ACTO PRIMERO
Salita modesta, de casa burguesa. A la derecha, dos
puertas. Al fondo, puerta sobre un corredor y otra puer-
tecita de escape. A la izquierda, puerta grande, de cris-
tales, tapados hasta la mitad con visillos de muselina y
comunicando con el laboratorio de D. Pablo. A la de-
recha, entre ambas puertas, chimenea de mármol. Al
levantarse el telón está Engracia acabando de cerrar
las puertas del fondo y de poner en orden los muebles
de la sala.
ENGRACIA
Así... Martes, nada más, y hacemos sábado... ¡sí
que debe ser personaje ese señor!
Entra Gloria por la puertecita del
fondo.
GLORIA
¿Ha vuelto Carmen?
ENGRACIA
No, señorita... ¿Se siente mal la señorita?
GLORIA
No, no; gracias.
Mira, extrañada del trajín que lle-
va la chica.
ENGRACIA
No me mire usté con esos ojos, señorita. Me lo
mandó la señora. Se ha hecho toda la sala de arri-
ba abajo, y toda la casa ha querido que se hiciera
para recibir á ese señor.
GLORIA
¿De quién hablas?
ENGRACIA
Aquí se le nombra muchas veces: ese que va para
ministro...
GLORIA
¿Don Julio Quintana?
ENGRACIA
Don Julio Quintana, sí, señorita. Creo que ven-
drá esta tarde.
Una breve pausa.
¡Vamos, que la casa va para arriba, señorita!
Cada día un paso más y cosas nuevas. La señora
no descansa; nunca está contenta... A mí misma,
¡me echa unos regaños!
GLORIA
¡Si es tan buena!...
ENGRACIA
¡Lo que ella tendrá hecho por mejorar y mejo-
rar! Cuando entré en la casa, hará seis años, se me
cayó el alma á los pies... ¿Dónde te has metido,
Engracia?... Porque, señorita, sin exageración: á
usté le vivía entonces su madre y no estaba con los
señores...; pues olvidando que han de subirse dos
pisos para llegar aquí, parecían la familia del por-
tero... ¡Como el señor isidro, el viejo, ya entonces
no soltaba ni para córner, su gorra de galón y su
librea...!
GLORIA
Sonriendo.
¡Si él te oyera, Engracia! ¡Su uniforme de bedel!
¿Librea, dices?...
ENGRACIA
Da lo mismo... Y el señor Isidro sí que no ha
cambiado: como era, es hoy; ni más, ni menos.
GLORIA
Tiene el orgullo de su humildad; pero es un
buen hombre.
ENGRACIA
¿En su casa de usted habría un disgusto, verdad,
cuando don Pablo, su hermano, se quiso casar con
la señora?
GLORIA
Yo era niña; no recuerdo...; pero ¿por qué, En-
gracia?...
ENGRACIA
¡A ver!.,. La posición... Al fin y al cabo la seño-
ra era hija de un portero... ó de eso que usté dice,
bueno; y su hermano de usté, don Pablo, un hom-
bre de carrera... Me parece que había diferencia...
GLORIA
¡Bah!... No creas tú que tanta, Engracia. A mi
hermano y á mí nos educaron bien, porque mi pa-
dre, que era contratista de obras y un hombre muy
listo, gastó mucho en eso. Pero en cuanto á posi-
ción, ya él lo decía: "ni hijos de ricos, ni padres
de pobres; pero con días de unos y de otros". Y
hay mucho así en Madrid, no creas... Sin ir más le
jos, esta casa: estábamos igual...
Una pausa.
¿Llaman, verdad?
ENGRACIA
Saliendo.
Será el señorito estudiante que habla con usted,
GLORIA
¿Cómo?
ENGRACIA
Desde la puerta del fondo.
Bueno: que le dice alguna cosa, cuando llega re -
zagado.
GLORIA
Afectando indiferencia.
Me da las buenas tardes...
Sale Engracia y á los pocos segun-
dos entra por el fondo Enrique, que
saluda á Gloria con visible encogi-
miento: también Gloria aparece un
poco cohibida.
ENRIQUE
Saludando.
Glorita.
GLORIA
Enrique.
ENRIQUE
Buenas tardes... ¿Están ya en la lección?
GLORIA
Hace un momento. Ya sabe usted que mi herma-
no es puntual. Y aunque él se olvidara, Isidro no
le dejaría. Hasta los de casa quiere que veamos
que fué en sus tiempos buen bedel.
ENRIQUE
Es cierto, Glorita... ¿Y usted va estando mejor,
Glorita?
GLORIA
Voy estándolo, Enrique...
ENRIQUE
Pues como ya he tenido el gusto de saludarla,
entraré á prácticas . Don Pablo no ve con buenos
ojos que lleguemos tarde
GLORIA
Como usté quiera, Enrique.
ENRIQUE
Gracias, Glorita. Adiós, Glorita.
GLORIA
Adiós, Enrique.
Gloria abre la puerta de cristales
y Enrique entra en el laboratorio
Engracia, que sigue ordenando la
sala, sonríe.
ENGRACIA
¿Qué tendrán los estudiantes?... Este don Enri-
quito no es tan animado que digamos; y, sin em-
bargo, yo no sé, pues da alegría.
GLORIA
Ingenua .
¿Verdad que sí?
Voz de Isidro, carraspeando y gru-
ñón por el corredor.
ISIDRO
¡Engracia! ¡Engracia! ¡Engracital...
ENGRACIA
En voz baja, acercándose á Gloria.
¡El viejo! No vaya la señorita á decirle nada de
la visita que esperamos. Me lo encargó la señora.
Ya sabe usted que al señor Isidro todo se le vuel-
ven chismes, y ella es muy reservada con su padre.
Yo creo que el pobre está chiflado.
GLORIA
Yo le hablo muy poco. A veces me da pena, y á
veces me da miedo.
ISIDRO
Entrando.
¡Eng racial... ¡Ven acal
Se dirige á ella furioso y la sujeta,
sacudiéndola por los hombros con ver-
dadera furia: viene el viejo en man-
gas de camisa y tiene congestionada
la cara.
¡Si ahora mismo no aparece mi chaqueta de uni-
forme, te estrangulo!... ¿dónde está?... ¿La has es-
condido?
ENGRACIA
Apurada y con pánico.
¡Por la salud de mi madre, que esté en gloria, no
la he visto!... ¡le juro á usted que no la he visto!
Lo mismo lo diría: ¡suelte usted!...
Logra desasirse del viejo con un
brusco esfuerzo.
ISIDRO
Glorita... Me han escondido mi chaqueta de uni-
forme.
ENGRACIA
Desde el fondo.
¡Lástima no le hayan escondido la botella del
coñac!
ISIDRO
Siempre á Glorita.
¡Si tu hermano supiera los tratos que me dan las
dos!... mi hija, lo mismo que esta lagartona de En
gracia, que lo hace por adularla nada más. . ¡No te
rías, ó te mato, Engracia!
ENGRACIA
Defiéndame usted, señorita!
GLORIA
Déjela usted, Isidro; ya buscaremos la chaqueta.
No se apure usted.
ISIDRO
¿La buscaremos, verdá? ¿Me ayudarás, Glorita?...
¿No te parece que entre en el cuarto de Carmen?
Señala la lateral derecha de primer
término.
Tal vez ella la cogió...
GLORIA
Será posible; para cepillarla...
ENGRACIA
Que falta le hacía.
ISIDRO
A Glorita.
¿Sí, verdá?... Pues entonces entro, ¿verdá? Y tú
me ayudas luego... Me k> has prometido; tú me ayu-
das, ¿eh?
Hace mutis por la lateral derfecks
de primer térmiao.
GLORIA
No lleva otra idea
ENGRACIA
Que ha terminado de poner la sala
en orden y que va á salir, desde la
puerta.
Y con eso, la energía que se saca y el juicio que
tiene para lo demás, que asusta cuando se pone...
¡La señora!
Como si hubiera oído un timbrazo.
Sale Engracia por el fondo. Gloria
un instante mira por encima de los
visillos, hacia lo interior del labora-
torio. Entran Engracia y después
Carmkn por el fondo.
¡Señorita, señorita!... ¡y cómo viene la señora!
¡qué de cosas trae!... ¡fiesta grande, fiesta grande!...
Carmen llega con unas flores y unos
paquetes, cargada. Gloria corre á
ella para abrazarla.
GLORIA
¡Oh, flores y tocloí... ¡qué bonitas, Carmen!... Pero
tú más que ellas.
CARMEN
Pues me cuestan un ojo de la cara... Sólo que era
necesario. Ya verás. Con aquel j arrito de cristal que
está sobre la chimenea y aquí, á un lado de la mesa,
va á quedar la sala una preciosidad...
ENGRACIA
¿Lo hago, señora?
CARMEN
jNo, por Dios!... ¡Déjalas estar!... Toma: esto es
para ti.
ENGRACIA
¡Qué preciosol
CARMEN
Pues es porcelana barata y del país. Unoi que he
visto, ingleses, con su bandejita y todo... sí que
eran preciosos. ¡Pero quién se atreve con ellos!
¿Por qué no esperarán para hacer cosas bonitas á
que yo pueda gastarlo? ¡Me da una rabia!
GLORIA
|Qué cosas tienes!..
CARMEN
Pues me amargan la vida.,. En fin, cómo ha de
ser...
ENGRACIA
¡Qué vajilla! ¡Si parecen juguetes!
CARMEN
Es para el te... ¿Sabrás tú hacerlo?...
ENGRACIA
¡Pocas veces que en el pueblo tuve que hacérselo
ámi madre' Tenía las bilis, y una taza de te bien
caliente, bien caliente, como mano de santo la cu -
raba...
Entre todas van deshaciendo el pa-
paquete. Engracia continúa.
¿Y el señor que esperan ustedes, también está de-
licado? Tendrá muy mal humor, si sufre como mi
madre.
CARMEN
A Gloria.
Pero é^ta se figura que el te es una medicina...
GLORIA
Ni más ni menos.
ENGRACIA
¿No es así?... ¡cuánta jarrita!
CARMEN
Dándolas por su orden.
Para el te, para el agua...
ENGRACIA
¿No van juntos? ...
CARMEN
Im pacientándose .
Nada: no sabes.
GLORIA
Yo la iré guiando; no te apures.
CARMEN
Sí, Glorita; hazme el favor: mira que es muy
bruta .
Sale Engracia, cargada, 3' cuando
se disponía á salir Gloria, también,
Carmen le pregunta señalando al la-
boratorio.
¿Están en la lección?
GLORIA
Quedándose.
Hace un ratito... ¿Ves, mujer?... Estas lecciones
particulares siempre le dejarán alguna cosa á Pa-
blo...
CARMEN
No te creas tú que un dineral; ¡valientes potenta-
dos están hechos sus discípulos!
GLORIA
¿Ni Enrique tampoco?...
CARMEN
Hija, tampoco... ¿para qué voy á engañarte?
GLORIA
Disimulando.
Como viste arregladito...
CARMEN
Intencionada.
Y es simpatiquísimo... pero rico, no.
GLORIA
Cortando.
¡Rah!... Voy con Engracia. Y tú, descuida,
CARMEN
Oye, además. Esto está frío. Cuida de que añadan
fuego á la chimenea alrededor de las cinco... ¿Ver-
dad, hija? No te olvides.
GLORIA
No me olvido.
Gloria retira de ;a mesa los pape-
Ies en que el servicio vir.o envuelto, y
se dispone á salir. Carmen, cariñosa
y mimosa la acompaña hasta la puer-
ta del fondo.
CARMEN
Porque, mira, ese señor Quintana es nada menos
que Director General... Y está decidido á hacer lo
que pueda por nosotros. ¡Más amablel Le conocí en
casa de Arroyo: ¿no te lo había dicho? Todo un ca-
ballero. ¡Ese sí que es potentado y viste bien! ¡Si
vieras!... Le encuentro allá muchas tardes y no se
cansa de ponderarme los méritos de Pablo. Ya le
ha conseguido el nombramiento para el Congreso
de Alemania. Y viene á traérselo. Que por eso
viene... ¡Hija, y hay que hacer todo lo posible para
irle interesando!.,. ¡A ver si así subimos un poco!
¡Que nos hace buena falta!
GLORIA
Saliendo.
Dios querrá que sí.
CARMEN
Vaya, Glorita, no te olvides del te, ni d¿ la leña.
Se fué Gloria. Carmen, encantada
al paiecer, se dirige hacia la chime-
nea, toma el jarriío de cristal y du-
rante la escena que sigue, coloca el
ramo.
¡Y yo, á mis flores!
A los pocos segundos, en mangas
de camisa todavia, aparece Isidro en
la lateral derecha, primer término.
ISIDRO
Carmen: mi chaqueta de uniforme.
CARMEN
La he quemado .
ISIDRO
Mi chaqueta de uniforme.
CARMEN
Alguna vez había de llegarle á usted el fin de sus
manías, y á mí el no verle vestido de máscara: la he
quemado.
ISIDRO
{Carmen!... pero no, no puede ser; no me dio el
tufillo. ¿Dónde está? Responde.
CARMEN
Puede usted ponerse el traje negro. Se la di al
trapero.
ISIDRO
Los remordimientos que te entran viéndome con
ella querrías tú darle: dime dónde está.
CARMEN
No tengo remordimientos de nada. Y mañana se
la devuelvo.
ISIDRO
¿Cambiarás un día de tratarme así...?
CARMEN
Cuando usted cambie de modo de ser... Y no que
creo yo que lo hace á posta, para mortificarme.
ISIDRO
¿A tí?... Sí que fuiste algún tiempo las niñas de
ims ojos... pero se acabó... Dame el uniforme. Aho-
ra, justamente porque recuerdo el tiempo aquel,
estorbo,
CARMEN
¿Ve usted el hombre?... ¿Negará también que esto
es inquina y no sabe hablarme sin ella hace ya tiem-
po?... Pues con su pan se lo coma y quédeme yo en
paz; que no todas las veces tendré culpa.
ISIDRO
¡La tuviste una vez sola, pero aún dural
CARMEN
¿Fué para malo, al fin y al cabo?
ISIDRO
¡Bah! No hablemos.
CARMEN
¡Sí, respóndame usté! ¿Fué para malo? ¿No es
esta casa mejor que la nuestra?... Orgulloso esta-
ba usté, siendo bedel, porque tenía de huésped
al don Pablito de sus entretelas, el mejor estu-
diante de la Facultad; pues hoy, al cabo de los
años, ¿no es mi marido aquel portento, y usté, que
casi le miraba de rodillas, no puede usté, delante
de Dios y de los hombres, llamarle su hijo á boca
llena? ¿Y quién hizo el milagro? Me parece que con
no guardarme, que usté dice, todo eso ganamos.
ISIDRO
¿Ganar dices? No; con no guardarte, lo robaste tú.
CARMEN
Yo, sí; porque Pablo se chupaba el dedo.
ISIDRO
¡Habla con respeto de él, delante de mí á lo me-
nos!...
CARMEN
Pues tratamiento tampoco voy á darle, porque
sea catedrático auxiliar... ¡hasta rector!... Y á su
paso, y con lo encogido y poca cosa que es, tene-
mos para unos años todavía.
ISIDRO
No fué siempre así.
CARMEN
Claro que no; y á las pruebas me remito, por mi
parte. Pero así se ha vuelto.
ISIDRO
Plomo que lleva en el ala; tú sabrás.
CARMEN
¿Yo? ¿También yo, verdad? Pero hombre, si tan-
ta carga soy, ¿tiene más que sacudirse un día y que
soltar la carga? ¡Si había de ser para que él fuera
ganando!... Al fin y al cabo, ustedes me casaron. A
mí no se me hubiera ocurrido que fuese buena para
tanto. Y no me quejo; pero creo que estábamos
mejor cuando cada uno era cada uno. Yo hago
mala pareja, padre: corro demasiado, á veces, y
aunque no sea para mal, cansa seguirme: ya lo sé.
ISIDRO
¡No necesitaba de que lo dijeras, mira tú! Tam-
bién sabemos de tus idas y venidas... ¿oyes? Pero
ahora, si alguna vez llegara el caso, [tiembla!
CARMEN
Quiere decir que me amenaza... ¿usted á mí?
ISIDRO
Yo á ti.
CARMEN
¿Con qué derecho?
ISIDRO
Con todos; padre soy, los tengo.
CARMEN
Sí; los tuvo todos hasta aquella tarde que á usté
se le recordará... ¿Recuerda usté? Aquella tarde,
cuando se dejaba usté llorar como una Magdalena,
hasta alcanzar reparación, que usté decía, se le
acabó el mando que tuviera en mí. Sépalo usté. Y
si lo sabe y lo olvida, recuérdelo usté. No vaya á
ser yo quien tenga que recordarle otras cosas; es-
toy en mi casa; no faltaba más. Y á amenazarme,
nadie; á mandarme hoy, uno solo: mi marido... ¿Qué
no es tan cascarrabias como usté?... Pues conste
que ustedes dos se lo guisaron. Ni para bien, ni
para mal; ni para casarme, ni para que siguieran
las cosas como estaban, dije yo esta boca es mía.
Lo hicieron ustedes, lo quisieron ustedes; santo y
bueno
ISIDRO
¿Vas á acabar por pintarme que había otro re-
medio?
CARMEN
Yo no lo buscaba.
ISIDRO
¿Pero qué hubieras hecho en este mundo, desdi-
chada?
CARMEN
¡Todo, menos echarme encima obligaciones; ya
lo sabe usted!
ISIDRO
¡Eso me lo pudiste decir aquella tarde y habrías
sabido cómo se contesta á una hija descastada!
CARMEN
¡Aquella tarde!... Me faltaba aguante para dejarle
á usté llorar... ¡usté no se oía!... ¡si estuviéramos á
hacer segunda vez las cosas!...
Malhumorada, entra por la lateral
izquierda y sale al momento, llevando
en la mano el chaquetón y la gorra
del bedel.
¡Tenga usté, ya que se empeña, y vístase de
máscara! Así como así, por años que viva, no ha de
ver más allá que estos galones. ¡Da grima!
ISIDRO
Furioso.
¡CarmenI
CARMEN
¡Ya está dicho!
ENRIQUE
Se entreabre la puerta de cristales
que conduce al laboratorio y Enrique,
asomando la cabeza, dice:
Que si tienen ustedes que hablar, hablen bajito.
Dice don Pablo que lo agradecerá; que dentro no
nos entendemos para dar lección.
ISIDRO
Extraordinariamente compungido,
con la gorra en una mano y la cha-
queta en la otra, al estudiante.
Perdón; yo he sido. Diga usté que yo he sido,
don Enrique; perdonen ustedes; ¡más quisiera estar
ahora mismo seis palmos bajo tierra, que ..
CARMEN
Secamente, interrumpiéndole.
Diga usté que está bien.
ISIDRO
Vuelve á cerrarse la puerta de cris-
tales; hay una pausa y dice el viejo:
Otra que he de agradecerte á ti.
CARMEN
Sin darle importancia.
Pues sí que es grave, padre.
ISIDRO
Más que piensas; porque ésta es en lo mío propio,
en los galones que tú dices... ¿Vocear estando en
clase, y yo, un bedel!... ¡Por ti había de ser!
Carmen se encoge de hombros; el
viejo, como si cumpliera un acto reli-
gioso, enfunda su chaqueta de uni-
forme.
Así... ¿te enteras?... Mis canas de padre y mi con-
ciencia de hombre Dios sabe cómo estarán á estas
¿oras, de barro y de vergüenza... Pero debajo de
esta gorra y de esta ropa, como son tantos años de
cumplir, pues me parece que ganan y se limpian...
iHasta para que me entierren, las prefiero á un há-
bito!...
CARMEN
Chochea usté; pero, en fin, haga lo que quiera.
ISIDRO
Ya está hecho.
Calándose la gorra con orgullo.
CARMEN
Sólo que, esta tarde, después de la lección, ven-
drá el señor Quintana. Y porque no le viera en esa
facha; porque hay manías que si no se explican
extrañan al de fuera, yo escondí la ropa. Ahora, si
usté prefiere ser usté mismo el que se esconda, eso
á su gusto.
ISIDRO
Está entendido.
CARMEN
Yo quería ahorrarme de decírselo á la cara...
pero como usté porfía hasta el final...
ISIDRO
¡Sí, hija mía; si estoy hecho! De modo que, des-
pués de prácticas-
Consulta el reloj.
Y á don Julio Quintana, director de Instrucción
y en vísperas de ser ministro, ¿qué se le ha perdi-
do aquí?
CARMEN
Dinero no será; creo que viene á ver á Pablo,
porque le ha conseguido el nombramiento para ese
Congreso de Alemania.
ISIDRO
Ya ¿Y Pablo tendrá que marcharse...?
CARMEN
Naturalmente; él lo ha pedido... ¿Qué quiere usté
decir?
ISIDRO
Ha vuelto á mirar el reloj.
Nada, ahora; cállate, que voy á abrir la puerta.
Y con una gravedad de funcionario
en el uso de sus funciones, llega hasta
la puerta de cristales, se quita la go-
rra y abre.
CARMEN
¡Hasta la coronilla me tienen sus pamplinas!
ISIDRO
¡Silencio en los patios! Va á salir el señor cate-
drático.
Introduce el busto por la puerta
entreabierta y se le oye decir:
Pablo, señores, ¡la hora!
CARMEN
;Bah, está loco!
Sale Pablo, rodeado de sus tres
discípulos Enrique, Guevara y Es-
tkemera. Isidro, gorra en mano, les
da paso. Luego vuelve á cerrar la
puerta y va á sentarse en una silla
junto á la del fondo. Carmen contes-
ta con una inclinación á ia inclinación
de los estudiantes, que se detienen a!
verla en la sala.
Señora.
GUEVARA
CARMEN
Señores.
Carmen recoge el sombrero que
dejó sobre el mármol de la chimenea
y se dispone á salir hacia su cuarto.
PABLO
Al movimiento de su mujer y de-
jando de atender á sus discípulos.
Un momento; perdón.
A su mujer.
Carmen, no te vayas; tengo que hablarte.
CARMEN
Volveré en seguida; es un minuto.
PABLO
Como quieras.
Sale Carmen por la lateral derecha
primer término; los estudiantes, más
á sus anchas, rodean al maestro.
ENRIQUE
¿Y dice usted, don Pablo, que la teoría de Erlich
le convence á usted?
PABLO
No: ahora nada. Van ustedes á hacerme el favor
de estudiar á su hora lo necesario, tampoco más;
créanme ustedes. Pero van á prometerme, en cam-
bio, olvidar que existe la ciencia, todo el resto del
día. Es un consejo desinteresado y leal, como com-
probarán ustedes con los años. Nada de ciencia ni
de sabiduría, andando por el mundo; no. Pocos si-
glos fueron tributarios de la ciencia como el nues-
tro, hasta en las ocasiones menos graves. Hoy, la
dama aristocrática que cita por teléfono á su aman-
te, pone en juego, por este mero hecho, de la ma-
nera más gentil y más amable, una porción de teo-
rías científicas abstrusas: ciencia pura, desde 1?
electricidad, éter vibrando, hasta el anillo aisladoi
de los auriculares. Y, sin embargo — se lo digo á us-
tedes con la mano puesta sobre el corazón — , pocas
gentes tuvieron horror á la ciencia y tildaron de in-
soportables á sus aprendices como las de nuestro
siglo. Por io mismo, si están ustedes decididos á ir
para sabios, háganlo con la más absoluta reserva;
créanme. Que se enteren sus padres, si no puede
evitarse; pero, por Dios, no se lo digan ustedes á
sus novias... ¡Iban á oirías! Mejor les perdonarían
que tuvieran ustedes un apaño por esas golferías,
que eso es de hombres. Pero la ciencia, los micro-
bios, las cadenas laterales de Erlich, ¿no se aver-
güenzan ustedes de hablar de eso en la calle y entre
gentes...? ¡A su edad...! No, no; ahí queda eso. Y
ustedes, al mundo, á vivir, á ser jóvenes, como aho-
ra dicen los que no lo son. Es Diciembre; pero aún
aprovechan ustedes un poquitín de sol, aún andan
mujeres bonitas por las calles y aún hay flores en
Madrid: no cabe dudarlo, porque hasta aquí llega-
ron ¡horror! á la casa de un sabio... ¿Está entendi-
do? Adiós, señores, hasta mañana... Padre, hágame
usted el favor de acompañarles hasta la puerta.
GUEVARA
Estrechando la mano del Catedrá-
tico.
Adiós.
ESTREMERA
(Estrechando la mano del Catedrá-
tico).
Hasta mañana
ENRIQUE
Estrechando la mano del Catedrá-
tico.
Adiós.
Vuelve á aparecer Carmen en la
lateral derecha.
PABLO
Perdonen ustedes que no les acompañe; pero...
Con un gesto vago, les recuerda
que ha de hablar con Carmen
CARMEN
A Enrique, al pasar.
Diga usted á Glorita que no olvide mis encargos,
si la ve al salir, Enrique.
ENRIQUE
Con mucho gusto, Carmen, si la veo.
CARMEN
¡Seguro ..I ¡La casa es tan pequeña. .1 Adiós.
ENRIQUE
A los pies de usted, señora.
Salen los tres muchachos por el
fondo, acompañados por el viejo bedel,
que parece renovarse entre ellos; le
ríen los ojos y casi desencorva la figu-
ra. Quedan solos Carmen y Pablo.
PABLO
¿Vas á salir?
CARMEN
¿No esperamos gente?
PABLO
Quintana; es verdad.
Y malhumorado parece di-puesto
á recluirse de nuevo en su laboratorio.
CARMEN
¿Qué me querías?
PABLO
¡Ah, no es nada...! Pero conviene que lo sepas,
por si contabas con ello. Estos recibos.
Saca de su cartera unos papeles,
que pone sobre , la mesa y que Car-
men examina atentamente.
Le he dicho á tu padre que no los cobrara.
CARMEN
¿Por qué? ¿No están pendientes? ¿No me tienes
dicho que eche mano de los recibos que están por
cobrar, en un apuro? Me habría guardado bien de
propasarme.
PABLO
Si no es eso.
CARMEN
¡Si es que, gracias á Dios, recuerdo tus mismísi-
mas palabras!
PABLO
Pero deja que te explique.
CARMEN
"Para que yo no tenga que mortificarme porque
no me diste otra razón -en estos pequeños apuros,
vete á mi Diario, que siempre está sobre mi mesa,
y que tu padre cobre las partidas sueltas: cuentas
de suero, recibos de análisis y reacciones." ¿No fué
así?
PABLO
Así fué.
CARMEN
¿Entonces?... Pues te advierto que me convenía
cobrar estos recibos como el pan que como.
PABLO
Extiende otros hoy mismo.
CARMEN
Ya no quedan más. Desde que nos preparamos
para el Congreso de Alemania, los trabajos útiles
van escaseando. Sobre que la enfermedad de tu po
brecita hermana — y no te lo critico, Dios me libre —
casi dobla los gastos del Laboratorio y de la casa.
Conque tú dirás.
Ojeada á los dos recibos.
Son cien pesetas.
PABLO
Las tendrás mañana.
CARMEN
Bien; ¿pero es que no puedo saber el motivo? Si-
quiera para que me sirva en otro caso.
PABLO
Justamente: el precio. Lo has doblado sin decir-
me nada.
CARMEN
Perdóname; pero, probablemente, te habrías
opuesto, y me parecía una locura. Hace dos años
que cobras á ese precio los análisis. Las de Arroyo
me dijeron que es corriente, y aun que tú, con tu
nombre y ser especialista, podrías cobrar más.
PABLO
Las de Arroyo, hija mía, tienen un padre ilustre,
profesor eminente, cargado de honores oficiales y
de sabiduría oficial, que sólo va á las casas de los
enfermos cuando tienen ascensor: es el primer sín-
toma que le interesa para sus diagnósticos.
CARMEN
¿Dejarán tus trabajos de valer lo mismo que los
suyos, porque vivan tus enfermos en distintas
casas?
PABLO
Mis trabajos no; ¿quién lo discute? Pero no sea-
mos tan materialistas. Tampoco el precio que tú
escribes ahí representa el valor de esos trabajos.
Es muy posible que, cobrando yo materialmente
mucho menos que el padre ilustre de tus amiguitas,
reciba, en cantidad moral, muchísimo más. Porque
cinco pesetas de un cliente pobre representan la
vida de su familia, un día ó su alegría un mes, mien-
tras, en el otro caso, cincuenta pesetas valen para
el rico la propina de un lacayo. ¿Ves tú, Carmen?
CARMEN
No digo que no. Lo que te aseguro, Pablo, es
que por ahí cinco pesetas valen cinco pesetas, y
cincuenta son diez veces cinco: no hay que darle
vueltas. Ahora, si es preciso hacer las considera-
ciones que tú dices, tú resolverás. Pero á mi me
atas las manos; te tendré que mortificar como al
principio.
PABLO
Te marcaré de alguna manera en mi Diario los
casos dudosos y fijaremos, de común acuerdo, pre-
cios especiales.
CARMEN
Como quieras
Nueva ojeada á los recibos.
¿Y qué hago de estos dos?
PABLO
Lo que tú quieras.
Se acerca á la mesa y, uno tras
otro, toma los recibos, mientras habla.
Esta es hija de una pobre viuda, á la que soste-
nía trabajando; borda; quince años... si tuviera cin-
cuenta pesetas mensuales, para poder dejar el bas-
tidor, se salvaría... Y éste, un muchacho, Sal daña,
tú le recordarás; fué discípulo mío, hace unos años.
Huérfano. Se ayudaba como podía, con trabajos
ímprobos, para ir estudiando. De ia noche á la ma-
ñana, presenta lesiones cerebrales que le incapaci-
tan para estudiar y trabajar. Por de pronto, el ham-
bre; después, probablemente, el manicomio... ahora
ya sabes; tú harás lo que quieras.
Carmen, sin afectación, pero ínti-
mamente conmovida, rompe los dos
papeles .
CARMEN
¡Qué le vamos á hacer...! ¡Me arreglaré...!
Pablo, en un arranque, hace ade-
mán de abrazarla satisfecho.
PABLO
¡Ah eres buena!
CARMEN
Apartándose de él.
¡Quita; deja...i
PABLO
¿Me guardas rencor?
CARMEN
Si es que hueles á ácido fénico que apestas... ¡di-
choso laboratorio...! ¡Y para lo que da!
PABLO
Cierto; perdona.
Una pausa; sin añadir palabra, Pa-
blo se dirige al laboratorio.
CARMEN
¿Te vas?
PABLO
Tengo algunos encargos, y como...
CARMEN
Pues yo también necesitaba hablarte, por si acaso.
PABLO
Cuando quieras.
CARMEN
Es de mi padre; ya sé que vas á defenderle.
PABLO
No es que le defienda, Carmen. Pero ciertas ra-
zones, que tú eres perfectamente capaz de com-
prender, no están á su alcance.
CARMEN
Nos pone en ridículo: á ti, también. Precisamente
con sus humillaciones aparatosas, que exagera adre-
de por mortificarme, te alcanza más á ti que á mí.
No creas que no faltes, dejándole de aplicar un co-
rrectivo; de un tiempo á esta parte pasa de maniá-
tico.
PABLO
Si es que uno y otro os habéis empeñado en no
ceder un ápice del terreno en que estáis; y yo no
tengo nada que ver con vuestra terquedad: allá vos-
otros. ¿Tienes algo nuevo que decirme respecto á
tu padre?
CARMEN
Nuevo, nuevo, no: ya sabes que él varía poco.
Pero relativamente nuevo, sí. Desde hace unos días
— y te advierto que si te hablo de ello es en tu
bien — , desde hace unos días, me siento amenaza-
da, lo que se llama amenazada seriamente por mi
padre. Me acabé de convencer hace un momento.
Él lleva su plan. Él te hablará de mí, yo no puedo
decirte cuándo; pero te hablará. Y del alcance de
sus calumnias estoy yo tan segura que, sin vacilar,
ahora mismo, podría adelantarte nombres.
PABLO
Coa disgusto de oiría .
Basta, calla
CARMEN
Ya estás prevenido. Y conste que lo he dicho
porque si te contagiara esta vez de sus manías, sa-
líamos perdiendo todos: hasta tu hermana. Ya sabes
que mi padre, puesto á criticar mis pasos, no mira
nada: ni las necesidades de la casa, ni el que una
tenga derecho á vivir un poco bien, decentemente,
siquiera por ti. Ahora, si necesitas más detalles,
pide.
PABLO
¡Basta, y basta en redondo! ¡No oigo más! No es
terquedad que uno y otro pongáis en no ceder. Es
guerra abierta. Es algo más, antipático y odioso,
que con el tiempo aumenta, que poco á poco va
ganando terreno en esta casa, como un cáncer; que
ya me toca á mí, á mí mismo, no lo dudes. Tengo
que interrumpirme, hasta en mis lecciones, cuando
os oigo... ¿pues qué es esto?... ¿Hay un resenti-
miento de algo inevitable entre vosotros dos? Para
que la marcha normal de los sentimientos natura-
les entre un padre y una hija se quiebre y se altere
de este modo, ocurre algo más que un matiz de di-
ferencia en el carácter; es necesario un hecho, y
aquí un hecho grave, que envenene, de una vez ó
lentamente, lo más puro y limpio y seguro que hay
en el mundo, señor: las leyes de la sangre. ¡Un he-
cho! ¡Sí, sí, un hecho!
CARMEN
Después de todo, no hay para que te pongas de
este modo, Pablo. Tampoco te lo he dicho para
tanto. Más en lo justo estabas antes, cuando me
has dicho: "allá vosotros". Si hay resentimientos,
grandes ó pequeños, entre mi padre y yo, ¿te al-
canzarán á ti?
PABLO
¿Por qué no, Carmen, si entre vosotros dos no
hay más hecho importante que yo, mi cariño por
ti y los trastornos que trajo al principio?
CARMEN
Lo que es al principio...
PABLO
Concedido: ni tú ni yo hicimos caso de tu padre
para querernos; pero es innegable que tú y yo nos
casamos porque tu padre lo exigió; y éste sí fué un
hecho; y decisivo. Ya ves, de pronto, tantos debe-
res y tantas obligaciones para un carácter como el
tuyo, díscolo y audaz... ¿qué dices, Carmen?
CARMEN
¡Quién piensa en eso!...
PABLO
¿Pero, no lo niegas?
CARMEN
No vale la pena.
PABLO
La valió en un tiempo todo lo que, de cerca ó
de lejos, se refería á mi cariño.
CARMEN
Cada cosa á su tiempo, Señor. ¿O es que vamos
á hablar de nuestro cariño toda la vida? Pues tú
mismo, ¿no tienes tus cristales y tus reactivos?
Si á mí me preocupan mi casa y mis trapitos, es muy
justo; todo cambia.
PABLO
Demasiado cambia.
Discretamente dan con los nudillos
en la puerta del fondo, que cerró el
viejo, al salir ccn los discípulos.
GLORIA
¿Se puede?
CARMEN
Tu hermana.
PABLO
Entra, niña
Entra Gloria, trayendo unos cuan-
tos tronquillos de leña, en una cesta,
de mimbre.
Bien pensado; así, aviva el fuego; porque hace
frío, hace frío en esta casa...
GLORIA
Me dijo Carmen que procuráramos tener la sala
á buen temple, para cuando viniera ese señor Quin-
tana, que puede hacer tanto por ti; que va á pro-
tegeros, ¿verdad, Carmen? Y como van á dar las
cinco...
CARMEN
Me ha parecido justo, ya que al fin y al cabo se
molesta por nosotros, que no le obligáramos á dar
diente con diente en la visita... ¿ó no lo aprue-
bas?
PABLO
¿He dicho algo?
CARMEN
Basta con mirar, á veces .
El viejo Isidro aparece en la puerta
del fondo.
ISIDRO
¡Complicación!
PABLO
¿Qué pasa?
ISIDRO
Es á Carmen.
CARMEN
Será malo, cuando usté viene á decirlo.
ISIDRO
Regular. La chica se hace un lío; no sabe si co-
cer el té con agua ó si cocer el agua sola, ó si cocer
la leche y añadirle el agua para que cunda luego,
como siempre. Tazas no lleva rotas más que dos...
El momento de fregotearlas un poco, porque echa-
ran brillo, y las hizo añicos. Es mucha moza para
esas finuras.
GLORIA
¿Quieres que vaya, Carmen?
CARMEN
Voy yo misma... ¿Te extraña también? ¿No es na-
tural que le ofrezcas una taza de té?
PABLO
¡Si yo no lo tomo nunca!
CARMEN
¡Pero él sí!
PABLO
Muy bien, me entero; será que subimos... Pues
mira, nunca esperé que dieran mis estufas para
tanto.
ISIDRO
No, y con poco que ayuden desde fuera— los Go-
biernos quiero decir — , ¡automóvil tendrás, si á
mano viene, con el tiempo!
A Carmen, que le lanza una mirada
furibunda.
¿A que tú ya le has echado el ojo, verdad, Car-
men?
CARMEN
Más vale callarme.
PABLO
A Isidro, para cortar la discusión.
Y á usted también; le vale más.
Carmen, llevándose la cesta de
mimbre, se va por el fondo.
Pablo dice á Gloria, que sigue
arreglando la chimenea:
Basta, chiquitina, basta. ¿A qué te cansas? Ven
aquí. ¿Vas á fatigarte, soplando, para nada?
GLORIA
¡Si no acaba de hacer tiro! Y como el señor Quin-
tana...
PABLO
Para mí está bien, déjalo. ¿Cómo te encuentras?
GLORIA
Peor, no.
PABLO
¿Mejor tampoco?
GLORIA
No, mejor tampoco; pero me da pena por lo que
mortifico. A la pobre Carmen ¡le doy unos trajines!
PABLO
¿Te cuida, verdad?
GLORIA
Y de su natural, no creas. Se la ve que no es por
cumplir lo que hace conmigo. Como si nunca hu-
biera hecho otra cosa que cuidarme, y mejor que me
han cuidado nunca.
PABLO
Ahora vas á recogerte; la casa está revuelta y tú
tienes fatiga.
La abraza y la besa en la frente.
GLORIA
Allá voy; adiós.
PABLO
Adiós; cuando estés acostadita, llama para que te
abran el balcón.
GLORIA
¿Crees tú de verdad que hoy no será malo con el
frío que hace?
PABLO
Así lo creo; no te apures; irá Carmen.
GLORIA
No, la pobre. ¿Vas á molestarla? ¡Con la ilusión
que le hacen estas cosas y las flores y el tener la
sala á punto y todo lo del té, que lo compró ella
misma! Entonces ya no llamo; esperaré.
Se va por la lateral derecha segun-
do término.
Adiós, Isidro; adiós, hermano.
PABLO
La quiere mucho.
ISIDRO
Sí, señor: también la quiere mucho; el caso es
que parece que la queréis todos más que yo.
PABLO
Padre...
ISIDRO
Hijo mío, escucha un poco..
PABLO
No, no, Isidro; no siga usted por el camino de es-
tos días; Carmen tiene razón. Se empeña usted en
manifestarme á todo propósito un agradecimiento
que está casi siempre fuera de lugar. Ser agrade-
cido es noble; pero sin humillación servil. Bien
está el cariño; pero no exagerándolo de modo que
raye en fanatismo.
ISIDRO
Sin tu hombría de bien, ¿qué sería de este pobre
viejo?
PABLO
Por querer á su hija de usted con toda mi alma,
no fui más malo ni más bueno.
ISIDRO
Es que habrías podido quererla y despreciarla;
yo me entiendo. Y despreciarnos á los dosf con la
poca guarda que hacíamos de casa. No te agradez-
co yo que la quisieras; pero que hicieras de ella tu
mujer - y á ruegos míos sí. ¿Tampoco es bueno?
PABLO
No, no, Isidro; es malo. Parece que prescinda us-
ted de que nos casamos, ante todo, porque nos que-
ríamos.
ISIDRO
Bien, pero además...
PABLO
No, no; por nada más. Si yo creyera que mi casa
tenía esa falsedad en su base, ahora podría tener
remordimientos.
ISIDRO
¡Valiente manera de acusar á tu mujer! ¡Ya estás
buscando á quién echarle la culpa!
PABLO
¿Yo? No, tampococo... Aunque al cabo, vaya us-
ted á saber si la culpa sería mía y de usted y de to-
dos más que de ella.
ISIDRO
¡Mía, sólo mía! No te apures; ¡sí, aquí estoy yo
para recibir Iqs golpes! ¡Me está bien empleado, por
apartarme de lo mío para quererte á ti más de la
cuenta; con fanatismo, Pablo, tal vez con fanatismo!
Pero por lo que me aproveche no será.
PABLO
Pues á ella es necesario que le demuestre usted
más cariño en adelante. Piense usted que acosán-
dola y reprendiéndola á todas horas la exaspera.
Yo no niego que sea usted un buen padre; pero...
ISIDRO
Cuanto á eso, ¿ves tú? ni tanto así que me digas
lo tolero. Para sostenerla, hasta en tu caso y cuan-
do pude, me basté. Si hoy mortifico y reprendo,
como dices tú, cuenta me tiene. El cariño que es
para consentirla y no es para castigarla, no es ca-
riño. Primero me acomodará salirme de esta casa —
y á pedir limosna donde sea— que estando en ella
y viendo llaga, no ponerle el dedo encima.
PABLO
Yo creo que estando en mi casa, lo primero que
le acomodará á usted, Isidro, es mi acomodo. Que-
rer como usted quiera y hacer como yo diga, que
voy á tomarme el trabajo de pensar por usted; guar-
dar silencio á Carmen en lo que son cuestiones
de ella y mías; vestir como mi padre que es y no
mi criado; dejar á Dios el castigo y usar usted el
perdón: el acomodo mío y de mi casa es éste... ¿me
ha entendido usted?
ISIDRO
¡Prefiero dejarla!
PABLO
Como usted decida; pero no sin que antes le diga
que no tiene usted razón.
ISIDRO
¡Ni sin que tú me oigas antes; para que veas que
la tengo!
Dice esto al marcharse y con un
gesto de amenaza: s« va precipitado
por el fondo.
PABLO
Un poco desconcertado y tratando
de retener al viejo.
¡Isidro, Isidro; padre!
Casi tropieza con Carmen, que vuel-
ve otra vez á la sala.
CARMEN
¿Qué gritos son ésos?
PABLO
¿Dónde está tu padre?
CARMEN
Tropezó conmigo en el corredor; iba hablando
solo; cada día está más loco; ¿habéis reñido?
PABLO
Por una vez; y creo que estuve con él demasia-
do duro.
Vuelve á la puerta del fondo.
¡lsidro, padre!
CARMEN
Que se había sentado junto á la
chimenea y que está, con los hierros,
atizando el fuego.
¿Pero quieres callar y no ponerte así por él?
Va á llegar Quintana y sería edificante que le reci-
biéramos á gritos.
PABLO
No te alarmes; se le recibirá como merece.
CARMEN
¡No, si á mí me da lo mismo, tonto! Yo ni entro
ni salgo. Es á ti á quien mandan á Alemania, para
hacerle honor á tu buen entendimiento y á tu buen
juicio.
Aparece en la puerta Isidro, que
grita descompuesto.
ISIDRO
jAquí me tienes, Pablo! Y á ese hombre allá; que
espera.
CARMEN
Con indignación.
"¡Ese hombre!" ¿éstá loco? ¿quién quiere usted
decir? ¿se puede saber?
LA HIEDRA
Con sarcasmo agresivo.
Ahora entra el hacerte tú la niña y el explicarle
á tu marido lo que quieras... jyo no, yo cómo!...
¡pero, para tranquilidad tuya, te advierto que está
ciego!
PABLO
¡Isidro!
CARMEN
¡Padre!
ISIDRO
El dedo en la llaga: ese hombre espera y tú verás
lo que has de hacer. A mí me han dicho que me
esconda y lo prefiero.
Va á salir por la puertecita de es-
cape del fondo.
PABLO
Deteniéndole con la voz.
Entre tanto Carmen, asustada, trata
de buscar refugio en su marido.
¡Padre!
CARMEN
¡Pablo!...
PABLO
A Isidro y teniendo medio abraza-
da á su mujer.
¡Hasta que yo no levante mano de ella, es mi
mujer! ¿Lo olvida usted? Pues como yo no puedo
arrancarle á usted la lengua, ni usted darme expli-
cación que sea limpia, después de manchársela de
este modo, ¡ahora sí que le toca á usted salir de
casa! Y si ella no perdona, hoy mismo.
ISIDRO
¡Estaba descontado!
CARMEN
¡Pero ahora dejadlo; ahora, Quintana!...
PABLO
Ahora tú vas á hacerme el favor de irte adentro
con mi hermana, que necesita de ti.
CARMEN
Le das la razón?
ISIDRO
Desde el fondo y al marcharse por
la puerteoita.
¡Tú me la das!
Sale.
PABLO
¿Me obedecéis?,.. ¡Por una vez, yo mando aquí!
CARMEN
Merchándose por la lateral derecha
de segundo término y con despecho.
¡Está bien, Pablo!
Aparece Engracia por la puerta
del fondo y dice írivialmente, anun-
ciando:
ENGRACIA
Don Julio Quintana.
PABLO
En voz sorda, de ira.
¡¡¡Julio Quintana!!!
Se abalanza al ramo de flores que
Carmen colocó en el centro de la mesa,
lo destroza entre sus manos, lo echa
al fuego. Luego, dominándose, pro-
curando dar á su voz un tono de tran -
quilidad añade, vuelto á Engracia.
Al señor Director general, que pase .
TELÓN
ACTO SEGUNDO
El llamado laboratorio de Pablo: un cuarto grandote,
de paredes blancas y lisas. Habrá un tablero grande
con algunos instrumentos, no muchos, pero los nece-
sarios para dar la sensación de una labor tenaz y seria.
Algunos taburetes, algunas sillas.
Al fondo, la puerta de cristales, con visillos blancos,
que conocemos desde el acto anterior. A la izquierda,
una puertecita pequeña comunicando con un recuarto
donde se supone instalada la estufa; más á primer tér-
mino, otra puerta que comunica con el interior de la
casa. A la derecha, una ventana bastante grande, de
vidrios cuadrados.
Al levantarse el telón estarán los
tres estudiantes oe charla, esperando
al profesor.
ESTREMERA
No vendrá.
GUEVARA
Por lo menos, á su hora.
ENRIQUE
Rarísimo en él.
GUEVARA
Ya no tanto; la semana pasada, ¿recordáis? nos
dio un plantón parecido.
ESTREMERA
De hora y media.
ENRIQUE
Pero aquella tarde estaba en. casa.
ESTREMERA
Se oían desde aquí los gritos.
GUEVARA
No es el mismo don Pablo. Ni en las explicacio-
nes, ¿os fijáis? Suenan á hueco.
ENRIQUE
Como si estuviera á dos leguas del laboratorio
cuando explica.
ESTREMERA
Sí; da la impresión de un hombre que habla de
lejos.
ENRIQUE
¡Lástima de cerebro!
GUEVARA
¿Y es siempre lo mismo?
ENRIQUE
A juzgar por los resultados...
ESTREMERA
¿Los líos de su mujer?
GUEVARA
Yo fui el primero que puso el dedo en la llaga
cuando empezó á susurrarse que no iba á Ale-
mania.
ENRIQUE
Y cuidado que en la entrevista con Quintana, si
todo ocurrió cerno él lo explica...
GUEVARA
Que así debió ocurrir: don Pablo no miente.
ENRIQUE
...pues no había motivos que justificaran esta
guerra que le viene haciendo. Declinó don Pablo el
honor de ir al Congreso; apoyó la renuncia en sus
trabajos y en sus necesidades, que no le permitían
abandonarlos; no ofreció su casa; pero transcurrie-
ron unos días, pasó por el Ministerio, y le dejó tar-
jeta al director: ni más, ni menos...
GUEVARA
Pero como él había solicitado lo del Congreso...
ENRIQUE
Quien lo solicitó fué Carmen, su mujer.
ESTREMERA
Pues por eso se tragó el otro la partida. La oca-
sión de obligarla con un favor se le escapaba.
GUEVARA
Y ahora dicen que le van á quitar la auxiliaría.
ENRIQUE
Es verdad: son las últimas noticias; por cierto que
me extraña. No sé nada. Pero me parece que eso
no puede hacerse dentro de la ley.
ESTREMERA
Entonces lo harán.
GUEVARA
No siendo legal... ¿quieres decir?
ESTREMERA
Naturalmente... Los olvidos involuntarios de la
ley tienen remedio: basta con una súplica, con una
recomendación á tiempo, y nada ocurre. Pero lo
violento, lo ilegal, lo ilícito, eso lleva siempre á su
espalda la voluntad de un hombre decidido á sos-
tenerlo contra todos y á meterlo, á martillazos,
como pueda, en la letra viciosa de la ley: contra eso
no hay nada.
GUEVARA
Tendrá que parlamentar.
ENRIQUE
Pues don Pablo no es de los que ceden.
ESTREMERA
No sé; yo, á pesar de todo, me defendería. Con
un poco de espíritu de intriga, si remueve influen-
cias y hace valer sus méritos y va á la guerra
franca con Quintana, tiene arraigo en el claustro
para derrotarle. Y si le derrota y se sale con la pro-
piedad de la cátedra (que todo es posible), como
esto le da su poquito de aureola y más influencia y
más dinero, reconquista de paso á su mujer. A ella
le importa un pepino de los hombres: lo que quiere
es subir, ¡subir!, como ella dice. ¿No se lo habéis
oído alguna vez? Pues tiene gracia hablando.
A mí no me hace ninguna.
ESTREMERA
Tú le tienes tirria porque Giorita la quiere más
que á ti.
ENRIQUE
No; de eso no hablemos.
GUEVARA
Pues á mí me parece que lo que va á hacer el
maestro es lo que dices tú; por de pronto, ya tiene
solicitada la propiedad de la cátedra.
ENRIQUE
¡Si eso es ya viejo! De entonces data la amistad
de Carmen con Quintana: se lo presentaron en casa
del doctor Arroyo.
GUEVARA
Pues la cosa viene de lejos..
ESTREMERA
¡Toma!
ENRIQUE
Pero don Pablo ni una sospecha tuvo nunca: es-
toy seguro. De haberla tenido, por vaga que fuese,
cuando la barbaridad de Isidro, no le habría echado
de casa como le echó aquella tarde .
GUEVARA
¡Pobre viejo bedel!
ESTREMERA
Da pena encontrarle por la calle. Está más loco
que nunca. Acabará mal.
GUEVARA
Bueno, algunas mañanas yo he visto al viejo y á
don Pablo pasear por la Moncloa: no le abandonó
del todo; y no parece que se llevan mal.
ENRIQUE
Pero el desdichado dió un bajón. Para él esto era
la vida. Suele estar en la esquina, ahí mismo, en un
portal, como si no pudiera quitarse de mirar, por lo
menos, la ventana del laboratorio.
Hay una breve pausa; Estremera
consulta el reloj.
ESTREMERA
Llevamos ya dos horas.
ENRIQUE
Pues yo me felicito de que el viejo, desde que se
han puesto así las cosas, no esté en casa. Por lo
menos no habrá escándalo.
ESTREMERA
¡Quién sabe!
GUEVARA
¿Y á ti te parece que ahora tampoco... vamos...
que don Pablo no tiene dudas todavía?
ENRIQUE
Dudas, no sé; convencimiento, no. Cuando me
encuentra á solas, ayer, sin ir más lejos, se conoce
que por no interrumpir su monólogo de todo el di a
me habla de ella. Y él misino se hace el pro y la
contra. Que tiene ambición y vanidad; que es vo-
luntariosa, fría; pero ¡tan buenaí ¡que le cuida á su
hermana con tanto cariño! Y es verdad... Se le arra-
saron los ojos.
GUEVARA
¡A mí me da ira!
ESTREMERA
Yo, en tu caso, le llevaba esta tarde del brazo
hasta la esquina, cuando ella salga; nada más.
GUEVARA
Lo merecía, porque es estar ciego. Es vergon-
zoso.
ESTREMERA
¡Sulfura, hombre, sulfura!
ENRIQUE
Nos olvidamos de un detalle: la quiere con toda
su alma.
ESTREMERA
Viene.
Se entreabre la puerta del fondí> y
aparece don Pablo — otro hombre,
desde el acto anterior — ; la vida, en
estos pocos meses, ha dado cuenta
de él.
GUEVARA
Buenas tardes, don Pablo.
PABLO
¡Ah, perdón!... ¿Me esperan ustedes todavía?..
¿No es muy tarde?...
ENRIQUE
No sabemos... Nos entretuvimos charlando, dis-
cutiendo, y no nos dimos cuenta de que pasara el
tiempo. Digo, yo á lo menos.
QUEVARA
No, no; todos.
ESTREMERA
Todos.
PABLO
Después de consultar el reloj: con
cierta triste ironía.
Las seis: hsce dos horas que debía haber empe-
zado ia lección.
GUEVARA
Si no tiene usted prisa...
ENRIQUE
Nosotros estamos dispuestos á darla todavía. t
PABLO
No; mañana. Por hoy basta con la que ustedes
me han dado y que 3^0 les agradezco.
ENRIQUE
¿Nosotros, don Pablo?
GUEVARA
Don Pablo, ¿nosotros?
PABLO
No; si no lo digo con resentimiento; si no les echo
nada en cara; ¡si no pueden ustedes imaginarse á
lo que me refiero! Pero me han dado una lección.
ESTREMERA
¿Por qué, maestro?
PARLO
Porque esta miserable vida humana tiene momen-
tos en que el dolor es la prueba más desatinada de
orgullo que pueden dar los hombres. Ya lo saben
todos ustedes: un enfermo, un desdichado, son ca-
sos parciales, insignificantes, de enfermedad ó de
dolor. Y, sin embargo, cuando sufrimos, á los que
sufrimos, si observamos nuestro dolor con el mi-
croscopio del orgullo, se nos antoja tan grande y de
tal naturaleza, que no sólo él forma ley, sino que
esta ley de nuestro dolor queremos imponerla á los
demás. Es lo que ocurre con la lágrima, señores:
una gotita de agua acre y salada que nos empa-
ña la retina; pero nosotros decimos que nos tapa el
sol. Y ¡claro!... al que sufre, si se le olvida que pa-
san las horas, le parece imposible que el tiempo
siga corriendo para los demás. Yo no hubiera po-
dido jurar que la vida continuaba su marcha cuan-
do abrí esa puerta \ me reciben ustedes con las pa-
labras de todos los días; y en mi laboratorio — el de
siempre ocupan ustedes los sitios de costumbre;
y han acudido á la misma hora y podemos compro-
bar que transcurrieron dos desde que yo falto jQué
lección, señores!,.. Hay clase, hay horas de clase,
discípulos que acuden á escucharme; ei mundo está
igual; no sólo continúa la vida, sino que es la misma
de todos los días. Fué más que una lección, casi
un consuelo; no lo olvidaré.
GUEVARA
Si tiene usted preocupaciones y angustias, ¿le pa-
rece que interrumpamos el curso unos días?
ENRIQUE
Después los ganaremos.
PABLO
¡Ah, se contagiaron ustedes! ¿Ya creen también
que la vida debe interrumpirse y alterarse? ¡No fal-
taba más!
Dominándose con visible esfuerzo.
Mañana aquí, puntuales. Van á imaginarse uste-
des que todavía está en casa el pobre Isidro para dar
con los nudillos en mi puerta á la hora de siempre:
"Pablo, clase". Y luego, en el momento justo, ni
minuto más, ni minuto menos: "Pablo, señores, la
hora". ¿Recuerdan ustedes? ¡Pobre viejo! Hasta ma-
ñana.
Situación: salen los discípulos. En-
rique, tímidamente, sigue ¿, don Pa-
blo. Cuando le ve decidido á abando-
nar el laboratorio por la lateral iz-
quierda, le detiene.
ENRIQUE
Don Pablo.
PABLO
¿Te quedas, Enrique?
ENRIQUE
¿Querrá usted que hablemos hoy?
PABLO
¿De mi hermana?... ¿Y para qué, muchacho?
ENRIQUE
Para saber su opinión.
PABLO
¿Dudáis de mi afecto?
ENRIQUE
No quisiera hablar al hermano, sino al médico.
PABLO
Bien; espérame aquí; vuelvo en seguida. El tiem-
po de soltar estos estorbos y de arreglarme un poco,
porque voy á trabajar.
ENRIQUE
¿Puedo ayudarle?
PABLO
Ten la bondad de hacerme unas preparaciones
para observar, en lámina sencilla.
ENRIQUE
¿De los últimos cultivos?
PABLO
Sí, hasta luego.
Sale por la lateral derecha. Enri-
que llega á la mesa y empieza á bus-
car cristales y portaobjetos para hacer
sus preparaciones. Vierte éter sulfú-
rico en una cubeta de porcelana: lava
los cristales; los quema en una lam-
parilla de alcohol y los deja luego su-
mergidos en el baño de éter.
Entra por la lateral izquierda Glo-
ria.
GLORIA
¿No está Carmen?
ENRIQUE
¡Buscarla aquí! No pisa el laboratorio; pero se ve
que tú no puedes estar sin e31a, ni á mi iado.
GLORIA
¡Alto el carro! Puede que te escurras á ser des-
agradecido, si vas por ese camino, y luego tendrías
que pedir perdón.
ENRIQUE
Si es á ti, no tengo inconveniente; perdóname,
Glorita.
GLORIA
No es á mí. Para que podamos aprovechar el
tiempo, me ha prometido Carmen que pasará por
aquí cuando se vaya. Porque esta tarde tiene que
salir.
ENRIQUE
Como todas; lo supongo.
GLORIA
Bien; pues no se hable más, de ella; tú te pones
tonto y á mí me da rabia.
ENRIQUE
¡Glorita!
GLORIA
¿Se puede saber qué estás haciendo?
ENRIQUE
Unas preparaciones; me las encargó tu hermano.
GLORIA
Basta, basta: á obedecerle sin chistar.
ENRIQUE
Es un minuto.
Gloria se acerca á
mira el cielo.
GLORIA
¿Sabes que este Marzo van á ponerse los días
como para darle á una ganas de vivir? ¡Dios mío,
qué bonito estaba el cielo esta mañana!
ENRIQUE
¿Saliste, Gloria?
GLORIA
No faltaba más... Y me pesé, como corresponde
á toda una convaleciente que sabe administrarse
bien.
¿No me preguntas?
Deja una pausa intencionada.
ENRIQUE
Habrán pasado quince días desde la última vez;
y en quince días...
GLORIA
Triunfalmente.
¡Medio kilo!
ENRIQUE
¿Menos?
GLORIA
¡Más!
ENRIQUE
¿De veras, Gloria?
GLORIA
Palabra de honor; medio, cumplido.
ENRIQUE
¡Qué alegría!
GLORIA
Pero, hombre, disimula un poco.
ENRIQUE
¿Mi alegría? ¿Por qué, Gloria?
GLORIA
Porque me hace mal efecto. No, de veras. Por
mucho interés que á tu modo me demuestres ale-
grándote por eso, qué sé yo, no puedo remediarlo:
cada vez que llega el caso, me hace mal efecto. No
parece que me tengas cariño, sino que me estás
ajustando á peso. Palabra de honor. Cincuenta ki-
los.— No me sirve. — Le advierto á usted que no hay
mejor. Ponga usted por el precio, cinco kilos más.
— Va á ser muy difícil, caballero. — Esperaré. — Mire
usted que pierde una ocasión. — Esperaré... ¡Demo-
nio! ¡y de la espera no salimos! jPues no me peso
más; se acabó, Enrique! ¡Conténtese usted de una
vez con lo que marca, y va ganando! ¿Se pesa el
alma? ¿no, verdad? Pues ahí tienes tú: llegaré ó no
llegaré á la tasa en lo demás ¡pero en el alma he
echado el resto! — ¿Hace? Sí, que hace; pactado. —
¡No vuelvo á pesarme!
ENRIQUE
Dejando la mesa y acercándose á
ella.
Glorita. .
GLORIA.
Espera: ¿acabaste?
ENRIQUE
Eso pregunto yo: ¿acabaste? Porque como tú te lo
dices todo...
GLORIA
No, no; vamos por partes. Esas preparaciones
que te ha encargado Pablo, ¿están ya listas?
ENRIQUE
Dentro de unos momentos, en la estufa, las aca-
baré. Pero ahora hay que esperar un rato.
GLORIA
Entonces tienes la palabra.
ENRIQUE
Mira que voy á confundirte.
GLORIA
Confúndeme.
ENRIQUE
Esta tarde hablo á tu hermano.
GLORIA
¿Sí? .
ENRIQUE
No hace mucho le pedí permiso.
GLORIA
Pues esta noche cenamos en familia.
ENRIQUE
¿Crees tú?...
GLORIA
Como si lo viera.
ENRIQUE
¿Te ha hablado á ti tu hermano de nuestras co-
sas? ¿Qué te aconseja? ¿qué te dice? Pero con leal-
tad, sin engañarme.
GLORIA
¿Con lealtad y sin engañarte? Pues me recomien-
da paciencia y paciencia.
ENRIQUE
¿Nada más?
GLORIA
Nada más; pero me va curando. ¡Le tengo ya una
fe! Me parece que vamos á legua por hora. Ya ves
tú, ese medio kilo... Bueno, y aun prescindiendo de
eso, porque á mí me da la gana de no darle impor-
tancia... ¿no me ves? ¿no tengo otra cara? ¿no soy
otra? Sí, ¿verdad?
ENRIQUE
Sin ningún convencimiento; para
tranquilizarla.
Sí, sí, Gloria; estás mejor.
GLORIA
Una barbaridad; sobre todo,, desde que cambió el
tiempo y apuntó la primavera. Tú no sabes los áni-
mos que da, por las mañanas, después de una no-
checita regular, abrir el balcón y ver el cielo azul.
Además, en esta época del año parece que una ten-
ga que renovarse, aunque no quiera. Hasta los nom-
bres de los meses son simpáticos: Marzo; es como
si habláramos de un muchacho sano, fuerte... ¿Y
Abril, que parece el ruido de una campanita?
ENRIQUE
¡Qué locura!
GLORIA
¡Ah, se me olvidaba! Ya tenemos casa.
ENRIQUE
¿Para los dos? ¿para nosotros solos, solos? ¿Dón-
de está?
GLORIA
No me seas malo; para nosotros solos, si tú quie-
res; pero verás como no. De todos modos, no es que
la tenga precisamente; pero ya sé dónde estará.
ENRIQUE
¿Dónde?
GLORIA
En Asturias.
ENRIQUE
¿Nada menos?
GLORIA
En Asturias. Cuando te doctores vamos á pedirle
á Carmen que intrigue, ella que sabe, para que te
hagan médico de pueblo; pero ha de ser allí preci-
samente.
ENRIQUE
¿Por qué allí?
GLORIA
Por los manzanos. Lo he pensado mucho, y estoy
decidida. ¿No te parece que una casita rodeada de
manzanos ha de ser sana por fuerza? La estoy
viendo.
ENRIQUE
El alero del tejado un poco bajo, ¿no?
GLORIA
¡Bajito, bajito, como si toda la casa se hiciera un
puño para recoger bien nuestra felicidad y que no
vaya á escapársenos un día!... ¿Te parece?
ENRIQUE
Tú dispones.
GLORIA
No, no, tú; por fuera de la casa, tú.
ENRIQUE
De tejas arriba.
GLORIA
Exacto. Las persianas, verdes.
ENRIQUE
Verdes.
GLORIA
Y en algunos sitios, donde haya más sol precisa-
mente, no quiero persianas: alguna enredadera en
flor, y basta.
ENRIQUE
Cuando estemos más encariñados con la casa,
tendremos que dejarla.
GLORIA
Me opongo. Yo les tomo un cariño á los rincon-
citos de tierra con flores, que da horror. No me
arrancas de allí ni á tres tirones.
ENRIQUE
Pero como yo trabajaré á conciencia, tendré mu-
cha suerte en mi carrera; no voy á quedarme para
siempre en médico de aldea. Nos trasladaremos á
la capital.
GLORIA
Me llevas á la capital, y yo me muero de tristeza.
Porque tiene razón Carmen: todo esto es tan obscu-
ro... No, señor; como al fin y al cabo, por enfermos
que cures en un pueblo, no vas á hacerte rico, me-
jor será, una vez allí, que no cambiemos de pos-
tura.
ENRIQUE
¡Pues sí que me estás pintando un porvenir!
GLORIA
¿Le haces remilgos?
ENRIQUE
Si no hemos de pasar de pobres...
GLORIA
¿Y el bien que hagas? ¿y las bendiciones que re-
cibirás por él?... Tú no sabes, Enrique, lo que se le
agradecen á un médico las gotitas de vida que lleva
al corazón. ¿Ves lo que me pasa á mí con Pablo?...
No basta decir cariño; digo devoción, como á Dios,
y me quedo corta todavía. Y no es por mí; no creas...
pero si algún día (aunque se nos pida paciencia has
ta que llegue), si algún día yo puedo darte, con sa-
lud, un poco de paz, ¿á quién lo deberemos?
ENRIQUE
Es verdad.
GLORIA
Pues no pidas más, Enrique: en nuestro pueblo>
habrá enfermas como yo; las hay en todas partes. Y
digo enfermas, para decirlo de alguna manera . Yo
creo que es que el alma tiene demasiadas ganas de
vivir, que se adelanta, y que el cuerpo no puede se-
guirla... Tú haz con esas pobres mujercitas del pue-
blo lo que Pablo está haciendo conmigo: pon á su
alcance la felicidad, y ¿para qué quieres más ben
diciones ni más cariño en esta vida?
Transición.
Bueno; pero antes yo he de verlas; y si son muy
bonitas, muy bonitas, se las mandamos al médico
vecino.
ENRIQUE
Sonriendo, cogiendo entre sus ma-
nos la mano de Gloria y besándola,
¡Gloria!
En el mismo instante, Gloria como
si vacilara, se lleva ) a ctra mano á la
frente y parece que vaya á desma-
yarse; es un amago nada más.
¿Qué tienes?... \ Gloria!
GLORIA
Repuesta ya; enjugándose con el
pañuelo la frente y los pulsos sudo-
rosos .
Nada; un poco de vahido. Me habré fatigado, ha-
blando...
ENRIQUE
¿Ves? ¿por qué te exaltas de este modo?
GLORIA
¡Si no es nadal... Pero tiene razón Pablo: ¡necesito
paciencia, paciencia todavía!
Bruscamente, para cortar la situa-
ción, se acerca al tablero diciendo:
Ya pasó. ¿Te puedo ayudar?
CARMEN
Se oye su voz, antes de entrar, gri-
tando:
¡Gloria! ¡Enrique!
ENRIQUE
¿Es Carmen?
GLORIA
Creo que sí.
Corre hacia la puerta del fondo para
salir al encuentro de Carmen, asus-
tada.
¿Qué pasa?
CARMEN
Viene por el fondo, trajeada con
cierta elegancia y puesto el sombrero,
como para salir de casa.
Nada, hijita; sabía que estábais aquí y en lugar
de toser se me ha ocurrido llamar desde lejos:
¡Gloria! ¡Enrique! para que supiérais que llegaba
gente; por si acaso.
ENRIQUE
¡Carmen!
CARMEN
No diga usted más: ya sé que ni yo en persona
ni mis bromas le hacemos maldita la gracia. Pero
hoy es breve la tortura, señor ayudante. Vengo á
despedirme nada más.
GLORIA
¿Sales tan pronto?
CARMEN
Antes quiero ver á Pablo. ¿Sabe usted si le han
concedido la cátedra en propiedad?
ENRIQUE
No dijo nada.
CARMEN
Allá veremos.
Enrique se dirige hacia la estufa
con la cubeta en que lleva los cristales.
GLORIA
¿Te vas, Enrique?
ENRIQUE
Entro y salgo; de aquí á la estufa. Esto está á
punto.
GLORIA
Sít es verdad.
CARMEN
A Enrique, con ironía amable.
¿Ni la mano, por si no nos vemos?
ENRIQUE
Volviendo sobre sus pasos y ten-
diendo la mano.
¿Por qué no? Adiós, Carmen.
CARMEN
¡Las bendiciones que se le ocurrirán á usted cada
vez que me pierde de vista.
ENRIQUE
No; ya he acabado por desear que no se mueva
usted de casa. Como sé el disgusto que le entra á
Glorita cuando sale usted, y como sale usted todos
los días...
GLORIA
¡Pero hoy era una urgencia imprescindible! ¡para
asuntos de Pablo! Y además volverá pronto, esta
noche ¿verdad, Carmen?
CARMEN
Te lo juro. ¿Ve usted, Enrique? Yo sé que estoy
cargada de defectos, que soy mala. Pero cuando me
lo dan á entender todos ustedes, me endurezco más;
como á la vieja del cuento, se me ocurre pisotear el
espejo; no arañar mi cara. Logran más de mí los
espejos que me llaman bonita.
Acariciando á Gloria.
Esta es uno, donde me veo más buena de lo que
soy en realidad jy me entran unas ganas de darle la
razón!
GLORIA
Abrazándola.
¡Y me la das, mujer!
Enrique, sin marcarlo mucho, pero
dando á entender contrariedad, sale
hacia la estufa.
CARMEN
Al quedar á solas con Glokia.
Glorita, dime: si por algo que pasara alguna vez
no volvieras á verme nunca más, ¿te acordarías
de mí?
GLORIA
No puedo decirte nada; no sé si viviría .
CARMEN
Dios te bendiga.
GLORIA
¿Es de verdad que le has de hablar á Pablo?
CARMEN
Poniéndose un poco grave.
Sí, Glorita.
GLORIA
¿Para reñir más... ó para hacer las paces?
CARMEN
No lo sé; depende de él.
GLORIA
¡Qué pena!
CARMEN
Sí, hija mía. Por eso se me ocurre alguna vez
que probablemente sería lo mejor acabar en una de
éstas.
GLORIA
¡Carmen! ¡Mi hermano te quiere!
CARMEN
Sí, tai vez.
Queda una pequeña pausa que cor-
ta Gloria, diciendo:
GLORIA
¿Por qué no haces una cosa, Carmen? Quédate;,
no salgas esta tarde.
CARMEN
¡No puede ser; qué cosas tienes!
GLORIA
No sé por qué, me da miedo que salgas esta
tarde.
CARMEN
¿Sí?... ¿pero por qué? No hay causa ninguna.
GLORIA
Además, Enrique ha decidido hablarle á Pablo
de nuestros asuntos, y tú me acompañarás entre
tanto. Y la espera no me parecerá tan larga; te
quedas, ya está dicho, ¿mé llevo el sombrero?
CARMEN
¡No, Gloria, por Dios! De todos modos, yo tengo
que salir, yo tengo que salir.
GLORIA
Como quieras.
Vuelve á entrar Enrique.
CARMEN
Disimulando, hinca el codo en la
mesa para mostrará Gloria su guante*
¡Mírame qué guantes!
GLORIA
Son preciosos. ¿Te los han regalado?
CARMEN
Fifí Arroyo; igualitos, igualitos que los suyos.
Estorbo, Enrique?
ENRIQUE
No, no, Carmen; el codo nada más estorba un
poco.
CARMEN
Retirando el codo de la mesa.
ENRIQUE
Tomando el saquito de Carmen que
está sobre la mesa y dándoselo á ella.
Y el bolso; si pudiéramos quitarlo de la mesa...
CARMEN
Recogiéndolo.
Y el bolso.
ENRIQUE
Apartaremos la silla un poquitín .
Va á hacerlo.
CARMEN
Poniéndose en pie.
Y la silla. En resumidas cuentas, que no estorbo
si me voy con todo lo mío á dos kilómetros justos
del tablero.
ENRIQUE
También son ganas de llevar á mal lo que yo
diga.
CARMEN
Eso será.
ENRIQUE
¿Podría lavarme las manos?
CARMEN
En mi gabinete. O si prefiere usted, en la co-
cina.
ENRIQUE
Pero. ..
CARMEN
Glorita, que aún no conoce la casa el pobre En-
rique; anda, acompáñale.
ENRIQUE
No es eso. Iba á preguntar dónde hago menos ex-
torsión.
CARMEN
Donde usted quiera: para los dos sitios es cami-
no el comedor, que es donde ustedes dos se que-
darán charlando.
ENRIQUE
Malhumorado, al salir por el fondo
¡Revienta, si no lo pregona!
CARMEN
Riéndose, á Gloria.
¡Pero qué rabia le da que yo me meta en vuestras
cosas!
GLORIA
Ya en la puerta:
Entoncesj ¿sales sin remedio, Carmen?
CARMEN
¡Y para la cena, con vosotros!
GLORIA
No tardes.
CARMEN
No, Glorita.
Sale Glorita, y cuando Carmen da
unos pasos hacia la silla para sentar-
se aparece, entrando por la lateral
izquierda, Pablo.
PABLO
¿Tú, aquí? Me extraña verte en mi laboratorio.
Le tenías horror.
CARMEN
Como no nos vemos nunca...
PABLO
Lo remedias tú, viniendo á despedirte; eso está
bien.
Se ha sentado delante de su mesa
de trabajo y dura)] te el diálogo que
sigue manipula y observa, utilizando
algunos aparatos.
CARMEN
¿Qué hay de la cátedra? ¿no te dan esperanzas?
PABLO
No.
CARMEN
¿Entonces?
PABLO
Me han dado una seguridad, desagradable, pero
seguridad.
CARMEN
¿Qué pasa?
PABLO
Que desde hoy, primero de Marzo, no tengo au-
xiliaría.
CARMEN
¿Ni eso ya? Pues para ser tres meses los que lle-
vas cuidándote exclusivamente tú de tus asuntos, te
has lucido. Y no es que no me la tuviera yo traga-
da, desde el primer momento. Pero como te pusis-
te de aquel modo... Vamos, ¿ves ya que una cosa
es saber mucho y otra cosa servir para estos trotes
de buscarse la vida, tomándole las vueltas? De
modo que ni con tanto así contamos... Pues quiere
decirse que llegó el momento de dejar á un lado
resquemores y de hacer por casa. A defenderse to-
can. Hay que dar pasos, ir de puerta en puerta,
interesar al claustro en favor tuyo y yo me encargo.
Y ahora mismo.
PABLO
¡Tú no harás nada!
CARMEN
¿Que yo no haga nada? Pues entonces para nos-
otros, desde hoy, es la miseria.
PABLO
Tengo mis lecciones particulares.
CARMEN
¡Valiente puñado son tres moscas!
PABLO
Mi laboratorio, mis estudios sobre el tratamiento
de la tisis...
CARMEN
¡Oh!
PABLO
Ya sé que de momento no representan ningún
dineral; pero con el tiempo...
CARMEN
Llevas diez años de preparativos y tú mismo
confiesas que necesitas doble tiempo para que tu
descubrimiento empiece á dar. ¿Veinte años y para
entonces la fortuna? Gracias. Tenemos tiempo de
habernos muerto antes de hambre.
PABLO
Siempre es mejor que llamar á algunas puertas.
CARMEN
Procurar por su casa á nadie humilla.
PABLO
Desde dentro de ella.
CARMEN
¿Cómo, Pablo? ¿Es que alguien va á venir á in-
teresarse por nosotros, si ya se sabe el modo que
tienes tú de agradecerlo? ¡También á mí me gusta
prescindir del mundo y darle con la puerta en las
narices! Es muy bonito; pero no cuando una se en-
cierra en un pozo para lograrlo; sino con abundan-
cia y desde arriba.
PABLO
¡Desde arriba! ¡Esa es tu obsesión! ¿No te lo es-
toy diciendo siempre? ¡Subir, trepar, como la hie-
dra! ¿No es así?... Pues mira: la hiedra, en su afán
de subir alto, agarrada á ios sillares, tira de ellos,
los desencaja de su argamasa, hace ruina el mura-
llón y cae con él; piénsalo, Carmen.
CARMEN
No siempre caerá.
PABLO
No; la hiedra no. Si tuvo tiempo de ganar la cres-
ta, pasa del murallón á las paredes de la torre; ella
se salva; pero hizo su obra; el murallón cae solo,
y eso soy yo quien ha de pensarlo, y yo lo pienso.
Vuelve á ocuparse en sus observa-
ciones sobre Ii mesa y Carmes, con
decisión le afronta.
¿Te da lo mismo que llamemos á las cosas por su
nombre, Pablo? Porque es que si no, reviento yo.
Ni aquí hay tal hiedra ni tales paredes. Siempre fui
yo del mismo natural y hasta hace pocos meses no
se te ocurrió hacerle ascos; ¿y sabes por qué? Por-
que tú evitarás hasta nombrarle; pero desde hace
unos meses, Pablo, en tus adentros y aquí en casa,
no hay más que una manía, una preocupación: Julio
Quintana.
PABLO
Violentamente, corno viniendo á la
realidad y prescindiendo ya de sus
trabajos.
¿Qué?
CARMEN
Julio Quintana, ya está dicho: que no te creas que
me da reparo. Y es muy posible que lo de dejarte
sin la auxiliaría, venga de él; no te lo niego. Le dis-
te un desaire, se venga como puede, ¿y qué, hasta
aquí? ¿Vamos á cruzarnos de brazos y apechugar
con la miseria por no tratar con él? También es
fuerte cosa; porque yo no tengo culpa. ¿Pues para
cuándo dejas el darle importancia? ¡No faltaba más!
Yo no quiero que te eches á sus pies, á darte con
un canto en el pecho para desenojar al hombre; ¡no!
¿Cómo he de quererlo?... Pero hay mil maneras...
PABLO
¡Carmen!
CARMEN
Sin ir más lejos, en casa de Arroyo. Déjalo de
mi cuenta. ¡Si aquello es un rincón de ministerio!...
Por eso te digo... le hablaré al doctor Arroyo, que
te aprecia mucho. Procuraremos averiguar de dón-
de viene el tiro. Él trata mucho al otro. Veremos
las explicaciones que hay que darle, ¡y qué demo-
niol á una mujer le está bien todo; se le hablará á
Quintana, si es preciso...
PABLO
Amenazador; poniéndose en pie.
¡Carmen!
CARMEN
¿Te has vuelto loco?
PABLO
No; mírame bien; estoy en mi juicio. Has sido tú,
rompiendo con tus manos el anónimo de toda esta
trama burda, la que trajo la conversación á este
terreno; pues bien, sea: por una sola vez, hablemos.
¿Que yo vaya detrás de tus intrigas, de tus vani-
dades y de tus deseos? No, no; yo peso más; te
arrastro á ti. Yo mando. ¿No ves que yo pienso? Te
prohibo...
CARMEN
¡No prohibas!
PABLO
Te prohibo no sólo que hables, pero siquiera
que veas á Quintana. Por el camino que has dicho,
no has de dar un paso. Prefiero el hambre.
CARMEN
Entonces, basta.
PABLO
¿Te vas?
CARMEN
¿No has concluido?
PABLO
¿No te excusas, siquiera?
CARMEN
Pablo!
PABLO
Comprendo: pero es demasiado cómoda esa acti-
tud que te franquea á punto la puerta.
CARMEN
¿A punto?...
PABLO
La hora de todas las tardes: ¿no has pensado al-
guna vez, cuando combinas tus idas y venidas, que
esta regularidad es sospechosa?
CARMEN
¿Tienes algo que echarme en cara?
PABLO
Tu impaciencia, ¿no basta?
CARMEN
Es que me parece absurdo lievar más lejos una
explicación inútil.
PABLO
Te esperan las de Arroyo.
CARMEN
Como todas las tardes.
PABLO
¿Y cenarás allí?
CARMEN
Probablemente; si se empeñan. Les debemos de-
masiadas atenciones para que yo no acceda á un
buen deseo suyo que es, además, una amabilidad,
PABLO
¡Si les debemos tantas atenciones!
CARMEN
Yo, personalmente, hasta mis trapos.
PABLO
¡Carmen!
CARMEN
¿Vas á decirme que estás en vena de negocios y
que puedes mandarles el dinero? Porque si es así,
me quedo: ya ves tú. No creas que pagarles en hu-
millaciones y zalamerías me resulte cómodo.
PABLO
Ni tú creas que esa impertinencia lo resume todo:
yo no te impongo la obligación de llevar los trapos
que llevas.
CARMEN
Me la impone tus méritos; eres, ai fin y al cabo,
un hombre conocido. En resumidas cuentas: ¿dejas
ó no dejas para mí lo de la cátedra?
PABLO
Te lo he dicho ya: prefiero el hambre.
CARMEN
Entonces.,.
Hace un movimiento de hombros y
se dispone á salir; antes de llegar á la
puerta, vuelve sobre -,us pasos, como
pensándolo mejor, y para despedirse
de Parlo inclina la cabeza esperando
el beso de adiós.
PABLO
¿Qué?
CARMEN
No, nada; pero como ahora has establecido la
costumbre de no entrar siquiera á verme cuando
llego... Por si no ceno en casa, ¡hasta mañana:
Ahora es cuando marca el gesto in-
dicado.
PABLO
Con sequedad; retirándos e.
¡Oh, no, Carmen, gracias! Me conmueve tu gene-
rosidad... pero el formol no se ha alterado en estos
meses: apesta lo mismo que antes.
CARMEN
Como quieras: adiós.
Adiós.
¡Enrique, Enrique!
PABLO
Sale Carmen por el fcndo. Pablo
queda unos momentos pensativo. Lue-
go, bruscamente, llama:
¿Don Pablo?
¿Llamabas?
ENRIQUE
Precipitado; entrando por la lateral
izquierda: le sigue Gloria.
GLORIA
Sí.
PABLO
Al ver á su hermana.
Para hablar precisamente de vosotros... ¿tú te
quedas?
GLORIA
¡Oh, no, entonces! Allá espero. Hablad cuanto
queráis; piensa en mi felicidad y ¡Dios te bendiga!
Le abraza y sale por la misma la-
teral.
PABLO
Enrique, escucha... Dime si está el pobre Isidro
en su sitio de costumbre. ¿Se ve desde aquí?
ENRIQUE
Dirigiéndose á la ventana y miran-
do por ella.
Se ve... No está.
PABLO
No está.
ENRIQUE
Perdone usted... se había escondido un momen-
to. Vuelvo á verle. Sale. Despacio y parándose, á
veces. Parece que siga á alguien, ocultándose
de él...
Pablo, como avergonzado, se tapa
la cara con las mano .
PABLO
Sí,.. ¡No, déjale!... Y él vendrá si algo tiene que
decirme: gracias, Enrique.
Hay una breve pausa; Enrique se
acerca á su maestro, procurando tí-
midamente reanudar conversación
con él.
ENRIQUE
¿Le parece á usted que hablemos, don Pablo?
PABLO
¿Ahora?... Sí. Ya no me da pena lo que tengo que
decirte: vas á ser feliz.
ENRIQUE
¿Consiente usted, don Pablo?
PABLO
Vas á ser feliz... de otra manera. Cuando me es-
cuches, creerás que es un dolor; pero yo te juro
jue es la felicidad.
ENRIQUE
¿Entonces? .. ¿Gloria?...
PABLO
Yo no te la niego; es el destino. Te lo indiqué al
principio, cuando dudaba todavía...
ENRIQUE
¿Y ahora?...
PABLO
Ahora no dudo; está herida; en el pecho. Cuan-
do me la trajeron, yo tenía entusiasmos, esperan-
zas. Hoy yo valgo poco. Y para la ciencia actual
no tiene remedio. Óyeme, Enrique; no te aflijas...
No pedéis casaros; sería su muerte; su muerte an-
tes, en pocos días... Entiende bien que no me opon-
go yo: es el médico. Para mí, tú eres mi hermano
menor desde este instante. En lo demás me atengo
á tu conciencia; no te aflijas.
ENRIQUE
Casi entre sollozos.
¿Y dice usted que voy á ser feliz?... ¿Se burla
usted de mí, don Pablo?
PABLO
No; te conozco. Aunque sólo sea por piedad, sé
que la tendrás doble cariño desde ahora. Y harás
bien. Una fidelidad de pocos años puede garanti
zarla siempre una mujer; ¡y como no ha de vivir
más!... Cuando te deje será tuya todavía; la cerra-
rás los ojos y cerrarás en ellos su última mirada,
que habrá sido para ti: ¿deseabas mayor felicidad?
Pues no la da este mundo.
ENRIQUE
¡Don Pablo, injusto no! La envuelve usted en un
despecho que será justo tal vez; pero ella no es
como las demás mujeres, ¡es ella, don Pablo!
PABLO
También yo, á tus años y en la misma situación,
habría dicho ¡es Carmen!
ENRIQUE
Pues no debimos hablar de estas cosas en este
momento. Sufre usted demasiado y los que sufren
demasiado son crueles... Pero olvida usted que su
hermana espera: ¿qué le digo?
PABLO
No mientes diciéndole que mi consentimiento lo
tenéis; por lo menos esta alegría puedes dársela;
pero que aconsejo todavía unos meses de pacien-
cia para asegurar su curación total; que .. nada más:
fatalmente y como siempre» la realidad se encarga-
rá del resto. Tú lo sabes.
ENRIQUE
No, don Pablo; no sé nada.
PABLO
Pues la ciencia dice...
ENRIQUE
jPero no dice nunca la última palabra! Además,
para los que queremos, queda Dios.
PABLO
¡El milagro! Sí; es hermoso. Díselo también á
ella.
ENRIQUE
No lo necesita.
PABLO
¿No sospecha?
ENRIQUE
Tal vez sabe que está su vida amenazada; pero
no necesita creer en el milagro para esperar con
toda su alma: ¡tiene fe en usted!
PABLO
Con estupor y con dolorosa ironía,
¿En mí?
ENRIQUE
Muy conmovido; al salir.
No lo olvide usted, don Pablo.
PABLO
Basta... Ve con ella, ve con ella.
Sale Enrique por la lateral izquier-
da. Don Pablo se deja caer desplo-
mado delante de su mesa de trabajo,
diciendo:
¡Pero si es inútil; si yo ya no puedo nada!
Llaman con los nudillos en la puer-
del fondo, sobre los cristales.
PABLO
¿Quién?
ISIDRO
Su voz, entreabriendo la puerta.
Pablo, ¿estás ahí?
PABLO
Saliéndole al encuentro.
¡Padre!... ¿entonces?...
ISIDRO
¡Esta vez, cuando vuelva, ha de decírmelo á mí,
á su padre y á la cara, que es mentira!
TELON
ACTO TERCERO
La misma decoración del anterior: únicamente la luz
ha cambiado. Está encendida una lámpara que cuelga
del techo y otra, de trabajo, con pantalla verde, sobre
la mesa. Pablo, pegada la frente á los cristales, observa,
por la ventana, el exterior.
GLORIA
Entrando por la lateral derecha .
Pablo, ¿es cierto lo que cuenta Isidro?
PABLO
No sé; ¿qué cuenta Isidro?
GLORIA
¿Por qué ha vuelto?... Dice que viene á buscar á
Carmen, para hacer con ella un viaje muy largo;
que lleva meses preparándose para ese viaje. ¿Lo
sabías, Pablo? A mí no me ha dicho nadie nada.
PABLO
¿Pero no sabes que está loco? Cosas de él, Glo-
rita.
GLORIA
¿Verdad que sí?... ¡Me entró una angustia oyen-
do al viejo!... ¿Qué haríamos nosotros si Carmen se
nos fuera?
PABLO
Con ella ó sin ella, hermana, trataríamos de cum-
plir nuestro deber.
GLORIA
¡Sería tan triste!...
PABLO
Pensaríamos en ti, Glorita; tú tienes derecho á
ser feliz y casi tocas con las manos la alegría de tu
vida; pero como estás un poco débil, sin un brazo
en que apoyarte, te desmayarías, tal vez, á media
cuesta. Pues á ti ha de consolarte pensar que en
muchos rincones del mundo, á estas mismas horas,
hay unos hombres desinteresados, buenos, que no
piensan en sus dolores propios, que no te conocen
siquiera; pero que junto á una mesa como ésta, in-
clinados sobre unos cristalitos como éstos, dejan
pasar las horas estudiando fervorosamente, ávi-
damente... ¿Sabes para qué?... Para averiguar en
qué consiste tu dolor; para curarte á ti... ¿Y quie-
res que yo no les ayude?... ¿y quieres que, para
ayudarles, no olvide mis tristezas, si las tengo?
GLORIA
Tomando su mano y besándola.
¡Pablo!...
PABLO
Pues ya ves cómo un deber, Glorita, pensándolo
bien, vale la vida.
GLORIA
¡Lo que veo es que no me engañaba el corazón!
¿Qué pasa, Pablo?... Porque no son sólo despropó-
sitos del viejo: á ti también te encuentro extraño.
No hablas como para darme á mí razones, sino
como para dártelas á ti... ¿Qué pasa? Cuando tú di-
ces cosas que más llegan al alma, es cuando sufres
más: lo sé de siempre.
PABLO
Con ironía triste y dulce.
Tú has oído decir que hay ciertos pájaros que
cantan mejor cuando les han quitado los ojos y por
hacerme un cumplido, diciéndome que canto bien,
das por sentado que estoy ciego.
GLORIA
Ladeando la cabeza, sin darse
partido.
¡No, no, Pablo; te conozco!
PABLO
Que ha vuelto á ponerse en pie
golpeándola cariñosamente en el hom-
bro y tratando de serenarla sólo con
el gesto.
Vamos, vamos...
Se dirige otra vez á la ventana y
mira por ella; hay un silencio que cor-
ta Pablo, preguntando.
¿Qué hace Isidro?
GLORIA
Me parece que en estos meses ha vuelto á su
costumbre fea.
PABLO
¿Bebe?
GLORIA
Coñac.
PABLO
Pues se lo he dicho ya: se está matando. ¿Con
quién le dejaste?...
GLORIA
Con Enrique. Ya había tenido una agarrada con
Engracia, que quiso arrancarle la botella y á punto
estuvo de hacerle sangre con el vaso, tirándoselo á
la cara — jy habla, y habla! — Parece que Enrique le
ha aquietado un poco. Pero ahora voy yo. Porque
Enrique tendrá que marcharse.
PABLO
¿No iba á cenar con nosotros esta noche?
GLORIA
Cuando todavía no sabíamos que estaba Isidro en
casa. Una humorada nuestra. Descontábamos de
antemano tu consentimiento...
Se queda mirando fijo á Paelo, co-
mo para averiguar si es cierto.
PABLO
Sí, hija mía.
GLORIA
Más animada.
...Y á mí me hacía ilusión esta primera cena de
los cuatro, casi en familia: Carmen y tú; Enrique y
yo. Por eso fué el rogarle á Carmen que volviera
pronto: me lo había jurado. Pero ahora...
PABLO
De todos modos, yo prefiero que Enrique se que-
de esta noche hasta más tarde: aunque Carmen no
vuelva.
GLORIA
No debe inquietarte, en todo caso. Me dijo que
salía á asuntos tuyos y estará en casa de Arroyo.
PABLO
Sí; ya sé.
GLORIA
Ahora tengo remordimientos de haberla instado
tanto. No sé qué me pasa: como si algo nos ame-
nazara, y yo, sin querer, por egoísmo estúpido, hu-
biera precipitado los acontecimientos. ¡Qué ce-
guera!
PABLO
¿Gritan?
ISIDRO
Su voz, dentro.
¡La oigo!... ¡es ella'... ¡suelta, Enrique!...
GLORIA
¡Otra vez el pobre viejo! ¿Qué le pasa?
Y al abrir la lateral derecha para
averiguarlo aparecen en ella el viejo
Isidro, congestionado el rostro, rruís
caído al parecer que en el segundo
acto, y agarrado al brazo de Enrique.
ISIDRO
Con ansia desde que entra en es -
cena.
¿Ha vuelto?
PABLO
No.
ENRIQUE
A Isidro.
¿Ve usted?
GLORIA
¿De quién habláis?... ¿De Carmen?
PABLO
¿No quiere usted hacerme caso?... ¿Tiene más
que estarse en su cuarto, recogido? Yo iré luego á
verle, se lo juro. ¿Por qué le has consentido que vi-
niera, Enrique?
ENRIQUE
Oyó hablar y pretendía que era Carmen.
PABLO
Ya ve usted que no.
ISIDRO
Ten caridad... Me parece que no estoy para ins-
pirar desconfianza á nadie. Ya esta ruina, ¿qué
daño puede hacer?...
PABLO
¡Si es por usted, padre! ¡Si en bien suyo quiero
que esté tranquilo y recogido!
ISIDRO
Tranquilo... ¿dices que he de estar tranquilo?...
Ya lo sé; lo estoy; más que tú. Se andan á vueltas
por tu cabeza, como siempre, las ideas: muchas,
millones, millones... Yo no tengo nada más que una;
pero tan clara, que es fija; tan clara, que se me ha
quedado sola en todo el cráneo. Así no tengo que
pensar. Y así no sufro. Pero consentidme que me
esté en la sala, al paso... donde se vea, y nada más,
el camino de la puerta, aquí... ¿consientes, Pablo?
PABLO
¿No olvidará usted lo prometido?
ISIDRO
¿Qué más promesa?
Trata de levantar el brazo derecho.
Pesa un mundo... ¿puedo, Pablo?
PABLO
Puede usted recogerse donde quiera.
Van á andar otra vez.
No. Dale el brazo, Gloria, y mándanos á Engra-
cia. Tú quédate, Enrique.
Se organiza todo como indica Pablo
y éste se sienta, en una silla junto á la
mesa, sosteniendo su cabeza entre
ambas manos.
ENRIQUE
Desde la puerta, al desaparecer
Gloria y el viejo.
¡Pobre viejo!
PABLO
Será el primero en desplomarse... ¡Feliz de éll
ENRIQUE
Desde pnerta siguiendo al grupo
con los ojos.
Un hombre que habrá sido demasiado bueno y
que morirá de puro serio.
PABLO
O una moral, que habrá sido poco humana y que
acabará agarrotándose á sí misma .
Aparece Engracia por el fondo.
ENRIQUE
Avisando á Pablo.
Engracia.
ENGRACIA
Señor...
PABLO
Engracia... Acércate más.
Da ella unos pasos.
Si la señora vuelve pronto, es posible que yo
tenga que hablar aquí con ella, y á solas, un mo-
mentó. Cuida de que no nos interrumpan ni el se-
ñor Isidro, ni la señorita Gloria. Pero, en último
término, si no puedes contener ámi padre, déjale...
Tú no abandones un minuto á Gloria, desde que
esté aquí la señora. ¿Me has entendido bien? No te
apartes de su lado, y procura entretenerla y dis-
traerla .
ENGRACIA
Así lo haré.
PABLO
] Y mira que si lo haces así, le salvas la vidaí
ENGRACIA
Bien está, señor...
Se enjuga los ojos con e! delantal y
sale diciendo.
¡Por mi madre que esté en gloria, señor, que
nunca pensé tomarles en estos años tanta leyl ¡Si es
que no sé lo que me pasa, y lloro sin querer!
ENRIQUE
Vete, vete.
Sale Engeacia.
PABLO
Y tú también, Enrique, cúidame á Glorita. Lo
mejor sería que no se enterara Si eso no es posi-
ble, vamos á procurar entre todos por ella, y ¡quién
sabe! Lámpara de tan poco aceite, que parece que
un soplo iba á apagarla, tal vez mañana nos hará
vivir á todos.
ENRIQUE
Al volver Gloria.
Ella...
PABLO
No la dejes.
GLORIA
Entrando.
El pobre viejo es bueno: se aquietó. Dice que ha
vuelto porque se sentía enfermo y que tenemos
que cuidarle mucho. ¡Vaya si le cuidaremos!
Pablo sigue observando por la
ventana.
Todavía recuerda que alguna vez, á escondidas
de todos en la casa, hasta de Carmen, yo le pegaba
los botones y le remendaba el uniforme. No lo ol-
vida. Y lloraba diciéndolo. Cuando se pone así, pa-
rece un niño. Me prometió no moverse del come-
dor, donde le dejé tranquilo y sin coñac. Y aho-
ra, cuando entre Carmen, tendrá una sorpresa.
ENRIQUE
Yo no soy partidario de esperarla.
GLORIA
Como en súplica.
¡Yo sí!...
Pablo mira con mayor insistencia
por el ventanal.
¿Qué miras, Pablo?
PABLO
Dominándose.
Nada; el cielo.
GLORIA
¡No!
ENRIQUE
¿Tú qué sabes?
GLORIA
Lo tengo medido. Hay que mirar desde el tercer
cristal para ver un poquitín de azul ó algunas es-
trellas á estas horas.
Repentinamente »e para á escuchar
Esperad. ¡Carmen!
PABLO
¿Carmen?
GLORIA
No me cabe duda; oí su voz.
ISIDRO
Su voz, dentro .
¡Suelta, Engracia!
PABLO
¿Con quién habla?
GLORIA
Con Isidro.
ISIDRO
Su voz, dentro
¿Adónde va la descastada?: ¡espera
PABLO
¡No!
GLORIA
Déjame... ¡voy!...
Y desde la puerta grita:
¡Aquí, aquí, Carmen!... ¡No la detenga usted, se-
ñor Isidro!,.. ¡La llama Pablo!... ¡Carmen, Carmen!
Aparece Carmen en la puerta: como
de costumbre, trae unas flores en la
mano.
¡Aquí estál... ¿no os lo decía? ¿tenéis algo que
echarle en cara si llega puntual, por mí, por no dis
gustarme, porque estoy enfermar ¿La queréis más
buena?... ¿La queréis más buena?...
Va á abrazarla.
Carmen, Carmen
CARMEN
Espera...
GLORIA
¿No me abrazas?
CARMEN
Dándole las flores y como si hubiera
sido por ellas • 1 no abrazarla.
Toma: para tí; las escogí yo misma, una por una.
Quería que esta noche tuviérais la mesa bonita, por
lo menos .
GLORIA
¿La queréis más buena, Pablo?
CARMEN
Viendo entonces á su marido.
¡Pablo!. . . ¿has hablado á mi padre?... ¿me espe-
rabas?...
PABLO
Sí.
CARMEN
Aquí estoy.
GLORIA
¿No vienes?... ¿no me ayudas á arreglar la mesa:
CARMEN
Ahora no; después...
GLORIA
¿Quieres que yo me quede?
PABLO
No; Glorita.
GLORIA
Entonces dame un abrazo.
PABLO
Sí luego.
Hasta luego.
PABLO
Basta, Gloria.
GLORIA
Adiós.
Enrique sale con Gloria por la la
teral derecha.
Quedan solos Carmen y Pablo.
CARMEN
¿A qué vino mi padre?
PABLO
Cerrando la puerta del fondo.
Sin levantar la voz;.
Podría ser la muerte para
esa pobre criatura y creo que lo sentirías tú tam-
bién.
Viniendo á primer término.
¡Respóndeme, Carmen!
Hay una pausa en que loS dos se
miran ampliamente.
CARMEN
Pregunta.
PABLO
Como la tarde aquella en que le eché de casa por
mentir ¿recuerdas?, tu padre ha vuelto... á pagar su
deuda, dice. Día por día, y dejándose años de su
vida en scada -uno, ha estado siguiendo tus pasos:
piensa en los peores para decirme si miente ó no
miente.
CARMEN
No miente.
PABLO
Yendo á ella, impulsivo, amena-
zador.
¡Carmen!
CARMEN
¡Mátame si quieres: es verdad!
PABLO
¡Y vuelves!... ¡Y todavía esta tarde, esta mujer,
sin que el remordimiento la hiciera temblar^ha te-
nido fuerzas para inclinar su frente y ofrecerla á
que mis labios la tocaran!... ¿Pero no pensaste, Car-
men, que eran tus rodillas las que debían inclinarse
hasta tocar el suelo?
CARMEN
Esta tarde, no tenía para qué temblar; podías
besarme...
PABLO
¿Y ahora también?
CARMEN
Después de un gran esfuerzo, ba-
jando la frente.
Ahora no.
PABLO
¡Maldita seas!
CARMEN
Como arrancándose de su presencia,
ciega.
¡Dios te escuche... y déjame salirl
PABLO
Sujetándola bruscamente por un
brazo y obligándola á caer en una
silla.
¡Atrás, no hay paso! Antes, confiesa; y si la pa-
labra te parece demasiado noble para un crimen,
dime la causa, la intención, el nombre; así, de pla-
no: ¡canta!
CARMEN
¡Pablo!
PABLO
¡Cantal... No te apures, yo te ayudo... ¿Quintana,
verdad, Quintana? ¡Responde!
CARMEN
Sí; me esperaba. A pocos pasos, en la calle.
Tal vez yo te habría obedecido. Pero él se anti-
cipo; me conocía. Y ha sido un minuto de infierno,
desde que le repetí tus órdenes y aquel hombre se
quitó la careta para hablarme como no me había
hablado nunca. Y ha sido horrible, porque recordé
tus palabras de hace un momento: ¡mi afán de tre-
par, perdiéndonos á todos! Como yo no cedía, él se
vengaba... No he podido resolverme á hacer tanto
daño — y eso es todo. Pero el precio no lo he pues-
to yo: ¡se me habría exigido sangre de mis venas,
abriéndolas con un cuchillo y ¡por la memoria de
mi madre, te lo juro! la habría dado iguall
PABLO
Te has vendido... ¿y yo? ,¿y yo, Carmen? Porque
si ahora pudieras confesarme una pasión, un arre-
bato ciego de esos que se meten por el alma como
un huracán, arrollándolo todo, que dignifican al
mismo que condenan, que hacen de un ladrón de
ia honra ajena un adversario digno, yo sufriría me-
nos, Carmen. ¡Yo tendría en quién saciar estos fu-
rores de venganza, que acaban siempre en sed de
sangre y que veinte siglos de prudencia humana no
contienen I ¡Yo bendeciría este momento en que el
hombre defiende su amor como el tigre su hembra
y en que, mondo el cerebro de razón, los brazos pi-
den brazos y los dientes muerden!
CARMEN
¡Perdóname, Pablo l
PABLO
¡No; no es eso! ¡si donde la venganza no es posi-
ble, el perdón es villanía! ¿Pusiste el corazón en
esta infamia? Pues si no lo has puesto, ¿qué per-
dono? ¿bálsamo para qué, si no hay herida? ¡es
mancha y mancha de fango nada más! ¡no llega has-
ta poderse perdonar! Eso lo seca el sol de un día y
se lo lleva el viento del desprecio; y aunque arruina
una casa, como la carcoma hunde un altar, de eso
no entiende el corazón; eso á la ley, en todo caso .
Pero antes de acabar: ¿Tienes disculpa?
CARMEN
Ninguna; porque, no te parece una disculpa que
hasta ahora no haya visto el mal que hacía.
PABLO
¿No te lo daban á encender la gente misma
y las murmuraciones de la gente y mi actitud?
CARMEN
Todo eso me parecía una injusticia y me ce-
gaba más... Yo he podido disponer de tus con-
sejos para todo, menos para guiarme en estos pa-
sos, que han sido los únicos difíciles de mi vida.
Yo sabía que hablarte de eso valía tanto como dar-
les cuerpo á tus sospechas y precipitar, injusto y
todo, el fallo. Tal vez si hubiéramos hablado á tiem-
po y tú me hubieras dicho una palabra, nada más
que una palabra...
Por un gesto de Pabilo.
¿Por qué no, Pablo?... no estaríamos ahora don-
de estamos. Pero ya lo has visto: quise esta tarde
hablar y no. ha habido manera; por todo consejo me
has dado una orden. Y al salir, cuando necesitaba
más de tu amparo, cuando instintivamente lo bus-
caba, porque ha sido sin reflexionar, no has encon-
trado otra respuesta que el sarcasmo. Injusto, Pa-
blo. Poca mujer soy; pero no miento.
PABLO
¿Injusto?... ¿Pero no te he dicho, Carmen, que tu
padre, hace un momento, vino á rendirme cuenta
estrecha de tus pasos?
CARMEN
Fueron los pasos de una criatura loca; de una
mujer infame, no. Podías condenarlos; pero sin con-
denarme á mí por ellos. Cuando he visto con clari-
dad, era ya tarde. Hay tantas maneras de forzar á
una mujer por esos mundos, Pablo, que después de
todo, el puñal, como no engaña, es la más noble.
PABLO
¿Pero tenías tú necesidad de dar esos pasos?
¿Pero qué te proponías?...
CARMEN
Confusa; sin palabras; deseando
concluir.
No, no, Pablo: ¡déjame salir!
PABLO
¡Acabemos! ¿Qué te proponías?
CARMEN
Con desaliento; con melancolía in-
finita.
No lo sé... Siempre me gustó vivir; no es nuevo
en mí; lo llevo dentro.
PABLO
Sí. ¡Y así has llegado hasta aceptarla piotección
que te manchaba, por ambición de mujer, por vani-
dad y á veces menos: por un trapo!...
CARMEN
Reaccionando: con sincero acento.
No, no, Pablo, no; por algo más... Por algo, yo
no sé... qué á mí me parecía una obligación; como
mi conciencia misma: la voz más clara que tenía mi
conciencia para mí. Ya, desde niña. Es como una
fuerza que me lleva á intentarlo todo, sin querer.
Y cuando por la primera vez mandó en mi vida,
me llevó á tus brazos; conque no será tan mala.
No era ambición; era otra cosa. Pero yo necesitaba
tener como los que más tienen, en casa. Y todas
las alegrías de la vida; y toda la abundancia; y el
poder ¡y la salud, á veces!... no^ me explicó bien...
Algunos días, por esa misma protección de que ha-
blas tú, cuando se me tendía una mano, cuando
podía remediar un poco nuestra situación difícil,
cuando le traía flores á tu hermana ó alguna cosa
que ella deseaba mucho, sentía dentro de mí como
el paso de una vena de miel que me llegaba al co-
razón; tan dulce era aquello. Y aunque hubiera sa-
bido que estaba haciendo mal, el gusto de aquel
poco de bien traído á casa era tan bueno, que yo
creo que no me habría avisado nunca la conciencia.
Ahora sí; no me queda nada por decir. Puedes ma-
tarme. Ya sabes todo lo que soy: ¡mala, pero buena!
Urj una pausa larga; Pabl o tiene
hundida la cabeza entre las manos
junto á su mesa de trabajo: Carmen
sollozando, pregunta:
¿Callas?
Y entre el mido de los sollozos de
Carmen, Pablo levanta la cabeza. De-
lante de él, á la altura de sus ojos,
está el microscopio. Se fija en él un
instante y dice apretándole entre sus
manos, con desengaño y con ira:
PABLO
¡Maldito seas! Nos enseñas á descubrir hasta lo
infinitamente pequeño en el mal, ¿y para qué? Tal
vez si poseyéramos tu igual para descubrir hasta
lo infinitamente pequeño en el bien, el mundo y la
humanidad serían mejores!
Se acerca á Carmen.
Carmen, esta noche, tú y yo vamos á separarnos
sin remedio.
CARMEN
Pablo...
PABLO
Pero esta vez, la hiedra no se habia pegado á un
murallón; dio en vivo sobre un tronco vivo y al
arrancarla violentamente queda seco el árbol... Tú,
sin saberlo, echaste sobre rni casa todas las man-
chas de una lepra; no le has evitado ni una sola:
¡vete!... Pero, antes de salir, óyeme, Carmen: ¡No,
no tienes culpa! Ei instinto del bien absoluto estaba
en ti pujante, como la zarpa de una fiera; son otros
los responsables de haberlo convertido en mano de
mujer infame que acaricia y pide... ¡Vete y vén-
gate!... Si algún día vuelves á entrar por esa
puerta trayendo entre las uñas las piltrafas san-
grientas de un corazón corrompido que para ven-
garte hayas abierto, la ley se creerá con derecho á
condenarte; ¡pero, yo, entonces, te abriré mis bra-
zos! ¡Yo, yo, Carmen! Te lo juro. ¡Vete!...
Aparece en el marco de la puerta
el viejo Isidro.
ISIDRO
¿Adónde, Pablo?
PABLO
¡No, deje paso, Isidro! me dio sus razones y yo
no la retengo: ¡deje paso!
ISIDRO
¿Sabes lo que haces de ella, Pablo?
PABLO
¡Deje paso!
ISIDRO
¿Nos echas?
CARMEN
¡No, padre! ¡Soy yo la que no merece estar aquí;
se me cae la casa encima; se lo juro, padrel ¡Perdó-
nenme todosl
ISIDRO
Ya... ¿Y pretendéis los dos que estando aquí me
aparte?... Pues á ti, que la dejas salir, ya no te co-
nozco, Pablo; ya no sé quién eres. Pero yo soy su
padre... y ella, hasta esta raya del ladrillo, mi hija;
ingrata, pero mi hija... Si llegando á esta raya, yo
me aparto y ella pasa, más allá será cualquiera,
será nadie... ¡Nol ¡Para eso me he quedado con una
sola idea! ¡¡Más la quiero muerta, quémala mujer!!
PABLO
¡Isidro!
CARMEN
¡Déjale y que él haga de su hija lo que quieraj
¡Padre, voy!
Se abalanza hasta caer en brazos
de su padre.
ISIDRO
jAsíl... ¡Ven! ¡Ven!... ¡Por fin!
Con sobrehumano esfuerzo levanta
el brazo armado de un cuchillo en
punta, que sepulta en el pecho de Car-
men; instantáneamente quedará mi-
rando el cuerpo desplomado, con fijeza
de idiota.
PABLO
Recogiendo el cuerpo exánime en
sus brazos.
¡Padre!, ¿muerta?
ISIDRO
Dejándose caer, paralítico á medias,
en una silla con salmodia que no in-
terrumpe hasta el final.
¡Pero mía!, ¡mi hija!... ¡Míal, ¡mía! No me la ro-
barán... mía... mía... ¡más la quiero!...
Por la lateral entran Gloria y En-
rique, prevenidos por Engracia.
GLORIA
¡Carmen!
¡Pablo! ¿No la podíais perdonar?
A su hermano, descompuesta de
dolor, apostrofándole.
PABLO
Con arranque, acudiendo á Gloria
y tratando de evitarle la visión ho-
rrible.
¡Sí, Gloria, sí! ¡Ven ahora y dime y vuelve á de-
cirme muchas veces que Carmen era buena! Tú la
miraste sin egoísmo: tú la viste así... Vas á vivir, te
lo juro; te he de hacer vivir para que constante-
mente le digas á este hombre que ha sido cruel...
Teniendo abrazada á Gloria, 3e
encara con Isidro, violento.
¿Qué ha hecho usted?... Justicia.' ¡No, mentiral
jElla iba á hacer másl: riba á llorar, iba á ser des-
venturada, habría muerto buena!...
FIN
APÉNDICE
Por si á exigencias del reparto conviniera, copio
á continuación otro final que para esta obra había
sido escrito.
No doy á lo anecdótico tanta importancia como á
lo mental, y desde luego me conformo con el final
que escojan los actores, de los dos que aquí se se-
ñalan.
Las vanantes de esta segunda solución comenza-
rían en la pág. 163, donde dice:
ISIDRO
¡Así!... ;Ven; ;Vení ¡Por fin;
Desde la acotación inmediata, hasta el final, la
obra proseguiría en esta forma:
Cuando el viejo bedel levanta el
brazo armado de un cuchillo para he-
rirla, se determina un ataque de hemi-
plegia y cae desplomado Isidro, en
brazos de Pablo que iba á contenerle.
CARMEN
Apartándose horrorizada.
¿Y se muere?
PABLO
Sin maldecirte... Dios le tapó la boca ¡y Dios es
Dios!
CARMEN
¡Padre... padre!...
PABLO
Ayuda á caer en un sillón, junto á
la mesa el cuerpo, á medias paraliza-
do del viejo bedel: llama,
¡Enrique! ¡Gloria!
CARMEN
Dando á entender su estado de
ánimo.
¿Gloria? ¡Gloria, no!... Dile... ¡dile que no he que-
rido que me viera!
Retrocede sin dejar de mirar el cua-
dro que queca en la escena; llegando
á la puerta, con un esfuerzo supremo,
huye á través de la sala; se abre la
lateral izquierda, dando paso á Enri-
que y Gloria.
GLORIA
Al ver el cuadro.
¡Pablo!...
Enrique y Pablo atienden al mori-
bundo.
¿Y Carmen?
PABLO
Se fué...
GLORIA
Adivinando; casi entre sollozos.
¿Volverá?
Pablo no contesta.
ENRIQUE
Con ojos de súplica; mostrando á
Pablo la perturbación angustiosa de
Gloria .
¡Pablo!
PABLO
Reaccionando; con ímpetu .
¡Volverá, sí, Gloria, y casi te diré que no se ha
ido! ¡Podemos llevarla sin flaqueza en nuestros co-
razones! [Tú sola, Gloria, que miraste en su alma
sin deseo malo, la viste cómo era!
GLORIA
Entre sollozos siempre.
¡Pablo, Enrique!
Y juntando las manos, se deja ceer
de rodillas junto al bedel.
PABLO
Mientras Enrique atiende al viejo
y Gloria le ayuda.
Pero dejó la muerte en casa...
Vuelto á la puerta del fondo.
¡Sigue trepando!... Que si un día vuelves, arre-
pentida tal vez, encontrarás ruinas.
Se agrupan en torno al viejo bedel,
que dobla la frente.
Ilustración: Tranquillo Cremona
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