APUNTES SOBRE El rostro de los monos
El lector de novelas tiene paciencia, es condescendiente
con el camino largo, espera la epifanía como quien bebe a sorbos espaciados un
café, va recorriendo un laberinto lleno de vericuetos con mayor o menor grado
de afinidad. El lector de poesía penetra los textos, se detiene en un pronombre,
se deja conmover por una palabra, una línea, una imagen. Es factible y hasta
esperable que el lector de poemas y el de novelas sienta empatía con una obra
apenas la saben creada por un autor. Un personaje, una voz, un lenguaje, actúan
como puentes de un encuentro incondicional, parecido al amor pasión o al amor
materno.
El lector de cuentos es de otra condición. Es un individuo
que no espera, ni deja pasar, ni se enamora con tanta facilidad. No lo endulza
la voz, no se zambulle al texto por cualquier puerta. El lector de cuentos
piensa más en el singular del cuento que en los cuentos de un libro, mucho
menos de un autor. Hace su propia antología, la modifica día a día. Visto de
afuera es arbitrario, visto de adentro es riguroso. Si hay amor entre un lector
de cuentos y un cuento es un amor condicional, exigente. La empatía con un buen
cuento termina cuando acaba el cuento, no se extiende al siguiente. El
siguiente es un nuevo inicio, un nuevo universo. Tendrá que valerse por sí
mismo.
Y si hay lectores de cuentos con el paladar educado a
fuerza de goce lector y entrenamiento, hay también hacedores de cuentos. No me
refiero los escritores que, entre otras cosas, producen cuentos, muchos de
ellos inolvidables, preciosos; sino a aquellos que antes que escritores son
cuentistas: cuentistas natos, de raza. Gente que tiene incorporado el
cuento en el adn. Que escudriña la realidad con mirada cuentística. El
cuentista de raza puede merodear otros géneros, pero en su intimidad sabe que
se trata de excursiones, de ejercicios, su universo es cuentístico.
Ricardo Curci pertenece a esta raza. Su mirada literaria es
siempre cuentística. En cada nuevo texto se plantea el desafío primordial:
crear, a partir de contados elementos, un mundo único que tiene su arquitectura
particular, sus puntos cardinales, sus propias leyes, sus talismanes.
Entre 1994 y 2005 Curci escribió, simultáneamente, Los Casas, Los seres intermedios y El
rostro de los monos. Entre los textos de los tres volúmenes se establecen
redes: personajes que vuelven a aparecer, lugares compartidos, atmósferas
recurrentes; como si hubiese, además de lo que cada cuento descubre, una trama transcuentística
que podemos entrever. En esas alusiones y revisiones alcanza la plenitud el
recurso de la intertextualidad, que no es un juego de referencias sino una
afirmación del carácter provisorio de los acontecimientos. Nada es definitivo,
ni siquiera el pasado, nos dicen las inter-tramas de los relatos.
Pero hay también un hilo invisible que los conecta. En
todos ellos algo acecha a uno o a varios personajes. A veces una tragedia se
presenta como inminente, el lector siente que en cualquier momento puede
desencadenarse.
Lo notable es la economía con la que Curci constituye un
mundo. Son textos esencialmente metonímicos. Cada cuento está construido
alrededor de un mínimo de elementos que se cargan de sentido con su presencia
apenas delineada. El blanco de los textos, representación de lo que no se dice
por imaginable o a veces por inimaginable y hasta por indecible, juega un rol
fundamental. Son los espacios en los que el lector conjetura, se involucra,
busca desentrañar.
Esos elementos que activan el recorrido del lector pueden
ser un objeto, una imagen, un simple gesto. En “El asilo”, por ejemplo, el
cementerio inundado expresa un pasado oculto (ocultado) y grave. El mar, en el
cuento del mismo título, no es un factor decorativo, ni paisaje, ni decorado:
el mar esconde algo ominoso que se irá desvelando en el devenir de la trama. Una
obra literaria clásica es un señuelo en “El libro”, el Nocturno de Asunción Silva se conjuga con la noche aciaga en la que
se descubren los personajes. “El estuche de la tuba” es un título y un objeto
que esconde el horror: donde se espera música se presenta la calamidad. En “La
patria del sábado” el oprobio individual es reflejo del que perpetra la guerra
de Malvinas referida, como al descuido, por una transmisión radial. En “El
colchonero” son los colchones nunca recogidos por clientes ya muertos, los que
esconden un secreto terrible, más oscuro que el destino de los propios dueños. En
“La memoria” la culpa se materializa en huesos. La cobardía, en “Gloria”, se
encierra en una redacción periodística. En “El dibujo” el peor de los crímenes
se conjuga con la obsesión de componer un dibujo descomunal y trascendente. La
redención que se plantean algunos personajes recorre territorios inverosímiles.
La confesión es el talismán que salva al narrador de “La fiesta de cumpleaños”.
En “Comentarios para Andrés” los personajes recrean, borgeanamente, la anécdota
de Crimen y Castigo. En “El flaco”, el nombre adquiere los atributos de la
persona. En “El rostro de los monos”, el encuentro con la verdad no es la mejor
noticia. Como artefacto escueto y esencial, cada trama establece una certeza
implacable.
Los cuentos de este libro son despojados y contundentes,
son inesperados y abrumadoramente lógicos, traman historias oscuras
límpidamente, con pulcritud. Son objetos únicos y a su vez vinculados. No
permiten una lectura pasatista. Son, para decirlo con un adjetivo preciso,
inquietantes.
Algo late detrás de todos ellos. Algo se impone, se
quiere desvelar, pero las minuciosas tramas nos llevan sólo hasta las puertas
de la otredad. De alguna manera proponen, como aquella novela de Celine, un
viaje hacia el fin de la noche que encarnamos en tanto lectores. Hacia allí
van, o parece que van los cuentos de este libro.
Porque es sabido que hay que atravesar la oscuridad para
encontrar la luz del día.
Fabián Vique
DEDICATORIA
(1900-1992)
EPIGRAFE
“Hay caras
que no son caras, son campos de batalla.”
Abelardo Castillo
EL MAR
Sé que a mi derecha está el mar, más allá de los médanos y la
playa. El mar donde se pierden las luces de mercurio y los faros de los autos.
Pero sólo veo la ruta con su línea de rayas blancas, dividiendo al mundo como
los cuerpos dividen a los hombres. Eso fue lo que le dije a Jessica ayer.
-Hace diez años
que convivimos, y sin embargo no nos conocemos.
Me miró igual que
siempre lo hacía mientras yo manejaba, sin mover la cabeza, como si me
ignorase. Sin responderme, comenzó a protestar por el mismo y viejo tema de
cada uno de nuestros viajes.
-¿Cuándo vas a
arreglar el escape de nafta? Sabés que me duele la cabeza.
Abrió entonces la
ventanilla de su lado y luego la de Diego atrás. Mi hijo tenía la nariz pegada
al vidrio mientras miraba pasar las dunas.
-¿Falta
mucho?-preguntó él, despegando su naricita del vidrio como un insecto aplastado
en el parabrisas.
-Te enfriaste la
nariz- dijo ella, y le sonrió de esa manera especial que guardaba para los
hombres pequeños, para los jóvenes. Me había sonreído así alguna vez, diez años
antes.
Jessica se frotó
los ojos lastimados por el combustible. Yo sabía cómo la irritaba ese olor en
las estaciones de servicio, en los talleres que a mí tanto me atraían. Ella se
quedaba encerrada en el auto, con las ventanillas herméticamente clausuradas
por su enojo. No me ama, pensaba en esas ocasiones, mirándola desde el borde
del foso mientras yo charlaba con el mecánico. Ella se ponía a tocar la bocina
para que me apresurara, y me sentía avergonzado como un chico.
Habría querido
matarla en esos momentos. Volver al auto, romper el vidrio y tomarla del
cuello, sacudirla hasta obligarla a cambiar ese rostro que no era el de ella,
el que yo había conocido alguna vez. Pero entonces me daba cuenta que nada iba
a sacarle tal máscara porque era la esencia de su alma.
Estamos ciegos,
todos estamos ciegos y sordos. En la oscuridad reflejada en el parabrisas, en
esta noche en que viajo hacia la que me parece la última playa, veo mi cara recortada
en el cielo estrellado, y el brillo opaco del pavimento como diminutos
diamantes puestos allí para guiarme.
Deben ser casi las
dos de la madrugada. Esta vez viajo solo, o no tan solo, si mejor lo pienso. Si
por lo menos ella hubiese sabido cuándo callar. Pero Jessica no conocía el
silencio, el mismo que me rodea como una sombra, un tejido de alambres de púa
que ella siempre insistió en atravesar, aun sabiendo que iba a lastimarse
irremediablemente.
Las luces crecen
con el zumbido de los motores. Los autos pasan y queda el silencio de la ruta,
el sonido de mi auto y el rugido del mar a la derecha. El viento entre las
dunas, doblando los arbustos.
Mi hijo saltó
entusiasmado al asiento delantero, volcando un vasito de plástico con café que
Jessica había puesto sobre la guantera. Pero ella no dijo nada, porque se
trataba de Diego, de su hijo, no de mí. Hice sentar al niño en mis piernas y
apoyé sus manitos en el volante, bajo las mías.
-Estás manejando,
hijo.
Mi cara y labios
estaban pegados a su nuca y su mejilla, al aroma suave de sus cabellos a pesar
del sudor.
-Tu abuelo
Christian manejaba un colectivo cuando vivíamos acá-le dije.-Después, se compró
un auto y me enseñó a conducir corriendo por las playas a toda velocidad.
Y yo sentí, aún
antes de escucharla, que ella me miraba. Su mirada recelosa, su ofuscación. Su
ira. Porque ahora Diego no era solamente su hijo, sino también el hijo de su
esposo.
-No necesita de
tus recuerdos.
Fueron exactamente
esas sus palabras, y de la boca salió un hedor que inundó el interior del auto.
Huelo, todavía hoy, el aroma de su putrefacción. Me volteé a mirarla, y fue
entonces que se me ocurrió la idea que más tarde concretaría. Vislumbré su
futuro: las arrugas en la hosca cara de vieja.
Le haré un favor,
me convencí.
Pero ya no pude
seguir contemplándola. Frené y estacioné en la cuneta. El polvo del camino que
se levantó con la frenada entró al abrir la puerta. Vomité al borde del
asfalto.
-¿Y ahora qué te
pasa?
Su voz era otra.
Ronca, horrible. Pero si me dedicaba a mirarla, volvería a verla bella, estaba
seguro de eso. Su silencio era siempre hermoso. Sus labios sin cigarrillos,
finos como de diosa boreal. De allí venía ella, de los pueblos del norte, de
los pueblos fríos que adoran solamente en la intimidad y se funden con la luz
del sol.
Se deforman como
cera.
El vómito había
manchado una manga de Diego, y él se rió. Para Jessica fue la excusa para
desatar la bronca que había estado juntando desde que salimos de casa.
Estábamos a dos kilómetros de la playa en la que había pasado mi infancia.
Podía oler el aroma que llegaba del mar, ver las largas hojas de los juncos
creciendo en las dunas, escuchar la voz de mi padre que me llamaba,
deformándose en el viento hasta que ya era nada más que una figura lejana en la
playa con los brazos en alto bajo el sol refulgente.
Allí estaba mi
padre, y debía mostrarle a Diego al abuelo que había muerto un mes después de
haber nacido él. Su cuerpo perdido entre las olas, deliberadamente, y luego
devuelto como un rastrojo que el mar no se había dignado aceptar. Tantas veces
me pregunté el motivo de su acto, que ya había dejado de tener sentido como
interrogante para transformarse en respuesta. La pregunta era el mar, el
resultado era el agua que había quedado en sus pulmones, cálida y con su olor,
el de mi viejo, el mismo aroma que Diego llevaba en sus cabellos. El olor de
los arbustos y la arena que el viento arrastraba a ras del suelo, picándonos la
piel mojada por el agua del mar.
Levanté a Diego en
brazos y caminé con firmeza hacia la playa. Había un sendero estrecho entre los
pastizales. Jessica me gritó:
-¡¿A dónde vas?!
No le hice caso.
La estaba desafiando, lo sabía, y a pesar de sentirme obligado a celebrar tal
desafío, sólo tenía pensamientos para la playa que me aguardaba.
Las imágenes
llegaron desde la infancia. Me veía salir del agua con la piel bronceada y la
sonrisa que recordaba de mis fotos. Uno no recuerda sus propias sonrisas,
lamentablemente. Mi madre me esperaba recostada, y al verme llegar me traía la
toalla mientras yo temblaba con escalofríos bajo el sol. Y mi padre me frotaba
la cabeza, ofreciéndome la taza de té con leche de la merienda.
La misma playa
pero otros médanos, como otros eran los hombres que por allí pasarían mañana,
como otro era yo después de tantos años. La voz de Jessica, diciendo algo
ininteligible, logró despertarme. Escuché la puerta del auto al cerrarse y
luego sus pasos tras nosotros. Había decidido acompañarnos, tal vez nada más
que para ver qué hacía o le decía a nuestro hijo.
Remonté los
médanos que ocultaban el mar, llegué a la cima y me detuve.
La playa se
extendía enorme y vacía, azotada por el viento de la primavera. Las olas,
grises, perladas, caían una sobre otra rompiendo en la playa, lamiendo la arena
para luego regresar y fundirse en las nuevas olas continuamente engendradas.
Las figuras del verano aparecieron en mis ojos como si volvieran de la muerte
para decirme algo, para ordenarme algo. Entonces lloré, y Diego comenzó a
observarme fijo.
-¿Pá?-dijo él, y
con su manito derecha me secó las lágrimas, después señaló hacia el agua.
-¿Qué?-pregunté,
aunque no creía que hubiese motivo para hablar en ese momento. Sentí, supe con
certeza en realidad, que tenía a mi padre en brazos, que yo lo había engendrado
como el agua creaba aquellas olas.
Y la muerte se
redime en algunas personas, las usa como mensajeros. Son los cristos de las
sombras, llevan espinas invisibles en el cráneo.
Mi mujer era una
de ellas.
-¡No seas
ridículo!-me gritó al verme llorar.
Me estaba mirando
con ojos furiosos, que el gris de la tarde fundía y atenuaba con las
tonalidades de la pena. Ella era la pena y el dolor. Era la necesaria muerte y
el cuchillo con que me atenazaba para despertarme. Pero en lugar de lastimarme
la piel, me arrancaba una mano, una pierna, porque eso estaba haciendo al
tratar de quitarme a Diego de los brazos.
-Dame al nene. Me
vuelvo a la ruta y espero el colectivo. No aguanto más.
-Pero no seas
tarada…
No me contestó. Me
quedé con la boca abierta, llena de viento. Yo no era nada ni merecía una
respuesta porque quizá ni siquiera podrían verme. Mi ropa y mi rostro eran
blancos como las nubes, mi pelo castaño como los tallos mecidos por el
viento.
Mientras mis pies
se hundían en la arena, los miré alejarse.
Hace frío dentro
del auto. Los burletes de las puertas y ventanillas están rotos, cortajeados
igual que los asientos. Siento el olor del cuero y la espuma de goma sucia que
se escapa de las costuras, el olor de los neumáticos. Pero me siento protegido
de la intemperie que me abruma. El techo del auto me protege de Dios, del frío
de su cara. Nadie me acompaña en el asiento de al lado, nadie en el asiento de
atrás. Sólo un poco más allá está quien me persigue. Imagino la cara de Dios, y
tiene las facciones de Jessica. Dios me sigue caminando sobre el asfalto, atado
quizá al paragolpes trasero, deslizándose suave y silenciosamente.
Prendo la radio.
El concierto del sábado a la noche en Radio Nacional. Mi padre siempre encendía
la radio después de cenar. Nos sentábamos en el sofá junto al fuego de la
chimenea, con un libro en las manos, cuya lectura en voz alta acompañaba la
música con palabras que siempre eran acordes. Hoy suena esta melodía de
Sibelius. La música penetra en la noche, sigue los pasos de los faros del auto
al abrir la oscuridad. El cisne blanco que flota mansamente sobre las aguas del
río de la muerte.
Mi auto un cisne.
Cuando llegué a
casa esta tarde, la misma casa en la que mi viejo había vivido cuando yo era
chico, mi mujer estaba preparando las valijas, la suya y la de Diego. Mi hijo
había salido a andar en bicicleta.
-Me vuelvo a Buenos
Aires-dijo ella.
-Vas a dejar a
Diego conmigo, hay cosas que quiero compartir con él este verano.
-No quiero que le
hables más de muertos, torturas o desaparecidos, como tu padre hacía con vos.
Te estás volviendo loco igual que él.
-Mi viejo no
estaba loco-dije yo, en voz baja, apretando los dientes y los puños para
retener la ira. Nadie en mi familia se había atrevido a llamar a mi padre con
ese nombre, que siempre fue sólo pensamiento y jamás palabra. Pero ya no pude
seguir hablando.
Uno logra vivir
muchos años con alguien a quien no se ama, pero no con quien tiene odio en los
ojos. En las pupilas de Jessica vi mis ojos reflejados, y acercándome a ella, a
mí mismo, cerré las manos que temblaban alrededor de su cuello. Y la besé desesperadamente,
le mordí los labios mientras ella hacía esfuerzos por gritar. Sin embargo, su
voz se hizo nula atrapada en la garganta que mis dedos resguardaban como
centinelas, cancerberos del infierno de esa boca que me quemaba.
La furia llega cuando
es imposible detener la injusticia. Pero entonces ya no tiene nombre, y es eco
de fuerzas ancestrales, es río de sonidos y de miedos.
Cuando algo ya se
ha dicho, sólo queda el olvido o la fuerza, y la fuerza es más rápida, siempre.
Por eso sacudí sus hombros, su cuerpo para ver si de una vez por todas lograba
hacer salir a la mujer que yo había amado. Su cabeza golpeó varias veces contra
los bordes de la cama, y ella quedó inmóvil, fláccida la cintura de su cuello.
Callada, por fin.
La cargué en
brazos, mirando el cuarto en el que pasé todos los veranos de mi infancia. El
techo con manchas de humedad, la chimenea vacía, los muebles llenos de polvo.
No había más música desde muchos años antes. Me di vuelta y me miré al espejo.
Yo, un hombre a
quien no reconocía, llevaba en brazos el cadáver de su mujer. Me puse a
llorar por segunda vez en ese día,
mientras dejaba a Jessica en la bañera.
Me lavé la cara y
salí al patio de atrás. Un vecino me saludó, pero bajé la cabeza, como si prestase
atención a los caracoles sobre el sendero de baldosas. Volví a la cocina a
buscar el salero, y estuve cinco minutos viendo cómo los caracoles morían bajo
el montoncito de sal.
Del galpón traje
la bolsa de arpillera. La llevé al baño y cerré la puerta. Metí el cuerpo de
Jessica en la bolsa y la cargué hasta el baúl del auto. Oscurecía.
La voz de Diego
sonó fuerte, alegre, al abrir la puerta de calle.
-¡Pá!- gritó al
verme, justo cuando cerraba yo el baúl, y se subió a mis brazos.
-Mamá se fue a casa de una amiga. No vuelve
hasta mañana-le dije.
Pasé el resto de
la tarde jugando con mi hijo en medio de la sala. Apartamos la mesa del comedor
e hicimos correr los autos de juguete en una pista improvisada sobre el piso.
En la noche,
acosté a Diego y apagué las luces. Antes de cerrar la puerta de su cuarto, lo
miré dormir. Su carita bronceada y soñolienta. Su respirar sereno.
Empujé el auto
hasta la esquina para que Diego no me oyera. Luego encendí el motor y tomé el
camino hacia la ruta, a la playa en que mi padre había ido a morir.
Las letras del
cartel de señalamiento surgen blancas a la luz de los faros. Unos matorrales
azulados, ocres por momentos, se hunden en los estrechos senderos que conducen
a la playa. Me meto en la banquina y sigo el muro de arbustos hasta la bajada a
la playa. La arena húmeda de la noche deja que el auto se deslice sin esfuerzo.
Freno. No porque
haya visto algo, sino porque nada veo. Las estrellas han desaparecido, lo mismo
que la luna. No hay más que oscuridad, en la cual las luces del auto son menos
que débiles velas sometidas al viento. Sólo escucho el ruido del mar al apagar
la radio. No alcanzo siquiera a descubrir si estoy cerca de la orilla o aún
lejos. Supongo que la marea ha subido como todas las noches, y no quiero
avanzar más.
Abro la puerta,
saco la llave del encendido y voy hasta el baúl. Hago esto con la cabeza gacha,
no me atrevo a mirar adelante. Me siento como un niño avergonzado que teme las
miradas de los otros. Pero quién, me pregunto, puede estar mirándome. Si en
algún lugar es posible estar solo en este mundo donde los hombres de las
ciudades nacen y mueren rodeados de seres que lo miran y no entienden, es éste.
Es el cielo, sin embargo, a lo que temo. Es el miedo que siempre tuve a la
inmensa oscuridad de las playas en la noche. Al mar apenas vislumbrado por la
espuma blanca de las olas. Y cuando hay luna, ella alumbra un sector
insuficiente de las aguas, donde olas doradas y negras forman figuras que no me
atrevo a imaginar.
Apoyo las rodillas
en el paragolpes. El auto, su proximidad, su tibieza, me protegerá. El olor de
la sangre sale del baúl. Levanto la bolsa y la dejo en la arena. Me saco las
zapatillas, arrastro la bolsa hasta el agua. El mar no está tan frío como
imaginé. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad, pero mi corazón tiembla. El
agua es una amiga, pero no la penumbra que sobre ella se ha acostado. No me
animo a levantar la vista más allá del largo de mis brazos.
Arrojo la bolsa a unos
metros, pero las olas la traen de regreso. Vuelvo a empujarla con los pies, me
adentro para llevarla más lejos y profundo. Recuerdo cuando pescaba con mi
padre en las tardes de verano. El agua es cálida porque de ahí venimos, me
decía, y luego en la noche me leía pasajes del libro de Darwin que siempre
reposaba en su mesa de luz. Devuelvo el polvo a las aguas, pienso ahora.
Regreso a la
playa, y tropiezo con alguien.
-¿Pescando?-pregunta. Pero no es ironía, no puede siquiera haber visto
algo claramente como para sospechar.
-Paseando, nada
más. Me deshago de pescados podridos.
Permanece parado
al borde de las olas que no llegan a mojarlo. Ha encendido una linterna, y
enfoca el haz hacia la bolsa que flota y se aleja lentamente.
-Dicen que siempre
vuelven.
-¿Cómo?
-Todo lo que se
arroja, el mar lo trae de vuelta más tarde o más temprano. Dicen algunos que el
corazón de los hombres no se hunde.
Le arranco la
linterna de las manos y le alumbro la cara. Es un hombre de mediana edad, un
vagabundo cuyo aliento huele a vino y suciedad. Paso el haz de luz por sus
ropas rotas, manchadas. No tiene calzado.
-¿Quién es usted?
-No se preocupe,
no soy un ladrón. Vivo en la playa, pero de día me escondo de los turistas porque
se asustan de mí.
No sé qué hacer,
no sé qué ha visto.
-Me voy a quedar a
dormir acá.
-Hace bien, la
noche es fresca.-Se detiene un rato a pensar. -¿Sabe usted decirme algo? Me
contaron que tampoco el corazón de los hombres se quema cuando a uno lo
incineran.
Lo miro, intento
leer en su cara lo que sabe, pero la batería de la linterna se está agotando.
No hay para mí, de aquí en más, lugar para las dudas. Lanzo la linterna al agua
y lo sujeto de los hombros. Se sobresalta por un instante pero no se resiste.
Lo golpeo en la cara y lo arrastro del cabello hasta la orilla. Hundo su cabeza
en el agua.
Grita, se ahoga,
sigue agitándose por varios segundos. Luego, al fin queda inmóvil.
Lo levanto y
vuelvo a llevarlo ahora hacia las olas grandes, hasta más allá de la rompiente.
Me sumerjo con él hasta sentirlo flotar y asegurarme que el cuerpo se aleja.
Espero. El agua ya
no está fría. El cuerpo va desapareciendo en la oscuridad.
Me doy vuelta para
regresar a la orilla. Casi estoy llegando, pero cuando las olas son ya pequeñas
y no tocan sino mis talones, con el agua llegan dos manos que me aprietan los
tobillos con fuerza. Me arrastran hacia atrás. Tropiezo, trato de levantarme y
caigo una y otra vez.
La inquebrantable
voluntad de esos dedos es mayor que la fuerza de mi cuerpo. Tienen la firmeza
de un hombre sabio, triste como la cara de mi padre en sus fotografías. Sé
dónde he visto esa cara esta noche, y sé también de quién son las manos que me
arrastran a lo profundo.
LA MEMORIA
Mira la hora en su muñeca
izquierda. Los pasajeros le hacen sombra. Busca la luz pálida de la bombilla
que se asoma, precaria y sucia, del techo del vagón. Son las cinco y media de
la mañana. Hace mucho que no se levanta tan temprano. Desde los tiempos en que
iba a la facultad, o después aún, cuando se despertaba ya sin necesidad del
reloj, casi a las cuatro y media, para llegar a la guardia del hospital.
Pero ahora los medicamentos no lo dejan
dormir antes de las dos o tres de la madrugada, descansa una hora y vuelve a
despertarse, seguro de que no volverá a dormir otra vez. Sabe que hubo un
tiempo en que dormía diez, doce, veinte horas al día, en algún lugar que no
recuerda, pero tal vez sus sueños lo confunden al darle tanta impresión de
realidad.
La gente va a trabajar. El tren no está
muy lleno. Viajan pocos hacia Moreno a esa hora. Blas vive en Buenos Aires y no
trabaja, por lo menos hasta que su situación se arregle. Una situación que
nadie más que él conoce, porque si los demás llegasen a enterarse, no podría
estar como está ahora, libre, en un vagón de tren, y sin que nadie le reproche
los sonoros bostezos, la barba desprolija, el cabello un poco sucio.
Blas parece un vagabundo. Sin embargo,
nunca se lo reconocería a sí mismo, jamás imaginó que llegaría a verse así
alguna vez. Los recuerdos vienen, fragmentados, como si fuesen de otros
hombres, de otros tiempos o lugares remotos, y al cerrar los párpados se
apoderan de él. Entonces se frota la cara y saca del bolsillo del sobretodo el
diario del día anterior.
Lee un artículo de cinco líneas, perdido
entre titulares de letras gruesas. En Mariano Acosta comenzará hoy, a las siete
y media de la mañana, la excavación para comenzar los cimientos del nuevo
edificio municipal. Y Blas debe estar allí, sabe que tiene que llegar antes que
ellos y comprobar lo que se levantará del polvo.
Hacía cerca de un año que trabajaba en esa
guardia. Era una salita de auxilios con algunos consultorios a quince cuadras
de la estación de Mariano Acosta. Al llegar por primera vez, casi no prestó
atención a las miradas de los vecinos, a los chicos que lo miraban pasar desde
las ventanas de la escuela. Llevaba un traje gris con chaleco, la corbata roja,
el guardapolvo pendiendo del antebrazo y el maletín en la otra mano. Recién se
dio cuenta del contraste de su ropa con la precariedad del barrio cuando las
calles de tierra le mancharon el pantalón y los zapatos con barro.
-¡Buenos días, doctor!- lo saludó la
enfermera de la mañana.- ¡Pero cómo se vino tan elegante!
Él no contestó. Se quedó boquiabierto,
como si estuviese escuchando el reproche de su madre. Luego, su voz sonó
gangosa, y sus ojeras coincidieron más con esa voz que con el hecho de haberse
levantado tan temprano. Se había vestido sin pensar adónde iba, mientras
desayunaba con las tres cápsulas matutinas. Los medicamentos que le enseñaron a
tomar todos los días en un lugar que no recuerda, igual de lejano e impreciso
que el tiempo anterior a su nacimiento. Drogas que tal vez habían sido creadas
para eso: olvidar, y sin embargo, la mente se revelaba, fluía por un colador de
acero opaco y negro como los recuerdos que se ocultaban detrás.
La enfermera lo ayudó a cambiarse. Le
mostró el box de guardia, el instrumental para urgencias y la camilla
ginecológica, que estaba rota.
-La doctora anterior se animaba a atender
los partos hasta que llegaba la ambulancia para derivarlos al hospital-dijo
ella, y sonrió. Ese gesto despejó el temor que Blas había estado incubando durante
toda la mañana. Cómo un hombre de treinta y ocho años podía tener miedo de
tomar una guardia de atención mínima. Los conocimientos no los había olvidado,
los medicamentos no pudieron con eso. Aquella parte de su mente permanecía
indemne, pero, sin poder evitarlo, tenía miedo.
Al día siguiente, reemplazó el traje por
un guardapolvos y un pantalón blanco. Ahora los chicos lo seguían por la calle,
pegándose a sus piernas. Él les acariciaba la cabeza y saludaba a las mujeres
asomadas a las puertas.
-¡Hoy llevo al nene para la vacuna, doctor!
Blas asentía en silencio. La barba
crecida pero limpia, el cabello corto, la sonrisa dispuesta a cualquier niño
que se le acercara.
-Usted debió haber sido pediatra, doctor,
se lleva muy bien con los chicos. ¿Dónde trabajó antes?
Miró a la enfermera por un instante, e
hizo como que no había escuchado.
-Hay que hacer pedidos de guantes y poner
estas pinzas a esterilizar, por favor.
-Sí, doctor.- Ella no volvió a insistir.
En una noche de julio, la enfermera se
había sentido mal y se fue a casa. Blas se quedó solo en la guardia. La luz en
la entrada de la salita brillaba como una estrella en medio de la desolación de
la calle. De vez en cuando sonaba un ruido de cadenas de bicicleta. Eran los
hombres que volvían tarde del trabajo. Los perros ladraban, y sus voces se
convertían en aullidos perdidos en el viento. No solía llegar gente después de
las doce, y no temía a los asaltos. Blas sabía que su ropa de médico era tan
fuerte como una armadura, imponía respeto y admiración. Lo dejaban en paz.
Mirando desde la ventana empañada por su
aliento, otra vez sintió miedo. Pensó en las pastillas, pero no las tomaría más
tarde. Había decidido abandonarlas.
Golpearon a la puerta con impaciencia. Fue
a abrir. Una chica que no debía tener más de dieciocho años, se abalanzó hacia
él y lo abrazó. Las ropas frías, mojadas, lo rodearon como si el mismo invierno
hubiese entrado para atraparlo y llevarlo hacia un lugar sin regreso.
Le preguntó qué sucedía. Ella no levantó
la vista. Lloraba con la cara pegada al pecho de Blas. Él hizo un gesto de
fastidio. Cerró la puerta y acarició la cabeza de cabellos castaños y lacios de
la chica. Lentamente, ella se fue abandonando, y dejó caer todo su peso en los
brazos de Blas.
La levantó y la acostó en la camilla.
Entonces se dio cuenta de que estaba embarazada, tal vez a punto de dar a luz
en esos días. Ella volvió a despertar con un grito, y se sujetó a él mientras
lo miraba.
-¡Al fin te encontré!- balbuceó.
Blas le preguntó si acaso la conocía.
-¡No seas hijo de puta! ¡Sabía que me ibas
a negar! ¡Pero no vas a negar el hijo que me hiciste!
Blas retrocedió. La chica estaba loca o
probablemente drogada.
-Mirá...-le dijo.-...primero vamos a ver
qué pasa con las contracciones y después hablamos. ¿Vivís por acá?
-¡Pero si te estuve buscando por meses! Me
escapé cuando supe que estaba embarazada y empecé a buscarte. No me vengás con
la historia de que no me conocés…- La voz de la chica era brutal, oscura,
gastada por algo más profundo que un resfrío o la gripe.
Le tocó la frente. Ardía. Le puso el
termómetro y comenzó a auscultarla.
-Tenés una bronquitis tremenda.
Dejó el estetoscopio y fue al teléfono.
-Llamo al hospital para que te internen.
-¡No! Quiero quedarme acá.
Otra contracción la hizo gritar .
-Dejáme revisarte, por favor.
La chica tenía una gran dilatación, y el
trabajo de parto era inminente. Puta la suerte que me tocó, pensó él. Pero ella
lo había escuchado. Cómo pudo haber oído su pensamiento, a menos que lo hubiese
murmurado sin darse cuenta, a veces le pasaba.
-Nunca me llamaste puta, me dijiste que
fui tu mejor consuelo en mucho tiempo. Me acuerdo cómo lloraste después,
parecías liberado.
Blas había terminado de poner la vía y el
suero. Llamó al hospital y pidió una ambulancia con urgencia. No tenían ninguna
en ese momento, le dijeron, pero en cuanto dispusieran de una, la enviarían.
Volvió al lado de la camilla. Le sacó las ropas húmedas y la cubrió con
frazadas que había entibiado sobre la estufa.
La chica se tranquilizó por un rato, pero
no dejaba de mirarlo con ojos afiebrados. Se hizo un tenso silencio que sólo
algunos ladridos interrumpieron desde la calle. Blas no podía soportar esa
mirada, no lograba sostenerla sin que sus propios ojos huyeran, buscando
esconderse, pero en realidad no había dónde.
-Escuchame. Creeme que te confundís. Tengo
casi el doble de edad que vos, ni siquiera te conozco, ni es posible que nos
cruzáramos alguna vez. Pensálo bien, pensá en tu novio y decíme si se parece a
mí.
-Me conocés, Blas.- Ella sacó la mano de
abajo de las mantas y le acarició la mejilla, la oreja, y apoyó su dedo índice
en la nariz de Blas.
-Tu nombre me convenció, tan suave. Me
parecías un hombre triste, pero seguro, fuerte, no como los chicos de mi edad.
Decíme si no te acordás de esto, si casi nueve meses son suficientes para
hacerte olvidarlo.- Y le mostró las muñecas, una cicatriz transversal cruzaba
cada una.- Te conté esa misma noche por qué me habían internado, y me
entendiste, fuiste el único que realmente...tu voz me convenció, en la
oscuridad de la sala, aunque los otros nos escucharan, para mí estabas sólo
vos...- Ella se extravió en el delirio, gotas de sudor hicieron brillar su cara
bajo la luz de los tubos fluorescentes.
Le tomó la presión. Si continuaba
descendiendo la perdería. Pero no iba a practicar una cesárea allí, sin ayuda,
sin material. Se secó la frente con la manga. Hizo memoria de lo aprendido
muchos años antes. Sí, lo esencial lo recordaba, pero cómo era posible que esa
chica le hablara con tanta seguridad, cuando él no tenía memoria de nada
referente a ella. Sabía su nombre sin que él se lo hubiese mencionado, aunque
podía haberlo averiguado también por los vecinos del barrio. Quería meterlo en
una trampa, sacar ventaja de su situación con algún abogado de por medio.
Ella volvió a despertar.
-Estábamos juntos esa noche de noviembre,
¿te acordás? Me tocaste y dijiste que no habías estado con ninguna mujer como
yo. Tu aliento era parecido al mío, ese olor a remedios que hundía los pasillos
del hospital. Todo olía a lo mismo, siempre.
Blas no recordaba haber estado internado
jamás.
-Te voy a confesar algo, mientras
esperamos, para que te tranquilices. A veces me deprimo, tuve un período de mi
vida en que no resistí más, ¿entendés?, y me hundí como esos pasillos de los
que hablás. Uno se hunde sin darse cuenta. Tomé remedios, todavía lo hago. Me
ayudaron a pasar el tiempo, a no pensar. Te borran cosas, te anulan hasta que
ya no sentís más. Y esa es una manera de vivir, de pasar los días como si todos
fuesen un domingo nublado a las dos de la tarde, indefinidamente.
La chica volvió a dormirse. Le tomó el
pulso. Decrecía. Ya no tenía contracciones, pero la dilatación era la misma. El
bebé iba a morir antes de nacer. Volvió a llamar al hospital, esta vez daban
ocupadas todas las líneas.
Basta, se dijo. Preparó la caja
esterilizada, los campos quirúrgicos. Limpió el cuerpo con yodo y tomó el
bisturí. La incisión le salió perfecta, como si no hubiesen transcurrido
algunos años.
Era el único varón en el servicio de
pediatría, y las madres lo elegían por diversas razones. Tal vez fuese el
atractivo que ejercía su presencia entre tantos gritos y voceríos femeninos.
Después de tres años de residencia y cinco de trabajo arduo, había obtenido más
la simpatía de los pacientes que de las autoridades del hospital.
La noche que llegó la niña de tres años,
no había camas vacías. Decidió dejarla en la camilla de la guardia para
observarla y hacerle estudios. Los padres lo miraron con desconfianza mientras
la revisaba.
-Vamos a internarla en cuanto haya cama,
no se preocupen.
Blas se oyó llamar por el altavoz, y fue a
atender a otros pacientes. Media hora después, vio un revuelo en el box donde
había dejado a la niña. Corrió. La pequeña convulsionaba, vomitando sangre y
manchando las sábanas y la ropa. De pronto, los temblores se detuvieron. Una
pediatra había comenzado con las maniobras de reanimación, pero dos, tres,
cinco minutos después todo fue inútil. La niña no se movía. La madre la levantó
en brazos como a un fardo envuelto en telas sucias.
El padre empezó a amenazar a Blas
sacudiendo los puños frente a su cara puños. Lograron apartarlo, pero el hombre
siguió llamándolo asesino, y esa palabra repercutió en toda la guardia. La
gente lo miraba, y tal vez nada pensaran en particular; sin embargo, él ya no
podía ver más que esa mirada de acusación.
Meses después lo demandaron, y su seguro
no cubrió el monto. El padre de Blas era un forense reconocido en la ciudad, al
que todos llamaban simplemente Dr. Ibáñez, pero no quiso pedirle ayuda. Blas
estaba seguro de lo que pensaría su padre cuando se enterase.
Vendió la casa y se llevó a su esposa e
hijo a un departamento del barrio de Once. Intentó seguir trabajando, pero al
atender a un paciente dudaba del diagnóstico y de la droga recetada. Hacía
volver a los enfermos casi todos los días, y éstos se cansaban y lo
abandonaron. Ya no quiso trabajar. Fue ésa la época en que dejó de dormir,
dando vueltas en la cama toda la noche. Su mujer le dijo un día:
-Hay píldoras para dormir, Blas, deberías
saberlo.
Y esa voz dura tenía razón. Pero luego las
pastillas ya no le sirvieron. Se quedaba todo el día encerrado, comiendo,
mirando televisión. No hablaba. Luego, un día, apagó el televisor y ya no se
levantó del sofá. Escuchaba voces a su alrededor. La de su esposa, la del hijo,
y otras desconocidas. Un día alguien vino a buscarlo, hablándole suavemente.
Desde entonces nada recordaba.
El bebé estaba muerto y la placenta se
había desprendido cubierta de sangre coagulada. Puso el cuerpo del niño en una
bolsa y se dedicó a cerrar la herida. Miró el pecho de la chica, le pareció que
respiraba más débilmente. Le tomó el pulso. No existía. Quizá había muerto
desde varios minutos antes y no se había dado cuenta. Él, médico, no se había
dado cuenta. Esta vez, ya no se sorprendió de sí mismo, y esto lo dejó más
perplejo aún. Tantos niños que había salvado, tantos, y uno que se perdía, se
iba, traicionándolo, le había quitado el sentido a todo, absolutamente.
Blas acarició la cara muerta con sus
guantes sucios de sangre. No recordaba qué había pasado ese año perdido en su
memoria, ni cómo los medicamentos lo habían hecho actuar. ¿Era posible que él
la conociera y la hubiese seducido? No, no recordaba, pero quizá sí sabía.
Miró a su alrededor. Se vio solo, con dos
muertos, y rodeado por los rastros de una cirugía que cualquiera habría
rechazado realizar. Pero más que nada estaban Blas y su pasado, sus
antecedentes marcados en rojo.
Blas y la zona del tiempo fuera de su
memoria.
Los demás sí recordarían, seguramente,
todo estaba asentado en historias clínicas de curso irreversible, como
manifiestos escritos por el mismo Dios en el principio de los tiempos. Y
después, tal vez, aparecerían los testigos, que siempre surgen de las zonas de
penumbra.
¿Y si el hijo era suyo? Los hombres dioses
podían determinar, con su sangre y un cabello del niño, si lo era. Entonces qué
iba a responder.
Cerró la bolsa roja con el cadáver del
bebé. La puso contra la puerta de entrada. Fue a buscar una bolsa negra.
Levantó en brazos el cuerpo de la chica y, doblándole las piernas, la cintura y
la cabeza, lo hizo entrar. No era grande, no era robusta. Era delgada y frágil
ahora.
Abrió la puerta. Nadie había afuera.
Debían ser las tres de la mañana. Sonó el teléfono, y pensó de pronto en la
ambulancia. Fue a atender.
-Ya la derivé. No, ya no la necesito,
gracias.
Colgó. Volvió a la puerta y cargó la bolsa
pequeña en su hombro y arrastró la otra. Comenzó a caminar oculto por la sombra
de la pared, lejos de los focos de la calle. Siguió caminando por el sendero de
tierra que atravesaba el descampado detrás de la sala de auxilios.
No veía nada, sólo sentía el pasto
crecido. Había un arroyo a cinco kilómetros, después de las vías abandonadas,
donde una serie de árboles formaba un pequeño bosque. La gente ni siquiera
tiraba basura allí por estar tan lejos y oscuro.
La sombra de los árboles se movía frente
al cielo nublado y tormentoso. El viento mecía las copas con un estruendo de
ramas entrechocadas que dominaba la noche. El mundo y la ciudad parecían haber
dejado de existir. Todo era viento, olor a pasto húmedo y tierra. Y la sangre
venía a unirse a ellos. Blas se dijo que las cosas, a veces, concuerdan, se
buscan una a la otra.
Con la pala que había traído del depósito,
cavó una sola fosa. Arrojó las bolsas, y devolvió la tierra a su lugar. Si esa
noche llovía, el barro emparejaría la superficie removida.
Regresó a la sala. Se lavó las botas, puso
la pala, ya limpia, en su rincón. Limpió todo el interior. Lavó los
instrumentos y los esterilizó otra vez. Nada quedaba de lo que había sucedido,
y faltaban dos horas aún para que la enfermera de la mañana llegase.
En Merlo, baja del tren y espera la salida
del empalme hacia Mariano Acosta.
Son ya las seis y media. El tren sale,
esta vez lleno de gente, y debe viajar parado. Las estaciones se suceden entre
empujones de los que bajan y suben. Está amaneciendo. Un rayo de sol entra por
la ventanilla y cae justo sobre sus ojos, cegándolo. A pesar del frío, siente
calor. El cuello del sobretodo se humedece con el sudor y despide un olor que
lo avergüenza. Pero él no desvía la vista de la ventanilla. Mira el sol que se
asoma detrás de las casas pobres de la ciudad.
Tantos soles ha visto, tanto que recuerda,
menos aquel año anterior al que le ofrecieran el trabajo en Mariano Acosta. Era
una guardia general, no importaba. Todos estaban al tanto de que no ejercería
nunca más la pediatría. Sin mujer ni hijo, debía enfrentar la realidad de
mantenerse a sí mismo. Pero quién lo había mantenido hasta entonces, no se
acordaba.
El tren se detiene en la estación.
Desciende. Se para un instante en el andén, pensando en que apenas dos meses
antes había dejado la guardia por otro puesto mejor remunerado. Así se lo había
explicado al médico amigo que trabajaba en la secretaría de Salud del
municipio. Se despidió de las enfermeras y de los vecinos del barrio. Nadie le
preguntó por la chica que lo había visitado una noche varios meses antes.
Dejando pasar el tiempo, enterrando la idea como se entierran los cuerpos,
nadie preguntó, nadie extrañaba a alguien que quizá nunca había existido. Eso
lo tranquilizaba. Pero no podía dejar pasar más tiempo, no podía correr el
riesgo. Mientras antes se fuese, antes lo olvidarían.
Cuando dejó la salita de auxilios, ya no
tuvo adónde ir. Se fue de la pensión y algunos amigos lo cobijaron por semanas.
Pero al verlo abandonarse a la suciedad y a una dejadez que rozaba el
desquiciamiento, lo pedían que se fuera. Él, sin embargo, no podía huir de la
ciudad, como una mosca que no es capaz de apartarse más allá de unos cuantos
metros de un basural.
Vio el artículo por casualidad en un
diario olvidado sobre la mesa del bar, y se puso a leerlo lentamente, para que
cada palabra durase una hora y el sueño llegase más pronto que el hambre. Iban
a excavar en el terreno lindante al arroyo. No podía ser otro el lugar, porque
reconoció la descripción de los árboles, del pasto y el sendero del descampado.
Tengo que ir, se dijo entonces.
-Maestro- le dijo al mozo.- Un sobrecito
de azúcar, por favor, me bajó la presión.
El mozo iba a echarlo, no quería
vagabundos en el local, pero la entonación cuidada de Blas, la palidez casi
tenebrosa de su cara, lo hicieron abandonar sus reticencias. Blas abrió el
sobrecito y lo vertió bajo la lengua. Rápidamente se recuperó y se fue,
escondiendo el diario en el sobretodo. Se acostó en el umbral de un edificio,
junto a un perro que le había ganado de mano, y trató de dormir.
Camina por las calles sin que nadie
reconozca en el oscuro vagabundo al médico que los había atendido alguna vez.
Pasa frente a la sala de auxilios. Alguien, un hombre de blanco, piensa, debe
palpando a otro hombre, y los dos participan voluntariamente del destino que
los ha unido para siempre. Pero no mira por la ventana, sigue de largo.
Ve el descampado. Las topadoras mueven sus
brazos mecánicos entre la bruma de la mañana. Unos obreros colocan cintas con
rayas rojas alrededor de la zona. Blas camina con lentitud hacia allí,
escondido por los arbustos altos y la niebla. Parece un tronco negro, quemado,
que se desplaza cuando nadie lo mira.
Llega hasta la primera cinta. Escucha las
voces de los obreros y los arquitectos. Los motores de las máquinas se están
calentando. Las ramas de los árboles se sacuden con el impulso de las
topadoras, y las hojas caen como lluvia.
Allí abajo están ellos. Esperando.
Pasa bajo la cinta y continúa. Nadie lo
detiene. Hay mucha gente que parece desconocerse entre sí. Administrativos,
periodistas locales, policías, constructores, políticos. Todos dan indicaciones
en voz más o menos alta. Pero nadie lo ve, ni nota tampoco lo que ha brotado
entre las raíces del árbol que están arrancando.
-¡Tiren!
Los cables de acero tiran del árbol, y
entre las raíces surgen los huesos, asomándose por los orificios de las bolsas
rotas.
-¡No!- grita él.
Todos se dan vuelta para mirarlo. Los de
la máquina no han escuchado y continúan tirando del tronco. Blas corre y empuja
a los que, más con asombro que ofuscación, se interponen en el camino de ese
hombre cuyo sobretodo se agita como un personaje salido de viejas películas.
Logra llegar a los árboles y se detiene
bajo el que está siendo arrancado.
-¡Cuidado!- le gritan, pero él no hace
caso. Se arrodilla y entierra las piernas en el barro removido. Las raíces se
levantan como brazos de la tierra. Se pone a buscar las bolsas, los huesos.
Pero los ha perdido de vista. Entonces se cubre la cara con las manos sucias.
Alguien se le acerca, lo ayuda a
levantarse. Blas se da cuenta que esa persona, sea quien sea, le hace a
alguien, más lejos, el signo mudo del que señala a un loco.
-Estaban acá, se lo juro- insiste él, pero
ya no puede ahora contener el llanto. El brazo del hombre lo aprieta un poco,
consolándolo, es el primero que lo hace después de mucho tiempo.
-No importa si perdió algo, ya lo vamos a
encontrar- lo consuela el hombre, mientras se alejan. Blas lo mira y se seca
las lágrimas con el pañuelo que le ha ofrecido. Siente, por un breve, un
sublime instante, que está a punto de salir indemne.
Pero alguien grita, detrás de ellos:
-¡Dios santo! ¡Miren ahí, al lado del
árbol!
EL BALNEARIO
Walter tenía veinticinco años cuando diseñó el proyecto para
Playa del Sur. Elegido entre una veintena de arquitectos de mayor experiencia
que él, fue el primer trabajo importante que le habían encargado. Pero cuatro
semanas después, los inversionistas decidieron suspender la obra, cuando el
terreno estaba preparado y los obreros y los materiales listos para comenzar la
construcción.
Ahora, mirando la
playa desde el muelle, piensa en su idea original. Le han anunciado hace dos
días la decisión de retomar el proyecto, cuarenta años después de haber firmado
los primeros planos. Hubo muchas obras después de eso, varios premios y una
cantidad imprecisa de dinero. Pero casi todo ha desaparecido, excepto las
construcciones en posesión de quienes pagaron por ellas, y el resto tomado la
abstracta figura del prestigio.
Tiene sesenta y
cinco años, y ni siquiera los honores que recibe de sus amigos y colegas son
suficiente aliento para sacarlo de su melancolía constante. Está acostumbrado a
salir y entrar de esos períodos de pensamientos tristes, que a su psicólogo le
gusta llamar depresión.
Sube al muelle
abandonado desde que las olas tiraron algunas de las columnas de madera. Siente
el sonido persistente del mar entre los pilares. Se asoma por la baranda
mohosa, e imagina estar arrojando las redes a esas olas inquietantes, como
cuando era joven y pescaba con sus hermanos. De eso ha pasado tanto tiempo, que
sólo parece posible la resignación. Trajo a dos perros para acompañarlo, dos ovejeros
aún cachorros, que corren a su alrededor saltando las ranuras de los tablones y
las astillas. Los acaricia mientras les da galletas que lleva en los bolsillos.
Hace dos días
recibió el llamado en su casa de Buenos Aires, y poco después se puso en viaje
a la costa para encontrarse con los constructores, llevando el rollo de los
planos originales sobre el asiento trasero del auto. Buscó esas hojas, ahora
amarillas y quebradizas, con mucho esfuerzo en el sótano de su casa invadido
por la humedad. Cuando abrió los rollos sobre la mesa de dibujo, se sorprendió
de no necesitar los lentes para ver los bosquejos hechos por su mano tan joven,
de pulso y trazos tan firmes. Entonces sonrió casi imperceptiblemente, y su
mujer le dijo que había algo diferente brillando en sus ojos.
Mientras él salía
del garaje con el auto, ella le aconsejó a último momento:
-Llevá los
anteojos, y cuidáte la vista, cuando vuelvas tenés que operarte. Y no te
olvidés de las pastillas para el ánimo.
Su mujer tenía
una intensa mirada de preocupación, como si todo lo que pudiese hacer para
detenerlo no fuese más que frotarse las manos nerviosamente y darle una y otra
vez los mismos consejos. Él se abstuvo de recriminarle algo o llamarla vieja
sorda por no haber escuchado el teléfono. Si él no hubiese estado en la
habitación, no habría recibido esa buena noticia. De algún modo, el teléfono
siempre había sido un mensajero de hechos primordiales, puntos de giro en su
vida.
Aquel viejo día de
su juventud cuando le avisaron que la obra se suspendería, se sintió
terriblemente desilusionado. Le habían dicho que las empresas que patrocinarían
el proyecto no aprobaban el presupuesto. Después de todo, era su primer trabajo
formal, y aún era muy joven. Eso fue lo que pensó en aquella época. Más
adelante se enteró que consideraban su idea como demasiado futurista e
impracticable. Pero la decepción había echado raíces en esos días, y sintió
cómo los primeros síntomas de su manía depresiva se iban formando en los cielos
de aquel tiempo. Después sucedió la muerte de Juan Carlos, y poco recordaba de
las semanas que siguieron a eso.
Hoy, cuarenta
años más tarde, no preguntó la razón de que resucitaran el proyecto. Intentó
hacerlo hace dos días en el teléfono. Trató
de averiguar el origen de esa llamada que al principio le pareció broma de mal
gusto.
La voz del hombre
que hablaba le resultó inquisidora y brusca, como si nada de lo que Walter
pudiese oponer fuese suficiente para desbaratar los planes. De pronto, del otro
lado del teléfono se puso a hablar con otro, murmurando, y no alcanzó a
entender lo que decían; la línea se interrumpió momentáneamente, y reapareció
la secretaria.
-¿Arquitecto? Lo comunico otra vez con el
gerente...
Pero la voz que
ahora había tomado el teléfono no era la misma, estaba seguro. A Walter ese
nuevo tono le resultaba familiar, como una voz que no había escuchado en muchos
años.
-¿Juan Carlos, sos vos?
No supo por qué
hizo esa pregunta tan impulsivamente, su viejo amigo estaba muerto desde hacía
cuarenta años.
La secretaria
siguió hablando detrás de una intermitencia ensordecedora. Luego la comunicación
se hizo limpia, y Walter escuchó que la voz conocida y antigua regresaba.
-Walter, tu proyecto es magnífico, es el
futuro hecho obra.
Entonces
colgó.
Un rato después su
mujer lo despertó haciéndole oler un pañuelo embebido con una fuerte agua de
colonia.
Vuelve a mirar a los perros, y luego hacia
el mar. Se cierra el piloto que usa durante el invierno, pero que este año
necesitó también desde principios del otoño. Descubre un asiento mimetizado con
el color herrumbroso del muelle. Se sienta de espaldas al mar, enfrentando el
lado norte de la playa. El cielo está despejado, sin embargo la luminosidad ha
decrecido. Recuerda los edificios ideados hace tantos años, algo austeros en
sus formas, aunque era así como él imaginaba el futuro del mundo. Los planos
vuelven en detalle a su memoria. Deberían hacerse muchos cambios, pero lo
esencial de la ciudad ya estaba creado. Puede verla con claridad frente a sus
ojos, ahí en la playa. Porque como entonces, piensa que ese lugar necesita una
ciudad.
La mañana en que
él y Juan Carlos viajaron juntos a esa playa por última vez, habían hablado
precisamente de eso.
-Este sitio es un
vacío inútil. Debe haber gente y edificios, ¿me entendés?
Su amigo no le
contestó, él siguió hablando.
-El sol quema y el
viento reseca la piel. La humanidad no está preparada para soportar la
intemperie y los caprichos del clima.
Fue así que esa
misma tarde, sentado en la arena, de espaldas al mar, hizo correcciones en los
dibujos iniciales de la ciudad. Como un espejismo, los edificios surgieron de
los médanos azotados por el viento. Los autos corrieron por las futuras calles
de la playa. Era un nuevo mundo organizado, cubierto por los techos protectores
de las casas y las luces casi eternas de los tubos fluorescentes.
Juan Carlos se
había sacado la camisa y estaba acostado en la arena boca abajo, con la cabeza
apoyada en las manos. Por un instante, Walter vio cómo el viento movía el pelo
y rozaba el vello de la espalda de su amigo. Siguió dibujando, más seguro esta
vez de lo que debía hacer, porque la espalda del otro necesitaba protección
frente al clima áspero del mar, frente a la sal que todo lo carcome como una
herramienta del tiempo que no conoce la piedad. Sus manos bosquejaban y tocaban
el papel, apretaban el lápiz y su mente pensaba excitada y febril en lo que
haría de no estar haciendo eso: creando un refugio para ellos. Porque al fin de
cuentas, no creamos para el mundo, se dice él, sino para la supervivencia. Sus
obras siempre le habían parecido necesarias de un modo u otro. Pero ahora esto
le resulta absurdo. La playa continúa viva aún sin esa ciudad que él alguna vez
creyó imprescindible.
Juan Carlos abrió
los ojos y lo sorprendió mirándolo. No dijo nada, pero Walter sintió vergüenza.
-¿Estás enojado?
-No... Fue un
concurso, nada más. Ya habrá otros.
Luego se acostó a
su lado, apoyando un codo en la arena, mientras con la otra mano rozaba la
espalda de su amigo con la punta de los dedos. Juan Carlos lo seguía mirando,
como buscando en sus ojos una respuesta que quizá no se atrevía a escuchar.
Estiró una mano y la apoyó sobre el pecho de Walter.
-¿Vas a casarte?
Y antes de que
tuviese tiempo de responder, ya sabía que Juan Carlos conocía la respuesta. Su
voz era oscura, era fría como el agua del mar al anochecer, cuando el sol cae y
una brisa fresca e inamistosa nos dice que no entremos, que nos vayamos porque
el mar se está encerrando en sí mismo. El mar se calla y hace silencio, y no
quiere hablar con los humanos. Algo más grande está llegando cuando anochece,
otra vida llega o surge desde algún lugar y nos expele con escalofríos y una
incierta inquietud. Todo puede pasar entonces, la playa se está vaciando de
gente, y el mar se ha convertido en un inhospitalario huésped que siembra
piedras y crea dientes bajo el agua.
Por eso no
necesitó responder, Juan Carlos conocía la respuesta, así que ambos dejaron la
playa y regresaron a Buenos Aires.
Muchos años
después, en ese mismo lugar que en nada parece haber cambiado, oye el motor de
un auto, y ve detenerse al Jeep del guarda vidas, que ha comenzado a caminar hacia
el muelle y agita los brazos para saludarlo. Walter le responde, y de pronto,
su mano se congela en el aire, asombrado por lo que ve.
Es Juan Carlos,
piensa. Su cuerpo fornido y alto, el cabello corto y el rostro esmeradamente
rasurado. Se le acerca a paso lento, con el fondo vacío de los médanos y la
arena volando a su alrededor. Lleva una campera y un par de shorts. Es su
amigo, está seguro. Entonces busca los anteojos, revuelve en los bolsillos y se
da cuenta de que los ha olvidado en el auto.
La figura de aquel
hombre está a diez metros y lo saluda otra vez.
-Arquitecto, ¿cómo está?
Le estrecha la
mano, y siente sus brazos fuertes, demasiado jóvenes. Entrecierra los párpados
para ver distinguirlo mejor.
-¿Juan, sos vos?
-¿No se acuerda de mí? Mire la ciudad,
observe su ciudad levantada a orillas del mar. Contemple este muelle destruido
y a punto de caerse. Lo dejamos en su honor. Es un museo viviente. ¿Quiere ver
la avenida principal? Le pusimos su nombre, ¿sabe?
Walter observa con
detenimiento, y no ve nada. Frunce las cejas y sus ojos sufren con el esfuerzo,
y cree entrever lo que su amigo le dice. Porque sin duda es Juan Carlos el que
le está hablando, la ironía de su voz lo delata. La bronca sutilmente contenida
se ha transformado en halagos.
Walter cree que
debe iniciar una disculpa, un intento de justificación.
Pero el otro no lo
escucha y se aleja. Tiene el aroma de la arena húmeda entremezclado en el vello
de las piernas. Las sandalias repiquetean sobre las tablas, y camina hacia la
zona prohibida del muelle, la región a punto de derrumbarse por el golpe de las
olas. Intenta advertirle, pero la voz no sale de su garganta. Juan se arroja al
mar.
Walter corre a
asomarse al abismo, y entre las olas que golpean el cuerpo contra los pilares,
surge una presencia que no alcanza a descubrir del todo. Como si un monstruo
invisible habitara la superficie del agua y ese sitio fuese la fuente de todo
el miedo. Sin embargo, él está calmo. Son sus perros los que tiemblan. Son las
olas que aumentan el temor animal. Es la oscuridad naciente al final del
muelle, capaz de resistir cualquier luz artificial, y la presencia sorda del
mar, que siempre está hablando y nada más que haciéndose escuchar. Tal vez fue
ahí donde la creación de sus obras creció como un desprendimiento del espanto.
Los perros,
frenéticos, corren ida y vuelta hasta el extremo del muelle. Vuelve a la playa
para avisarle a alguien, pero descubre que el jeep continúa allí. Ahora, ya muy
de cerca, se da cuenta de que el auto es igual al que Juan se había comprado.
Todo lo obtenía a crédito en esa época, se había endeudado con una infundada
confianza de ganar el concurso.
-Arquitecto,
debemos informarle el deceso de su colega...
Cuando quiso ir al
funeral se lo prohibieron, la familia no quería que viese el cuerpo destrozado
de Juan.
Se resbaló, fue un
accidente infortunado, le dijeron en las reuniones de la Asociación de
Arquitectos, y así salió informado en la gacetilla semanal. Los viejos colegas
le palmearon la espalda para consolarlo.
-No piense más en los
muertos y disfrute de su premio.
El reloj señala
las siete de la tarde. El viento ha aumentado su intensidad y el frío su
crudeza. Uno de los perros aúlla, y cuando el otro se dispone a acompañarlo,
Walter les grita. Entonces se agachan contra el suelo y se acuestan a sus pies.
Intenta ver la ciudad, pero a pesar del esfuerzo no lo logra.
Recuerda que
Ibáñez tiene una casa en la playa a diez kilómetros de allí. Sube al auto y
cierra la puerta después de que los perros se han acomodado atrás. La playa
está casi a oscuras. Sólo una línea amarilla atraviesa el horizonte, la línea
muerta del sol sobre los médanos. Prende la radio porque tiene miedo de escuchar
voces extrañas, cuya llegada presiente. Sabe que se está volviendo loco, o
quizá la palabra sea senil, como su padre lo fue alguna vez. Locura y
senilidad, qué estrecho espacio hay entre ellas, piensa. Entonces arranca, toma
la costanera y se dirige hacia la casa de Ibáñez.
Cuando llega ya ha
oscurecido del todo. Ve la luz en la ventana del frente y golpea la puerta. El
doctor Ibáñez le abre vestido con una bata y un cigarrillo en la boca. Está
ojeroso, con manchas de tinta en las manos y la mirada todavía ausente, perdida
en los papeles que están sobre el escritorio.
-Hola, Mateo-dice
él.
-¡Pero si es mi
viejo amigo Walter…! -responde el otro, que de pronto parece despertarse para
abrazarlo con afecto.
Lo hace pasar y
sentarse en el sofá que mira hacia la playa, oscurecida e imperturbable del
otro lado del ventanal. El doctor va a buscar café, y una botella de ron. El
ruido de los vasos y la botella despejan el recuerdo que llega del mar, apenas
a unos metros, y la voz de Juan Carlos que lo llama.
-¿Qué te pasa?
Pero es la voz del
doctor que llega desde la cocina.
-Creo me he vuelto
senil, Mateo. Veo y recuerdo cosas que creía enterradas o que quizá nunca
pasaron.
Ibáñez regresa y
se sienta junto a él. El cuerpo delgado de Walter contrasta con la esbelta y
obesa contextura de Ibáñez. Lo mira a los ojos, luego vislumbra el vello
entrecano del pecho de su amigo bajo la bata. Aparta esos pensamientos.
-Vos conociste a
Juan Carlos. Firmaste el certificado de defunción. ¿No fue un accidente, no es
cierto? Él se mató.
Ibáñez lo mira
confundido al principio. No parece comprender cómo han surgido esos recuerdos
después de tanto tiempo.
-Me llamaron hace
unos días para decirme que recomienzan el proyecto, entonces vine y me han
pasado cosas que parecen absurdas.
Ibáñez pone una
mano en el hombro de su amigo, cuyo cuerpo tiembla levemente sujetando la taza
de café. Walter siente que el cabello de la nuca se le ha erizado con un
escalofrío.
-Esperá. ¿Qué es eso
de retomar el proyecto? Yo conozco esta zona. Los dueños murieron hace mucho
tiempo y los terrenos están en sucesión. No se puede vender ni construir nada.
-Pero me llamaron,
Mateo, sonó el teléfono y si no hubiera estado cerca ni siquiera lo habría
escuchado...
Ibáñez se acomodó
un poco mejor en el sofá. Apoyó un brazo en el respaldo y con la otra mano tocó
la frente de Walter.
-Tenés fiebre.
Se levantó, fue
hasta la cocina y trajo un vaso de agua y una aspirina.
-Tu mujer no quiso
decirte la verdad porque los inversores tenían miedo que tuvieras otro ataque
de depresión. Te acordás del primero, ¿no es cierto? Quince semanas internado
después de la muerte de tu viejo. Bueno, la cuestión es que ella me pidió que
tampoco te dijera nada, y vos nunca preguntaste los detalles del accidente de
Juan. Ella me dijo que vos le tenías un cariño especial. Ella, cómo decirte...,
vio en tus ojos lo que sentías por él.
-Pero no…
-Sólo falta, amigo
mío, que vos mismo veas claro. A veces, la falta de anteojos nos hace ver otras
cosas más allá de lo que está al alcance de las manos. Viejos y seniles, quizá
oímos y vemos mejor.
Como un niño con culpa, Walter se levanta y
camina hacia la ventana. Está llorando, pero sin gemidos. No recuerda haberlo
hecho realmente nunca antes. Antes era desesperación y pánico, era tristeza
irreconciliable con la vida. El día en que murió su padre, había visto el
cuerpo carcomido por la enfermedad, y su aspecto era el de un objeto expuesto a
la intemperie por largo tiempo, igual que los pilares del viejo muelle
endurecidos y astillados, enmohecidos por el aire y la lluvia. Cómo protegerlo,
se había preguntado, cómo construir paredes y un techo a su alrededor. Habría
deseado abrazarlo como cuando era pequeño, era una necesidad tan grande que él
sabía ya entonces que nunca desaparecería si no la cumplía, y nunca lo hizo.
Como un niño de
sesenta y cinco años, se da vuelta y sale dejando la puerta abierta. El doctor
Ibáñez lo ve alejarse en la oscuridad en la dirección por donde ha venido,
seguido por los ladridos perdidos de los perros que corren tras el auto.
Descubre algunas
luces en la costanera y detiene el auto. Hay unas parejas reunidas en la playa,
parecen gritar y asustarse porque alguien ha estado a punto de ahogarse. Pero a
él sólo le queda una cosa por hacer. Va hasta el teléfono público bajo una luz
de mercurio en la esquina justo sobre la bajada a la playa.
-¡Querida, soy yo!
-¿Qué pasó?-dice
ella, asustada.
-Escucháme por
favor, y no me interrumpas. ¿Juan Carlos se suicidó?
Su mujer no
contesta, se escucha un sollozo por el parlante.
-Decímelo, no
tengas miedo.
La voz de su
esposa se quiebra por instantes.
-No te lo dijimos
porque no hubieras tenido consuelo, querido...y la empresa tenía tanta plata
invertida en vos...
Ahora está seguro
de recordar una escena con todos sus detalles, aunque nunca estuvo allí. Juan
Carlos regresando a la costa poco después del casamiento de Walter. Subiendo al
muelle con pasos y movimientos indecisos, ese mismo hombre que sabía crear
estructuras capaces de soportar el peso de cientos. Eran las cinco de la mañana
de un domingo de enero, y los escasos pescadores que lo vieron arrojarse desde
la última tabla, desde el último pilar hacia la ola más grande que iba a
presentarse aquel día, dirían más tarde que parecía un dios del mar regresando
a su hogar. El nadador experto que se había criado en esas mismas playas. Por
eso sus proyectos eran como ciudades submarinas, etéreas y endebles como el
agua y el aire. En cambio, para Walter los edificios eran un refugio, cáscaras
sólidas donde protegerse de la inclemencia y la incertidumbre de la muerte.
Cuelga el tubo.
Regresa junto al muelle, pero no sube. Con una linterna busca algunas ramas y
enciende un fuego débil al principio. Las olas son apenas líneas de espuma
blanca que se acercan al fuego sin alcanzarlo. Se sienta y pasa casi una hora
mirando la fogata.
Contempla luego el
cielo oscuro y limpio, tan inmenso y sin tiempo. Su edad, su propio tiempo de
vida es incluso mucho más pequeño aún que cualquier grano de toda aquella arena
a sus pies. Escarba mientras piensa, y algo surge de pronto. No del pozo, sino
de su cabeza, como agua con sal de la arena profunda. Son los ladridos de los
perros que se acercan. Lo han seguido esos kilómetros corriendo tras el auto.
Cuando llegan se le tiran encima con caricias y lamidos. Pero pronto los
animales se detienen y miran alrededor, temblando. Siente un extraño contraste
entre él y el miedo de los perros a la noche. El temor está alimentando la
fuerza que surge en ellos.
Vuelve al auto.
Tan grande es su calma ahora que ya no se parece a lo que solía llamar con el
nombre de vida. Saca del asiento trasero los planos de la ciudad que debió
sucumbir antes de nacer, y los arroja al fuego.
Las llamas crecen
de inmediato e iluminan el contorno, parecen abarcar todo el horizonte. No se
explican tales llamaradas más que pensando en el muelle, en la madera lista
para la combustión. Ve que se está quemando completamente, y las chispas de los
cables eléctricos que lo unen con las luces de la ruta, destellan como
relámpagos.
Los pilares se
derrumban y caen al agua con un estrépito continuador del crepitar con que se
han consumido. El fuego invade el mar antes oscuro, y ambos conviven sin
matarse uno al otro. El muelle es un sol abrasador iluminando la noche.
CECILIA
Caminé entre las mesas, entre
los hombres y mujeres que almorzaban rápidamente antes de volver a sus
oficinas. Vi a Cecilia en un extremo del salón, junto a la última ventana.
Tenía el cabello corto, como cuando cursábamos el bachiller y empezamos a salir
juntos. No habían transcurrido aún diez años, y desde entonces no nos habíamos
visto más que dos veces.
Terminaba su café y leía el diario abierto
sobre la mesa, con los restos de una ensalada y un pollo en el plato apartado a
su derecha. El humo de los cigarrillos atenuaba un poco el olor a grasa desde
la cocina. Un mozo, después de cobrarle la cuenta, le alcanzó las muletas.
Entonces me acordé de todo. A veces un
solo objeto es suficiente para darnos el perfil completo de alguien conocido.
La enfermedad de Cecilia no era parte de su persona, sino ella misma.
Al acercarme, me miró con sorpresa al
principio. Luego, sonriendo, me dio un beso, y puso las muletas de nuevo contra
la pared. Se veía delgada y pálida. Apoyó los codos sobre el mantel,
preguntándome qué estaba haciendo por aquel lugar.
-Hace un tiempo largo que vendo repuestos
y herramientas acá en el centro. Almuerzo cuando puedo en diferentes bares. ¿Y
vos venís siempre?
Quiso decir que sí, estoy seguro, pero se
arrepintió como si de pronto recordara que desde ese día ya no iba a hacerlo.
-Generalmente...salgo de la oficina a las
doce y media, y entro a la una y media.- Miró hacia la calle, y parecía no
querer hablarme de su trabajo.- ¿Está lloviendo, no?
-Un
poco. ¿Siempre con la empresa de heladeras? Eras secretaria, creo...
Vi otra vez esa mirada esquiva e
introvertida que me daba cada vez que escondía algo. Así había pasado diez años
antes, al separarnos. Éramos novios, hasta me acuerdo haber ido a su casa para
presentarme con sus viejos. Teníamos dieciocho años. Sé que salí con ella más
por no quedarme sin pareja para la fiesta de graduación que por otro motivo. Me
gustaba, pero nunca me sentí enamorado. Si ella lo estuvo, no lo sé. Antes que
pudiera averiguarlo, cortó nuestra relación en apenas dos meses, justo antes de
graduarnos. Esa noche en la fiesta me quedé solo, esperando verla para hacerle
pasar vergüenza delante de sus amigas. Pero no fue. Tampoco quise bailar con
alguien más, necesitaba comerme la bronca acumulada pensando en Cecilia.
-¿Y vos, qué tal están tus cosas?- le
pregunté señalando las muletas.
Fue una crueldad, lo reconozco, pero cada
vez que la encontraba le hacía la misma pregunta. Como si un pequeño resto de
aquel adolescente rencoroso surgiera al verla.
-Aquí estoy, Leandro. Me sigo deteriorando
de a poco.
Lo dijo con una sonrisa hermosa, tan
patéticamente bella como sólo un rostro melancólico puede hacerlo. La misma
expresión que puso el día de mi cumpleaños, en el patio de casa, mientras mis
amigos nos miraban, al decirme que no quería salir más conmigo. Había intentado
abrazarla, pero se apartó con brusquedad. Dijo que estaba enferma y no nos
convenía seguir saliendo por temor a sus ataques. Quise saber más, pero se negó
a contarme. Todo esto lo dijo delante de los otros, y me sentí como un niño
castigado. Ella lo hacía sentir así a uno.
Al año siguiente me enteré que la habían
internado pocos días antes de la fecha de la graduación. Ella había insistido
en que no me lo dijeran. Yo empezaba a
trabajar de cadete, y por casualidad, un compañero de la escuela al que
me crucé un día, me lo contó. La imaginé sola en su cuarto de hospital, con sus
padres silenciosos a su lado, y ya no pude dejar de recordarla con frecuencia.
“Me estoy deteriorando” resonó en mi
cabeza, y hasta creí escucharlo en todo el salón del restaurante, y que la
gente también lo había oído. No fue así, pero esas palabras eran demasiado
duras para ser pronunciadas por una mujer de veintisiete años. Sus ojos ahora
estaban turbios, algo empañados y distraídos.
-¿Qué hora es?
-La una- respondí mirando el reloj en mi
muñeca.
Hizo un gesto exagerado de inquietud, e
insistió en que en media hora tenía que irse al trabajo.
-¿Vos te casaste?- preguntó.
-No. Ya salgo muy poco con mujeres. Vuelvo
de la calle y no tengo ganas de hablar con nadie. Pienso en ellas, esos sí.
-¿En quién pensás?
El mozo nos interrumpió para traernos la
jarra de cerveza que yo había pedido. Cecilia sonrió sin repetirme la pregunta.
No le conté que pensaba en ella desde la primera vez que nos encontramos
después de separarnos.
Fue a la salida de un cine de Lavalle, en
una función de trasnoche. Eran las tres de la madrugada, me parece. Salí
soñoliento de ver una película mediocre, entonces la encontré en la pizzería de
enfrente. Verla con aquel aspecto, el cabello largo, anteojos y un impermeable
gastado, me resultó atrayente. Estaba más linda, lejana pero al mismo tiempo seductora.
Dijo que escribía para una revista, y le gustaba ir al bar para sentirse
tranquila.
-Mis padres se están poniendo viejos y me
hacen la vida imposible.
Después me contó lo que le habían hecho en
el hospital: le amputaron dos dedos del pie derecho. Le pedí que me perdonara,
y me hizo callar con una voz tan dulce que podría haber hecho que la amara
desde ese momento definitivamente.
Bebimos dos botellas de vino. Ya estaba
algo ebria cuando sacó un paquete de cigarrillos, ofreciéndome algunos armados.
-Son de los buenos- murmuró al
encenderlos.
Le acepté uno, y saboreé en la garganta el
humo de la marihuana, pero traté de no aspirar para mantenerme lúcido. Sabía
que ella se perdería, lo estaba viendo ya en sus ojos vidriosos, y desde el
mostrador empezaron a mirarnos. Le dije a Cecilia que era tiempo de que nos
fuéramos. Ella guardó la cajetilla en su cartera, junto a las ampollas de
insulina. Eran las cinco de la mañana, nos despedimos en la vereda del bar e
intercambiamos los números de teléfono.
No sé qué pasó después. La llamé,
charlamos un rato, pero no pudimos hacer una cita. Ya no volvimos a hablarnos.
Me reintegré al vértigo ciego de mi trabajo, esa inexplicable inercia que me
empujó, a los veintidós años, a conseguir algo, no importaba lo que fuese.
-Pero ya no me caliento por la guita- le
dije mientras el reloj marcaba la una y cuarto, esperando que ella olvidase su
obligación y se quedara conmigo. Insistió en que era tarde, y cuando me levanté
para alcanzarle las muletas, me gritó que no lo hiciera. La gente esta vez sí
se dio vuelta para mirarnos. Cecilia se puso a llorar, y me pidió que me
sentara otra vez.
-Te mentí. Me despidieron de la empresa
hace una semana- murmuró entre lágrimas.
Tenía la misma expresión que el día en que
nos encontramos luego de aquella noche en la pizzería, tres años más tarde.
Estaba sentada en un banco del Parque Lezama, medio oculta entre los arbustos
espesos, rodeada de hojas secas. Yo iba caminando solo, común en mí desde hacía
algún tiempo. La verdad es que las mujeres me resultaban demasiado complicadas
y confusas, extremadamente extenuantes. Me habían desilusionado cada una de
ellas. Excepto Cecilia, y lo de ella no era amor, o por lo menos no lo que uno
imagina que debe ser y en realidad tal vez ni siquiera exista.
Llevaba el mismo impermeable -por alguna
razón, siempre nos vimos en otoño-, su cabello estaba desprolijo y los lentes
eran un poco más gruesos. Esa fue la primera vez que la vi con muletas,
apoyadas sobre el respaldo del asiento. Al verme, intentó levantarse, pero
después hizo un gesto de transparente tristeza, de irremediable resignación.
-Hola.
Me invitó a sentarme a su lado, y hablamos
mucho tiempo. Ya no trabajaba en la revista, me contó, la habían echado después
de la internación.
Eran las seis de la tarde y estaba
nublado, entonces ella me mostró su zapato ortopédico. Le habían quitado la
mitad del pie. La enfermedad avanzaba muy rápido, y fui su testigo. El único
hombre al que le hablaría de todo eso.
El reloj del restaurante marcaba las dos.
-Ahora me despidieron de nuevo, pero
creéme que lo lamento sólo por el sueldo. Siempre quise hacer otras cosas. La
empresa me salvó por un tiempo, pero era un aburrimiento...Si pudiera entrar
otra vez a la editorial...Todavía tengo una carpeta de notas y apuntes
inéditos. Si querés te muestro mis artículos, algunos son tan viejos...
Acepté, y cuando llamamos al mozo se puso
nerviosa. Le acerqué las muletas, corrió la silla y el mantel se movió. De pronto, sentí que mis
músculos se adormecían o insensibilizaban, como cuando uno está a punto de
desmayarse. Porque hay cosas que asombran por más se las espere desde largo
tiempo antes. Ver a Cecilia con una sola pierna fue algo que difícilmente pueda
comparar con otro recuerdo de mi vida.
-Todavía no me entregaron la prótesis-
dijo, y el labio inferior le temblaba.
Me quedé en silencio mientras la ayudaba a
subir al taxi, y durante todo el viaje hasta su departamento en un edificio del
barrio del Abasto. Ya no vivía con sus padres. El portero la saludó con
sorpresa y a mí con desconfianza. Cuando llegamos al cuarto piso, entramos a
ese único ambiente dividido por un armario. De un lado había una cocina y una
mesa, del otro una cama y dos sillas.
-Me cambio mientras se hace el café, ¿sí?-
Dejó sobre la mesa una pila de seis o siete carpetas encuadernadas.- Andá
hojeándolas si querés.
Me puse a leer sus notas y artículos de
diversos años. Eran opiniones y estudios acerca de todas las cosas del mundo,
hechos o personajes conocidos o extraños e insignificantes. Cada imagen
cotidiana parecía haberle arrancado algún pensamiento, y lo curioso era la
fluidez de aquella vida intelectual, tan contrastante con su otra vida externa.
La impresión final de esos escritos me
resultó abrumadora, porque llegaban a la misma conclusión una y otra vez. Para
Cecilia, el hombre y su cuerpo eran eternos servidores uno del otro.
-Estoy convencida- me comentó cuando nos
sentamos a tomar el café.- La ciencia y la filosofía de alguna manera también
lo dicen con sus eternos fracasos. Es una esclavitud que se acaba en el momento
de la muerte.
-¿Y el alma?- le pregunté.
-No lo sé. Este cuerpo me ha ocupado
demasiado tiempo como para dedicarme a pensar en algo tan abstracto como el
alma. Es hora de mi inyección.- Y se fue a buscar su cajita de primeros
auxilios.
Mientras esperaba, encontré entre los
papeles dos cuadernos con poesías, algunas largas como poemas épicos. Cómo
podía una mujer como ella, me pregunté, emparentar su pobre vida con una
epopeya. Como una reina que aleja a sus pretendientes apartándose en su propia
y solitaria celda de castigo. Sin importarle lo que deja atrás, sin mirar a
quien lastima. Porque quizá su dolor sea tan fuerte como el sonido del mar en
una tormenta. Entonces sentí el sabor de la ira segregando en mi lengua. Tuve
que levantarme de la silla.
-Nunca te casaste-le pregunté.
-No, Leandro. Viví con un hombre un poco
mayor que yo por un tiempo, pero no resultó.
Hasta eso me había ocultado. Como si fuese
un chico todavía, alguien no lo suficiente mente maduro como para tomarlo en
serio.
Sobre el televisor había un hueso seco.
Parecía la cabeza de un animal pequeño.
-¿Qué es este hueso?
-¿Ah, eso? Me lo regaló mi prima Leticia
cuando éramos chicas. Es parte de la cabeza de un perro. Me gusta mirarla de
vez en cuando. Me hace acordar lo fútiles que somos todos.
Del otro lado del armario, la escuché
abrir la ducha. Me acerqué al mueble, y a través de las rendijas de las
puertas, observé cómo se iba quitando la blusa, hasta quedarse con aquel
corpiño negro que ocultaba sus senos blancos, apenas más grandes que mis puños.
No tuve vergüenza de desear tocarla, de poseerla realmente por primera vez.
Creo que al descubrir ese aspecto de irrefutable superioridad de su mente y la
exquisita lucidez de su pensamiento, surgió en mí el escondido rencor
adolescente. Y sé que en ese momento era yo un chico caprichoso que si no lograba
obtener lo que quería, habría sido capaz de destruirlo.
Fui hasta el otro lado del cuarto, y la
tomé de los hombros con una energía que no me atreví a disminuir por temor a
arrepentirme. Le hablé al oído, oliendo su perfume extraño, ese aroma a colonia
y medicamentos mezclados en la piel. Recuerdo la débil resistencia que me
ofreció, y eso fue casi desilusionante, porque yo tenía la necesidad de tomarla
de los brazos y sacudirla hasta hacerla mirarme a los ojos, que viese más allá
de su cuerpo y sintiese la fuerza de alguien más que no fuese la mordida
silenciosa y constante de su enfermedad.
Al despertar, la luz de la mañana entraba
por una ventana cerca del techo del baño. Decidí levantarme para ir al trabajo,
y pisé la aguja que ella había dejado caer la noche anterior. Di un grito al
sentir el pinchazo, pero Cecilia no despertó.
La extraña quietud de su cuerpo me hizo
sentir mal por un instante, y la sacudí de los hombros varias veces. Pero sus
brazos se movieron fláccidos, inertes. Uno de ellos colgó como un péndulo del
borde de la cama.
Sobre la mesita de luz había una fila
interminable de remedios y ampollas. En las etiquetas se leía “insulina”, sin
embargo estaban vacíos excepto por dos, llenas de un polvo blanco. Probé el
contenido con la punta de la lengua, y entonces rompí el resto contra el piso,
enfurecido. Pero sobre todo asustado. El polvo se esparció por el suelo, la
sustancia que había sustituido a la otra en los frascos, esa otra alquimia
superior, o tal vez menos execrable.
Separé las sábanas de su cuerpo, lleno de
piquetazos y moretones que no había podido ver en la oscuridad de la habitación
cerrada. Me puse a llorar como un chico sobre el cadáver de Cecilia.
EL ASILO
La vieja ruta que conduce
desde la ciudad en la que vivo al pueblo en que nací, es un solitario camino
inhospitalario y pedregoso. Sin embargo, lo prefiero al nuevo, porque es tan
peculiar como mi pueblo. Allí hay una plaza y escasos negocios a su alrededor,
y ya sólo ancianos lo habitan, excepto por el asilo de locos y el cementerio.
El asilo está en el centro del pueblo,
como si el resto hubiese nacido de ese edificio de hombres alienados y
deformes. El cementerio, en cambio, fue construido entre la última calle
habitada y la playa, sobre una explanada de arena y montículos de cemento que
se pierden a la vista del mar siempre creciente.
Recorrí este camino el último domingo de
cada mes desde que me mudé a la ciudad y dejé a Damián en el asilo. Mi hermano,
el encefalítico, no podía hablar y casi no era capaz de moverse. Nunca supe si
me reconocía, o si por lo menos le agradaba verme. Al principio lo visité por
compromiso, por un sentido de culpa del que me deshacía durante un mes. Pero al
acercarse el día treinta, iba surgiendo en mí un ánimo inclasificable de piedad
y deseo. Manejé incansablemente ida y vuelta todos aquellos años. Me levantaba
muy temprano y regresaba a la ciudad al anochecer. Me fui acostumbrando a la
vieja ruta, y cuando construyeron el camino nuevo, continué utilizando el otro.
Una noche viajé antes del amanecer, y
llegué a la entrada del pueblo justo cuando el sol se levantaba. Entonces vi
que el mar crecido inundaba el cementerio. Todo el terreno era una laguna de
escaso oleaje, con lápidas sobresaliendo como rocas en una playa. Las ruedas
del auto hacían olas a mi paso, movían la tierra y la arena de las tumbas a
pocos metros del camino. Me sorprendió ver concretada una amenaza latente desde
que era un niño, cuando cada verano observaba cómo la playa se reducía un poco
más.
Esa tarde estuve con Damián, como todos
los domingos, en el jardín del asilo, rodeados del tumulto cuchicheado de los
locos.
-¿No te parece absurdo que lo construyeran
justo ahí? Debían saber que las mareas iban a inundarlo tarde o temprano.- Así
le hablaba, de cosas que se me ocurrían en el momento, o me quedaba callado,
mirando su extraña belleza, una hermosura que rozaba el límite de la beatitud.
Una leve desviación en el lado izquierdo de su cara era casi imperceptible.
Después de mirarlo unos pocos minutos, cualquiera podría haber dicho que era
normal. Pero no lo era. Eso es lo que Gonçalves dijo la primera vez que lo vio
cuando éramos chicos.
-Se ve de lejos que es un retardado.
Cada fin de mes en la oficina, al llegar
el viernes, también me repetía lo mismo.
-¿Qué tenés que hacer en ese pueblo?
Bueno, visitá a tu hermano si querés, pero vas a terminar tan enfermo como él.
Gonçalves era de mi edad, la misma de
Damián. Tenía la barba oscura, que se tocaba constantemente, como si no pudiese
mantener sus manos quietas. Siempre se reía de todo, y su gestualidad era
coincidente con esa necesidad de actuar a cada instante, de decir algo o
simplemente de no quedarse quieto. Aquella actividad febril me exasperaba.
-Gonçalves me lo hizo otra vez- le comenté
a Damián un día.- Dijo que me reservaba el puesto de subgerente, y se lo dio a
otro. Es un hijo de puta y yo le sigo creyendo.
Mi hermano me miró fijo. Por primera vez
en toda la tarde, movió los ojos y se rascó la cabeza con su brazo sano. El sol
del mediodía lo alumbraba como un aura, y parecía querer decirme algo.
-No hagás esfuerzos- le insistí, porque su
deseo de moverse o de hablar transformaba sus rasgos en gestos horribles,
comunes quizá, pero violadores de su extraña y bella pasividad.
Al irme, me agarró de la mano y fue
difícil desprenderme de esa fuerza que su cuerpo no demostraba.
-Sabés que voy a volver, nos vemos el mes
que viene.- Le besé la frente y él lloró, mojando su rostro enrojecido, el
cabello largo y rubio que había heredado de nuestro padre.
Durante el viaje de vuelta, encontré el
viejo camino cubierto de arena y barro, y en medio de esa mezcla, los restos de
huesos que el agua había arrastrado desde el cementerio. Aún estaba claro el
día, así que era fácil ver los cráneos de hombres muertos hacía incontables
años. Me detuve y bajé del auto chapoteando sobre el agua salada. Delante
estaban las lápidas, y el mar fundido con el gris del cielo, que comenzaba a
morir en esa tarde de domingo.
Caminé varios metros, un poco asustado,
pero también con una especie de fascinación. Eso fue lo único que hice, caminar
pateando los huesos largos que se quebraban con mis pisadas. Luego creí
comprender por qué los constructores había dispuesto el cementerio tan cerca
del mar, y se lo dije a Damián cuando regresé al mes siguiente.
-Sabían que la marea llegaría a inundarlo,
así que lo hicieron para que algún día los muertos fuesen desenterrados y
mostrasen la futilidad de la vida.
Mi hermano me miró sereno, con su
envidiable y aparente despreocupación. Creo que si hubiese podido hablarme, sus palabras serían,
de un modo incierto pero fundamental, extremadamente reveladoras. Porque sus
ojos lo eran, esa hermosa quietud de su mirada inocente, misericordiosa quizá.
-Gonçalves no lo entendió. Perdonáme por
no habértelo dicho antes que a él, pero es que todo este mes estuve ansioso por
decirle a alquien lo que vi. Es que nos conocemos desde hace demasiado tiempo,
aunque me haya superado y ahora sea mi jefe. Pero lo único que me contestó fue:
“¿Me lo decís en serio o es una de esas historias que inventás? Dejate de
pavadas y andá a laburar.”
Es cierto que a veces le inventaba cuentos,
episodios con los que sazonaba mi vida opaca e irreparable. Después de
descubrir mis mentiras, Gonçalves solía castigarme con tareas extra. Ponía los
expedientes sobre mi escritorio, y me miraba esos ojos oscuros debajo de cejas
tupidas y negras, tocándose la barba, tratando de entenderme, quizá, de
atraparme o abolir mi rebelde sumisión. Sabía, sin embargo, que yo me escapaba
igual. Aún estando allí sentado, mi mente permanecía en el pueblo con Damián.
Durante los siguientes meses, regresé a la
ciudad a la hora en que sabía iba a encontrar la marea baja. Los huesos allí
estaban, renovados y removidos por las olas. Pensé en mi madre, tal vez su
esqueleto estuviese entre esos restos, la estrecha pelvis que apenas había sido
capaz de concebirnos a Damián y a mí simultáneamente. Cómo fue que nacimos
vivos, no lo sé. A veces pienso que uno de los dos debió morir, y no quedar
así, con este desequilibrado estado de las cosas.
-Después apareció Gonçalves, ¿te
acordás?-le decía a mi hermano al recordar los viejos tiempos.-Tenía once o
doce años, y era vecino nuestro. Su familia es extraña, especialmente su madre,
que administra una funeraria, pero en ese entonces él me agradaba porque era
sólo un niño como nosotros. Iba a casa para la merienda, y jugaba con la silla
de ruedas de Damián, haciéndose el payaso. Sus gestos, sin embargo, ya en esa
época eran vitales e impredecibles, la cara de pronto se le iluminaba con un
gesto de ira y nos gritaba: “¡Váyanse a la mierda vos y tu hermano el retardado!”.
Cuando murió la vieja y nos quedamos
solos, me ofreció viajar con él a Buenos Aires. No tuve más remedio que
desprenderme de Damián y abandonarlo. Me hizo conocer el centro de la ciudad,
la parte húmeda y desgastada de un piso de oficinas muy alto sobre la avenida
Alem. Y allí me dejó, controlándome, subordinado a él, siendo casi su mano
derecha, pero siempre debajo suyo.
La nueva ruta estaba terminada, y el viejo
camino seguía cubierto de huesos limpios, porque el mar los lavaba en cada una
de sus incursiones. Al volver del asilo, estacionaba el auto a un costado,
sentándome a contemplar el paisaje desolador de los restos sobre el camino, y
el océano a lo lejos, con su sonido imperturbable ocultando las voces
imaginadas de los muertos. Me quedaba dormido, y al despertar una gripe me
había hecho su presa. Luego iba directamente a la oficina, sucio y cansado.
Gonçalves me gritaba.
-Estás loco, viejo. Te traje para que no
te murieras de hambre en ese pueblo de mierda. ¿Y me pagás así? Olvidate de tu
hermano o te largás de la oficina, ¿entendés?
Con los puños aferrados a mi camisa, se me
acercó hasta que sus labios me rozaron la cara. La cercanía era para él una
forma de llegar a entenderme.
-Tenés los ojos de Damián- me dijo después.-
Son como piedras, y las piedras son inútiles.
Volvió a su trabajo, siempre con ese
pullover negro que se ponía cada mañana, rodeado por sus secretarias estériles y
sin embargo sensuales. El vertiginoso movimiento que lo rodeaba desde el inicio
de su vida.
Me castigó con trabajo para los siete días
de esa semana. Y lo hice. El resto del personal me miraba como a un pobre tipo,
con la curiosidad de quien observa un fenómeno extraño. Me quedaba hasta
después de hora para estar solo, para evitar esas miradas que durante ocho
horas me desesperaban.
-A veces estoy tranquilo, trabajando en mi
escritorio, y de repente cualquier cosa me provoca un sobresalto. Insulto a
todo el mundo, doy golpes en la mesa, y mis compañeros se dan vuelta para mirarme.
Ahora discuto con Gonçalves, me enfrento a él, y creéme que ya no se atreve a
despedirme.
Damián me observó con una especie de
desalentadora desaprobación al terminar de contarle. Pero él, en su extrema
beatitud, no comprendía la pasión arrebatadora de la fuerza y la violencia
contenidas.
Cuando llegó el sábado, me llamaron desde
el asilo. Mi hermano había muerto serenamente en su silla de ruedas.
-Tengo que viajar mañana- le dije a
Gonçalves.
-El domingo te quedás, hay trabajo. Ese
hermano tuyo te está enfermando. Qué es eso de visitar asilos y cementerios.
Mientras lo escuchaba, una furia iba
creciendo con un ruido que parecía venir desde todas partes. Un sonido
semejante a los motores de los autos que pasaban por la calle, al tronar de las
olas que avanzaban.
-Ahora estás acá, tenés un futuro. ¿Acaso
creés que Damián podría ocupar mi lugar alguna vez?
Y se rió. Dios santo, ¿por qué lo hizo?
¿Por qué lo dijo con aquella risa? Entonces yo no habría agarrado el cortapapeles
del escritorio, ni mi mano lo hubiese hecho penetrar en su cuerpo con esa furia
que no fui capaz de detener.
Estaba demasiado cerca. Como siempre, me
sacudía de la camisa y de los hombros para dominarme. Su aliento fue lo último
que percibí de él, el aroma a cigarrillos caros que aprendió a fumar a los doce
años, y que un día había obligado a mi hermano a probar. Damián casi se ahogó y
habría muerto con su propio vómito si mi madre no hubiese llegado en ese
momento. Fue esa la primera vez que quise matar a Gonçalves.
Ahora se desplomaba sobre la mesa con un
grito que nadie más escuchó. Eran las diez de la noche del sábado. Las bocinas
de los autos en la avenida y el bullicio de la gente ocultaron los demás
sonidos. En ese último piso del edificio de oficinas, tan cerca del silencioso
cielo, comencé a arrastrar el cuerpo hasta el ascensor de servicio. Lo envolví
en una frazada negra, pero no limpié nada.
Manejé toda la noche hasta el pueblo, con
Gonçalves en el baúl, sintiendo cómo el cuerpo se mecía con cada sacudida del
coche. El camino viejo recién comenzaba a ser iluminado por el amanecer. El mar
ya no era el mismo. Me detuve en una banquina pedregosa. Sentí el frío como un
cortapapeles al abrir la puerta. El cielo nublado era una mancha de tinta
suspendida sobre el pueblo y el mar, salpicado de ojos violetas por donde se
filtraba el amanecer.
Abrí el baúl y arrojé el cadáver muy cerca
de los otros huesos. Simulaba una roca, una piedra inerte en medio del camino.
Quieto, sereno e inmutable por primera vez. Al alejarme, por el espejo
retrovisor vi que la marea empezaba a cubrir la ruta. El bulto negro, sin
embargo, no se movía. Estaba más muerto que los huesos centenarios flotando a
su alrededor.
A las ocho de la mañana llegué al asilo.
Hicimos los arreglos y me entregaron a mi hermano.
-Quiero enterrarlo en la ciudad- les
dije.- El velorio será en la oficina de mi jefe.
Lo llevaron en el auto de la cochería
hasta Buenos Aires.
A las cuatro de la tarde del domingo, el
ataúd fue subido hasta el último piso. El portero me dio su pésame, y pidió que
le avisara si necesitaba algo. Les pagué a los funebreros, los soborné para que
me dejaran solo.
Saqué el cuerpo de Damián del cajón, ese
cuerpo tan parecido al mío, pero con los brazos torcidos y la cabeza deforme.
Su cabello rubio estaba seco y gris, en unas pocas horas la muerte había
comenzado a destruir su belleza.
El cuerpo pesaba, pero pude llevarlo hasta
la silla de Gonçalves. Y allí quedó, quieto como siempre, sobre el asiento de
pana roja, con una mano en el regazo, la otra colgando a un costado, y la
cabeza grande apoyada con una leve inclinación sobre el respaldo.
Me senté a esperar. Cuando una de las
secretarias entró a la oficina en la mañana, se tapó la boca ahogando un grito.
Entonces le dije que no se preocupara, allí estaba quien había venido para
reconciliarnos a todos.
EL LIBRO
Bajó del tren con su bolso de
piel de cordero y el cabello revuelto por los remolinos del andén. El incesante
movimiento que había visto al llegar a Buenos Aires desde General Lavalle
cuando era niña, la había asustado, y esta vez no era distinto. Se sintió
ahogada al verse envuelta en el calor de la multitud , sin posibilidad de
liberarse, como si estuviese obligada a formar parte para siempre de la ciudad.
Pensó en Arturo, era curioso que lo
hiciera hoy, como aquella vez. En ese entonces había estado enamorada de su
primo, un adolescente apenas tres años mayor que ella, y que sólo prestaba
atención a sus estudios. A nadie le sorprendió que al terminar la escuela
dejase el pueblo para estudiar Letras en la Capital , pero ella ya había dejado de adorarlo, y
Franco estaba allí presente, siempre más fuerte, cuya voz y cuerpo ella
admiraba más que la inteligencia de su primo.
Recorrió los andenes buscando la cara de
Franco entre otros cientos de rostros que cambiaban de un momento a otro. Los
molinetes apenas daban abasto para dar paso a la gente, y su metálico sonido
era sólo apagado por el ronroneo incesante de las pisadas y la voz cascada de
los altoparlantes. Ella había escuchado mucho sobre Buenos Aires, su jactancia,
su húmeda insalubridad bosquejando agrias muecas en los rostros de la gente,
pero las cartas que Franco le enviaba desde allí eran alentadoras. Mi amor,
el trabajo es rentable, así que en unos meses te venís y vemos de instalarnos.
Una semana antes, había recibido una esquela
que la sorprendió un poco, aunque las palabras de su marido resonaban en su
imaginación fuertes y cálidas. Arturo tiene vacaciones en la facultad,
aprovechemos para reunirnos los tres. No te olvides el libro de Asunción Silva,
lo necesita para el próximo curso.
Miró la hora en el gran reloj del hall
central, pero estaba detenido en una perenne medianoche, quizá mediodía.
Se sentía preocupada porque él le había anunciado que iba a esperarla en la
fila de los molinetes, y hacía rato que buscaba sin hallarlo. Su bolso se movía
con los empujones de los que pasaban. Se puso a un lado, murmurando un “perdón” que nadie escuchó. Los
guardas la observaban.
-Espero a mi marido- dijo ella, y la
dejaron tranquila.
Afuera, el sol de la tarde iba cayendo,
arrastrando su luz por los pisos del hall. Los quioscos de revistas seguían
abiertos, y fue a entretenerse hojeando ejemplares, mirando hacia las puertas
por si él aparecía. Nunca había sido tan impuntual, pero el tráfico o el trabajo, tal vez, fueran las causas de su
retraso.
Entonces recordó el libro que él le había
pedido para Arturo. La última carta de su primo le hablaba de sus progresos en
la facultad, de la especialización en poesía, y de que iba a hacer la tesis
sobre la obra de Asunción Silva. Los mismos versos que ella había escuchado de
sus labios el día que él se fue del pueblo. Y mientras miraba el tren alejarse,
Mercedes había llorado en silencio en el andén, con esos versos resonando por
encima del jadeo cada vez más distante de la máquina.
Recordaba haberle confesado una vez a
Franco aquel deseo aún frustrado, el de ser la mujer que inspirase un nuevo
poema. Pero él se había limitado a hablar de otras cosas, cambiando de tema.
No, no lograría nunca que Franco le recitase un verso. Luego tuvo aquella
sorpresa, cuando él le regaló el libro. Y ahora, el apuro por prestárselo.
Ellos, tan celosos uno de otro desde que se habían peleado por ella, de pronto
eran amigos. Soy una tonta presumida, debería alegrarme de ya no ser una muñeca
tironeada de los brazos.
Se sentó en
un banco, que se fue ocupando de familias, hombres solitarios, vagabundos,
bolsas y cajas que desaparecieron a medida que los trenes partían. Sólo
quedaron migas de pan sobre la madera, y algunas palomas descendieron desde los
altos techos encerrados en la oscuridad.
Sacó el libro del bolso y comenzó a
hojearlo. Lo había leído dos o tres veces. Los poemas eran tristes,
especialmente los Nocturnos subrayados por Franco.
Eran ya las ocho y cuarto. Hacía tres
horas que esperaba, pero no quería moverse. Leyó de nuevo la esquela, pero él
se había olvidado de anotar la dirección de la nueva pensión. Si de algo se
sentía segura, era de que él iba a venir, tarde o temprano.
Se le ocurrió preguntar en la delegación
del correo de la estación, pero estaba cerrada. Averiguó en las oficinas del
ferrocarril si habían recibido algún recado, pero le contestaron que no con
malhumor y caras de cansancio.
Regresó al asiento, y apenas levantó la
vista, un hombre se había parado a su lado.
-¿Puedo ayudarla?
-Espero a mi marido. Está retrasado y me
preocupa, pero debe estar por llegar.
El hombre se quedó mirándola un momento en
silencio.
-¿Puedo esperar aquí¿ ¿El asiento no está
ocupado, no es cierto?- preguntó ella con aire ingenuo.
El otro sonrió, mientras se daba pequeños
golpecitos en los muslos, como siguiendo el ritmo de una música. Tenía un traje
negro y una camisa blanca, sin corbata.
-Por supuesto. Salgo de trabajar en esa
oficina de allá, ¿la ve? Dígame si puedo guiarla, me parece que usted no es de
acá. A lo mejor entendió mal las indicaciones de su marido.- Y se sentó junto a
ella.
Mercedes se asombró un poco, pero también
se sentió acompañada por primera vez en toda la tarde.
-El lugar se llena de gente rara cuando
oscurece. Siempre son vagabundos que vienen a dormir, pero algunos buscan gente
sola y desprevenida-le dijo el hombre.
Ella le mostró la esquela de Franco. Él la
miró rápidamente, sin prestarle atención.
-¿Está segura de que no le dio un número
de teléfono, o una dirección?
-Me envió este libro para mi cumpleaños,
con la dedicatoria.-Mercedes se sonrojó cuando las líneas en lápiz de Franco
subrayando los versos, brillaron con la luz de los tubos fluorescentes.
-No se preocupe entonces, su marido parece
un romántico, y son lo que nunca defraudan a una mujer.
Mercedes veía ahora a un amigo en ese
hombre.
-Es que por eso me inquieta, puede haberle
pasado algo.
El otro se había puesto a mirar hacia un
grupo de jóvenes que bebían de una botella envuelta en papel. Ella le preguntó:
-¿Son conocidos?
-Se la pasan tomando y duermen toda la
noche, otros venden drogas. Hay algunos que se aprovechan de mujeres solas. Me
voy quedar a protegerla.
-No, por favor, no se moleste por mí.
Pero él no le hizo caso. Se pasó la mano
por el cabello oscuro, levemente encrespado, abundante. La barba había crecido
desde esa mañana en que debió afeitarse, y Mercedes pudo sentir su aspereza
aunque ni siquiera lo había tocado. Parece un buen hombre, solitario, tal
vez soltero.
-¿Lee
mucho?-le preguntó ella al notar que miraba la tapa del libro sobre su falda.
-Cuando tengo tiempo. Me gustan los
versos, pero a mis compañeros no se lo puedo contar porque se burlarían.
-Déjeme leerle algunos.- Entonces leyó en
voz alta dos poemas, los dos primeros Nocturnos.
-Cementerios- dijo él, y Mercedes no había
acabado todavía el último verso.
-¿Cómo?
-Nada. Quiero decir, la obsesión por los
cementerios es evidente.
-O por la muerte, o el amor. Pero mi
primo, que es escritor, diría que son lo mismo.-Y mientras le mostraba la
página que había leído, él se arrimó y puso un dedo sobre las palabras marcadas
por Franco. Ella sintió el aliento a tabaco, y cerró los ojos por un instante.
Por eso tardó en reaccionar cuando vio que el libro ya no estaba entre sus
manos, y el hombre, que había rozado su hombro durante casi media hora, estaba
huyendo. Creyó primero que perseguía a alguien, pero de pronto se dio cuenta de
lo que había pasado, y reprochándose ser tan estúpida, se puso a llorar. Ya no
tenía el libro, y eso era lo que más lamentaba. Sin saber por qué, sólo atinó a
correr tras él, que había disminuido su fuga frente un contingente de monjas.
Mercedes logró sujetarlo de una manga, pero él la golpeó con un puño en la
cara. Un desvanecimiento fugaz la hizo caer al suelo, mientras lo veía
desaparecer finalmente por las puertas que llevaban a la calle.
Tenía la mejilla izquierda hinchada. No
sangraba, pero apenas podía tocarse.
-¡El bolso!- gimió. La gente agrupada a su
alrededor, y las monjas que querían ayudarla, de repente se apartaron ante el
paso de otro hombre que se le acercaba con el bolso en la mano.
-¡Mecha! Vi al tipo, pero no alcancé a
agarrarlo, por lo menos tiró el bolso. Fijate si falta algo.
Ella reconoció la voz, aunque no pudiese
verle bien la cara entre los párpados entumecidos.
-¿Arturo? ¿Pero qué hacés acá?
-Franco me mandó venir a buscarte. Después
te explico.- La ayudó a levantarse, mientras ella se protegía la mejilla de la
mirada de la gente.
-¡Qué vergüenza!
-No seas tonta.
-Pero me dejé engañar como una nena.
Arturo la miró, condescendiente. Ella no pudo
evitar sonreír al cruzarse sus miradas, pero la cara le dolía intensamente. La
llevó hasta el bar de la estación, pidió dos cafés y una bolsa de hielo para el
moretón.
-¿Tenemos que hacer la denuncia? Encargate
vos, por favor, yo no sé manejarme bien con estos trámites.
-No, dejá la cosas como están, y olvidate,
no vale la pena. Si no te robó nada.
-No...pero sí, se llevó el libro que era
para vos. No entiendo nada.-Tomó dos sorbos de café y volvió a ponerse el hielo
sobre la mejilla.-Me parece estar metida en un sueño, veo todo nublado. ¿Pero
un ladrón que me roba un libro? Nadie me lo va a creer...
Arturo miraba alrededor, a las otras
mesas. Algunos los observaban.
-Bajá la voz, Mecha. A lo mejor creía que
tenías plata escondida, mucha gente hace eso, especialmente los que vienen del
interior.
Mercedes ahora podía ver a su primo más
claramente. Arturo estaba nervioso, había puesto cuatro cucharitas de azúcar al
café, y revuelto tantas veces que ya estaba frío. Cuando ella mencionó lo del
libro y la esquela, él echó vistazos rápidos alrededor, y le repitió que bajara
la voz, aunque ella apenas podía hablar con la mejilla hinchada.
-Decime una cosa, ¿cómo se llamaba el
libro, Franco te mandó algo más?
-Vos se lo pediste para tu curso, ¿no te
acordás?, así me dijo él, los poemas de Asunción Silva.
-Pero Mecha, lo que quiero saber es si
había algo marcado en las páginas, algo que al chorro ése le sirviera de
indicación.- Lo que Arturo decía no tenía sentido, y cada vez se veía más
nervioso. Volcó el café en el plato y se dedicó a secarlo con servilletas de
papel. Ella lo ayudó, mirándolo tan extraño, tan distante como cuando era un
adolescente pálido y distraído, el mismo del que se había enamorado alguna vez.
Por eso le tuvo lástima cuando notó el temblor en sus manos.
-¿Qué te pasa?
-Nada, es que me olvidé de tomar la
pastilla para los nervios hoy, y los exámenes de mitad de año me tienen mal.
Mirá, Mecha, voy a decirte la verdad, porque sino no acabamos más. Franco está
vendiendo merca… en la construcción no se gana nada. Y yo, de refilón, me
enganché para pagarme los estudios.
Ella lo miraba como si le estuviesen
contando una película.
-Nos manejamos con plata chica, nos
quedamos en la sombra, y la cana mira para otro lado cuando le pasan unos
billetes. El tipo ese era uno de la competencia, que está buscando a Franco.
Mercedes miró por la ventana del bar. La
estación lucía todo su esplendor de pilares altísimos y portones ornamentados,
y los arcos de acero, más que un cielo protector de las lluvias y tormentas,
formaban una jaula, cuya puerta se abría solamente para dejar salir a las
bestias de hierro que transportaban diminutos seres al exilio. Quería ponerse a llorar, pero no
lograba sentir más que bronca.
-¿Y qué tengo que hacer yo, más que
volverme a casa? Decile a mi marido...
Arturo la agarró de las muñecas con
fuerza.
-No importás vos ahora, Mecha, sino él. El
otro tipo va a matarlo si lo encuentra, y vos le dejaste saber dónde está.
-¡¿Pero cómo supo que era yo?!
-¡El libro, la puta que te parió, cuántas
mujeres esperan horas en el andén con un libro en la falda! Perdoname, pero
mientras hablamos tu marido puede estar muerto.-A Arturo le temblaron aún más
las manos, pero sobre todo tenía una mirada desesperada.
Mercedes trató de pensar. Cómo se había
enterado el otro que ella llegaría, se preguntó, pero tuvo miedo de hacer tal
pregunta en voz alta. La respuesta, lo presentía, iba a serle tan desagradable como
descubrir que Arturo no era lo que parecía. Mientras más tranquila intentaba
permanecer, más blanca se ponía su memoria. Tomó el resto del café frío.
-Había notas de Franco, garabateadas,
versos subrayados, en los Nocturnos. Cuando se lo mostré al tipo, lo primero
que dijo fue: Cementerios.
Los ojos de Arturo parecieron centellar.
-¡En la Chacarita , allí está!
¡Vamos!- Se levantó, tirando unos billetes que se mancharon al caer sobre la
taza de café, y agarró a Mercedes de la mano. Ella apenas tuvo tiempo de dejar
el hielo y tomar el bolso.
El aire frío calmó la hinchazón de su
mejilla, pero sentía escalofríos en las piernas. Cruzaron miradas con dos o
tres vigilantes, que no les hicieron caso. Varios niños vagabundos se estaban
drogando en los umbrales de las oficinas y bajo las ventanillas de las
boleterías. En la calle, las luces de los autos y semáforos la enceguecieron y
enturbiaron sus ojos.
-¿Tenés plata para un taxi?
-No, si Franco iba a venir a buscarme.
La agarró del brazo, apretándolo fuerte, y
sintió ella otra vez ese temblor, que ahora era impaciencia. Caminaron hasta la
parada de un colectivo. Había dos o tres personas antes, pero Arturo se
adelantó. Lo insultaron y retrocedió, ocultando una expresión de vergüenza en
la sombra del cabello lacio que le caía de costado.
-Está bien- lo consoló ella. No supo si él
le había prestado atención, pero el tono su voz debió ser suficiente porque él
dejó de presionarle el brazo y la tomó de la mano.
En el colectivo,
el sudor corría por la frente y el cuello de su primo, a pesar del frío.
Recordó cosas que había leído en las revistas femeninas, informes médicos que
hablaban de los síndromes de abstención. Lejos habían estado siempre esas cosas
de su vida anterior, de sus padres, de la pequeña parroquia, de la época en que
Arturo y Franco eran niños que jugaban a la pelota en los jardines de sus casas
y venían a buscarla los domingos a la tarde para andar en bicicleta.
Puso su mano sobre la rodilla de Arturo,
él la miró y dejó de temblar.
-¿Por qué la Chacarita ?, no es el
único cementerio en Buenos Aires que yo sepa.
-Ahí hacemos ventas de tanto en tanto,
Mecha.
Miró el reloj de Arturo, eran ya casi las
diez y media de la noche. El tránsito disminuía, lentamente, y las luces de
mercurio iluminaban los silencios de los perros que escarbaban en las bolsas de
basura.
Los muros del cementerio no eran muy
altos. Desde afuera se veían algunas cruces y árboles. Bajaron del colectivo en
la esquina, caminaron junto a la pared hasta llegar a una puerta auxiliar para
el personal. Una lámpara pendía del friso de la entrada, que titiló cuando
Arturo comenzó a forcejear.
-Tengo miedo- dijo ella.
-No podés quedarte acá, es más peligroso
para todos si pasa un policía.
-Ni pienso, quiero ver a Franco.- Y justo
al pronunciar su nombre, la puerta se abrió y Arturo la empujó adentro.
Al principio no vio nada más que
oscuridad. Luego, las plateadas callejuelas entre las tumbas, mojadas de rocío,
formaron el cuadrillado por el que anduvieron casi diez minutos. Los muros de
la calle habían quedado lejos. La luna brillaba en cuarto menguante, alumbrando
las cruces, los tejados de las capillas y bóvedas, los reflejos de las placas
de bronce. El aire estaba saturado de flores nuevas, y también de viejas flores
llenas de insectos. El olor del agua podrida en los floreros de porcelana. El
olor de los muertos.
Más adelante, los campos de cruces
mostraban las sepulturas en tierra, con la luna casi acostada, dormida sobre
los senderos desolados. Ahora era Mercedes quien temblaba, y sentía la mano de
Arturo tranquila, controlada.
Oyó un estallido, y aunque nunca había
escuchado uno antes, supo que era un disparo.
-¡Arturo...!-comenzó a decir cuando el
cuerpo de su primo la empujó con él hasta el suelo. Le tocó la cara, la palpó
en la oscuridad, pero no él no respondió. Alguien más entonces la arrastró
hacia otro lado, aplastando el césped hasta dejarla junto a una lápida,
mientras con una mano le tapaba la boca para que no gritara. Ella sólo alcanzó
a ver la silueta de un ángel de cemento recortado contra el cielo violeta.
-¡Calláte, Mecha!
-¡Franco!-Su voz apenas se oía bajo la
palma de su esposo.
-Te suelto si prometés no gritar.
Ella accedió, y respiró profundo cuando él
la soltó.
-Dios mío, Franco, algo le pasó a
Arturo...
-Ya lo sé.
Pero la mano de Mercedes tropezó con el
revólver cuando quiso abrazarlo, y estaba tan caliente que quemaba. Se llevó la
mano a la boca para abortar el grito.
-¿Vos...?
Franco vigilaba alrededor, y la miró un
rato sin verla en realidad, oculta por la sombra del ángel. Pero los ojos de
Franco sí brillaban y la buscaban.
-No entendés. No sé qué te habrá contado,
pero era un enfermo. El
último día que hablamos estaba tan desesperado que amenazó con delatarme a la
competencia.
-Pero Franco...- Mercedes tartamudeó, y no
pudo continuar. Ya no sabía siquiera qué era lo que deseaba decir.-...era
Arturo, Dios mío.
Él
no contestó. Sólo la tomó de los hombros y la apretó contra su cuerpo. El arma,
en sus manos, entibiaba la espalda de Mercedes.
-Siempre se metía entre nosotros. Aún en
nuestra cama, sabía que pensabas en él. Te escuchaba hablar dormida, Mecha, recitando
esos versos. Entonces se me ocurrió que los versos son como el alimento que
sirve de carnada a los peces.
Pero Mercedes ya no lo escuchaba. Ella se
abría paso en la oscuridad como un pozo que siempre había estado a su lado y
unca había visto. Como si hasta el día antes hubiese estado viviendo en otro
barrio y otra época, rodeada del amor de sus padres, de los verdes jardines y
los caminos de arena. Senderos que recorría pensando en los dos hombres que se
peleaban por ella y la adoraban. Se sintió tan estúpida, que no fue capaz de
culpar a nadie más que a sí misma.
Ella había traído el libro. Ella conducía
a la gente a la muerte.
Quiso apartarse de Franco.
-Dejame...-gritó entre sus brazos,
desgarrando los botones y la camisa de su esposo.
Pero él no la soltaba, quizá ésa fuese la
única manera de tenerla para sí, por fin.
-Me hiciste traerlo, me usaste, hijo de
puta.- Y el llanto se ahogó en la camisa abierta.
Las caricias de Franco se detuvieron. Algo
llamaba su atención.
-Dejála que se vaya- lo oyó decir, y fue
lo último que recordaría de él. Muchas veces, sola en casa, fantaseaba en cuál
de los dos moriría primero, en qué diría cada uno para que el otro lo
recordara. Y ese ruego de Franco fue mejor que todas las frases imaginadas.
Adivinaba a quien le estaba hablando. El
hombre de la estación. Sintió la necesidad de serle fiel a Franco una vez más,
tenía que decirle que Arturo lo había delatado, pero las evidencias llegaban
siempre tarde, haciendo inútil el arrepentimiento. Cuando levantó la vista, él
ya la estaba empujando a un lado, y vio el relámpago de un disparo al estallar
sobre la cabeza de Franco. El cuerpo cayó a su lado, húmedo y tibio con el
calor de la sangre.
Y de pronto surgió, a unos pasos, el
brillo de un metal reflejando el fulgor de la luna. Escuchó las pisadas sobre
los cantos rodados entre las sepulturas, y reconoció aquellos golpecitos suaves
de las palmas sobre los pantalones.
Ella sabía que era el hombre de la estación,
otra vez. Olió de nuevo ese aroma a tabaco, que vencía los olores del
cementerio, dominándolo todo con su segura y penetrante firmeza.
El hombre encendió una linterna y alumbró
a Mercedes. Ella se cubrió la cara con las manos, sin levantarse. Luego el haz
de luz se replegó. Entonces ella trató de refugiarse buscando a Franco en la
oscuridad.
-No busqués vida entre los muertos-le dijo
el otro.
Mercedes no pudo reprimir el llanto, y
creía que ya no podría dejar de llorar nunca, ella, que tanto había reído
siempre.
La luz volvió a encenderse, esta vez sobre
el rostro del hombre. Tenía el libro abierto entre sus manos, casi frente a la
cara.
-“Las sombras de los cuerpos que se unen a
las sombras de las almas, forman una sola sombra larga”-recitó con el tono de
quien en realidad lee un salmo.
Mercedes repitió los versos casi sin
pensar en lo que decía. La linterna se fue acercando a ella, hasta rozar sus
labios con un beso antes de apagarse.
Un día casi toda la ciudad
habló de Hugo Hollander, no de su nombre, que descubrimos recién dos años
después, sino de lo que había hecho. Cuando encontraron el pie izquierdo de la
mujer entre unas bolsas de basura del barrio de Once, la ciudad se convulsionó
y ya nadie pudo arrancar de la memoria colectiva algo que volvería a repetirse
varias veces en un radio de cincuenta cuadras. Cada hallazgo sumó un poco más
de especulación y de papel prensa a la vida cotidiana, completando a la vez un
cadáver que así fue tomando su forma original.
Tanto los pies como las manos habían sido
quemados, y deben ustedes también comprender el diferente estado en que estaban
los restos. La cabeza fue encontrada seis meses después del asesinato, que
según los peritos debió ocurrir dos días antes del primer hallazgo.
Recién dieron a conocer a la prensa un año
después la peculiar distribución que el asesino había elegido para repartir los
fragmentos del cuerpo. Pero el día que fui a la comisaría a ver si recavaba
informes, vi un mapa colgado de la pared y lleno de alfileres con cabezas de
colores formando el dibujo de un niño en posición fetal. Entonces unos policías
me miraron desconfiados y me fui, pero yo había alcanzado a copiar el dibujo en
mi libreta.
Llegado a este punto, debo hablar de Hugo
Hollander. Si a él se le adjudica el asesinato, no ha sido por mérito de la
investigación, sino a su propia confesión. Dos años después de ocurrido el
crimen, quiso decirnos la verdad.
Hollander trabajaba en la morgue judicial,
y los exámenes psiquiátricos laborarles no demostraron ninguna peculiaridad
fuera de lo común en su carácter. Un día tomó licencia por dos semanas, y según
consta en declaraciones de sus compañeros, su hijo de seis meses había muerto.
Los vecinos lo corroboraron, y pudimos comprobar la tumba del bebé en un
cementerio de la provincia. Nadie supo responder la razón de que no lo
sepultaran en la capital. Sólo los empleados del cementerio dijeron algo
interesante: que vieron a Hollander discutir con su mujer por esta causa el
mismo día del funeral.
Durante sus seis meses de vida, el niño
estuvo internado tres veces. La historia clínica fue secuestrada en dos
ocasiones, y los peritos confirmaron el diagnóstico de traumas físicos severos.
No sabemos si Hollander maltrataba al chico o fue su esposa. Al principio la
policía se inclinó por la hipótesis de que el bebé y su madre habían sido
víctimas del mismo hombre perturbado, y aún persiste de manera oficial. Planteé
mis dudas al doctor Ibáñez, un médico legista que me recibió en su despacho con
mucha impaciencia. Le dije que un hombre golpeador en general actúa con furia y
abruptamente, en cambio este crimen había sido premeditado, como lo demostraba
el cuidadoso descuartizamiento. El doctor estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que
no son las mentes más brillantes las que salen impunes de sus crímenes, sino
los hombres que saben callar. Los que tienen un torbellino incesante en sus
cabezas, y aún así sus rostros muestran paz. Después, me despidió
recomendándome algunos textos que ya conocía.
Sólo nos queda recurrir a la confesión de
Hollander. Un hombre de treinta años, hijo de inmigrantes polacos, que nunca
salió de los límites de la ciudad más que para enterrar a su hijo. Era callado
e introvertido, le gustaba recorrer las confiterías de Buenos Aires en su
tiempo libre. Su rostro era delgado, de ojos infantiles, bajo de estatura, y no
sugería más que veinticuatro o veinticinco años. Lo imagino observando el
cuerpo durante un largo rato después del crimen -tal vez la estrangulara-, y
yendo luego a buscar el hacha. Sabemos por la pericia que se hallaron marcas de
tinta en la piel, así que primero debió desnudarla, dibujando entonces, como
una pintura, las líneas precisas sobre el cadáver. Dividió los brazos y las
piernas en tres fragmentos, separó la cabeza y el tórax del abdomen. Tuvo que
ser un hacha sin duda, porque los bordes irregulares de algunos restos
indicaban haber sido arrancados.
No era un hombre fuerte, sino un tipo
sedentario que no hacía deportes. Pero si hizo todo esto no fue por la
incomodidad de la carga, sino con un objetivo preciso: la figura trazada en las
calles. Puedo ahora sí verlo cargar los fragmentos en bolsas separadas,
llevándolas en su camioneta para repartirlas. Quizá ni siquiera necesitara un
mapa. La ciudad estaba en su cabeza desde su nacimiento, y utilizó ese mismo
barrio para expresarse.
Todos nos preguntamos qué quiso decirnos
con ese dibujo. Sin duda algo relacionado con la muerte de su hijo. El crimen
fue cometido luego del fallecimiento del niño. Su mujer no trabajaba, así que
los vecinos la vieron quedarse en casa y gritar como una loca hasta que alguien
llamaba al marido al trabajo. Pero también lo hacía desde antes de morir el
chico. Cuando la ambulancia llegaba para atender al bebé, se protegían el uno
al otro ante las preguntas de los médicos. Lo cierto es que su hijo murió en la
tercera internación, con una fractura en el cráneo.
Hollander confesó haber matado a su
esposa, y sólo tenemos el testimonio de González, su compañero más cercano. No
hay otras pruebas. Tampoco su mujer fue encontrada. La gente participó
involuntariamente de la búsqueda, descubriendo sin querer y con un grito de
espanto, cada fragmento humano. Sin saberlo, caminaba entre las líneas del
dibujo, hilos invisibles que unían puntos, formando la figura de ese niño
encogido que el asesino utilizó por algún motivo.
Se preguntarán la razón de que Hollander
haya decidido confesar dos años más tarde. Según él, volvió a ver el cuerpo de
su esposa. La noche anterior había recibido el cadáver de una mujer ahogada en
el río, y dijo que era el mismo cuerpo que él había destrozado. Pero estaba de
nuevo completo en una camilla de la morgue. Ya no dejó de decir, entonces, que
ella había regresado para vengarse.
La policía adjudicó todo esto al delirio.
Sabemos que los cuerpos desmembrados no vuelven a reunirse por sí solos, ni que
los muertos regresan a la vida para morir nuevamente. Por lo menos eso
pensamos.
Ahora que los canas dejaron de molestarme
de una vez por todas, el juez me manda esta nueva citación para declarar lo
mismo que le dije en mil ocasiones. No sé por qué jodida suerte tuve que ser yo
el que acompañara a Hugo esa noche. A lo mejor por la misma causa que me hizo
conocerlo el día que entró a laburar, cuando él recién tenía veinte años.
En ese entonces empezó en mantenimiento,
pero después lo ascendieron. Yo tenía casi cinco años más que él, y como era el
único joven en esa sala, nos hicimos amigos. No hablaba mucho, y las pocas
veces que decía algo era porque una bronca estaba creciendo dentro suyo,
despacio, hasta hacerlo contar finalmente lo que lo molestaba. Eso fue lo que
pasó en los últimos meses.
Poco después de conocernos, tomamos la costumbre
de ir a un café al salir del trabajo. Más adelante, frecuentamos a dos minas.
El día que salimos por primera vez los cuatro, le hice un mal juego. Me
encontré con ellas un rato antes, y noté algo raro en la chica que había venido
con mi amiga. No era fea, tenía un buenas tetas que compensaban su mirada de
estúpida, pero no me cayó bien, como si detrás de esa superficial torpeza
hubiese algo de planeada crueldad. Los tres esperamos en el bar, y cuando Hugo
apareció, no me resistí y me cambié de asiento. Así fue que me quedé con la que
más me gustaba, y él salió con la que tenía ojos raros. Sé que fue una jugada
tramposa de mi parte, pero Hugo también entró como un ratón en las manos de esa
mina.
Al poco tiempo se casaron, y los problemas
ya habían empezado desde antes. Ella tenía la lamentable costumbre de ponerse a
gritar por cualquier cosa que no le gustara. Sus caprichos eran siempre tan
desproporcionados con la situación, que al final no tuve dudas de que estaba
loca. Un tipo de locura diferente a la que Hugo demostró después. Porque me
parece que es tiempo de decir las cosas como realmente fueron, aunque la
policía y el periodista que me entrevistó no estén de acuerdo. La locura de
ella era de esas que hacen brotar la de los demás. De pronto despierta en uno,
sin saber cómo ni dónde estaba escondida.
La cuestión es que aguantó su histeria
mucho tiempo, y no era fácil hacerlo. A veces le daba por enojarse en medio de
la calle, y él permanecía callado siguiéndole la corriente. Se me ocurrió que
luego los dos se desquitaban en la cama y todo volvía a ser como antes. Pero
déjenme decirles que lo que está en la cabeza no se quita con nada, ni siquiera
con la muerte. Si pudiera preguntarle, Hugo me daría la razón.
Después ella quedó embarazada, y les juro
que nunca vi a un tipo tan entusiasmado con el chico como mi amigo. Fui a
visitarlos al hospital el día siguiente al parto, y me dio la impresión de que
ella no estaba contenta. Al salir del cuarto, escuché de nuevo sus protestas y
sus gritos. Sin embargo, Hugo sólo miraba al bebé en su cuna, repitiendo lo
hermoso que era. Lo llamaron Tony.
A partir de entonces, las cosas sucedieron
muy rápido, solamente seis meses, y no puedo creer que todo eso estuviese
trabajando en la mente de Hugo. Me refiero a lo que hizo después. Supe sobre
las internaciones del chico a través del diario, cuando ya todo terminó. Nunca
me había dicho nada, sólo faltaba al laburo algunos días aislados y sin avisar.
Cuando empezó a hablarme más seguido, me di cuenta de que algo grave lo estaba
calentando por dentro. Al enterarnos de la muerte de Tony, no me salieron
palabras. No quiso que asistiera al funeral, y sólo me dijo que iba a ser en la
provincia.
Me contaron, unos días más tarde, que los
vieron discutir en la puerta del cementerio, porque no quería que ella
estuviese en la ceremonia. Le pregunté sobre la causa de la muerte de Tony, y
no me contestó. Por eso insisto en que no hay otra explicación posible: ella
estaba matando al hijo. No sé si era consciente, pero con golpes o descuidos le
quitaba la salud a ese cuerpecito que imaginé llorar como un marrano todo el
día, hasta que Hugo llegaba del trabajo. Entonces seguro que lo levantaba en
brazos con más cuidado que si fuese un miembro más de su propio cuerpo, porque
yo lo vi hacerlo. Me consta que era capaz de matarse por el chico. Me equivoco,
iba a matar por Tony. Esto es lo que le dije a Beltrame, el periodista. Ella lo
despertó a Hugo, sacudiendo su locura hasta hacerla salir.
La última noche que trabajé con él, me
confesó su verdad. Unas horas antes lo noté ponerse pálido ante el cadáver que
acababan de traer a la una de la mañana. Comenzó a sudar, sentándose y
agarrándose la cabeza entre las manos. Cuando faltaba poco para que terminara
mi turno, me lo dijo todo. Lo mismo que repetí al juez hasta el cansancio. Hugo
iba y venía desde la camilla donde estaba el cuerpo, revisándolo como si fuese
un forense. Miraba las axilas, las rodillas y las manos. El vello de los brazos
se le había erizado como el de un gato, y temblaba. No le creí al principio, no
era un tipo fuerte capaz de destrozar un cadáver de la manera en que me contó.
Me parece que además de la fuerza debió necesitar también la resistencia para
hacerlo una y otra vez, hasta poner el último fragmento en la camioneta.
Pero, desde hace ya un tiempo largo, creo
que es verdad, especialmente cuando pienso en las ocasiones en que algo dentro
de nosotros se levanta de un profundo letargo, y ya no podemos detenerlo.
Hace cinco horas que ella llegó. Los
muchachos la dejaron sobre la camilla. Al verla, sentí que iba a desmayarme,
porque a pesar de haber tenido siempre en el pecho un agudo dolor desesperado,
nunca había experimentado antes este miedo. Caminé hacia ella, tratando de ocultar
mi temblor, aunque sé que González se dio cuenta. En los escasos momentos que
pude estar solo, me puse a observarla. Miré su rostro indemne, sus pechos
blancos y mojados por el agua sucia del río. Y leí en su cara que lo hizo para
vengarse, revivió para matarse nuevamente y hacerme sentir culpable. Piensa
engañar a los forenses y a la policía simulando un suicidio. Ha venido a
destruir estos dos años de olvido, porque sabe que es el único estado que me
permite vivir.
La quise, es cierto, pero nunca tanto como
a Tony. Al volver a casa y encontrarlo llorando, amoratado y tenso, ese dolor
en mi pecho crecía de pronto. Ella, con su cabello rubio y sus ojos bellos,
escondía una furia muy parecida a la que yo tuve más tarde.
No la vi golpearlo, nunca lo hizo en mi
presencia. Esperaba que me fuera al trabajo para hacerlo de inmediato o más
tarde, no lo sé. El llanto de Tony y sus necesidades tal vez la exasperaban,
como antes de casarnos le pasaba con las cosas más triviales. Dos o tres veces
le pegué, o aún más, creo, cuando entraba al departamento y veía al niño en un
estado tan cercano a la muerte, que no sabía de qué otra manera reaccionar. En
el hospital los médicos me pedían explicaciones, y nunca pude decirles la
verdad. Prefería que pensaran lo que quisieran, antes de verme obligado a
contarles. En esos momentos imaginaba lo que mis padres habrían pensado si me
hubiesen visto.
Recordaba a papá sentado a la cabecera de
la mesa, hablando en ese idioma en el que sólo ponía cuatro o cinco palabras
castellanas, pero lo suficientemente acentuadas como para que yo entendiese. Él
siempre nos enseñó que nada debía filtrarse fuera de nuestra casa. Una familia
resuelve sus problemas sola, decía él. Mi madre también era así, aunque su voz
sonaba hacia adentro, de ella aprendí a callarme. Entonces me di cuenta que no
existían problemas en casa. Papá tuvo razón en eso, los había espantado con su
voz gastada, hasta que la vida se fue conformando en dos planos. El inmediato y
el otro, el que sobrevolaba encima de nuestros cuerpos, sórdido, como un pájaro
negro dando vueltas bajo el cielo raso, y al que nunca me atreví a mirar.
Mi dolor empezó así, muy suave primero,
casi como un pinchazo leve. Mi mujer lo convirtió en un sacudimiento. Ver a
Tony en el estado en que lo dejaba, fue mi despertar definitivo.
Seis meses después, me llamó para decirme
que fuera al hospital lo más rápido posible. Esta vez me esperaba en la sala de
urgencias, y no en la cafetería como otras veces. Me contó de la muerte de
Tony. Sentí que el dolor regresaba agudo e insoportable, pero me contuve y
permanecí callado. La escuchaba decirles a los médicos que el bebé se había
caído, y la gente a nuestro alrededor nos miraba con desconfianza. Empecé a
sudar bajo las luces intensas del pasillo, parecidas a un sol nocturno que de
algún modo me reveló lo que debía hacer.
No sé cuánto tiempo pasó desde esa noche,
ya he dicho que el olvido ha sido mi salvador. Sin embargo, lo único que pude
rescatar de mi memoria fue a Tony, y que para traerlo de vuelta a mi lado tenía
que realizar aquel dibujo.
Acabo de confesárselo a González, pero no
me cree cuando le digo que una de la siguientes noches, mientras estábamos
solos, decidí que era el momento adecuado. Dos horas tardé en desmembrar su
cuerpo. Al final, estaba agotado y cubierto de sangre y transpiración. Me di
una ducha y después cargué la camioneta con los restos envueltos en bolsas
negras que robé de la morgue. Eran las seis de la mañana, y como un repartidor
distribuí mi mercadería en el barrio, formando la figura de mi hijo. Un dibujo
lo bastante grande para que él lo viese desde allá arriba y me respondiera.
Nunca contestó.
Hace dos años que lo espero, y utilizo mis
fuerzas para lograr el olvido completo, sólo por él. Ahora mi mujer ha
regresado para decirme que los muertos permanecen en sus fosas, no importa lo
que suceda. Sólo despiertan los infelices, y por eso viene a deshacer mi
trabajo de toda aquella noche. A convertir mi desvelado esfuerzo en una inútil sentencia
de muerte.
La examino buscando las marcas, los cortes
en los brazos y en el cuello, y únicamente encuentro un cuerpo sucio. Pero es
el mismo rostro, el mismo sexo tan hermoso de donde nació mi hijo. Estoy seguro
de que cuando la identifiquen me condenarán, y aunque vuelva a destrozarla,
ella va a encontrar la forma de molestarme una vez más.
Son las cinco y media de la mañana, y el
sol está saliendo por detrás de la ciudad. González se despide con cierta
preocupación en la mirada. Ya estoy solo.
Y cuando voy a cubrir el rostro de mi
esposa con una sábana, la escucho decir que no lo haga, que quiere verme, y que
use la tela para sujetarme. Entonces miro hacia el techo, y sé que por esta
vez, por ésta única vez, estamos de acuerdo. Una viga, el trozo de tela y la
silla bajo mis pies serán suficientes para llevarme a la oscuridad en la que no
ya habrá miedo, porque mi hijo estará conmigo.
LA PATRIA DEL SÁBADO
Claudia despertó. El sol del sábado a la mañana atravesaba las rendijas de la persiana hasta caer directamente en sus ojos soñolientos. Se restregó los párpados, se dio vuelta en la cama y vio el cuerpo del hombre dormido. Su lucidez, apenas despejada, se dejó sorprender por un momento, pero enseguida recordó. Qué hace todavía acá. Apoyó un codo en la almohada y la cabeza en la mano, se cubrió con la sábana porque abril traía ya los primeros fríos del otoño. Las líneas de luz dibujaban cortes en la espalda del hombre. Todos se van a las dos o tres de la mañana, por qué se queda. Es un tonto si piensa que me voy a enamorar. Pero no fue tan tonto anoche, se ve que tiene experiencia. Lo más probable es que quiera tomarse una taza de café con leche o un mate, y de paso evitarse el frío y la humedad del viernes a la noche.
No voy a ceder, voy a preparar una sola taza. Se quedó un rato más observando las manchas de vello oscuro y rizado en los omóplatos y en la baja espalda. Iba a acariciarlo, pero se detuvo a tiempo. Justo cuando su mano estaba por tocarlo él se movió, aunque sin despertar todavía. El reloj marcaba las ocho y media. Prendió la radio y elevó el volumen. A ver si se despierta y se va de una vez. Radio Nacional y la marcha militar por centésima ocasión en los últimos dos días.
“...más de dos mil personas reunidas en la histórica Plaza de Mayo para festejar la recuperación...”
Se levantó, aturdida por el estridente sonido monoural y el vocerío de la multitud, que sonaba como un coro desafinado sin palabras tronando desde un lugar más lejano o más profundo quizá que el de la plaza. Si no se despierta con esto. Se puso la bata de toalla verde, una salida de baño en realidad, que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Una corriente de aire le dio escalofríos. Se levantó y abrió la persiana. La mañana estaba bellamente dorada por el cielo, la ciudad se veía envuelta en blanquecinas nubes semejantes a alas de ángeles. Las bocinas se escuchaban débiles por la altura del departamento y las ventanas cerradas. Tuvo la tentación de abrirlas y dejar que el frío y el ruido despertaran al hombre, pero un resto de piedad se lo impidió.
Abrió las puertas del armario que separaba el cuarto de la pequeña cocina que había detrás. Encima del ropero, las valijas descansaban desde dos años antes, y el polvo se había acumulado. No pensé que me quedaría tanto.
-La inquilina anterior, una chica llamada Cecilia, murió de sobredosis-le había contado la dueña, casualmente, pero mirándola con superioridad, como si así le advirtiera que debía portarse bien.
Pero pronto empezó a gustarle el cuarto, y ya llevaba viviendo allí cuatro años. Entonces recordó la advertencia que le habían hecho hacía ya una semana. Los rumores sobre ella provocaban quejas en las reuniones de consorcio. La vieja del departamento de enfrente le dijo a los vecinos que había visto entrar hombres diferentes todos los fines de semana al departamento. Pero qué iba a hacer Claudia si los hombres la engatusaban y no podía decir que no, era una mujer al fin de cuentas. Así como hay tipos que llevan mujeres a sus cuartos todas la noches, por qué yo no voy a hacerlo si ellos me gustan, si tengo ganas de no dormir sola, si necesito que me hagan sentir viva en medio de la noche, cuando creo estar hundiéndome a través de cada piso de este maldito edificio. Si unos brazos y un aliento eran capaces de rescatarla, ella no dudaba. Nunca pensó en el peligro que podrían traer los desconocidos, ella los miraba a los ojos, y confiaba.
Todos se iban a las dos de la mañana, o si eso no pasaba, ella encendía la luz y la radio. El otro entonces se levantaba y se vestía, despidiéndose luego con un beso y un saludo en voz baja. No, jamás les cobraría; aunque muchos hacían el ademán de llevar la mano al bolsillo, apenas la miraban a los ojos sabían la respuesta. No era eso lo que Claudia necesitaba, y la fría, impávida expresión de los hombres parecía transparentarse en un recuerdo, un agradecimiento, como si ya la conocieran de mucho antes.
Mañana voy a buscar a Diego a la casa de mamá. Prendió la hornalla y puso el jarrito con el agua. Sacó de la alacena un tarro de galletitas. El sonido de la lata resonó entre las cuatro paredes, pero el vocerío de la radio lo ocultó eficazmente, así como el chocar de la taza, el plato y la cucharita. La tapa de la azucarera cayó y rodó, sin romperse, sobre el aluminio de la mesada. Ruidos precarios ante la embestida de la radio. Sonidos personales que parecían inocentes perros frente a los ejércitos que invadían islas y la multitud que iba tras ellos, vitoreándolos.
“....hace décadas que no vemos algo como esto, la gente aplaude y agita pancartas ante esta demostración de coraje del gobierno...”
Si me echan, quiero estar preparada. Tengo plata para mantener a Diego por unos meses, y mamá me va a ayudar hasta que consiga trabajo. Diego ya tiene cuatro años. Tanto tiempo perdido, tan pocas veces que lo vio. Pero no podía mantenerlo, no era así como lo quería criar: en un departamento de mierda, durmiendo en su misma cama por falta de espacio, dejándolo con extraños mientras ella trabajaba de sirvienta. Por lo menos la abuela era la abuela, y mal que mal no iba a descuidarlo. Al final, Claudia resultó ser la extraña cuando lo visitaba, y una opresión le estrujaba el pecho cuando el chico se apartaba llorando y apretándose a las piernas de la abuela.
Eso se terminó, mañana voy a buscarlo y lo llevo a otro lugar donde vivir. Escuchó el rechinar del colchón y después un carraspeo de fumador desde el baño, por sobre el ruido del agua. El hijo de puta se va a bañar sin pedirme permiso, sin avisarme. Golpeó la taza con fuerza contra el plato, el agua ahora hervía en la hornalla. Fue hasta la puerta, y cuando iba a llamarlo, se dio cuenta de que no se acordaba del nombre. Él le había mencionado que era jugador de rugby, pero no sabía nada más. No quería, sin embargo, parecer una bruja, qué voy a decirle, flaco, quién te dio permiso para usar la ducha. Después de todo no era para tanto. Tal vez el tipo realmente se había hecho la idea de que podían llegar a algo serio, a veces pasa y se encuentran hombres buenos.
Volvió a la cocina, pero antes bajó un poco la radio, diciendo, en tono maternal:
-¡Hay toallas limpias abajo del lavatorio!
Por qué lo dijo, aún en contra de todo lo decidido. Siempre la misma tarada, vos, no aprendés más. Tomó su café, sin azúcar esta vez, sólo le quedaba medio tarro y quería llegar a fin de mes.
La radio hizo intermitencia y el ruido le lastimó los oídos. Fue a bajar un poco más el volumen, cuando oyó ahora claramente la voz gangosa, ronca, del presidente. Podía imaginarlo en el balcón de la Casa de Gobierno, con los brazos alzados abarcando a la muchedumbre que lo escuchaba en silencio. Ni un sonido interrumpía la voz nacida de la profunda oscuridad de los pulmones de un hombre que producía temor con sólo oírlo. Entonces la voz pareció surgir del baño, de un cuerpo escurriendo agua mientras cantaba algo semejante a la marcha de San Lorenzo, distorsionada, retaceados sus acordes gloriosos por otros más afines a la urdimbre débil de los hombres contemporáneos.
-¡Son pegadizas estas marchas, ¿no es cierto?!- Y la voz no venía de la radio, sino del baño.- ¡La letra no se te borra de la cabeza por más que pase el tiempo!
Claudia imaginaba al tipo desnudo, secándose con alguna de sus toallas, con los brazos alzados para frotarse la espalda. Después la puerta se abrió, y lo vio salir con una toalla alrededor de la cintura.
-Buenos días, Clau.
Esa familiaridad. Se sintió indefensa, en desventaja porque él conocía su nombre y ella no el suyo. Sonrió apenas y le dio la espalda para regresar junto a la hornalla que le daba calor. Dejó la taza en la pileta, se frotó las manos cerca de la llama. Los pies descalzos del hombre se le acercaron por detrás. Sintió sus manos meterse por debajo de la bata, tocarle los glúteos y subir hasta la cintura. Le besaba el cuello, mientras le decía:
-¿Qué te parece? Les rompimos el culo a los ingleses, ¿no?
Ella miró al techo, suspirando, y aguantó el frío de las manos húmedas en su cuerpo. Las manchas de las moscas, que formaban un mapa cada vez más poblado, la llevaban a pensar en viajes. A olvidar el olor a mugre y smog de la ciudad, el aroma de las frituras y la orina de los niños de los departamentos vecinos. Mañana será el último día, aguantá.
Se dio vuelta e intentó separarse.
-Tengo que salir, querido. Vestite y si querés, esperáme, que bajamos juntos.
Pero él no quería soltarla. La estaba mirando con fijeza.
-¡Qué es eso de querido¡ ¿Y mi nombre que gritabas con tanto placer anoche? ... no te acordás, es verdad, no te acordás...- Se empezó a reír, satisfecho, abrazándola más todavía.
Ahora ya no podía preguntar, en la cara de él estaba dibujada una idea, una libertad de acción, una impunidad que el anonimato le otorgaba gratuitamente. Sólo la cara lo individualizaba, y las caras, ella lo sabía, se confunden siempre, se pierden en la memoria con otras miles. Como los rostros de los soldados.
“...nuestros jóvenes héroes han convertido este hecho en un hito de la historia del país...”
La marcha volvió a sonar, de fondo, mientras el locutor describía el saludo de los ministros al presidente. Claudia hasta pudo imaginar el impecable uniforme y el tintineo de las medallas balanceándose sobre los pechos de los hombres fuertes.
-¡Soltáme!
Logró separarse, pero él volvió a alcanzarla y le desprendió la bata.
-¡Pero qué te pasa, puta de mierda!
La empujó a la cama y se tiró sobre ella. Con la boca contra las sábanas, Claudia exhaló un grito apagado al sentir que la penetraba. Pero esta vez no fue como en la noche. La suavidad se convirtió en un roce de lijas, los besos en el cuello en picotazos de pájaro. Las lágrimas corrían, y sus labios bebían esas lágrimas. Sin embargo, no iba a gritar, para qué, para que lo vecinos llamaran a la policía, para verse echada un día antes sin poder ir en busca de Diego. No digas el nombre de tu hijo en este momento, no lo manches, estúpida, si arruinaste tu vida no hagás lo mismo con la de él.
El hombre parecía decidido a retardar su placer, a someter la llegada del fin a reglas especificadas en su mente desde tal vez muchos días antes. Buscaría una mujer sola, la engañaría con su timidez fingida, o quizá no hubiese planeado nada, y la oportunidad despertara deseos que él quizá ni siquiera conocía.
Claudia sintió un desgarro. La estaba lastimando.
-¡Basta!- dijo, pero él no le hizo caso. Las voces de la plaza en la radio continuaban tronando altivas, orgullosas, y las bocinas de los autos se elevaban al cielo de la ciudad.
“...hay miles de cintas blancas y celestes cayendo de las ventanas, todos están ansiosos por mostrar el orgullo del sentir nacional...”
Luego, el grito de gozo del hombre se dejó oír fuerte como un grito de guerra, triunfal e irrevocable. Se quedó apoyado sobre Claudia un largo rato, agitado pero quieto.
-Dejáme que estoy sangrando-murmuró ella.
Él no se movió. Las sábanas estaban mojadas. Lagrimas, saliva, sangre. Ella no veía porque sus ojos estaban turbios. Giró la cabeza a un costado. El departamento seguía luminoso, increíblemente limpio ahora. La luz se burlaba de Claudia. Siempre tan sucio, y ahora, tan brillante. Brillaba como los refulgentes relampagueos del sol en las alas de plata de las gorras y uniformes, en los bronces de la banda que tocaba en el viejo disco de la radio.
El hombre sin nombre se levantó. Ella no quiso mirarlo. Esperó, sólo esperó el golpe certero que acabaría con su vida, y que hasta llegó a desear, porque no quería vivir más en ese departamento limpio y frío como el bronce. Lo oyó vestirse. El pantalón, la hebilla del cinto, el cierre, el roce de los dedos en los botones de la camisa. Él no dijo nada, quizá ni siquiera la estaba mirando. Después, Claudia escuchó la puerta que se abría y cerraba.
Se tocó el bajo vientre. Estaba herida, pero no era nada que no pudiera solucionar ella misma con unos días de reposo. Fue hasta el baño, encogida por el dolor, y se metió en la bañera con el olor que el otro había dejado. Permaneció quieta, pensando, mientras el vapor enturbiaba el espejo del botiquín. No lloró. El dolor se coagulaba como la sangre, y la hemorragia de las lágrimas al fin se detendría alguna vez, sin dejar rastros.
La radio continuaba transmitiendo el acontecimiento central del año. Qué maravillosa proeza, pensó, qué valentía la de esos chicos que peleaban tan al sur, y pensó en el frío que debían estar pasando. Seguro que muy pocos habían sufrido heridas, los partes militares así lo informaban. Pero qué frío, pobrecitos.
Sólo volvió a permitirse unas lágrimas al pensar en Diego. Debía estar aún en la cama, seguramente, mientras la abuela calentaba la leche del desayuno. El aroma de la leche hervida, qué hermoso olor, qué tibio aroma para los que, lejos, guerreaban y extrañaban.
Ya no iría en busca de su hijo mañana. Ya no tenía sentido cambiar el ritmo de su vida, ni el inútil intento de verse mejor frente a la opinión de los demás. La imagen se había puesto en armonía con el interior, casi en perfecto equilibrio. Podía estar tranquila, aunque no del todo.
Entonces comenzó a tararear la marcha de la radio. Hacía años que no la cantaba. Primero muy suavemente, indecisa, dudando de cómo sonaría su voz. Luego se animó a elevar el tono, porque nadie la escuchaba, y si lo hacían, dirían que por fin estaba al tanto de los acontecimientos y no se abstraía a ellos.
Su vida por fin iba adoptando el ritmo de la realidad. Esa brillante y enceguecedora estridencia de las fuerzas que no se detienen ante nada.
EL ROSTRO DE LOS
MONOS
La mujer se resiste con
fuerza. Su cuerpo pesado se escurre de los brazos de Charly, y un puñetazo lo
alcanza en la boca. Pero él no protesta. Sujeta el puño que lo golpeó y lo
retuerce junto a la otra mano en la espalda de la mujer. Ella grita, sigue
luchando contra el pañuelo que le oprime la boca y la nariz. Pero el cloroformo
comienza a adormecerla y cae sobre la camilla. Charly emite un suspiro de
alivio, es la segunda vez que ella despierta. Decide mantenerla sedada con algo
más fuerte.
Ata las manos de la mujer con cordones.
Palpa el vientre crecido y comprueba si aún hay movimientos, pero no los
encuentra. Sus dedos no necesitan mucho tiempo para darse cuenta. Han sido,
junto con sus ojos, el único sistema comunicante con el mundo.
Va hasta la heladera, prepara la jeringa y
regresa junto a la camilla. La inyecta en el brazo. Atrasará el parto, lo sabe,
sin embargo es imprescindible atarla bien antes que despierte otra vez. Ella
tiene que estar consciente todo el tiempo para que el parto sea normal. Lo ha
sido en las últimas cuatro ocasiones, con las últimas cuatro mujeres.
Rosa, la partera que atendió a su madre al
nacer él, siempre había elogiado sus manos. Decía que eran pequeñas y sensibles
para palpar a los bebés. Por eso, desde que él tuvo diez años, le había
enseñado a poner sus dedos como pinzas en la carne húmeda de las embarazadas
para hallar el feto y estimularlo.
Charly recuerda cómo era la casa de La
Boca cuando ella vivía. Una habitación con dos camas, la cocina y un baño
agregado a un costado, al que se llegaba desde el patio. Sólo dos elementos de
su trabajo gozaron siempre de un especial cuidado: la heladera donde guardaba
los remedios, y un armario con el instrumental para las urgencias. Las mujeres
llegaban gritando a cualquier hora, y Rosa las atendía aunque fuese de noche o
cortaran la luz en el barrio.
El comentario sobre sus manos fue lo único
bueno que escuchó de ella. El resto se parecía a lo que una vez le oyó decir:
-Menos mal que tu vieja se murió al nacer
vos, imagináte cómo habría sufrido al verte así...
Se mira al espejo en la misma habitación
donde vive solo desde que Rosa murió hace dos años. No sabe quién lo llamó
Charly, pero fue el nombre que menos lo avergonzó de todos los que le dieron.
Se mira las manos, pequeñas para su edad, y las pone sobre la cara, sin
alcanzar a cubrir del todo su rostro deformado. La mandíbula parece escaparse,
los huesos sobresalen con aspecto simiesco. Así lo llamaban a veces, sobre todo
en la escuela a la que lo habían enviado al principio. Luego había tenido que
abandonarla, y fue a una especial, donde otros niños tan extraños como él se
miraban entre sí todo el tiempo, sin comprenderse.
Son las seis de la tarde. Mira por la ventana,
el barrio está tranquilo, las luces del circo se están encendiendo en la otra
cuadra y dos carros con animales pasan por la calle. Los observa un rato,
incluso puede olerlos. Hay mucha menos gente que algunos años antes. Rosa murió
cuando sus servicios se reducían a un parto cada dos o tres meses. Las personas
ahora asisten a los hospitales. Pero él había conocido la buena época, cuando
ella trabajaba todos los días y parte de la noche. La ayudaba hasta que se caía
de sueño o sentía ganas de vomitar, y sólo era capaz de pensar en el líquido pegajoso, la sangre y
los pelos de pubis que tocarían sus manos antes de saberse vencido del todo por
esa noche. Porque en realidad es lo único que recuerda con nitidez. Ya casi ha
olvidado las caras de los niños que ayudó a nacer.
La primera vez que Rosa lo hizo
acompañarla, lo puso frente a una de las tantas mujeres que pasaron por esa
casa.
-Es ésto o el circo, en algo tenés que
trabajar…-le dijo ella.
Entonces aprendió observándola. Rosa le
daba instrucciones y él obedecía. Ninguna de las mujeres se asustaba al verlo,
porque el de Charly había sido siempre un rostro conocido y mudo en el barrio.
A veces él pensaba en la razón de su silencio obligado, pasando largas horas de
la noche en un infructuoso intento por emitir sonidos con la lengua entre los
dientes. Más tarde, llegó a darse cuenta de que su lengua era un rudimentario
ejemplo de músculos muertos con una cicatriz inalterable.
Sigue mirándose la boca abierta en el
espejo. Hay mucha luz en la habitación, y sin embargo, no hace más que evocar
la oscuridad de las noches agitadas, cuando sujetaba los instrumentos con las
manos húmedas. Los mismos que guarda en el viejo armario. Desde la muerte de
Rosa los ha utilizado solamente para otros cuatro niños.
La mujer despierta otra vez, pero está tan
sedada que mueve nada más que sus ojos. Lo mira con atención y frunce las
cejas.
Las burlas de los chicos del barrio habían
comenzado un día a hacerse insoportables, y desde entonces no quiso salir. Rosa
escuchaba los insultos desde la calle, pero no se atrevía a criticarlos.
-Quedáte acá y ayudáme, pronto se van a
olvidar de vos si no te ven- le decía ella, mirándolo con sus ojos claros,
antiguos, en medio de esa cara de piel oscura y curtida. Se encargó de
enseñarle a leer con los manuales que conseguía prestados en el barrio, y
después con las recetas y los prospectos que la gente les llevaba.
El cabello de Charly es negro, lacio, y lo
peina hacia atrás. Tanta semejanza con un simio debe ser deliberada, piensa. A
Rosa le agradaba decirle eso mientras lo peinaba, aplastándole el cabello hacia
atrás. Él supo desde entonces que así iba a ser para siempre.
La mujer se agita y quiere gritar. Dirige
una mirada hacia la ventana, pero se da por vencida. Son las diez de la noche.
Observa a Charly, a su simiesca máscara colocada tan apropiadamente. Porque el
cuerpo, aunque no tuviese deformidad, había crecido bajo la autoritaria idea
que aquella extraña cabeza proclamaba. Ella lo mira caminar desde la heladera
hasta el armario. Una luz se enciende sobre la camilla. Él tiene puesto un
guardapolvo gris, debajo del que escapan las manos velludas y el pecho hirsuto.
No hay posibilidad de duda para quien lo ve por primera vez, aunque cueste
creer en la transformación humana de un animal, y en realidad no fuese más que
el hecho inverso.
Él sabe que deberá inducir el parto, así
que prepara la solución que Rosa utilizó en los últimos años, cuando ya estaba
cansada de las horas expectantes. Siempre había oído decir a los vecinos que
los métodos que ella usaba eran peligrosos. Pero eso ahora ya no importa, lo
único imprescindible en esta hora once, de esta quinta vez, es sacar al niño
para que sea semejante a los otros cuatro.
Rosa agonizaba cuando lo llamó a su lado.
Unas radiografías del cráneo cayeron al piso cuando él se sentó en su cama.
Charly agarró una, pero no pudo entender la mancha blanca que ocupaba la mitad
de la cabeza de Rosa. La imagen gritaba la evidencia, pero él no comprendía.
Vio a la partera levantarse torpemente, casi desnuda, con los pechos fláccidos
y oscuros que temblaron al caminar hasta al armario para sacar el fórceps de un
cajón. El instrumento era tan viejo, tan moldeado por sus dedos, que parecía haberse
convertido en una extensión de sus propias manos. Colocó entonces una de las
piezas sobre la cabeza de Charly, luego la otra en el lado contrario, y las
unió, formando una pinza que presionaba la mandíbula y la frente. No traccionó,
pero fue suficiente para que el rostro recordara su origen. Rosa apoyó las
manos sobre él, intentando detener la imaginaria hemorragia en la boca de
Charly, así como lo había hecho veintidós años antes. Él apartó la cabeza,
temblando. Ella acarició el mentón saliente, los labios inflamados, y se
detuvo. Los ojos de Charly tenían el brillo de las brasas.
Al día siguiente, Rosa había muerto.
Charly se vistió con el saco negro y largo, de cuello ancho que levantaba hasta
cubrirse las orejas, se colocó un gorro, y caminó hasta la casa del hermano de
Rosa para pedir el dinero que ella había ahorrado. Se lo entregaron con temor,
su aspecto era el de un hombre alto, oscuro, silencioso. Vivió con ese dinero,
sin preocuparle conseguir más, acostumbrado a la austeridad, a la arraigada
idea de pobreza que Rosa siempre le había inculcado.
Pasó los siguientes dos años intentando
deshacerse de aquel dolor creciente, como si en esa última noche ella hubiese
abierto la compuerta de una hoguera. Sabía que ya no formaba parte del mundo, y
que éste no podía dañarlo más. Lo único que le quedaba por hacer, era lo que
siempre había hecho mejor: sacar niños del vientre de sus madres. A la primera
mujer había tenido que vigilarla durante casi todo el embarazo, y aún después
de raptarla debió aguardar para el nacimiento. Pero después calculó el tiempo
exacto, y el secuestro, el parto, la venganza y el abandono se sucedieron sin
requerir tiempo de espera.
Son las doce y media de la noche. Hay
función en el circo, la música de la banda viaja suave y asordinada. Charly
cree que ya es tiempo de empezar. Saca otra jeringa de la heladera, y la
inyecta por debajo del ombligo. Ella grita, atenuada su voz por la mordaza.
Hasta la calle sólo llegan gemidos disfrazados. Retira la aguja y ve llorar a
la mujer, que mira hacia la lámpara. Todas hacen lo mismo, piensa él, las
mujeres siempre lloran, incluso Rosa. Le es difícil entender el llanto, aunque
nunca le resultó extraño el de los niños. También debió haber llorado él, e
imagina su nacimiento. Entonces aquel viejo dolor en su pecho empieza a ser más
fuerte, y el pelo se le eriza en los brazos, en la espalda. Da vueltas
alrededor de la camilla, esperando el efecto de la droga.
Ha pasado media hora, y las contracciones
son muy intensas. Ella sigue gimiendo. Charly va hasta el armario y busca las
ramas del fórceps. Vuelve y empuja un balde con los pies, pero la mujer rompe
la bolsa y el agua cae al mismo piso que tanto líquido humano ha soportado
antes. El abdomen se contrae rápidamente, la cabeza del niño se asoma. Charly
no aguarda, ése es el instante preciso. Pone una de las palancas en la frente y
otra sobre la mandíbula. Nota que el feto tiene un color oscuro muy peculiar,
casi no se mueve. Une las ramas del fórceps y gira el tornillo de cierre.
Continúa apretando. Sigue comprimiendo.
Tracciona.
La cabeza del feto se desprende del
cuerpo, y queda entre las piezas del fórceps. Charly la mira sin entender. No
oye llantos, esta vez. Sólo ve una cabeza de ojos cerrados, y los hombros
estrechos asomándose entre las piernas de la mujer.
El color morado, piensa, y se da cuenta
que el niño hace mucho tiempo que no tiene vida.
El niño al que iba a dar un nuevo rostro,
se desliza de sus dedos. Sabe que no habrá manera de seguir con el plan. Ya no
es necesario ir con el cuerpo de la mujer hasta el río, ni abandonar al bebé
con el nuevo rostro en una calle transitada para que alguien lo encuentre.
Esa ansiada entrega al mundo de su quinto
monstruo.
Otro simio enfurecido como él entre los
hombres.
Un aroma a fetidez flota en la habitación,
pero una ausencia mayor aún lo asusta y lo hace temblar, la del llanto
estridente y vital. El dolor comienza nuevamente. El fuego inapagable debe
dejarse avanzar, piensa Charly. La puerta que detiene el fuego ahora abierta
hasta el fin de sus bisagras. Entonces se desprende el guardapolvo pegado a la
piel por el sudor, y huye de la casa.
Las luces nocturnas de la calle lo
iluminan mientras corre, como si saltara sobre brasas. Se está quemando. Da
largos pasos, la fuerza que aplica a sus piernas parece desarticularlo. Charly
llega al borde del muelle y se tira al río. El agua espesa y sucia se balancea,
y dos barcos anclados comienzan a juntarse lentamente en el lugar donde se ha
hundido.
Son casi las cinco de la mañana. La gente
está reunida en una orilla del puerto, alrededor del cuerpo rescatado del agua.
Ha venido un forense a investigar, y pregunta lo sucedido.
-No sé bien cómo pasó, Doctor
Ibáñez-contesta el policía, con cara cansada y ojos que no ocultan su
confusión.-Hace unas horas me pareció ver la sombra de un animal corriendo
torpemente, erguido en las patas traseras, y pensé que era un mono escapado del
circo.
EL FLACO
La ruta estaba más transitada que lo habitual. Había coches
con valijas y bicicletas sobre los portaequipajes. Pedro sabía que viajaban
hacia la costa, coincidiendo con el comienzo del verano. Le agradaba verlos
pasar. En ocasiones, hasta creía escuchar las voces de los niños desde los
autos.
Siempre caminando,
sin detenerse, se dijo que con mucha suerte llegaría a la ciudad antes del
anochecer. Observó el campo a ambos lados del camino, interrumpido por algunas
fábricas, las torres que sostenían los cables de alta tensión con la delicadeza
de una araña, los puestos de frutas y las parrillas que iban cerrando a medida
que oscurecía. Algunos talleres dejaban ver las caras de los mecánicos entre
cámaras y llantas en desuso. Miró de costado el destacamento de la prefectura,
pero sin fijar la mirada mucho tiempo ni darse vuelta. Los patrulleros
descansaban tranquilos bajo el polvo y el sol de la tarde.
Una caravana de
tres camiones levantó polvo a su alrededor. Se cubrió la cara con el cuello de
la camisa sucia y tosió. El sol disminuía su calidez, ocultándose detrás de las
luces de la ciudad aún lejana, empalideciendo frente a la enorme luna cuadrada
de edificios y tubos fluorescentes. Con más atención que otras veces, observó a
los perros muertos en las banquinas. Tenía la costumbre de contarlos para
entretenerse mientras caminaba; a veces, poner la mente en blanco le era
imposible, y los pensamientos repetidos llegaban a volverlo loco. Por eso
comenzó a contarlos, incluso podía estimar los días que llevaban muertos. Era
más fácil si conservaban cierta tibieza en la piel, si al acariciarlos se
sentía aún la sedosa electricidad de los músculos.
Hacía frío y se
puso la campera. El naranja del crepúsculo cedió espacio a la penumbra de la
ruta, interrumpida por los faros de los coches. Estaba cansado, e hizo dedo
para llegar más pronto a la ciudad. Un viejo Valiant se detuvo. Las puertas
tenían manchas de diferentes talleres de chapistas.
-¿A dónde va?-
preguntó el que manejaba. El aspecto del hombre le resultaba familiar, la tez
oscura, el cabello lacio caído hacia un costado, y supuso que lo conocía de
vista de algún pueblo cercano. Pedro abrió la puerta metiendo la mano por la
ventanilla sin cristales, no había manija externa.
-Hasta General
Lavalle...-contestó-… puede dejarme en el arco de la entrada, nomás...si es que
el auto llega hasta ahí.
-No se preocupe,
así como lo ve, este auto mató a una maestra en La Plata hace unos años, me
dijeron. Me llamo Beto- y le ofreció la mano. Pedro le contestó estrechándola
con ánimo.
Mantuvieron un
breve silencio. Pero su compañero empezó a hablar y ya no dejó de hacerlo en
todo el camino. En las pausas, Pedro pudo contarle sobre su trabajo y la
familia, aunque en realidad no quería hablar. Pensaba en María, a la que
necesitaba ver lo antes posible. Dos semanas eran demasiado para la ansiedad
encerrada en sus pantalones. Con Dominga no intimaban desde hacía mucho tiempo.
Había dejado de pensar en ella de ese modo, y después del cuarto hijo se rehusó
a ceder. Esta noche, sin embargo, regresaría al cuerpo de María, que lo
aguardaba. Sus manos empezaron a sudar cuando recobró el entusiasmo que nacía
en él al recordarla. La voz del hombre a su lado le devolvió, de pronto, los
recuerdos de su hermano.
-Me ayudaba mucho
cuando me iba mal con alguna cosecha, siempre me hacía la gauchada con
cualquier cosa...- Pedro se quedó pensativo, con la vista fija en los faros de
los autos. Casi era capaz de palpar las luces, de tocar con sus dedos las
blancas formas de la cara de su hermano dibujada en el cielo de mercurio.
-¿Qué pasa?- le
decía el otro al verlo distraído.
-Es que se murió
hace dos días. Si lo hubieras visto ahí tirado, con la cara tan tranquila que
parecía haberse quedado dormido.
Desde ese momento
sólo hicieron comentarios vanos, breves. Ya de noche, atravesaron el arco de la
ciudad. No estaba seguro del todo, pero su compañero había mirado con
desconfianza a los policías estacionados junto al mojón de la entrada. El labio
inferior de Pedro también temblaba, pero quizá fuese solamente el frío
nocturno. Observó las estaciones de servicio y los edificios a medio construir,
los esqueletos ensombrecidos donde los pordioseros pasaban la noche. El auto se
detuvo en una esquina.
-Aquí te dejo,
porque tengo que girar.
-No te preocupés,
estoy a unas cuadras nomás. Gracias, viejo, hasta luego.
-Hasta luego,
entonces.
Esperó un rato
mientras el auto, con esfuerzo, tomaba velocidad y se perdía entre otras luces
iguales. Ya de noche, se encaminó enumerando las calles que lo separaban de
María. De vez en cuando los vagabundos estiraban una mano desde las sombras,
brazos delgados con mangas raídas, rojas algunas por el escozor de los piojos.
La extensión del campo inundó de pronto sus ojos, sin aviso, tapándole la vista
como un ladrón, un paño rojo que le cubría los ojos, y la serena soledad del
cuerpo de su hermano le pareció inalcanzable.
Una vez había
recorrido las mismas calles con Raúl, que pensaba llevar a esa gente al campo
para trabajar en la siembra, pero él se había reído de esa insensatez.
-¡Mirálos!-le
decía.- Están acabados, van a morirse como los perros de la ruta. Mañana se los
van a llevar en un camión al cementerio.
Raúl entonces se
puso a observarlo con los ojos entornados.
-No me mirés así,
es la verdad- se defendió Pedro.- ¿Acaso tenemos plata para mantener a nuestras
familias por lo menos?
Siguieron
caminando, ofendidos uno con el otro, reconciliados más tarde en los mediodías
al sol, cosechando, o en las reuniones junto al fuego y sus mujeres.
Llegó después de
la cena. María no pudo ocultar su alegría al verlo, y le preparó un sitio
limpio en la mesa. Pedro se puso a hojear el diario. Una noticia al pie de la
página pareció llamar su atención, pero María lo distrajo al sentarse a su lado
para contarle todo lo que había hecho en su ausencia.
Cuando se
acostaron, Pedro se desnudó lentamente, hablándole de los planes que iban
armando juntos desde algún tiempo antes. Boca arriba, fijó la mirada en las
vigas del techo y los ladrillos sin revocar. Se dio vuelta para acariciar los
pechos de María y besarla. Quería olvidar el derrumbamiento de aquellos planes.
Ella lo rechazó con disimulo. Empezó a explicarle que le había conseguido un
trabajo, y debían ir temprano a la fábrica. Sólo era cuestión de intentar, se
dijeron, y apagaron la luz. Pedro se quedó pensando en los uniformes azules
mientras él corría por el campo llano, hacia la ruta.
De a poco, acostado
en la cama de María, sintió cómo sus músculos se iban relajando con extrema
lentitud luego de la larga caminata, hasta quedarse dormido. Soñó, como otras
veces, con el fuego. Una gran fogata que abarcaba toda la extensión de los
edificios en construcción, quemando los cuerpos de los hombres débiles
parecidos a ratas en sus cuevas de cemento. Llamas nacidas de un único y gran
fogonazo de escopeta, repartiendo perdigones hacia todas partes. El disparo
inicial que había dado vida al sol sobre los campos que él sembraba para
alimentar a sus hijos.
Despertó
sobresaltado por el timbrazo fuerte del despertador de María. Ella se estaba
vistiendo y le recriminaba su pereza. Llegaron a la fábrica cuando el sol ya se
había asomado detrás de las rejas del predio. Ella lo guió dentro del edificio,
entre el ruido de las máquinas, y se puso a hablar con uno de los empleados,
pero Pedro no entendió el diálogo, lo aturdía el rugido de los motores. Las
voces de los hombres se iban haciendo semejantes una a la otra. Había tonos,
palabras, sílabas que se parecían a la voz de Raúl. Intentó deshacerse de esa
idea, y siguió a María hasta la oficina del jefe de personal.
El hombre era
cordial. Le dijo que entraría como reemplazo hasta que sus papeles estuviesen
listos. Pedro salió de la oficina pensando en el diario del día anterior que
había visto apoyado sobre el escritorio, absorbiendo las manchas del café
derramado.
-¿Cómo te fue?-le
preguntó María, que lo esperaba sentada un costado de la puerta.
-Empiezo hoy.-Pero
al verla tan feliz, le molestó que ese ánimo contrastara tanto con el suyo. Se
despidieron con rapidez cuando un empleado llegó para indicarle el puesto.
Durante todo el resto del día creyó oír la voz de su hermano en el interior de
la máquina. Lo escuchaba hablar de sus planes para la chacra.
-Contraté gente de
la ciudad, Pedro. Un tipo va a venir esta tarde para ayudarme-le había dicho un
día
Él lo miró entonces
con resignación, cansado de recriminarle su estupidez.
-Te va joder, acordate
lo que te digo, no me gusta la gente extraña…
Pero Raúl no le
hizo caso. El tipo llegó y se puso a trabajar enseguida. Cavó las zanjas para
los postes del alambrado nuevo, y luego ayudó Raúl a sembrar. En ese entonces
todavía tenían el viejo tractor, y cada media hora paraban para que se
enfriara. En la espera, se ponían a hablar de mujeres y de trabajo. Pedro, al
pasar por el campo de su hermano todas las tardes, los hallaba trabajando o
charlando amistosamente. Desde lejos los veía reír como si fuesen hermanos de
sangre. Ellos lo saludaban agitando los gorros, y él les contestaba, pero una
incierta bronca le crecía en el pecho sin comprenderla del todo.
-Ya terminé con el
abono. ¿Querés que te ayude? -preguntó, secándose el sudor de la frente bajo el
sol de una mañana de verano.
-No, Pedro,
gracias, el “flaco” va a ayudarme.
Le llamaban así
porque apenas tenía los músculos de un chico de quince años. Pero era alto, los
hombros anchos compensaban la apariencia débil de sus brazos. Aquella rápida
confianza con Raúl le había caído a Pedro como un baldazo de agua fría. Nunca
se había llevado demasiado de acuerdo con su hermano mayor, pero siempre
necesitó de su aprobación. Sólo Raúl podía darle la tranquilidad de un proyecto
aceptado, de una idea compartida.
-Esta noche
comemos en tu casa- dijo Pedro, sin esperar respuesta, como si deseara echarle
en cara al extraño que los escuchaba, la confianza y el privilegio que éste aún
no poseía del todo. Pero Raúl contestó:
-Bueno. El “flaco”
va a hacer un asado de espectáculo.
Y ambos se rieron,
sin mirar a Pedro.
-Pero...- empezó a
decir él. Entonces se calló la boca.
Cuando el trabajo
terminó, los hombres salieron de la fábrica como hormigas de un hormiguero
aplastado, dejando atrás el zumbido de las máquinas. Las rejas se abrieron y
los grupos se fueron dispersando hacia las paradas de los colectivos. A Pedro
le pareció ver un rostro conocido. En la larga fila de espera, dos personas
delante, estaba el tipo que lo había traído en el auto. No vestía el mameluco
de la fábrica.
-Hola- dijo Pedro.
-¿Te acordás de mí?
-¡Sí! ¿Qué me
contás?
La luz del
crepúsculo les llegaba como recortada por las rejas.
-Acá andamos, en
mi primer día de trabajo. ¿Y tu auto?
El hombre salió de
la fila y se le acercó para murmurarle algo al oído.
-No era mío…
Así que pasamos por
destacamentos de la policía en un auto robado, pensó Pedro, y esa idea lo
divirtió. Una sonrisa cómplice abarcó su rostro por primera vez en toda la
tarde, que ya empezaba a terminar mientras el sol caía deshecho en jirones
rojizos detrás de las chimeneas.
-Me alegro de ver
a alguien conocido, te lo juro. Me estaba volviendo loco encerrado ahí dentro.
Vamos a tomar algo.
Caminaron por el
centro, buscando un bar.
-El más barato que
tenga, jefe- pidió el Beto, cuando se sentaron a la mesa de un boliche con olor
a humedad. Una aroma a orina llegaba desde el baño del fondo. La vidriera tenía
la suciedad de por lo menos cinco años, según los almanaques que colgaban,
amarillos, de la pared tras el mostrador. Un mozo les trajo un tinto del color
de la sangre coagulada. Eso fue lo que pensó Pedro al levantar el vaso,
deteniéndose para ver el líquido que bailaba bajo su nariz.
Con Raúl, a veces
competían por quién tomaba más sin embriagarse, pero desde que se habían casado
pocas ocasiones tuvieron de volver a hacerlo. Aquella noche que cenaron en su
casa, el asado del “flaco” entusiasmó a todos a beber de más, incluso a sus
mujeres.
-Ahora...a hablar
de negocios-había anunciado Raúl golpeando la mesa con los puños. La Dominga trajo la damajuana
y les sirvió.
-Escucháme,
hermanito, el banco me pide garantías en terreno para el préstamo. Quiero
expandirme y para eso necesito un tractor nuevo. Sabés lo que cuesta, y el
flaco tuvo la idea de que me cedas la mitad de tus tierras, solamente en los
papeles, con un escribano que él conoce.
Pedro miró al
flaco, y con los ojos le decía que no iba a dejarlo salirse con la suya.
-¡Desgraciado hijo
de mil putas!
Se tiró sobre el
“flaco” dispuesto a matarlo. Su hermano lo separó con empujones y amenazas. Las
mujeres intervinieron. La
Dominga comenzó a recriminarle su falta de ambición. Raúl lo
llamó cobarde por no animarse a algo tan fácil.
-¡No te das cuenta
que quiere joderte, te va a sacar la guita!- insistió Pedro con los ojos llenos
de furia. El vino derramado le había manchado la ropa. La mesa estaba volteada,
y sus hijos lo miraban con miedo.
Regresaron
caminando a oscuras bajo la luna en cuarto menguante. Sintió la mirada de su
mujer que lo acusaba de cobarde y mal hermano y padre. Pero él pensaba en
María, en su cuerpo bajo esa misma luna, en que podría haberla amado allí mismo
sobre el pasto.
-¿Otra vez
soñando, viejo?
La voz del Beto lo
trajo de vuelta a la ciudad. El vino pasó finalmente por su garganta, no sin
dificultad al principio. Bebieron vaso tras vaso, varias botellas, convenciendo
al dueño de que les fiara. El viejo alzó los hombros con resignación.
El Beto se
tambaleaba en la silla, mientras acompañaba la melodía de una propaganda de la
radio que vendía un fijador para el pelo.
-Decime una cosa,
si uno se pone eso... - preguntó señalándose la entrepierna.- ... se pone más
dura, ¿no?
Los dos se rieron
a carcajadas, y Pedro se acordó de pronto que María lo esperaba en casa. No
tenía ganas de irse aún. Ni siquiera le quedaba la excusa de haberse
emborrachado, porque a pesar de todo lo bebido, no había logrado embriagarse.
Hasta eso era imposible sin su hermano. El Beto se levantó y dio vueltas por el
local vacío, mientras el mozo ponía las sillas sobre las mesas y barría el
piso. Las luces se apagaron hasta lo mínimo imprescindible, los faros de los
colectivos al pasar alumbraban el interior por la puerta abierta.
Una voz en la
radio anunciaba las noticias locales. Habían matado a un hombre cerca de allí.
Pedro apretó los puños sobre la mesa, el mantel de hule se frunció con su
fuerza. Creyó escuchar las sirenas, el llanto de Dominga perdiéndose en la
distancia, y hasta vio de nuevo sus propias manos apoyadas sobre el pasto
nocturno al tropezar.
-Voy a proponerte
algo, viejo, ¡ ...y escúchame atento, boludo!- gritó, agarrando al Beto del
brazo. -Tengo un campo bastante grande, y me da mucho laburo. Pero se está al
sol y tenés tu propio horario. Te propongo venir conmigo para ayudarme. Si
querés te doy un salario o un porcentaje de la cosecha, según lo que resulte.
¿Qué te parece?
No era él quien
estaba hablando, no era su voz. Pero sí, allí estaba el mismo Pedro de siempre,
en un bar de General Lavalle, a las once o doce de la noche, hablándole a un
borracho. Era su cuerpo, su cara con una barba de tres días, sus manos
callosas. Sin embargo, una sombra cruzó por delante de las bombillas que
luchaban contra la viscosa oscuridad del lugar, un parpadeo con la forma de un
cañón de escopeta.
Desde la discusión
en el asado, la Dominga
y él ya no se hablaban. La vio volver de la casa de su hermano varias veces, y
supuso que se pasaban chismes con la cuñada. Pensó en los planes con María, en
la casa de la ciudad que iba a protegerlo del mundo.
No había vuelto a
ver a Raúl, salvo de lejos, trabajando en el campo. Le dolía no poder hablarle,
acercarse a él por causa del orgullo. Al fin de cuentas era su hermano. Pero no
iba a ceder, a dejar que un ratero de la ciudad los embaucara como a dos
estúpidos.
El “flaco” lo
seguía ayudando, y los veía compartir las tardes y las bromas, las botellas de
agua y la comida, el calor del sol haciéndolos sudar por igual, como a un solo
hombre. Pedro podría haber estado allí, ocupando el lugar del otro, era ése el
derecho de su sangre.
Una mañana escuchó
un motor muy fuerte, y toda la familia salió en pleno amanecer para ver el
tractor nuevo de Raúl. Cómo hizo, se preguntó Pedro, descalzo y en
calzoncillos, mirando el brillo relampagueante de la máquina. Su hermano estaba
encima, domándola como el nuevo jefe de la zona, rodeado de la familia que lo vitoreaba
como el héroe más grande de la llanura. Era Raúl quien brillaba, no el metal
del tractor, sino sus ojos. Hombre y máquina era un solo y un único triunfo.
Los niños se habían subido para tocarlo, Dominga lo abrazaba con el cabello
suelto y una bata raída que dibujaba el perfil de sus senos.
No había siquiera
nubes, ni una sola que pudiese cubrir por un instante la deslumbradora imagen
de su hermano sobre el tractor. Raúl había logrado poseer ambas cosas: la
admiración y la máquina. Y Pedro, casi desnudo en medio del polvo, parado junto
a la pobreza de su casa, lo miraba, derribado en su orgullo, pero erguido por
la ira.
-Viene a jactarse,
después de todo viene a refregarme la mierda en la cara.
Era su voz más
tenue y lúgubre la que hablaba, no porque temiera que su hermano lo escuchase,
sino por temor del sol que nacía.
Se dio la vuelta y
entró.
Al volver a salir,
llevaba entre las manos la escopeta que el padre le había regalado a su otro
hermano, Nicanor, y que éste dejó abandonada bajo la cama cuando se fue de
casa. El arma, a pesar de la espesa capa de polvo, brilló con la luz que el sol
parecía estarle dedicando especialmente. El cañón se elevó, firme, hasta la
altura de sus ojos.
Los párpados de
Pedro temblaron. Luego de unos segundos, logró cerrar uno y poner la vista en
la mira. Buscó el cuerpo sobre el tractor, pero las formas de su mujer y sus
hijos se interponían.
-¡Raúl!- gritó.
Todos se voltearon
a mirar. Hubo un solo grito de niños, un solo grito de mujer, y la silueta
pálida del hermano se dibujó clara y solitaria sobre la bella máquina de la
tierra.
Pronto ya no
existió más que una gran mancha de sangre en el cuerpo colgando boca abajo, con
una bota enganchada en un pedal.
-Parecía dormido,
te lo juro, sereno como si no se hubiera levantado esa mañana de la cama.- Pero
el Beto estaba tan ebrio que no debía haber escuchado nada de lo que había
contado.- ¿Así que vas a venir o no?
-¡Sí, hermano!-le
contestó con su tonada de beodo.
Pedro sintió un
sabor amargo en la garganta, pero no dijo nada. Ayudó al otro a levantarse y
salieron del bar hasta la vereda húmeda de rocío. La puerta se cerró, y la
figura del mozo se perdió en la oscuridad del interior. Se resignaron, entre
hipadas y suspiros, a volver caminando, para que el aire fresco les despejara
la cabeza. Su andar fue un zigzagueo en medio de la calle. Las pisadas se
borraban del pavimento, pero otras detrás persistían dejando huellas en la
humedad, formándose y muriendo al mismo ritmo que sus pasos. Como si una sombra
familiar tomase cuerpo sobre la calle.
Pedro se sintió,
de pronto, atrapado por dos hombres en medio de la calle abierta, uno que casi
no conocía, y el otro al que presentía conocer demasiado. Sin embargo, no había
nadie más que el Beto y él. Pero la voz del Beto lo lastimó entonces con una
entonación que no le era propia, como si alguien con la suficiente fuerza para
estar detrás y a su lado al mismo tiempo, hablara por su boca. Alguien que no
quería abandonarlo.
-Si vamos a ser
socios tenés que llamarme como mis amigos-le estaba diciendo.
-Está bien,
compañero, ¿y cómo te llaman?-preguntó Pedro.
-Me dicen el
“flaco”.
LA BIBLIOTECA
El día que Leandro Suárez cumplió treinta y ocho años, salió
del trabajo en la ferretería de la calle Riobamba y caminó, como todas las
tardes, hasta la esquina de la avenida Córdoba. Dobló a la derecha, sin cruzar,
la biblioteca estaba a tres cuadras en la misma vereda.
Era invierno, pero
él no recordaría esa tarde por los negros, violentos nubarrones que hacían
descender ráfagas heladas sobre la ciudad, ni siquiera porque fuese su
cumpleaños. Iba a recordarla por la mirada y la primera sonrisa que recibió de
la bibliotecaria.
La había visto
entrar a la biblioteca un año antes, en reemplazo de otra que se había
jubilado. Al principio, ella iba y venía por el pasillo que separaba la
recepción de la sala de lectura, recogiendo libros de las mesas. Usaba
pantalones de fina tela y color ambarino o verde, según la luminosidad de las
tardes y las luces de la sala. Los cabellos negros formaban rizos de suave
apariencia, y cada vez que ella se agachaba, le cubrían la frente y acariciaban
sus hombros apenas esbozados bajo la blusa de seda. Nunca le había dirigido más
que una mirada fugaz, como si Leandro fuese sólo uno de los tantos objetos que
se cruzaban en su camino.
Pero hacía dos
meses le habían designado un puesto en la recepción, y desde entonces, él notó
el enrojecimiento de las mejillas con el ajetreo que provocaban los chicos y
estudiantes cuando venían al salir del colegio de la otra cuadra.
Leandro pedía los
textos que había planeado retirar desde la noche anterior, acostado en su cama
sin poder dormir. Pero cuando ella lo miraba y le daba las buenas tardes, con
las cejas arqueadas, de pronto olvidaba qué venía a hacer. Cuando realmente le
gustaba una mujer se sentía torpe y
desconfiado.
-¿Perdón?- decía,
recién después de sentirse liberado por sus ojos, que lo habían atrapado como
ganchos de signos de interrogación.
Ella, sin embargo,
le devolvía una mirada altiva, y él bajaba la cabeza o sonreía como un
estúpido. Le habría gustado hablarle, saber su nombre. Le habría gustado, por
sobre todas las cosas, tocar esos rizos negros que adivinaba impecablemente
suaves al tacto.
La tarde de su
cumpleaños, al entrar, el viento golpeó la puerta contra la pared. Todos se
dieron vuelta, las hojas de los libros abiertos se agitaron, lo mismo que el
calendario en la pared y las polleras de las viejas. Se apresuró a cerrar. Pero
no prestó atención a las miradas recriminatorias, sino a la sonrisa velada, la
risa oculta entre los dedos con que ella se tapaba la boca, el brillo de los
ojos que mostraban no la burla, sino el aprecio. Entonces él le sonrió por
primera vez sin vergüenza, aunque no dijo nada. Simplemente se acercó al
mostrador, y ella, dejando de atender a los demás, le extendió una mano.
Leandro vio venir esa
mano blanca como si la estuviese observando en cámara lenta, mientras su
corazón se aceleraba, y temía que los otros escuchasen los latidos. Sintió los
dedos sobre su cabello, y habría cerrado los ojos un largo rato con aquella
caricia, como un perro dormido o un niño ahora a salvo del frío del invierno.
Pero esa mano, con dos hojas secas que había encontrado entre sus cabellos, ya
se estaba apartando.
-Disculpe mi
entrada-dijo él.
No sabía cuántos
años tendría ella, no más de veinticinco tal vez. Decidió no tutearla al
recordar la frialdad que le había dedicado hasta entonces.
-No importa, si
supiera a cuántos les pasó lo mismo hoy. ¿Qué necesita?
-¿Eh?-Otra vez le
pasaba lo mismo, pero no iba a dejar que se arruinara esa tarde.- Busco un
libro de Hawthorne.-Y le entregó el papel con las referencias.
La vio alejarse en
la velada luminosidad de los muros de la biblioteca. Llevaba unos pantalones de
pana gris, y uno tacos bajos que resonaban en la madera del piso. Un hombre,
acodado sobre el mostrador junto a él, lo miraba y sonreía, levantando una ceja
hacia la figura de la bibliotecaria. Era casi calvo, con una corona de cabello
castaño, algo bajo y levemente gordo.
Leandro nada le
contestó, así como tampoco respondía a sus compañeros de trabajo cuando le
hablaban de mujeres. El silencio, se decía, daba paz, lo alejaba de la ira que
muchas veces había sentido atenazándolo, punzando su pecho. Se zambullía
entonces en la lectura, y era ése un obligado silencio, que a pesar de los
gritos y el estruendo de la ciudad, lo apartaba en un mundo de hombres y
mujeres que construía a su voluntad.
Ella volvió con el
libro.
-“Historias dos
veces contadas”. Sírvase firmar y dejar el documento.
Él ya sabía el
procedimiento, pero hizo un gesto de duda antes de registrarse.
-¿Qué fecha es
hoy?-preguntó.
Ella abrió la boca
casi de oreja a oreja. Jamás la había visto sonreír así.
-No me va decir
que no se acuerda del día de su cumpleaños.
Leandro la miró
asombrado.
-¿Cómo sabe?
-Está en su ficha
de socio, Leandro.
Él se sintió
feliz. Sabía que sus mejillas se habían enrojecido, la estufa también lo
acaloraba y lo hacía transpirar.
-¿Cuál…?
-Geraldine.
-Gracias.- Sin
animarse a decir más, a romper el hechizo de esa tarde agrisada y fría en la
que había hallado un refugio cálido junto al fuego que manaba de los libros y
de la boca de esa mujer, se retiró rápido, con el libro bajo el brazo, hacia la
sala de lectura.
Pero ya no pudo
concentrarse. Leía pero su mente divagaba. Media hora después se levantó y fue
hasta el mostrador.
-Me lo llevo a
casa.
-Cómo no. Fírmeme
aquí.
Sus manos se
tocaron cuando le devolvió la birome. Su piel le confirmaba que ella lo había
estado esperando todo ese tiempo, pero por qué se lo había ocultado hasta
ahora, por qué había fingido frialdad. Por la misma razón que vos, se decía
Leandro, nunca se sabe lo que el otro piensa o siente en realidad con respecto
a uno. Y salió dichoso de la biblioteca esa noche, pensando en lo que saben las
mujeres, en el mundo que esconden y dejan entrever sólo cuando ellas quieren.
Ella no volvió a
tratarlo fríamente. Cada vez que lo veía entrar, abandonaba sus tareas a los
demás empleados y lo atendía. Llevaba desde una semana antes el cabello
trenzado y recogido en la nuca. Sus ojos marrones, intensos y brillantes a la
luz de los tubos fluorescentes, parecían ser más grandes que el estrecho y
oscuro recinto de la biblioteca. A veces, lo acompañaba hasta el patio trasero,
donde un banco y un árbol brindaban un sitio de serenidad en medio de la
ciudad. Allí comentaban libros o lugares que habían visitado.
Un día Leandro
se dedicó a mirarla mientras ella trabajaba, fijando los ojos en el sweter
verde, apenas abultado sobre sus pequeños pechos. Al volver la vista al libro,
se cruzó con la mirada del hombre que había visto en el mostrador. Parecía
querer decirle algo, pero no le hizo caso y se levantó.
-Ese tipo es un
molesto-le dijo a Geraldine en la recepción.
Ella miró por
encima de los hombros de Leandro.
-Sí, siempre viene
a dormir la siesta, es un solitario…-Su voz se quebró, las mejillas se
sonrojaron, y se dio cuenta que eso hacía más lamentable aún la situación.
Leandro no respondió.
Oh, el silencio, pensaba él, como si leyese en las páginas que había
memorizado alguna vez. Y fue así que se decidió a hablar, por fin, pasando por
alto si ella tenía novio, si podía llegar a sentir siquiera interés por un
hombre diez años mayor. Habló, no como tantas veces que lo había planeado, sino
como quien se aferra a un bote después de un naufragio.
-Geraldine, me
gustaría ir a tomar un café con vos cuando salgas del trabajo.
-Esta noche no
puedo, tengo que clasificar unos libros.
Leandro la siguió mirando por un rato,
sabiendo que si apenas parpadeaba delataría su desilusión.
-Pero mañana sí,
me gustaría mucho-dijo ella un segundo después.
Y ambos sonrieron.
Después él regresó a la sala de lectura, pero el hombre de enfrente se había
erguido un poco sobre la mesa para hablarle en voz baja.
-Ya la tiene, ¿no
es cierto?
-Mmm…-le contestó,
dispuesto a cortar la conversación antes de que comenzara.
-Cuídese, amigo,
se lo digo porque parece usted poco experimentado. Cuídese de las mujeres en
general, y de las bibliotecarias en particular.
Leandro cerró el
libro de tapas duras con un golpe que resonó en toda la sala, y salió rápido de
la biblioteca. Sintió, sin embargo, los ojos de ella siguiéndolo hasta que
desapareció por la puerta de calle.
Fueron al café de
la esquina de Callao y Córdoba. Conocía a los mozos y el ambiente le era
familiar, cómodo. El tráfico que doblaba en la esquina al abrirse el semáforo
llenaría el vacío del silencio en caso de presentarse. Pero no hubo ocasión
para esto. Hablaron todo el tiempo, pisándose los finales de frase uno al otro
con tal de contarse cosas.
-Hay un cuento de
Hawthorne, se llama “El joven Goodman Brown”-dijo Leandro.- Me parece una
alegoría del mundo, de lo aparencial de lo que nos rodea.
-No estoy de
acuerdo en dar interpretaciones a la ficción, lo mejor es tomar las historias
como son, con el misterio que tienen.- Ella jugaba con un sobrecito de azúcar
entre sus dedos.
-Pero hay cuentos
que toman sentido al interpretarlos, son como música, se meten en uno para
recrearlos. Fijáte, en ese cuento el protagonista crece viendo a la gente de
una manera, luego, en el bosque,
descubre que son otras, como una iniciación.
-Como al perder la
virginidad- agregó ella.
-Sí, ahí está la
interpretación, ¿ves?
-Pero no me gusta,
trivializa la historia, me resulta más interesante pensar que hay una verdadera
transformación, entonces el mundo se abre y brinda otra luz.
-Una luz negra, en
este caso-dijo él, y ella asintió con la cabeza, como vencida pero no
convencida.
Afuera, las luces
de los autos alumbraban la esquina, las bufandas de los peatones se sacudían
con el viento, los alientos manaban humo blanco en esa noche fría.
Leandro la tomó de
las manos. Ella no se resistió, pero tal vez se sintiera lastimada, porque, de
pronto, las retiró.
-Bueno, ya es
tarde-dijo, mirando el reloj.
Siempre se
apartan, pensó él, siempre esta barrera.
-Te acompaño hasta
tu casa.
Ella dejó que lo hiciera a pesar de rogarle
una y otra vez que no tenía por qué alejarse tanto del barrio. Necesitar, esa
era la palabra que ella no parecía comprender del todo. Él necesitaba
acompañarla. Cuando llegaron a la puerta del edificio en Palermo, Leandro se
acercó para besarla. Ella giró un poco la cabeza y ofreció sólo la mejilla
derecha.
-¿Por qué?-le
preguntó él al oído, sintiéndose un estúpido por hacer tal pregunta.
Ella se hizo la
desentendida. Le dio las buenas noches y entró. Las puertas de vidrio los
separaban más que todos aquellos meses en que se habían visto en la biblioteca.
Pero era un
ingenuo. Por qué ella, se preguntó, iba a apresurase si tal vez ni siquiera
estaba segura de sus sentimientos. Con esa idea se encaminó aliviado a buscar
un taxi, y entonces se le ocurrió ver la ventana del departamento. Le había
dicho que era el segundo piso, justo en la esquina. Cruzó la calle.
La luz estaba
encendida. Una sombra iba y venía de un sitio a otro del cuarto, desaparecía
por un largo rato, para aparecer de nuevo. Era ella, adivinaba su rostro en la
silueta, sus pechos pequeños bajo un corpiño blanco. La figura creció, como si
se acercase a la ventana para correr las cortinas. Leandro se escondió detrás
de un auto estacionado. Pero no era una sola persona la que se asomaba a la
ventana. La silueta se había desdoblado al dejar de ser sombra, aunque los
cuerpos no llegaban a ser dos todavía. Leandro creyó que el cansancio de sus
ojos desdibujaba las formas ya de por sí engañosas de la noche. Un rostro y
otro parecían plegarse y separarse tras las cortinas. Luego, la persiana hizo
morir la luz del interior.
Toda la noche
intentó explicarse lo que había visto, pero interpretar llevaba a la locura.
Ella se lo había dicho: hay que aceptar las historias como son. Ni siquiera le
había preguntado si vivía con alguien. La próxima vez iba a hacerlo, o quizá
fuese mejor continuar con el silencio y no saber.
A la tarde
siguiente, apenas entró, se dio cuenta de la ansiedad con que había esperado
ver, tras el mostrador, lo que había visto en la ventana. Pero Geraldine era la
de siempre. El cabello suelto, la blusa rosa y la cadenita dorada alrededor del
cuello.
-¿Qué vas a sacar
hoy, Leandro?-le preguntó, distraída, como si hubiese olvidado lo de anoche.
-El mismo
cuento-respondió.- Voy a leer otra vez ese cuento, me parece haber perdido algo
entrelíneas.
Ella alzó los
hombros, como diciendo “allá usted”. Volvió con el libro, y antes de
entregárselo, puso un papel entre las hojas. Leandro se sentó ante una mesa y
lo abrió. El papel decía: “Te espero esta noche en el bar de siempre”. Esta
vez, sin embargo, su corazón no se aceleró. Levantando la vista hacia ella,
sólo logró cruzarse con el hombre que parecía insistir en declararse su
protector. El tipo le guiñó un ojo, y él volvió a sumergirse en un libro.
A las dos horas,
la estaba esperando en el bar. Ella llegó y se sentó, cansada.
-Hoy casi me peleo
con la directora, me tiene harta. ¿Cómo te llevás vos con tu jefe?-preguntó a
la vez que pedía un té y tostadas.
-No me peleo, dejo
pasar los problemas. Antes me hacía líos, me preocupaba y perdía trabajos,
ahora me callo.
Ninguno habló por
cinco minutos. Después él dijo:
-Mirá, Geraldine,
si vivís con alguien, no quiero meterte en problemas…
-¿Con quién voy a
vivir? Mis padres son de Córdoba, mi hermano se fue al exterior. Vivo sola. Si
no te dejé pasar anoche es porque quiero conocerte más.
-No, no es por
eso, es…-Pero no podía contarle lo que había visto sin delatar que la había
estado espiando.
Se quedaron hasta
más tarde que la noche anterior. Eran casi las dos de la mañana y encontraron
un taxi perdido en una esquina a dos calles del bar.
-No te bajés- le
pidió ella, y lo besó en los labios. La vio desaparecer tras las puertas de
vidrio. El taxi arrancó, pero tres cuadras después le dijo al chofer que
regresara adonde ella había bajado. El auto se detuvo de nuevo frente al
edificio.
-Apague las luces.
El taxista lo miró
por el espejo retrovisor con el ceño fruncido, pero obedeció. Leandro se dedicó
entonces a observar la ventana del segundo piso. Suponía lo que el chofer debía
estar pensando, pudo ver por un segundo su sonrisa obscena por el espejito.
La luz se
encendió. Casi la misma rutina de movimientos volvió a repetirse. Después todo
quedó a oscuras, la persiana sin bajar. Iba a ordenar al taxista que arrancara,
pero entonces, en el hall de entrada se abrió la puerta del ascensor. Geraldine
salió a la calle con la misma ropa con que había subido, y se puso a caminar
por la vereda hacia el sur.
Leandro pagó y
salió del auto sin golpear la puerta. Sabía que el taxi haría ruido al
arrancar, y se escondió en un umbral. Pero ella ni siquiera se dio vuelta al
oír el motor.
La siguió por
quince cuadras. Debían ser casi la una de la mañana cuando la vio entrar a un
edificio viejo, con bolsas de basura que parecían vagabundos dormidos en la
vereda. Ella desapareció tras la puerta. Ya no podría seguirla, ni saber más
por esa noche. De lo que estaba seguro únicamente era de sí mismo, de la frustración y de los pozos de
donde surgía su dolor.
Faltó a la
biblioteca durante dos días. Como en las tardes en que había poco trabajo, se
dedicó a hacer inventarios y tirar repuestos viejos.
-¿Qué te pasa?-le
preguntaron los muchachos al verlo más callado que de costumbre. Él se encogió
de hombros, sin mirarlos.
-Debe ser una
mujer-dijo uno de ellos, guiñándoles un ojo a los otros.-Las mujeres no valen
la pena el sufrimiento, ya deberías saberlo.-Le palmearon la espalda, mientras
se reían, y lo dejaron solo.
Encontró una vez
más, como siempre que hacía inventario, esa vieja pistola en el último estante
de la pared del fondo. El jefe le había contado que el dueño anterior del local
la había dejado, tal vez, olvidada, y como la mayoría de las cosas que estaban
allí, tornillos oxidados, herramientas rotas y alambres, había quedado
abandonada por muchos años. Ahora estaba cubierta de herrumbre, pero el gatillo
funcionaba. Muchas veces la tomó entre sus dedos y la miró con interés, pero
pronto volvía a dejarla en el estante y regresaba a su trabajo. Pero esta vez a
agarró y comenzó a observarla detenidamente. Se puso a limpiarla primero con
una lija fina, luego buscó un cepillo para remover el polvo y las costras de
aceite del cañón y el tambor de las balas. Miró el calibre y el número de
serie, los anotó en un papel.
Esa noche, al
regresar a casa, desenvolvió el paquete de papel de diario donde la había
escondido y la guardó en el cajón de la mesa de luz, junto a una tira de
aspirinas viejas y el libro.
Al tercer día,
volvió a la biblioteca.
-Le devuelvo el
libro- le dijo a Geraldine.- Y quiero regalarte esto.
Ella tomó el
señalador que él le entregaba y leyó en el reverso.
-Pero por Dios,
Leandro, no puedo aceptarlo. Es un autógrafo de Marechal. No, no, ni hablar.
-Quiero que lo
aceptes, lo encontré con las cosas de mi viejo cuando murió hace unos meses.
-Pero no puede
deshacerse de este tesoro.
-Es un regalo, no
me deshago de él.
Ella aceptó y le
dio un beso en la mejilla, mientras le decía oído:
-Esta noche.
Se encontraron en
el bar, pero no se quedaron mucho tiempo. Esta vez él atravesó con ella las
puertas de vidrio del edificio, y subieron al departamento. La luminosidad que
había visto desde afuera era diferente ahora, más homogénea y menos extraña.
Los muebles eran simples, cubiertos de libros, fotografías y reproducciones de
pinturas. Geraldine se desenvolvía con la misma escrupulosidad que en la
biblioteca. Esmerada, precavida, prolija. Fue hasta su habitación y volvió con
la misma ropa pero descalza.
-Los zapatos me
matan.-Y fue a la cocina a preparar algo. -¿Querés comer?
-No tengo hambre-dijo él, mientras miraba
los lomos de los libros. Eran tratados de filosofía e historia. Él había
planeado cientos de veces en su cabeza la siguiente escena: la recriminación,
la revelación y el desenlace, y podría haber escrito un libro con esa historia.
Geraldine trajo
dos copas y una botella de vino.
-Es lo mejor que
tengo en la heladera hoy.
Al ver esa cálida
sonrisa de disculpa, él ya no se atrevió a hablar. Se sentaron en el sofá,
bebieron en silencio un sorbo cada uno. Hizo que ella dejase la copa en la mesa
junto a la suya. Entonces sus manos se tocaron, y le agarró la muñeca, luego el
brazo. Puso sus manos alrededor de la cabeza de Geraldine, los pulgares
apoyados sobre las mejillas. La besó.
No podía preguntar
aún, estaba seguro de eso. No esa noche, por lo menos, no con esos labios
abandonándose su cuerpo desnudo sobre el sofá, ni tampoco más tarde en la
cama.
Únicamente al
amanecer, en esa hora incierta, desolada, cuando aparece el sol pero el timbre
del despertador todavía no ha sonado, él lograría hablar.
Y cuando esa hora
llegó, le dijo:
-Tengo que
preguntarte algo.
-¿Qué pasa?
Estaba soñolienta,
con las piernas fuera de las sábanas y una mano buscando calor entre los muslos.
-Hace unos días
había un hombre en este cuarto, y otra noche te vi salir para encontrarte con
otro, seguramente, en un edificio de mala muerte en dirección al Once.
Ella lo observó
durante unos segundos, como si no comprendiera lo que había escuchado.
-Pero…pero qué
decís, no te entiendo. ¿Me lo decís en serio? Vos no sos de mentir ni de
bromas. Pero…por qué me lastimás así, justo hoy …-Se había levantado y caminaba
de una pared a otra, envuelta en la sábana, balbuceando explicaciones para sí
misma.
-Yo soy el que te
pregunta por qué me lastimás así. Me diste esperanzas, y por eso sos peor que
una puta.
-¿Pero cómo me
decís eso? ¿Porque te sonreí y supe la fecha de tu cumpleaños te creés que
estuve planeando esto? Me gustabas, hasta hoy me gustabas, eras distinto…-Y se
puso a llorar.
Leandro suspiró.
-¿Entonces no me
lo negás?
-Es que no tengo
por qué explicarte, cómo vas a creerme si me estuviste siguiendo.
Leandro no creía
haber cometido un error, las lágrimas de ella parecían sacadas de una película
sentimental. Cómo puedo saber, se preguntaba, cómo penetrar en su alma como lo
hice en su sexo. Entonces comenzó a contar, sin haberlo premeditado, acostado y
aún y cubriéndose los muslos con la almohada.
-Una vez conocí a
una mujer, pero hasta que ella murió, mis ojos no vieron el verdadero rostro
tras su cara.
Se acercó al oído
izquierdo de ella, que había vuelto a sentarse en la cama, dándole la espalda.
-¿Qué hay detrás
de tu cara?-le preguntó.
Gerladine giró el
cuerpo y lo observó con los ojos llorosos y enojados.
A las siete de la
tarde, Leandro llegó a la biblioteca. Notó en la expresión de Geraldine que no
esperaba verlo otra vez, pero debió haber adivinado ella que ese edificio y su
contenido tenía más fuerza que ninguna otra cosa en el mundo. Había algo más,
sin embargo, en el rostro de Leandro, que llamó su atención. Ella arqueó las
cejas, y se puso pálida.
-¿Qué pasa?-quiso
saber su compañera.
-Nada.
Ella siguió
llenando una ficha, pero al verlo acercarse se cambió de lugar. Leandro la vio
dirigirse hacia el hombre calvo, el entrometido de siempre, acodado ahora sobre
el mostrador. Ambos hablaban en voz
baja, mirando hacia él de vez en cuando. Y, a veces, se reían.
Se quedó diez
minutos en la recepción, su corazón acelerado por la bronca de ver aquella
burla. Esperaba que se separaran de una vez, pero seguían juntos. Entonces
estuvo ya definitivamente seguro de que ambos se habían estado burlando de él
todo ese tiempo.
Dejó la birome a
un lado, húmeda por sus manos sudadas, y se acercó a ellos.
-¡Puta de
mierda!-dijo, directamente a Geraldine. Ella abrió los ojos llenos de asombro,
luego abrumados de vergüenza, y le dio una bofetada. Se fue corriendo a la
oficina y la compañera la siguió.
Todos en la
biblioteca, los niños con sus caritas apenas asomadas al mostrador y las
maestras, lo estaban mirando. El otro tipo no se había movido, pero movía la
cabeza de un lado a otro. Luego dijo, en voz baja:
-Sabía que usted
era un inexperto. Acostarse con ellas nunca es suficiente.- Pasó un brazo sobre
los hombros de Leandro y lo hizo acompañarlo hasta el patio del fondo.
Leandro sintió los
ojos de la gente sobre él mientras caminaban. Se cubrió la cara con las manos,
y se dejó llevar. Tropezó con una silla, con el marco de una puerta.
-Mire-comenzó a
decirle el hombre, apoyando una mano sobre el muslo de Leandro, acariciándolo.-
Ella es mi amiga, a veces voy a visitarla, pero usted entenderá que no podemos
ser más que eso…y me dijo que se enamoró de usted, hasta una noche fue a
contarme lo feliz que se sentía, ni siquiera podía esperar a la mañana, no
tiene teléfono, eso lo sabe, me imagino…
Leandro se quedó
pensando un rato, con una expresión ya no entristecida, sino, desesperada .
-No podré volver
nunca más…-murmuró.
-¿Cómo dijo?
-No podré mirarlos
a la cara. Siempre tuve miedo de lo que piensa la gente.
-Vamos, nadie se
va a acordar en unos días…
-Pero ella sí, y
mientras esté trabajando acá, no podré pisar esta biblioteca otra vez.
Él estaba
pensando, sin embargo, en que nunca había deseado la verdad. Ver el alma de una
mujer es ver el reverso de su rostro. La certeza, le había dicho ella una vez,
es igual que la pérdida de la virginidad.
-Extrañaré la
biblioteca-dijo- y no sé si podré soportarlo.
El hombre quiso
detenerlo reteniéndolo de una mano, pero él se desprendió y corrió al baño. Se
miró en el espejo, la mejilla aún estaba enrojecida por el golpe. Salió de la
biblioteca con una mano a un costado de la cara, para ocultarse.
Durante tres días,
pasó por delante de la puerta. Vislumbró la luz de la sala, el movimiento de la
gente, y de pronto se dio cuenta cómo envidiaba a esos privilegiados que vivían
allí dentro como en mundos ideales creados por ellos mismos.
Era por una mujer
que no podría volver a entrar allí.
Sintió otra vez la
vieja ira, como si ésta se hubiese mirado a un espejo y decidido que
disfrazarse de compasión no valía la pena. Por eso iba a dejarle un recuerdo a
Geraldine. No un señalador esta vez, ni nada que pudiese extraerse de los
libros, y no porque no estuviera escrito en cualquiera de ellos, sino porque no
necesitaba abrir ninguno para realizarlo.
Siguió derecho hasta la calle Esmeralda,
donde le habían dicho que estaban las mejores armerías de Buenos Aires. Llevaba
en el bolsillo el papel con los números que había copiado del revolver.
A la tarde
siguiente, aguardó en el bar a que oscureciera un poco, y se encaminó hacia la
biblioteca. El cielo se había nublado, la llovizna lastimó su cara con pequeños
piquetazos.
Entró. Tenía el
impermeable abierto, la camisa arrugada, la corbata floja. Parecía no haberse
afeitado y haber dormido vestido. Sus manos, antes siempre ocupadas por un
libro, se balanceaban vacías a los costados del cuerpo. El hombre calvo lo
siguió con los ojos a lo largo del pasillo, como queriendo adivinar el
propósito de esa entrada inesperada.
Pero Leandro pasó
por delante de la recepción sin mirar a nadie. Llegó casi al fondo de la sala
de lectura, donde solía sentarse, y se detuvo en un espacio en sombra bajo una
lámpara quemada. Se dio vuelta. Estaba solo en ese sector, unos pocos lo
miraban desde adelante.
Geraldine se había
asomado al pasillo; parecía asustada, y comenzaba a cercarse a él con pasos
lentos e indecisos.
Él metió una mano
en un bolsillo del impermeable y sacó el revólver. Sería un recuerdo que ella
no olvidaría, como un grito dolorido en una playa una noche sin luna. Entonces
ella se llevó las manos a la boca, pero nunca podría cubrirse la marca
imborrable, la palidez del relámpago sembrada para siempre.
-¡No!-la escuchó
gritar, mientras corría hacia él, demasiado despacio para llegar a tiempo.
Ya había liberado
el seguro y tenía el cañón apoyado en su sien derecha. El estallido resonó
entre los libros.
EL ESTUCHE DE LA TUBA
Bien, doctor Ibáñez. Usted
quiere que le hable de Molina y de lo que vi en la vereda del teatro. Pero creo
que debo empezar a contarle desde el día en que se mudó a nuestro barrio.
Lo hizo en una camioneta fleteada,
trayendo sus escasos muebles, cuatro sillas de madera y lona, una mesa de
comedor, un armario antiguo y una caja con vajilla y cacerolas. Lo demás ya
estaba en la casa que había alquilado a mitad de cuadra. El chofer lo ayudó a
bajar las cosas y volvieron a irse.
Dos horas más tarde regresaron, y esta vez
no quiso que el tipo le diera una mano.
-¡No, no! ¡Déjeme a mí!- le oí decir con
voz profunda, muy parecida al sonido de su instrumento de música. Entonces lo
vi sacar de atrás de la camioneta un estuche grande con forma de campana.
-Una tuba o un trompa- comentó mi mujer
mientras mirábamos por la ventana, ella había estudiado algo de música antes de
conocernos.
-Así que tenemos un músico en el barrio-
dije yo, y en ese momento vimos a Molina bajar cajas de cartón con discos de
vinilo. No sé cuántos eran, quizá veinte o treinta cajas de long-plays. Entraba
y salía cargando una tras otra, solo, sin dejar que el fletero lo ayudara.
Entonces la camioneta se fue, y él siguió entrando las cajas que quedaban en la
vereda. En el último viaje, se tropezó con una baldosa y cayó al suelo. Los
discos se esparcieron como naipes.
-Andá a ayudarlo- pidió mi esposa.
-¿No ves que no deja a nadie que lo haga?
Pero no sé por qué lo dije. Si hubiese
sido otro, no habría dudado. Sin embargo, su extraño, sutil amaneramiento me
caía mal.
-¿No te parece algo afeminado?
Ella me miró como si estuviese diciendo
tonterías. El tipo era atractivo, y mis hijas empezaron a suspirar por ese
hombre que juntaba sus discos con exagerado esmero. No tuve más remedio que
salir y ofrecerle mi ayuda.
-Vecino, bienvenido al barrio.
Permítame...
Me observó por unos segundos, levantándose
con las rodillas sucias. Me di cuenta que todas las grabaciones eran de autores
clásicos.
-Cuánto daría yo por escuchar un poco de
su música- le comenté.
-¿Le gusta?
-No sé mucho, pero mis hijas ya me
cansaron con sus grupos de siempre. Es que no hay variación para ellas...
Terminamos de acomodar la caja y se la
llevó adentro. Desde la puerta me invitó a mostrarme la casa.
-Venga cuando quiera a escuchar lo que le
guste. A propósito, Molina, Victor Hugo... – dijo estrechándome la mano.
-Mucho gusto, me llamo Ariel y vivo a dos
casas de la suya.
Era un tipo apenas más bajo que yo, de
cabello oscuro y corto, con la barba prolijamente afeitada. No sé por qué lo
imaginaba frente al espejo del baño, rasurándose despacio y de manera delicada,
hasta que ni un pelo o una herida arruinaran su rostro. Estuvimos hablando casi
toda la tarde, y me dio la suficiente confianza como para preguntarle si vivía
solo.
-Sí, aunque tengo una mina que me ayuda a
pasar las noches, ¿sabés? Una especie de novia ocasional y fiel a lo largo de
los años. A veces es mejor eso, ¿no te parece?
No le contesté. Le hice notar mi
curiosidad por el instrumento que permanecía sobre la mesa desde que entramos.
-Toco la tuba en la orquesta del teatro,
al Colón me refiero. Mi viejo también era miembro de la Filarmónica.
Me
quedé un rato esperando que mencionara algo más, o que por lo menos abriera
el estuche.
-Nunca vi una, y no conozco la diferencia con otros instrumentos de viento.
-Bueno, son muy distintos. Dejame
mostrarte unos esquemas.
En
las contratapas de los discos me señaló la forma de cada uno, y escuchamos
ejemplos. Pero nunca abrió el estuche.
A la mierda con él, si no se da cuenta que
quiero oírlo tocar, pensé.
-Me tengo que ir, Molina, gusto en
conocerte, y ya sabés, si necesitás algo...
Debí saber en ese momento que jamás iba a
pedirnos nada. Era un hombre solitario, casi oculto la mayor parte del tiempo.
Durante la semana salía al amanecer camino al teatro, y regresaba a la noche.
Los sábados practicaba en su casa todo el día, hasta la hora que tenía función.
Los domingos se levantaba tarde, y después cortaba el pasto si no tenía función
vespertina. Era verano, así que lo veíamos podando los arbustos y barriendo la
vereda, con la remera sudada que mostraba su espalda ancha y el pecho hirsuto.
Un domingo al mediodía, nos encontramos.
-Hola, vecino- me saludó sonriendo.
-Te vemos muy poco. ¿Cuándo nos vas a dar
un recital?
De pronto, dejó de sonreír y encendió el
motor de la cortadora otra vez.
-No les gustaría- dijo después de un
rato.- Los ensayos son aburridos y a veces dan una impresión equivocada. Por
qué no van a verme vos y tu mujer el próximo sábado. Es una ópera un poco
larga, pero en fin... Mañana les traigo las entradas.
En ese momento apareció, cruzando la
calle, una mujer joven, aunque de rostro avejentado. Tenía el cabello largo y
desteñido, atado con una cinta rosa, y llevaba un vestido corto y provocativo.
Debió ser hermosa alguna vez, me dije. Ahora era sólo algo atrayente, casi
brutalmente atractiva. Se le acercó, prendiéndose uno al otro sin que fuese
posible pasar una hoja de papel entre los cuerpos. Ella entró a la casa sin
saludarme.
-La que te dije- me susurró al oído, y la
siguió, olvidando la cortadora de césped en la vereda.
-¡Gratis al Colón!- gritó mi esposa con
euforia, al ver los boletos que Molina había puesto en el buzón a la mañana
siguiente.
El sábado hice lavar la combi para que
luciera por lo menos digna de estacionarla cerca del teatro, nos vestimos con
lo mejor que teníamos y dejé a las chicas con mi hermana. Es que ver ópera o
siquiera salir un sábado a la noche, después de toda la semana de vender
enciclopedias, era ya una costumbre que habíamos decidido olvidar. Por eso mi
mujer me tomó del brazo de una manera en que no lo había hecho por mucho
tiempo, y me sentí feliz.
La ubicación era excelente, dos asientos
solitarios en un palco a la derecha del escenario. Y entonces nos dimos cuenta
de algo en lo que no habíamos pensado en nuestro entusiasmo: la orquesta
permanecía en el foso durante las representaciones de ópera. Molina me tomó por
pelotudo, me dije. Prestamos atención al sonido de la tuba, ya que según mi
mujer, era fácil de identificar y no tenía muchas ocasiones de lucimiento como
solista. Así que cuando sonaba lo buscamos con los binoculares. Pero las
figuras de los instrumentistas estaban iluminadas muy débilmente por la luz de
los atriles.
Al final de la función, esperamos en la
puerta por casi dos horas. Fuimos a una confitería de enfrente y vigilamos la
salida de los músicos. Sin embargo, no apareció. Cuando estábamos por
irnos-eran casi las tres de la madrugada- dos hombres con estuches de violín
subieron a un taxi y de repente miraron hacia atrás, como sorprendidos. Vimos
entonces a Molina, que los saludaba, cargando el estuche de la tuba.
-¡Hasta el lunes!- les gritó aún desde en
interior de la confitería, pero ellos no le respondieron. Después cruzó la
calle y entró. Saludándonos con entusiasmo, preguntó si habíamos disfrutado de
la función.
-Si te hubiéramos visto, nos habría
gustado más- le contesté con bronca.
-¿Pero por qué esa cara?- dijo al
sentarse, mirándonos con recelo.
-Es que mi marido insiste en verte soplar
la tuba, y hasta que no lo hagas no va a creerte- dijo mi esposa, yo la miré
asombrado, sin saber si estaba bromeando o leyéndome el pensamiento.
-No le hagás caso- me adelanté a decirle a
Molina, que se había puesto pálido. -¿Cuánto pesa esta cosa?
Agarré el estuche, y pesaba mucho, es
verdad, pero era más parecido a algo macizo que un instrumento hueco y de
metal. Entonces me lo quitó con brusquedad, y con mi mujer nos miramos
sorprendidos.
-¿Pedimos algo, una pizza? Me muero de
hambre.- Llamó al mozo y no volvió a hablar del asunto.
Un rato más tarde, mi mujer había ido a
arreglarse el maquillaje y Molina se me acercó.
-Ahora viene la mina que te mencioné, así
que andá yendo con tu esposa si querés. No creo que a ella le guste
encontrársela. Son diferentes, ¿entendés?
Al salir, nos cruzamos con ella. Mi esposa
fue a buscar el auto y me quedé observándolos un rato desde la vereda del
local. La rubia, con su aspecto tan grotesco, parecía buscar deliberadamente
asemejarse a una puta, y quizá lo fuese en realidad.
Casi tres meses más tarde, la misma mujer
comenzó a visitarlo dos o tres veces por semana. Dormían juntos y le cocinaba
comidas simples. Era intensa, tal vez demasiado, me contó él un día, la forma
en que ella se le había apegado. Amor o no, esa rutina era una renovación o
prolongación de otra que ya habían tenido antes de la mudanza.
A veces ella se mostraba distinta, más
simple, sin artificios ni sobreactuaciones, como si olvidara que debía fingir u
ocultarse. Por momentos era una mina hermosa, en especial al verla en el jardín
acompañándolo mientras cortaba el pasto. Permanecía en silencio con los brazos
cruzados sobre los senos pequeños, vistiendo un solero rosa pálido y el cabello
recogido en la nuca. En esos instantes escasos, no sé por qué, se parecía un
poco, sólo un poco a Molina.
-Es una zorra- me decía él.- Una zorra en el cuerpo de una gacela.
-Es una zorra- me decía él.- Una zorra en el cuerpo de una gacela.
-¿No será al revés?- le pregunté, y se rió
por obligación.
Un tiempo después los escuchamos discutir
cada vez más seguido. Oímos gritos a toda hora, llantos desesperados de ella,
que luego salía con la cartera y un bolso en medio de la noche. El sonido de
sus tacones se alejaba, retrocedía y volvía a irse cuatro o cinco veces hasta
morir finalmente en el asfalto. Desde la casa resonaba la música de una tuba.
Una noche, después de escucharlos
discutir, me levanté porque estaba preocupado. Me puse la bata, salí y me asomé
a su ventana, pero no alcancé a ver ni oír nada. De pronto, ella salió.
-¿Qué quiere, Ariel? Nunca va a verlo
tocar, olvídese de eso. - Y se fue, dejando la puerta abierta.
Entré a la casa, donde el tocadiscos
llenaba el ambiente con un concierto. Asomándome a cada una de las
habitaciones, lo encontré sentado en la cama, en calzoncillos y con un cuchillo
de cocina en la mano. Me miró asustado, realmente avergonzado de que lo
descubriera así. Puso el cuchillo bajo la cama, fue al baño, orinó, y después
de lavarse la cara, me habló mientras se ponía el pijama.
-Mañana salgo de gira, ¿sabés?, y no se
banca que la deje por tres meses. Que se busque otro tipo, le dije. No la
necesito. Vení, tomate una cerveza.
Lo acompañé hasta la cocina. La heladera
estaba vacía. Después fue hacia la puerta de calle, creo que pensando en su
amante, buscándola en la oscuridad de la noche.
-Mirá esto.- Me mostró una foto de carnet
arrancada de algún documento. Era ella hacía unos años, y el parecido entre
ambos me dejó sin palabras.
-Dios santo- dijo, gimiendo como un niño,
arrodillándose a mis pies y mojándome la bata con lágrimas y saliva.- La quiero
tanto...
Esa noche me quedé con él. Tenía miedo de
que hiciera alguna locura. Mi esposa vino a buscarme a las siete y media para
ir al trabajo, pero no le conté lo que sabía. Molina se fue sin despedirse a
eso del mediodía. Dicen mis hijas que lo vieron llevarse una valija y el
estuche. La mujer había regresado a eso de las once, pero él se fue solo. Al
parecer, debieron reconciliarse y ella se había quedado a cuidar la casa,
porque no la vieron salir.
Cuando volví del trabajo, fui a hablar con
ella. Golpeé la puerta, como nadie me contestó, entré. Todo estaba desordenado,
y sobre la mesa había piedras. Al levantarlas, recordé la noche en que sopesé
el estuche de la tuba.
Una semana después, nos cruzamos en la
cuadra del teatro. Más tarde, pensando en ese instante en que nuestras vidas se
cruzaron por última vez, me pregunté si es el azar, el destino o qué otra
maldita cosa la que nos hace desbarrancarnos ineludiblemente.
Era un mediodía de domingo. El sol caía a
pleno sobre la vereda, la calle estaba extrañamente desierta, y la luz de los
semáforos iba cambiando sin que nadie lo notase.
Mi esposa y yo habíamos salido a pasear al
centro y nos sentamos en la plaza frente al teatro. Justo cuando estábamos por
irnos, lo vi en las escaleras de la entrada principal, subiendo y bajando como
si no supiese adónde ir, ni qué hacer con el estuche que colgaba de su mano
derecha.
-¡Mirá, si es Molina!- le dije a mi mujer,
y le pedí que me esperase. Crucé la calle, pero él se asustó al verme, se puso
nervioso y hasta hizo el estúpido intento de escapar. Lo retuve del brazo, el
que sostenía el estuche, que se balanceó con brusquedad. Un olor a agua de
colonia rancia apestaba a su alrededor, sin embargo no se había afeitado y la
barba le daba el aspecto de un vagabundo.
Estábamos a pleno sol y ni una sombra nos
protegía del calor. Por eso, pocos minutos fueron suficientes para que un olor
diferente prevaleciera. El aroma intenso de algo fermentado.
-Te creí de gira- le dije con ironía, como
cuando se recrimina a un amigo.
No me contestó. Quise vencer su negativa,
que confesara su fingimiento. Trató de librarse de mí, pero seguí reteniéndolo
del brazo. El estuche se sacudió con un sonido de agua fangosa y atascada.
-Volvió, ¿sabés?-comenzó a contarme con algo parecido al
espanto en la voz.-Volvió como tantas otras veces, amenazando con decirle a
mamá la verdad si yo no la dejaba libre. Pero vi en su cara que esta vez estaba
dispuesta a hacerlo.-Molina se derrumbó llorando en la vereda.
El estuche cayó al
suelo con un golpe fuerte y la tapa se aflojó, sin abrirse del todo. De los
bordes empezó a salir un líquido nauseabundo, que se fue esparciendo sobre las
baldosas. Pero no me atreví a abrirlo, eso se lo dejé a usted, doctor Ibáñez, y
a sus hombres aficionados a la muerte.
EL VIEJO DAVID
Nunca podré olvidar la cara del viejo
David cuando me acerqué para arrestarlo, en esa esquina de Viamonte y Pasteur,
donde tenía su sastrería desde hacía más de cuarenta años. Después de un tiempo
en la seccional de La Boca, me designaron al centro cuando el atentado a la
Embajada obligó a aumentar la vigilancia en toda la ciudad.
Llegué una mañana de invierno, poco antes
de que él levantara las persianas de metal, en las que había un cartel
anunciando el cierre temporario por duelo. El viejo, que debía tener sesenta y
cinco años más o menos, salió con su impecable traje negro a barrer la vereda,
espantando a los perros acostados en el umbral. Lo saludé, y me respondió con
un gesto apenas perceptible.
Recién algunas semanas después, al
encontrarlo junto a la puerta, intenté acercarme. Me puse a mirar las
vidrieras, los maniquíes vestidos con los trajes que él diseñaba y que me
habría gustado probarme por lo menos una vez. En ocasiones me detenía a
observar con atención a sus empleados, que cortaban las telas extendidas sobre
enormes mesas. Hombres de cuerpos delgados y anteojos de lentes gruesos, de
camisa y corbata, con las tijeras en las manos y un lápiz apoyado detrás de una
oreja, mientas otros trabajaban con viejas planchas olvidadas por el tiempo.
Esto era lo característico de su negocio,
la intención de mantener allí el ambiente de una época en la que Buenos Aires
había sido muy diferente.
-¿Quiere probarse algo?- me dijo un día.
Tuve en ese momento la sensación equivocada de que se estaba burlando.
-Desde que entré a la policía, casi la
única ropa que conozco es la que llevo puesta- le contesté.
-Cuando termine el servicio venga a verme
para conversar. Aunque esté cerrado, golpee.
Así fue cómo hablamos por primera vez.
Pero durante mucho tiempo nunca mencionó directamente lo que le había sucedido
a su familia. La noche que entré al local y charlamos, dio por sentado que yo
estaba al tanto de todo aquello.
-Mi mujer sigue enferma en cama, usted me entiende,
parece que no quiere mejorarse.
No me dijo nada del día que llevó en el
auto a su hija y a su nieto a la Embajada. Al alejarse dos o tres cuadras,
escuchó la explosión. Fue como si la vida se detuviera de pronto en un radio de
doscientos metros, y luego el tiempo retomase su curso. Eso fue lo que pasó, me
dijeron los vecinos, aquel invierno de mil novecientos noventa y dos.
-Un día por semana cierra el negocio y va
al cementerio, es la única vez que su esposa deja la cama- me contaron más
tarde.
La noche que lo visité, quiso que eligiera
alguna tela, pero me negué. Fuimos a la cocina detrás del local, y tomamos
algo. Luego de un rato en que parecía indeciso, se me acercó al oído y percibí
su aliento rancio, una mezcla imprecisa de especias y alcohol.
-Si estuviese seguro de lo que vi ese día,
si por lo menos recordara la cara de ese tipo con seguridad- murmuró, pero en
ese momento no entendí a lo que se refería.
Desde entonces me mantuve distante. Es
difícil acercarse a alguien que no habla de lo que único que uno espera
escuchar. No volví a visitarlo después del horario de cierre durante los
siguientes dos años.
Debió transcurrir todo ese tiempo para
darme cuenta de que hay cosas que no pueden contarse, hechos simplemente
imposibles de relatar o transmitirse con eficacia. El problema es lo que
sobrevive y lo estremece a uno con cada nueva embestida, en cada repetición de
la tragedia. Lo aprendí una mañana de junio de mil novecientos noventa y
cuatro, cuando escuchamos el estallido, y un centelleo de cristales se esparció
en el aire, cayendo sobre las veredas como lluvia. Vi los vidrios de casi todas
las ventanas caer en pedazos alrededor de la gente que pasaba, y vi sus caras
lastimadas por fragmentos de cristales o hierros. Me abrí paso entre los que
corrían, asustados, entre los heridos, hacia la columna de humo a media cuadra.
Una enorme polvareda que se alzaba desde los restos del edificio de la Mutual.
Entonces tuve miedo, pero el temor me dejó caminar sobre los escombros, a pesar
del vértigo, de sentirme casi desmayar por la desesperación. Y sin embargo,
continué, alzando mi voz por encima de los gritos, y mis brazos trabajaron con
más fuerza que la que harían el resto de mi vida. Durante toda la tarde y la
noche, mis manos separaron, como si yo fuese una especie de dios elemental y
doméstico, a los vivos de los muertos.
No recuerdo con detalle lo que ocurrió
después, ni el tiempo transcurrido hasta el día que consideramos todo terminado
y detuvimos la búsqueda. A nosotros, los que participamos de los grupos de
rescate, nos dieron varios días de licencia. Pero no pude quedarme en casa sin
hacer nada, y volví al barrio. El negocio de David tenía las vidrieras rotas y
las cortinas de metal abolladas. Otro cartel, como el de dos años antes, había
sido pegado en las persianas levantadas hasta la mitad. Los vecinos me contaron
que nada le había ocurrido a él o a su mujer. Ese día conocí a su yerno. Ambos
hablaban en la vereda, y después entraron. Las camionetas de la morgue
continuaban pasando de vez en cuando, y el olor a quemado era vencido
lentamente por el aroma de la putrefacción.
Cuando retomé el servicio, ya estaban
reparadas las vidrieras de toda la cuadra, y vi a David llamarme desde la
puerta.
-Señor ¿cómo está? ¿Sufrió muchos daños?
-La misma mierda de siempre, pero eso no
importa ahora, tengo que decirle algo...
Pasó un brazo sobre mis hombros y me hizo
caminar entre los empleados hasta el escritorio al fondo del local. En la pared
posterior había estantes y cajones de todo tamaño. Ese lugar era tan viejo, tan
cercano a una familiar y entrañable calidez, que me dejé llevar por sus
palabras. Me habló por primera vez del día en que su hija y su nieto habían
muerto. Bajando la voz, dijo que al dejarlos en la entrada de la Embajada vio
la camioneta de la que más tarde hablaron los noticieros de la televisión.
-La combi estaba estacionada justo delante
de mí, a no más de veinte centímetros de donde estacioné para que bajaran del
coche.
Al
escucharlo, me puse a pensar que sólo unos miserables segundos de más o de
menos pudieron haber salvado a su familia o matado a él también. Siguió
hablando con creciente inquietud, refregándose las manos, siempre sentado en la
semioscuridad. El enorme mueble, como una criatura extraña, vigilante, parecía
estarme amenazando si no creía en el relato del viejo.
-Le juro que volví a verlo, era el mismo
tipo que ese día manejaba la combi.
Se me acercó aún más, hasta casi rozarme
la cara con sus labios.
-Unos cinco minutos antes de que la Mutual
estallara... -siguió contando - ... lo
vi pasar delante del negocio con una camioneta igual a la otra. Se paró frente
al semáforo, y al verle la cara supe que era el mismo. No sé cómo no me dio un
infarto en ese momento. Cuando entré para avisarle a mi mujer, oí la explosión,
y las vidrieras se derrumbaron.
David se había agitado mucho e hizo una
pausa para calmarse.
-Usted sabe, para mí es imposible no mirar
con atención cada camioneta blanca que pasa por esta calle.
Si pensó en lo insensato de su
declaración, no lo sabía ni se lo pregunté. Sólo hice que se tranquilizara con
palabras algo frías de mi parte, frases oficiales que evitaban el compromiso,
porque después de todo muchas personas allí nos estaban mirando.
No creo que se lo hubiese mencionado a
alguien más, por lo menos no a ningún otro policía de mi seccional, en los
siguientes meses. Volvió a ser el de antes cuando el barrio comenzó a
normalizarse, excepto por esa obsesión con que observaba cada auto que se
detenía en su cuadra. Siguió usando aquellos trajes invariablemente oscuros, y
los anteojos redondos y pequeños. Su mujer no salía ahora, solamente el médico
iba de vez en cuando a visitarla.
Pasaron dos años antes de que volviera a
insistir con su idea. Esta vez no me llamó. Fui a verlo al terminar mi turno
porque quería hacerme un traje para el bautismo de mi hijo. Era noviembre, y
empezaba a hacer calor aún a esa hora. Encendió las luces de la puerta de calle
y nos fuimos hasta su oficina. Trajo un maniquí al que colocó telas diferentes
y de tanta calidad que no supe cómo explicarle mi imposibilidad de pagarlas.
Creo que me entendió porque me hizo un gesto de indiferencia.
Lo noté más entusiasmado que en los
últimos meses. Me tomó medidas de los brazos y el ancho de espalda, pero sus
manos temblaban. Dejó los alfileres sobre la mesa, y al acercarse, sentí su
aliento a tabaco inundándome los sentidos como una droga.
-Hay un hombre de ojos oscuros y barba en
una camioneta blanca, que se estaciona todos los días en la esquina. Llega a
las siete y media de la mañana, puedo verlo siempre desde mi habitación. Hace
dos semanas que no duermo...
-Pero no puede sospechar de cada
persona...-Traté de convencerlo, pero siguió hablando, cada vez más agitado.
-Escúcheme, este tipo se queda ahí casi
una hora, después sale y camina con cajas grandes hasta la avenida. Cuatro
horas después vuelve solo y espera otra media hora, hasta que una mujer sube
con él y se van a las dos de la tarde.
Tomó aire y tosió, le di algunas palmadas
en la espalda y le rogué que se calmara.
-Nos está vigilando, ¿no lo entiende? Ya
han pasado dos años de la última vez. ¿No se da cuenta de eso? ¡Cada dos años,
hijo, estamos condenados!
El miedo le movía los ojos. Miraba de un
lado a otro del cuarto, buscando a alguien oculto.
-Yo me voy a ocupar del problema- le dije,
y no sé por qué. El negocio y él eran tan viejos, que sentí lástima tal vez.
Lo peor de todo es que a la mañana
siguiente, vi la camioneta y el hombre del que me había hablado. Como si de
pronto sus palabras hubiesen tomado una categoría de probable verdad, me
acerqué a interrogarlo.
-Vendemos libros con mi mujer, oficial.
Acá atrás está la mercadería, ¿ve?-dijo señalando la parte trasera de la combi,
llena de diccionarios y enciclopedias. Nada había de raro o sospechoso. Los
documentos decían que se llamaba Ariel Márquez, y los papeles de la camioneta
también estaban en orden.
Durante dos semanas la camioneta continuó
viniendo, y el viejo David me llamaba todos los días para preguntarme si tenía
novedades, si había podido averiguar algo sobre el asunto. No supe cómo
convencerlo de lo contrario sin tratarlo de loco. Quizá debí actuar de otro modo,
más duramente. Yo era muy joven entonces, no tenía aún veinticinco años, y sin
darme cuenta, llegué a tenerle un respeto especial. Terminó enojándose conmigo
por no creerle, dejó de llamarme y no quiso hacerme el traje.
Esto duró casi un mes, y me sirvió para
distanciarme de su afecto. Pero al mismo tiempo me impidió controlar su
creciente desesperación, y juro que nunca pensé que podría llegar a ser tan
grande.
La mañana del primero de marzo de mil
novecientos noventa y seis, con una lluvia intensa que había persistido durante
la noche, a las siete y media me detuve en la esquina. La camioneta se
estacionó como siempre, saludé al hombre y fui a dar la vuelta a la manzana. A
las siete y cuarenta escuché el disparo. Corrí de vuelta bajo la lluvia,
tropezando con las baldosas rotas. Vi a alguien detrás del vehículo con un
revólver en la mano, arrojando libros a la vereda. La tinta se borraba y teñía
los desagües de negro. Entonces reconocí al viejo David, con su espalda
encorvada y los anteojos resbalándole por la nariz. Gritaba como un loco,
pidiendo que lo ayudaran a buscar la bomba.
-¡Tiene que estar aquí!
El agua caía desde la cabina del
conductor, y era roja. Descubrí el cuerpo del tipo colgando del asiento, con la
mano todavía atrapada en la manija de la puerta, y la cabeza destrozada por el
estallido de una bala.
LOS NIÑOS DE LA
PLAZA
Abrió la ventana y una
ráfaga de viento frío le secó el sudor de la cara. Aspiró profundo aquel viento
que soplaba los cabellos lacios y algo largos para su edad.
-¡Jefe!- gritó Fernández desde su
escritorio, a dos pasos de la ventana. Entonces se dio cuenta que los papeles
de la última venta en Chile, llegados por fax, volaban hacia el techo de la
oficina como águilas de la cordillera.
-Perdón- dijo él, con la habitual seriedad
de siempre, la austeridad en las palabras y gestos. Notó, sin embargo, que lo
observaban de reojo, cruzándose miradas de inteligencia, sonrisas disimuladas
por los bigotes oscuros o la sombra de los ventiladores que luchaban contra la
humedad de ese lunes otoñal y lluvioso.
Solamente el flaco Bermúdez se atrevió a
acercarse a él con toda deferencia.
-¿No tiene frío, jefe, no quiere que
apague los ventiladores si va a dejar la ventana abierta?- Sostenía la taza de
café instantáneo de las dos de la tarde, batido con un poco de agua caliente durante
diez minutos, hasta que la espuma bullía al verter el resto.
Él no necesitaba entonces mirar el reloj
de la máquina de tarjetas de asistencia. El día se dividía en el antes y el
después de ese café preparado en la estrecha cocina a un lado del balcón que
casi nunca abrían. Levantó la taza, sin dejar de mirar hacia el parque. Allí
estaban los chicos jugando a la pelota, las niñas que iban y venían simulando
los quehaceres domésticos que mucho más adelante las esperarían igual que manos
afiladas por el tiempo.
Pensó en el balcón, sólo abierto un fin de
año que decidieron festejar todos juntos después de cerrar la oficina. Pero
como cada vez que había intentado ser como los demás, unirse a ellos
mostrándose como realmente creía ser, la idea se derrumbó antes de que llegasen
las doce de la noche. Junto a las caras largas y el aburrimiento que veía en
los empleados y sus mujeres obligados a complacer a su jefe, se fijó por
primera vez en los niños que tiraban petardos en la plaza de enfrente.
Eso
fue, quizá, dos años antes, y se asombraba ahora de cuántas cosas habían pasado
desde entonces. La pequeña Griselda, con el pelo rubio brillando como espigas
de maíz. La bonita Sara, con los ojos oscuros que lo miraban tan fijamente,
hasta casi leer sus pensamientos, la sombra de sus ideas tan lejanas al sol
sobre la plaza.
Aquel fin de año, mientras las estrellitas
luminosas morían entre las manos de las niñas, supo lo que debía hacer, tal vez
mañana, o el primer día hábil del año, para deshacerse del acalorado deseo, de
la inquietud que llevaba en su cuerpo mucho más tiempo que la vida de los
fuegos de artificio.
Los vestidos de las niñas se balanceaban,
y los labios que sus madres les había dejado pintarse por esa noche parecían
cerezas con crema, blanca crema en las caras pálidas bajo los relámpagos de las
bengalas o los cirios.
Se quedó mirando como un estúpido la plaza
iluminada, con la copa de sidra en la mano, mientras uno de sus empleados le
tocó el brazo para despertarlo y hacerlo brindar. Las campanas de la iglesia
sonaron las doce, y él volvió a la realidad, apenas sonriendo, apenas
sonrojado, y brindó con ellos. Sabía que algo estaba comenzando, no el Año
Nuevo, sino el canal, el cauce abierto a fuerza de puños suaves como las
mejillas de los niños que jugaban.
Y como todas las tardes a las dos, excepto
por esta única tarde en que abrió la ventana en pleno otoño, el café de
Bermúdez esparcía su aroma a juventud perdida, a irremediable consuelo. El café era el recreo, la serenidad
con que observaba las sonrisas, las complacencias que sus empleados le
brindaban para congraciarse con él.
Un murmullo venía de los escritorios
arrinconados en cada esquina. Las camisas blancas arremangadas, las corbatas
negras, flojas, agitadas por el viento que golpeaba los pechos transpirados.
Alguno tosió.
La sombra de una inmensa nube cubrió la
ciudad, la plaza, y entró a la oficina, y ya no pudo verlos bien. Sólo adivinar
sus presencias. Pero Bermúdez, metiéndose entre él y la serenidad de su
espíritu, entre él y el futuro de la sombra a la que anhelaba llegar para
descansar por fin, encendió las luces. Entonces su rostro debió sorprenderlos,
porque lo miraron como asustados.
-¿Está bien, jefe?- Y no fue el marica de
Bermúdez el que preguntó, sino la voz acongojada de Fernández.
-Sí, gracias.- Pero su mano temblaba, y se
dio vuelta hacia la ventana. Los niños seguían jugando, las niñas abrían sus
paraguas para cubrir los cochecitos con los bebés de juguete. Debía
protegerlas, salvar esas sonrisas, esas muecas de teatro para siempre,
preservarlas para la eternidad que el cielo anunciaba en las nubes formadas y
destruidas cada minuto, en el sol que hacía crecer espigas doradas en los
cabellos de las niñas.
Cerró la ventana. Las cortinas, grises por
los gases de los autos, dejaron de balancearse. Las corbatas también se
aquietaron, y los dedos de los hombres volvieron a repiquetear sobre las teclas
de las máquinas de escribir y sumar. Bermúdez le alcanzó una carpeta con los
números de las ventas de ese año en Chile. Se sentó, con la cabeza apoyada en
su mano izquierda, y la mano derecha sobre el papel. Pero los números eran
blancos como la nieve de la cordillera que había sobrevolado cuando fue a jugar
por el campeonato continental de rugby. Otros tiempos, pensó, o quizá murmuró
en voz baja, pero ninguno lo escuchó. Aún sentía, bajo aquel traje, su cuerpo
fuerte a pesar de los cuarenta y nueve años recién cumplidos, los brazos
anchos, la espalda erguida.
Se levantó y fue al baño. Mientras
orinaba, se miró en el espejo sobre el lavatorio. Estaba seguro que todavía
podía seducir a cualquier mujer que encontrara, no sólo a las que pagaba para
complacerlo cada quince días. A éstas no podía abrazarlas ya, no podía besarlas
sin sentir el aroma de otros hombres. Eran nada más que órganos sin caras, sin
huesos, sexo sin olor siquiera.
Volvió al escritorio, pero no a los
números. Miró a través de la ventana el tenue brillo del sol sobre las aceras,
en las baldosas acanaladas de la plaza, en la tierra apisonada donde los niños
pateaban la pelota hacia imaginarios arcos.
-Señores- se oyó decir, de pronto, sin
planearlo-me retiro más temprano, no me siento bien.- Se pasó una mano por la
frente cubierta de gotas de sudor, y salió sin esperar que alguien le
preguntase algo.
Cuando llegó a la planta baja, el portero
lo saludó con respeto, pero por el espejo del pasillo lo vio hacer una mueca de
burla mientras él se alejaba. Antes de salir, se levantó el cuello del piloto,
lo abrochó concienzudamente y se arregló la corbata en el espejo. Sí, se dijo,
era atractivo, y todas las mujeres que lo habían conocido debieron pensar lo
mismo. Pero ellas se inhibían, y toda posible relación se estropeaba en el
silencio, en las pocas frases dichas antes de apartarse para siempre. Por eso
iba con las putas, y les pagaba para que le dijeran te amo. Y aún así algunas
se negaban, como esa Claudia que había conocido en abril, por más que él
estuviese dispuesto a doblar el precio. Eran palabras que no se vendían,
contestaban ellas.
Miró hacia la plaza. El viento había
decrecido. Los niños jugaban mientras las madres hablaban en el círculo de
bancos de cemento bajo la pérgola. Cruzó la calle a mitad de cuadra. Un
vigilante, parado en la esquina de la escuela, apenas se veía entre las madres,
entretenido al parecer en hablar con las mujeres y contemplar las caderas que
se mecían bajo los vestidos.
Él, que tanto las había mirado y llorado
por ellas, ahora tenía la vista fija en las niñas, las únicas que nunca lo
defraudaron, las que obedecían ciegamente, las que jamás sospechaban porque aún
no habían despertado al lado oscuro de la vida.
Se sentó en el borde de un cantero. Unas
hormigas se le subían al piloto. Se sacudió bruscamente, y fue entonces que
escuchó la risa, antes de verla siquiera. Fue como si viniese del cielo, de los
rayos escasos que caían alumbrando la plaza de tanto en tanto. Levantó la vista
y allí estaba ella, la pequeña de tal vez seis o siete años, pecosa, de cabello
rojizo, sonriendo como un ángel recién encarnado.
-¿Le hacen cosquillas?-dijo ella, riendo,
retorciéndose las manos delante de su vestido azul, sucio de barro por haber
jugado después de la lluvia.
-No, pero si las dejo meterse en los
bolsillos, me las voy a llevar a casa- contestó él. Ambos rieron.- ¿Cómo te
llamás?
-Sofía.
Las piernas de la niña también tenían
pecas. Las zapatillas habían dejado huellas de barro en las baldosas.
-Sacáte las zapatillas para que se sequen
al sol. Mirá, ahora se asoma.- Miraron juntos el cielo, y parpadearon ante el
brillo que los cegaba. Ella se sentó a su lado y comenzó a desatarse los
cordones.
-Va a tener que ayudarme a atarme después,
porque todavía no aprendí. Mi mamá me enseña, pero siempre me olvido.
-No te preocupés, yo tengo un método
especial que nunca te vas a olvidar.- Entonces pasó su brazo por encima de los
hombros de la pequeña. Se palpaban puntiagudos, flacos pero suaves como tallos
verdes.
Ella buscó en los bolsillos, y sacó unos
caramelos.
-¿Quiere?- Él aceptó. Comieron, y los
envoltorios cayeron en los charcos de agua.
-¡Mire! Son como barquitos.- Y la las
puntas de la cabellera roja se deslizaron hacia el suelo, tocando el agua.
-Te vas a mojar. ¿Dónde está tu mamá?
-Tiene reunión de madres en la escuela de
mi hermano mayor.
-¿Pero te dejó sola?
Ella lo miró por un rato, seria, y se le
acercó al oído. Sus manos le cruzaron el cuello. Él sintió el olor suave de la
niñez, el aroma perfecto del pelo de la niña. Creyó perderse, de pronto, en un
abismo del que jamás regresaría, el viaje a los cielos y al infierno al mismo
tiempo, el gran salto del que nunca iba a recuperarse o redimirse.
-Me dejó con los otros chicos, y me escapé
para jugar en el tobogán, pero están ocupados todavía- le murmuró ella, y al
soltarlo, le pidió guardar el secreto. Él asintió, poniendo su dedo sobre la
boca.
-Shhh...- dijo, y la niña volvió a
sonreír.
Los chicos estaban saliendo y obstruían la
vereda angosta y la calle. Las madres se acercaron, buscando entre las cabezas,
oscuras o rubias, a sus hijos. El policía se perdió en la muchedumbre, y no
volvió a verse.
Los dos miraron hacia la escuela, pero
nada les interesó, y empezaron a jugar con unas figuritas que él sacó de un
bolsillo y tenía atadas con una banda elástica.
-¡Mirá, ésta es la más difícil de
todas!-gritó ella.-¿Me la prestás?
-Pero la vas a ensuciar con tus manos.
Dejáme que la guardo hasta que te vayas.- Ella vio desaparecer la figurita
entre sus palmas gruesas, ásperas, y luego en la oscuridad del bolsillo
interior del traje, protegida para siempre de todo peligro.
Pasó media hora y Sofía se había cansado
de las figuritas. Ahora caminaba sobre el borde del cantero como por la cuerda
floja de un circo.
-Me parece que tu mamá se olvidó de vos.
Esperame acá que voy a ver.- Él se levantó y empezó a caminar hacia la escuela,
pero al pasar la fuente del centro de la plaza, se escondió detrás de una
estatua. Aguardó cinco minutos. Observaba a la niña, que no se movía de su
lugar, hablando sola con su imaginación. Después volvió a su lado.
-Tu mamá me dijo que te llevara con ella.
Vení, dame la mano.
Sofía se agarró de él, casi colgándose de
su brazo, contenta.
-¿Cómo se llama, señor?
Él dudó antes de contestar, pero no era
algo que no hubiese previsto desde mucho tiempo antes. Desde que vio a
Griselda, la de los rizos rubios. Le había hecho la misma pregunta apenas
hablaron. Y esa vez contestó como ahora lo hacía.
-Jesús. Me llamo Jesús Méndez.
-¡Pero te llamás como el niñito del
pesebre!- Los ojos de Sofía brillaban, bellos, curiosos, llenos de expectación.
-No te cuelgues que estoy viejo para
arrastrarte. Vamos, vamos con tu mamá.
Caminaron hacia la vereda. La gente los
miraba por un segundo apenas, sonriendo a aquella pareja de padre e hija, o de
abuelo joven y nieta. Él respondía a las miradas con un saludo, Sofía les
sacaba la lengua a los extraños. Se dio cuenta de que nadie hablaba detrás de
él, no fingían amabilidad, ni resultaba un extraño y aislado ser en medio de la
corriente humana. La niña estaba ahí para protegerlo, y él le devolvería el
favor, pronto.
Después, se volteó por un instante hacia
la ventana de la oficina. Estaba abierta, y unas cabezas se ocultaron
rápidamente. Lo estaban mirando. No tenía que haber salido antes de tiempo, y
se preguntó, por primera vez en toda la tarde, por qué lo había hecho. Sabía
que todo podría terminarse por ese solo error, y tal idea le trajo, sin
embargo, una extraña sensación de alivio. Pero su rostro se ensombreció, tenía
miedo al dolor del fin, y apretó con fuerza la mano de Sofía.
-¡Ay, me duele!
-Perdoname- dijo él, aflojó la mano y la
niña volvió a cantar mientras caminaban.
Apresuró el paso y llegaron al auto. Abrió
la puerta.
-Subí que te llevo con mamá.
-Pero mi mamá está del otro lado...- Ella
miró alrededor, dudando, la plaza era grande y mucha gente había pasado,
transformando el lugar una y otra vez desde que estaban allí. Se llevó los
dedos a la boca y se mordió las uñas. - Creo que era para allá, pero no sé...
-No te preocupés.
Trató de empujarla hacia el asiento, con
suavidad. Ella también se resistió con suavidad, como si estuviese mal dudar de
ese señor tan amable que se llamaba como Dios. Las manos de Jesús la habían
tomado de los brazos y la levantaban del suelo para sentarla en el auto.
-¡La figurita!- gritó, acordándose de
pronto.
-Te la devuelvocuando lleguemos.- Pero
ella miraba el bolsillo donde él la había guardado, y aquel pensamiento pareció
dominarla desde entonces.
Cerró la puerta, encendió el motor y dio
un último vistazo a la ventana de la oficina. Estaba cerrada, o tal vez la
neblina del fin de la tarde la hacía lucir así. Eran las cinco y media, ya
todos debían estar bajando las escaleras. Miró a la niña, que observaba de
reojo el bolsillo, seria, quizá desconfiada de hallarse en ese auto con un olor
tan raro.
-¡Qué olor feo!
-Cigarrillos, Sofía. ¿Tus papás no fuman?
-Mamá sí.
Las mamás fuman, pensaba él, las que dicen
te amo sin venderse. Arrancó. Recorrieron calle tras calle, dieron vueltas
muchas esquinas que la niña miraba absorta y siempre arrodillada en el asiento,
con las manos apoyadas sobre la ventanilla.
-Estamos lejos de casa, Jesús-Ella lo
estaba mirando y los labios le temblaban, a punto de ponerse a llorar. Esta vez
él no respondió. Sólo después de un rato, al verla lagrimear en silencio, le
dijo:
-Ya
llegamos.
La luz del día se hizo penumbra al entrar
a la oscuridad del garage. El guarda estaba hablando por teléfono en su cabina
y apenas lo saludó. El auto ascendió en espiral dos, tres, cuatro pisos, y
Sofía se sujetó fuerte a su brazo, unida a él otra vez por el miedo. En la
entrada del último piso, una cinta iba de pared a pared. Los obreros que
remodelaban el piso ya se habían ido. El auto rompió la cinta y se estacionó en
una de los lugares del fondo.
Detuvo el motor. Pasó su brazo derecho por
sobre el respaldo de Sofía, y se quedó mirándola.
-No entiendo, dejáme salir, ¿dónde está
mamá?
La tomó de los hombros, y por más que ella
intentó apartarse, llorando, la acercó a su cuerpo. Jesús se puso a tararear
una canción infantil que había aprendido de niño. Nunca supo si ellas, las
inocentes, la reconocían, nunca en realidad pudo averiguarlo. Pero la canción
lo calmaba. Lo hacía recordar las tardes en que dormía en la cama de su madre.
Retuvo a Sofía con sus manos duras como
rocas. Luego apoyó su boca sobre la de ella,
haciéndola callar. Los gritos cesaron, el garage volvió al silencio del
a nafta derramada. Los labios de Sofía gritaban ahora hacia dentro de él, y la
oía en su interior, en su pecho. Pronto sería parte de él para siempre. Ella
seguí intentando gritar, pero se ahogaba. Sus brazos lo golpearon, pero nada
pudieron hacerle.
Y Jesús lloró al comprobar que esos labios
finos y para siempre pálidos, ya nunca pronunciarían palabras de desmérito ni
lastimarían a nadie.
Con una mano sujetó la cabeza, con la otra
el cuerpo. Entonces comenzó a mecerla, tarareando la melodía de su infancia, la
canción de cuna que habla de los niños solos y perdidos en las sombras que
avanzan al caer la tarde.
Te veo llorar sobre la cama,
mientras el sol del mediodía permanece detrás de las persianas, y pienso que
fue apenas esta mañana cuando nos encontramos en el café. Querías volver con
Sonia, y esperabas llamarla al salir del trabajo esta tarde. Me hablaste de su
dedicación hacia vos durante todos estos años, a pesar de las peleas y
desencuentros. Nunca encontrarías a otra mejor, dijiste. Pero tampoco olvido la
manera en que empezaste a mirar a la chica de la otra mesa.
Era muy temprano todavía. Después de casi
un año sin vernos, querías charlar antes de ir a la oficina para contarme tu
decisión. Recién ahora, Andrés, te diste cuenta del tiempo, como si de pronto
hubieses visto algunas canas en tu barba al afeitarte, más de las que el miedo
te permitió tolerar. O quizá te encontraste hablando solo con el espejo, en el
baño en desorden y sin recibir respuesta.
Pero Sonia fue perdiendo importancia en tus
palabras, mientras yo miraba por la ventana el movimiento de la calle. El olor
a humedad de aquel bar me traía recuerdos de la casa de tus viejos. Nunca supe
de dónde nacía exactamente, si del piso de madera, hundido en los rincones, o
de las paredes. Cuando me quedaba a comer, observaba los bajorrelieves de la
araña del comedor, las manchas de humedad formando figuras en el techo. Pero
vos y tus padres no parecían preocuparse. Hablaban como si las cáscaras de
pintura que caían en la mesa no existiesen.
Al volver tu viejo del trabajo, mientras
jugábamos a la pelota en el patio, lo oíamos golpear la puerta del baño.
-¡Dame una toalla limpia!- le decía a tu
mamá. Después entraba al comedor con un perfume a colonia rancia. Hablaban, sí,
pero ya sabés lo que quiero decir. Intercambiaban palabras sin responderse en
realidad uno al otro. Yo levantaba los ojos de mi plato esperando descubrir el
único instante en que sus miradas coincidirían. Pero antes de eso, tu vieja
traía la fuente de fruta, y él comenzaba a pelar un durazno hasta casi
deshacerlo entre los dedos, embebiéndolo en su vaso de vino. La barba se le
manchaba de rojo, entonces ella cambiaba de repente. De su sumisa actitud, de
atenderlo casi como una sirvienta, se le acercaba para secarle la cara. Primero
con una mano, luego con la palma abierta, abarcando las mejillas y el mentón,
frotándolo con una ternura que aumentaba con imperceptible intensidad. Sus
ojos, en ese momento, se encontraban por primera vez en todo el día. Vos, de
pronto, me decías:
-¡Vamos!- Nos íbamos a jugar a tu cuarto.
Cerrabas la puerta, y la escena del comedor quedaba siempre trunca en mi
imaginación.
En casa, mis viejos discutían siempre, así
que no lograba entender tu recelo, si es que así puedo llamarlo. Tus padres,
aunque raros en ciertas cosas, parecían quererse.
-Nunca voy a casarme- dijiste una vez,
mientras escuchábamos discos. Tus labios pronunciaron esas palabras por debajo
del sonido de la música, y no me atreví a responderte, simplemente no sabía qué
decir.
Las mesas se fueron ocupando de a poco.
Eran casi las nueve de la mañana y tenía que entrar a la oficina. Cuando quise
hablarte de mi mujer, pusiste la mano sobre mi brazo, mirando hacia esa chica.
Es verdad, era hermosa. De alguna manera todas las mujeres que vi con vos se
parecían, incluso Sonia. Por eso necesitaba hablarte de ella antes de que
intentaras llamarla, pero tu boca llena de jactancia volvió a cohibirme. Te
levantaste, y me molestó ese gesto de hastío cuando quise detenerte, como si
dijeras que yo también te estorbaba. Tu manera de seducir a una completa
extraña me hizo pensar en mi torpeza. Miré al mozo, y supe por su sonrisa que
ya te conocía.
Me acuerdo de la noche en que los cuatro
cenamos en tu casa. Lo habíamos pasado bien, y luego ocurrió aquello. Yo no
entendía nada, hasta que mi esposa te gritó:
-¡Cerdo, hijo de puta!
Nunca la había oído hablar así. Vi tu mano
apartándose de ella y supe lo que había pasado. Vos estabas borracho, pero en
ese momento no me importó. Recibiste el golpe seco de mi puño con verdadero
orgullo, pude verlo en tu cara. Me pediste disculpas, mientras yo intentaba
sostenerte. Tus labios sangraban, manchándome la camisa. No sé qué pensarían
ellas al vernos, pero no pude soltarte. Te llevé hasta el sofá y te limpié la
boca con el pañuelo. Es que siempre estuve dispuesto a perdonarte porque
envidiaba tu forma de ser con las mujeres, ese desafío entre ingenuo y
arrogante que nunca tuve.
Toda la noche hablamos apoyados en el
marco de la puerta de calle.
-No sé si quiero a Sonia- me confesaste.
Tampoco estabas seguro de haber sentido el más mínimo afecto por todas las
mujeres con quienes te habías acostado. Pensé en los rostros de las que llegué
a conocer, y sentí vergüenza. Después lloraste, me resigné entonces a aguantar
tus lágrimas hasta que estuvieses sobrio. Desde el dormitorio venían las
palabras irritadas, furiosas de tu mujer y la mía, mientras preparaban las
valijas de tu Sonia. Te apoyaste entonces contra mí diciendo, con irremediable
seguridad, que no eras capaz de amar.
Una
vez, de chicos, te vi tan asustado como esa noche. Yo había llegado tarde a tu
casa. Desde el fondo llegaban unos ruidos raros. El zaguán era largo, y en la
oscuridad que una lámpara antigua nunca logró vencer, se escuchaba el sonido de
animales gimiendo, y sentí más curiosidad que miedo.
-¿Qué pasa? ¿Son los vecinos?
Mi pregunta fue inocente, te lo juro. No
quise sonar sarcástico. Vos, en cambio, interpretaste lo que no quise decir.
Unas semanas antes, en la escuela, nos habían dado una clase de educación
sexual, en la que nos reímos dándonos codazos al mirar las ilustraciones. No
hubo después otro tema de conversación fuera de la escuela. Todos festejábamos
las ocurrencias de Bermúdez, que imitaba los gritos de una hembra en celo con
su voz aflautada. Cómo no recordarlo ahora, cómo evitar recordarlo esa tarde.
Me empujaste y cerraste la puerta. Me
quedé en la vereda, oliendo la humedad que brotaba de tu casa, de la puerta
pesada, alta. Iba a insistir, pero al pensar en tu cara no me atreví.
Mientras revisaba expedientes en mi
escritorio, a las once y media recibí el llamado. Tu voz sonaba muy mal, como
la de la noche de la separación. Hablé con el jefe, le inventé una excusa sobre
un problema familiar y me dejó salir. Encontré el hotel, este albergue de mala
muerte, con frisos carcomidos por la humedad y la lluvia y dos ventanas balcón
cerradas, como siempre deben estarlo. Condenadas las habitaciones a la
oscuridad acorde a los encuentros entre quienes no desean tanto verse, sino sentir
ese olor humano fragmentado, dividido por cosméticos, cigarrillos y el aroma
del tiempo en las paredes viejas. Una construcción muy parecida a la casa de
tus padres. Por esa razón la elegiste, pienso. Si te conoceré, viejo amigo.
Entré preguntando por el cuarto, el
conserje me dijo lo que había pasado antes y después de ver al hombre que huyó
del hotel. Cuando lo dejé ya estaba levantando el tubo del teléfono. Recorrí el
pasillo y unas putas se escondieron al verme. Vi la puerta abierta. Te encontré
en la cama, casi desnudo, pero no pude hallar rastros de alcohol en tu mirada.
Temblabas y te cubrí con las sábanas.
-No me expliqués nada.
Tenías, sin embargo, la necesidad de
hacerlo. Entonces vi el cuerpo de la chica en el suelo, del otro lado de la
cama, seguramente con el cuello roto.
-Llegamos, todo estaba bien. Nos sacamos
la ropa, nos tiramos en la cama. Después apareció el tipo, no sé de
dónde...estaba esperando aquí....
-Llorá, desahogate- te dije con las
mínimas palabras, tibias, de un amigo.
-El tipo me agarró de los brazos mientras
ella me sacaba la billetera y el reloj. Y se reían, ¿me entendés?, se reían...
Te palmeé las mejillas con suavidad. El
pelo desprolijo, la cara sucia de lágrimas. Tan parecido al pequeño Andrés que
me recibió una tarde con la expresión más desprotegida que vi en mi vida. Aún
tenés esa cara, después de tantos años, la misma que yo no volveré a tener
aunque me mire al espejo durante horas, buscando algún rasgo del que fui. Por
eso te odié, ya sin sentir que se me revolvía el estómago al pensar que eras mi
amigo, que yo era tu mejor amigo, y sin embargo te odiaba.
-Les aguanté las bromas por un rato, pero
no se iban. El tipo no me soltaba y ella decía boludeces para ponerme nervioso.
Cuando la mina le dijo que me atara y él me aflojó por un segundo, me tiré
encima de ella.
Te miraste las manos como si no fuesen
tuyas, manchadas con sangre seca sobre el vello del dorso. Sólo se me ocurrió
entonces apretarlas entre mis palmas, como lo hice cuando éramos chicos, te
acordás. Fue al día siguiente de aquella tarde, o después quizá. Salimos de la
escuela, pero no recorrimos la vereda de tu casa. Caminamos hasta el parque,
mientras algunos chicos se sacaban los guardapolvos y daban el primer pelotazo
del partido. Vos, sin mirarlos, empezaste a hablar.
Y mientras tanto, yo imaginaba cada paso
que dabas en esa casa cuyos rincones no conocía del todo, aunque sí el
ambiente, el olor que ofrecía a cada sector sombrío de mis recuerdos un escenario
definido, adecuado. Vi tu casa a las doce de la noche. Una lámpara de pie al
fondo del living. El comedor a oscuras, sólo habitado por la silueta negra de
la mesa, las sillas apartadas, los platos sin levantar. Más allá de la luz, el
pasillo que conducía a los dormitorios. Al final, la puerta del patio trasero,
con su vidrio esmerilado que dibujaba las sombras de los árboles al mecerse con
el viento. Te vi caminar sobre los eternos restos de pintura caídos del techo,
recorrer las habitaciones en tu obligado insomnio. Esperando que se acallasen
los ruidos, los insoportables gemidos junto a tu cuarto. Tenías un pijama
grande, las mangas sobrepasaban el largo de tus brazos, el pantalón se te
resbalaba de las caderas. Pero ya no podías estar más en la cocina, ni sentado
en la oscuridad del comedor. Los ojos se te cerraban, y cada grito, cada
llamado te abría los párpados como si hubiese un dedo invisible delante.
-¡Andrés!
Te buscaban. Al perder la esperanza de que
esta vez no lo hicieran, te sumiste, como todas la noches, en la desesperación
que te sembraba la cara. Luego ibas, obedecías, porque no hacerlo era esperar
el castigo de la mañana siguiente. Veías la luz, pálida, amarilla, saliendo por
la puerta entornada del dormitorio de tus padres. Y aunque supieras qué
encontrarías, te asomabas con la tonta idea de que esa noche sería diferente.
Pero la sombra de la mano de tu madre sobre la pared, como una araña enorme, se
movía en señal de llamado. Ella estaba desnuda sobre el cuerpo de tu padre, y
el brazo de él también se movía, reclamándote. Vos, con la transpiración
recorriéndote el cuerpo, te secaste las manos en el pijama.
Entonces el pantalón se aflojó y cayó
sobre tus pies. No te diste cuenta. Tus ojos, grandes, asustados, miraban y no
veían. Únicamente lo descubriste al oír sus risas. Tu viejo no podía
contenerse, y ella le decía algo así como “pobrecito, no tiene la culpa”, entre
risas. Él la animaba, “pero si ya es un hombre”, y te pedía que te acercaras a
la luz. Vos ya no los miraste, sino que bajaste la vista a tus calzoncillos,
tensos y mojados por algo que no era orina.
El conserje ya debe haber hecho lo que le
pedí, y antes de que la policía atraviese la puerta, voy a contarte lo que no
pude mencionar esta mañana. Lo que te habría dicho si no te hubieras dejado
enredar por ese cuerpo de mina indiferente, de mina engañosa, como todas. Para
darte mis noticias de la mejor forma posible, evitándote esto que ya hiciste,
esta muerte que está junto a nosotros.
Puedo ya decirte que mi esposa me dejó.
Después de la noche de la pelea, insistí en defenderte, te lo dije antes, y me
abandonó meses después. No te llamé porque me estaba pareciendo demasiado a
vos. Ebrio y estúpido en mi soledad. Pero no tenés que preocuparte más, ni
siquiera en llamar a Sonia para que te espere a que salgas de prisión.
Yo me ocupo de ella ahora.
GLORIA
No la amo, y sin embargo hace diez
meses que la estoy buscando. Es el imperioso deseo de retenerla a mi lado lo
que me hace seguirle los pasos. Como cuando vivíamos juntos, y en la vieja cama
del departamento de Almagro me contaba los problemas en los que se había
involucrado. Debo convencerme de que no es amor, aunque se le parezca
terriblemente, esta necesidad de extrañarla que siente mi memoria. Más aún en
este momento que creo haberla hallado por fin en la pequeña casa de enfrente,
en este barrio apartado de Lomas de Zamora, entre cercas de alambres y perros
sucios ladrando a los chicos que juegan a la pelota en la calle. Estoy aquí
sentado hace horas, e intento no llamar la atención de los vecinos, pero es
inútil. La gente mira el auto con curiosidad, las mujeres con sus bolsas de
compras, los niños con los guardapolvos abiertos. En cada uno espero ver a
Gloria, su inalterable belleza destacándose en medio de los desbordados signos
de la pobreza. Nunca pudo convencerme cuando decía que su lugar estaba entre
esta gente.
Diez meses antes me abandonó, dejando todo
lo que había traído: las cortinas, las sábanas nuevas y los manteles tejidos
sobre las mesitas de luz, la taza de café todavía con la marca de sus labios.
Cosas que sólo trajo para sentirse tranquila con el mandato inevitable de
domesticidad, aunque siempre fue distinta a las otras mujeres. Recuerdo la
primera vez que me confesó haber participado de las manifestaciones,
describiéndome a los heridos en las calles y los fusilamientos contra las
paredes de la calle Defensa. Me habló de la futura caída del gobierno de facto
como si recitara un poema épico, hermoso e improbable.
Posiblemente me crucé con ella mucho antes
de conocerla, entre los tiroteos, esquivando balas y gases lacrimógenos,
rodeados del tumulto. Ella perseguida, violenta y asustada. Yo, con el grabador
en mis manos temblorosas, corriendo de una vereda a otra cerca del Congreso o
la Casa de Gobierno. Cruzándonos sin saberlo, sin imaginar que un tiempo
después estaríamos en la misma cama llamándonos amantes, y sospechosamente
felices. Había transcurrido casi un año del golpe de estado, cada vez pasaba
más horas en sus reuniones del partido en algún sitio oculto de La Boca. Nunca
quiso contarme nada en detalle, era por mi protección, me aseguraba.
Un mes después de que ella me abandonara,
golpeé la puerta del editor para exigir la cobertura del atentado. Porque esa
mañana había escuchado en la radio la noticia de la explosión en la casa de un
jefe militar, y recordé lo que Gloria me había dicho al irse: que estaban por
hacer algo importante y no quería comprometerme, que nuestras formas de vida
eran incompatibles. Lo hizo con esa emoción habitual en ella, aquel gesto de
melodramático compromiso. Se fue vestida como al conocerla, con sus pantalones
levemente ajustados, la blusa blanca desabrochada hasta un poco más allá del
nacimiento de los senos, sin pintura ni collares, sólo el armonioso movimiento
de su cabello castaño cayéndole en los hombros. Ahora la casa del militar
estaba destruida, y la bomba parecía haber gritado el nombre de Gloria al
estallar.
El editor finalmente me dio el permiso,
pero antes debí venderla. Tuve que decirle que ella estaba en mis manos. Me
hizo contarle la forma en que nos conocimos en la última asamblea previa al
golpe, la manera en que nos enamoramos y descubrí lo que hacía. Le inventé una
historia de cómo había averiguado sus planes con sólo llevarla a la cama y
hacerle el amor hasta obligarla a contármelo todo.
-Traicionar y prostituirse es la misma e
inefable virtud de las mujeres- le dije a mi jefe.
Entonces, igual que un niño que miente por
primera vez, me di cuenta que ya no podía echarme atrás. Había vendido su
nombre, la imagen de la líder violenta y subversiva que en realidad nunca
llegué a conocer. Por eso necesitaba buscar a la otra Gloria, la que se sentía
protegida por el solo hecho de estar conmigo.
A la semana siguiente, publiqué una
columna completa dedicada al grupo guerrillero al que se adjudicaba el
atentado. Al principio fueron datos que los demás diarios ya tenían; a la
segunda semana decidí entregar mi entrevista con la madre de una amiga de
Gloria. Visité a la señora Fay en Belgrano, en una casona que debió ejercer el
efecto contrario que esta mujer deseaba para su hija Cristina, a la que Gloria
mencionó escasas veces. Es extraña la forma en que todos ellos, los activistas,
pueden ocultar sus pensamientos, o dividir su mente en dos vidas paralelas. Ser
amantes y al mismo tiempo unos desconocidos. Únicamente los hombres como yo,
los que tenemos un solo pensamiento, somos simples y tan planos como cualquier
cosa inútil puede serlo.
La señora Fay habló de su hija de manera
despectiva.
-Desde que tenía dieciocho años empezó a
meterse con esos grupos. Yo la veía volver de la calle con pancartas y esa
actitud de desprecio hacia todo lo que le dimos, la educación, la posición,
usted me entiende. Pero ningún gobierno les viene bien.
-¿Usted conoció a sus amigos?- le
pregunté.
-Varias veces hizo reuniones en esta casa,
mientras yo no estaba, por supuesto. Cuando me enteré y le dije que se fuera,
se me rió en la cara.
Hizo una pausa para buscar en el
escritorio un papel que entregó en mis manos. Me dijo que aceptaba esa
entrevista sólo para que la ayudase a saber algo de su hija.
-Tome, ésta es la última dirección que
tengo de ella.
Noté que estaba algo conmovida por primera
vez desde que empezamos a hablar, y me preguntó qué sabía sobre la gente
desaparecida en los arrestos. Yo pensé, sin decírselo, que la tierra se los
tragaba.
La dirección que me dio la madre de
Cristina era un sitio en General Rodríguez, y antes de salir, pasé por la
redacción. El jefe se me acercó al oído y murmuró:
-Deme el manuscrito, Beltrame. De arriba
me presionan y tengo la soga al cuello.
Entonces me quedé tranquilo, supongo que
fue tranquilidad esa sensación de estar haciendo algo que todos consideran
correcto excepto uno, por lo menos la más pequeña parte de uno mismo.
Cuando llegué a la ciudad el domingo a la
tarde, había una quietud extrema en las calles. Algunos perros ladraban y
cruzaban de vereda, interrumpiendo el silencio instalado. Me detuve en una
estación de servicio y pregunté por la calle que buscaba. La casa resultó estar
ubicada al fondo de una serie de departamentos dispuestos en fila. Golpeé a la
puerta.
-Soy amigo de Gloria- le dije a la mujer
que me abrió.- ¿Usted es Cristina Fay?-Detuve la puerta con el pie antes de que
me cerrara.-Necesito hablar con ella, fui su pareja y la extraño.
Y al oír mi propia voz, fue como escuchar
a otro hombre fingir. Le estaba hablando como un amante que se siente solo,
pero yo seguía pensando en mi artículo que en ese instante se imprimía en
Buenos Aires.
Cuando la convencí, me hizo entrar a una
sala pequeña y vacía, como esos lugares que van a habitarse por poco tiempo.
Continué hablándole y observando sus ojos bellos, aunque no tanto como los de
Gloria. Sin embargo, su desconfianza no cedía, como si ella también pudiese
escuchar los ruidos de las máquinas impresoras en mi cabeza. Acercándome a su
oído, le hablé casi llorando.
-No te imaginás cómo la extraño, tanto que
desde su huida no he dormido con nadie más.
Entonces le besé la oreja suavemente, puse
una mano sobre su muslo, y ya no opuso resistencia. Ni siquiera ese precavido
silencio, que fue desapareciendo con suspiros frecuentes. Fue como derribar la
barrera frágil de su cuerpo de una sola vez. Mis manos empezaron a tocar sus
pechos, desnudándolos. Sacándole ese vestido que era más un disfraz de ama de
casa que de una combatiente por la liberación. Su cuerpo era muy delgado, casi
desnutrido en las caderas huesudas, en los muslos fláccidos, surcados por
quemaduras y marcas de picana.
Pero mi mente seguía siempre alejada,
pensando en las palabras de mi próxima nota, y el rostro de Gloria se me
apareció de pronto. En ese momento acabamos, y me aparté. Cristina estaba
extenuada, y por su mirada perdida supe que quizá no volvería a levantarse de
esa cama. Mis brazos, pensé, mi cuerpo, habían sido el último remedio, el
éxtasis y la electricidad que cura y daña al mismo tiempo.
Mientras me vestía, ella miró hacia la
ventana varias veces, como buscando algo, pero no le hice caso. Después giró la
vista hacia mí por un instante, y comenzó a revolver entre unas carpetas en el
suelo junto a la cama.
-Pase lo que pase, nunca le
mencione lo nuestro- me dijo al entregarme un papel.
Salí de allí con el papel arrugado en mi
mano derecha, una hoja de agenda con la dirección de Gloria. Ella era su amiga
quizá más íntima, y con la que creía haber cometido una traición personal,
pequeña y pueril, tal vez, pero que iba a compensar devolviéndole a su amante.
Al volver a Buenos Aires, la señora Fay me
acosó con sus llamadas.
-No es lo que convinimos, ha distorsionado
todo lo que le dije- reclamaba ella desde el teléfono, advirtiéndome que me
haría huir del país.
Busqué el diario de la mañana y leí un
fragmento irreconocible de mi nota. Los leves destellos de humanidad con que
quise teñir a la familia Fay, habían desaparecido. No sirvió de nada entrar
puteando a la oficina del jefe. Levantándose de la silla, me apuntó con el dedo
como un arma.
-Esto es lo que iban a hacerle a usted y a
mí si no la cambiaba.- Su voz se convirtió en un murmullo.-Mientras usted jodía
con esa mina en Rodríguez, lo estaban siguiendo, y después se la llevaron.
Hasta secuestraron una agenda que como un boludo no fue capaz de ver.
Me senté, aflojándome la corbata, y un
sudor frío empezó a correrme por la espalda.
-Ayer mismo volvieron a llamarme de
arriba. Me encajaron toda una lista de gente a la que hay que cagar, ¿me
entiende?- Y se puso a repetir, frotándose el rostro una y otra vez: -Estamos
jodidos, jodidos...
Volví a mi escritorio y cerré la puerta
con llave. Las paredes me parecían cuatro hombres y ocho ojos imperturbables.
Cualquier paso en falso me involucraba, y tuve tanto miedo por mi vida, que fui
capaz de un único acto. Esta maldita reacción que finalmente ha sido la
responsable de mi supervivencia. Regresé a la máquina de escribir y me puse a
teclear como un verdugo.
Dudé mucho tiempo en seguir buscando a
Gloria. Sabía que su dirección ya no estaba en la agenda de Cristina, así que
ir hacia ella significaba enterrarnos a los dos. Cada semana prolongué mi vida
entregando mi ración de nuevos nombres al periódico. Hombres o mujeres
sospechosos de militancia subversiva eran mencionados en mi columna, y si algo
sucedía con ellos, no deseaba saberlo. Pero en la redacción mis colegas se
encargaron de dejarme informes sobre mi escritorio, notas de muertes
inexplicables, de desaparecidos, de allanamientos y secuestros que al ser
publicados cambiarían sus nombres por otros más acordes a la voluntad imperante
de tranquilizar al pueblo. Dejaban notas anónimas en el parabrisas de mi auto,
y me trataron de manera distante, rencorosa pero temerosamente, y conocí una
nueva clase de respeto. La tensión de cada mañana al enfrentarme con la máquina
de escribir me hacía sentirme enfermo. Tal vez mi cuerpo se estaba flagelando
por las culpas de mi mente. Estuve tres semanas en cama, con fiebre y una
meningitis que me dejó muy débil. Sólo Gloria podría salvarme de la caída que
se me ocurrió inevitable.
Por eso vine a Lomas de Zamora a buscar su
casa. Hace horas que aguardo frente la puerta, soportando el frío de la mañana
y la lluvia sorpresiva de la tarde. Pero no la he visto. Me bajo del auto y me
confundo entre la gente, por si me vigilan.
Desde una esquina finalmente la veo salir,
tan hermosa como siempre. Se me ocurre que ella, con su sola presencia, es
capaz de redimir a cualquier hombre en el mundo. Mira hacia todos lados, y
corre hacia la otra esquina alzando un brazo para detener al colectivo. Sé que
no tengo tiempo de buscar el auto. El colectivo se detiene y ella sube, corro y
lo alcanzo. Empuja a los que están delante, ellos protestan y veo que Gloria se
da vuelta.
Me ha visto. Y por su mirada me doy
cuenta que huye de mí como si un criminal la persiguiera.
-¡Esperá, por favor!- le grito.
Quizá una palabra suya sea suficiente para
sentirme diferente. No amado, ni siquiera perdonado, sino distinto, otro que no
sea yo ni el hombre en el que me he convertido.
El colectivo está repleto de gente.
Intento abrirme paso. Ella se escabulle entre los pasajeros. Alguien se
interpone en su camino, y así logro alcanzarla extendiendo un brazo. Estoy a
punto de hacerlo, puedo rozar con los dedos el tapado azul que yo le regalé en
su último cumpleaños. Aún lo conserva, y es una señal consoladora de que no
puede olvidarme.
Entonces me observa una vez más. Sólo
espero escuchar su voz. Pero lo único que obtengo es una mirada de temor.
Solamente miedo. Si me odiara, si en esos ojos hubiese por lo menos un
indescriptible desprecio, tal vez eso sería suficiente para justificarme.
El colectivo se detiene en un semáforo, y
ella se baja corriendo. La sigo, pero la puerta se me cierra en la cara. Ahora
está mirándome desde la vereda, y de pronto dos Falcon frenan a su lado.
-¡Abra!- le grito al chofer, pero no me
hace caso.
Dos hombres descienden de los coches,
agarran a Gloria de los brazos y le tapan la boca. Ella se resiste, patalea
como un animal. La gente mira por la ventanilla y murmura.
Ya han subido a Gloria a uno de los autos.
Arrancan y pasan junto al colectivo con el chirrido de neumáticos en el
asfalto, cruzando las luces rojas. Me quedo quieto, rodeado de la gente que me
está observando y nada dice, envuelto por ese olor humano tan insoportablemente
acusador.
Lucas cumplió hoy ocho años.
Llegué a casa de
Lucila a media tarde. La fiesta no iba a empezar hasta las seis o siete, pero
querían tenerme cerca para comprar cosas de último momento en el almacén,
cargar bolsas y cajas de gaseosas, o entretener a los chicos cuando mi hermana
y las otras madres se sentaran a descansar.
-Para eso estoy
yo- le dije.- Como si no tuviera nada que hacer.
-¿Y qué tenés que
hacer?- me contestó ella.
Matarme, le habría
dicho, preparar el plan para morir en mi décimo noveno cumpleaños. Pero me
quedé callado, y en sus ojos duros, inflexibles como los de mamá, vi, por un
momento, apenas un sesgo de piedad. Como siempre, para no discutir, cambiamos
de tema, o en realidad cada uno se ocupó de lo suyo. Así fue cómo aprendimos a
convivir después de la muerte de papá. El viejo me protegía. Era mi coraza, mi
escudo contra los embates verbales y teñidos de afecto de mamá y Lucila. Los
hombres nos defendíamos entre nosotros, y esa fue mi manera de crecer.
Pero mi mente y mi
memoria son una cosa, mi cuerpo otra. Eso dijo uno de los tantos médicos que vi
en los últimos ocho años y de los cuales ya no recuerdo nombres ni caras. Yo
sé, sin embargo, que hay recuerdos grabados en el cuerpo.
Como el de aquel
día que llegué corriendo del baldío de la otra cuadra, y abrí la puerta de
casa. El gato se escapó hacia la cocina. Papá se asomó desde allí y entonces
ahogué mis palabras, me las tragué con saliva y con el sudor que me caía de la
frente. Porque descubrí, aunque la cara de mi viejo fuese la de siempre cuando
discutía con mamá, esa expresión de amarga paciencia, que ya nada era igual.
El maullido había
sido como la campana que anuncia un nuevo round, o la tijera que desgarra la tela,
y en ambas cosas no hay marcha atrás. El olor de las frituras, el televisor
encendido, la mesa preparada con el mantel de hule y la botella de Coca estaban
allí como todos los días. Escuché la voz de mamá al pasar sin detenerme frente
a la puerta de la cocina. Su voz y las protestas de siempre. A los once años,
ya conocía el carácter de mi vieja. Pero esta vez sentí que algo era diferente.
Cuando me senté,
ella se acercó para poner el pan sobre la mesa. Entonces me di cuenta que
lloraba con lágrimas silenciosas, raro en ella. Al ver que me había dado
cuenta, se secó la cara con el delantal y me miró. Era la primera vez que veía
el miedo en la cara de mi madre.
Iba a decir algo,
no sé qué, pero papá apareció y me rogó con la mirada que me callara la boca.
Se la llevó de vuelta a la cocina, abrazándola de los hombros, mientras ella
apoyaba la cabeza sobre su pecho, arrugando la camisa sudada y de puños
arremangados. Gemía, aunque yo no escuchara el llanto, y papá también lloraba.
-¡Pá!- grité.
Él alzó la mano
para que volviera a sentarme. Parecía un gran olmo dirigiendo el crecimiento de
los seres que lo rodeaban con sus grandes ramas extendidas.
Pero el olmo
tembló, y fue el viento que vino del teléfono el que lo hizo. Mamá se desprendió
de los brazos de su hombre, que nunca más sería otra cosa que su marido. Las
manos fuertes de mi vieja, las manos que criaron dos hijos sin aceptar ayuda,
levantaron el tubo. Papá la siguió y acercó el oído al auricular.
El cómico de la
televisión seguía contando chistes, supongo, pero ya nadie lo escuchaba. Las
frituras se estaban quemando, pero nadie olía. No pude entender lo que mamá
estaba diciendo, la mayor parte del tiempo que estuvo al teléfono sólo parecía
estar escuchando. Después volvió a llorar y soltó el tubo. Papá se puso al
habla, preguntó por Lucila.
-¿Dónde…?
Y sentí, por
primera vez en toda mi vida, que mi hermana no era solamente la chica que me
molestaba, la insoportable hermana mayor que se ponía de parte de mamá para
hacerme la vida imposible. Su cuerpo también era de carne y hueso, también
podía romperse.
-¿Qué pasó?-
pregunté.
Mamá fue hasta el
dormitorio. Papá me sacudió el pelo, con la cara más triste que le había visto
hasta entonces.
-¡Sabía que iba a
pasar tarde o temprano!- dijo finalmente, con la bronca que se iba abriendo
paso en su cara llena de miedo.- ¡Vamos al hospital, hijo! Tu hermana está
enferma.
Yo sabía que
Lucila estaba embarazada, no enferma. Se había casado con Marco, después de
pelear cientos de veces con mis viejos, porque ellos decían que era un mal
tipo. Durante un tiempo Lucila lo trajo a casa todos los días. Era simpático,
entrador, hablaba de fútbol, me acompañaba al metegol o la cancha a veces, pero
con mamá no se soportaban. Cuando se iba, mis viejos discutían, y al final él
le daba la razón.
-No sé qué tiene
que no me da confianza- comentaba papá, con su tono lento y pensativo de
siempre. Pero ella sí sabía. No podía darle un nombre, ni verse a simple vista
como un defecto físico. Era algo en la forma de hablar, en el chasquido de la
lengua, en el color de los dientes, quizá.
-¡Que sé yo! ¡Pero
no voy a dejar que se casen!
Se casaron y se
fueron a vivir a la casa de la madre de Marco. Pero la mujer murió cinco meses
después. En ese tiempo, Lucila vino a casa muy pocas veces. Cuando mamá la
llamaba, la voz de mi hermana sonaba como la de una garganta irritada por el
llanto.
Pero ahora, casi a
punto de dar a luz, mi hermana estaba en el hospital, golpeada, dijeron los
médicos. Sin embargo no hablaron del bebé ni mencionaron cuán fuertes habían
sido los golpes.
Los chicos
llegaron y comenzaron a jugar en el patio con mi sobrino. Lucila preparaba la
mesa con sus amigas, y se dio vuelta para mirarme. Yo observaba a los chicos
jugar, pero ella, como siempre, no podía verme tranquilo. Acá viene de nuevo,
me dije.
-¿Qué tal el nuevo
doctor?- preguntó, y ése era un modo de investigarme, de vigilar mi mente.
Nadie, desde hacía ocho años, había permitido que me quedara quieto por un
momento. Como si dejarme divagar fuera peligroso.
-Como todos. ¿Pero
acaso me vas a controlar vos ahora?
Papá te dejó hacer
lo que querías, y mirate, no trabajás ni estudiás, te la pasás dando vueltas
sin ningún provecho.
-Pero dejame de
joder, vos y mamá no me dejan en paz, cuentan cada respiración y palabra que
digo. Parece que tuvieran miedo de dejarme crecer. Ya crecí, si no te diste
cuenta, hice cosas que vos nunca podrías hacer.
Lucila se limitó a
echarme una mirada tensa, aunque no sé si enfurecida o compasiva. Ella, como mi
vieja, tenía la peculiaridad de amar pero sin demostrarlo más que con rigidez.
Las mujeres, me decía papá, tienen tanto amor desbordando que no saben
controlarlo y se ponen nerviosas.
Después armamos
las cajas para el escenario de los títeres. Había venido un titiritero, pero su
compañero estaba enfermo, dijo él, así que Lucila, rápidamente, me pidió que yo
lo ayudase.
-Está bien,
hermanita, a tus órdenes.- Ella sonrió con condescendencia, sus labios parecían
dos filos que quisieran cortar el aire que yo respiraba.
Con el tipo nos
paramos detrás del telón y empezamos a inventar una historia. Me sorprendió un
poco que los chicos se rieran de ese cuento que me parecía tan ridículamente
falso y alegre: dos cazadores que no lograban matar nada por sus torpezas.
Cuando iba mediando el relato, pensé que era tiempo de aderezarlo con algo de
emoción, y agarré un cuchillo del suelo, con el que habíamos cortado las sogas
que habían atado el escenario al llegar.
-No podemos volver
a casa sin nada para comer- dijo mi personaje.
El titiritero me
miró tras bambalinas.
-Pero no hay nada
que cazar, amiguito. ¿No te dan lástima los pobres animalitos del bosque?
Entonces levanté
el cuchillo con las manos de trapo de mi muñeco.
-¡No!
La voz de Lucila
fue la que gritó, tan extraña en medio de la fiesta, como si un asesino hubiese
irrumpido sembrando sangre alrededor de los niños.
En el auto, papá
me explicó que habían recibido el llamado de los vecinos de mi hermana, apenas
una hora antes de que yo volviera del partido. No sabían a qué clínica u
hospital la habían llevado, porque Gustavo había huido dejándola en casa,
encerrada y con dolores en el vientre.
Las luces de la
ciudad, a las diez de la noche, se sucedían y pronto quedaron atrás. Fue la
primera vez que me sentí parte de la familia, un miembro que sabía que otra
parte de ese mismo cuerpo iba a desprenderse tarde o temprano.
En la guardia, se
oían los gritos de mi hermana desde uno de los consultorios. Nos prohibieron
pasar, sin decirnos más de lo que ya sabíamos. Había llegado con golpes en el
vientre, sangrando a mares, esa fue la expresión de la vecina que la acompañó
en la ambulancia. A mares, me dije, y mientras esperaba, imaginé un mar de
sangre lamiendo las playas con olas rojas, olas como los cabellos de Lucila
moviéndose en el viento.
Observé el
movimiento del personal de la guardia con sus guardapolvos blancos, yendo de un
lado a otro como espuma desplazada por aquel enorme mar de sangre. Entonces mi
viejo me miró, compadeciéndome a pesar de la preocupación que debía estar
sintiendo por su hija.
-Andá a comprarte
una Coca en el bar, estás medio pálido.- Me dio unas monedas. Mamá ni siquiera
me miró, estaba con la vista fija en la puerta que conducía al consultorio de
Lucila.
Un rato después
volví a la sala de espera. Un médico hablaba con papá y mamá.
-La llevan a
quirófano- me dijeron luego. No había más que seguir esperando.
-Tomate un taxi a
casa y dormí un poco, mañana a la mañana te cuento qué pasó.
-No quiero, pa. No
tengo sueño.
-Hacé lo que te
dije-insistió, pero entonces escuchamos un griterío desde la puerta de vidrio
de la entrada, luego un estallido de vidrios y nuevas voces y golpes. La gente
de seguridad corrió hacia el mostrador, donde un hombre gritaba:
-¡Mi mujer! ¡¿Qué
le están haciendo a mi mujer?!
Pero no necesité
mirar a papá para saber que él también se había dado cuenta de quién era.
Gustavo luchaba por desprenderse de los guardias. Por un momento, tuve lástima
de él. Bronca y después pena por ese chico de diecinueve años que no parecía
darse cuenta de lo que hacía.
-Está drogado-
dijo papá, y sus puños temblaban, como si en cualquier momento fuesen a golpear
a su yerno. Pero se quedó quieto, lagrimeando, y mi vieja se mantenía aparte,
mirando el ascensor que llevaba al quirófano.
Sabíamos desde
hacía tiempo que Gustavo se drogaba. Lucila lo había ocultado durante todo el
noviazgo. Después de casarse, había empezado rehabilitaciones que nunca
terminó.
Los guardias
pasaron con él, agarrado de los brazos, junto a nosotros. Gustavo nos miró con
odio. Tenía la mirada brillante y un olor extraño impregnado en la ropa. Le
miré los brazos, llenos de piquetes infectados. Papá se levantó finalmente y lo
agarró de la camisa. Los guardias lo separaron, pero mi viejo logró manotearle
la cara y darle un puñetazo casi suave, y después un salivazo que le cayó en un
ojo. Pero Gustavo no parecía sentir nada.
-¡Vengo a buscar a
mi mujer!- siguió gritando. Entonces aprovechó que los guardias lo habían
aflojado un poco y se soltó. Sacó una navaja del cinto y comenzó a amenazar a
todos como un animal acorralado que busca a su hembra. La gente que se había
acercado a mirar, se alejó formando un semicírculo vacío a su alrededor.
Era la una de la
mañana, pocos médicos quedaban rondando los consultorios. Las luces
fluorescentes formaban aureolas centellantes sobre nosotros. Mis padres y yo
estábamos cansados, queríamos regresar a casa y despertar a la mañana siguiente
sabiendo que esto había sido nada más que un mal sueño.
Pero la realidad
de las luces era cruel. El filo de la navaja brillaba como nuestros ojos soñolientos.
Vi venir a Gustavo como una figura brillante que me sorprendió con su fulgor, y
desperté al contacto de sus manos. Mi ensoñación duró, quizá, treinta segundos,
pero ya era tarde cuando me agarró de un brazo y apoyó la punta de la navaja en
mi espalda. Yo tenía mi cara apretada contra él, y aunque quise darme vuelta,
me retenía la cabeza con su otra mano.
-¡Lo mato!-
gritaba, yendo de un lado a otro de la sala de espera, sin decidirse, sin saber
adónde ir. Cuando él se daba vuelta para buscar una salida, yo veía las caras
espantadas de los que nos rodeaban. En el rostro de mi viejo había una
expresión de furia que jamás volvería a ver. No era la cara de mi padre, sino
la de ese hombre que nunca había conocido antes, porque había estado dormido
desde el día en que conoció a mi madre.
Gustavo abrió la
puerta de la enfermería, y sin soltarme nos apoyamos contra una mesada.
Mientras los demás le hablaban para convencerlo de rendirse, vi una caja de
cirugía usada al lado de la pileta. Había también una hoja de bisturí con su
mango, asomando claramente entre pinzas y agujas, hilos de sutura y gasas con
sangre.
Me miré las manos.
Me pregunté si era
posible que mis manos estuviesen libres, y no me hubiese todavía valido de
ellas para defenderme.
Y mientras oía las
voces que gritaban, agarré el bisturí y lo clavé en la espalda de Gustavo. No
me pregunté si necesitaría mucha fuerza, si el cuerpo humano era tan duro como
una piedra o blando como una hoja. Cuando el bisturí penetró, sentí el olor, el
dulce aroma y la caliente tibieza de la sangre salpicándome un costado de la
cara. Gustavo se retorció y caímos juntos al suelo. Yo tenía su sangre en los
labios, en la boca, y comencé a vomitar.
Mi viejo corrió a
buscarme mientras los guardias sujetaban a Gustavo y lo ataban a una camilla.
Se lo llevaron al quirófano por el mismo camino por donde había desparecido
Lucila. Ahora estarían juntos otra vez, pensé.
Mi hermana se
salvó, y su bebé nació por cesárea antes de término, pero sano.
Fui y volví de la
comisaría varias veces, haciendo declaraciones que mi viejo corroboró, así como
todos los testigos. Mamá no se movía de la habitación de Lucila o de la
nursery. Papá, en cambio, me acompañaba todos los días a terapia intensiva,
donde estaba Gustavo.
Lo habían operado,
pero dijeron que desmejoraba. Seguía con fiebre y la herida no dejaba de
supurar. Volvieron a operarlo y le extirparon el riñón izquierdo, había quedado
dentro el extremo romo y roto del bisturí.
Gustavo no tenía
más familia que nosotros. Yo lo miraba desde la puerta de la sala. Temía que al
despertar me viese. Y cómo iba a soportar sus ojos, me preguntaba. Con mis once
años, me sabía más lúcido que él la noche en que lo herí. Él era un animal que
deseaba sobrevivir, yo era, en cambio, un hombre que había planeado su
escapatoria.
-Si se muere, qué
hago…-le pregunté a mi padre.
-Ya lo hablamos...
Asentí, pero hay
cosas que no pueden transmitirse, que quedan y crecen en uno.
Hasta que finalmente
murió una noche en terapia. Escuché a mi viejo contarle a mi madre, cuando
regresó tarde a casa, cómo habían desconectado los cables, retirado los tubos,
cubriendo el cuerpo con una sábana limpia y blanca.
-Lo maté-dije yo,
sin mirarlos. Lo repetí una y otra vez, pero no lloré.
Cuando Lucila y el
bebé salieron del hospital, los acompañé en el auto. A ella le habían contado
lo sucedido. Nada dijo. Se veía cansada, triste, y me miró con una sonrisa de
complacencia. Estaba sola con un hijo, no tenía más tiempo para mí ni para mis
supuestas penas.
Pero con el tiempo
comenzó a dedicarme tiempo y esfuerzos. Yo crecí, atravesando la adolescencia
entre terapeutas, y ella me guió con dureza, apañada por mamá, que sólo tenía
ojos para Lucila. Más tarde papá murió, y la mañana que salimos de la funeraria
después del velatorio, ante las figuras férreas de ellas dos bajo el sol del
otoño, me sentí caer en un gran pozo nacido en la vereda.
Y en ese pozo,
tragándome, señalándome, estaba Gustavo.
-¡Matar! ¡Morir!
¡Quebrantar la vida!- gritaba mi cazador de tela con ojos de botones, y los
niños miraban, asombrados.
Lucila pasó detrás
del escenario de cartón y me sujetó la muñeca. Ambos recordamos. La fuerza de
su mano retrocedió en el tiempo, y supe entonces, definitivamente, que su mano
no habría dudado jamás en detener la mía esa noche en el hospital. Por eso,
frente a los niños que esperaban con suspenso el remate de la historia de
horror que habíamos elegido para entretenerlos, me vi libre de la mitad de mi
peso.
-¡Vivamos en paz,
cazador!- dijo el titiritero, y mi pequeño personaje soltó el cuchillo. Los
niños aplaudieron y corrieron hacia la mesa con la torta.
-¡Esperen, hay que
apagar la velitas!-dijo Lucila antes de que se abalanzaran sobre la torta de
cumpleaños.
Las velitas fueron
encendidas. Las luces se apagaron. La cara de mi sobrino se iluminó con una
sonrisa tímida, que lucía aún más avergonzada contra esa luz pálida. En ese
momento era muy parecido a su padre.
Antes de soplar,
me sacudió de la manga, y me preguntó algo al oído.
-Sí- le contesté.-
Podés pedir en voz alta.
Sabía que Lucila
me estaba mirando, desconfiada, aunque no alcanzaba a verla bien.
-Quiero que mi
papá vuelva- dijo Lucas en voz alta y con los ojos cerrados.
El silencio de la
oscuridad se hizo más intenso aún. Hasta los niños, que sabían de la orfandad
de su amigo, murmuraron.
Mi hermana no tuvo
tiempo de decirme nada, besó a su hijo y le preguntó por qué pedía eso. Ella
nunca le había hablado del padre, ni tampoco se había preocupado hasta hoy por
saber el motivo de que el niño jamás preguntase por él. Pero ya no podía
postergar la respuesta. Sin haber apagado todavía las velas, alguien encendió
las luces. Los niños se sentaron y parecieron olvidar. Lucila se veía enfadada,
presionada a dar una respuesta. Entonces Lucas bajó la vista al suelo. Pero
luego volvió a mirarme, y dijo:
-¿Dónde está mi
papá?
Ocho años, Dios
mío, en ocho años había visto cientos de chicos con sus padres, y recién hoy
preguntaba. Nadie podía culparlo, sin embargo. Yo había tardado ese tiempo en
hallar una respuesta. La muerte me esperaba la próxima semana, cuando cumpliera
diecinueve.
Y sintiendo
todavía el resto del peso que había estado cargando, le dije a mi sobrino, con
serena, triste y fingida voz dolorosa:
-Yo lo maté.
Nada pesaba ya
sobre mi alma. Le diría a mi doctor, la próxima vez, que no me quitaría la
vida. Ante los ojos de un niño marcados para siempre, yo había encontrado mi
anhelada paz.
Una calle cortada, junto a
la estación de Villa Luro, no tenía nombre. No era más larga que
cincuenta metros, nacía en la avenida Rivadavia para morir en las vías. En el
barrio todos la llamaban “la cortada del colchonero”, porque en la esquina
estaba el negocio de don Álvaro, el mismo que había sido de sus padres y que él
había vuelto a abrir luego de muchos años de ausencia.
Era un hombre de
cuarenta y cinco años, bajo de estatura, delgado, con brazos en apariencia
cortos y no muy fuertes. Sin embargo, era capaz de cargar los pesados colchones
de resortes desde las camionetas en los que los vecinos los traían hasta el
interior del local. Después los vehículos se iban, y cuando el humo de los
caños de escape se despejaba, se veía a Álvaro a través de las vidrieras,
revisando la superficie del colchón y escribiendo en un cuaderno de espiral.
Siempre tenía un lápiz apoyado sobre una oreja, al que sacaba punta con un
cortaplumas que llevaba en su delantal azul. En invierno vestía una polera
gruesa, porque nunca podía dejar cerrada la puerta más de quince minutos. Los
vecinos entraban a saludarlo a toda hora, aunque nada tuviesen para encargarle.
Se acodaban en la vitrina del mostrador, donde sucias muestras de telas habían
permanecido durante años sin renovarse. De las paredes colgaban fragmentos de
almanaques viejos.
En la cortada se
juntaban por la noche los jóvenes del barrio. Eran hijos de familias con dinero
y elegantes casas que se levantaban del otro lado de la avenida, hijos de
abogados y de médicos. Fumaban, se cambiaban direcciones de prostíbulos, y de
tanto en tanto abandonaban la cortada para ir a uno de tales sitios. Álvaro
levantaba la vista de su trabajo al escuchar las y risas apenas alumbradas por
las luces del interior del local. A veces, los hermanos pequeños llegaban con
mensajes de los padres para que volviesen a cenar a casa.
Álvaro trabajaba
hasta tarde todas las noches, pero como casi siempre lo hacía solo, se
retrasaba en sus entregas y los colchones se acumulaban en el fondo del taller.
Nunca se lo recriminaron. Él sabía refaccionar los colchones como nadie más en
varios barrios de los alrededores.
-Los resortes ya
no rechinan- decían los hombres.
-Duermo como en
las nubes- comentaban las mujeres.
Entonces él
asentía con la cabeza, porque era corto de palabras. Su calva incipiente dejaba
entrever el cabello castaño que había tenido de joven. Por el cuello de la
camisa y las mangas levantadas, sobresalía el vello rizado.
Pero sus clientes
más constantes eran los de la clínica de la otra cuadra, los únicos con quienes
cumplía con regularidad porque le pagaban sin atrasos. Y sin embargo, eran
también los únicos a quienes él atendía con desenfado y hoscamente, como si sus
clientes más redituables fuesen a la vez los menos deseados.
Un día, uno de
los jóvenes entró al negocio.
-Don Álvaro- le
dijo-mis amigos y yo nos preguntamos…ya que usted es soltero y macanudo…no sé
si me entiende…si le gustaría acompañarnos a un aguantadero que hay en
Caballito, no nos dejan entrar si no es con un mayor. Le juro que no vamos a
contar nada a nuestros viejos.
Álvaro lo miró
durante casi un minuto a los ojos, y el chico creyó que no lo había escuchado.
Después alzó los hombros, como si no le importara hacerles aquel favor.
-¿Vos sos de los
Saravia, no?
-Sí, don. Usted
conoció a mi abuelo en la clínica, me dijeron.-No había malicia ni ironía en la
voz del chico, pero era la primera vez que alguien mencionaba el pasado. El día
que Álvaro regresó al barrio, había esperado que la gente lo reconociese, pero
nadie se había dado cuenta. Sólo los más viejos le preguntaron más tarde por
sus padres. Ninguno, sin embargo, le habló alguna vez de la clínica durante
cinco años, y eso lo ofendía. Cómo no se acuerdan de mi cara y de mi hermano,
se había dicho él al principio. Si había regresado era sólo por que ya tenía
cuarenta años y ningún negocio próspero del cual vivir. En el barrio estaba el
local deshabitado, aún a nombre de sus padres ya muertos. Y al fin de cuentas
ése era su barrio, allí había dejado a su hermano.
Pero enseguida
cambió de conversación.
-Decile a tus
viejos que el colchón está listo, y que tu hermanito venga a ayudarme la semana que viene.
El muchacho sonrió,
balanceando nervioso su cuerpo largo de adolescente, mientras se despedía.
El sábado a la
noche lo vinieron a buscar. Tomaron el tren, caminaron las ocho cuadras hasta
la casa de citas, y entraron. Álvaro se quedó en la sala, dejándose acariciar por
una de las mujeres, somnolienta y ebria, mientras los chicos entraban y salían
de las habitaciones a lo largo del pasillo oscuro.
Al lunes
siguiente, en la mañana del primer día de sus vacaciones de invierno, un chico
de diez años entraba como ayudante del colchonero. Los padres mandaban a sus
hijos cada verano e invierno durante las vacaciones. Los niños volvían
contentos del negocio del colchonero, contando lo que habían aprendido, los
hilos y agujas que habían manejado. Álvaro necesitaba a veces manos pequeñas
para coser rincones que sus manos callosas no podían siquiera palpar.
-Los hilos
delgados ya no los siento-les decía a los vecinos, y éstos se lamentaban de ver
esas manos duras como cuero seco, contrastando con el rostro aún joven, pero
siempre levemente ofuscado.
-Álvaro necesita
una novia- comentaba la gente.-El pobre se siente solo.
Muchos de los
niños que habían pasado por su negocio eran los adolescentes que ahora se
juntaban en la esquina. Todos guardaban recuerdos de los días junto a Álvaro,
acodados sobre los colchones mientras lo observaban coser bajo las lámparas
débiles que pendían de los altos cielorrasos. Ninguno, en cambio, regresaba en
las vacaciones siguientes, aunque sus manos no hubiesen crecido tanto como para
no ser útiles al colchonero. Ellos decían que no les interesaba, como si
hubiese algo dispuesto de antemano entre Álvaro y los niños, un lazo, un
contrato verbal y quizá nunca pronunciado en realidad, que estipulaba que
únicamente los niños trabajarían para él. Estaba en los ojos claros pero fríos
de Álvaro, en sus manos de dedos más fuertes de lo que aparentaban, en su voz
austera, seca y dolorida al pedir algo en el silencio interrumpido por el paso
de los trenes.
-Buenas,
muchacho-dijo él.
-Buenas, don
Álvaro-contestó Ignacio.- Mi hermano insistió que viniera hoy sin falta.- Miró
con ojos tímidos al hombre detrás del mostrador, que había levantado la vista
por encima de los anteojos con un vidrio trizado y marcos de carey.
-Acercate, no
tengas miedo que no te voy a comer. ¿No tenías ganas de venir, no es cierto?
Ignacio levantó
los hombros y bajó la mirada. El niño vestía bien, pero él sabía que los padres
ya no eran tan prósperos como cuando la clínica tenía renombre. En los últimos
años habían cerrado servicios y echado a varios médicos. Decían en el barrio
que estaban a punto de quebrar. El abuelo había muerto, y el padre ya no era
director de la clínica.
-Tu hermano te
obligó, eso es más correcto, me imagino.
El chico asintió.
Álvaro se sacó los lentes y se puso a observarlo con aire divertido, como
burlándose del niño.
-Sos flaco y de
manos chicas, me vas a resultar perfecto para el laburo. Vení que te muestro.-Y
lo hizo pasar del otro lado del mostrador, apoyando una mano en la nuca de
Ignacio. Le explicó para qué servían las herramientas, mientras recorrían las
mesas con telas y caminaban hacia el fondo, donde los colchones se amontonaban
desde hacía años. Colchones abandonados y nunca recogidos por sus dueños, cuyas
boletas también se acumulaban en un cajón del escritorio.
-Los considero
como muertos. Los colchones han quedado acá y los dueños ahora están en sus
tumbas, pero mucho menos cómodos.
Ignacio lo
escuchaba sin prestar demasiada atención. Le atraía el aire enrarecido y sin
embargo no del todo desagradable del lugar, las luces pálidas que se perdían en
el fondo, dominadas por las pilas de colchones, bolsas de esparadrapo, y el
olor penetrante de la cola de pegar.
A las siete de la
tarde, el chico bostezó.
-¿Suficiente para
el primer día?
-Me duele un poco
la cabeza, don. Es…
-¿Qué?
-…el olor de los
colchones, el olor de la gente, me parece, no me siento bien.
-Ya te vas a
acostumbrar en unos días. Desde hace años les arreglo los colchones a la
clínica. No sabés el olor a meo que tengo que aguantarme, las manchas de sangre
impregnada. Yo los dejo como nuevos, pero tres meses después, otra vez igual.
Rotos, hundidos, sucios. Hay un olor distinto en ocasiones…
Ignacio se quedó
esperando a que terminara, pero Alvaro siguió trabajando como si tal fuese el
término natural de la frase.
-Bueno, don, hasta
mañana entonces.
-Hasta mañana,
pibe.-Y lo saludó levantando la mano con la aguja, así que no podía saberse si
era un saludo o el ir y venir rutinario de su mano en la tarea.
En la mañana,
Ignacio entró bostezando. La puerta, que solía estar medio inclinada y se
trababa con la otra hoja, hizo un chirrido al abrirse.
-¿Se digna a
aparecer a estas horas, señor gerente? Mire el reloj.
-Perdón.
Ignacio bajó la
mirada y en seguida se puso a ordenar los carreteles enredados.
Mientras
almorzaban, Álvaro permaneció en silencio. Era sólo cuando trabajaba que sus
pensamientos se traducían en palabras, hablando casi sin mirar a los demás. Tal
vez era eso, debía pensar Ignacio, lo que en realidad necesitaba Álvaro,
alguien con quien hablar en su trabajo. Una sonrisa de satisfacción apareció en
el rostro del chico, como si de pronto comprendiese cosas que antes estaban
fuera de su alcance, y el comprenderlas lo hiciese mayor y quedasen menos pasos
hacia la madurez.
-¿Qué pasa?-Álvaro
lo había sorprendido en plena sonrisa.
-Nada, me acordaba
de algo. Pero mire…-dijo, de pronto, sorprendido de haber hallado algo metido
dentro de un colchón.
Álvaro asintió.
-Papeles de
caramelos, pedazos de plástico carcomido, de todo mete la gente en las costuras
rotas por no levantarse a tirarlas en un tacho.
Rieron, y esta vez
fue Álvaro el que se quedó con la risa pegada en la boca. Como Ignacio lo
observaba, explicó:
-Si te contara
cada cosa que encontré en estos años. ¿Te hablé de la clínica, no? Tenía fama
hace muchos años. La había fundado tu abuelo, y venía gente del centro y del oeste.
A mí se me inflamó el apéndice un verano, tenía doce años entonces, y como mi
hermano era mi gemelo, los médicos recomendaron que nos operáramos al mismo
tiempo. Germán se llamaba mi hermano, y a él no le daba ninguna gracia que lo
operaran para prevenir, como decían los médicos en esa época, y para
aprovechar, como dijo mi padre. Pero al final mi hermano se dejó arrastrar
hasta la clínica con la promesa de que faltaría a la escuela por dos
semanas.-Álvaro se quedó otra vez en silencio, pero la sonrisa no se le
borraba. Después repitió varias veces:- Mi hermano, qué chico más bueno era…-Y
sacudía la cabeza como quien recuerda cosas que jamás han cambiado porque están
fijas, repetidas y muertas en la memoria.
El tercer día pasó
casi inadvertido. Los mismos clientes, los mismos pedidos. Sólo el olor de la
grasa mientras lubricaban los resortes tiñó ciertas palabras, puteadas que
Álvaro murmuraba cuando algo le salía mal.
A la tarde
siguiente, un largo rato de silencio había precedido a las interminables
recomendaciones que la vieja de la casa de enfrente le hizo a Álvaro.
-Bien mullido, y
que no rechine.
Don Álvaro la miró
salir, pensando en que esa misma voz le había gritado a él y a su familia,
muchos años antes, los insultos que obligaron a sus padres a irse del barrio.
-Bien mullido las
pelotas, si no tiene con quien acostarse-murmuró él, y cuando sus ojos se
encontraron con los de Ignacio, le guiñó un ojo.
-¿Y los
operaron?-preguntó el chico.
Álvaro lo miró sin
sonreír.
-Nos operaron, sí.
Un miércoles a las dos de la tarde. Mi hermano tenía un miedo de locos, se
había orinado encima dos veces, a pesar de que estábamos en ayunas desde la
noche anterior. Yo, no sé por qué, estaba tranquilo. Debió ser por eso que dice
la gente que tenemos los gemelos, una relación especial, algo que nos une como
esos tacos de madera que usan los psiquiatras. Cuerpos complementarios.
Álvaro miró el
reloj de pared. Eran las seis de la tarde. Oscurecía. En esa esquina no había
semáforos ni vigilantes, así que los autos pasaban sin detenerse. Las luces de
mercurio recién se habían encendido, y la luminosidad de la tarde que moría era
como un filtro, un colador por el cual el rocío de la noche de invierno iba
condensándose en las veredas, en las paredes con las formas de la humedad y la
vejez.
Cerró la puerta,
entreabierta por el temblor de los trenes. Volvió a una de las mesas del fondo.
Prendió las luces grandes, despejando hacia el techo las sombras de los
colchones, como fantasmas que hubiesen estado durmiendo hasta ese momento.
-Cuando uno
despierta de la anestesia, se siente de la peor manera posible. A mí me tocó
despertar a las doce, a la una de la madrugada quizá. Sólo recuerdo que una
enfermera me miraba, y otras dos cabezas aparecían y desaparecían. Me abrían la
boca para darme pastillas, pero yo no sentía nada. La lengua era como una pasta
de menta sin sabor, por lo seca y fría, digo. Algo hablaban, pero yo seguía
llorando. La luz del cuarto era muy suave, aunque tenía la sensación de que me
daba de lleno en la cara, y la gente iba y venía de un lado a otro. De una cama
a la otra. Después, apagaron las luces y quedamos en sombras, mi hermano y yo.
Se escuchaba el rechinar de las camillas en los pasillos.
“Germán”, murmuré.
No me contestó al principio.
“Germán”, volví a
decir. Entonces me respondió un gemido. Yo creí que recién se habían apagado
las luces, pero el tic-tac del reloj de la mesita me hizo darme cuenta de la
hora avanzada. Mi hermano intentaba hablar, lo presentía. Entonces fue cuando
sentí por primera vez en mi vida ese olor. Un aroma a metal ácido, amargo.
Podía sentirlo en la nariz, podía verlo frente a mis ojos aún en la oscuridad.
Y mis oídos percibieron el goteo que todavía no alcanzaba a ver.
“¡Mamá!”, grité.
Enseguida la puerta se abrió y las luces revelaron el color de aquel perfume
que me pareció más antiguo que la historia que nos enseñaban en la escuela. Una
enfermera se agachó, absurdamente, para recoger la sangre que caía de la cama
de mi hermano. Un médico entró corriendo. Otras enfermeras llegaron con
jeringas, mientras las órdenes y los comentarios se sucedían sin que yo los
comprendiese. Me erguí un poco, pero la garganta y el pecho me dolían. Vi que
inyectaban algo en el frasco que llevaba suero a las venas de Germán. No sé por
qué seguí el camino de la ampolla ya vacía, arrojada en el recipiente de metal
que la enfermera llevaba entre sus manos, un poco separada de la falda como si
cargase un bebé muerto. Apagaron la luz principal y encendieron la del baño. No
habían pasado más de diez minutos cuando el cuerpo de mi hermano empezó a
jadear, y se puso rojo, con la cara hinchada. Me di cuenta de que no podía
respirar. Una enfermera se me acercó y me abrazó. Sentí sus pechos contra la
cara. Y me fui adormeciendo mientras alguien ponía algo en mi sangre.
Alvaro tenía ahora
lágrimas en las mejillas. Bajó la cabeza contra la tela que estaba cosiendo, se
secó y volvió a levantar la vista.
-Desperté en la
mañana, y aunque esperaba que todo hubiese sido un mal sueño, sabía que no lo
era. La luz entraba clara por las cortinas blancas de esa elegante clínica de
la avenida Rivadavia. Las ventanas abiertas refrescaban el cuarto con el aire
de la madrugada. Yo sentía el olor de la sangre en el colchón a mi lado. Estaba
seguro que si estiraba la mano, podría tocarla, aún húmeda. Pero la cama estaba
vacía y el colchón desnudo.
Ignacio miró el
reloj. Eran las nueve de la noche. Nunca se había quedado hasta tan tarde.
-Andá a casa a
comer-le ordenó Álvaro.
El chico no
parecía saber qué decir. Álvaro no estaba seguro de cuánto podría haber
comprendido el niño de todo eso, pero él no había podido detenerse. Era la
primera vez que relataba aquello con tanta exactitud. Tal vez viese en la cara
de Ignacio, tan parecido al abuelo, el rostro del médico que lo había operado.
Pero antes de
cerrar la puerta y salir, el chico murmuró una palabra que Álvaro no entendió,
aunque había sonado como un insulto dicho al azar, voceado a la brisa fría que
inundaba el barrio y cubría las casas. Allí donde la gente vivía y condenaba a
los otros.
Durante dos días
trabajaron sin volver a hablar de eso. Ignacio llegaba temprano y se iba a la
hora de siempre, después de mirar a Álvaro con una mezcla de vergüenza y
tristeza a la vez. Pero Álvaro trabajaba ensimismado en su tarea, comentando de
vez en cuando algo intrascendente.
Cuando el chico
entró el sábado siguiente, se saludaron como de costumbre. Toda la mañana
estuvieron ocupados. Álvaro recibió encargos y descargó los colchones. Algunos
vecinos vinieron a buscar los ya arreglados, e Ignacio se trepó a las pilas en
busca de la etiqueta de papel madera atada a la tela con un hilo.
Almorzaron, y fue
al final de la comida cuando Álvaro volvió a hablarle. Habían cerrado, pero se
quedarían trabajando hasta las cinco.
-¿Avisaste en tu
casa?
-Sí, don Álvaro.
-Sabés que hoy te
pago la primera semana.
-Gracias, don
Álvaro.
-Siempre
contestando con monosílabos, me hacés acordar a mi hermano.
Levantó los platos
de la mesa, marcada por cortes de trincheta y grumos secos, duros de pegamento.
-¿No conocés la
expresión shock anafiláctico, no? Yo tampoco cuando tenía tu edad, pero la
aprendí enseguida porque eso fue lo que tuvo mi hermano según los médicos. Le
dieron corticoides para la inflamación, y parece que eso lo mató. Dijeron que
no se lo explicaban, que incluso yo, su gemelo, había reaccionado bien. Se armó
un escándalo. Salimos en los diarios por unos días, pero entonces la prensa no
hacía tanto sensacionalismo como ahora. Se hicieron peritajes y los médicos
fueron absueltos. La gente del barrio, los mismos que acostumbraban hablar
pestes contra los médicos, se habían reunido frente a la clínica para
congraciarse con ellos, porque al fin de cuentas la clínica daba prestigio al
barrio. Y a nosotros empezaron a mirarnos como si fuésemos Judas. El negocio de
papá empezó a arruinarse, y tuvimos que irnos. Nunca nos recuperamos. Ahora son
sus hijos y sus nietos los que habitan las casas. Me miran y no se acuerdan ya
de nada de lo que pasó, o quizá ni siquiera lo saben. Yo sí recuerdo la bronca
de mis padres. ¿Sabés lo que es ver el odio en los ojos de tus viejos? Mi
hermano estaba muerto, y ni siquiera necesitaba que lo operaran. Yo sabía que
de algún modo ellos me culpaban, por más que no lo dijeran.
Terminó de secar
los platos, los guardó en el armario y calentó agua.
-Te hago una
chocolatada, ¿querés?
Ignacio miró a la
calle. La tarde del sábado a la hora de la siesta era una de sus horas
favoritas. Las veredas estaban casi desiertas, hasta el tránsito de la avenida
había decrecido. Volvió la atención a Álvaro, cuya voz parecía fascinarlo,
ansioso por escuchar esa versión distinta de la historia del barrio.
-Cuando terminé la
escuela, entré a trabajar en un taller textil. Al encontrarme con telas iguales
a las del colchón de la clínica, sentía náuseas. Corría al baño y vomitaba. Me
lavaba la cara. Pero en el espejo, ojeroso y pálido, no era mi imagen la que se
reflejaba, sino la de mi hermano Germán, con la misma cara que el día que se
murió. Y el fondo del espejo era del color de su colchón. Entonces decidí
estudiar medicina, pero mis viejos no querían. Así que junté mis ahorros de la
fábrica y logré mantenerme casi un año estudiando al salir del trabajo.
Compartía una pensión con un amigo y mis viejos no se enteraron. En la morgue,
los cuerpos siempre me resultaban parecidos a Germán, y la sangre tenía siempre
el olor de esa noche. Aprendí a disecar y explorar los cuerpos. Pero un día mis
padres lo supieron y me obligaron a dejar la facultad, vi en sus caras el
antiguo reproche. Volví a laburar al taller, y el resto, como te imaginás, ya
es historia conocida.
Dejó la taza de
chocolate sobre la mesa.
-Esta tarde
tenemos que ponernos al día-dijo después, y buscó en las pilas del fondo los
colchones de la clínica, que esperaban arreglo desde veinte días antes. Trajo
la escalera e hizo subir al chico primero.
-Fijate en las
etiquetas. ¿Las ves? Entonces dejáme subir que quiero ver si no están tan
apolillados que no se puedan componer.
Subió la escalera
y se arrodilló sobre el colchón junto a Ignacio. Palpó las telas, y apenas
tiraba un poco se desgarraban. El relleno estaba apelmazado y olía a
excrementos. Hizo un gesto de asco y el chico se puso a reír.
-Hijos de
puta-dijo Álvaro.- Todos esconden la mierda de sus almas en los colchones al
levantarse, y cuando se van a dormir se restriegan de vuelta en ella.
No había signos de
broma en su voz esta vez, sino un hosco, áspero sentimiento cortante como
cuchillo.
-Cuando desperté
esa mañana…-empezó a recordar mientras arrancaba las telas.-…en las ventanas
estaba pegado el hollín de los autos y el polvo de la calle. Habían sacado el
cuerpo de Germán del cuarto, pero habían ordenado a las mucamas que limpiaran
más tarde. El colchón manchado y las ventanas sucias: un hermoso paisaje al
despertar. Entonces, en el polvo de las ventanas, vi unas letras dibujadas. Eran
de Germán. Debió hacerlo mientras agonizaba a la luz escasa de la luz del baño,
porque durante el día anterior las ventanas estaban limpias.
Miró a Ignacio
fijamente.
-¿A qué no
adivinás que decían?
El chico se quedó
pensando, tan ensimismado como si esa fuese la tarea más importante por la cual
había entrado a trabajar.
-Una puteada…, un
pedido de ayuda…, no, me parece que no.
-Vas bien
encaminado, hijo, mucho mejor que tantos otros que pasaron por aquí. Por eso
voy a ayudarte un poco. ¿Qué le dirías a tu hermano, la única persona que amás
en el mundo, aunque sea ese vago que te usa de chico de los mandados, en un
momento como ése?
-Le diría…-
Ignacio pensaba, restregándose el pelo con una mano.
-Una palabra que
empieza con “v”…-lo ayudó Álvaro.
-¡Venganza!-gritó
Ignacio, con una ancha sonrisa como si hubiese ganado el premio mayor, pero
enseguida bajó los ojos, avergonzado. Al volver a levantarlos, vio que dos
lágrimas corrían por las mejillas de Álvaro, entre la barba sin afeitar del
sábado.
Álvaro tomó entre
sus manos la cara de Ignacio y lo besó en la mejilla derecha. Temblaba, pero no
parecía poder controlarse. El chico hizo esfuerzos por desprenderse.
-Ya está bien,
don, suélteme un poco…
-No puedo…hijo…-Y
siguió llorando mientras levantaba al niño sujetándolo de la cabeza.
-¡Me
duele!-gimoteaba Ignacio, mientras Álvaro lo levantaba.
Al erguirse, su
cabeza casi tocó el techo, y los pies se hundieron en el colchón que rechinaba.
El eco repercutió por el local, pero ni un chirrido llegaría a filtrarse hacia
la silenciosa siesta del barrio. Por qué irían a sospechar de un sonido de
resortes en el local del colchonero.
Los pies del niño
pendían y se balanceaban en el aire. Álvaro, a pesar de su aparente debilidad,
lo levantaba como lo hacía con uno de sus colchones, mucho más pesados que ese
cuerpo. Luego tiró sobre el colchón y le tapó la boca. Sus manos duras ni
siquiera sintieron los dientes de Ignacio, que lo lastimaban tanto como los
frágiles colmillos de un cachorro. Agarró otro colchón con su mano libre,
cubrió al chico y se acostó encima, con los brazos extendidos y las piernas
abiertas.
Esperó.
Sintió los
movimientos. Oyó los gritos apagados. La voz que le llegaba a través de
centímetros de tela y goma, como si recorriese kilómetros de distancia y de
tiempo, como si llegase de años atrás y pidiese la ayuda que nunca habría de
recibir.
Después retiró el
colchón. Observó la cara, la piel morada alrededor de los ojos. La boca abierta
en el grito interrumpido. La cabeza de costado, como dormido. Los puños
cerrados. Trató de abrirle las manos que sangraban. Las uñas tenían pequeños
fragmentos de tela. Las piernas estaban quietas. Le palpó el cuello buscando el
pulso que no existía. Le sacó la ropa, la remera gris y el pantalón. Volvió a
cubrirlo.
Apagó las luces.
Corroboró que los colchones sucios no se veían desde adelante. Se cambió y
quemó las ropas manchadas junto a las del niño. Miró el reloj, eran las cuatro
y media. Desde la persiana semicerrada apenas entraba la luz de la tarde. En el
vidrio, sucio de polvo, alguien de la calle había escrito algo, una obscenidad,
tal vez, pero él recordó las letras en la ventana de la clínica.
A las cinco,
aparecieron varios muchachos en la esquina. Levantó las persianas y miró a los
lados. Cuando vio a alguien a una cuadra del otro lado de la calle, abrió la
puerta. Lo saludaron cuando salió. Entonces Álvaro alzó la mano y gritó:
-¡Ignacio!
Dio algunos pasos por
la vereda. Los muchachos lo estaban observando, y él llamó al que los demás
relegaban porque era tímido y llevaba anteojos.
-¿Qué pasa don
Álvaro?
-Es este Ignacio,
que se olvidó el sueldo de la semana. ¿Lo ves allá?
Señaló a un niño
que doblaba la esquina en ese momento, de remera blanca, casi del mismo color
que la que vestía Ignacio ese sábado. El chico se acomodó los lentes y dudó por
un instante.
-Voy a ver si lo
alcanzo-dijo, y salió corriendo. Pero cuando llegó a la esquina, el niño ya no
estaba. Al regresar, le devolvió el dinero.
-Haceme el favor,
decile al hermano que venga a buscar la plata-le pidió Álvaro.
-Cómo no, don.
Media hora
después, el hermano de Ignacio estaba en la puerta, golpeando con los nudillos.
-Permiso.
-Pasá.
-¿Está mi hermano?
-Pero si se fue a
las cinco, y se olvidó la plata. Acá tenés.
-Todavía no
llegó.
-Uno de tus
amigos lo vio salir. Preguntale a él.
-Sí, ya me dijo.
Bueno, a lo mejor ya debe haber llegado mientras venía para acá. Gracias, don
Álvaro.
Álvaro se encogió
de hombros y saludó como haciendo una venia. Mientras la puerta se cerraba,
miró por las ventanas. El barrio seguía igual de tranquilo. La gente había
despertado de la siesta y comenzaba los preparativos para la noche del sábado.
Cerró la puerta con llave y bajó las persianas hasta la mitad. Siempre lo
habían visto hacer lo mismo, porque siempre trabajaba hasta tarde los sábados.
La luz del negocio alumbraba la esquina para los muchachos, y desde adentro él
escuchaba los gritos o los murmullos, y las botellas vacías que rodaban por las
baldosas.
Apenas se distraía
un momento de su tarea para tomar una taza de café que postergara un poco más
su trabajo nocturno. Cualquiera que hubiese tenido la curiosidad de ver qué
estaba haciendo, podría haberlo visto encorvado, cociendo, reparando resortes.
Pero nadie se molestaría en espiar por debajo de las persianas. Álvaro
trabajaba para ellos, tranquilo, en un autoimpuesto aislamiento que a ninguno
molestaba. El silencio, la correcta cortesía de Álvaro, su eficaz labor, lo
habían exceptuado de los comentarios o chismes habituales.
Eran las ocho
cuando golpearon a la puerta. Los padres de Ignacio venían a preguntarle si
había sabido algo del niño. Vio la cara del médico, avejentado, con ropas que
habían sido elegantes pero ya eran viejas. Apenas debía ser un adolescente
cuando el padre era dueño de la clínica. Tenía el mismo rostro del viejo
cirujano, los mismos modales correctos. Ahora había, sin embargo, un signo de
servil domesticidad en su expresión, como si la inminente ruina hubiese
atenuado su orgullo y fuesen ellos los que necesitaban de él esta vez.
-Perdón, don
Álvaro, pero estamos preocupados por el nene. Tiene doce años nomás, y puede
haberle pasado cualquier cosa.
-Sí, comprendo.
Pero no sé más de los que le dije a su otro hijo. Lo vimos doblar la esquina…
Los padres miraron
al hijo mayor, y éste se dio vuelta hacia la puerta, habituado ya a que le
recriminaran haber descuidado a su hermano. Álvaro puso sus manos callosas en
los hombros del chico.
-Vos no tenés la
culpa, a lo mejor se escapó por alguna causa, los chicos guardan secretos a esa
edad, se sienten aislados aún de sus hermanos mayores.
-Espero que sea
eso…-dijo la madre. Había estado llorando, se notaba en sus ojeras.
Álvaro les dio un
apretón de manos y se mostró cordial, correcto y serio como siempre lo habían
conocido.
La noche se vio
interrumpida por reuniones de vecinos, a las que él no pudo dejar de asistir.
Cuando todos se fueron dispersando, entró y volvió a bajar las persianas. Las
luces grandes ya estaban apagadas, pero dejó encendidas las del fondo. Fue
hasta donde guardaba las herramientas, y revisó las trinchetas, detenidamente,
pensando. Eligió una.
Subió la escalera
y sacó el colchón de encima del niño. Apoyó la trincheta sobre uno de los hombros y la hundió hasta el hueso. La sangre
fluyó, y era cálida. Manchaba el colchón, pero éste la absorbía con rapidez.
Siguió la misma
línea del corte hasta la mano, como lo había aprendido en la sala de disección
de la facultad, el corte que varias veces había practicado con los perros
muertos en los terrenos del ferrocarril. Comenzó a separar la carne con una
legra. Eran músculos suaves que se desprendían con facilidad. Apenas los
tendones le ofrecieron alguna resistencia. Cortó los ligamentos, y los huesos
salieron casi limpios y enteros del cuerpo.
Hizo lo mismo con
los otros miembros, lentamente, tomándose todas las horas que restaban de esa
noche. En el tórax hundió el filo en el centro del esternón, y abrió las
costillas con escoplo y martillo, como si se tratase del esqueleto de un
colchón. Sacó los huesos, dejó las vísceras. Dio vuelta el cuerpo. Arrancó las
vértebras. Abrió el cuero cabelludo y lo despegó del cráneo.
Las piernas de
Álvaro se hundieron en el colchón, que rebalsaba sangre hacia los de abajo. Se
detuvo para descansar. Por las rendijas de las persianas entraba la primera luz
del día. Se limpió las manos con un trapo y bajó para mirar por la ventana. El
barrio estaba tranquilo, los coches de la avenida pasaban lerdos en la
somnolienta mañana de domingo. Nadie, jamás, había llegado para molestarlo un
domingo a esa hora.
Fue a buscar bolsas.
Subió y metió en ellas los restos del cuerpo. Bajó las bolsas y las embadurnó
con cola de pegar. Las llevó hasta el incinerador donde los sábados, cada
quince días, quemaba los fragmentos de telas y esparadrapo inútiles. El olor se
desprendió con el aroma habitual, el profundo olor del pegamento al que los
vecinos estaban acostumbrados.
En la tarde, ya
había comenzado a cortar los colchones manchados para quemarlos. Una columna de
humo salió durante casi todo el día por la ventilación que daba al baldío
vecino a las vías. La gente del barrio no le prestó atención. Dos o tres veces
golpearon a la puerta. Vio sombras detrás de las ventanas, se acercó a
escuchar, oyó voces que luego se alejaron.
Se quedó pensando
un rato mientras contemplaba los huesos esparcidos, y comenzó a romperlos con
una gubia. Cuando fueron suficientemente pequeños, se dedicó a machacarlos con
un martillo. Los huesos quedaron reducidos a partículas de aserrín. Las colocó
en una bolsa, la cerró, y la escondió bajo muchas otras bolsas llenas de cuerpo
pesado y crudo.
Después encendió
las luces grandes nuevamente. Echó una mirada al interior del local. Todo
estaba limpio, y él muy cansado, pero se sentía protegido por esas mismas
viejas paredes que habían albergado a sus padres.
Un policía pasó a
recabar informes el lunes a la mañana. Entró al negocio mirando alrededor,
incluso hacia los techos altos apenas iluminados por la luz temprana. Álvaro no
dio señal de percatarse. Pensaba, tal vez, en el olor de los colchones
quemados, pero el olor de los pensamientos no podía ser percibido por los
otros. El policía cerró su libreta y salió, echando antes un rápido y último
vistazo mientras cerraba la puerta.
Esa misma tarde,
Álvaro se dedicó a sacar puñados de huesos de la bolsa para colocarlos dentro
de los colchones que tenía listos para entregar. Los mezcló entre el
esparadrapo y la estructura de los resortes. Después mandó a uno de los chicos
que jugaban en la vereda a avisar en la clínica que los colchones ya estaban
listos.
El empleado vino a
retirarlos a la mañana siguiente.
-Se retrasó más
quo otras veces, viejo-le recriminó el hombre.
-Tiene razón, y le
pido disculpas- contestó Álvaro.-Pero creo que esta vez va a quedar más
conforme con los arreglos.-Y le sonrió.
El otro, que nunca
lo había oído hablar más de dos palabras, se calló la boca y comenzó a cargar
los colchones. Regresó dos veces más en los siguientes días a recoger los que
faltaban.
Una semana
después, la bolsa había quedado vacía. Sólo un polvillo blanco permanecía en el
fondo, y la quemó.
Buscaron a Ignacio
por las vías del tren, los baldíos y los hospitales. Una orden del juzgado
ordenó revisar el local.
-Perdone usted,
don Álvaro, es orden del juez, ya sabe, como es el último lugar en que estuvo
el chico-le dijo el comisario, que lo conocía desde que había entrado como cabo
en esa seccional.
Él no contestó.
Bajó la mirada a su labor sobre el mostrador y dejó hacer a los policías, que
luego de media hora, y sin haber hallado nada, se retiraron dándole la mano.
Los padres del
niño entraron un rato después. Se veían aún más demacrados y vencidos. La mujer
se mantuvo silenciosa y con la mirada baja, estaba delgada y con la mirada
extraviada por acción de los sedantes. El médico se acercó a Álvaro,
extendiendo la mano con un leve temblor. Un mechón de pelo canoso y lacio, que
no creía haber visto la vez anterior, le caía sobre la frente.
-Gracias por su
condescendencia con la justicia, don Álvaro, le ruego nos perdone por haberlo
molestado.
En lugar de
soltarlo, retuvo la mano del colchonero y dejó caer en ella las monedas que
habían sido el sueldo de Ignacio.
-Si no fuera por
usted, que les da trabajo a nuestros chicos y los mantiene lejos de los vicios.
Esto…-dijo señalando las monedas-…ya no va a necesitarlo mi nene.
El hombre se secó
unas lágrimas y se fue.
Álvaro suspiró
profundo mientras lo miraba salir. Pero no iba a llorar, ni siquiera tuvo
deseos de hacerlo.
Castelar, septiembre 1996- abril 2005
Ilustración: Steven Elner
(ISBN 978-987-1692-06-4)
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