sábado, 7 de octubre de 2023

Jornadas de lectura

Cuentos fantásticos
La Farfallina 
Pilar
23 de septiembre 2023









Morón tiene la Palabra 2010
15 de agosto
Teatro Municipal Gregorio de Laferrere







Encuentro de Poetas Marathónica de Poesía

San Clemente del Tuyú                                      Provincia de Buenos Aires
                                  Centro Cultura Zona Norte   23 al 26 de Febrero de 2006 

Exposición pictórico literaria de         Victor Dabove


Asociación Comercial e Industrial de Morón   Noviembre 1998  




                                                                                         
Encuentro de escritores en Morón 2006                  


         17 de agosto                                                                                                                                       Teatro Municipal Gregorio de Laferrere



 



     Encuentro de Escritores                            en Morón 2007                                                   
     23 de agosto 2007                                        Teatro Municipal Gregorio de Laferrere













4 de noviembre de 2010

Dentro de la jornada de lectura, encuentro de escritores, para el FANTASTI"CS en Buenos Aires, Ricardo Curci presentó su libro El rostro de los monos (Macedonia Editoria. 2010), y leyó un fragmento de su novela La guerra. 

https://www.youtube.com/watch?v=OEIMqm7NsLI





Actividades de Letras en "Morón se Muestra" (19 al 26 de junio de 2005
Centro Cultural “Gral. San Martín”
Sarmiento 1551. Capital Federal 
). 

Sábado 25

Sala D

19.30hs “Morón se Lee”. 
Presenta María Eugenia Di Miro y acompaña en guitarra  Juan Domingo Bezzati.
Leen: Carlos Gallegos, Daniel Gayoso, Alberto Ramponelli, Walter Iannelli, Sebastian Bianchi,  Betty  Taboada, Silvia Crespo, Pablo Strika.

 20.30 HsPresentación  del libro del mítico escritor moronense Santiago Dabove.
La Muerte y su Traje” 
(Primera producción del Fondo Editorial  Municipal   Pluma e´Gallo).
Hablará el Prof. de Filosofía Valentín Cricco (Universidad de Morón)    

Domingo 26
Entresuelo
Desde las 16 hs.

Exposición:
·       
Producciones literarias de escritores de Morón, CD, Revistas de Historia Bonaerense (Instituto y Archivo Histórico Municipal de Moron)
·       
Fotografías: Muestra de Escritores Moronenses
·       
Muestra de espectáculos en el Teatro Municipal
·       
Muestra de Morón Rock
·       
Exposición de Artes y Artesanías folklóricas (ETAArF)
·       
20 Años de Villa Mecenas
·       Muestra de Artesanías de la Feria Artesanal de Morón


Sala D
20 hs. “Morón se Lee”.  
Presenta María Eugenia Di Miro y acompañará el guitarrista Juan Domingo    
Bezzati  
Leen: Luis Barroso, María Amelia Díaz,  Gloria Arcuschin, Pablo Strika, Daniel Battilana, Carlos Carbone, Jorge Ereñú, Ricardo Curci, Pablo Marrero, Juan Nuñez
Exhibición de libros de  la Biblioteca Autores del Oeste (Entresuelo)

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Presentaciones de libros




Presentación de 

EL ROSTRO DE LOS MONOS 

Diciembre 2010

La Antigua Imprenta

Haedo


Ricardo Curci (izquierda)

Walter Iannelli (derecha)










Presentación de
LOS CASAS

Agosto 2004
Biblioteca Municipal de Morón Domingo F. Sarmiento

Alberto Ramponelli (izquierda)

Ricardo Curci (centro)

Walter Iannelli (derecha)






Alberto Ramponelli (izquierda)

Walter Iannelli (derecha)

Santiago Llach (editor y presentador)





Alberto Ramponelli (izquierda)

Walter Iannelli (derecha)


Marcelo Gómez (actor-lector)


Alejandro Schanzenbach (músico)

Sábado 14 de Agosto de 2004  19.00 horas
Presentación del libro "Los Casas"
(cuentos) de Ricardo Curci,
a cargo de Alberto Ramponelli,
Walter Iannelli
y el editor Santiago Llach.  
Música: Alejandro Schanzenbach (blues)
Lectura: Marcelo Gomez
Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento
Brown 763. Morón









     Presentación de 
     ALIMENTAR A AS MOSCAS
    
      2012
      Biblioteca Municipal de Morón Domingo F.            Sarmiento

     Walter Iannelli (derecha) 

     Ricardo Curci (izquierda)



     Presentación de 
     EL ROSTRO DE LOS MONOS
     Diciembre 2010
     Biblioteca Municipal de Escobar
     
     Fabián Vique (izquierda)

     Ricardo Curci (derecha)



domingo, 17 de septiembre de 2023

Yago tiene miedo

 





1



Hoy una angustia se me ha hecho intolerable. Sé que voy a morir, como todos, alguna vez.

Cuándo es la incógnita, pero sé que pronto, porque me siento cada vez más solo. Otros tienen amigos, esposas, novias. Tienen parejas con quién compartir el tiempo y el tedio que sobreviene con el paso de los años. No es la necesidad de compañía por el mero hecho de no morir solo, ya que la muerte es un camino tan solitario como el nacimiento. Por lo menos tal es el argumento que nos imponemos para consolarnos ante el miedo abismal de la finitud, del no hay más, del oscuro desempeño de la razón que todo lo aniquila con excepción de la desesperanza.

     Quizá haya esperanza en la desesperanza, quizá haya fe en esta misma incongruencia, y como un ancla depositada en el absurdo, el absurdo sea el instrumento de nuestra salvación. Un incontrovertible instrumento de salvataje desde un mar encrespado donde los recuerdos son sueños y los sueños simples argumentos refutados por la lógica. 

     El mar es la realidad, el agua en los pulmones, las olas como látigos golpeando la cara sin dejarnos respirar, azotando el cuerpo como cien bestias de la Inquisición, obligándonos a decir la verdad: nuestra impotencia, nuestra infelicidad, nuestra terrible y nunca descargada ira.

      Envidio a quienes van por las calles de la ciudad acompañados por alguien que es más que un compañero. Adivino en sus miradas un lazo que los une, por más que sea el arrebato, el rencor o el remordimiento. Ellos son un lazo quizá más permanente que el amor, y es preferible haber aborrecido que no haber sentido nada nunca.

     Me refiero a nada más cercano a la felicidad, más arcano que el estío entre rubicundos ángeles jugueteando desnudos en el Parque Lezama, levantando las heces viejas y secas de los perros, riéndose como bobalicones descerebrados pero con una expresión celestial, tan ingenua que no puede ser expresada de ninguna manera más que siendo vista, apreciada, contemplada como un sentimiento irrefutable e irrepetible.

     Las parejas que se besan en los bancos de la plaza son melosas y cursis, pero yo las envidio porque saben, han descubierto, que sus cuerpos son caminos nunca trillados, senderos salvajes donde cada hálito, paso, sonido y cada mota de polvo y arenisca es un hallazgo. Y los besos traman redes de minúsculos puntos que sólo se acabarán cuando el material que los constituye se agote. Ellos saben que esto nunca sucederá: podrá extraviarse u olvidarse la fuente, podrá perder la importancia inicial, la fuerza, no por agotamiento sino por la simple indiferencia.

     Pero allí estarán ellos, los cuidadores, los jardineros, los cupidos con sus flechas para matar la indiferencia y el olvido así como se matan las arañas que amenazan con envenenar los cuerpos ocupados en sus placeres, en los recovecos del abrazo, en los sinsabores de las mordidas salvajes en la piel caliente y sudada, en los golpes que no se sienten como golpes sino como placeres de una rueda sin agotamiento, sin pérdida de ímpetu, hasta el azar del corazón humano, hasta el interrumpido corazón que ha dicho basta porque Dios dijo basta.

     Mi envidia es odio y es amor, que me consume como a los perros famélicos, los perros rabiosos que deambulan por las calles por la noche, sabiendo que cada contacto con un ser humano es un peligro y un bienestar. Mi mordedura me libera de un gramo de odio y de ira, porque lo comparto con la víctima propiciatoria: un borracho perdido entre zaguán y zaguán, una prostituta que vuelve a su casa luego de una noche pobre en trabajo, un chico hambriento, quizá drogado, que me enfrenta con el coraje de la sinrazón, siendo su única oportunidad de expresar con los ojos la verdadera bronca, el enorme resentimiento que de ser dejado salir podría acabar con toda la ciudad como una bomba de neutrones.

     Yo odio, pero no soy capaz de matar. Hacerlo sería como terminar con el objeto de mi vida. Porque más que mi cuerpo, la esencia de mi vida son ellos: los que tienen, hacen, toman y poseen lo que yo no puedo.

     Los que pueden lo que yo no.

     Pero qué es poder, me lo he preguntado muchas veces. Si quisiera, podría hacerlo todo, he escuchado decir a muchos. Si tienes un cuerpo relativamente sano no hay nada que no puedas cumplir. Bobadas de evangélicos mensajeros de Dios. Yo les respondo con una obscenidad sin sonido, tocándome los genitales o haciéndoles un corte de manga. Respuestas arbitrarias que de nada sirven, es verdad, pero demuestran que a veces el silencio es el mejor argumento contra otros argumentos faltos de inteligencia.

     Yo me señalo la cabeza y el corazón, por continuar con los lugares comunes de cualquier discurso de clase media, haciendo notar que ambos sitios están constituidos por dos máquinas cuyos engranajes se agotan y sus repuestos son inobtenibles porque cada pieza ha sido fabricada a mano por un artesano que ya ha muerto.  Vamos por las calles de la ciudad, de local en local, por avenidas y barrios diversos. Acá no tenemos, pero a lo mejor en la casa de la avenida San Martín, o en aquella otra de la calle Riobamba, o en el barrio de Pompeya, quién sabe en qué esquina de un suburbio ya abandonado por la afortunada mano que acomoda los rigores de la oferta y la demanda.

     Una vez roto el engranaje, el resto de la máquina ya no podrá hacer nada, salvo ocupar un lugar, y con suerte, servir de apoyo a una maceta, una pila de libros o las herramientas que serán utilizadas para otra máquina ya también en vías de extinción.

      Yo tengo la mirada que imagino tienen esas máquinas inservibles hacia las herramientas aún en uso apoyadas sobre ellas, indiferentes al sitio sobre el que unas manos humanas las han puesto. Como una pareja que hace el amor sobre un colchón, sin preguntarse qué piensa o siente tal colchón, ni siquiera tomando en cuenta la calidad, la comodidad que el colchón les ha ofrecido para que ellos cumplan con su deseo satisfactoriamente.

     Es que los que son felices no piensan más que en sí mismos, y cada uno a su vez piensa en sí solo, ente individual imposible de comunicarse con algún otro, por más que un segundo antes hayan estado tan compenetrados como nacidos en un solo cuerpo. Por eso odio tal suficiencia, la sonrisa satisfecha de los que han sentido eso: lo indefinible como toda entidad sublime, todo alcance de una deidad a través de una mano que toca con sus dedos los cuerpos de un par de humanos hundidos en la jaula vaporosa de lo brevemente eterno.

     Mi problema no es la soledad, únicamente, porque ésta es medida según la apreciación de uno mismo. Mi conflicto es la dificultad, la impotencia por acceder a aquello que los demás poseen. Me he consolado diciéndome parrafadas de fracasos y rechazos, de malos nacimientos o mala suerte y malas compañías, lugares tan comunes como los sitios por los que uno deambula cotidianamente, sitios prácticos que no dejan más recuerdo que la rémora, la resaca, el olvido final.

      Me acaricio a mí mismo frente al espejo, y me amo tanto como odio a los que por la calle pasan como si vivieran en un espejismo de cuento de hadas. Todos son felices, me parece, así que yo crearé mi propia felicidad, mi autosatisfacción, mi flagelación: mi único tesoro, para que sea la envida de los demás. Esos que creen haber sido tocados por Dios por el simple hecho de que una mano los tome a cualquier hora de la noche en su cama, y los acaricie, y los apriete como si esa cama fuese el último refugio después del holocausto de la humanidad.

   

      


2



Sé que voy a morir, y tengo miedo, no tanto por la incalculable incertidumbre de lo que encontraré más allá, sino de lo que dejaré en este mundo. Dejaré, incluso lo que no tengo y necesito, así como necesito del aire que respiro. 

      Todo lo que los demás poseen, yo lo deseo. Cosas en particular, cosas en general. No porque  me gusten especialmente. He llegado a la conclusión de que lo que yo necesito es el ansia de sentir lo que los demás sienten al poseer tales cosas.

      Entonces sé que moriré sin tener el automóvil que mi vecino de departamento se ha comprado, luciéndolo en la puerta del edificio cada fin de semana, sacándole brillo durante todo el día, con breves interludios para subir a su departamento para almorzar luego de sufrir, incluso los otros vecinos y yo, los llamados agudos y paulatinamente roncos de su mujer desde el balcón. He soportado los chillidos de sus hijos mientras bajaban y subían las escaleras, entusiasmados a más no poder por el auto nuevo de su padre. Él los ha llevado de paseo, durante quince minutos como máximo, unas vueltas a la manzana seguramente, pero los chicos se conformaron, y la indiferencia de su mujer lo conforma a él, lo reconforta en el ensimismamiento con su propio placer: el auto: mirarlo, sentarse dentro, como si estuviera masturbándose durante horas y horas, sacando brillo a ese esqueleto metalizado de mujer inalcanzable, impenetrable.

     Eso es lo que envidio, la satisfacción, como si la felicidad dependiera de un sueldo ridículo que aún así sería suficiente para pagar las cuotas eternas de un auto recién salido de la fábrica, cromado, patentado, asumido en las manos como en la autoconciencia de real satisfacción. Como si mi vecino hubiese salido recién de la iglesia, de hablar con el dios vendedor con su sonrisa de circunstancia y sus propias manos crispadas de deseo: de firmas, cheques, documentos que comprometerán la vida de mi vecino por muchos años. Garantías, hipotecas, préstamos, recibos de sueldo, documentos de identidad: todos signos para atenuar las sospechas que nunca morirán, porque esa es la esencia de la sociedad.

      Sospechas que reconozco en mi mirada cuando lo observo restregar con incansable afán el metal del auto, que refulge bajo el sol del domingo, despidiendo destellos que rebotan en las ventanas de cada departamento de este edificio y del que lo enfrenta, destellos que no por débiles - ya que el sol penetra con mucho esfuerzo en el túnel de la calle- son menos conspicuos, menos heterodoxos en su religión de fabricar súbditos para siempre fieles.

     Yo me reconozco aún un ateo a esta religiosidad del consumismo, mi afán está en el placer sensual que dan las cosas. Quisiera tomar la mano de aquella mujer que he visto en el ascensor esta mañana, distraída en el distanciamiento que el teléfono celular le ofrecía en  el centro de esta jaula llamada ascensor. He recordado lo que he leído muchas veces de muchos poetas encerrados en campos de concentración, presos políticos o simplemente delincuentes arrepentidos o no, gente que en medio de su condena al encierro, vive la libertad gracias a la imaginación que un libro puede ofrecerle: un disparador a los efectos y consecuencias de la propia y genial imaginación. Pero esta mujer con su celular en la mano, la cabeza levemente inclinada, ajena al ascenso y descenso del artefacto mecánico eléctrico en el que estábamos ambos sumidos, viajaba en sus propias redes con otros muchos, interconectándose en breves, virtuales miradas fijas para siempre y para siempre perdidas en la historia y el pasado del espacio no-tiempo.

     Quizá los primeros que subieron a un ascensor han sentido la misma aprensión de su alma y su cuerpo, durante un escaso instante antes de poner un pie en la jaula. El cuerpo se resiste a ser llevado contra las leyes de la gravedad, y el alma es siempre temerosa, como toda buena e inteligente mujer, del futuro de su alma en vistas a la protección de sus seres queridos. Pero toda maternal reprimenda o amenaza latente es superada por la lógica dominante de la razón, y allí está la ciencia para comprobarlo, para refutarlo si es necesario con nuevas experiencias que mejoren el producto de la tecnología.

     Esta mujer, digo, viajaba doblemente: en el espacio tiempo contra las leyes establecidas de la gravedad gracias a los senderos que la inteligencia humana ha creado, como surcos asfaltados, en la estructura física del mundo; pero viajaba también por otros senderos ya sin dimensiones posibles de medida, el mundo virtual que está y no está, la cuarta dimensión, tal vez, tan buscada por los fanáticos de fenómenos paranormales. La red comunicativa que puede ser interrumpida por la ruptura de un satélite, pero no así la imaginación que el mundo ha creado en esa mujer.

      Observándola, mientras el ascensor paraba en cada piso, abriendo sus puertas automáticamente, pude apreciar la mirada cautiva, la sonrisa ingenua, de sorna, tristeza o asombro, de placer inclasificable, de esperanza caída en desuso, de muerte inminente, de fe en nacimientos futuros, de batallas perdidas, de amor sin esperanza y por eso más alto y más bellamente adornado por el brillo de las lágrimas de la felicidad.

     Eso es lo que yo envidié: la felicidad de un viaje sin tiempo dentro de los parámetros vulgares del tiempo-prisión representado claramente por esta jaula que nos transportaba, rompiendo transitoriamente, y confirmando por su misma excepción, las reglas conocidas del espacio-tiempo.

      Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, las puertas se abrieron y me quedé apretando el botón que las retenía durante varios segundos en los que las nociones que definen el significado de las horas o de los siglos se confundieron, y ya no supe más que del sol penetrando desde un espacio en las afueras que tanto podría ser la ciudad inclaudicable como el mismo principio de las eras, el paraíso y el infierno que describió Blake, o el abismal purgatorio que Dante y Virgilio recorrieron alguna vez, o el principio del apocalipsis que la boca de Dios insinúa con murmullos coléricos e ininteligibles.

      La vi, entonces, mirarme, vuelta de quién sabe dónde, regresada, por lo menos en cuerpo, de las lejanas regiones inmersas y divergentes de su teléfono celular como si éste fuera uno más de los agujeros negros del universo, abierto en el otro extremo en un agujero blanco que expande el contenido hacia lo imponderable, o quizá lo muerto.

     ¿Qué es la realidad, qué la imaginación, si no estados de ensoñaciones paralelas?

     Si ella escuchó mi pregunta, si por alguna eventual casualidad de la preeminente causalidad llegó a entender a lo que yo me refería, decidió, con cautela, como toda mujer inteligente, ignorarme. No sin antes arrojarme a la cara una mirada más dura que todo el conjunto completo de concreto que conforma la estructura de este edifico: una mirada tan dura como su propia vida, o la mía. Para que el olvido cumpla su función correctamente, y el mundo vuelva a comenzar sin remordimientos. 




3



Moriré sin todo eso: lo mencionado y todo aquello que a partir de ahora mencionaré como una falacia pronunciada al viento del sur, contra el viento del enorme sur. Aquel que me hará tragar mi propia voz para que mis ruegos me consuman como un ácido las entrañas, para que mis protestas sean gérmenes invisibles que lentamente tomen la forma de gusanos en las paredes de mi conciencia.

     Todo lo que no tendré nunca por tanto desearlo siempre, por lo menos eso es lo que me digo para consolarme con la única idea, atroz y recalcitrante como toda idea de consuelo, de que alguna vez pude haber tenido, o pude haber sido, lo que anhelaba. 

     Un hombre que sale de su casa en los suburbios residenciales de una ciudad, sube a su auto y enciende el motor, y espera que éste se caliente en una mañana de invierno. Pone música, ordena los papeles del trabajo, revisa las órdenes del día, se detiene a pensar. De pronto, su mujer sale por la puerta y se acerca al auto, se inclina para besarlo y despedirse, se seca las manos en el delantal y toma la cabeza de su marido y la apoya sobre su pecho. Ambas caras están ocultas, pero yo sé que sonríen, los dos reconciliados luego de una discusión nocturna, codo a codo en la cama, resentidos por momentos, arrepentidos casi siempre, unidos por la piel común del deseo, ansiosos de abrazarse pero empecinados en el orgullo que todo lo arruina y nos lleva por caminos altos y siempre, siempre solitarios.

     En esta mañana de invierno, lo importante ha prevalecido: no la casa con sus ventanas al jardín delantero, ni el tejado que desciende con armonía hacia los costados, los pájaros que buscan alimento en el pasto de la vereda, el perro del vecino que ladra por aquella interrupción matutina, o los colectivos escolares que pasan recogiendo chicos de puerta en puerta; sino ellos, ambos únicos, unidos no por el fuego ni los cuerpos consumidos en él, sino por el alma incorruptible, que por más que insistan en ensuciarla, permanece indemne junto a ellos, el alma única, el tercero que no es discordia sino lazo, fuente, alimento, sostén, refugio, consuelo, esperanza, necesidad, no de los altares sino de un dios de cama adentro, dispuesto siempre a limpiar de polvo las superficies de porcelana de la antigua y delicada vajilla de los abuelos. 

     Los abuelos que llamaron amor a lo mismo que ellos llaman ahora.

     El hombre saldrá para su trabajo, un oficio, quizá, que ha elegido porque de algo tiene que vivir. Yo lo sigo por las calles hasta su oficina. Lo veo estacionar en su sitio habitual, animal de costumbres como lo demuestra al tomar el mismo ascensor de la izquierda, pasar por la derecha de la escalera donde un obrero arregla las paredes del cuarto piso desde hace seis meses, saludar a las secretarias sin detenerse, evitar el olor a espliego que despide su colega de sesenta años, a quien no soporta, entrar en su oficina, prender la computadora ante todo, dejar el maletín sobre la silla, nunca sobre la mesa, abrirlo y sacar uno por uno las carpetas y folios en los que trabajará ese día. Pero no ve lo que espera todas las mañanas sobre el escritorio: la taza de café con leche y una medialuna de grasa. Mira hacia la puerta que pocas veces cierra, solo para aislarse cuando algún caso le requiere mayor concentración, mira a las secretarias ir y venir, pero nadie se asoma por la puerta para saludarlo, para preguntar con una sonrisa de sorna cómplice y también ingenua, si echa de menos algo en la oficina. En ese caso él aceptaría la broma, como un tonto chasco en el día de los inocentes, que más tarde contaría a su mujer, asombrado de su propia estupidez y la de los demás en aquella oficina de morondanga.

     Pero nada de eso sucede. El silencio lo rodea cuando más allá de sus sentidos el ruido hace estragos, zumbidos de computadoras, máquinas impresoras, sellos golpeando en los escritorios, gritos airados, protestas de hombres y mujeres, puertas que se cierran con la corriente de aire del invierno que se cuela con cada nuevo miembro del personal que llega tarde, hasta las firmas de los jefes se escuchan como un chirrido de plumas-biromes sobre los documentos. Nadie piensa en su taza de café con leche y una medialuna de grasa, una sola, por Dios, una simple medialuna que podría llegar a aceptar que fuese incluso del día anterior. Busca en los cajones del escritorio, y ya no puedo evitar una sonrisa al confirmar las palabras imaginadas de ese hombre que se cree tan inteligente. Pero a veces hacemos cosas tan ingenuas porque nos resistimos a reconocer una verdad que vemos venir y no deseamos, que tememos porque cambiaría todos los esquemas que nos rescatan cada día del abismo: lo imprevisto. Lo que viene del azar o del destino tan desconocido, o tan ciegos a él, que es lo mismo que llamarlo azar. 

     Yo, entonces, me regocijo. Veo su cara pálida, su asombro de principiante o de viejo abandonado en medio de una ciudad multitudinaria. Rodeado del eco de su propio silencio, mientras las moscas entran por su boca y vuelven a salir como si de un muerto indeseable se tratara, un muerto que todavía no ha muerto, y ellas, rodeándolo, esperando, forman órbitas angélicas alrededor de su cabeza.

     Aguarda el momento en que alguien entrará con la taza de café y una medialuna sobre una bandeja de plástico, rompiendo por fin la interrupción momentánea, la interrupción de una interrupción, el cambio de un cambio que volverá las cosas y los hechos a su cauce habitual. Pero la habitualidad es sólo una forma más del azar, y él ahora está comenzando a darse cuenta, aunque siempre lo supiera, conocimiento no reconocido por la conciencia acomodaticia de su ejemplar vida.

      Aguardo el instante, ahora, en que un hombre llegará para traerle un sobre y un mensaje muy corto, que ni siquiera leerá. Muy pocos minutos después, veo entrar varios, que con rapidez y eficacia, se van llevando muebles, computadora, papeles, dejando a su lado el maletín casi vacío, con excepción de clips, una calculadora y la foto de su mujer. No tiene dónde sentarse y descansar del tornado de esa mañana, su corazón se reacomoda e insiste en suicidarse a cada minuto, un sube y baja en una plaza arrasada por criminales anónimos.

      La desolación es mi amiga.

      La desesperación mi confidente.

      Cuando alguien comienza a sentir en su boca lo agrio de mi corazón, y cuando su pie despide la ranciedad que yo siento sobre mi piel, es el momento en que ya no estoy tan solo.

      Hoy me acercaré a él, asomándome por la puerta de la oficina en la que no permanecerá más que otros diez minutos, y sin que me vea, murmuraré unas palabras de inútil consuelo, como alcohol sobre una herida.

     Lo llamaré mi hermano.

   




4



Me mirará como si no comprendiera al principio, perdido aún en sus propias cavilaciones, intentando entender lo que le ha sucedido, y de qué manera han llegado a manifestarse tales hechos en su vida hasta ese momento tranquila a base de esfuerzos. Se lamenta, lo veo en sus ojos, con una mirada hipócrita que nunca se atreverá a reconocer, mucho menos a sí mismo.

     ¿Qué esfuerzos hizo en su vida por lograr lo que hasta ahora tenía, qué sacrificios, cuántas horas de trabajo, cuánto dinero invertido, cuánto esfuerzo mental y trabajo físico lo han llevado a esta pérdida?, porque toda pérdida es también una cosa que se tiene, un logro más, una ausencia que brilla por su misma esencia: la sustancia de la nada, el vacío de lo que fue, el contorno alrededor del aire de la cosa ausente, desaparecida, el fantasma, el aura, o como quiera que se lo llame según las religiones o filosofías que el hombre ha desarrollado para consolarse con meros esbozos de ideas sobre arena. Construcciones que ahora, mi hermano en el infortunio, trata de salvar como puede de las olas de la fatalidad, esa puta que se vende únicamente a muy alto precio, como diría Balzac, tan alto que ni siquiera el alma de Fausto y todas las almas del purgatorio de Dante serían suficientes para convencerla de entregar su cuerpo por una noche y ser nada más que una prostituta, un cuerpo dispuesto a todo, entregada a todo, incluso a la laceración y la muerte. 

      Pero como todos sabemos, el mundo no podrá sobrevivir sin fatalidad. Y hay algunos que somos sus discípulos, no por dinero sino por comunión de ideas, o más bien por fines iguales aunque no causas semejantes. Yo soy uno de ellos, y por más que el ansia por confesarle todo a este hombre que ahora me mira retuerza mi segunda cara, la interna, con una risa que muchos llamarían despreciable y yo llamo de reconciliación, no le revelaré mi acción: fui yo el que provocó su despido.

      Y me alejo de esa oficina, dispuesto a continuar con mi agenda del día. No sé lo que hará él de aquí en más, yo voy hacia su casa en busca de su hermosa mujer, tocaré el timbre, me atenderá ella quizá con un delantal en la mano o un biberón todavía tibio. Tal vez abra la puerta con una sonrisa atareada y un bebé en brazos, meciéndolo con un movimiento de su cuerpo que deja descubrir sus pantorrillas, el arco de su cadera bajo la falda, el pelo atado sobre la nuca, sin maquillaje, sólo un par de delicadas gotas de sudor cayendo por su frente. Me digo que quisiera secarlas con mi lengua, sentir la sal que me alimenta, pero sé que mi fealdad es una de las tantas causas de mi fracaso, así que dejo de lado la seducción, y parto hacia el sinuoso camino de la destrucción.

     Sé que una mujer puede llegar a perdonarlo todo: la pérdida de un trabajo, el desorden, la falta de ambición, hasta la indiferencia, incluso el rencor, ya que todo eso es parte del sacrificio diario que llamamos amor. Pero nunca perdonará la infidelidad, y si dice que lo hace, conservará sin embargo un resquemor tan firme como una piedra en un saco lleno de cachorros gimientes que se arrojan al río. Tarde o temprano, la tela se pudre y los huesos saldrán a la superficie.

      Digo lo que tengo que decir, ni una palabra de más o de menos. Ella comprende, lo noto en su cara de pronto ávida de llanto, luego plena de furia, y más tarde, cuando yo me haya ido y la puerta esté cerrada, en el rostro sucesivamente rico en expresiones de rencor, resentimiento, frustración, odio. Dejará al bebé en su cuna para limpiarse la cara en la pileta de la cocina, pero el llanto de su hijo será una extensión del suyo, y ambos se transmitirán la miseria.

     Yo me iré caminando por el sendero de lajas hasta la vereda, y seguiré mi camino escuchando de lejos esa música fúnebre en pleno día y bajo el sol más refulgente y bello de la temporada. 

     Mi corazón estalla de júbilo, y la gente que se cruza en mi camino me ve sonreír como si fuera un loco o un ángel. Me siento a la mesa de un bar en la esquina. No alcanzo a ver de la casa más que la entrada y el techo, unos autos y la casa de al lado me ocultan las ventanas y el resto. Pero para mí es suficiente, mi imaginación tiene la virtud de la verdad. No sé por qué me ha tocado esta única fortuna, pero he de aprovecharla.

      Cinco horas después, veo regresar al hombre en su auto. Desciende con la cabeza baja, sin su portafolio, olvidando cerrar el auto y se dirige hacia la puerta de su casa. Lo veo, más bien lo adivino dudar, retardar la llegada. Se detiene un momento, parece descubrir algo diferente a su preocupación. Ve que la puerta de su casa está entreabierta: debe estar pensando en una nueva desgracia, un robo esta vez. Como si eso lo envalentonara, como si de esa manera canalizara toda su furia en los supuestos ladrones, entra abruptamente haciendo golpear la puerta contra la pared y dispuesto a enfrentarlo todo, menos aquello que realmente lo espera.

      Oigo, desde donde estoy, propalado por la calle como un eco amargo y desesperado, un grito profundo, ya vuelto de todos los caminos del infierno, ya muerto y resucitado mil veces, ya sabio de toda inerte sabiduría. Exactamente como un eco sin esperanza porque no hay vida en el corazón de ese grito.

      No sé si de mujer o de hombre. Ni siquiera si es la casa que grita en su conjunto, como un personaje más: una simbiosis de quienes la habitaron, lamentándose inconsolablemente. Pronto a convertirse en el llanto monótono de las plañideras, en el canto sefardí de los lamentos. En algo, en fin, continuamente lamentado alimentando la fuente de las lágrimas.

      Algo ha sucedido en esa casa, y yo tampoco sé con detalle de qué se trata. 

     Pero puedo por fin levantar la mirada sin miedo hacia quienes me rodean, hacia quienes me miran intuyendo algo que nunca podrán definir, y devolverles el gesto mirando hacia esa casa. 

     Mi hogar y mi destino.




Ilustración: Goitia, Francisco 

lunes, 14 de agosto de 2023

Judas rehabilitado





 1


Aquí nos preguntamos sobre los monstruos. Qué tiene que ver Judas Iscariote con ellos, me dirán, si no viene esta asociación con simples y eternos prejuicios de casta y raza, de la imaginación conventual de un cristiano saturado de rosarios, rezos y dogmas. Tan estructurada su mente, que no concibe la belleza más que en angelicales seres de cabellos rubios, ojos celestes y formas armónicas en sus inexistentes cuerpos de albatros cósmicos. 

      Pero toda esta cuestión es para preguntarnos, como el planteo de un problema a resolver, o la hipótesis inicial de un teorema que nadie ha inventado todavía, porque no pertenece a las matemáticas, ni a la filosofía, sino a la fisiología, o más bien a la biología de los seres vivos, humanos o no. La gran pregunta de esta noche, en este concurso que se transmite por ondas televisivas a millones de mundos habitados o deshabitados a lo largo del tiempo y el espacio moldeado entre las manos sudorosas de Dios, es la siguiente: ¿el mal, la imperfección, y como una de sus manifestaciones: la traición, puede expresarse externamente a través de la forma de un cuerpo, una expresión, quizá un olor, un movimiento que el cerebro más elemental sería capaz de interpretar como símbolo de un mal de nacimiento?

     Así llamaremos desde ahora a cualquier manifestación de algo impúdico para el alma humana, considerando a ésta como un equivalente de Dios, de la sustancia vital que ha dado origen al universo. Pero entonces surge el siguiente cuestionamiento: ¿por qué es el bien la causa de la creación, y no puede serlo el mal? Se nos dirá que el mal es un caos, y por su misma definición no sería capaz de mantener el orden y el equilibrio que demuestran las creaciones del universo. Sin embargo, esto es desconocer la inteligencia como parte de aquellas creaciones, tal vez como la causa principal de la primera y gran creación: la energía que ha creado al ente que creó el resto de las cosas: la inteligencia creó a Dios. Por lo tanto, la inteligencia, como energía vital y zona de incontables e infinitos razonamientos, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir, aún el eliminarse a sí misma si con ello satisficiera su propia lógica.

     Llegamos entonces al personaje que nos interesa. Judas traicionó al salvador de los hombres, la historia lo dice y lo confirma, por más que reinterpretaciones o alegorías intenten mostrar las circunstancias, los atenuantes, aumentando o disminuyendo su responsabilidad. De eso hablaremos más tarde. Ahora nos interesa preguntarnos si hubo alguna manifestación en el cuerpo de Judas, de su traición. 

      La literatura nos ha mostrado que puede esconderse un alma bienhechora en cuerpos deformados, como el campanero de Notre Dame, pero también tenemos referencias sobre bellos cuerpos que esconden almas viles. Lo esperable para el razonamiento es que lo que está mal, se manifieste como un mal, y lo feo se muestre feo. El mal y la traición, se manifestarán con deformidades, miradas oblicuas, bocas torcidas, cabellos salvajes, cuerpos inclinados y sin proporciones. A veces, un simple lunar en el lugar inadecuado es la única muestra de lo que el alma esconde. Incluso puede darse que el cuerpo no exprese nada por sí mismo, pero la educación del protagonista lo lleve a tomar actitudes o costumbres peculiares: un vestido determinado para abrigarse, un camafeo para adornarse, simples cosas que de un modo u otro, y más tarde o más temprano serán el símbolo claro de lo más escondido de su alma. Un monóculo en un contador del siglo diecinueve, un gesto de un artista en el teatro, un ojo que se cierra a destiempo del otro en un hombre que conversa con alguien en la calle, una mancha en plena frente de un niño que juega con los perros en la plaza, un hueso que sobresale en la muñeca de una elegante señora que va de compras.

      En algún momento veremos cómo el niño ha arrojado piedras a los perros, la señora ha empujado un cochecito de bebé hacia la calle, el artista ha apretado de más el cuello de su partenaire sobre el escenario, el contador ha fraguado cuentas por millones y provocado suicidios, y los dos hombres en la calle comienzan a pelear hasta matarse.

     Puede ser, también, que ninguno de ellos haga nada. Que tales manifestaciones de sus cuerpos permanezcan incólumes y firmes a lo largo de mucho tiempo, y a los ojos de quienes las hayan notado, esas personas sigan su camino sin lastimar a nadie, y sus interlocutores momentáneos, o quienes simplemente se han cruzado alguna vez en su camino, se sentirán aliviados de dejarlos atrás, sin saber realmente la razón de tal sentimiento.

     ¿Qué tenía Judas para mostrar en su cuerpo que denotase su futura acción? Miles de signos, gestos, estrafalarios adornos, palabras, formas de conducirse frente al clero o una prostituta, sus miradas a Jesús, o su manera particular de besar.

     Si esperábamos ver una joroba y una mueca sarcástica, una palabra ofensiva, una voz ronca y desagradable, lunares como bestias feroces en su cara, arrugas escondiendo en sus pliegues el aroma de la podredumbre, manos crispadas por el odio y la envidia, nos habríamos equivoocado siempre.

     El mal es tan puro como el bien, es más inteligente, incluso. Su caos se engendra en los pliegues y en las equilibradas circunvoluciones de los cuerpos sanos. Se esconde en cuevas y finalmente se da a conocer, se hace famoso como un artista del cine. Despliega su pantalla brillante y la ensombrece con penumbras para que del contraste, cada uno de nosotros descubra la balanza de vida, el peso de la muerte en un tercer platillo, la pesadumbre y la desesperación de sentirse inmerso en un caos equilibrado, en un equilibrio que el caos crea a lo largo de los siglos.

     Hombres como hormigas que un jardinero mata al patear un hormiguero.

     Esos son los monstruos que la imaginación humana se ha encargado de crear al mirarse en los espejos.




2


Judas tuvo un papel en los planes de Dios, se ha dicho hasta el hartazgo. Filósofos, historiadores, teólogos han pronunciado sentencias que no revalidan la función de Judas más que como un actor secundario en el gran drama del Cristo. ¿Cuánto esperaremos para que llegue la mente que descubra los pensamientos de Judas Iscariote en aquellos tiempos? La mente que imagine más acertadamente  las dudas o certezas en que se basaron sus actos.

      Proclamar la llegada del Mesías, decir a los cuatro vientos de la región de Jordania, a los filisteos, a los escribas, a los representantes romanos, a los pobres e inválidos, al río Gólgota que tanta muerte y putrefacción ha soportado, tanta corrupción descripta como bautismos a las orillas de un río lleno de sucias muchedumbres cantando loas a dioses paganos, lúbricos y sentenciados a muerte por el mismo olvido: deceso de la frágil memoria humana.

      Ir por los caminos acompañando al Cristo, hablando con él, escuchándolo, compartiendo la comida, el pan y el pescado, las frutas tomadas de árboles muy parecidos a aquel del bien y del mal. Discípulos que han arrancado manzanas sin darse cuenta de a cuán pocos centímetros estaban sus manos de una lengua bífida, recibiendo en sus subconscientes las imágenes de Eva desnuda y sus contorneos sobre el cuerpo de Adán. Sintiendo en sus cuerpos, mientras contemplaban los milagros del recién venido, la pasión que más tarde sería amor y muerte, dolor de clavos como el placer doloroso de Eva el día que perdió su virginidad.

      Diciendo a gritos hacia los templos antiguos e impermeables a las nuevas ideas que ha llegado el salvador del mundo, el cuerpo de Dios por fin caminando entre nosotros.

      Creyendo, adorando, y con el continuo pensamiento de la duda, de la muerte del cuerpo en contradicción con su origen divino. Muchas veces habría querido preguntarle a Jesús qué haría con su cuerpo, ya que sabía que siendo el hijo de Dios no podría morir, y si así era, por qué no merecían todos los hombres el mismo destino. La vida eterna en la tierra. 

      Entonces piensa que en la tierra morarán todos, incluso el Cristo. Y sabe, por la mirada silenciosa del otro, que él tenía razón. La sangre es absorbida por la tierra casi con más afinidad que el agua. La espesa sangre que brota y burbujea en sus venas cada vez que su maestro proclama palabras de rebelión y resistencia, cada vez que habla del amor hacia todos los seres, y él imagina los cuerpos de las mujeres yaciendo en camas amplias, unas junto a las otras, esperándolo, reclamándolo, sumisas y salvajes. 

      Judas era un ser inteligente, por eso tal vez fue elegido. Mientras Pedro era más corazón y alma, Judas era el cerebro que distinguía la falacia, la fantasía, las alucinaciones del amor. Llámese política, estrategias, juegos malabares de destinos y hombres en manos de poderosos sabios cuya única virtud es la de negar todo lo que se halla fuera de sus contornos. 

     Incluso Cristo no veía más allá de sus narices, sólo el encanto de su cuerpo divino en comunicación con los cielos, el mantra, ida y vuelta del alma por universos habitados por átomos donde están inscriptos los genes de Dios. 

     Sólo Judas, con su sabiduría obtenida por la experiencia de la ciudad corrupta, junto a lagos secos y calles de asesinados al amanecer, con la experiencia del dinero pasado de mano en mano, del hambre soportado cada mañana de frío, del descapotable abismo de cada compuerta escondida en las paredes de los edificios construidos para albergar los monstruos engendrados cada noche, cada mediodía o tarde con el semen caído del cielo a través de las canaletas desde las terrazas. Semillas de pólenes que los helicópteros dejarán caer como bombas de insectos para poblar la sangre y que alimentará el crecimiento de los monstruos.

     La belleza afuera, la fealdad dentro. Judas lo sabe y oculta su malestar con sonrisas. Pero ha captado la mirada de Cristo. Él sabe que el otro sabe lo que piensa, lo que planea, lo que hará, porque el Cristo es Judas Iscariote. Es las manos de Judas buscando las monedas, es los labios que se besarán a sí mismos, es el amor de Judas por los hombres idealistas, y su aborrecimiento por aquellos mismos hombres que él no puede ser. Entonces eleva la vista al cielo y contempla lo escrito por las formas de las nubes, las trayectorias de los pájaros, la danza de las babas del diablo, los sonidos que van y vienen en forma de gritos, de plumas, de pelos de perro, de sangre salpicada por becerros sacrificados. Qué clara, qué simple es la escritura de Dios, y se pregunta por qué no pudo leer antes aquellos escritos. 

     Dejó de lado la memoria de los pergaminos, del Talmud, de las largas conversaciones con los sabios. Denigró las balanzas comerciales, las cuentas de los tenderos, el reclamo de los proveedores, la exigencia de los prestamistas. Elevó todo esto al ámbito de lo superfluo e innecesario, y se adentró en las profundas aguas de la palabra escrita en el cielo y reflejada en las aguas del lago, de las lagunas y de los ríos, de los aljibes y los charcos, de las vasijas que inocentes viejas con diez hijos acarrean para lavar sus ropas durante horas y cientos de caminos junto a las orillas de la muerte. 

      Judas se detuvo en rápido rumbo hacia ninguna parte, dejó que los discípulos continuaran su camino junto al Cristo, y contempló la espalda de Jesús. Siguió la forma de su cuerpo, las piernas y los pies en las viejas sandalias que arrastraba sobre el polvo, y leyó los códigos cuyo significado ahora comprendía con escalofríos, no solamente por lo que decían, sino por la facilidad con que ahora los descifraba. 

      Palabras escritas sobre el polvo y la arena, borradas aparentemente por cada paso de cada hombre, pero fundidas rápidamente por la ciencia de Dios en la profunda tierra, en el centro abismal donde dicen que vive el fuego. El fuego que funde y hace estallar lo frágil, pero conserva para la posteridad en carbonizadas figuras lo efímero, lo pulsátil, lo falaz y lo en apariencia intrascendente. 

     No el dinero en papel que se quema en cenizas, no el metal de las monedas que se funde en reliquias que adornarán iglesias y templos, no las telas con que se visten los ricos mercaderes de la ciudad, ni siquiera los perfumes, que por su misma volatilidad, como el vino, es la sustancia de lo transitorio. Sino la madera.

     La corteza de los árboles crecidos solitarios en los montes, alejados unos de otros.

     Como patíbulos.

     Como horcas.




3


Judas creyó decidir. Estaba convencido de haber tomado sus propias decisiones. Lo que llamamos libre albedrío podría haber sido aplicado a su última y más decisiva elección, así como nosotros nos creemos libres para hacer lo que deseamos. Pero esta libertad se refiere a lo que tiene el nombre de destino, a lo que las más largas tradiciones nos han dicho que está escrito y no puede ser modificado. Cada uno de nosotros sigue un camino marcado sin saber que está marcado, es decir que somos ciegos más allá de nuestras narices. 

     Pero también está el factor del mundo, de lo que denominamos realidad, de las circunstancias que determinan nuestros actos y decisiones, incluso desde el mismo instante de nuestra concepción: ¿por qué no antes, por qué no después? Por eso, el libre albedrío es una falacia, y la realidad del mundo más fuerte que Dios. Ella actúa desde múltiples sectores, incontables puntos de ataque que nos hacen dirigirnos hacia allá o hacia acá como muñecos a cuerda pasando por un camino de obstáculos.

      Sin embargo, como esta concepción de la vida es aparentemente inconsciente, la decisión de Judas, como la de cada uno antes y después de él, resulta tan verdadera que no puede ser calificada de hipócrita, porque esta palabra equivale a engaño, y un engaño es una mentira a sabiendas de la verdad. 

     La vida como un camino marcado es una sospecha todavía, otorgada sólo a mentes pensadoras y reflexivas. Una intuición, incluso, en seres sensibles. Y quién puede decir que Judas haya sospechado que Dios lo estaba eligiendo para cumplir un papel dentro de un drama escrito por el Hacedor. Judas, un judío creyente y practicante, obediente de las leyes de su religión, era un hombre que recorría los mercados y los templos, las instituciones sociales y los lugares de esparcimiento. Era un hombre que, sin duda, amaba a las mujeres y encontraba goce en ellas, se alegraba con el vino compartido con los amigos y se reía con las bromas y torpezas de los chistosos del pueblo. Hablaba seriamente de política y religión con los rabinos, de economía con los dueños de los mercados, y se iba a dormir a su casa, solo y pensativo, rememorando los extraños milagros del hombre de Nazareth.

     Tal vez soñara que era él quien los realizaba, porque resultaban tan fáciles, pero su misma facilidad ocultaba lo peligroso de su realización. Eran como las futuras bombas puestas en medio de estaciones de trenes y aeropuertos: si estallaban traían el caos sobre el mundo, si no lo hacían el temor se hacía dueño del mismo mundo por mucho tiempo.  Judas no debía pensar o creer que Jesús fuese el hijo de Dios, tal idea estaba muy alejada de su pensamiento práctico, de su lógica más cercana a Kant que a San Agustín. 

      Judas era un hombre sensible y duro según la ocasión, violento y arrepentido, inteligente y torpe, egoísta y generoso, ameno y aburrido, triste, solitario y sereno. Su alma escondía perversiones, su espíritu grandes envidias, su cuerpo una necesidad de saciedad que nunca fue canalizada del todo, quizá únicamente el día en que se colgó del árbol. Dicen que los ahorcados oscilan al ritmo del verdadero tiempo: el tiempo de la muerte tiene un ritmo propio, que sólo puede ser captado de tal manera. Los que yacen en el suelo no nos permiten descubrirlo, y la muerte tiene esa forma de esconderse y ocultarse, una forma que es su disfraz y su esencia simultáneamente. Por lo tanto, lo es todo.

     Amaba a los árboles como a la tierra, a la ciudad como a las camas donde yacía con las mujeres, a las tabernas donde se emborrachaba y los mercados donde intercambiaba bienes y dinero. Aborrecía los pliegues de los rabinos donde escondían dinero y perfumes, despreciaba a los políticos por sus prebendas y falsas palabras de bienestar. 

     Llegó a pensar, en sus largas noches solitarias en su cuarto alquilado, que amaba a Cristo por esa sincera actitud de desprecio hacia todo lo que no le interesaba, sin importar lo que los demás pensaran. Apreciaba la voz intensa desde los cañaverales de su espíritu, la voz nacida para aquellas palabras, que parecían inventadas solamente para él. Los gestos de las manos cuando se restregaba la cara luego de un agotador día recorriendo campos y ciudades, hablando y esforzándose por ser comprendido. Nunca lo vio llorar, pero sabía que lo había hecho al verlo con los ojos ya secos, como sólo pueden estarlo luego de una intensa angustia, como las mujeres cuando secan el patio de sus casas al parar de llover, entusiastas y ensimismadas en la obsesiva necesidad de que todo esté limpio e impecable cuando sus maridos regresen del trabajo, con ese apesadumbrado y ocre vaho de triste tarde de domingo que se solevanta no como un arco iris de plenilunio, sino igual al decrépito estallido de un árbol enfermo de gusanos.

     Siempre los árboles, se dijo Judas. Soñando y mirando árboles por más que él fuese un hombre de ciudad, y ésta estuviese rodeada y fundada en pleno desierto. Lejos del vergel de Getsemaní, de los jardines de Babilonia, las praderas de Botswana o el Central Park de Nueva York. Todas las posibilidades de los árboles, sus requerimientos, sus caídas, sus impredecibles alturas, sus brazos alzados al cielo y a la lluvia, sus raíces enterradas como hombres todavía vivos pero enfermos de catalepsia, los primeros entierros que llegaron a los sueños de Edgar Alan Poe. 

      El drama de la Pasión como un estremecedor relato de terror. Sin castillos ni noches de tormenta, sin fantasmas y aullidos de lobos. Sólo el sol del desierto, la sangre y los clavos, el dinero y las palabras. Y el canto de los truenos ocultando el llanto tardío, irreconciliable, estéril, de Judas, meciéndose de una cuerda al ritmo único del mundo.




4



¿Fue, entonces, arrepentimiento la causa de la muerte de Judas?

     La versión oficial dice que arrepentido de su traición al darse cuenta del origen divino de Cristo, no pudo soportar continuar con su propia vida y decidió quitársela a sí mismo. Sabía, probablemente, que estaba cometiendo otro pecado peor para su religión. Una traición hasta podría perdonarse si quien la hace no es consciente del todo del valor verdadero de a quien traiciona, casi podríamos decir que, como el mundo se divide en tontos y vivos, es la traición una forma más de supervivencia.

     Sin embargo, el suicido está condenado como pecado mortal. Desde el inicio de los tiempos los suicidas son enterrados fuera de lugar sagrado, aún es ésta una concesión cuando a muchos les gustaría ver los cuerpos descomponerse bajo el sol y la acción de los elementos. A quien desprecia su cuerpo, no debería importarle el destino del mismo.

      Judas pasó una soga por una rama alta, hizo un lazo alrededor de su cuello y se colgó, dejando caer su cuerpo bamboleante mientras las monedas de su traición se esparcían como semillas sobre la tierra a escasos centímetros de sus pies. Dicen que no creció nada en tal terreno por mucho tiempo, que el árbol se secó y que la lluvia se negó a lavar los restos de polvo. En los tórridos veranos se formaban remolinos tan altos que parecían llegar al cielo. En invierno se creaban ciénagas llenas de lodo que se hundían en la primavera, y dejaban un pozo cada vez más profundo cada año.

      Quién sabe si todo esto fue verdad. Muy probablemente la vida haya seguido como hasta ese momento: un árbol exultante de rocío en las mañanas de primavera, dejando caer las hojas en otoño alrededor de su tronco, hojas que ocultaban los gusanos y lombrices que carcomen y realimentan las raíces del árbol. Tal vez hubiese monedas enterradas y oxidadas, cuya exhumación sería más tarde el anhelo de teólogos y científicos ansiosos por comprobar o refutar la naturaleza divina del drama allí acaecido. 

      Nadie ha hablado de los huesos de Judas. ¿Quién lo enterró?, apenas se cuenta como una anécdota, como un elemento secundario, un apéndice para especialistas. Si los huesos yacen bajo tierra, a la sombra del árbol, son menos valiosos que las monedas oxidadas. 

     Siempre lo han sido.

     Por eso la equivocación de Judas, el fruto de su breve y falaz ensoñación. 

     El amor confundido entre los metales, la tristeza y el dolor como esencial visión del mundo.

     Sabía él, como judío practicante, que se estaba condenando más allá de esta vida. Que su alma yacería como una sábana sucia bajo las sombras del olvido y la ignominia.

      Arrepentimiento como expiación. Pero no hay tal expiación para quien no se perdona a sí mismo. Ni quien llora las penas ajenas puede evadir los frutos amargos del pasado.

     Judas sabía que el futuro no es más que una falacia inventada por el tiempo para consolarnos. 

     No hubo arrepentimiento.

     Hubo culpa.

     Errores que no pueden corregirse, porque nada se corrige, sólo se trata de olvidar.


lunes, 7 de agosto de 2023

El sueño es vigilia





1



del cementerio se levanta un vaho de cristal

que se rompe como la piel seca de los muertos

tierra como un gran hueso quebrado

cuando caminamos sobre él


habitamos la superficie de un cráneo

cuyo centro contiene la masa ígnea del cerebro


la cabeza humana es un cementerio



2.



el gato de oro

se comió tres cuartos del pastel

preparado por la abuela del carcelero


un pastel de habas con corazones de alcaucil

devuelto por perros hambrientos

que no toleraron la dieta de un asesino


la abuela visitó a su nieto para su cumpleaños

con el gato en brazos y el pastel,

empezó a dictarle una receta


volveré con la niña del vecino

dijo al despedirse


al salir tenía las manos vacías



3.



la casa tiene diez timbres:

uno para la puerta principal

otro para la del patio que da al río

el tercero para el perro tímido desde que murieron sus cachorros

el cuarto para el vendedor de hojillas de afeitar

el quinto para el viento del invierno-aunque rara vez lo usa-

el sexto para las hormigas, cuando la casa esté sola

el séptimo para el enterrador, el día que él desee

el octavo para la entrada y salida de las prostitutas

el noveno, por encima de la puerta, para la visita de mi madre

el último no está afuera, sino del lado de adentro,

para la mañana en que la casa me permita salir



4.


el alma de los tigres está tan lejos del espíritu de un roble

como una armería se parece a un psiquiátrico

o un vendedor de pararrayos a un vendedor de plumas


el secreto está en la semejanza

con que un hombre llorando a gachas

puede confundirse con un árbol cortado


la distancia entre las cosas

es la esencia de cada objeto

así como Dios está tan lejos de su propia cara



5.



la luna cayó a veinte metros del ministerio de justicia

sobre dos hombres que estaban peleando

no se realizó ningún sumario

ni se elevó pedido de extradición

no hay fronteras para un asesino

que no tiene manos ni brazos

que no tiene ojos para mirar lo que mata


la policía levantó los cuerpos

y los depositó en la morgue

los restos de la luna fueron recogidos con palas

envueltos en bolsas negras

y llevados al basurero de la ciudad


allí descansan los esqueletos del cielo


ya no hay luces en las noches ni fuego en los hogares

la gente mira al cielo como quien mira

un pozo lleno de niños muertos



6.



he caminado por la cornisa de un edificio en llamas

las lanzas de agua de los bomberos no me alcanzaron


llegué al extremo del puente interrumpido

contemplé la ciudad habitada por caracoles gigantes

que dan vueltas en círculos sobre sí mismos

las alondras llegan en bandadas

y de a cientos levantan a cada caracol

para llevarlos a los nidos del cielo


el agua a mis pies es un mar

con cascos rojos y velas de cuero negro

donde nadan los escarabajos del cementerio


para una ciudad el fuego es una enfermedad

pero el mar es la muerte




7.



los errores de un árbol se tapan con estiércol

los errores de un santo con páginas de tinta


los crímenes humanos no son deudas

son pagos al dios de la hierba

que crece en las comisuras de los labios

y entre los pliegues de las manos


la suciedad de hongos como lagos extensos

donde nacen los dioses acuáticos

con aletas plegadas en sacras palmas

y bocas con burbujas de sangre


el error es un número cero después de la última cifra

donde cada punto tiene dos caras:

la de un feto y la de un cadáver



8.


cuando veas en el bosque

una docena de búhos cazando ratas

es porque la luna no ha salido aún

le temen y no cazan si ella los está mirando


cuando en el bosque encuentres

una docena de lobos muertos

la luna ya se ha levantado

ellos no toleran la luz de su sombra


en el bosque hay doce árboles caídos

ordenados con simetría en un prisma

porque no soportaron el tamaño del pasado

y la luna yace entre ellos


en todos los bosques del  mundo

verás docenas de prismas iguales

con cadáveres de lobos en el centro

y búhos volando sobre ellos

la luna sale y se pone rodeada de polvo


desde la ciudad escucharás cada noche

los gritos de las ratas




9


en el tren

hay cien pasajeros sentados

todos hombres que miran un punto fijo

quizá la nuca del que está adelante

quizá los ojos del hombre de enfrente


no se mueven

apenas pestañean cada exactos veinte segundos

sólo sus cabellos se agitan con la brisa del otoño

que entra por las ventanillas abiertas

sus hombros se rozan en los asientos contiguos


el tren no se detiene en las estaciones

el guarda pasa a pedir boletos

sólo entonces cada pasajero levanta su mano derecha

y extrae el boleto del bolsillo izquierdo de su saco

el guarda no hace preguntas y se va en silencio


pero el tren descarrila, se inclina hacia un lado

más y más hasta que se tumba en la tierra junto a las vías

los hombres no se sujetan a nada, se dejan caer unos sobre otros

las telas prolijas se desgarran, hay sangre en las caras

los brazos se tuercen, los hierros del vagón los rodean

como serpientes con huesos fundidos en fraguas


ellos no se han resistido al deseo del tren

la voluntad de la inercia, el grávido corazón de la física

sus ojos ahora cerrados no parpadean

únicamente los cabellos se siguen moviendo

tocados por las manos blancas del viento del otoño




10


una lanza te atraviesa la cabeza

estás de espalda sobre la tierra húmeda

pero el cielo es un cielo de ciudad

hueles el estiércol

el aroma de la madura fruta caída

y de arriba llega el calor de neumáticos gastados


en tus oídos hay un umbral

por debajo del cual oyes pisadas de animales

el viento entre las ramas y el llamado del búho

pero encima te aturden las bocinas de los autos

los gritos de un hombre enojado

y el llanto de niños en un hospital


llega una ambulancia y se estaciona en el barro

pero su blancura está manchada de smog

bajará un hombre a evaluar tu condición

verá un orificio en la frente, otro en la nuca

tal vez toque el barro al levantarte la cabeza

pero también verá la sangre en el asfalto


lo que no podrá explicarse

es por qué el trayecto de la bala sigue intacto

como si algo más lo ocupase,

si el hombre de blanco te palpara la frente

con más cuidado por una vez siquiera

podría sentir con sus dedos la lanza

que atraviesa tu cabeza





Ilustración: Fuseli, John Henry






Mudanza

  Nos despedimos de URIAH HEEP (Londres, Inglaterra, siglo XIX), dejando la casa habitada, para residir en la de FLEM SNOPES (Mississippi, E...