viernes, 7 de octubre de 2016

“Alimentar a las moscas”, por Federico Girón








La poesía de Ricardo Curci en el libro “Alimentar a las moscas”, con lenguaje alejado de laberínticos adornos, golpea, a veces de modo inesperado, otras con gradual armonía. La razón, el sentido común,el conocimiento pragmático, aparecen vulnerados en el itinerario de lectura y Ricardo, hombre de ciencia, bisturí en mano, nos abre paso ante un tupido, fangoso y misterioso bosque, uno que aturde con su silencio desde tiempos remotos al hombre. Recurre a la poesía por cierto, a una despojada de obsoletos ornamentos, pero si con el filo suficiente para adentrarnos al misterio y enfrentarnos a lo ya visto pero no observado, a extraer, al menos, murmullos del silencio absoluto.
Otras veces, un cuento de horror y misterio se despliega natural en un simple puñado de versos; nos convoca en el mejor de los casos a vivenciar un clima lóbrego, cuando no, a dejarnos la sensación del sabor metálico de la sangre en la garganta.
La futilidad de la vida, la inexorable y dolorosa carnadura del hombre, la inminente catástrofe, aparecen y laten con intensidad en esta poesía de la que afloran indicios de una lógica sin números, de un dogma devenido de un hallazgo instintivo y fugaz, escurridizo, ancestral y apenas sentido cuando miramos la luna el último día de diciembre.
   En la casi ausencia de signos de puntuación y mayúsculas se intuye un reclamo al universo, al hombre que padece los límites de un conocimiento que se devora a sí mismo, que se muerde incesantemente la cola, un pensamiento ya iniciado con un doloroso déficit. La lucha de un lenguaje, logos de la razón, encorsetado, sometido al eterno e insulso sabor de un medicamento que cura pero que no sana jamás. Pensamiento que ha nacido y morirá agrietado, por el sólo hecho de intentar diluir con conocimiento una nada intuida, la del hombre que ha perdido la verdadera sustancia que lo unía al misterio.

Federico Girón- Agosto 2012




Algunos poemas de Ricardo Curci.

un número para el tiempo
es arbitrario como una medida
en el espacio
medir los pensamientos por su duración
es igual que tomar puñados de aire
y pesarlos

una hoja de árbol
tiene quilómetros de días
toneladas de cuerpos muertos
miles de noches húmedas

tiempoespacio
la única misma palabra
que un hombre
                          -hace ya demasiado tiempo-
separó

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)

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la sombra de las cosas entre los cuerpos
maniobras de la luz sobre la superficie de las cosas
como el dolor de una piedra contra la frente

letras encadenadas que construyen
amplios edificios de pisos vacíos
donde un único portero
repite siempre la misma palabra

el lenguaje como un arma blanca
que corta los tendones de la realidad
y cose a su gusto las cuerdas
de un nuevo juicio.

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)

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en el aire está
eso
que no puede nombrarse
en el pliegue del cuello
de un bebé dormido

grieta sin fondo
de la fruta recién cortada
oscuridad de una naranja
al ocultarse el sol

eso
que nunca tendrá un hombre
crece en el hervor de la leche
para que el niño beba
antes de morir.

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)
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como al caer
de un tren en movimiento
pueden perderse las piernas
y el recuerdo del alma

en el noveno mes
del embarazo de tu madre
pierdes el alma
aunque ganes un cuerpo

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)
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comienza a llover
el jardín tiene un aire de inquietud
hacia un cielo negro
el olor de los cuartos abandona la casa
las ventanas están cerradas
sólo la puerta se entreabre
una cara en sombra se asoma

los perros huelen el viento entre las ramas
el aroma de la sangre
que manchará los troncos
cuando las hamacas
dejen de mecerse
y el niño corra entre ladridos
hacia el galpón donde lo esperan
las manos y las hachas

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)
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el que habla más de lo que sus acciones dicen
se expone al escarnio de los profetas de la vida

noches ávidas de movimiento
días habitados de manos con gestos
corriendo de un cuarto al otro del edificio del mundo

el que habla menos de lo que actúa
se expone al escarnio de los defensores del discurso

creadores de ideas, esquemas encuadrados en paráfrasis
luego hipótesis, dogmas finales
incorruptibles, indemnes a la comprobación o al error

pero ambas posiciones niegan
del pensamiento su origen
que nace y muere antes del sonido

qué es, sino eso que llega en noches insomnes
extraño y sin sentido, apenas perceptible
como un chirrido o un roce en los oídos
cuando miramos la luna el último día de diciembre

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)
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el que habla como un niño
preserva el origen de la primera palabra:
el llanto del viejo antes de la muerte
el grito del hombre después de matar
esquemas invertidos como la superficie de un lago
peleando por ganar la mente del hombre
que inventa signos para objetos
llovidos del cielo o surgidos de la tierra

no las manos ni el pensamiento
sino algo primordial
escurridizo como las moscas del instinto
y tan solitario como un dios que ha olvidado
su propio nombre.

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)
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con un puñado de pasto entre los dedos
tepreguntás:
es más eterna la hierba
que mi cuerpo o mi alma

pero entonces ya no está el objeto de la duda
el viento dejó mi mano vacía

soy creador de lo que tocan mis dedos
el espacio de mi cráneo
es del tamaño de una nuez partida
fragmentos alineados sobre una franja del tiempo

la vida es una cosa que la razón disgrega,
como un vivisector, en conceptos y explicaciones
para cambiar la desesperación de la nada presentida
-dónde las cosas son pedazos de la memoria-
por el anhelo de ver los contornos de esa nada
como un puñado de hierbas

(Ricardo G. Curci - Libro “Alimentar a las moscas”)


La guerra: Los viajes de conocimiento I







Mucho antes de llegar al pueblo del Norte, cuando aún tenía los puños cerrados sobre la lanza con la sangre de su padre, los hombres del brujo habían venido a buscarlos.
     -¡Ya no es de ustedes!- gritó un instante después de levantar el cuerpo de Zor y arrojarlo a las llamas. Vio derrumbarse los árboles sobre el viejo, y recién entonces se dio vuelta para gritar. Pero no para deshacerse de los brazos que querían amarrarlo, sino para calmar el dolor marcado en sus manos. El llanto de Tol no se dirigía a los hombres fieles a Reynod, sino a los árboles y los animales que habían sobrevivido, a las voces que llegaban  desde la orilla del río petrificado, los gemidos de mujeres vírgenes que morían en la hoguera.
     Lo ataron de pies y manos y lo envolvieron en una red de caza colgando de una rama sobre los hombros de seis hombres. Pero más que el peso, eran sus movimientos incesantes los que retardaron el paso entre los sitios devastados por el fuego. Tol vio las llamas que se iban apagando lentamente, mientras el humo le secaba la garganta y el olor de los cadáveres crecía.    
     Los cazadores lo azotaron, pero los golpes parecían darle más energía a su ira mientras gritaba con los labios apretados contra la red.
     El alma de Padre viaja conmigo.
     Lo veía a los costados del camino, aparecía y desaparecía entre el follaje, su cara se asomaba entre los cuerpos de los hombres. También estaba en sus manos, el alma de Zor vivía en ellas, lastimadas, duras, rígidamente cerradas todavía como si aún sostuviesen la lanza. El rostro del espíritu era benévolo, y eso era lo que más le dolía. Si hubiese visto por lo menos un sesgo de reproche, el remordimiento habría tenido algún sentido para él. Pero sentir la culpa sin recompensa, - la expiación, por tratarse de su padre, estaba dada de antemano, y nada había ya más grande por obtener- lo hizo callarse por fin. Todo esfuerzo y pensamiento, incluso la pena, era inútil.
     Entonces apareció un grupo de hombres desde un costado del camino. No reconoció las caras pintadas de negro, las dos anchas líneas grises que descendían por las mejillas para unirse en la boca, ni vio al principio la otra raya surcando la frente. Tres líneas y tres puntos que los rebeldes habían adoptado como desafío al brujo.
     Los rebeldes atacaron a los primeros cazadores de la caravana. La red que sostenía a Tol cayó al suelo. Sintió su espalda lastimada y no pudo moverse, pero alcanzó a contemplar el brillo de las lanzas cayendo alrededor, la sangre que brotaba entre el polvo de ceniza, los puñales y las hachas que cortaban las cabezas de los fieles. Un viejo con una túnica gris salió de entre los árboles y ordenó enterrar las cabezas junto a los cuerpos. Entonces los guerreros obedecieron  y levantaron los restos que relucían en sus manos con el tenue reflejo del sol entre de las ramas. El viejo se acercó a Tol con lentitud. La cara era fina y arrugada, unos largos mechones blancos caían en las mejillas llenas de pecas de vejez. Sacó un puñal de abajo de sus ropas y cortó las cuerdas.
     Tol se liberó, pero no pudo levantarse aún por el dolor de la espalda. Los labios del viejo sonrieron. Hacía mucho tiempo que no veía la sonrisa de un hombre, se dijo Tol. Ni siquiera recordaba, en realidad, haber visto reír a su padre alguna vez. Pero al oír hablar al anciano, los matices monótonos de la voz hicieron que el resto del mundo desapareciese por un instante y los hechos pasados no fuesen más que los rutinarios cambios que los dioses designan en la vida de los hombres, más fugaces aún que una gota de rocío.
     -Rescaté a tu padre una vez hace tanto que ya no recuerdo...-dijo el viejo, mientras lo ayudaba a levantar la cabeza y le daba de beber .- No te preocupes, vamos a sacarte de simulando tu funeral.
     -¿Qué debo hacer?- preguntó Tol, y su cara parecía la de un niño.- El peso de mi padre me está venciendo.
     -Tu padre jamás se sentaría en tus espaldas.
Tol quiso saber sobre su familia. Obtuvo la certeza de la muerte de Sila y la desaparición de sus hijos. Cuando comenzó a adormecerse por la bebida que el viejo le había dado, lo acostaron sobre una manta de piel y curaron sus heridas. Se dejó llevar, pero soñaba con la cara del que había sacrificado.

    
    
     Tol no recordaba cómo había llegado al barco en el que los rebeldes lo habían dejado. Aún estaba demasiado aturdido por el recuerdo de la muerte de su padre. Recostado en la  cubierta, creía ver el rostro de Zor en el cielo. Al principio no pudo moverse a causa de las heridas, pero él sentía que esa imagen lo aplastaba. Nadie de la tripulación intentó tampoco sacarlo de allí. Lo habían abandonado como a cualquier otro vagabundo, y pasaban casi sin mirarlo.    
     Al tercer día, se restregó de la cara la languidez del sueño, y tuvo que apoyarse en la barandilla al levantarse. Entonces vio la extensión del agua y el cielo, y sintió que el corazón se agitaba como frente a un vacío. Se dio cuenta de que los hombres lo estaban observando, suspiró profundo y se mantuvo en pie. Pero hacia donde mirase, no había más que una límpida superficie reflejando el sol y las nubes con tonos de azul y verde, como arbustos en una pradera líquida. Muy lejos, donde el azul y el verde se confundían al final del mundo, el mar era un cielo caído. Ése era su vértigo, pensó, la confusa idea de no ser nada dentro de un mundo que lentamente parecía disolverse.
     La forma del barco le recordó una hoja de junco doblada en dos, embestida por las olas en los costados. Los remos lo impulsaban como a la liviana cáscara de un fruto. El viento hacía volar la espuma en la cubierta, y la madera estaba penetrada de conchillas. La sal fue pegándose a sus manos y brazos, sentía el sabor de la sal en la barba y la piel hastiada de sol.
     Vio otro barco cruzarse con ellos, pero luego la soledad se hizo completa. Con cada día que pasaba se decía que ya no habría más tierra en el mundo. Por todas partes, no lograba ver más que agua. Pero no conocía el idioma de los hombres, y pensaba que preguntar era igual que mostrarse inferior. No sabía por qué los rebeldes habían confiado en ellos, si siempre había escuchado decir que temían más a los extraños que a la tiranía de Reynod. Hasta entonces sólo había escuchado rumores de que muy al norte llegaban hombres de tierras lejanas que por alguna razón no avanzaban al sur, como si tras los Montes Perdidos no hubiese tierras dignas de explorar, o no hubiese más que salvajes con los cuales no valía la pena comerciar. Entonces Tol pensó en las precavidas maniobras de los rebeldes para llevarlo hasta el barco, y tal vez habían dado a alguien más la tarea de cargarlo toda aquella distancia hasta la costa. Los rebeldes eran hombres desorganizados, casi como niños desobedientes todavía, que llevaban en el alma el temor que Reynod les había enseñado por todo lo extraño.
     A veces, se detenía a observar a los hombres de pieles claras y cabellos rubios mientras él cumplía los trabajos que le asignaban. Los veía reunidos alrededor de gráficos dibujados sobre gruesos cueros de gran tersura. Colores y figuras pinceladas con cortos pelos de castor y tinta aceitosa, que le hablaban de un mundo grande y desconocido. Se consideró entonces a sí mismo menos que una de las bestias que solía cazar en los bosques. Su vieja lanza perdida había sido un instrumento antiguo y cruel, frente a esa delicada fragilidad de los pinceles.
    Los avanzados, él así había decidido llamarlos, estudiaban los esquemas extendidos en grandes tablones en la proa, dibujando signos con el parsimonioso movimiento de sus manos delgadas, dándose indicaciones uno al otro, o señalando algo perdido en la distancia, una isla, un país lejano tal vez. Ellos notaban la mirada inquieta de Tol, sonreían complacientes y lo incitaban a acercarse. Pero él no se atrevió tampoco entonces a hablarles, temía ofenderlos, quizá se cansaran de él y lo arrojaran al mar.
     Pero ellos comenzaron a enseñarle palabras de su idioma, lo sacaron del trabajo de los remos y lo entrenaron para tareas sobre cubierta. Y un día pisó los escalones que llevaban a la proa, mientras el sol de la media tarde se recostaba  en sus hombros.
     Las caras de los tripulantes estaban curtidas, sin rasgos de maltratos o señales de lucha. Tol se sintió viejo, herido y sucio frente a ellos, como un animal rescatado que no mereciera más que piedad.
     -¿Adónde vamos?- preguntó.
     Ellos se rieron, pero lo rodearon dándole palmadas de aprobación. Desde entonces aprendió a pescar en el mar, pero sobre todo quiso entrenarse en el arte del comercio. Sus intentos en los primeros puertos fueron fracasos. Terminaba peleando con los comerciantes de vientre abultado, gruesos brazos y cabezas cubiertas por gorros de piel de zorro. Gesticulaba ademanes de desacuerdo o consentimiento cuando no comprendía el dialecto, tratando de hacerse entender entre el bullicio de los que iban a la costa en busca de provisiones. Chocaba un puño contra su otra mano abierta si no estaba conforme con el trueque, entonces varios hombres aparecían ante una orden del comerciante que quería engañarlo. Lo rodeaban y lo empujaban hacia el centro del círculo. La gente se reunía alrededor para ver esas peleas que llenaban los largos días del estío. Los niños saltaban y reían, las mujeres gesticulaban, y los hombres se plegaban a la lucha. Los compañeros de Tol corrían a ayudarlo.
     Y era ya era casi de noche cuando los ánimos se habían calmado finalmente, y regresaban al barco con las provisiones cargadas en carretas, abriéndose paso entre los que volvían a sus hogares tierra adentro.
     El sol se ocultaba detrás del mar con el color de una herida.


    
 *

El día que llegó a la Aldea del Norte por primera vez, contempló con asombro las fachadas de las cabañas, sus techos de madera cincelada, las paredes con ladrillos de barro cocidos en hornos cuyos fuegos no morían ni aún de noche. El humo que brotaba de ellos era blanco, y las llamas  calentaban el suelo en el que los niños iban a cobijarse. Las carretas pasaban una tras otra desde antes del amanecer, tiradas por renos de astas cercenadas, entrando y saliendo del pueblo por las calles de arenisca.
    Tol recorrió el pueblo perdido entre el bullicio de palabras extrañas de los que lo empujaban al pasar. Algunos se detenían a observar con curiosidad el color de su piel oscurecida por el viaje. Esas personas tan blancas y de ojos claros le resultaron extrañas. Le recordaban al único hombre que había conocido con tales cualidades, el viejo vecino de su padre, llamado Markus, una figura de tambaleante caminar entre los árboles de su tierra. Había esperado encontrar un sitio donde quedarse a vivir. Estaba cansado de navegar sin pisar tierra más de dos días seguidos.
     Vagó por las calles hasta sentirse cansado, y decidió regresar al barco. En ese pueblo nada le era reconocible, nadie siquiera le entendía cuando intentaba obtener un poco de comida a cambio de trabajo. Todo lo aprendido le había sido inútil, la gente se apartaba de él, temerosa de su rostro oscuro de barba espesa y cabello largo.
     Caminó por la costa mirando el cielo del fin de la tarde. Las olas le traían la memoria de lo perdido. Sólo le quedaba volver al mar en la nave que lo había traído, o arrojarse de los riscos. Vivo o muerto, el mar lo aceptaría, sin duda. Los dioses del agua, los mismos que hacían naufragar los barcos e inundaban los pueblos, iban a decidir por él. Pero cuando volvió al puerto, el barco había zarpado y se alejaba en la niebla. Enfurecido consigo mismo por su indecisión, siguió caminando por la orilla cada vez más apesadumbrado, ofreciendo su oficio de pescador por algo de comida.
     Un hombre viejo, que limpiaba entrañas de pescado sobre unas piedras, levantó la vista al sentir el arrastrado paso de Tol.
     -¿De dónde viene, extranjero?- le preguntó en el mismo dialecto de los hombres del barco.
      Tol se tomó un tiempo para responder. Tenía la garganta seca por el frío.
     -Del lugar que ustedes llaman el Sur. Vine en ese barco que ahora me abandona.
     El pescador se dedicó a mirar con curiosidad las quemaduras en el pecho de Tol.
     -¿Escapa de la guerra, extranjero?
     -No, de la furia de los dioses. De la gran montaña de fuego que estalló del otro lado del mar.
     Quizá el pescador le tuvo piedad al verlo allí sentado con la mirada perdida en el agua , o fue la única manera que encontró de darle alguna utilidad a su presencia, y le propuso alimentarlo a cambio de que lo ayudase a levantar las redes en las mañanas. Su hijo había muerto poco antes y estaba sin quien lo aliviase de tanto trabajo.
     Como Tol no respondía, el viejo se rascó la barba, pensativo. Luego, con gesto malhumorado, se puso a mirarlo de pies a cabeza.
     -Le daré un lugar para dormir, también- dijo.                                                                     
     Desde esa tarde, Tol fue su ayudante. Aprendió a tejer redes y a pescar con ellas. Para el final del invierno, el pescador decidió dejarlo solo a cargo de la recolección. Como muestra de confianza le entregó un cuchillo para que iniciara su propio trabajo. Tol probó el filo sobre los pescados. Sus manos se movieron como si esa tarea hubiese sido su labor de toda la vida. El viejo había notado la fuerza de sus brazos y su espalda al verlo trabajar en el mar, pero en los dedos ágiles que brillaban con las escamas, el cuchillo dejaba de ser sólo un arma para convertirse en una extensión de sus manos.
     -Ahora es tuyo. Parece que fue hecho para esperarte.
     Tol quiso agradecerle, y le habló de lo que había planeado desde que vigilaba las manadas de bisontes al noreste de la aldea. Pasaba su tiempo libre explorando tierra adentro, y así había descubierto la forma de utilizar el cuero de aquellos animales para conservar la carne. Las bestias no migraban al norte, y los habitantes de las zonas altas envidiaban la abundancia de esa carne en la aldea.
     -Son salvajes- le había dicho el viejo.- Vienen huyendo de las guerras en otros pueblos, desconfían de todos. Se esconden y se ocultan en la nieve, pero no saben cómo sobrevivir.
     Tol se había puesto a pensar cómo hallarles otra utilidad a las manadas además de su carne. Un día comenzó a cortar el cuero y atravesar el cuerpo hasta las entrañas, luego envolvió un fragmento de carne con un trozo sano de la misma piel. Seis días después, aún se mantenía fresca como el primer día. Dejó pasaron noventa noches, y la carne seguía fresca.
     Tol se dedicó entonces a construir una nueva lanza. El cielo estrellado le hacía recordar otras épocas y otros lugares. La mañana que estuvo listo, salió de cacería, solo.
     Venció a una bestia por vez, tranquilo y sin ansiedad, sabiendo que nunca iba a ser como antes, en los tiempos de su padre, y por eso su corazón no llegó a agitarse con el oficio recuperado. Cazó con indiferencia mientras los animales corrían y la manada se dispersaba cuando él iba tras ellos arrojando su lanza. Dos días más tarde, regresó al pueblo cubierto de sangre y la lanza partida. La punta de piedra estaba rota, pero Tol la había revestido con mechones de las testuces. Lo vieron atravesar las calles arrastrando siete pieles de bisontes, casi enteras y aún con restos de músculos y grasa brillando al sol.
     El viejo pescador se abrió paso entre los demás, y lo hizo descansar todo el resto del día. Habló del descubrimiento de Tol mientras éste dormía, y muchos hombres vinieron a ofrecerse para ayudarlos. Toda esa temporada Tol y el viejo prepararon los cueros y la carne que los cazadores traían después de perseguir a las manadas hacia el oeste o el sur.
     De los pueblos lejanos a orillas de los ríos congelados del norte, llegaba la gente atraída por el rumor del hallazgo. Hombres y mujeres venían en trineos buscando aquella carne que podía conservarse por todo un invierno
      Tol comenzó después a construir una cabaña más grande. Había dejado la tarea en manos de sus hombres y él se complacía en levantarse y construir las paredes con ladrillos de barro y troncos.    
     -Has aprendido más que yo en toda mi vida-le decía el pescador.- Deberías conseguir mujer, ahora que has dejado de ser un vagabundo.
     Pero Tol no le contestó.

     Fue una mañana, mientras trabajaba en el techo de la cabaña, cuando vio venir a un anciano cojeando por el camino. Tol puso una mano sobre la frente para defenderse del sol.
Era un viejo de ropas sucias y malolientes. En lugar de calzado, tenía trapos atados, y le faltaba un pie.
     -Déme algo de comer-rogaba el viejo con una voz mohosa, áspera y gastada, extendiendo una mano llena de ampollas.
     -¡No, fuera de aquí!- dijo Tol.
     Cuando el otro ya se estaba yendo, recordó algo, una imagen o una voz perdida desde hacía mucho tiempo. O tal vez fuese lo que llamaban intuición, un mandato del mundo de los sueños. Algo inesperado que llegó a su memoria desde las nubes heladas del cielo cubriendo la aldea, del reflejo de la nieve sobre la madera de su nuevo hogar.
     Se dio vuelta y llamó al anciano.
     -¡Espere!- gritó.- ¿Cuál es su nombre?
     El anciano parecía dudar. Un olor nauseabundo inundaba el aire a su alrededor.
     -¡Vamos, si no quiere que lo tire al agua para lavarle esa mugre!- Y bajó del techo con gesto amenazador.
     Pero en el mismo instante, el hombre, al mirarlo de frente, abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron. Un color claro y brillante venía de ellos. Levantó los brazos en señal de espanto, y se puso a gritar. Retrocedió un paso, pero únicamente logró tropezar con los movimientos de sus piernas torpes, y cayó al suelo.
     Tol fue a ayudarlo, pero el viejo se negó y volvió a gritar.
     -¡Zor! ¡Aquí también me persigue!
     -Tranquilo, no es a mi padre a quien ves, sino a su hijo.
     Pero el otro seguía lamentándose, arrodillado y con los ojos llenos de lágrimas. La suciedad de la cara se había borrado un poco y mostraba una piel fina y casi tan blanca como la piel de los nativos de esa aldea.
     -¿Cómo se llama?- volvió a preguntar Tol.
     -Markus- contestó el anciano, - Vine a refugiarme en este pueblo que mis ancestros abandonaron.
     Tol no pensó en el antiguo pasado, sino en el inmediato. En sus hijos perdidos. Se acercó al viejo y lo sostuvo de las ruinosas pieles que lo abrigaban. Insistió en que le dijera si sabía algo de ellos.
     -Solamente vi a uno de tus hijos, al mayor. Ruego a las divinidades no volver a hallarlo.
     -¡¿Dónde estaba, dónde está ahora?!
     -Huyó del río después de matar a mi hijo.
     Tol se irguió, serio y orgulloso, y miró hacia el camino por donde había visto llegar al viejo, como si por el mismo sendero viese venir a su hijo.
     -Algo habrá hecho para merecer la muerte. Yo le enseñé al mío a diferenciar el bien del mal.
     -Tu familia no conoce esa diferencia-le dijo Markus, con la frente de pronto arrugada y tensa, ahora el hambre era menos importante que el orgullo.
     Tol desconfiaba, pero tenía que ayudarlo a recuperarse. Esa memoria era un tesoro que necesitaba abrir, un alimento para su propia memoria que buscaba el pasado con desesperada ansiedad.
     Markus se quedó con él todo el tiempo que duró la construcción del barco en el que Tol trabajaba con otros cincuenta hombres. Había observado ese oficio con admiración al principio, y un día vinieron a buscarlo.
     “Hace tiempo que te vemos pararte frente al puerto, le dijeron, nos hablaron de tus cacerías y tu fuerza, te necesitamos. Entonces el accedió y abandonó al viejo pescador. Se despidieron y el anciano ya no quiso volver a verlo, aunque tuviese que encontrarlo todos los días en la zona del puerto. Tol lo olvidó más pronto de lo que habría deseado.
     El nuevo oficio que comenzaba a aprender era delicado por la somera exactitud de las líneas de flotación, casi una proeza que las tablas ensambladas al mantener a flote el peso de los barcos. Un arte efímero también por lo incierto de su vida, expuestas las naves a las tempestades, a los monstruos del mar, a la socavación traidora de las ratas escondidas en las bodegas. A veces encontraba insectos que roían la madera, a pesar de haber elegido él mismo el material de los árboles más fuertes. Todos estaban al tanto de que él había venido de los bosques, y eso le daba privilegios.
     -Así eran las larvas en las llagas de mi padre-contó a Markus una tarde.- Y se convirtieron en gusanos, después llegaron los cazadores... y tuve que hacerlo.
     El anciano permanecía en cama desde su llegada, mirando a Tol desde allí con la cabeza apoyada sobre un montón de paja, y los brazos sobre el pecho. El cabello blanco era como un halo apropiado de vejez.
     Tol estaba arrodillado, machacando semillas con una maza cuadrada de mango oscuro sobre el suelo. Las llamas apenas iluminaban el interior de la choza, pero la noche avanzaba afuera.
     -Quiero que veas mi pierna- le dijo el viejo, sacando el muñón de abajo de las mantas. - Mi hijo tuvo que cortarla muchas veces para que los diminutos espectros no me invadieran la sangre y el corazón.
     Tol miró hacia la cama. Aunque lo intentase, no alcanzaba a distinguir del todo el rostro de Markus, oculto en un rincón del camastro.
     -Pero nadie más que la bestia que te atacó fue la culpable.
     Entonces el viejo irguió el cuerpo con las últimas fuerzas que aún le quedaban. La luz del fuego giraba en sus cabellos, y comenzó a hablar esta vez sin aceptar interrupción.
     -Voy a decirte algo que tendría que haberte contado tu padre. Pero era muy suyo eso de ocultarse, el orgullo lo dominaba, y de ahí su desafío a la ley de Reynod.
     Tol seguía preparando la masilla que iba a poner entre las ranuras del techo a la mañana siguiente. El sonido de la maza sobre las semillas resinosas servía de fondo al sonido de la voz. Markus hablaba con furia. Lo oyó relatar con lentitud y entre carraspeos y toses que entorpecieron el a veces incierto hilo de su narración, lo que había pasado en el bosque.
     -La memoria no siempre tiene exacto sentido del tiempo. Pero desde ese momento lamento haber subestimado a tu padre-terminó diciendo.
     Tol había dejado que una palabra brotase de sus labios, casi sin darse cuenta, mientras su atención abandonaba el trabajo para mirar a Markus. No sabía de qué manera esa palabra llegó a tomar tan enorme tamaño en la esfera de su mirada.
     Era un sonido más que una palabra, nacido en la oscuridad apenas dominada por la luz del fuego, ansioso por escaparse de la choza y ascender al cielo nocturno, donde la blancura del hielo aún seguía brillando.
     -Traición- dijo, pero nunca supo si en realidad la pronunció en voz alta, ni siquiera si el viejo lo había escuchado.
      Pero la palabra era claramente nítida en sus labios, y parecía haber aguardado aquel momento desde el día en que había sido engendrada en la mente de algún lejano ancestro, porque nunca antes le pareció tan certera, tan justa como en ese instante.
     La palabra surgió madura, letal.
     Tol sabía que iba a llorar. Por más que el viejo fuese el mayor responsable o estuviese del todo libre de culpas, existía algo que Tol jamás podría dejar de lado. La inquebrantable verdad de que ya  nada volvería a ser como antes, que era imposible realizar lo no realizado, decir lo que no había sido dicho, matar lo que debió haber muerto mucho tiempo antes. Ese pensamiento irrumpió en su cuerpo como si llegase desde el frío de la estepa, del aullido que los lobos cercanos daban en señal de trágica profecía, de la noche llena de ruidos y olas golpeando los acantilados. De pronto, una marea de descubrimientos hostiles llegaba del mar, desde la  tierra del intenso calor que se condensaba en gotas viajando sobre las aguas, hasta formar aquella montaña de furibunda fuerza disfrazada de templanza. Era esto lo que debía mostrar su rostro. Serenidad, reteniendo el llanto que amenazaba delatarlo, mientras la maza seguía trabajando sobre las semillas, en su disimulada práctica y espera para un material más honroso.
     Y el viejo continuaba hablando.
     -En tus ojos veo el mismo odio que vi en los de tu hijo-decía la voz de Markus.- Y en tu padre cuando se quedó a ver cómo el animal me devoraba.
      Tol dejó de machacar.
     Con la maza en la mano rígida a un costado del cuerpo, oculta en la sombra de su ropa, caminó hacia el anciano.
     Llevaba los ojos bien abiertos para distinguirlo en la penumbra del rincón.
     Oyó la respiración entrecortada de Markus, el movimiento de los labios que se abrían y cerraban ociosamente.
     Escuchó las pisadas de las ratas bajo el camastro.
     El olor del viejo, un aroma a secreciones y heridas no curadas, surgía de las mantas como de un pozo de podredumbre, y le daba más razones a su acto.
     -¿Qué pasa?- escuchó que preguntaba el viejo.
     Pero no era importante la voz o el tono con que el otro hablase, ni siquiera si venía de esos labios cortajeados o de las paredes que lo rodeaban, casi exigiéndole una explicación de lo que iba a hacer.
     Él no respondió. No iba a permitir que el aire obstruyese su camino, ni que el tiempo, aunque durase un parpadeo, lo disuadiera.
      Cuando estuvo tan cerca del otro como el largo de su brazo extendido al sujetar el mango de la maza, los ojos del viejo lo miraron, muy claramente abiertos y sin esperanza.
     -No te lamentes- le estaba diciendo ahora. Tol quizá tenía en su expresión, sin darse cuenta, un centelleo hondo y muy profundo de lamento o de misericordia.-Si el hijo mató al hijo, por qué no va el padre a matar al padre.
     Markus no cerró los ojos al terminar de habla, pero él sí lo hizo. No se atrevía a hundirse más en la mirada del viejo, que había comenzado a atraparlo desde antes de levantar la maza
      los círculos de los ojos se hacen profundos. Son dos túneles silenciosos que se unen en un único pozo sin fondo. Estoy cayendo, sin saber si alguna vez habré de detenerme. Pero el mundo se ilumina como el agua de un arroyo en un día brillante. El verde de los árboles me aplasta con el peso del cielo, los rayos queman mi espalda desnuda. Me doy vuelta. Dos pájaros grises pasan veloces, aleteando en mi cara. El olor de sus plumas sucias me aturde. Dos círculos negros descienden del cielo, dos columnas que se detienen en mis ojos. Acostado sobre la tierra, me dejo cegar por el sol
       que cayó sobre la cabeza del viejo. Dos veces, tres, cuatro, y luego tantas como fueron suficientes para que los huesos se reblandecieran
      y ni un solo pensamiento pudiese sobrevivir,
      ni un recuerdo digno de permanecer,
      una mente no merecedora de la memoria.
      Y una ráfaga fría entró por las aberturas entre las tablas y arrastró el olor de la vejez, como si nunca hubiese estado allí.
    
 *

Una noche antes del día en que los torneos lo llevarían finalmente al último juego, Tol abrió los ojos y miró el cielo todavía oscuro del Norte. Las luces nocturnas, las brillantes oleadas de luces blancas, amarillas y rojas giraban como mareas de sangre.
     Se sentó en la escarcha y los líquenes que crecían entre las grietas, pero el hielo ya no le provocaba escalofríos. Su piel se había adaptado al clima. A veces le agradaba despertar y desperezarse hasta que sus músculos entumecidos tomaban fuerza. Luego salía a enfrentarse con el viento filoso que le golpeaba la cara. Algunos pájaros de plumas blancas y manchas negras alrededor de los ojos, aparecían desde los nidos subterráneos para buscar comida en la playa.
      De ser un cazador en bosques, había tenido que moldearse a ese vacío del aire y la tierra. Por más que el viento nunca se detenía y daba forma a las cosas y a los hombres, siempre era más lento y débil que el mar; y la tierra retrocedía cada tarde frente al mar que extendía sus lenguas de espuma entre los acantilados. Tol estaba obligado a oír siempre aquel sonido que llegaba desde más allá de las playas de arcilla sobre altos riscos: el estruendo de las olas golpeando sobre los muros graníticos. Desde ese abismo sobre el agua, entre las piedras y los deltas de arena de las playas venían las voces de Sila y Sigur.
      Tol ofrecía un festín a sus vecinos esa noche. Se habían sentado junto a unos arbustos combados por el viento. Cada uno de sus amigos bebió en su honor y triunfo el viejo almizcle fermentado durante cinco veranos. Gritaron y bebieron hasta el alba. Después lo abrazaron y se despidieron. Únicamente se quedó el sacerdote del pueblo. Entonces aparecieron las auroras boreales.
     La noche que las vio por primera vez, había creído que el cielo iba a derrumbarse, o que los dioses estaban peleando con puños de soles. Pero después el asombro se hizo curiosidad. Aquellos fenómenos se producían antes del amanecer y después de extrañas tormentas sin lluvias. El viento era intenso y se detenía de un instante a otro, dejando una sensación de vacío más sofocante que su fuerza. Ni siquiera los nativos a veces lograban soportarlo, le había dicho el sacerdote. Muchos se arrojaban por los acantilados, enloquecidos de miedo y con la vista fija en el abismo, justo antes de que el sol empezara a asomarse sobre las playas.
     El dolor del viento, llamaban los hombres a ese fenómeno de cada otoño. La gente se encerraba en sus cabañas, los hombres les pedían a sus mujeres que los ataran para no huir de ese vacío de viento.
     -¿Cómo llenar el hueco del cielo luego de la tormenta, soportar el calor que no es calor, sino añoranza del azote constante sobre la piel quebrada?
      El sacerdote recitó esa letanía en la cabaña de Tol. Era bajo de estatura y de hombros anchos, barba espesa y un vello oscuro que cubría el dorso de sus manos. Vestía con la piel de un oso blanco, y llevaba un gorro en forma de corona, con plumas blancas y negras de águilas de las Grandes Montañas del Sur.     
     Se taparon la cara con las manos y se ubicaron de frente a la estrella más brillante de esa noche. Repitieron la oración para las vísperas de los torneos, cuando el cielo daba sus señales después de las tormentas, las auroras con las almas de los muertos que volvían.
     Tol le pidió consejos para la mañana siguiente, tenía miedo de lo que podían presagiar los cielos.
     -Cada color es un estado del espíritu- comenzó a explicarle el sacerdote.
     Aunque Tol ya lo había oído varias veces antes, le agradaba escucharlo mientras sus ojos se perdían en el cielo siguiendo los cambios de las auroras.
     -Para los que murieron con la Gracia el rostro es blanco. Sin han cometido crímenes leves, amarillo, pero si son imperdonables, será rojo, pardo o negro. Aún en las noches estrelladas, la oscuridad vence por la multitud de almas en eterna pena. Los niños no deben salir en esas noches. Sus espíritus inocentes son atrapados por los condenados.
     Tol se quedó pensando, con la vista fija en las centelleantes imágenes nocturnas. Una ola blanca y ocre pasó en ese momento cambiando de formas, y se fue quebrando en diferentes masas más pequeñas, alejándose todas hacia la claridad del norte.
     -¿De qué color es el alma de mi padre? -dijo Tol-lVeo su cara, parece una mezcla de muchos tonos.
     -Entonces aún debe deambular purgando sus culpas más leves, en espera de la sentencia por las mayores- le respondió el otro.
     Tol no sabía si debía continuar. Su acto no era confesable ni siquiera al más piadoso de los hombres. La única manera de olvidar
     la culpa que no puede nombrarse la culpa del asesino culpa que no puede nombrarse  la culpa el nombre del asesino la culpa el asesino sin padre el nombre del hombre viejo la culpa que no podrá nombrarse hasta que
   era encontrar a sus hijos.

     -¡¿Cómo redimirme...?!- gritó Tol al despertar sobresaltado por los sueños, las manos cerradas en temblorosos puños para golpear su propio cara. El frío de la noche lo rodeaba como paredes de hielo. Pero justo antes del alba apareció la aurora boreal hecha únicamente para él. Porque la cara de su padre se asomaba como un alma inquieta e inquisitiva. El rostro del viejo tomaba formas imprecisas, colores tan claros que se confundían con el blanco de la nieve y la neblina matutina.
     Tol salió de la choza para observar en ese cielo recién nacido, las grandes olas de luces que llegaban desde algún lugar del mundo de los dioses. Oyó el sonido de las olas cantando con las voces de sus hijos.
     La única forma de rescatarlos
     Puso un trozo de carne sobre el fuego, pensando otra vez en cómo librarse de ese lugar tan grande, de la llanura de nieve y tundra en la que no existían sombras donde esconderse.
     es lograr los medios para ir en su busca. Debo convertirme en alguien importante en la aldea
     Masticó con lentitud, la atención puesta en los recuerdos, la vista fija en el movimiento de las llamas. Las caras de sus hijos se le aparecieron entonces en medio de ellas, y habría deseado correr hasta la playa para escuchar la llamada de Sila en las olas, ver de nuevo su dulce rostro sobre las piedras.
      sobre todo demostrar mi destreza. Si soy un cazador, uno de los mejores de mi viejo pueblo, entonces estoy preparado para ser un guerrero.
     El sacerdote se había despertado y comenzaba a alejarse caminando hacia la aldea. La luz nocturna era intensa, aunque el tiempo y la costumbre habían hecho de la luz su compañera nocturna más amable, porque le permitía imaginar los tenues pasos sobre las rocas de los acantilados. Los sonidos del otro lado del mar, las auroras que continuaban perturbando al cielo y lo adornaban con proféticos símbolos de proezas y tragedias.
     Pero lo que se anunciaba en el cielo, se convertía en pesadillas en su mente.

     Amaneció con el cuerpo sudado, y con temor a no estar preparado para la primera prueba. Se había entrenado durante casi todos los veranos desde su llegada. Había aprendido el uso del arco y la flecha hasta adquirir una destreza que a todos asombró. Porque además de la fuerza de su cuerpo ganada por el trabajo en el puerto y el astillero, tenía el alimentos de su voluntad. Un alimento al parecer inagotable hasta que no se cumpliera su objetivo. Pero ya no se trataba solamente de luchas y demostraciones de habilidad, sino en hacerles ver a todos que él era el líder que llevaría la conquista a las tierras del Droinne. Pero los hombres del norte eran pacíficos, y había conocido enemigos desde su llegada.
     Si mi pueblo tuviese esta inteligencia y  sus ideas. Si tuviésemos su paz. Me habían contado alguna vez, hace mucho tiempo, que los vieron descender de los barcos en las playas al oeste del Droinne, con sus ropas extrañas y cascos con cuernos, armados con arcos y flechas que nunca dispararon contra nosotros. Tan cerca estuvieron, y tan alejados. 
     Muchos años le llevó aprender las leyes y costumbres de la Asamblea de Elegidos, el Consejo de Ancianos, la Sociedad Mercante. Todo el comercio y el trueque del pueblo giraban alrededor del puerto, al que llegaban los barcos desde lugares que él ni siquiera había soñado. Del otro lado estaba la ciudad, siempre cubiertas de escarcha las construcciones de madera y barro, levantándose del hielo y la estepa, refugios para el temple débil de los hombres altos y delgados. El cabello lacio, claro y largo alcanzaba sus hombros, les daba la figura de un pájaro encorvado y sin fuerza.
     Pero ellos construían barcos para disminuir las distancias que los separaba del resto del mundo. Algo les había hecho preguntarse varias generaciones antes, qué había más allá del agua y de la nieve, y la respuesta había llegado de los árboles de los bosques cercanos al mar. Entonces se reunieron y hacharon desde antes del alba hasta después del crepúsculo. Las mujeres traían carne y agua, apareciéndose como espíritus de paso lento entre la niebla de las mañanas. Algunos hombres cargaban troncos hasta las playas para los muelles, y más tarde para construir los barcos. Y muchos más, la mayoría del pueblo, hombres jóvenes y viejos, niños que jugaban alrededor de los padres llevando ramas y herramientas, todos caminaban con sus cargas tierra adentro, para levantar la aldea.  El traqueteo de los troncos arrastrados por los renos, el entrechocar de las astas confundido con el arrastre de la madera sobre el suelo, el vocerío de los niños saltando. La niebla del invierno, la humedad que los hacía transpirar después del mediodía, los movimientos de las mujeres bañando a sus hijos en el río. Eso los impulsaba. La idea de que la tierra, los árboles, las playas, el tenue sol y hasta la sombra del invierno, les pertenecía.
     Tol se metió en la tinaja con agua cálida, y apoyó los brazos en el borde, pensando en la competencia. Tenía miedo.
     Demasiados habían sido los beneficios que los dioses, antes siempre tan reticentes a él y su familia, le habían otorgado a una edad en la que no había esperado iban a llegarle. Todo lo que había pensado en esos años, cada detalle acorde a un fin común, lo convertía en un  estratega que dibujaba esquemas intrincados sobre las rugosas telas de su memoria.
     Mayor que todos los demás en los torneos, contaba con la experiencia y la capacidad obtenida en el rigor de las peleas con los animales, la altura y la distinción de su madurez. El viejo lo llamaban despectivamente sus contrincantes, pero él los había vencido y llegado a las últimas pruebas.
     Aunque no había salido el sol, el reflejo del alba surgía detrás de las montañas del sur e iluminaba débilmente sus manos. Se las frotó una y otra vez con hastío. No lograba quitarse la sensación de que siempre estaban sucias.
     -¡Más agua!- gritó, mirando la cara asustada de su aprendiz, un muchacho no mayor a la edad de sus hijos. El chico comenzó a volcar el contenido los recipientes que traía desde el fuego en el interior de la cabaña. Luego salía y llenaba los cubos en la gran fuente donde se acumulaba el agua de las lluvias.
     -Más agua-volvió a decir, mientras el muchacho le volcaba el último cubo con la preparación que los curanderos le había entregado para protegerse del solsticio del mediodía. Después el chico trajo los paños que las mujeres de los jueces tejían para los participantes, y se dejó secar, mientras miraba el campo al oeste de la cabaña.
     Una extensa caravana de espectadores se dirigía al anfiteatro.
     -Mucha gente- dijo.
     -Para su mayor gloria- contestó el niño.
     Tol terminó de vestirse, ajustándose al cuerpo una casaca roja que lo protegería del frío. Se cubrió la cabeza con el gorro reglamentario. A lo largo del tiempo había tenido muchos gorros diferentes. Primero fue uno de cuero, simple y estrecho, después otros más vistosos. Finalmente, un día, los ancianos de la aldea le dieron éste que ahora llevaba, semejante en color al pelo entrecano y largo de su barba. Un sombrero de piel de los renos de las altas montañas, con dos cortas astas rudimentarias, que le daban el aspecto de un dios mitad animal y mitad humano.
     Hubo veces en que se imaginó a sí mismo como una antigua divinidad de las estepas, blandiendo su maza sobre las llamas del sol.
    El retumbar de los tambores había comenzado a invocar a los dioses. Los representantes de la Asamblea vinieron a buscarlo, pero él ya había salido caminando con lentitud hacia el anfiteatro. Rodeado del cortejo, miró el cielo despejado. El reflejo del hielo lo irritaba, y se secó los ojos varias veces. El niño había fijado su mirada en él, y parecía asustado.
     -No tengas miedo- lo tranquilizó Tol, y apoyó su mano sobre la cabeza del chico.
     Las ratas almizcleras se apartaron del camino y se hundieron en sus madrigueras. La escarcha se quebraba bajo los pasos del cortejo. Las colinas seguían ocultando el nacimiento completo del sol.
      Cuando llegaron al campo de pruebas, oyó las fanfarrias en las trompetas de madera. Las mujeres aclamaban a los participantes a medida que entraban, arrojando flores y salpicándolos con perfumes de exquisitas especias. Los jueces estaban ya sentados a ambos lados del campo, y dieron su consentimiento con una señal de las cabezas erguidas. Eran viejos sabios, él lo sabía, pero su conocimiento giraba alrededor del comercio.
     Yo busco algo más... y aquí empiezo.
     Los competidores se ubicaron en los lugares marcados con el ritmo de los tambores, y se desplazaron con tanta exactitud, que los presentes no vieron más que un solo movimiento. Ya tenían los arcos preparados, y las flechas a sus espaldas.
     Los ayudantes se sentaron juntos, como si la inquietud por la muerte de sus señores los uniera más que la rivalidad que creían sentir.
     El aire no estaba frío, el sudor humedecía la ropa de Tol.
     Escucharon un grito, el primer movimiento ordenado. El juez más joven se calentó las manos con su aliento, la túnica color de alga se replegaba y movía bajo sus brazos levantados. Hizo eco al gritar:
     -¡Alkyser!
      dios del norte, protege las almas de mis niños, dame fuerza,.el escudo sobre la piel, el espíritu de la no piedad.
     Alguien dio un paso.
     Las cabezas giraron. Buscaron la figura que se había escapado de las líneas. La sombra de cada uno temblaba como lombrices sobre el barro. Las sombras los traicionaban.
     Se habían dispuesto a una distancia de cinco cuerpos, alineados con tanta prolijidad, que ninguno podía disparar al otro sin que un tercero se interpusiese. En eso, además, las leyes del juego eran precisas, y la eliminación por romperlas, irrevocable.
     No sabían con precisión cuántos estaban allí, tal vez cincuenta, quizá más. El campo era muy extenso. Iban a eliminarse mutuamente con cautela, y podría llevarles toda la jornada. Las flechas no debían matar. El reglamento ordenaba sólo heridas en los brazos o las piernas. No mortales. El que erraba sería eliminado tanto como su víctima.
     Las botas de algunos resbalaron sobre la nieve enlodada, y el temor a moverse por accidente era mayor que cualquier otro miedo. Uno dependía de la destreza del otro.      
     inteligencia
     paciencia
     La voz desde lo alto de la tribuna volvió a escucharse por sobre el silbido del viento.
     -¡Thornmeld!
     Desde las gradas se repitió la salmodia habitual. Pero un grito la interrumpió. El primer hombre cayó herido. Nadie había visto la flecha, dulce y silenciosa como una mariposa.
     en mis manos estarán seguros, abandonen el juego, dejen su lugar para mí
     Eso les habría dicho, y se los estaba diciendo en un murmullo que los jueces no aprobarían sin duda. No supo si alguien vio el movimiento de sus labios, pero ya no importaba. Sus labios y sus ojos, los brazos, las manos, eran un solo pensamiento.
    una herida pequeña, solamente un flechazo certero y sin dolor
     Los hombres comenzaron a caer uno tras otro.
     Desplazamientos, zumbidos de flechas invisibles. Primero el sonido, luego la imagen. O primero el grito, o quizá la caída, el estrépito, el chapoteo de las palmas sobre el barro blanco.
     Levantó un brazo con el arco, trabando el codo con firmeza.
     quién o qué cosa podrá destruir mi brazo
     Las aves que cruzaban el cielo en ese momento parecían cantarle a la fuerza inquebrantable de ese brazo.
     Levantó el otro, puso la flecha sobre la cuerda y empezó a tensarla, doblando el codo derecho tan rígido en su flexión como el izquierdo en su extensión.
     Las dos partes de su mente, complementadas y armoniosas.
     El sol sobre su cuerpo, la luz brillante y fresca.
     El futuro que se concretaba y estaba ahí, en ese exacto instante, confluyendo desde el porvenir hacia el presente como un regalo o un anuncio de dicha segura.
     El rugido de la multitud.
     La cara asombrada de los jueces, sus rostros satisfechos con la evolución del juego.
     La luz ya más clara reflejando la ansiedad hecha nudos de hielo, gestos congelados en el aire.
     Tol tensó aún más la cuerda, y disparó.
     Iba a hacer luego muchos otros tiros certeros, resultado de largas prácticas diarias hasta la caída del sol durante varios veranos. Pero en el primer disparo sintió iniciarse la competencia con esa imprecisa y bella sensación de vitalidad. Lo mismo, exactamente, que había sentido en las cacerías con su padre, cuando Zor le había enseñado a usar la lanza.
     Y de esa forma Tol se supo perdonado. Su padre y él eran uno solo otra vez, como cuando lo llevaba herido y lo había sentido otra vez parte de su mismo cuerpo. No unidos, sino entrelazados, desarmados y vueltos a concebir juntos.
     padrehijo
     hijo único de mi padre
     Cuando las víctimas caían, los ayudantes las sacaban del campo dejando un rastro de sangre que la nieve absorbía. Pocos quedaban, y la espera entre cada movimiento se hizo mayor y más difícil de soportar. Si llegaba la noche antes de que hubiese sólo dos finalistas, los jueces suspenderían el torneo para reiniciarlo al día siguiente con nuevos competidores.
     Era preciso terminar pronto, pero cómo lograrlo sin destruir las reglas, sin eliminarse a sí mismos intentándolo.
     El sol se hundía detrás de las tribunas, sólo quedaba una parte de su esfera al final de la tarde. El cuerpo de Tol aún aguantaría un poco más, pero no el sol. Los cortos días del norte, que fundían la espera y el tiempo de los pescadores, eran hoy una maldición que él no podría contrarrestar.
     Los jueces se levantaron con cansancio y preocupación en los rostros.
      no deben hacerlo. Soles, ustedes que se han sucedido uno al otro, respetuosos del luminoso mundo otorgado por los dioses, solamente por hoy les pido que olviden el orden exacto de su paso. Rompan los senderos que los llevan a las plataformas del cielo, y únanse para atrasar la llegada de la noche. Si yo, con mi carne débil,  soy capaz de sostener el peso de un día en mis hombros, ustedes, la semilla del tiempo, denme el perdón de un poco más de tiempo. ¿O deberé ofrecerles algo a cambio, una parte de mi cuerpo, un fragmento de mi alma, la vida de mis hijos?
     Quedaban tres.
     Miró a los otros dos. Uno a su derecha, apenas a cinco cuerpos, el otro quizá a más de veinte pasos, a su espalda.
     La voz de los jueces habló.
     -¡Magnusfer!
     Las tribunas murmuraron un rezo de bienvenida a la oscuridad del poniente.
    Tol imaginó la cara del dios de la noche, y elevó el arco sin mover ningún otro músculo más que los de sus brazos. Dirigió la mirada de un hombre a otro, como si sus ojos se hubiesen escapado del cráneo para sentarse sobre la punta de la flecha.
     Un zumbido le rozó un oído. Ni siquiera lo había tocado en realidad, pero sabía que el que había disparado debió moverse en algún instante, porque ahora lo veía caer con una flecha en una pierna.
     La multitud gritó y los jueces saludaron a los competidores.
     Los músicos comenzaron a tocar. El viento del mar se había levantado y esparcía la música a lo largo de las playas y la aldea. El crepúsculo festivo vencía las antorchas que rodeaban a los finalistas con una neblina cálida. Las antorchas guiaron a la gente hacia el pueblo, donde las fogatas echaban humo con olores a carne y especias. Los agasajos estaban preparados para los ganadores de la primera jornada.
     Tol y el otro se saludaron con respeto. Bebieron de grandes vasos terracotas un fermento de uvas traídas desde las islas del mar oriental. Los músicos siguieron tocando hasta mucho después de acabar la ceremonia, y la gente del pueblo comenzó a bailar cuando los jueces se fueron.
     Tol estaba cansado. Después de recibir la bendición de los jueces, regresó a la cabaña con su ayudante. Detrás de ellos quedaba el bullicio de los que seguían festejando, la música y los gritos que se iban apagando.
      Se desnudó y se dejó caer en su camastro. Por los vagos pensamientos del primer sueño, pasó la idea de la breve, intensa, la bella hembra de ojos jamás igualados. Esa entidad etérea de perfumes embriagadores que a muchos les agradaba llamar felicidad.

*

Se levantó antes del amanecer. Hasta esa costumbre le resultaba sorprendente esta vez. El solo hecho de abrir los ojos y haber arribado al último día de la competencia, era de por sí un regalo divino que no estaba seguro si alguna vez podría compensar. Si él estaba haciendo eso por venganza, hasta cuándo, se preguntó, los dioses iban a fingir no saber la verdad. Si habían destruido la montaña para castigar a su padre, ¿por qué lo beneficiaban a él?
     Cuando los dioses cierran los ojos, los mortales viven. Zor solía decirlo, pero Tol recién había conocido su significado mucho más tarde. A pesar de no creer más en los dioses, su padre había dejado que él se criara con la fe común del pueblo.
     Tol repitió esa frase en un murmullo, y le pareció escuchar la soledad absoluta en la voz de su padre en la tierra de los sin dioses.
     Una nube blanca de vapor cálido se formó frente a sus labios secos.
     -¿Cómo?- preguntó el niño, que lo miraba parado junto al camastro.
     -Nada. Vamos a prepararnos.
     Otra vez, el agua se calentó en el fuego, y los cubos fueron cargados y vertidos sobre su cuerpo, hasta que sus músculos estuvieron relajados, lúcidos como la mente que los regía.
     Estuvo un rato mirando por la ventana, mientras el niño lo ayudaba a vestirse. Había amanecido, aunque la luz nunca hubiese desaparecido por completo. Siempre quedaba por las noches un manto blancuzco, un gran lago claro asomado desde las llanuras de roca calcárea.
     Salieron al aire fresco de la mañana y caminaron hacia el edificio del torneo acompañados por la escolta que le habían designado la noche anterior. Ya desde lejos se veían las banderas batidas por el viento sobre las paredes exteriores. Las aves que formaban nidos en el techo, levantaron vuelo ante los hombres y mujeres que llegaban vestidos con sus mejores ropas.
     La construcción era mucho mayor que su cabaña. Los muros de ladrillos tenían la altura de quizá cinco hombres, había pilares de troncos lisos o fenestrados sujetando el techo. De los bordes exteriores caían hojas de ramas secas, y la escarcha había formado una cortina de hielo.
     Pero al verse tan cerca de la entrada, Tol sintió el repentino temor de quien es descubierto en una mentira.
    Hasta cuándo los engañaré sobre mi fuerza, de la que yo mismo no me convenzo. Hoy me descubrirán, mi verdadero cuerpo se revelará ante todos. Mi esqueleto débil, mi alma penosa.
      Le abrieron paso entre la música de las flautas y las palmadas de sus vecinos, que llegaron a él como ecos lejanos. Estaban allí, tocándolo, pero él los veía desde un distante sitio de su mente. Atravesó la entrada y le llegó el vaho caluroso de la gran hoguera en el centro, bajo la plataforma de pelea levantada como un altar. Los jueces se habían sentado en las tribunas, rodeado por pilares que se perdían en la altura más allá de las antorchas. La gente se acomodó en todo el espacio libre alrededor de la base, pero a los niños no se les había permitido entrar. Las mujeres se enlazaban las manos con ansiedad, mirando a lo alto, mientras algunos hombres se habían sentado sobre las vigas cerca del techo y sostenían antorchas para dar más claridad a la plataforma.
     Abajo está el fuego, la seguridad y el conocimiento, la protección de los hombres.
    Arriba, el frío y las sombras, el llanto, el miedo de los niños.
   Y el único contacto entre los mundos es la tibieza del fuego en las plantas de mis pies. Un consolador alivio de cobardes.
     Subió la escalera y dos mujeres se acercaron a quitarle la ropa. Le entregaron una vasija con aceite oliendo a almizcle y leche fermentada, que preparaban las viudas del pueblo para los festivales y ponían al fuego durante los cuatro días previos. Se dejó untar el bálsamo sobre el cuerpo por las manos cálidas de las mujeres.
      Cerró los ojos. Se sentía liviano y pesado al mismo tiempo, como si habitara una nube de árboles suspendidos del cielo. Levantó los brazos y entrelazó las manos.
     -¡Estoy listo!- gritó hacia los jueces. Sólo su mano derecha temblaba un poco, y recordó que esa mano había matado a Markus y a su padre.
     La sombra del contrincante era tan alta y fuerte como la suya. Lo vio acercarse sobre la sombra imprecisa de los que miraban desde abajo, y arremetieron uno contra el otro. Tol lo agarró de la cabeza mientras el otro le golpeaba los costados. Comenzó a sacudirlo, pero el otro se liberó y lo sujetaba de los brazos para hacerlo caer al fuego.
     Y Tol daba vueltas en sus pensamientos.
     Las embarcaciones de comercio y exploración, las pacíficas naves llenas de mercancías, de seres delgados e inteligentes que dibujan gráficos inútiles, se convertirán en grandes barcos guerreros. Dispuestos a la conquista de nuevos territorios para la extensión del dominio. Pero sobre todo, para la venganza y la redención. Los únicos sentimientos que podrán movilizar barcos aún no creados a través de aguas tormentosas, hacia bosques incendiados, animales muertos y volcanes en extinción. Hasta esa figura solitaria e inconfundible, que con su cornetilla llama a la muerte y la hace actuar con el ritmo y la forma por ella dispuesta. Puedo verlo más allá del mar, su figura, sus brazos dirigiendo las llamas en que las vírgenes arden. Asesinatos, no expiación. Ceremonia de crímenes humanos, no divinos. Y mientras tanto, los dioses permanecen mudos.
     Tol logró soltarse justo cuando uno de sus pies se balanceaba encima del fuego, y golpeó al otro haciéndole caer y resbalar en la resina hasta el otro extremo del tablado.
     El otro volvió a correr hacia él y lo golpeó otra vez en el costado. Tol se estremeció por un instante pero alcanzó a aferrarlo de un brazo. El vello del antebrazo se había secado y ya no pudo retenerlo. Sintió el ruido de los huesos al romperse, y el otro se quedó inmóvil durante un rato, sin dejar de mirar a Tol. Los labios le sangraban. El sudor le había borrado la pintura y varios hilos de colores caían por su barbilla.
     cómo vencer si no puedo sujetarlo por mucho tiempo. Sus ojos se han cruzado en mi camino, y aunque evite verlos, la mirada se queda en la memoria. La mirada  del que tiene miedo. Como la primera vez que cacé, el mismo escalofrío, el ardor en la piel
     Estaba en el bosque otra vez. La gente murmuraba desde las sombras como los pájaros que siempre miraban desde los árboles. La luz de la hoguera huía por los bordes de la plataforma igual que el sol del anochecer entre los troncos, y Tol pudo guiarse para calcular los pasos.
     Empezó a retroceder, como si tomase impulso.
     Vio en los ojos del otro la mirada de sospecha.
     Un murmullo surgió del silencio, y lo convenció de la eficacia del plan. El rumor venía del rozar de las manos de las mujeres, de los pies de los hombres que se agitaban. Los sentía expectantes de cada movimiento, percibía la espera por la muerte de los que allí peleaban.
     Ya había llegado al borde y estaba palpando la última tabla con los talones. Resbaló pero cerró los dedos, afirmándolos en las astillas. El otro debió comprender que Tol iba a abalanzarse sobre él, y con la mano herida pegada al pecho comenzó a retroceder.
     Los cazadores saben que el miedo de la víctima es el mayor aliado.
     El temor crea la grieta en la inteligencia.
     Las lecciones de mi padre se repiten sin que pueda obligarlas a callar. Veo el miedo en los pliegues de la cara, en las manos que tiemblan, en los músculos de las piernas. 
     Atrás, amigo mío, no hay más camino que atrás.
     No sé que hay en mis ojos, ya no me conozco. No sé qué hay en mi cara. Temo ver mi rostro en las lenguas del fuego. Pero no lo borraré si así gano mi batalla de hoy, por más que los monstruos estén ahí.
     El otro siguió retrocediendo, dudando, pero la superficie resbaladiza lo traicionó y ya no tuvo a qué sujetarse. Los brazos se movieron en el aire y los cabellos largos se agitaron en la luz. Parecía bailar, se dijo Tol. Por un instante se sostuvo del borde. Los dedos del hombre parecían raíces delgadas que se rompían con facilidad. Luego cayó a la hoguera, pero no gritó.
      Tol se quedó mirando el lugar en el que el otro había estado un instante antes, mientras la gente comenzaba a aclamarlo. Los músicos estaban tocando con estridentes y trinos de las flautas entre los gritos de la multitud que coreaba su nombre. Muchos corrieron hacia las escaleras llevando antorchas. Le arrojaban flores que se acumularon a su alrededor. Algunas antorchas se apagaron con el aliento del vocerío, y volvieron a encenderlas en la hoguera, en las llamas un poco más fuerte ahora por la carne nueva que ya nadie recordaba.
      El niño se abrazó a una pierna de Tol y se había puesto a llorar. Él iba a levantarlo para que mirase a la muchedumbre, pero la confusión y el entrechocar de la gente se convirtieron en descontrol. Los guardias debieron subir para protegerlo. Dejaron pasar solamente a las mujeres que  llevaban flores y collares de piedras. Se dejó uncir con especias y cubrir de flores.
     Los jueces bajaron de las tribunas e intentaban abrirse paso entre la gente. Cuando subieron a la plataforma, le mojaron la cabeza con agua salada, el agua donde los dioses del norte habían nacido. Entonces todo el pueblo levantó las antorchas y vociferó un único y estridente grito de triunfo. Y Tol se abandonó al llanto largamente retenido, pero escondió la cara para que el reflejo de las llamas no lo delatara.




Ilustración: Eugene Burnand

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...