viernes, 7 de octubre de 2016

La guerra: Las razones de los dioses I






Antes de correr, se quedó mirando la montaña, asombrado por esos sonidos más grandes que los de cualquier animal o cosa que él hubiese conocido alguna vez. Más maravillosos y extraños aún que las tierras de las que le habían hablado, donde los hombres se asentaban para cultivar y construir hogares para el resto de sus vidas, donde los niños crecían hasta hacerse hombres en el mismo sitio en el que también morirían. Pero Tol nunca había alcanzado a ver todo esto, ni siquiera lograba imaginar cómo sería ver un mismo árbol, un lago de calmas aguas por más tiempo que el largo de un invierno. Sólo sabía de la vida simple de su pueblo, de las cacerías, ceremonias y ritos en las que el brujo era el representante de los dioses. 
     El viento y el cielo habían estado avisando, desde varios soles atrás, con un aroma a tierra húmeda y animales muertos, mientras las nubes se desplazaban alrededor de la montaña. Los hombres se habían reunido varias veces para decidir la partida. Los animales estaban huyendo hacia otras regiones y comenzaban a escasear en los bosques de Droinne.
     Pero el brujo había decidido que aún no era el momento propicio.
     Tol se preguntó la razón. Si hubiesen partido enseguida, no habrían dado tiempo al espíritu de la montaña para estallar. Le inquietó la idea de que habían sido engañados.
     Con el primer estallido de la montaña, los temblores estremecieron la tierra y una fuerza invisible empezó a empujar al pueblo como a un conjunto de hormigas arrasadas por un río desbordado. Los niños lloraban tapándose los oídos. Las mujeres gritaban y corrían sujetando a sus hijos de las manos. Por todos lados aparecían las cabras libres de los corrales y las sogas. Los hombres intentaron reunir a sus familias y organizar la huida, pero luego comenzaron a correr hacia cualquier parte que viesen libre de las piedras de fuego que atravesaban el aire.
     El cielo comenzó a cubrirse de nubes grises y rojas que envolvían la cima del monte y el cielo circundante. Después, más nubes cubrieron el horizonte, y toda claridad desapareció.
     Tol observaba aquel fenómeno del que le era difícil apartar su mirada. De la cima salían fuegos que caían sobre las laderas y comenzaban a descender hacia el valle. Los bosques de encinas y abetos blancos eran invadidos por la lava y los árboles estaban en llamas. Sólo comenzó a moverse al darse cuenta que el miedo empezaba a insensibilizar sus piernas, y se sintió a punto de caer. Inspiró profundamente, y escapó mezclándose entre los demás. Pero sus ojos oscuros seguían contemplado la montaña y el valle.
     El calor le quitaba fuerzas. Se apartó los cabellos lacios de la cara y se restregó la barba y sorbió el sudor que lo empapaba. La ceniza volvía a llenarle la boca y la garganta aunque escupiera tantas veces que ya no le quedaba saliva, sólo una costra de ceniza dificultándole respirar.
     Vio a su mujer, que se le acercó corriendo para abrazarse a su pecho. En sus ojos había un temor desesperado, miraba hacia todos lados como si hubiese perdido algo. Luego se apartó de él rápidamente y volvió a perderse entre la multitud. Cuando pudo encontrarla otra vez, ella seguía buscando algo, pero ahora intentaba hablarle en medio de los gritos y el estruendo de la montaña.
     -¡Los niños!-le decía.
      Cambiaron el rumbo hasta casi hacer un semicírculo. Tol pudo ver al grupo de niños que tropezaban en su huída. Las mujeres apenas eran capaces de calmarlos. Los pequeños gritaban, mientras los más grandes señalaban hacia la montaña. Algunos se habían quedado quietos, abrazados a sus perros y llorando.
     A una edad aún menor que la de sus hijos, también había formado parte de aquellos grupos liderados por mujeres. Cuando los niños crecían lo suficiente para aprender a cazar, ellas eran apartadas del pueblo para morir solas. Pero su madre había muerto antes de eso, y al preguntarle a su padre Zor la causa, el rostro del viejo se ensombrecía siempre con una expresión iracunda.
     Tol buscó a sus hijos entre los demás y los cargó en los hombros, su mujer lo seguía a pocos pasos. Comenzó a correr con la certeza de que iban a salvarse. Se sentía fuerte como para arrastrar a su familia toda la distancia que fuese necesaria.
     Soy un buen cazador, debo pensar que voy detrás de alguna presa, si no quiero que la fatiga me detenga.
     Pero había comenzado a ahogarse aún cuando sabía que faltaba una larga distancia para estar lejos del peligro. La ceniza caía en forma de lluvia incesante, espesa.
     Mucho más he caminado otras veces, llevando el doble del peso que ahora llevo.
     Pensó en su padre mientras avanzaba, eso siempre le daba fuerzas. Toda su vida había buscado acompañarlo, aprender de él, porque había sido quizá el cazador más grande de su pueblo. No podría decir cuántos días y noches caminaron juntos, ni tampoco los atardeceres que presenciaron en aquellos viejos tiempos. La vida consistía en cambiar de tierras permanentemente, y las estaciones y los lugares se confundían en su memoria.
     Ríos caudalosos o lentos como manadas de bisontes, bosques frondosos o abiertos, de árboles rojizos, verde oscuros, hayas o abetos, melocotoneros cuyos frutos saciaban mi sed en las tardes de verano. Corzos y zorros, tejones y nutrias en los arroyos, castores construyendo sus puentes endebles. Todo eso es  un solo recuerdo de colores y cosas confundidas, un único símbolo de la vida con mi padre.
     El viejo había comenzado a debilitarse desde hacía un largo tiempo. Estaba enfermo, y tuvo que reconocerse que muy pronto llegaría el día de su muerte. Recordaba que una vez, cuando Tol era muy pequeño, lo había visto acercarse al grupo. Casi no conocía a su padre, siempre partía lejos, a los bosques, a cazar. Ese día llevaba un puñal de hueso atado a la manta de cabra que le servía de abrigo, la cabeza cubierta con un gorro de piel de nutria. El rostro fuerte, rígido en su expresión frente a las mujeres, se fue suavizando al ver a su hijo. Después de abrirse paso entre ellas, levantó a Tol hasta sentarlo en sus hombros. Desde allí arriba, Tol se sintió más grande que los otros niños, deseoso de gritarles a todos que era el hijo del hombre más alto del pueblo. Entonces le sacó el gorro de piel a su padre y apoyó la cabeza sobre los cabellos, enlazando las manos bajo el mentón, acariciándole la barba. Y mientras caminaban, sintió los pasos descalzos de Zor, retumbando en la tierra como dos masas invencibles sobre la superficie del mundo. Una marcha que ni los mismos añosos árboles se habrían atrevido a interrumpir.
     El cielo se había oscurecido aún más. El calor entorpecía sus pasos, sus piernas estaban débiles y lo hacían tropezar con las rocas. Apenas podía mantener los ojos abiertos por un rato, la ceniza y el sudor los lastimaban. Veía a su alrededor a las mujeres con los niños en brazos, llorando mientras corrían. Miraban de vez en cuando a la montaña, y no parecían comprender tantos ruidos extraños, tantos gritos y gemidos. El mundo estaba muriendo, y el sonido venía de la boca enorme del dios de la montaña.
     Junto a unos árboles vio a su padre. Bajó a uno de los niños y se lo entregó a su mujer. Ella  continuó y Tol se acercó al viejo. Su padre estaba herido y tenía la cara cubierta de ceniza y respiraba con dificultad. Puso pieles sobre las llagas del cuerpo y lo cargó sobre su espalda, mientras agarraba a su otro hijo de la mano. Comenzó a caminar. El terreno ganado en su carrera se perdía ahora en una lenta caminata, pero el hecho de haber hallado a su padre le había dado confianza.
     La gente se dispersaba en todas direcciones, hasta perderse de vista. Hombres que él creía reconocer agonizaban tendidos en el barro, algunos le extendían las manos al verlo pasar. Otros pasaban a su lado y lo agarraban de un brazo, pero él se desprendía de ellos.
     Tol empezó a sentirse mejor, a pesar del cansancio. La carga lo había obligado a calmarse, y el rítmico paso lo había llevado a un soñoliento estado de ánimo. Presentía que en algún lugar estaba el punto donde por fin iban a hallarse fuera del alcance de la montaña.
     El aire se había enrarecido demasiado para ver muy lejos. Las piedras no cesaban de caer. Su espalda y la del niño estaban lastimadas. El cuerpo de su padre, en cambio, ya no le irritaba la piel. Tuvo el pensamiento, la idea curiosa de que eran un solo cuerpo.
     Un perro acompañaba a su hijo con el lento paso de una pata quebrada, de vez en cuando se detenía a lamerse las llagas del muslo. De pronto vio al animal olfatear el aire y alzar las orejas. El perro comenzó a correr sin esperarlos. También ellos oyeron después el sonido cristalino, el borboteo del agua materializándose en sus oídos.
     Cuando llegaron al río, Tol se sentó a descansar en la orilla, mientras el niño y el perro saciaban la sed. La mano de un hombre le tocó un brazo.
     -¡Venga! Estamos construyendo balsas y necesitamos ayuda.
     Estaba anocheciendo. El fuego en la boca del volcán seguía saliendo en forma de largas lenguas de colores. Una capa de lava rojiza y humeante cubría la cima, bajaba por las laderas y arrastraba los árboles del bosque en el que pocos días antes había estado cazando.
     Tol ayudó a cargar ramas y unirlas con sogas. Los nudos que había aprendido de niño le salvarían la vida.
     Así, hijo, una vuelta con el dedo un poco doblado, con la otra mano hay que girar la cuerda, una parte sobre la otra, y luego otra vez, y dos veces más. Padre me enseñó este nudo en las noches de lluvia en que no podíamos dormir.
     Las balsas fueron terminadas y las arrojaron al agua, sujetándolas con cuerdas para evitar el arrastre de la corriente. Algunos empezaron a subir, y Tol corrió en busca de su familia. Hizo abordar primero al niño, pero cuando llevaba a su padre en brazos, uno de los hombres lo detuvo.
      -¡No!- le dijo.
      Había temido que esa negativa se presentase de un momento a otro. El creciente rencor del pueblo hacia ellos se había concretado finalmente en este gesto de desprecio. Pero no estaba dispuesto a que lo rechazaran.
     Empujó al otro, el hombre se le interpuso nuevamente. Avanzó con fuerza una vez más, pero no pudo defenderse sin las manos libres. Recibió un golpe, y cayó al suelo con su padre encima. Sintió el sabor de la sangre en la boca, el olor del puño del otro ensuciándole los labios.
       Antes de que poder levantarse, las balsas ya se habían alejado. Intentó alcanzarlas, pero los hombres remaban con rapidez. Escuchó las voces de los que huían, diciendo lo que no necesitaba oír de nuevo: Zor debió haber abandonado el pueblo.
     -¡No vamos a seguir arrastrándolo!- gritaron.
     Alguna vez, tal vez muy pronto, me iré a la tierra que se hereda con la muerte. Es necesario, un trabajo solitario, pero aún no es tiempo, dijo mi padre tantas veces.
      Desde la playa, los observó mientras se alejaban. Por lo menos su hijo había quedado a salvo. El perro también miraba el correr del agua y las balsas. Quizá extrañara a Zaid tanto como él iba a hacerlo.
     Miró al anciano a su lado, que murmuraba sin sentido y gemía de dolor.

     La noche era oscura, iluminada sólo por los destellos del volcán. Construyó una balsa más pequeña y se subieron a ella, dándose impulso con una rama. Avanzaron guiándose por el reflejo de las antorchas de la orilla y de las otras balsas. Varios hombres que nadaban intentaron subirse, pero él los expulsó. Los vio hundirse en el agua que despedía un reflejo brillante, incandescente.
     Lo más importante es mi padre, aunque sea lo único que me impide salvarme también. Me siento bien con el viejo, mejor que con nadie más.
     La balsa tocó tierra en la costa opuesta. Caminaron un corto trecho entre fogatas y mujeres que cuidaban a sus hombres heridos. Detrás de un despeñadero, quizá un muro de roca con estrechas cuevas que aún no alcanzaba a distinguir, Tol acostó a su padre y lo envolvió con pieles. Comenzó a adormecerse, pero un ruido creciente de voces lejanas lo sobresaltó. La superficie del río se estaba moviendo, y la misma incandescencia ahora crecía hacia ellos. El cielo se iluminó con múltiples y breves fogonazos como relámpagos. La montaña misma parecía avanzar con la forma de una masa dorada y roja. Sombras de brazos y piernas fueron aclarándose a la luz de las llamas, crecieron como animales rodeados por un halo rojizo, haciendo gestos de súplica hacia el cielo oscuro. El estruendo de los árboles arrasados, de las ramas y el follaje encendido y humeante, los perseguía. Los hombres y mujeres se arrojaron al río, y de los cuerpos surgió el olor de la piel quemada. Entonces el río empezó a levantarse.
      Tol apenas tuvo tiempo de recoger a su padre y huir hacia las rocas altas. Escuchó el oleaje que arrasaba la playa y derribaba los árboles del primer surco boscoso. Se arrodilló para tomar respiro por un instante, y miró atrás. Cuando veía subir al río otra vez, alzaba a Zor y continuaba ascendiendo. Desde las rocas del promontorio vio la luz escasa del amanecer, y se dejó caer junto a un tronco muerto. De lejos se escuchaba el murmullo de quienes habían seguido al brujo, en un sector aún más alto, en donde podían verse las antorchas brillando entre los árboles. Pero estaba demasiado cansado para pensar qué iba a hacer después.

     La noche y el frío habían atenuado el calor de las llamas, y Tol pudo dormir. En la mañana, la llovizna de agua y ceniza seguía cayendo sobre los cuerpos. La columna de humo continuaba surgiendo de la montaña.
     Tol miró a su padre. La frente y las arrugas de dolor se habían relajado.
     Los sobrevivientes ocupaban toda la extensión del cañaveral entre el promontorio y el comienzo del bosque. Algunos comían alrededor de las fogatas, otros curaban a sus enfermos. Un grupo caminaba hacia donde el resto del pueblo se había protegido con el brujo. Los muertos no habían sido aún recogidos.
     Tol sabía que era necesario llevar a su padre allí también, pero quiso esperar a que el camino se despejase, temía que lo detuviesen si lo reconocían. Luego cargó a Zor en su espalda, y siguió a los otros a través de un sendero de árboles caídos. El nuevo curso del río podía verse más allá, corriendo entre colores de tierra y pequeños torbellinos amarillos que hacían brotar cadáveres del fondo.
     Al ver a Reynod en la playa, Tol se separó del resto.
     El brujo caminaba rodeado de los ayudantes que lo protegían, abriéndose paso con dificultad entre los heridos acostados en la arena. La cabeza de cabellos canosos parecía moverse según el gesto de la mano que revisaba los cuerpos. En la muñeca tenía atada una cornetilla de madera cubierta de plumas.
     Tol se había acercado hasta detenerse detrás de los ayudantes. Cuando el brujo reconoció al viejo Zor sobre los hombros del hijo, interrumpió su labor y fue hasta ellos. Entonces comenzó a hablar en voz muy alta, con un acusador brazo alzado dirigido a Zor. Muchos se apartaron asustados de su rostro.
     -¡Ese hombre no pertenece aquí! ¡Ha desobedecido la ley y deshonrado a su familia!
     Tol nunca había logrado que su padre le contase la causa de la ira del brujo. Ni siquiera cuando esa furia había provocado que toda la familia también sufriese. Los mantenían a distancia en las caravanas, pero los vigilaban, sin embargo, con estricta rigidez. Una vez, cuando Tol era muy joven y recién casado, quiso levantar una choza para proteger a su familia del sol intenso de una época especialmente calurosa.
     -¿Qué estás haciendo?- le preguntó Reynod, rodeado por su séquito en la habitual ronda de reclutamiento de cazadores.- ¿Vas a quedarte mucho tiempo acá? Nos sigues o nos abandonas, pero ya no esperes mi protección.
     Los otros lo miraban con odio. Tuvo que dejar a un lado las ramas y las herramientas, y bajó la vista en señal de obediencia. El brujo se alejó con esa mirada tan peculiar de furia y vergüenza simultáneas que él nunca supo comprender.
     Cuando se habla con Reynod, uno siempre se equivoca, decía mi padre. Se convierte en otro cada vez que uno desea penetrar en sus ojos, ver el proceso de su mente. Se adelanta a cualquier inocente mirada que dure más de lo necesario, cerrando todo resquicio entre los párpados capaz de revelar sus pensamientos. Se transforma en otro, de dureza impenetrable.
     La voz del brujo lo distrajo del recuerdo.
     -Por hombres como Zor el espíritu de la montaña se ha enfurecido y nos castiga a todos. Ahora debo averiguar si los dioses quieren que sacrifique a mis hijas. Si tengo que hacerlo, ya no te salvarás de la hoguera, ni tampoco tu familia.
     Después les dio la espalda, y los demás volvieron a acercarse, rodeándolo de voces suplicantes. Tol se quedó allí, mirando a su padre, que estaba despierto y lo había escuchado todo. Las pieles sucias se habían adherido a las llagas, y con cada movimiento daba un grito contenido. Lo llevó de vuelta al promontorio para apartarlo de las miradas de los otros. Estaba hambriento y decidió ir a cazar.
     El sendero que conducía al bosque estaba ocupado por niños y mujeres que descansaban o buscaban a otros. Pasó entre ellos, mirando con atención por si hallaba a sus hijos. Más adelante, la gente se fue dispersando, hasta que todo el bosque pareció vaciarse de lamentos y gritos. No escuchó ni un solo pájaro. De la corteza de los árboles manaba una savia verde. Recordó el día que dejó su marca, por primera vez, sobre el tronco de un abeto. La jornada de su iniciación.

     Zor lo había llevado a elegir su lanza en la choza del armero. Tol se sintió casi un hombre, e ignoró las miradas del hijo del artesano, con el que había jugado hasta entonces. Se puso a observar, con la vista atenta y seria, con las manos a la espalda y el paso quedo, las armas de madera esparcidas en el suelo. Los extremos de huesos que el anciano usaba como puntas, moldeándolos y sacándoles filo. Luego, como un entendido, las tomaba entre sus manos para ponerse en posición de combate.
      La familia del artesano había dejado de mirarlo. Pero Tol escuchó, mientras fingía estar atento a su elección, la conversación de los hombres.
     -¿Ya has decidido a qué lugar lo llevarás?- preguntó el armero.
     A Zor no le gustaba hablar mucho, y contestó con desgano.
     -Sí, detrás de la laguna, será más fácil para Tol.
     -Dicen que vieron a unos extraños pasar por allí, montados en caballos que nunca vi en el Este. Vestían ropas curiosas y cascos con cuernos. Parece que bajaron de unas barcas en la costa norte, con armas más brillantes que las piedras o el hueso. Se veían cansados, dicen, y durmieron hasta el amanecer. Después, no dejaron rastros.
     -¿Y qué?- le inquirió Zor, serio, obligado a hablar más de lo que deseaba.- Yo también los he visto, muy temprano en la mañana después de pasar la noche en los bosques. Me habían dicho que eran como las apariciones, pero más bien son como imaginamos a los dioses, de piel clara y cabellos como el sol. He pensado mucho en ellos desde entonces.
     Cabizbajo, continuó hablando mientras miraba a su hijo.
     - Pero creo que son hombres simplemente, y no nos molestan. Cuando el Brujo decida dejar que otros pueblos nos enseñen algo, los conoceremos. Por ahora, sólo somos cazadores y súbditos de Reynod.
     Tol sabía que desde la muerte de su madre, el carácter de Zor se había vuelto casi intolerable. Habían tenido la oportunidad de alejarse mucho antes, pero él se había empecinado en permanecer en el ese pueblo que lo aborrecía. Como si no quisiese dejar el cuerpo de su esposa, a la que creía ver desplazarse entre la gente con la misma belleza de cuando estaba viva.
     La vida con su padre había sido aislada y solitaria. Levantaban cercas alrededor de las chozas que construían cuando la migración se detenía por algún tiempo. Cercas no más altas que la altura de un hombre, porque Reynod no deseaba perderlos de vista. Los cazadores los vigilaban siempre, dispuestos a castigar a Zor si no los seguían hacia tierras que eran cada vez más pobres. Muchas veces Tol había escuchado a su padre lamentarse cada mañana en voz alta, preguntándose cuándo se detendría Reynod. Pero fuera del límite de sus manos, como hastiado e indiferente a lo que el brujo pudiera pensar o hacer, aquellos hechos se fueron borrando de su preocupaciones.
     Cada cinco inviernos la cerca era abandonada, el pueblo cambiaba de bosques y las chozas volvían a levantarse. Nunca habían conseguido alimentos ni ayuda de parte del pueblo. Sólo algunos rebeldes venían a visitarlo. El artesano y constructor de armas iba a verlo con la excusa de regresar la lanza que se había llevado para reparar, y se sentaba junto al niño y su padre, sobre los troncos amontonados de la cerca, contemplando la caída del sol. Las fogatas en los campos se apagaban, y las columnas de humo ascendían. El canto de los búhos comenzaba en medio de la noche. Después el artesano se iba y ellos se quedaban solos.
     La mirada de Zor adquiría entonces una acuosidad casi palpable, como si hubiese sumergido el rostro bajo la corriente de un río calmo. Era una mirada de párpados caídos, de barba recortada sobre la boca de labios levemente abiertos, expectantes. Tol tenía miedo de mirarlo en esos momentos, porque no era su padre al que veía, por lo menos no al que siempre había conocido. Fue en esa época cuando se dio cuenta de que Zor estaba vencido. Por más que volviese a cazar todos los días, aunque a su regreso del bosque lo alzara sobre los hombros, ya todo estaba acabado.
     Al día siguiente del encuentro con el artesano, emprendieron el camino al bosque, y se detuvieron en un claro. Tol se sintió atrapado dentro de aquella barrera de enormes hayas, silenciosas figuras divinas de impenetrable pensamiento.
     Zor era alto en ese entonces, la barba le crecía hasta muy cerca de los ojos y un espeso vello le cubría el cuerpo y las piernas. A veces a Tol le agradaba pensar en su padre como un enorme animal de lento caminar, fuerte y callado.
     Recorrieron un sendero estrecho, donde los rayos del sol alumbraban el polvo y las semillas que giraban con la brisa y caían en la hojarasca. El pequeño Tol, mientras sus ojos se perdían en la maraña de las ramas altas, pensaba en las historias que su padre le había contado en muchas ocasiones sobre las cacerías de bisontes cuando era muy joven. Se imaginaba entonces acompañándolo en esas jornadas, saliendo del bosque junto a su padre como un cazador más, hacia las planicies donde pastaban las grandes bestias.
     Un gamo cruzó velozmente el sendero y se detuvo en un arroyo. Se acercaron con sigilo, escondiéndose tras los troncos, oculto el sonido de sus pasos por el rumor del agua.
    Tol arrojó la lanza sin esperar la orden de su padre. Enseguida presintió que algo estaba mal. El rostro de Zor se veía enojado. El animal había caído sobre un costado, la lanza estaba clavada en una de las ancas, y de una mancha roja brotaba sangre anegando el pasto a su alrededor. Zor comenzó a maldecir con palabras que el niño nunca había escuchado antes, y fue en busca del gamo aplastando los arbustos con paso furioso.
     -¡No!-gritó cuando Tol también quiso acercarse. Después arrancó la lanza y volvió a clavarla detrás del animal, varias veces. Unos chillidos inundaron el bosque. Las aves huyeron en bandadas desde los árboles. Entonces Zor levantó a la bestia sobre los hombros y la cargó hasta donde estaba su hijo.
     Tol esperó la aprobación ardientemente deseada, pero nada obtuvo. Desde donde estaba, vio dos crías ensangrentadas e inmóviles en la orilla del arroyo. El agua intentaba arrastrarlas.
     -No podíamos dejarlas solas- fue lo único que le dijo su padre al regresar, y Tol aprendió esa tarde que algunas veces también la piedad lo obligaría a matar.
     -La muerte que ofrezcas-le dijo su padre más tarde-debe ser siempre segura y terminante.
   
     Tol escarbó en las madrigueras y cazó dos topos y un conejo, halló codornices muertas. Por ahora era bastante alimento para su padre enfermo. Al salir a campo abierto se reencontró con el paisaje de los heridos acostados contra los troncos, bajo la tenue e incesante lluvia de ceniza.
     Ya era de noche cuando terminaron de comer, pero la satisfacción tardó en llegar. Los trozos de carne habían ensuciado la barba de Zor. Tol intentó limpiarle los labios lastimados. El viejo había salido del letargo, y hablaron durante un largo rato junto a la fogata. Después, su padre comenzó a mirarlo con fijeza. Algo en sus ojos luchaba por ser contado.
     -Van a sacrificar a las jóvenes, hijo. Por mi culpa la montaña se enojó con el pueblo.
     -Los Dioses se enfurecen por todos nosotros- le respondió Tol, porque no entendía que su padre creyese otra vez en los dioses de los que había renegado.
     -Debo quitar muchas vidas para calmar su ira, ésa será mi ofrenda.
     -Pero padre, cuáles dioses, si nunca te oí rezar.
     -Debe haberlos, ¿no es cierto? Mira el volcán, hijo, la montaña me ha convencido de mi culpa más que todos estos años de iniquidad.
     Tol intentó convencerlo de lo contrario, pero el viejo lo miraba con una expresión de cruda, irremediable certeza. Parecía dispuesto a hacerlo como pudiese, aún sin ayuda.
     -Necesito que la hechicera me prepare algo. No creo que tengas que explicarle nada.
      Se resignó a obedecerlo y se alejó guiado por la luz de las fogatas, el rumor del río, el viento pesado y débil, el olor de la carne viva y quemada que se iba perdiendo en la distancia. El aroma de la tierra húmeda crecía.
     Percibió luego el olor extraño, antiguo,  de la hechicera. Decían que la anciana era capaz de sobrevivir a todo desastre, un espíritu que se hacía cuerpo cada que vez alguien la necesitaba. La encontró rodeada de mujeres que rogaban por sus hijos heridos. El fuego iluminaba las manos de la vieja, ágiles como si tuvieses hilos proyectados desde la techumbre oscura de la noche. Un humo distinto, de tonalidades grises y ocres, se levantaba desde las llamas y el río con un olor a especias, a nueces quizá, pero de pronto cambiaba a otro olor a carne o cuero quemado. Aquel aroma comenzó a embriagarlo, se sintió mareado y tuvo que entrecerrar los párpados para distinguir a las mujeres que tenía delante.
     Cuando se acercó, ellas se apartaron. La hechicera levantó la mirada.
     -Te esperaba desde hace tiempo- le recriminó.
     Cuando era niño, muchas veces había acompañado a su madre a ver a la vieja en busca de curaciones o consejos. Un miedo indecible lo hacía temblar en esas ocasiones, con sólo ver esa cara entre las sombras de la choza, y sólo rogaba que ella no se diese cuenta ni se fijase en él. Sobreponiéndose a ese temor que creía muerto, comenzó a explicarle.
     -Mi padre...
     Pero la anciana lo interrumpió.
     -La bebida está preparada- Y se perdió en la oscuridad alrededor de la fogata. Regresó poco después con un recipiente entre las manos. Lo apoyó en las palmas de Tol y le advirtió sobre sus efectos. Las mujeres seguían todo aquello con una expresión de extrema reverencia. Tol miró el interior de la vasija, un líquido sin olor ni apariencia extraña se balanceaba con los movimientos de sus manos.
     -¡Tu padre te espera!- le recordó ella con brusquedad.
     Hizo el camino de vuelta con la fuente abrazada a su cuerpo, protegiéndolo como si la vida de su padre estuviese allí encerrada. Un niño llevando el líquido que la más inocente torpeza haría derramar.
      Al verlo de regreso, Zor intentó levantarse y extender los brazos para exigirle el brebaje. Tenía los ojos turbios y enrojecidos.
      -La anciana dijo que lo bebieras despacio.
     Zor asintió con la cabeza, pero bebió largos tragos, temblando, sin desperdiciar una sola gota. Dejó la vasija vacía en el suelo y se dispuso a dormir.
     Tol no tenía sueño aún. Comenzó a limpiar el filo de su lanza sobre el fuego, hasta que el crepitar de las llamas se fue extinguiendo con lentitud.

*

El sol apenas alumbraba una porción del horizonte, cubierto de nubes grises.
     Pocos habían despertado. Alguna fogata aún perduraba entre los cuerpos dormidos. La corriente se deslizaba con rapidez por el nuevo cauce junto al viejo lecho, ya endurecido por la lava. El volcán seguía echando humo, pero en silencio.
     Los gavilanes sobrevolaron la zona durante todo el día, peleándose sobre los cadáveres.
     Zor había despertado. La luminosidad de la mañana le dejó ver el cambio profundo en el cuerpo de su padre. Las llagas habían desaparecido, los músculos recuperaron su forma bajo la piel. La barba era espesa y abundante como en su juventud. La espalda se erguía recta y la voz no le temblaba.
     -¡Vamos, hijo!- le ordenó, mientras se levantaba para ponerse en camino. Parecía más alto que en aquellos últimos años, con pasos seguros y sin tropiezos.
     El hechizo no durará.
     Tol lo siguió. La caminata de su padre era ligera, fuerte como la de un joven yendo en procura de alimento para su familia. A medida que se alejaban, algunos hombres los miraron con resentimiento, sin fijar la vista mucho tiempo en ellos.
     Los nuevos despeñaderos formados por la lava, las terrazas de suelo caliente que se escalonaban una tras otra a los costados del río, los separaba del sector en que se había asentado el pueblo. Cuando Tol vio los primeros árboles del bosque, antes de continuar, miró atrás, y tuvo una rara sensación. Miedo, tal vez, pero no necesitaba pensar en eso ahora. Su padre había recuperado aquello que él había perdido poco tiempo antes: la vitalidad de la cacería. El acoso constante del brujo lo había relegado a las zonas pobres, sin permitirle cazar en los mismos lugares que los otros. Casi sin darse cuenta, Tol había olvidado la furia necesaria para matar.
     Pero el anciano, que apenas la noche anterior estaba herido y moribundo, se desplazaba entre los árboles con movimientos sigilosos, pisando las hojas marchitas sin hacer ruido, con pies de aire, con los sentidos atentos a murmullos o aromas que su hijo no percibía. Varias veces se dio vuelta recriminándole su lento y torpe caminar.
     Tol se sintió entonces como un aprendiz de ese hombre rejuvenecido no tanto por aquel líquido mágico, sino por el bosque con su aire de nítido misterio, los colores de la sombra y la luz a través de las ramas, los gritos ocultos de los animales.
     Se sentaron a descansar en unas rocas, junto a helechos de hojas rojas que crecían al borde del arroyo. Algo se movió al otro lado, de pronto. Se levantaron con rapidez hacia el agua.
     -Nos mojaremos para que no sientan el olor- recomendó Zor.
     Entonces comenzó la cacería.
      El calor  había cedido un poco, y los animales reaparecieron en la orilla en busca de agua y comida, aislados o en pequeños grupos, sin la precaución que les era habitual. El fuego quizá debilitara sus sentidos con los vientos calurosos. Estaban allí, abrevando como si no los viesen o no les importase su presencia, al alcance de sus lanzas, de las manos ansiosas de Zor por lograr el perdón de los espíritus.
     Arrojaron las lanzas y los animales comenzaron a dispersarse, pero corrían con debilidad. Las manos de los hombres ya no fueron suficientes para arrancar las lanzas de los cuerpos y usarlas nuevamente contra otro que se escabullía entre los arbustos. Las bestias se convirtieron en visiones fugaces que corrían en todas direcciones a esconderse detrás de los árboles, o chapoteando en los charcos al borde del río. Pelajes de colores que huían, rozándolos. Los conejos y los zorros trataban de encontrar las entradas perdidas de sus madrigueras. Las gamuzas y los ciervos se quedaban parados  con una mirada ciega puesta en la profundidad del bosque. Luego se desplazaban hacia atrás o adelante, cerca del agua a la que iban a desangrarse, o se golpeaban contra los troncos, y se quedaban allí parados, esperando.
     La sangre había salpicado las caras de Tol y su padre con una máscara roja. Los dedos resbalaban en los mangos y los limpiaban con hojas secas. Recién descansaron cuando ya no tuvieron senderos libres por los cuales regresar. La mayoría esta cubierta de cuervos que habían llegado a escarbar en los cadáveres.
     Se acostaron en un claro al ocultarse el sol, oyendo las pisadas de los animales que aún quedaban vivos. Vieron el brillo opaco de sus ojos, como si buscasen protección en los mismos hombres que los cazaban. Pero la noche era para reposar, y aún Zor lo comprendía.
     -¿Ya es suficiente, padre?- preguntó Tol.
     Las voces se abrieron paso en la oscuridad, hasta mecerse entre las ramas, entre la ceniza que seguía cayendo como nieve nocturna. El reflejo plateado del pelaje de las bestias se interponía entre ellos y el río.
     -Ahí están, nos esperan. Se están entregando para que las jóvenes del pueblo se salven- le contestó.
     Tol temía a la fuerza recuperada de su padre. Intentó dormir, pero no pudo. Sentado, con la cabeza entre las manos, vigilaba el sueño intranquilo del viejo. Los puños de Zor, duros como rocas, apretaban el polvo.

     Llevaba a su padre sobre los hombros, a través del bosque. Corría casi sin sentir el cansancio, sin diferenciar qué parte del cuerpo le pertenecía a él o al anciano. Eran un hombre y un niño otra vez, pero intercambiados. El joven llevando al viejo como antes el viejo había cargado al otro en brazos. El sol se ocultaba en un horizonte indefinido, demasiado perfecto para ser real. Así no son los anocheceres, pensó, algo pasa. Y siguió con el pecho intranquilo y los hombros moldeados al endeble cuerpo que llevaba, blando como una bolsa de plumas.
     Dos hombres salieron del follaje, de las ramas en sombras que ocultaban a los cazadores. Cada árbol era un enemigo con el rostro oscuro de la noche sin luna, una noche ciega como si tuviese una venda sobre sus ojos de aire. Los atacaron y clavaron lanzas en el cuerpo del viejo. Pero por más fuerza que hiciera, o los gritos y ruegos y golpes con los que se defendiese, nada pudo hacer para evitar que le quitasen a su padre. El cuerpo del viejo era una masa casi líquida, un deshilachado paño húmedo de sangre.
     Y él, que se había quedado quieto después de la pelea, sentado como un inútil frente al dominio del mundo, observaba caer las bolas de fuego desde el cielo.

     -Tuve un sueño triste- dijo Tol a la mañana siguiente.
     El viejo lo miró.
     -¿El fuego del bosque?- preguntó.
     Tol asintió.
     -Son los dioses que quieren darnos miedo. No pienses en eso.
     Aún era temprano para salir. El viento se había levantado y se escuchaba el movimiento de las hojas, el chillido de unos pájaros sobre el rumor del arroyo. Poco después, el amanecer los encontró otra vez en camino.
     En algunos sitios la vegetación era espesa y les costó penetrarla. En donde el arroyo formaba un claro, los venados se habían refugiado con sus crías. También las sacrificaron, pero los animales no habían intentado huir, sólo irguieron un poco las cabezas, lo suficiente para mirarlos.
     -Si no somos nosotros, serán los carroñeros-dijo Zor, mientras limpiaba su lanza.
     Tol lo escuchaba como cuando era niño, reverenciando sus palabras. Pero hacia el atardecer no hallaron más que cuerpos quemados, y un silencio pesado, como si el cielo estuviese por caérseles encima. Un olor a lluvia venía del este, aún muy lejos, más allá de la cima del volcán.
     -¿Salvaremos a tiempo a las vírgenes?- preguntó Tol.
     -Todo depende de cuántas víctimas quieren los dioses.
     -¿Y quién lo sabe?
     -Creo que nadie, por eso debo seguir hasta que muera.
     Tol se detuvo un momento, mientras su padre continuaba delante. Miró los cuerpos esparcidos sobre la hiedra rastrera, o flotando en las aguas del río. Imaginó que si estas bestias no eran las víctimas, lo serían las vírgenes del pueblo. Por eso decidió seguir, a pesar del cansancio y la matanza, que iba en contra de todo lo que Zor le había enseñado.
     Se quitó las pieles que lo abrigaban. Su cuerpo hirsuto, parecido al de un animal encorvado, se confundió en la tenue luz del mediodía brumoso.

*

Pasaron dos noches, y Tol recordó, como si la vieja hechicera estuviese allí, las palabras que ella le había dicho.
     Mientras más despacio beba, más durará.
     Su padre lo había hecho en largos sorbos, y el efecto aún continuaba. Pero cuánto más, era lo que necesitaba saber. En el camino, mientras el viejo se adelantaba, Tol se arrodilló un momento para rezar a los dioses.
     De repente tengo miedo del tiempo, de que las jornadas de caza no sean suficientes para conformar al espíritu de la montaña. Los días no pueden atraparse ni detenerse, los animales alguna vez van a agotarse. Entonces será necesario buscar otro bosque, y más brebaje, y más tiempo para satisfacer un ansia divina que nadie será capaz de cumplir. Éste es mi miedo, pero mi padre no parece pensar, él avanza en su hambre de víctimas. Quizá ya no le importa si ustedes  existen o no. Si allí están, algo harán por salvarlas. Si no, lo mismo da morir en el bosque o en la hoguera. Los cuerpos terminar siendo tierra y carne quemada.
      Oyó un ruido de ramas y un grito. Zor había intentado arrojar una vez más su lanza y había caído de cara al suelo. Tol corrió a ayudarlo, pero el viejo se levantó solo. La frente le sangraba, y se puso a caminar con lentitud. Sus huesos se habían debilitado nuevamente. Las piernas estaban flaqueando otra vez, la cara había vuelto a cubrirse de manchas marrones. Se fue encorvando un poco más con cada paso.
     -Padre-empezó a decir Tol, pero el sonido y el aroma del fuego lo interrumpió.
     El cielo estaba otra vez habitado por humo y oscuridad. Las llamas no llegaban esta vez del volcán, sino de este lado del río.
     Nos atraparon, los cazadores de Reynod nos atraparon.
      El fuego avanzaba con rapidez. Las ramas se quebraban y caían alrededor de ellos. Tol ayudó al viejo levantarse y caminar, pero las piernas de Zor ya no lo sostenían, y tuvo que cargarlo sobre la espalda una vez más.
     Miró hacia todos lados, y no tuvo más alternativa que permanecer parado entre los árboles lamidos por las lenguas del fuego. El olor de los almendros había invadido todo el bosque, y los adormecía, elevando la memoria de Tol por encima del fuego hasta llevarlo a su infancia.
     El humo lo hacía llorar como un niño.
     La mirada del viejo tenía una expresión de pesadumbre y renunciación. Entre el crepitar de las ramas, Zor decía percibir ahora los gritos de las vírgenes del sacrifico.
     -Son ellas las que gritan, hijo, no pudimos salvarlas-dijo débilmente.-El llanto de las vírgenes no puede confundirse con ningún otro grito.
    -Los dioses nos vienen a buscar, padre.
     Esta vez el viejo no le contestó. Tol lo cargó, buscando un sendero libre entre el fuego. El cuerpo de Zor se le hizo liviano, tan etéreo y suave, que era como si el alma lo estuviese abandonando con una imperceptible y cabizbaja marcha hacia lo alto. Así lo había oído decir al brujo una vez, el peso del alma es mayor al peso del cuerpo.
     Después lo recostó sobre un estrecho sector de tierra seca. Se sentó a su lado, puso las manos sobre el pecho de su padre para sentirlo respirar, y comenzó a contemplarlo con pena. Había envejecido mucho más que la edad que en realidad tenía.
     -Sufro- murmuró el viejo, con voz muy baja, con un quejido más parecido al rumor de un muerto que al llanto.
     Esa voz parecía venir de otra parte, por eso Tol miró hacia arriba, a los esqueletos de los árboles movidos por algo diferente al fuego o al viento, una especie de vaho incandescente. Los ojos de su padre seguían abiertos, pero eran ya nada más que la rígida expresión de las llagas del cuerpo.
     Entonces aparecieron los cazadores. Primero oyó el retumbar de sus pasos sobre la tierra arrasada. Luego, vio los cuerpos avanzando entre las ramas, las caras feroces pintadas de rojo y amarillo, los colores de la guerra en los rostros de los hijos del sol.
      Tol no supo qué hacer al principio, sin embargo ahí cerca estaba el recuerdo, en su mente confundida pero memoriosa. El día de su iniciación en el bosque se presentó nítido y claro, como una revelación más fuerte que todo el resto de sus creencias y del miedo que le habían enseñado.
     La imagen piadosa, la bella figura de su padre liberando del sufrimiento a las crías, era lo único que le había dado un sentido concreto a su infancia, algo que recordaba sin titubeos ni temor. Algo que podría contar paso a paso como si hubiese ocurrido sólo unos pocos días antes. El acto que Zor había realizado, el gesto de piedad y la caricia de muerte que había ofrecido a esos animales, sería exactamente igual al acto que Tol estaba dispuesto a cumplir. Por eso levantó lo que quedaba del filo de su lanza rota, y la hundió en el cuerpo de su padre.



Ilustración: Peter Nikolau Arbo

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