantar la cabeza, vio que Dios lo aguardaba, paciente, sentado como un buhonero, o como un cazador aguardando la llegada de sus sabuesos. Tan paciente, que la muerte era tanto más tolerable aún que la infinita, inmisericorde paciencia de Dios.
Despertó con un sobresalto: un golpe de la puerta de la bodega. Abrió los ojos y la luz de pronto despareció. Alguien había entrado y salido. ¿Cuánto tiempo estuvo adentro? ¿Los habían descubierto? Seguramente alguno que vino a buscar una botella y salió muy rápido. No tenía manera de saber qué hora del día era. Se había dormido y perdido la noción del tiempo. Podría ser de noche ya, o quizá el día siguiente. Se levantó para ver si escuchaba algo, ruidos de movimientos que indicasen la probable hora del día. Oyó las habituales voces fuertes, los hombres se comunicaban a gritos aun estando uno junto al otro. Las obscenidades y los insultos adquirían significados nuevos, porque las aplicaban a cualquier uso. De todos modos no alcanzaba a entender lo que decían, así que desistió en el intento. Era de día, probablemente la hora de la cena. Los motores estaban a marcha lenta, y navegaban en un casi silencio. Don Roberto se había despertado y lo llamaba en voz baja.
-Aquí estoy, padre. ¿Tiene frío?
-Un poco nada más.
Maximiliano lo cubrió con una bolsa de arpillera. Luego buscó algo para comer. Se decidió por unas papas crudas y un par de latas con garbanzos en conserva. No fue difícil abrirlas, había toda clase de herramientas allí abajo. Ambos se sintieron satisfechos por primera vez luego de tantos días. El viejo sintió arcadas, pero logró contenerse. Maximiliano le acarició la espalda, instándolo a mantener la comida adentro. Estaba flaco y temía que muriese antes de llegar a destino, el cual no sabía a ciencia cierta cuál era en realidad, pero Roberto se contuvo y continuó comiendo de la lata. El jugo era exquisito para sus cuerpos hambrientos, y las papas fueron como el pan que acompaña. Tuvieron sed, así que recurrió a un vino que se le ocurrió suave por la etiqueta.
-Debe ser de la bodega exclusiva del capitán- bromeó Maximiliano.- Sólo nos falta sentarnos a su mesa.
Don Roberto se rio con un carcajada breve y baja, pero fue la primera en mucho tiempo. Luego dijo que necesitaba orinar, así que Maximiliano, sabiendo que ese era otro problema para ambos si permanecían mucho tiempo allí abajo, lo condujo hasta uno de los colchones ya sucios, donde el olor viejo ocultaría los hedores nuevos. Después, lo hizo acostarse, y él espero los sonidos desde arriba. Se puso junto a la puerta, tratando de percibir cualquier ruido indicativo de cualquier cosa, los pasos de la guardia sobre cubierta, los sonidos del agua, el canto de algún pájaro. Entonces oyó, al abrir la puerta sólo un poco, el canto de los grillos. Supo que era de noche, y como no hacía mucho que había escuchado voces, decidió quedarse despierto hasta asegurarse que todos dormían. Habría un guardia, seguramente, para vigilar el rumbo, pero tal vez pudiese despistarlo para conseguir algo de agua.
Un rato después, abrió la puerta y subió la escalerilla. Asomó la cabeza y no vio a nadie. Era noche muy entrada, calma, calurosa. El canto de los grillos era muy fuerte, y sólo se escuchaba además el ruido tenue de las olas golpeando el casco. Había visto unos toneles en el comedor del barco, así que fue hacia allá, pasando bajo la ventanilla donde debía estar el timonel. Sentía sus pies desnudos en la madera, cubierto con un calzón improvisado con la vieja tela de su pantalón roto. Llegó al comedor y fue derecho a los toneles. Cómo llevaría el agua, se preguntó. Vio vasos sucios, jarras, fuentes en la mesa, pero era imposible llegar abajo con eso. Encontró botellas de vino, vació el resto y las llenó con agua. Cargó las que pensó podría llevar sin riesgo de que se le cayeran, y volvió a la escotillas. Dejó las botellas, y bajó, las recogió otra vez y cerró. Se sintió feliz de haber conseguido agua. Despertó a don Roberto y le dio de beber. El viejo lo miró con felicidad, pero sabía que no duraría mucho. Aunque utilizara las mismas botellas para llenaras una y otra vez, era mayor el riesgo de que lo descubrieran alguna noche en pleno robo.
Por lo menos esa noche y el día siguiente tendrían agua, si la cuidaban bien, y no tendrían que preocuparse por la comida. Sólo del tiempo y de la curiosidad de los hombres, hasta de la casualidad y de la mala suerte. Azares, se dijo Maximiliano. Pero el viejo tocó la cruz de plata y cerró los ojos. No hay azares, pensó Maximiliano mientras intentaba dormirse, sólo acontecimientos a los que sus vidas los llevarían.
Fueron diez días los que pasaron en la bodega del barco. Tal vez once, tal vez doce. Hubo jornadas de las que no estaba seguro si había dormido más de la cuenta, o su vigilia, que consideraba con la duración del día, en realidad incluía también la noche. Mientras más pasaba el tiempo, más perdidos se encontraban en el tiempo. Aquella bodega era como el barco de Aqueronte, y ellos viajaban sin tiempo, empecinados, sin embargo, en continuar aferrándose a las mortales medidas de la vieja vida.
Cuando se cerraba la puerta, la oscuridad iba disolviéndose en una penumbra a la que sus ojos estaban tan acostumbrados, que al final de aquel período ya emparentaban con la verdadera luz diurna. Así que no fue difícil que sus horas se transformasen en días, y éstos en largas jornadas donde la conciencia fluía o se adormecía con gran facilidad. Ya no había períodos exaltados, ni desesperación, ni siquiera conversaciones. Cada uno se levantaba de su escondite, caminaba unos pasos y volvía a acostarse en silencio. No hacía frío ni calor, y ya no tenían miedo de ser descubiertos. Las pocas veces que los tripulantes bajaban era por pocos minutos, lo que necesitaban para buscar una botella o una bolsa de harina.
A veces bajaba un hombre fornido, con el torso desnudo y un gorro blanco. Debía ser el cocinero. Fue el único que estuvo casi cinco minutos buscando algo que finalmente no encontró. Ambos se mantuvieron escondidos respirando muy suave y quedamente. Escucharon que murmuraba insultos para sí mismo, debía estar protestando por el estado de suciedad de la bodega, porque era verdad que el olor a materia fecal y orina era intenso. Los colchones con inmundicias no podían estar en el mismo lugar que la mercadería para la cocina. Eso fue lo que escucharon claramente mientras cerraba la puerta. Las palabras iban dirigidas hacia alguien en el otro extremo de la escalerilla, o el pasillo. Entonces Maximiliano supo que no les quedaría más tiempo. Pronto vendrían a limpiar el lugar.
Las veces que los motores se detuvieron y el vaivén del barco indicaba una parada, los ruidos allá arriba no cesaron en ningún momento, y no tuvieron ocasión de ver si podrían salir sin ser vistos. Esperaba una parada en algún puerto durante la noche, pero esa ocasión aún no había llegado. Pensando en eso, se durmió. Y el despertar fue como el pasaje a otra vida.
Demasiada luz que traía dolor en los ojos. Sólo sabía con seguridad lo que les estaba pasando porque escuchaba claramente las voces y las risas de los marineros. Se sintió pateado en las costillas y la cara, luego levantado y arrojado. Al caer, sintió la tierra y el barro de la playa.
-¡Tiren al viejo también! ¡Vayan a ensuciar en otra parte! – gritó una voz. Los hombres rieron, y se burlaron.
Sabía que don Roberto estaba a unos metros de él, había sentido el impacto a su lado. Tal golpe podría haberlo matado. Intentó levantarse pero tenía las piernas entumecidas. Hizo fuerza con los brazos y se arrastró unos centímetros hacia la silueta que veía apenas a su izquierda. La luz lo lastimaba, y el juego de sombras de los cuerpos de los hombres era como un juego chinesco. Miró atrás, forzando a sus párpados a permanecer abiertos. Los hombres volvían al barco. Vio al viejo a unos pasos de él, boca abajo en la playa, con la cabeza torcida y un brazo que parecía roto. Intentó levantarse, pero de pronto sintió un dolor muy fuerte en la pierna derecha, y cada vez que quería moverla los huesos le sonaban como castañuelas. Se tocó el cuerpoo, sabiéndose completamente desnudo, lo mismo que don Roberto. Sintió la pierna mojada, con costras de barro que se iba secando. Olió la sangre fresca. Se dio vuelta para mirarse, sentándose un poco. El dolor era demasiado fuerte, pero de algún modo supo que aquellos días encerrado habían entumecido sus sentidos y reflejos.
La luz del sol era un halo blanquecido en la periferia de sus ojos, pero en el centro las cosas iban tomando formas. Vio la pierna quebrada en dos y los huesos expuestos. Cada vez que se movía el dolor era una especie de sonido sordo retumbando en sus nervios. Dejó de intentarlo, y se arrastró hasta llegar al viejo. Sacudió un poco al viejo para ver si despertaba. Le giró la cabeza hacia su lado para sentir su aliento. Sí, parecía que aún respiraba. El brazo torcido no tenía nada, aparentemente, sólo heridas. Se puso a rogar para que pudiese despertar. Pensó en su cruz de plata, todavía la llevaba encima. La apretó muy fuerte, encerrándola en el puño de la mano izquierda, y lo apoyó en la cabeza de don Roberto.
-Dios – dijo en voz muy baja, repitiendo algo que había leído alguna vez, mientras el barco hacía sonar su chimenea de vapor en señal de despedida.- Se me dio una boca para hablar de cosas grandes y blasfemias, y autoridad para actuar cuarenta y dos meses. Y abrió su boca en blasfemias contra Dios. Se me concedió hacer guerra contra los santos y vencerlos, y autoridad sobre toda tribu y pueblo y nación.
La bocina del barco sonó a lo que imaginaba sería el lamento de un dinosaurio cansado que se alejaba para morir en las aguas, mientras el sol parecía expandirse en halos concéntricos de diferentes y desconocidos colores. La playa era más extensa, porque el río se alejaba con el barco, y los árboles crecían en altura y tamaño, la selva se acercaba, y desde ella llegaban las bestias salvajes pronunciando aquellas mismas palabras que él había dicho.
Sacudió el cuerpo del viejo, tratando de meter las palabras en su cabeza como si fuesen una fuerza eléctrica que reviviera su corazón cansado. Entonces el viejo abrió los ojos, y eran normales. Ya no tenían aquel halo opaco de la ceguera, eran castaños, casi verdes por momentos, y Maximiliano concentró la vista en el centro del ojo izquierdo. No vio nada más que su propio reflejo, y fue esto lo que lo asustó, lo que en realidad lo hizo darse cuenta que quien había pronunciado aquellas palabras del libro de la Revelación había sido alguien más que ahora lo habitaba, o por lo menos tomaba las riendas, finalmente, del cuerpo de Maximiliano. El ser que lo habitaba, uno de tantos, uno por cada libro del Antiguo y Nuevo Testamento. Uno que imploraba, otro que humillaba, uno que mataba, otro que bendecía. Y muchos más que se rebelaban. Ahora le tocaba el turno a aquel dragón que tomaría posesión del mundo circundante.
Supo así que se levantaría, que su domino estaba en ese lugar: la selva y el río, y todo el cielo y toda la tierra por encima y bajo él. Fue tan fácil saberlo, como le era tan fácil, ahora, levantarse con la pierna quebrada, y arrastrarla por la playa como si fuese un dios cargando un palo con el cual dominar al mundo.
23
A veces el dolor era demasiado fuerte, pero el cuerpo engañaba, anestesiándolos para que pidieran moverse y salir del peligro que los amenazaba. Para Maximiliano y don Roberto el peligro estaba detrás y delante de ellos. Sin embargo era una cuestión casi de matices, de grados de peligro, de cercanía de posibles sucesos violentos, de desgracia y tragedia. Estaban hechos para la tragedia, se dijo Maximiliano entre lágrimas, cuando finalmente se dejó caer junto al cuerpo del viejo, luego de arrastrarlo hasta la sombra de los primeros árboles enormes que parecían monstruos de múltiples brazos acongojados, lamentándose desde hacía milenios de la eterna miseria de la vida. Se sintió protegido por ellos, de algún modo incierto, como si todos aquellos meses en contacto con el mar, el río y la selva lo hubiesen puesto en contacto con su propia naturaleza real: lo salvaje.
Y lo salvaje era lo divino. Si en lo profundo estaba Dios, no había más remedio que adentrarse en el propio dolor hasta encontrarlo. Dios, que se escabullía como un roedor en su madriguera profunda excavada en el cieno, como una araña huyendo para esconderse y luego recorrer los cuerpos dormidos de los hombres.
Ellos dos eran ahora parte de esa selva. La sombra de la tarde caía, y su pierna rota, de huesos astillados sobresaliendo en varias partes de la piel, se había adormecido como si ya no le perteneciera. Y era un bien aquella sensación, porque su cuerpo sabía cómo actuar mucho mejor que su mente. Hasta su alma podía equivocarse, desviarse de los caminos del bien que la providencia marcaba para la contemplación de Dios y la salvación del alma. No así el cuerpo, cuya intención única era la supervivencia, y a ese fin encaminaba toda fuerza y energía, sin miedo ni dudas morales o éticas de seminario ni salón aristocrático. Él pensaba que la civilización es un producto de la esclavitud, y el miedo al otro había creado las jerarquías que levantan muros armados entre los hombres. El cuerpo sabe, y eso es de lo que se daba cuenta ahora, recordando los libros de anatomía que había leído en la biblioteca del tío José, porque era como si los estuviera leyendo nuevamente en el paisaje escabroso, rutilantemente sereno, brillante y tenebroso a la vez, de la sombra que se avecinaba en aquel paraje abandonado de la mano de Dios.
Dios como el máximo producto de la civilización, como idea, como fisiología del conocimiento, y el conocimiento estaba expuesto al drama de las enfermedades, a la senilidad, al desgaste del sistema nervioso. Dios cayendo en el olvido como un anciano decrépito, no reconoce a sus hijos, y nosotros no reconocemos más que su cuerpo yacente en una cama de pensión, con sábanas sucias y raídas, con el aroma de la muerte representado por los olores pútridos del cuerpo, los olores de un hospital viejo. Un hospital sin personal, ni médicos ni enfermeras, de enormes salas vacías, con camas aisladas u ocultas en las sombras, paredes de donde cuelgan cáscaras de pintura como pieles de animales antediluvianos disecados en un museo más antiguo que la propia historia del mundo.Quiénes vendrían a buscarlo o a quiénes habrían avisado que estaba allí, no lo sabemos, y aguardamos su llegada sentados en una silla hallada en un rincón, robada a la telarañas que la han secuestrado de las manos del tiempo, aguardamos la llegado de los hombres que vendrán con la gran bolsa a cuestas. Tal vez con cuchillos, con hachas, con bisturíes, con hilos de sutura, con polvo de cal, para llevarse los huesos definitivamente muertos.
Y así esperó Maximiliano, a un lado del viejo, a quien no sabía vivo o muerto, pero que había llevado a la sombra como se lleva a un niño que necesita cuidados. Sabía que él sobreviviría, quizá sin pierna, pero más fuerte que cuando se había embarcado en Cádiz. La sombra de los árboles avanzando se lo confirmaba, oyendo el canto de los búhos y el viento entre las grandes hojas de palma batiéndose suavemente a su alrededor. Luego, el olor peculiar de los animales, el olor de la carne expuesta, de la sangre derramado no mucho antes. Y empezó a murmurar:
- Mi pierna, Dios mío, mis huesos son la trampa. Mis huesos, como los tuyos, Dios mío, irán a caer en el mismo mar sin fondo, para alimentar a los demonios. Los demonios de la selva que son estos depredadores que ahora me rodean, cuyos ojos veo acechando en la sombra de la noche que ha caído finalmente como una inmensa luna sin luz, la luna como piedra, simplemente, una lápida sin marcas para la entera humanidad. Los gruñidos y el movimiento de las patas en la grava. El sonido del agua del río cuya marea asciende lentamente. La noche vive, la noche se recupera de la dictadura del día, la noche recupera el tiempo, y unas horas bastan para tomar todo lo que le interesa, todo lo que existe.
Por eso creyó que eran ellos los que lo levantaban bruscamente, los que tenían el olor de la sangre en la piel, como pintura de guerra. Sin garras, parecían sólo dedos. Emitían sonidos semejantes a voces humanas. Se dejó levantar y reposar entre garras que sin embargo confundió con brazos humanos mientras recorría los estrechos senderos de la selva. Quiso hablar pero no pudo. Abrió los ojos y sólo vislumbró la máscara pintada sobre una cara. Sintió que la pierna le colgaba a un costado, y las voces parecían consolarlo. El vaivén de la pierna renovó el dolor, y gritó, y se desmayó, no recordando nada del fin de aquella noche. Sólo el despertar sin dolor, y la pierna recuperada, como un milagro de hostil sarcasmo.
El sol lo despertó en la choza. Abrió los ojos, enceguecidos de tanta luz, pero más que la luz le resultó placentero la calidez sobre la piel desnuda y dolorida, cubierta por una manta tejida con lo que parecía lana de oveja. Se puso a palparla y la levantó para cubrirse más. Escuchó risas a su alrededor, y miró. Había indígenas casi desnudos, cubiertos con taparrabos, ciertas las caras con pinturas y cuerpos fuertes, otros más viejos, desdentados muchos entre las sonrisas que celebraban la ingenua curiosidad de Maximiliano por la tela.
Uno de ellos se arrodilló al pie del camastro y le habló. Era joven todavía, pero parecía ser el de más autoridad del grupo. Le dijo algo que por supuesto no comprendió. Cómo iba a entenderse con ellos, si es que había llegado por fin al lugar que estaba buscando. Negó con la cabeza, dando a entender que no comprendía. Dijo algo a una mujer que esperaba a la entrada de la choza. Ella entró con una vasija y unos trapos. Era anciana, con los pechos caídos y desnudos, el cabello blanco y suelto. Era fuerte, sin embargo, porque lo levantó del camastro y lo hizo beber un poco de agua. Luego, levantando otra vasija, lo movió de un lado a otro para limpiarlo. La pierna estaba derecha y entera, pero mantenida rígida con dos tablas a los costados. La vieja destapó la pierna cubierta con unos vendajes hechos con hojas frescas. Entonces Maximiliano vio las costuras en la piel, los huesos ya no estaban a la vista y los sentía en su lugar, recuperada la coloración de su piel, llena de moretones y manchas de sangre. Movió los dedos del pie, y se sintió bien por primera vez en mucho tiempo.
El hombre que le había hablado volvió a acercarse para examinar las heridas. Las tocó con los dedos, y no dolieron. Le sonrió, y ordenó a la vieja volver a taparlas. La mujer así lo hizo y terminó de lavarlo. Se sintió tocado por el agua tibia, y no tuvo vergüenza de sentirse desnudo delante de todos aquellos extraños. No se reían, no se burlaban, y lo habían salvado.
Luego todos salieron y se quedó el hombre que él supo desde entonces que era el médico de la aldea. El hombre se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y le habló como si estuviese seguro que Maximiliano lo comprendía. No entendió nada, únicamente la razón de por qué lo hacía: la sola necesidad de acompañarlo, de hacerlo sentirse tranquilo, de entrenarlo, también, en el sonido de su voz y su lengua. El hombre de tez oscura, cuerpo fuerte y cara gentil, le hablaba más cálidamente que muchos blancos civilizados.
Maximiliano quiso saber de la suerte de don Roberto. Hizo la pregunta como si hablara con un niño, no pudo evitarlo, no conocía otra forma. Movió las manos, hizo señas, pronunció palabras en español como si enviase un telegrama. El hombre se mostró ofendido, Maximiliano comprendió el motivo: había denostado su inteligencia. Sin embargo, contestó también con señales, como burlándose, y comprendió menos que si le hubiese hablado en su extraño idioma.
Supo así que el viejo estaba vivo en la choza de al lado. Pidió verlo, y entonces supo que el médico entendía el idioma.
-¿Me comprende?- preguntó Maximiliano.-¿Habla español?
El hombre se rio y dijo:
-Entiendo sus palabras, leo sus libros, pero no hablo bien.
¿Libros? Maximiliano tenía muchas cosas qué preguntar, estaba asombrado, asustado también.
-¿Puedo ver al viejo?
El otro le contestó que no debía levantarse todavía. El viejo estaba bien, pero ciego, y estaba intentando conocer la causa.
Era cerca del mediodía, y un sol pleno penetraba por las rendijas del techo y por las aberturas de la puerta y las ventanas. Estaban en primavera, quizá, ya no tenía noción del tiempo. La época de su arribo a Buenos Aires parecía haber sido hacía muchos años antes, y en realidad no había pasado más que dos meses, o poco más. Pero así como su desplazamiento de lugar había sido tan abrupto, tan discordante, tan enorme la distancia, desde una ciudad civilizada hasta una selva, no le resultaba extraño que el tiempo también hubiese sido tan extenso como el espacio lo sugería. Sin embargo, eran dos entidades que no corrían paralelas, ni una correspondía a la otra salvo en contadas ocasiones que podrían denominarse como excepciones a la causalidad. Estos pensamientos lo llevaron a sus estudios teológicos, y se dio cuenta entonces que le faltaba la cruz de plata.
Se palpó el pecho, buscándola. El médico indígena lo vio y comprendió lo que buscaba. Hizo señas de que él la tenía.
-Temí haberla perdido- dijo Maximiliano.- Es un regalo de mis padres.
El hombre entonces lo miró con fijeza, acercándosele casi hasta sentir su aliento en la cara. Lo observó detenidamente, como si fuese un objeto, un animal que iría a comprar. Qué busca en mi rostro, se preguntó Maximiliano. Ahora me pone su mano sobre la frente, me toca el pelo, palpa su espesor, no tengo miedo al peligro de morir, sino a lo que está pensando.
Luego el hombre le hizo la señal de que ya volvería. Salió, dejando la lona levantada. Maximiliano vio el movimiento de la aldea luego del mediodía: mujeres semidesnudas pasando con vasijas bajo los brazos o sobre la cabeza, niños tras ellas, perros ladrando y corriendo con ellos, terneros atados a sus vallas. Vio los altos árboles dando sombras intermitentes sobre los caminos entre las chozas. Oyó el bullicio de la gente, el sonido del agua de las vasijas, los gritos de los hombres que regresaban para comer, tal vez de pescar en el río, de los labrantíos cercanos o de las fábricas de alguna ciudad cercana. No sabía dónde estaba, en qué provincia del país o a qué altura del río Paraná. Ni siquiera si el río que escuchaba cerca era quizá un afluente, y estaba inmerso en el interior profundo de la selva. Por lo que podía vislumbrar por la puerta, era una aldea pequeña y atrasada, pero muy poblada y activa. Tal vez fuesen los únicos habitantes de una vieja tribu.
El médico regresó cargando una caja. La dejó caer junto al camastro y la abrió. Primero sacó la cruz de plata y se la entregó. La cadena estaba rota, así que el médico le indicó que le daría una cadena nueva más tarde. Luego sacó unos cuadernos atados, dos en total, viejos y ajados. Los dejó a un lado, porque antes quiso mostrarle la cruz de plata muy parecida a la suya. Maximiliano la tomó entre sus manos y comprendió lo que el otro quería hacerle entender. Ambas habían salido del mismo orfebre. Sabía que los jesuitas habían construido una civilización en aquella zona del país, habían convertido a los indígenas en cristianos practicantes, por lo menos hasta cierto punto, y luego todo se había derrumbado cuando los sacerdotes fueron expulsados. Había sucedido dos siglos antes, o poco menos, pero las enseñanzas habían persistido como algunas ruinas que aún se mantenían erguidas en medio de la selva. Todo esto lo había escuchado y leído en España, y recién ahora sabía que pronto iba a verlo, cuando su pierna estuviera mejor y dejara esa cama. Pero por ahora tenía la voz de aquel hombre, y esos escritos que deseaba ver ya mismo.
Sin embargo, el médico parecía negárselos aún, porque los dejaba aparte, llamando su atención sobre la semejanza de las cruces.
-¿Quién hizo esta cruz?- preguntó Maximiliano, señalando la nueva.
-El capitán- contestó el hombre.
Maximiliano no entendía, pero sí, se dijo inmediatamente, ya comenzaba a comprender la curiosidad del médico sobre su rostro.
-¿Cuál era su nombre?
El indígena levantó entonces los cuadernos atados y señaló un nombre sobre la primera página. Estaba deteriorado por la humedad y el polvo. Maximiliano sopló, temiendo romper aquella reliquia, pero los papeles no eran tan viejos. Vio una fecha de no más de veinte años y el nombre de José Menéndez Iribarne.
-¿El capitán les enseñó a leer?
-No, su hermano y la señora. Tenían una escuela en la aldea. Yo fui de muy pequeño- puso su mano a la altura de su rodilla- no pasaba de esto, y la señora me ensoñó todo lo que sé. Por eso pude ir a la escuela en la ciudad, más tarde, cuando ellos se fueron y cerraron la escuela.
-¿Por qué cerraron?
El hombre se encogió de hombros. No sabía, dijo, o no estaba seguro de lo que había pasado. Lo miró con inquietud, atisbando el parecido.
-¿Usted es su hijo?- le preguntó.- Es tan parecido…
-Soy el sobrino del capitán, el hijo de la pareja.
Contestó como si todo aquello fuese tan normal, y sin embargo era él el más asombrado al descubrir que sus padres habían sido misioneros laicos en aquellas tierras antes de que él naciera. ¿Por qué el tío José no le había dicho nada de todo eso?, se preguntó.
-Quiero leer estos cuadernos-dijo Maximiliano.
El otro se los entregó.
-¿Hay fotos?
El médico pareció no entender, pero enseguida comenzó a buscar otra vez en la caja. Sacó una sola foto visible, las demás estaban borradas por el agua. Maximiliano tomó la foto con un temblor que no supo contener, y miró detenidamente, como si viese algo sagrado, algo venerado a lo largo de muchos años. Había visto fotografías en Cádiz de sus padres aún solteros, pero tan primitivas que ya casi se habían borrado cuando él pudo apreciarlas. Pero en esta fotografía hecha en medio de la selva, estaban los tres, los dos hermanos y la esposa de uno de ellos. Su madre entre ambos, y quien no lo supiera no habría adivinado de quién era la esposa. Los hermanos estaban sonrientes, con un brazo tras la espalda de ella y la mano libre en el bolsillo de sus cazadoras. El tío José, a quien reconoció porque ya llevaba entonces la cara bien afeitada, a diferencia de la barba prolija de su padre, tenía un rifle bajo el brazo. Ella era muy hermosa, vestida con una falda larga que debía serle incómoda en aquellos parajes, una camisa de aspecto viejo, y sin embargo se veía feliz. Las caras de los hermanos eran muy semejantes, y Maximiliano deseó, de pronto tener un espejo cerca para mirarse y compararse. Y como si tal pensamiento fuese expresado en voz alta, el médico se le acercó y dijo:
-Creí que era hijo del capitán, se parece tanto a él. Creí verlo como en esa época cuando llegaron.
Maximiliano sonrió y negó con la cabeza.
-Parecidos de familia, solamente.
-¿Y quién es el hombre con el que usted llegó?
-El padre de mi mujer.
El médico dijo que cuidaría de él.
-¿Dónde aprendió todo lo que sabe, sobre la medicina y curaciones?
-Fui a la escuela en la ciudad, pero sobre las curaciones lo aprendí todo de mi pueblo, mis ancestros saben mucho más que los hombres blancos.
Maximiliano rio, y el otro pareció ofenderse. Entonces pidió perdón, le debía la vida y la de don Roberto.
-Quiero levantarme y ver la aldea, que me muestre todo lo que ustedes saben.
El hombre entonces se levantó y rio con placer, palmeándole el pecho con amistad.
-Ya lo va a hacer cuando esté mejor y pueda caminar. La pierna está muy rota y tardará en sanar. Tengo que ir a ver al viejo ahora, nos veremos a la noche, don…
-Maximiliano- dijo él.
-Mi nombre es Cahrué.
Cuando se quedó solo, volvió a mirar la foto. Pensó: leeré los cuadernos hoy. Pero mientras se perdía en la imagen de la foto, fue quedándose dormido. Sus párpados no resistieron el peso del sueño, y el cansancio de tanta pesadumbre y tantos días de hambre y sufrimiento se abalanzó sobre su cuerpo, secuestrándolo hacia su reino triste y meditabundo.
Despertó con la voz de Cahrué. Era ya de noche y una fogata alumbraba la choza. Fuera, sonaba el llamado de los búhos y los intermitentes ladridos de los perros. Una voz de mujer protestaba, alta y disonante primero, luego cascada, cansada y finalmente casi muerta. Cahrué se rio de ella, y Maximiliano preguntó qué le pasaba.
-Es la vieja que vino esta mañana a limpiarlo, se encarga del viejo señor que vino con usted. Perece que se preocupa mucho por él, y protestaba a los críos que la ayudan. Es una mujer muy buena…
-¿Y cómo está don Roberto?
-Mejor de las heridas, pero sigue ciego. ¿Usted sabe desde cuándo perdió la vista?
-Desde que lo conozco, hace no más de dos o tres meses, nunca vio del lado izquierdo. Su hija me encargó que lo trajera a estos parajes, porque dicen que ustedes saben cómo curarlo.
El indio se sentó derecho, orgulloso.
-No sabía que hasta tan lejos se hablaba de nosotros…
-Más bien se dice que son habladurías…
-Entiendo, pero…sabe usted…señor Iribarne, nosotros elegimos a quienes curar.
-¿Cómo es eso?
-Creemos que es un beneficio, algo que se entrega sin esperar nada a cambio. Pero eso también es un deber de quien recibe, el merecerlo. Si no me acuerdo mal, su padre y su madre nos enseñaron cosas como esa. Diferentes a lo que nos decían los padres jesuitas, pero el señor Iribarne tenía la costumbre de leer libros de los antiguos estoicos.
-Me sorprende con sus conocimientos, Cahrué. ¿Son los demás de la aldea como usted?
-No, señor, para nada. Yo fui a la escuela fuera de esta zona, estudié medicina. Pero luego de un tiempo elegí lo que me enseñaron mis ancestros. Los ritos medicinales de mi pueblo son superiores.
-¿En qué sentido?-preguntó Maximiliano con sorna.
-En todo lo que piense, señor.
Maximiliano se irguió en la cama y el indio lo ayudó a sentarse.
-¿Y qué piensa de don Roberto?
-Mire, señor Iribarne. Hay espíritus en el cuerpo de los hombres, lo que ustedes llaman alma. Pero esta alma es múltiple. Cuando todas ellas se llevan mal, hay una que aprovecha la discordia y toma el poder. Siempre, o casi siempre, es un espíritu de los malignos. Los buenos nunca demuestran interés por el poder. Estos espíritus entonces crean malestares, lo que llamamos enfermedades. Si dominan la cabeza de los hombres, éstos actúan como locos. Matan, violan, o simplemente ven cosas y hablan solos, o se esconden para morir. Según lo que les ordene el espíritu principal. Pero quién sabe cuáles son las intenciones de éste. Nadie puede nunca saber porque no tienen la misma lógica de los hombres.
-¿Y entonces qué hacen?
-Los sacamos del cuerpo y de la cabeza de los enfermos.
-¿Cómo?
-Los extraemos de sus cabezas, donde casi siempre viven. Primero se dejan unos días aislados de todo contacto, sólo el médico los puede ver. Cada día los revisa y determina en qué parte del cuerpo viven los principales. Son como un gobierno, señor. A veces hay dictaduras, y siempre se ubican en la cabeza, y son las más peligrosas. A veces son democracias simuladas, y se asientan en diferentes partes del cuerpo. En estos casos hay que abrir y drenar muchos lugares para expulsarlos.
-¿Y viven para contarlo?
Cahrué se rió.
-Casi siempre, señor.
-¿Y cuál es el caso de don Roberto?
El indio se rascó la barbilla y frunció el entrecejo. En una habitación urbana y con ropa decente, habría parecido como cualquier otro médico preocupado por su paciente. En este caso, la choza y la semidesnudez daban un tono agrio, discordante, fantasioso a la situación. Pero la figura esbelta y la mirada inteligente de Cahrué desbarató toda duda. Era él en ese momento un individuo lleno de ideas inteligentes y lógicas, un cerebro que sobresalía por encima de toda triste de idea de cuerpo desnudo y pobre.
-Hay una enorme reunión de demonios en la parte izquierda de su cabeza. Son cientos, me atrevo a decir. Lo están matando muy lentamente. Pero hay uno que domina por encima de todos estos demonios más pequeños. Es el que dirige ese plan de lento aprovechamiento, pero quién sabe qué es lo que busca. No hay manera de seguirlo, ni siquiera si planea terminar con él mañana mismo o dentro de muchos años. Si seguirá ciego, si recuperará la vista por un tiempo, si se trasladará a otra zona del cuerpo.
-¿Pero no cree que se trata simplemente un tumor muy extendido? Así han dicho los médicos en mi país.
-¿Y qué son los tumores, señor? Células que alguna vez fueron normales y se modificaron. Crecen y crecen, invaden los otros tejidos y se sirven de ellos para vivir. Como los hombres, señor, y ya que estamos le diré que como los hombres blancos.
-¡Déjese de tonterías! No estoy aquí para escuchar eso…
-Entonces, ya que estamos… ¿para qué está aquí?
-Ya le dije, para tratar de curar al viejo…
-Pero me acaba de decir que no cree en lo que le digo, sino en lo que le dijeron los médicos allá lejos.
Maximiliano se quedó pensando y bajó la mirada a su pierna enferma. Estaba mejorando a pesar del poco tiempo transcurrido. Le dolía muy poco, y las heridas eran ahora prolijas costuras.
-Lamentablemente, Cahrué, le creo más de lo que usted cree. Yo he visto algo de lo que usted menciona, y lo he visto en muchas otras personas también. Es el mal, amigo mío, y puedo llamarlo así después de lo que ha hecho para curar mi pierna. Es el mal, le repito, los demonios que han matado a Dios y usan sus huesos para construir su nuevo mundo: subterráneo y sumergido.
Se irguió como pudo e intentó dirigir la mirada por fuera de la puerta. No vio más que oscuridad.
-¿No hay luna hoy?
-Media luna…
-Es así entonces como mejor descansa el cansado cuerpo de Dios. Se acuesta en la concavidad a reposar luego de su eterno trabajo.
-¿Qué trabajo, señor?
-El trabajo que le impusieron desde que lo negaron, Cahrué. Ha muerto con la primera negación, desde su mismo nacimiento, y arroja sus huesos desde la luna como un espectador exiliado. Los arroja al mar y los demonios usan de ellos para construir ciudades que dominarán el mundo.
-Usted se está riendo de mí, señor. No hace más que apropiarse de nuestras viejas mitologías y adaptarlas a su deseo.
-¿Es así? No he leído mucho sobre ustedes, sus culturas antiguas, quiero decir. Sólo digo lo que he visto. He visto imágenes de Jesús degeneradas por ideas sucias, manchadas por la avaricia y la lujuria. Los hombres más simples, Cahrué, son lo que guardan las más profundas perversiones en sus almas.
-Entonces el Dios cristiano es muy parecido a los nuestros, o quizá su ciencia es muy parecida a la nuestra.
-Los hombres son los mismos.
-Y los cuchillos han sido los mismos por todos los siglos.
-¿Qué quiere decir?
-Que nosotros trepanamos el cráneo para sacarlos. Se les da de beber alcohol, así se engaña a los demonios, y cuando están confundidos, pierden el dominio temporal de sus gobiernos. Entonces nosotros les abrimos las cabezas y los dejamos salir. A veces hay que utilizar pinzas para extraerlos, pero casi siempre están encerrados a tan alta presión, que con sólo abrir el hueso ellos salen despedidos por su propio peso interno, su propia malicia acumulada.
-¿Y eso piensa hacer con el viejo?
-Eso es lo que debería hacer si usted lo permite.
-Esté seguro, Cahrué, que no lo permitiré. El viejo es como mi padre, y no dejaré que haga una carnicería de él.
El indio se encogió de hombros, se levantó y se dirigió hacia la abertura de la choza. Entró un leve resplandor lunar.
-En unos días hay luna llena. Es cuando los demonios son llamados con más fuerza, como la marea, usted entiende. Piénselo, y me contará su decisión.
-Quiero verlo antes.
-Mañana lo traerán acá. Hable con él, dígale lo que haremos, él no quiere hablarme ni escucharme. Pero verá algo distinto en él, se lo digo para que no se asombre ni se asuste si lo nota. Es normal en su enfermedad.
-Me está intrigando adrede, Cahrué, no me gusta que juegue de esa manera. Creí que era un hombre limpio.
-Como los hombres blancos, señor Iribarne, tanto como los hombres blancos.
24
Cuando se quedó solo, no oyó más que el silencio de la selva. Protegido por aquellas paredes de adobe del frío y de los peligros de allá fuera, resguardado por los habitantes de esa aldea y al cuidado del que quizá fuese el más capaz de todos ellos, decidió abandonarse al descanso. Por primera vez en mucho tiempo la preocupación por el inmediato futuro ya no era una carga tan insoportable, la inquietud de la incertidumbre se había tornado en una eventual seguridad, transitoria seguramente, falaz con mucha probabilidad, ilusoria como toda sensación concerniente al porvenir. Sin embargo, los pensamientos que ocuparon el protagonismo de sus preocupaciones esa noche no eran más tranquilizadores. Le llegaban recuerdos que lo lastimaban, porque sabía que nunca podría recuperar los objetos del afecto o el odio que los provocaban.
Primero pensó en Elsa, allá en Buenos Aires, sin noticias suyas ni de su padre. Cómo estaría de preocupada, de inquieta, tan ansiosa que hasta la sabía capaz de tomarse un barco y ascender río arriba en busca de ellos. Deseó estar a su lado en ese camastro, sentir su cabello sobre su cara como cuando estuvo enfermo en el barco, sentir la calidez de sus manos y la voz consoladora en el marco de su aliento suave y sedoso.
Después pensó en lo que había dejado atrás en Cádiz, el recuerdo del incendio de la casa del tío José, en las muertes que había dejado en su camino, como un justiciero vengativo de las humillaciones sufridas por Dios. No lo había hecho mal, y recién ahora se preguntaba qué había en su interior para actuar tan certeramente, tan eficazmente y casi sin remordimientos. Sólo un intenso dolor y el imperioso surgimiento de una ira controlada pero incontenible, una ira asordinada, como una trompeta que emite un canto apocalíptico e implacable en su paso por el mundo.
Buscó en su alma, en las primeras horas de esa noche, la causa y el remordimiento del mal, y no halló más que una lógica irrefutable: la del evangelio según Maximiliano Menéndez Iribarne. El evangelio que unía ciencia, teología y locura. Así se lo reconocía, y un factor complementaba al otro. Donde la ciencia terminaba, comenzaba la locura, donde la locura se desbordaba, actuaba la teología para encausar los motivos. Y todo ello en el marco de la noche, porque de noche había sido el descubrimiento de los abusos del tío; en el marco de las aguas, porque las aguas se habían llevado al hermano Aurelio y él había huido hacia una tierra de promisión, y en las aguas del río había llegado a aquel paraje en donde estaba ahora. Y por encima de todos estos elementos, la luna como una guía aborrecida pero necesitada.
Entonces, en una especie de contestación, las nubes debieron apartarse de repente porque un alumbramiento espontáneo iluminó el interior de la choza. Pudo ver su cuerpo recostado y luego de mucho tiempo en paz, limpio y sereno. Sintió las palpitaciones de su sangre en la pierna enferma, en los lentos procesos de curación, cicatrización y consolidación de sus huesos. Sintió que a los pies de su camastro había dos personas que no conocía, pero nadie se hallaba presente más que él y sus pensamientos. Los pensamientos, sin embargo, eran presencias, rodeándolos.
Los padres de Maximiliano habían estado, muy probablemente, en esa misma cabaña poco más de veinte años antes. Tal vez, habían hecho el amor en esa choza y lo habían concebido a él una de aquellas tantas noches.
Miró a su costado, sobre el piso, y vio los cuadernos del tío José. Los levantó, y leyó la primera página, había dos fechas escritas. En uno de ellos: enero de 1885, en el otro: junio de 1889. Supo de inmediato qué se relacionaba con estas fechas, pero contó mentalmente los meses para asegurarse: cuarenta y dos meses, el mismo tiempo que anunciaba el pasaje del libro de las Revelaciones que había pronunciado él casi sin darse cuenta al llegar a la playa de ese río más ancho que el Jordán, una corriente impetuosa y menos memorable quizá que el Éufrates o el Tigris. Sin embargo, sitio adecuado para el aposentamiento de bestias bíblicas, de demonios dispuestos a excavar en los lechos de los ríos hasta encontrar la profundidad justa para la construcción de las ciudades del infierno.
Él había venido para algo, lo sabía con seguridad. No probablemente para expandir la voz de Cristo, sino para ejercer justicia en nombre del viejo Dios muerto, enfrentándose a los demonios con sus mismas armas: el dolor y la traición.
Y la rendición del alma no para su salvación o expiación, sino para la consagración y establecimiento final del castigo, de la ley que afirmaba sus pilares en el lecho fangoso de la angustia y del pesar. Lecho de barro que lentamente se va petrificando con el trabajo de las manos y la saliva de las bestias que nacían de la mente de los hombres. Monstruos de configuraciones incontables, de múltiples e infinitas apariencias y motivos de dolor.
La eterna tristeza sin consuelo, el periódico y punzante retorno de la pena.
La repetida frustración con patas de ventosa, pegándose a las pesadillas nunca interpretadas, jamás olvidadas, provocando el sudor y la pesadumbre del alma aferrada o armazones endebles del material más constante: la carne muerte.
Abrió el primer cuaderno, y leyó a la luz de una luna que decidió no apagarse hasta bien entrada la mañana. La luna y el sol conviviendo por unos momentos para él, para que pudiese ver, en las páginas de su pasado, la confluencia de las dos fases de Dios: el instante de su muerte, y descubrir, si le era factible, la causa a través de aquella autopsia intelectual, porque toda lectura es un desmembramiento, una búsqueda en una estructura que nunca sabremos nuevamente ensamblar.
Hemos llegado hace unos días. No pude asentar nada en este cuaderno hasta hoy. No sé por qué me he decidido a hacer estas anotaciones, si tanto me ha costado empezar y casi no tengo ganas de ponerme a escribir por las noches. Qué anotar, además. La mayoría de los acontecimientos me parecen falaces, como todos los viajes: subidas y bajadas de barcos, carrozas, caballos. Hospedajes en hoteles o pensiones. Comidas en general mediocres en cualquier fonda de cualquier camino. He dejado que mi hermano y su mujer me convencieran de acompañarlos en este viaje. Ellos han llegado en misión de enseñanza, yo sólo como turista. No dudo que los ayudaré en su período de asentamiento, y será mi tarea dejarlos tranquilos antes de volver a España y a mi carrera. Muchos viajes me esperan como marino, y estoy ansioso de convivir con mis futuros compañeros de armas. La camaradería es lo que a mí me sienta bien. No comprendo ni comulgo con los conflictos de parejas, y menos con las problemáticas del matrimonio. He visto cómo mi hermano y su esposa se llevan como perro y gato muchas veces y otras tantas se engolosinan en arrumacos que me revuelven el estómago. Me gustan las mujeres de la calle, las que saben qué hacer y cómo tratar a un hombre, pero todo el resto de ellas, incluso estas mujeres de las que hablo cuando son simples mujeres de su casa, me resultan falsas y complicadas. Piensan una cosa, dicen otra y hacen otra distinta. Ni ellas se comprenden.
Altea no me agrada. Tal vez sean celos, lo reconozco. Quiero mucho a mi hermano, menor por sólo dos años, hemos compartido tantas cosas: viajes, recuerdos tristes de nuestro padre fallecido en un asalto, el cuidado de nuestra madre enferma, acompañándola a ambos lados de su lecho hasta su muerte hace unos pocos años. Hemos pasado noches en la ciudad de Cádiz en las tabernas, solos o con amigos, hemos cambiado confidencias, nos hemos abierto como sólo dos hombres pueden hacerlo, brutal y enérgicamente. Los resentimientos se han perdido en las peleas, pero el dolor ha quedado como una cicatriz.
No sé para qué o para quién escribo esto. Estoy cansado esta noche. Hemos terminado de abrir un claro en la selva a fuerza de machetes, con ayuda de los nativos. He trabajado tanto o más que ellos, y dejo que Manuel se comunique porque yo no entiendo su lengua. Incluso Altea ha tomado un machete y abierto camino en la espesura. Su figura alta pero muy delgada parecía fortalecida luego del largo lapso de pasividad durante el viaje por mar. Se la veía renovada, sudando, mojando su vestido. Retiré la mirada de ella cuando noté que me miró por un instante. Me di vuelta en busca de Manuel, no estaba por allí. Me llegó su olor a transpiración. Está mal que hable así de mi cuñada, como si hablase de una puta. No es nada de eso. Pero el rechazo es mutuo desde el principio. Sé que está celosa desde hace mucho tiempo de la estrecha relación entre mi hermano y yo.
Abandono esta tarea por esta noche. A diez metros de mi cama, ellos duermen luego de hacer el amor. Los he escuchado.
Han pasado siete días. Releo lo que escribí y me recuerdo guardar este cuaderno muy concienzudamente. No quiero tener problemas con ellos, ya basta con los sinsabores diarios. Tal vez es la frustración ante las dificultades los que los pone tan alterados, y la visión de mi indiferencia. Están construyendo la escuela. Manuel dirige a los nativos, pero éstos parecen mucho más experimentados en construir este tipo de viviendas. Conocen el material de que disponen, pero Manuel no parece querer darse cuenta. Les grita y los reta, en consecuencia lo hace también conmigo y yo le paro el ímpetu con un manotazo cariñoso en la cara. Entonces se queda callado un segundo y me sonríe. Le voy a dar un abrazo pero se aparta. Veo en su mirada que sabe lo que está en mis ojos. No le gusta como nunca le ha gustado.
Hoy ha muerto un hombre en la construcción. El techo se vino abajo, y la culpa ha sido de Manuel. Las vigas estaban mal dispuestas, pero insistió en que las colocaron de manera diferente a como los nativos decían. El hombre murió y las tareas deberán detenerse por una semana. Altea quiso que yo fuese a buscar al cura del pueblo más cercano, pero me negué. El viaje significaba un traslado en bote río arriba en pleno corriente fuerte de verano, y por la selva tardaría demasiado, además de exponerme a los enormes mosquitos y las serpientes. Tengo un rifle, pero no lo utilizaré para protegerme en la búsqueda de un cura.
El funeral pasó, la ceremonia fue exclusivamente con ritos indígenas. Lo enterraron de pie, con el cabeza fuera de la tierra, en un lugar que podría denominarse cementerio para nosotros, pero que ellos denominan con un nombre que no entiendo. Altea no quiso presenciarlo, Manuel se quedó parado, mirando, hosco y ceñudo, mirándome con enojo todo el tiempo. Yo, es verdad, al ver aquella salvajada, me arrepentí de no haber ido a buscar un cura. Este se presentó dos semanas después, en su visita habitual por las aldeas de la zona. Viaja en bote a todo lo largo del río. Solo, con su sotana como un buitre inválido, las mangas de la sotana arremangadas y un sombrero que lo protege del sol. Debe tener más de cuarenta años, aparenta menos por su cara algo infantil. Bajó del bote todo sudado y cansado, pero con una sonrisa preguntó: ¿Alguna novedad? Yo me reí en su cara, y lo ayudé a no resbalarse en el barro de la orilla. No lo tomó a bien, pero ya conoce mi sarcasmo. Según él yo soy la oveja negra de la familia Menéndez Iribarne. Lo acompañé hasta la aldea y se metió en la casucha que solía usar mientras que se queda en la aldea. Habitualmente no son más que unas horas a veces, otras no más de dos días. Una india le hace la comida y limpia el lugar. Me imagino que debe hacer otras tareas para el cura, de eso no lo dudo. Me han dicho, en el pueblo, que en cada lugar tiene una linda india distinta que lo sirve. Por la tarde salió de la casucha con el torso desnudo y en calzones largos. Se lavó la cara con el agua fresca de una tinaja a la sombra de una pared. Se desperezó y se paró a mirar hacia el edificio que servía de iglesia. Me acerqué y le dije: “Hubo un muerto hace quince días, lo enterraron como siempre”. Me miró son ofuscación, como recriminando que no lo hubiesen llamado. Luego se encogió de hombros e hizo la señal de la cruz. Yo me reí otra vez, y me miró de reojo. Entonces vi que no era solamente un cura, era un hombre lleno de todo lo que tienen los hombres: ira, hosquedad. Le vi la arrugas en la piel, el cabello que comenzaba a escasear en la frente, los ojos entornados por la luz dolorosa de la media tarde, el cuerpo flaco, el vientre incipiente sobre el calzón blanco y gastado que denunciaba haber sido colocado unos minutos antes luego de una tarde de placer escamoteada al dolor y la frustración de todo intento de evangelización.
No era un cura, era un hombre, y no pude evitar decirle una obscenidad que entre hombre y hombre únicamente significa complicidad, unión incondicional como género de la especie humana, unión contra todo lo que no sea gozo y ludibrio, contra todo sentimiento pálido y fácil o débil.
La fuerza de los hombres está en el silencio y el dolor.
La escuela finalmente ha sido construida. Los niños indígenas son menos de diez, en los días de buen tiempo, sino sólo asisten los que están más cerca, unos pocos. Altea da las clases de aritmética y algo de geografía. Manuel clases de lenguaje. No tienen un programa, lo van construyendo según las necesidades. Se conforman con que los niños aprendan a hablar español, a leerlo o escribirlo rudimentariamente por lo menos, que sepan algo de aritmética para no ser estafados por la gente de los pueblos grandes o ciudades. Intentan ubicarlos como tribu dentro un mundo mucho más grande, hacerles comprensible la concepción de que son una muy pequeña parte, ya casi muerta, de un mundo más grande que su selva y su río. Para eso es la geografía que intentan inculcarles, no una noción de lo que es un mapa, porque no necesitan de ellos para desplazarse, sino una ubicación como seres humanos dentro del conglomerado de muchos otros seres humanos. De religión se encarga el cura cuando llega cada tres o más semanas, y cada vez que viene debe volver a empezar desde el principio. Los nativos han mezclado sus creencias paganas con los pocos símbolos cristianos que han llegado a incorporar luego de mucho tiempo. Antes, me han dicho, dejaban a sus muertos en los árboles. Luego de someterse a cierta evangelización, aceptaron enterrarlos, pero en cuando se ven libres de la tutoría del cura, lo hacen como ellos quieren o creen: de pie y con la cabeza fuera de la tierra. Dicen que así el espíritu del muerto puede respirar, vivir con la tierra y no someterse a ella. Los cuerpos se alimentan como árboles, y tienen la creencia de que algún día revivirán de tal modo.
Hay un indio que ha ganado la confianza de nosotros, los hombres blancos. Se llama Cahrué. Es apenas un chico todavía, pero es el único alumno que se destaca. Ha aprendido a leer con enorme rapidez y ya escribe con cierta fluidez. Es el favorito de Manuel y Altea. Lo llevan a nuestra choza, con el permiso de sus padres, y le dan de comer, continuando las lecciones fuera del horario habitual de la escuela. Es un chico muy avispado, nos observa detenidamente a los tres, escucha nuestras conversaciones, y creo que ya no hay nada que podamos ocultarle a menos que nos alejemos del alcance de sus oídos. Se lleva bien con todos en la aldea, todas las mujeres del pueblo lo quisieran tener de hijo, y los hombres lo mandan buscar para ayudarlos en cualquier tarea. Es fuerte para su edad, pero no por eso descuida su dedicación al estudio. No sé de dónde saca tiempo ni fuerzas para todo lo que hace, porque no lo he visto ni un solo momento descansando. Corre de un lado a otro, conversa con la gente, dedica tiempo a realizar cosas para Altea, aunque ella se niega a usarlo en tareas serviles. Tanto ella como Manuel quisieran que él dedicase cada momento al estudio, pero yo les digo que no debe ser así. Para el chico el estudio es un descanso de su vida habitual, lo hace con placer y no deberían obligarlo a eso. Altea me mira entonces como si yo estuviese diciendo un sacrilegio. Ella pienas, y Manuel ha comenzado a ponerse de su parte, que todo lo que uno hace es con un objetivo, y tal objetivo debe ser el centro de todas nuestras actividades. Es obsesiva, es intransigente. Pero no puedo decir que todo esto no es algo que no exija de ella misma. Es uno de los temas por los que peleamos casi todos los días, además de mis “salidas” a la selva o al río, o al pueblo distante a sesenta kilómetros, según ella para visitar algún prostíbulo, excusas que uso para rehuir mis tareas. Ya varias veces me ha dicho que si no estoy cómodo allí, puedo irme. Nada me ata, dice.
Yo pienso, mientras escribo, que ella no sabe, no entiende, o no quiere ver lo que sucede. Manuel y yo somos hermanos, y ella ha sido hija única. No es capaz de ver la dependencia, la necesidad, el lazo inquebrantable entre nosotros. Manuel se ha enamorado, eso lo comprendo, ella es bella, es inteligente, es cariñosa con él. De un modo muy peculiar para lo que considero su carácter, ella es abnegada en su dedicación hacia mi hermano. La misma obsesión de perfección en su tarea cotidiana, la ha puesto en su amor por Manuel. Pero yo me pregunto si es amor o pura exigencia hacia sí misma: todo lo que hace, incluso el estar enamorada, debe ser perfecto, aun cuando la otra parte de la pareja sea imperfecta, en caso del cual ella es quien se encargará de compensar tal falencia, de corregir los errores o por lo menos de borrarlos.
Eso es lo que hace Altea, borra lo que no le gusta, lo que no encaja en su visión. No sabe, entonces, dónde ubicarme en su plan. Yo no encajo, yo desentono, yo soy la oveja negra en el rebaño blanco de su pequeña manada doméstica.
No he escrito por casi tres meses. He estado enfermo, una gripe fuerte me mantuvo en cama por varias semanas. Hoy me levanté por primera vez en mucho tiempo sin dolor de huesos. Revisé el cajón de mi mesa y hallo este cuaderno que había olvidado casi en mis accesos febriles. Hubo momentos en que temí que ellos lo encontrasen y lo leyesen. Pero mientras más expuesto un secreto, menos se delata, parece mentira pero es casi una regla de las costumbres. Mandaron venir a un médico para examinarme después de que mi estado fue empeorando. Yo primero no dije nada, trabajaba y me metía en la cama tapado hasta la cabeza, con accesos de escalofríos y sudor que empapaban las telas. Manuel se enojó cuando supo que me estaba ocultando. Le regalé una sonrisa ingenua, que sé que le gusta, aunque sabe que lo hago para vencer su barrera de enojo y preocupación. “No me vas a convencer esta vez”, me dijo como otras tantas, pero logré que me palmeara la espalda con cariño. Sintió mi sudor en su mano y volvió a preocuparse. “Te estás quemando en fiebre”, me dijo. Salió y lo escuché mandar a Cahrué en busca del doctor del pueblo más cercano. Eso significaba esperar por lo menos dos o tres días. Volvió a entrar y buscó en un armario telas secas. Llamó a Altea con un grito, y le pidió traer agua tibia. Ella me miró sin pena, se dio cuenta sin embargo que no era otra de mis estrategias para separarlos, y fue en busca del agua. Cuando volvió con dos palanganas y una chica que la ayudaba, Manuel me liberó de las telas y dijo que me lavaría. “Te metes en ese río mugriento y te expones a todos las enfermedades posibles”, decía, con vos cálida. Altea se rio. “Son las mujeres del pueblo las que le pasan las enfermedades, en mi opinión”, dijo. Manuel la miró de reojo. “Querida, salgan ustedes, por favor”. Altea se arregló el pelo y salió tomando de la mano a la chica.
Esa tarde y esa noche, y por los siguientes dos días, Manuel fue mi hermano mayor, fue mi padre, fue mi más íntimo amigo. Me cuidó, me alimentó, levantó mi cabeza para hacerme beber, arregló mi almohada, me limpió cada vez que terminaba de hacer mis necesidades. Me dio unas hierbas que una vieja de la aldea le recomendó, a pesar de que no creía en ellas. Yo me sentí mucho mejor. Cuando llegó el doctor, ya no tenía fiebre, y el dolor de la espalda casi había cedido. Luego de auscultarme, de explorarme, pidió una muestra de mi orina. Lo hice en un frasco limpio que él miró a contraluz un largo rato, volcándolo en un papel después, viendo su color, su consistencia, su acuosidad. No era algo muy diferente a lo que había hecho la vieja que vino a verme dos días antes y que me dio las hierbas.
Por tres semanas, poco pude moverme. El doctor regresó en varias ocasiones y dijo que la infección había atacado mis articulaciones, quizá de forma permanente así que debía mantenerme en reposo para no aumentar la inflamación, que cedería en más o menos tiempo, no podía precisarlo. Altea y Manuel estaban allí cuando lo dijo. Yo le pregunté si me convertiría en un inválido. El doctor negó enérgicamente con la cabeza, diciendo: “No se preocupe por eso, en no mucho tiempo podrá hacer su vida normal”. Vi que Altea emitió una risita que trató de ocultar con una mano.“Lo único que le interesa es regresar a su actividades libertinas, así que ya está bien del todo, es nuestro José de siempre”, les dijo en voz baja a Manuel y al médico cuando salían. Yo la escuché, por supuesto, que era lo que ella deseaba.
Cuando empezaron los primeros calores de primavera, Manuel y yo decidimos ir a cazar. Ya estaba repuesto del todo. Hacía ejercicios todas las mañanas, me daba un baño de agua caliente con los baldes que Cahrué me traía desde la fogata que encendía especialmente para eso. El muchacho se nos había apegado afectivamente, y poco a poco fue alejándose de su familia. La gente del pueblo se siente orgullosa y resentida al mismo tiempo. Él mismo les ha dicho que quiere ser como el doctor que vino a verme. Altea pegó un grito de júbilo al enterarse y Manuel lo felicitó estrechándole la mano como a un caballero. Los ojos de Cahrué brillaron de emoción con ese gesto. Desde entonces pasa casi todo el día en nuestra vivienda. Las tardes soleadas vamos los tres al río y nos zambullimos completamente desnudos en el río. A veces el chico se sube a los hombros de Manuel o míos mientras caminamos de regreso, con sólo un calzón, dejando que el sol nos seque la piel. Pero ya está pesado, así que los dejamos caer y él se ríe con esa liberalidad, ese don tan natural de pensar y ver todo sin prejuicios. La camaradería de que disfrutamos se ve amenazada con la sombra de la casa a la que sabemos que debemos volver. Altea nos recibe con una mirada hosca. A ellos los mira con desaprobación y vergüenza, a mí con tangible aborrecimiento, que sé que un día se tornará en evidente odio.
El día que salimos de cacería con Manuel, Cahrué quiso acompañarnos, y no vimos problema. En realidad es a mí a quien me gusta cazar. Manuel no tiene rifle, así que usamos el mío por turnos. Ve este pasatiempo como lo dice tal palabra, no un oficio ni una obsesión, sino un tiempo de relajación, de tranquilidad, de comunión con la naturaleza. Comunión con lo que implica la palabra: incorporar lo que se caza. ¿No es acaso la Sagrada Eucaristía una forma modificada de ancestral rito del sacrificio y la incorporación del cuerpo del otro en nuestro propio cuerpo? Esto es lo que pienso, y todo animal que he matado lo he utilizado para comer o entregarlo a otros. No me excuso, no disminuyo mi culpa. El cazar me satisface, me llena de un espíritu que contrasta con mi habitual mediocridad. Encuentro valor cuando salgo de cacería. Sé que mis manos son débiles, mis uñas frágiles, mis brazos susceptibles a múltiples heridas, por ello no me avergüenza utilizar un rifle frente a las garras y la fuerza de los predadores.
Sabíamos que no íbamos a hallar más que codornices, tortugas, nutrias. Me habían dicho que había linces por la zona, sin embargo no hallamos ninguno. Pero el objeto de asentar esta salida no es describir la selva, la luz del atardecer entre las copas de los árboles, el chillido de las aves interrumpido por dos o tres tiros de Manuel, varios míos, y dos intentos fallidos del muchacho. Lo que quiero contar es cuando mi hermano y yo nos detuvimos para comer. “Anda a buscar agua”, le dijo Manuel al chico. Éste se alejó. Manuel me dijo: “Te pido que dejes de molestar a mi mujer”. Lo miré como si se tratara de una broma, pero no era así. “No entiendo”. “No te hagas el hipo de puta, la provocas, le insinúas cosas. No es tu estilo ni tu interés, así que sé por qué lo haces”. No respondí más que con otra pregunta. “Porque, me respondió, te resientes de nosotros, y quieres desquitarte con ella”. “¿Quién te ha dicho semejantes cosas, se puede saber?”. “No hace falta nadie, lo he visto, y ni tú mismo te das cuenta”. En sus ojos había angustia. Había el dolor de la impotencia. Yo habría deseado que las cosas fuesen diferentes. Él habría deseado que las cosas fuesen diferentes. Su motivo es su pena por mí, mi motivo es mi amor por él.
Volvimos los tres en silencio. Cahrué mirándonos con tristeza e incomprensión. Nos metimos en la casa sin hablarnos. Él se metió en la cama con su mujer. Yo me acosté pensando en el rifle.
Muy pronto saldré solo de cacería.
Yo sé, por supuesto, quién le ha metido en la cabeza todo esto a Manuel. Por qué, sino, Altea no nos dijo nada cuando regresamos. Sabía que nuestro silencio era la consecuencia de una discusión entre hermanos. La misma irritación estuvo durante toda la mañana, pero evitamos vernos. Me crucé con Altea varias veces, y sin negarme el saludo, me miró altiva, satisfecha, percibiendo en sus ojos una casi dadivosa limosna de pena. Eso fue lo que más ira me provocó. La segunda vez que noté esa mirada, yo venía cansado de trabajar en las reparaciones que el cura me había encargado para la vivienda que funcionaba como iglesia. Vi a Altea viniendo hacia mí, vi esa mirada odiosa, y cuando ya hubo pasado, algo me hizo detenerme y darme vuelta. Ella sintió la detención de mis pasos, y no pudo evitar la morbosa curiosidad de ver lo que su táctica había provocado. Se dio vuelta también para mirarme. “¿Cansado, José?”.
Vi frente a mí una torre de inmensa altura, una torre de hierro puro cubierta de espesa nieve. Tocarla era quedarse adherido a su mal, mirarla era quedarse ciego.
Yo llevaba una tabla de madera sobre mi hombro derecho. La dejé caer al suelo y me acerqué a Altea. La sujeté de la mandíbula y le mordí los labios. Ella se apartó, luego de un fugaz instante en que sentí su deseo. Era también habría deseado otra cosa, sin embargo su motivo era ambivalente. Me deseaba y no podía tenerme. Y lo que podía tener era amenazado con arrebatársele por aquello mismo que deseaba.
El año transcurrió entre ritos tribales, festejos a los dioses paganos. Bajo la superficie de costumbres de este pueblo, existen cosas que nunca han mostrado al hombre blanco. La escuela que instalamos parece un pretencioso intento de enseñar a quien sabe más que nosotros. Han llegado, hace una semana, tres indios en tres botes. Detrás, vivieron ayudantes más jóvenes con muchos artefactos de madera y cajas. Me detuve a mirarlos bajar todo eso de los botes y comenzar a trasladarlos hacia la choza que unos días antes habían preparado para los recién llegados. Pregunté a Cahrué quiénes eran, pensando en una especie de carnaval. “Son los médicos brujos de la tribu”. “Pero no viven acá?”. “Van de pueblo en pueblo, el nuestro es solamente una aldea de nuestra tribu”. “Y cuántas son en total”. “Todo esto, señor, todo es nuestro”. “¿Qué tanto es todo, Cahrué?”. El muchacho señaló alrededor, como impotente se mostrarle lo que quería. “Lo que la maestra dice que es el mundo, señor. Todo lo que ve es nuestro, desde el tiempo de los dioses”.
Desde esa noche se escucharon ruidos, cantos, gritos desde la choza de los brujos. Los preparativos no se han detenido ni de día ni de noche. Se levantan altares, se preparan alimentos, sustancias que emiten olores horribles y extrañas, que invaden el pueblo en todo momento. Yo huyo, literalmente, al río, y paso horas acostado en la ribera, tapándome los oídos con grasa para no escuchar los cantos. Mi hermano y Altea intentan seguir con la escuela, pero hace dos días que ya no asiste ningún chico, excepto Cahrué. Manuel me acompaña a veces, hastiado de todos aquellos preparativos, y del mal humor de su mujer. Yo le dije esta tarde: “Deberías llevártela a la selva y hacerle el amor como un salvaje. Eso es lo que necesitan algunas mujeres como alivio de su histeria”. Me miró con la misma desolación en los ojos como cuando murió nuestra madre. “Te vuelves a España o a donde se te antoje, mañana mismo no quiero verte acá”. Cuando estaba por irse, lo agarré de un hombro y lo tumbé sobre el piso con un empujón. No se defendió, se quedó quieto, esperando no sé qué, mi siguiente movimiento, mi palabra. Le extendí mi brazo para ayudarlo, no lo aceptó. Se levantó solo. Sin atreverse a mirarme a la cara, se dio vuelta y se fue. Yo habría querido abrazarlo fuerte, tenerlo entre mis brazos y apretarlo contra mi cuerpo como si fuese mi propio cuerpo, la parte más preciada de mí mismo. Y más amada todavía, porque precisamente no era yo mismo, por lo tanto no tenía mis errores ni mis defectos. Era una versión mucho mejor de mi mismo, que nuestros padres habían intentado por segunda y última vez. En definitiva, yo era dueño de mi impotencia. Él era dueño de sí mismo.
No me fui, pero evito cruzarlo en mi camino. Trabajo en las refacciones de la iglesia, mientras los preparativos para los ritos de curaciones ya han terminado. De eso se trata, me contó Cahrué, que me tradujo lo que yo intenté preguntar a la gente de la aldea. Los médicos brujos casi no se dejaban ver. Estaban rezando, preparándose espiritualmente para las ceremonias. Pero a quién curarán, pregunté. “A un viejo loco que vive encerrado en su choza.” “Nunca lo vi.” “Porque vive encerrado por su familia. Toda la familia es así, dicen que están poseídos por demonios. Pero el más loco es él. Fue jefe de tribu durante mucho tiempo, hace muchos años. Cuando mató a todos sus hijos, lo encerraron. Desde entonces no tenemos jefe. Lo que él sabe es necesario para gobernar, pero no puede hacerlo a causa de los demonios.”
No hablo con nadie más que con Cahrué. Remuerdo mi ira solo y a cada hora de mi día. Trabajo más que nunca antes, necesito descargar mi odio en cosas materiales. Golpeo tablas, aplico toda mi fuerza en clavar clavos. Luego me zambullo en el río y el odio se me enfría un poco. Siento que la fuerza me desborda, siento lo mismo que siempre, pero acrecentado diez veces, como cuando reprimo mi satisfacción sexual. Eso es lo que necesito. Pienso en las mujeres del burdel en el pueblo viejo, y me da asco su olor, su aspecto enfermizo. Pienso en los hombres, es verdad, ya no puedo evitarlo, pero esta vez no es eso lo que busco. No sé qué busco, o sí lo sé, y no me atrevo a reconocerlo.
Ha comenzado el tum-tum de los tambores tribales. Anochece. Los ayudantes de los brujos salen con sus vasijas preparadas, las mujeres no son ni siquiera ayudantes, sino meros espectros que rondan alrededor de los sagrados médicos brujos. Los veo salir de la casa, vestidos con sus mejores ropas ceremoniales. Una túnica negra suelta y abierta por delante, dejando ver el pecho hundido de los viejos, los genitales colgantes. Se ubican en el centro de una ronda de hombres. La ronda se abre y aparece el viejo loco, desnudo, traído por otros dos. Lo tiran al suelo, y el viejo se revuelve en el polvo, emitiendo gritos y susurros, alternadamente. Se agota y vuelve a comenzar. Lo dejan actuar hasta que se cansa. Pasan dos horas, quizá. Me canso de mirar y busca a Cahrué entre la concurrencia, no lo encuentro. Veo a Manuel que se acerca a la ronda, tímidamente, como pidiendo autorización para presenciar el rito. Uno de los viejos asiente con la cabeza. Manuel se sienta en el piso y aguarda los acontecimientos.
De pronto un grupo empieza a bailar alrededor del loco. Dan vueltas y vueltas al ritmo incesante de los tambores. Las luces de las fogatas son las únicas que iluminan la noche. No hay estrellas ni luna. Imagino el bosque: oscuridad y silencio. El loco se levanta y se agita en convulsiones frenéticas, parece que fuera a desmembrarse, a lastimarse a sí mismo, pero es algo que hace desde hace muchos años, y continúa vivo con su locura. Uno de los brujos se le acerca y apoya una mano en su espalda. Los ayudantes, tres de ellos, lo mantienen quieto, y aun así se agita con fuerzas que saca quién sabe de dónde. El brujo empieza a cantar una letanía, los otros dos se levantan y se unen al primero. El loco lentamente se va calmando. Parece que abre los ojos, ve a los tres médicos brujos, de su misma edad, quizá con su misma sabiduría, pero dominados por espíritus benévolos. Entonces los ayudantes voltean al viejo sobre el suelo, de repente y sin aviso de los médicos. Éstos se arrodillan junto al loco, muchas antorchas los rodean ahora. Alguien se acerca con algo metálico en las manos, es un brillo que centellea inconfundiblemente con la luz de las fogatas y las antorchas. Un instrumento que se eleva por encima del conjunto de hombres hacinados alrededor del cuerpo estendido. Vistos de lejos, semejan una pintura de Caravaggio, múltiple y manteniendo la exacta simetría requerida, la exacta iluminación para que cada expresión de cada hombre se vea perfectamente. La ansiedad de los expectores, el temor reverente de los ayudantes, la frialdad de los sabios, la atroz locura en la cara del viejo. Y en el centro el escalpelo, el cuchillo, el puñal, el hacha.
Veo cómo el elemento desciende hacia la cabeza del viejo, y penetra.
Y el grito intenso ha desencadenado más tambores y más gritos desgarradores de mujeres y niños, y en ese grito yo me desgarro la camisa empapada de sudor, sin poder más de dolor, de lágrimas, de necesidad. Corro bajo la sombra de las chozas y entro en la de mi hermano. Golpeo el postigo endeble y me enfrento a Altea, parada en medio de la habitación, a oscuras. Siento su olor, palpable en el aire como una densa sustancia expulsada por su cuerpo. Me acerco y la toco, ella me rechaza. Mi excitación se manifiesta en un abrazo tan fuerte que temo la desgarre, y ya sin vida, me quede sin respuesta. Porque no quiero hacer el amor con un cuerpo, sino con una entidad que me responda, que exhale lo mismo que yo exhalo, dolor y perversión.
Altea me está clavando las uñas en los antebrazos para separarse. Yo la abrazo y la mordisco en el cuello y los labios, en los pechos que descubro al romper el vestido. Está desnuda y se estremece, está desnuda y mi cuerpo se pega a ella con sudor, con las cenizas de las fogatas que vuelan y se esparcen por el pueblo. Hay en el aire aromas mezclados, productos de las sustancias que los viejos han ordenado preparar. Afuera, los gritos continúan, la trepanación del viejo loco debe está avanzando. Un primitivo estilete penetra en la cavidad craneana en busca del demonio, yo me deshago de todo vestigio de humanidad y empujo a Altea contra la pared. Ella llora y me golpea, pero sabe que nada puede contra mí. Entonces, ya sobre la cama que comparte con mi hermano, la penetro. Y ella grita, pero nadie podrá escucharla, porque hay sonidos más fuertes que el del dolor. Son los sonidos de la furia, los gritos desde muy antiguo encerrados, acumulados. Son los ancestrales gritos enmascarados por el silencio.
Y cuando terminé, grité con furor y la golpeé. Estaba viva pero cerraba los ojos, no decía nada, no se movía. Su cuerpo lacerado por mis uñas, tenía sangre y saliva en los pechos y la cara, tenía semen que rebalsaba de sus genitales. Levanté un poco con mis dedos y los pasé por sus labios. Ella los lamió, sin abrir los ojos, dolorida, casi muerta, pero memoriosa de todo lo que había pasado.
Fuera, la lucha de los sabios contra los malos espíritus continuaba. Me puse el pantalón y salí. Los ayudantes danzaban frenéticamente, más alegres. Parecía que festejaban la liberación y la expulsión de los demonios. Las luces de las fogatas se movían por la brisa que provocaban los danzantes, dando tonos de color extraño sobre el cielo de la noche, sobre el polvo rojizo, sobre la piel oscura de los indios. Por un momento, creí ver auroras boreales, pero era imposible. Tal vez fuesen los espíritus liberados. ¿Adónde irían ahora, me pregunté, en qué cuerpo se alojarían? Me paré a mirar aquellas luces, las vi danzar por toda la zona, acercándose a mí con peculiar lentitud, rondándome, explorándome. Me senté en el suelo, lejos de toda presencia. Mi miré las manos. Y acepté. Acepté todo lo que había hecho y lo que haría. Ya no habría luchas en mi vida. Todo se acomodaría parsimoniosamente a la nueva idea que ahora me alumbraba.
Lo que he hecho, es lo que soy.
Dos días después, el viejo loco caminaba por el pueblo, acompañado por sus hijas. Su anciana mujer iba detrás, cabizbaja y silenciosa. El hombre sonreía bajo una tela que protegía la herida hecha por los brujos. Las hijas reían y saludaban a todos. Caihrué me dijo después que muy pronto los médicos brujos volverían para curarlas a ellas. No estaban sanas, aunque lo pareciesen. Le pregunté si podrían curar a algún hombre blanco, él se encogió de hombros.
Altea tardó dos semanas en curar sus heridas. No habló palabra en todo ese tiempo. Manuel la encontró esa misma noche, y como loco fue a buscarme por todos lados. Me encontró en el río, curándome las mismas heridas que ella tenía. Hizo el ademán de matarme allí mismo, pero temblaba tanto, tanto, que se puso a llorar y se arrodilló, abrazándose a mis piernas. Apoyé una mano sobre su cabeza, como un sacerdote que consuela.
Durante dos semanas las mujeres se encargaron de curar a Altea. Manuel dormía afuera. No hablaba con ella ni conmigo. No se veía ni triste ni enfadado, sólo aislado, tan tranquilo con sí mismo como siempre. Envidié aquella capacidad de aparente ensimismamiento, y como toda envidia, estaba llena de furor y odio. Todo lo que lo amé, se había convertido en resentimiento.
Hoy escribo porque estas son crónicas personales. Por ello debo asentar que Altea anunció hoy que está embarazada. Vino a decírmelo Manuel, ya que no vivimos más en la misma choza. Me comunicó su decisión de regresar a España. Mañana saldrá a comprar los pasajes para Buenos Aires y mandará un telegrama a un conocido para conseguir dos boletos para el próximo embarque.
Esta mañana muy temprano he ido a ver a Altea. Le pregunté si tendría a mi hijo. “No”, contestó. “Tendré al hijo de Manuel”. Yo sé que es mentira, porque no han dormido juntos desde aquella noche. “Yo estaba embarazada ya aquella noche, estaba por anunciárselo a Manuel, pero no hubo oportunidad después, desde luego”. Esta vez, no sentí nada más que una fuerte necesidad de reírme. Los demonios, tal vez, eran los encargados de aplacarme, de lentificar y afinar la calidad del odio.
Esta noche es luna llena. Me siento a mi mesa frente a la ventana que da al río. Pienso y planeo múltiples cosas para hacer. Usaré las noches que nos quedan juntos para tallar una cruz de plata.
Hoy ellos han emprendido el viaje a Buenos Aires. Se embarcaron en un carguero en el muelle del pueblo. Los vi alejarse con sus mejores ropas, uno junto al otro, rodeados de sus valijas. Ven dejar atrás la escuela, y ningún indígena ha venido a despedirlos. Cahrué corrió tras Altea cuando yo le indiqué. Lo vi entregarle la cruz de plata como obsequio de despedida, en señal de agradecimiento de todo el pueblo por lo que había hecho por los niños. Ella comenzó a llorar y Manuel la consoló, pero también tenía los ojos brillosos.
Quien lea esto pensará que lo que he hecho ha sido algo bondadoso. No creo que así sea. Esa cruz es un eslabón que nos une, una representación de algo que nos unirá para siempre. Yo regresaré a Cádiz no mucho tiempo después, cuando el niño haya nacido.
Tal vez haya un accidente, o una tormenta en estos tempestuosos ríos de Sudamérica o en el impredecible Altántico. Quizá se vean atrapados por indios y armas de fuego. Lo que suceda será patrimonio de la providencia.
Entonces yo apareceré, acongojado, a encargarme de mi deber de tío. Educaré al niño, sé que será varón, lo criaré y le hablaré de sus abnegados padres. Algunos años después, cuando sea capaz de comprensión, le regalaré la cruz que habré guardado luego de arrancarla del cadáver de su madre perdido para siempre.
Se admirará, seguramente, formando una sonrisa plena en la cara bella, tan bella como la de Altea y tan profundamente extraña como la de su padre.
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