Antes de correr,
se quedó mirando la montaña, asombrado por esos sonidos más grandes que los de
cualquier animal o cosa que él hubiese conocido alguna vez. Más maravillosos y
extraños aún que las tierras de las que le habían hablado, donde los hombres se
asentaban para cultivar y construir hogares para el resto de sus vidas, donde
los niños crecían hasta hacerse hombres en el mismo sitio en el que también
morirían. Pero Tol nunca había alcanzado a ver todo esto, ni siquiera lograba
imaginar cómo sería ver un mismo árbol, un lago de calmas aguas por más tiempo
que el largo de un invierno. Sólo sabía de la vida simple de su pueblo, de las
cacerías, ceremonias y ritos en las que el brujo era el representante de los
dioses.
El viento y el cielo habían estado avisando, desde varios soles atrás,
con un aroma a tierra húmeda y animales muertos, mientras las nubes se
desplazaban alrededor de la montaña. Los hombres se habían reunido varias veces
para decidir la partida. Los animales estaban huyendo hacia otras regiones y
comenzaban a escasear en los bosques de Droinne.
Pero el brujo había decidido que aún no era el momento propicio.
Tol se preguntó la razón. Si hubiesen partido enseguida, no habrían dado
tiempo al espíritu de la montaña para estallar. Le inquietó la idea de que
habían sido engañados.
Con el primer estallido de la montaña, los temblores estremecieron la
tierra y una fuerza invisible empezó a empujar al pueblo como a un conjunto de
hormigas arrasadas por un río desbordado. Los niños lloraban tapándose los
oídos. Las mujeres gritaban y corrían sujetando a sus hijos de las manos. Por
todos lados aparecían las cabras libres de los corrales y las sogas. Los
hombres intentaron reunir a sus familias y organizar la huida, pero luego
comenzaron a correr hacia cualquier parte que viesen libre de las piedras de
fuego que atravesaban el aire.
El cielo comenzó a cubrirse de nubes grises y rojas que envolvían la
cima del monte y el cielo circundante. Después, más nubes cubrieron el horizonte,
y toda claridad desapareció.
Tol observaba aquel fenómeno del que le era difícil apartar su mirada.
De la cima salían fuegos que caían sobre las laderas y comenzaban a descender
hacia el valle. Los bosques de encinas y abetos blancos eran invadidos por la
lava y los árboles estaban en llamas. Sólo comenzó a moverse al darse cuenta
que el miedo empezaba a insensibilizar sus piernas, y se sintió a punto de
caer. Inspiró profundamente, y escapó mezclándose entre los demás. Pero sus
ojos oscuros seguían contemplado la montaña y el valle.
El calor le quitaba fuerzas. Se apartó los cabellos lacios de la cara y
se restregó la barba y sorbió el sudor que lo empapaba. La ceniza volvía a
llenarle la boca y la garganta aunque escupiera tantas veces que ya no le
quedaba saliva, sólo una costra de ceniza dificultándole respirar.
Vio a su mujer, que se le acercó corriendo para abrazarse a su pecho. En
sus ojos había un temor desesperado, miraba hacia todos lados como si hubiese
perdido algo. Luego se apartó de él rápidamente y volvió a perderse entre la
multitud. Cuando pudo encontrarla otra vez, ella seguía buscando algo, pero
ahora intentaba hablarle en medio de los gritos y el estruendo de la montaña.
-¡Los niños!-le decía.
Cambiaron el rumbo hasta casi hacer un semicírculo. Tol pudo ver al
grupo de niños que tropezaban en su huída. Las mujeres apenas eran capaces de
calmarlos. Los pequeños gritaban, mientras los más grandes señalaban hacia la
montaña. Algunos se habían quedado quietos, abrazados a sus perros y llorando.
A una edad aún menor que la de sus hijos, también había formado parte de
aquellos grupos liderados por mujeres. Cuando los niños crecían lo suficiente
para aprender a cazar, ellas eran apartadas del pueblo para morir solas. Pero
su madre había muerto antes de eso, y al preguntarle a su padre Zor la causa,
el rostro del viejo se ensombrecía siempre con una expresión iracunda.
Tol buscó a sus hijos entre los demás y los cargó en los hombros, su
mujer lo seguía a pocos pasos. Comenzó a correr con la certeza de que iban a
salvarse. Se sentía fuerte como para arrastrar a su familia toda la distancia
que fuese necesaria.
Soy un buen cazador, debo pensar
que voy detrás de alguna presa, si no quiero que la fatiga me detenga.
Pero había comenzado a ahogarse aún
cuando sabía que faltaba una larga distancia para estar lejos del peligro. La
ceniza caía en forma de lluvia incesante, espesa.
Mucho más he caminado otras veces,
llevando el doble del peso que ahora llevo.
Pensó en su padre mientras avanzaba, eso siempre le daba fuerzas. Toda
su vida había buscado acompañarlo, aprender de él, porque había sido quizá el
cazador más grande de su pueblo. No podría decir cuántos días y noches
caminaron juntos, ni tampoco los atardeceres que presenciaron en aquellos
viejos tiempos. La vida consistía en cambiar de tierras permanentemente, y las
estaciones y los lugares se confundían en su memoria.
Ríos caudalosos o lentos como
manadas de bisontes, bosques frondosos o abiertos, de árboles rojizos, verde
oscuros, hayas o abetos, melocotoneros cuyos frutos saciaban mi sed en las
tardes de verano. Corzos y zorros, tejones y nutrias en los arroyos, castores
construyendo sus puentes endebles. Todo eso es
un solo recuerdo de colores y cosas confundidas, un único símbolo de la
vida con mi padre.
El viejo había comenzado a debilitarse desde hacía un largo tiempo.
Estaba enfermo, y tuvo que reconocerse que muy pronto llegaría el día de su
muerte. Recordaba que una vez, cuando Tol era muy pequeño, lo había visto
acercarse al grupo. Casi no conocía a su padre, siempre partía lejos, a los
bosques, a cazar. Ese día llevaba un puñal de hueso atado a la manta de cabra
que le servía de abrigo, la cabeza cubierta con un gorro de piel de nutria. El
rostro fuerte, rígido en su expresión frente a las mujeres, se fue suavizando
al ver a su hijo. Después de abrirse paso entre ellas, levantó a Tol hasta
sentarlo en sus hombros. Desde allí arriba, Tol se sintió más grande que los otros
niños, deseoso de gritarles a todos que era el hijo del hombre más alto del
pueblo. Entonces le sacó el gorro de piel a su padre y apoyó la cabeza sobre
los cabellos, enlazando las manos bajo el mentón, acariciándole la barba. Y
mientras caminaban, sintió los pasos descalzos de Zor, retumbando en la tierra
como dos masas invencibles sobre la superficie del mundo. Una marcha que ni los
mismos añosos árboles se habrían atrevido a interrumpir.
El cielo se había oscurecido aún más. El calor entorpecía sus pasos, sus
piernas estaban débiles y lo hacían tropezar con las rocas. Apenas podía
mantener los ojos abiertos por un rato, la ceniza y el sudor los lastimaban.
Veía a su alrededor a las mujeres con los niños en brazos, llorando mientras
corrían. Miraban de vez en cuando a la montaña, y no parecían comprender tantos
ruidos extraños, tantos gritos y gemidos. El mundo estaba muriendo, y el sonido
venía de la boca enorme del dios de la montaña.
Junto a unos árboles vio a su padre. Bajó a uno de los niños y se lo
entregó a su mujer. Ella continuó y Tol
se acercó al viejo. Su padre estaba herido y tenía la cara cubierta de ceniza y
respiraba con dificultad. Puso pieles sobre las llagas del cuerpo y lo cargó
sobre su espalda, mientras agarraba a su otro hijo de la mano. Comenzó a
caminar. El terreno ganado en su carrera se perdía ahora en una lenta caminata,
pero el hecho de haber hallado a su padre le había dado confianza.
La gente se dispersaba en todas direcciones, hasta perderse de vista.
Hombres que él creía reconocer agonizaban tendidos en el barro, algunos le
extendían las manos al verlo pasar. Otros pasaban a su lado y lo agarraban de
un brazo, pero él se desprendía de ellos.
Tol empezó a sentirse mejor, a pesar del cansancio. La carga lo había
obligado a calmarse, y el rítmico paso lo había llevado a un soñoliento estado
de ánimo. Presentía que en algún lugar estaba el punto donde por fin iban a
hallarse fuera del alcance de la montaña.
El aire se había enrarecido demasiado para ver muy lejos. Las piedras no
cesaban de caer. Su espalda y la del niño estaban lastimadas. El cuerpo de su
padre, en cambio, ya no le irritaba la piel. Tuvo el pensamiento, la idea
curiosa de que eran un solo cuerpo.
Un perro acompañaba a su hijo con el lento paso de una pata quebrada, de
vez en cuando se detenía a lamerse las llagas del muslo. De pronto vio al
animal olfatear el aire y alzar las orejas. El perro comenzó a correr sin
esperarlos. También ellos oyeron después el sonido cristalino, el borboteo del
agua materializándose en sus oídos.
Cuando llegaron al río, Tol se sentó a descansar en la orilla, mientras
el niño y el perro saciaban la sed. La mano de un hombre le tocó un brazo.
-¡Venga! Estamos construyendo balsas y necesitamos ayuda.
Estaba anocheciendo. El fuego en la boca del volcán seguía saliendo en
forma de largas lenguas de colores. Una capa de lava rojiza y humeante cubría
la cima, bajaba por las laderas y arrastraba los árboles del bosque en el que
pocos días antes había estado cazando.
Tol ayudó a cargar ramas y unirlas con sogas. Los nudos que había
aprendido de niño le salvarían la vida.
Así, hijo, una vuelta con el dedo
un poco doblado, con la otra mano hay que girar la cuerda, una parte sobre la
otra, y luego otra vez, y dos veces más. Padre me enseñó este nudo en las
noches de lluvia en que no podíamos dormir.
Las balsas fueron terminadas y las
arrojaron al agua, sujetándolas con cuerdas para evitar el arrastre de la
corriente. Algunos empezaron a subir, y Tol corrió en busca de su familia. Hizo
abordar primero al niño, pero cuando llevaba a su padre en brazos, uno de los
hombres lo detuvo.
-¡No!- le dijo.
Había temido que esa negativa se presentase de un momento a otro. El
creciente rencor del pueblo hacia ellos se había concretado finalmente en este
gesto de desprecio. Pero no estaba dispuesto a que lo rechazaran.
Empujó al otro, el hombre se le interpuso nuevamente. Avanzó con fuerza
una vez más, pero no pudo defenderse sin las manos libres. Recibió un golpe, y
cayó al suelo con su padre encima. Sintió el sabor de la sangre en la boca, el
olor del puño del otro ensuciándole los labios.
Antes de que poder levantarse, las balsas ya se habían alejado. Intentó
alcanzarlas, pero los hombres remaban con rapidez. Escuchó las voces de los que
huían, diciendo lo que no necesitaba oír de nuevo: Zor debió haber abandonado
el pueblo.
-¡No vamos a seguir arrastrándolo!- gritaron.
Alguna vez, tal vez muy pronto, me
iré a la tierra que se hereda con la muerte. Es necesario, un trabajo
solitario, pero aún no es tiempo, dijo mi padre tantas veces.
Desde la playa, los observó mientras se alejaban. Por lo menos su hijo
había quedado a salvo. El perro también miraba el correr del agua y las balsas.
Quizá extrañara a Zaid tanto como él iba a hacerlo.
Miró al anciano a su lado, que murmuraba sin sentido y gemía de dolor.
La noche era oscura, iluminada sólo por los destellos del volcán.
Construyó una balsa más pequeña y se subieron a ella, dándose impulso con una
rama. Avanzaron guiándose por el reflejo de las antorchas de la orilla y de las
otras balsas. Varios hombres que nadaban intentaron subirse, pero él los
expulsó. Los vio hundirse en el agua que despedía un reflejo brillante,
incandescente.
Lo más importante es mi padre, aunque sea
lo único que me impide salvarme también. Me siento bien con el viejo, mejor que
con nadie más.
La balsa tocó tierra en la costa opuesta. Caminaron un corto trecho
entre fogatas y mujeres que cuidaban a sus hombres heridos. Detrás de un
despeñadero, quizá un muro de roca con estrechas cuevas que aún no alcanzaba a
distinguir, Tol acostó a su padre y lo envolvió con pieles. Comenzó a
adormecerse, pero un ruido creciente de voces lejanas lo sobresaltó. La
superficie del río se estaba moviendo, y la misma incandescencia ahora crecía
hacia ellos. El cielo se iluminó con múltiples y breves fogonazos como
relámpagos. La montaña misma parecía avanzar con la forma de una masa dorada y
roja. Sombras de brazos y piernas fueron aclarándose a la luz de las llamas,
crecieron como animales rodeados por un halo rojizo, haciendo gestos de súplica
hacia el cielo oscuro. El estruendo de los árboles arrasados, de las ramas y el
follaje encendido y humeante, los perseguía. Los hombres y mujeres se arrojaron
al río, y de los cuerpos surgió el olor de la piel quemada. Entonces el río
empezó a levantarse.
Tol apenas tuvo tiempo de recoger a su padre y huir hacia las rocas
altas. Escuchó el oleaje que arrasaba la playa y derribaba los árboles del
primer surco boscoso. Se arrodilló para tomar respiro por un instante, y miró
atrás. Cuando veía subir al río otra vez, alzaba a Zor y continuaba
ascendiendo. Desde las rocas del promontorio vio la luz escasa del amanecer, y
se dejó caer junto a un tronco muerto. De lejos se escuchaba el murmullo de
quienes habían seguido al brujo, en un sector aún más alto, en donde podían
verse las antorchas brillando entre los árboles. Pero estaba demasiado cansado
para pensar qué iba a hacer después.
La noche y el frío habían atenuado el calor de las llamas, y Tol pudo
dormir. En la mañana, la llovizna de agua y ceniza seguía cayendo sobre los
cuerpos. La columna de humo continuaba surgiendo de la montaña.
Tol miró a su padre. La frente y las arrugas de dolor se habían
relajado.
Los sobrevivientes ocupaban toda la extensión del cañaveral entre el
promontorio y el comienzo del bosque. Algunos comían alrededor de las fogatas,
otros curaban a sus enfermos. Un grupo caminaba hacia donde el resto del pueblo
se había protegido con el brujo. Los muertos no habían sido aún recogidos.
Tol sabía que era necesario llevar a su padre allí también, pero quiso
esperar a que el camino se despejase, temía que lo detuviesen si lo reconocían.
Luego cargó a Zor en su espalda, y siguió a los otros a través de un sendero de
árboles caídos. El nuevo curso del río podía verse más allá, corriendo entre
colores de tierra y pequeños torbellinos amarillos que hacían brotar cadáveres del
fondo.
Al ver a Reynod en la playa, Tol se separó del resto.
El brujo caminaba rodeado de los ayudantes que lo protegían, abriéndose
paso con dificultad entre los heridos acostados en la arena. La cabeza de
cabellos canosos parecía moverse según el gesto de la mano que revisaba los
cuerpos. En la muñeca tenía atada una cornetilla de madera cubierta de plumas.
Tol se había acercado hasta detenerse detrás de los ayudantes. Cuando el
brujo reconoció al viejo Zor sobre los hombros del hijo, interrumpió su labor y
fue hasta ellos. Entonces comenzó a hablar en voz muy alta, con un acusador
brazo alzado dirigido a Zor. Muchos se apartaron asustados de su rostro.
-¡Ese hombre no pertenece aquí! ¡Ha desobedecido la ley y deshonrado a
su familia!
Tol nunca había logrado que su padre le contase la causa de la ira del
brujo. Ni siquiera cuando esa furia había provocado que toda la familia también
sufriese. Los mantenían a distancia en las caravanas, pero los vigilaban, sin
embargo, con estricta rigidez. Una vez, cuando Tol era muy joven y recién
casado, quiso levantar una choza para proteger a su familia del sol intenso de
una época especialmente calurosa.
-¿Qué estás haciendo?- le preguntó Reynod, rodeado por su séquito en la
habitual ronda de reclutamiento de cazadores.- ¿Vas a quedarte mucho tiempo
acá? Nos sigues o nos abandonas, pero ya no esperes mi protección.
Los otros lo miraban con odio. Tuvo que dejar a un lado las ramas y las
herramientas, y bajó la vista en señal de obediencia. El brujo se alejó con esa
mirada tan peculiar de furia y vergüenza simultáneas que él nunca supo
comprender.
Cuando se habla con Reynod, uno
siempre se equivoca, decía mi padre. Se convierte en otro cada vez que uno
desea penetrar en sus ojos, ver el proceso de su mente. Se adelanta a cualquier
inocente mirada que dure más de lo necesario, cerrando todo resquicio entre los
párpados capaz de revelar sus pensamientos. Se transforma en otro, de dureza
impenetrable.
La voz del brujo lo distrajo del recuerdo.
-Por hombres como Zor el espíritu de la montaña se ha enfurecido y nos
castiga a todos. Ahora debo averiguar si los dioses quieren que sacrifique a
mis hijas. Si tengo que hacerlo, ya no te salvarás de la hoguera, ni tampoco tu
familia.
Después les dio la espalda, y los demás volvieron a acercarse,
rodeándolo de voces suplicantes. Tol se quedó allí, mirando a su padre, que
estaba despierto y lo había escuchado todo. Las pieles sucias se habían adherido
a las llagas, y con cada movimiento daba un grito contenido. Lo llevó de vuelta
al promontorio para apartarlo de las miradas de los otros. Estaba hambriento y
decidió ir a cazar.
El sendero que conducía al bosque estaba ocupado por niños y mujeres que
descansaban o buscaban a otros. Pasó entre ellos, mirando con atención por si
hallaba a sus hijos. Más adelante, la gente se fue dispersando, hasta que todo
el bosque pareció vaciarse de lamentos y gritos. No escuchó ni un solo pájaro.
De la corteza de los árboles manaba una savia verde. Recordó el día que dejó su
marca, por primera vez, sobre el tronco de un abeto. La jornada de su
iniciación.
Zor lo había llevado a elegir su lanza en la choza del armero. Tol se
sintió casi un hombre, e ignoró las miradas del hijo del artesano, con el que
había jugado hasta entonces. Se puso a observar, con la vista atenta y seria,
con las manos a la espalda y el paso quedo, las armas de madera esparcidas en
el suelo. Los extremos de huesos que el anciano usaba como puntas, moldeándolos
y sacándoles filo. Luego, como un entendido, las tomaba entre sus manos para
ponerse en posición de combate.
La familia del artesano había dejado de mirarlo. Pero Tol escuchó,
mientras fingía estar atento a su elección, la conversación de los hombres.
-¿Ya has decidido a qué lugar lo llevarás?-
preguntó el armero.
A Zor no le gustaba hablar mucho, y contestó con desgano.
-Sí, detrás de la laguna, será más fácil para Tol.
-Dicen que vieron a unos extraños pasar por allí, montados en caballos
que nunca vi en el Este. Vestían ropas curiosas y cascos con cuernos. Parece
que bajaron de unas barcas en la costa norte, con armas más brillantes que las
piedras o el hueso. Se veían cansados, dicen, y durmieron hasta el amanecer.
Después, no dejaron rastros.
-¿Y qué?- le inquirió Zor, serio, obligado a hablar más de lo que
deseaba.- Yo también los he visto, muy temprano en la mañana después de pasar
la noche en los bosques. Me habían dicho que eran como las apariciones, pero
más bien son como imaginamos a los dioses, de piel clara y cabellos como el
sol. He pensado mucho en ellos desde entonces.
Cabizbajo, continuó hablando mientras miraba a su hijo.
- Pero creo que son hombres simplemente, y no nos molestan. Cuando el
Brujo decida dejar que otros pueblos nos enseñen algo, los conoceremos. Por
ahora, sólo somos cazadores y súbditos de Reynod.
Tol sabía que desde la muerte de su madre, el carácter de Zor se había
vuelto casi intolerable. Habían tenido la oportunidad de alejarse mucho antes,
pero él se había empecinado en permanecer en el ese pueblo que lo aborrecía.
Como si no quisiese dejar el cuerpo de su esposa, a la que creía ver
desplazarse entre la gente con la misma belleza de cuando estaba viva.
La vida con su padre había sido aislada y
solitaria. Levantaban cercas alrededor de las chozas que construían cuando la
migración se detenía por algún tiempo. Cercas no más altas que la altura de un
hombre, porque Reynod no deseaba perderlos de vista. Los cazadores los vigilaban
siempre, dispuestos a castigar a Zor si no los seguían hacia tierras que eran
cada vez más pobres. Muchas veces Tol había escuchado a su padre lamentarse
cada mañana en voz alta, preguntándose cuándo se detendría Reynod. Pero fuera
del límite de sus manos, como hastiado e indiferente a lo que el brujo pudiera
pensar o hacer, aquellos hechos se fueron borrando de su preocupaciones.
Cada cinco inviernos la cerca era
abandonada, el pueblo cambiaba de bosques y las chozas volvían a levantarse.
Nunca habían conseguido alimentos ni ayuda de parte del pueblo. Sólo algunos
rebeldes venían a visitarlo. El artesano y constructor de armas iba a verlo con
la excusa de regresar la lanza que se había llevado para reparar, y se sentaba
junto al niño y su padre, sobre los troncos amontonados de la cerca,
contemplando la caída del sol. Las fogatas en los campos se apagaban, y las
columnas de humo ascendían. El canto de los búhos comenzaba en medio de la
noche. Después el artesano se iba y ellos se quedaban solos.
La
mirada de Zor adquiría entonces una acuosidad casi palpable, como si hubiese
sumergido el rostro bajo la corriente de un río calmo. Era una mirada de
párpados caídos, de barba recortada sobre la boca de labios levemente abiertos,
expectantes. Tol tenía miedo de mirarlo en esos momentos, porque no era su
padre al que veía, por lo menos no al que siempre había conocido. Fue en esa
época cuando se dio cuenta de que Zor estaba vencido. Por más que volviese a
cazar todos los días, aunque a su regreso del bosque lo alzara sobre los
hombros, ya todo estaba acabado.
Al día siguiente del encuentro con el
artesano, emprendieron el camino al bosque, y se detuvieron en un claro. Tol se
sintió atrapado dentro de aquella barrera de enormes hayas, silenciosas figuras
divinas de impenetrable pensamiento.
Zor era alto en ese entonces, la barba le crecía hasta muy cerca de los
ojos y un espeso vello le cubría el cuerpo y las piernas. A veces a Tol le
agradaba pensar en su padre como un enorme animal de lento caminar, fuerte y
callado.
Recorrieron un sendero estrecho, donde los rayos del sol alumbraban el
polvo y las semillas que giraban con la brisa y caían en la hojarasca. El
pequeño Tol, mientras sus ojos se perdían en la maraña de las ramas altas,
pensaba en las historias que su padre le había contado en muchas ocasiones
sobre las cacerías de bisontes cuando era muy joven. Se imaginaba entonces
acompañándolo en esas jornadas, saliendo del bosque junto a su padre como un
cazador más, hacia las planicies donde pastaban las grandes bestias.
Un gamo cruzó velozmente el sendero y se detuvo en un arroyo. Se
acercaron con sigilo, escondiéndose tras los troncos, oculto el sonido de sus
pasos por el rumor del agua.
Tol arrojó la lanza sin esperar la orden de su padre. Enseguida
presintió que algo estaba mal. El rostro de Zor se veía enojado. El animal
había caído sobre un costado, la lanza estaba clavada en una de las ancas, y de
una mancha roja brotaba sangre anegando el pasto a su alrededor. Zor comenzó a
maldecir con palabras que el niño nunca había escuchado antes, y fue en busca
del gamo aplastando los arbustos con paso furioso.
-¡No!-gritó cuando Tol también quiso acercarse. Después arrancó la lanza
y volvió a clavarla detrás del animal, varias veces. Unos chillidos inundaron
el bosque. Las aves huyeron en bandadas desde los árboles. Entonces Zor levantó
a la bestia sobre los hombros y la cargó hasta donde estaba su hijo.
Tol esperó la aprobación ardientemente deseada, pero nada obtuvo. Desde
donde estaba, vio dos crías ensangrentadas e inmóviles en la orilla del arroyo.
El agua intentaba arrastrarlas.
-No podíamos dejarlas solas- fue lo único que le dijo su padre al
regresar, y Tol aprendió esa tarde que algunas veces también la piedad lo
obligaría a matar.
-La muerte que ofrezcas-le dijo su padre más tarde-debe ser siempre
segura y terminante.
Tol escarbó en las madrigueras y cazó dos topos y un conejo, halló
codornices muertas. Por ahora era bastante alimento para su padre enfermo. Al
salir a campo abierto se reencontró con el paisaje de los heridos acostados
contra los troncos, bajo la tenue e incesante lluvia de ceniza.
Ya era de noche cuando terminaron de comer, pero la satisfacción tardó
en llegar. Los trozos de carne habían ensuciado la barba de Zor. Tol intentó
limpiarle los labios lastimados. El viejo había salido del letargo, y hablaron
durante un largo rato junto a la fogata. Después, su padre comenzó a mirarlo
con fijeza. Algo en sus ojos luchaba por ser contado.
-Van a sacrificar a las jóvenes, hijo. Por mi culpa la montaña se enojó
con el pueblo.
-Los Dioses se enfurecen por todos nosotros- le respondió Tol, porque no
entendía que su padre creyese otra vez en los dioses de los que había renegado.
-Debo quitar muchas vidas para calmar su ira, ésa será mi ofrenda.
-Pero padre, cuáles dioses, si nunca te oí rezar.
-Debe haberlos, ¿no es cierto? Mira el volcán, hijo, la montaña me ha
convencido de mi culpa más que todos estos años de iniquidad.
Tol intentó convencerlo de lo contrario, pero el viejo lo miraba con una
expresión de cruda, irremediable certeza. Parecía dispuesto a hacerlo como
pudiese, aún sin ayuda.
-Necesito que la hechicera me prepare algo. No creo que tengas que
explicarle nada.
Se resignó a obedecerlo y se alejó guiado por la luz de las fogatas, el
rumor del río, el viento pesado y débil, el olor de la carne viva y quemada que
se iba perdiendo en la distancia. El aroma de la tierra húmeda crecía.
Percibió luego el olor extraño, antiguo,
de la hechicera. Decían que la anciana era capaz de sobrevivir a todo
desastre, un espíritu que se hacía cuerpo cada que vez alguien la necesitaba.
La encontró rodeada de mujeres que rogaban por sus hijos heridos. El fuego
iluminaba las manos de la vieja, ágiles como si tuvieses hilos proyectados
desde la techumbre oscura de la noche. Un humo distinto, de tonalidades grises
y ocres, se levantaba desde las llamas y el río con un olor a especias, a
nueces quizá, pero de pronto cambiaba a otro olor a carne o cuero quemado.
Aquel aroma comenzó a embriagarlo, se sintió mareado y tuvo que entrecerrar los
párpados para distinguir a las mujeres que tenía delante.
Cuando se acercó, ellas se apartaron. La hechicera levantó la mirada.
-Te esperaba desde hace tiempo- le recriminó.
Cuando era niño, muchas veces había acompañado a su madre a ver a la
vieja en busca de curaciones o consejos. Un miedo indecible lo hacía temblar en
esas ocasiones, con sólo ver esa cara entre las sombras de la choza, y sólo
rogaba que ella no se diese cuenta ni se fijase en él. Sobreponiéndose a ese
temor que creía muerto, comenzó a explicarle.
-Mi padre...
Pero la anciana lo interrumpió.
-La bebida está preparada- Y se perdió en la oscuridad alrededor de la
fogata. Regresó poco después con un recipiente entre las manos. Lo apoyó en las
palmas de Tol y le advirtió sobre sus efectos. Las mujeres seguían todo aquello
con una expresión de extrema reverencia. Tol miró el interior de la vasija, un
líquido sin olor ni apariencia extraña se balanceaba con los movimientos de sus
manos.
-¡Tu padre te espera!- le recordó ella con brusquedad.
Hizo el camino de vuelta con la fuente abrazada a su cuerpo,
protegiéndolo como si la vida de su padre estuviese allí encerrada. Un niño
llevando el líquido que la más inocente torpeza haría derramar.
Al verlo de regreso, Zor intentó levantarse y extender los brazos para
exigirle el brebaje. Tenía los ojos turbios y enrojecidos.
-La anciana dijo que lo bebieras
despacio.
Zor asintió con la cabeza, pero bebió largos tragos, temblando, sin
desperdiciar una sola gota. Dejó la vasija vacía en el suelo y se dispuso a
dormir.
Tol no tenía sueño aún. Comenzó a limpiar el filo de su lanza sobre el
fuego, hasta que el crepitar de las llamas se fue extinguiendo con lentitud.
*
El sol apenas alumbraba una porción del
horizonte, cubierto de nubes grises.
Pocos habían despertado. Alguna fogata aún perduraba entre los cuerpos
dormidos. La corriente se deslizaba con rapidez por el nuevo cauce junto al
viejo lecho, ya endurecido por la lava. El volcán seguía echando humo, pero en
silencio.
Los gavilanes sobrevolaron la zona durante todo el día, peleándose sobre
los cadáveres.
Zor
había despertado. La luminosidad de la mañana le dejó ver el cambio
profundo en el cuerpo de su padre. Las llagas habían desaparecido, los músculos
recuperaron su forma bajo la piel. La barba era espesa y abundante como en su
juventud. La espalda se erguía recta y la voz no le temblaba.
-¡Vamos, hijo!- le ordenó, mientras se levantaba para ponerse en camino.
Parecía más alto que en aquellos últimos años, con pasos seguros y sin
tropiezos.
El hechizo no durará.
Tol lo siguió. La caminata de su padre era ligera, fuerte como la de un
joven yendo en procura de alimento para su familia. A medida que se alejaban,
algunos hombres los miraron con resentimiento, sin fijar la vista mucho tiempo
en ellos.
Los nuevos despeñaderos formados por la lava, las terrazas de suelo
caliente que se escalonaban una tras otra a los costados del río, los separaba
del sector en que se había asentado el pueblo. Cuando Tol vio los primeros
árboles del bosque, antes de continuar, miró atrás, y tuvo una rara sensación.
Miedo, tal vez, pero no necesitaba pensar en eso ahora. Su padre había
recuperado aquello que él había perdido poco tiempo antes: la vitalidad de la
cacería. El acoso constante del brujo lo había relegado a las zonas pobres, sin
permitirle cazar en los mismos lugares que los otros. Casi sin darse cuenta,
Tol había olvidado la furia necesaria para matar.
Pero el anciano, que apenas la noche anterior estaba herido y moribundo,
se desplazaba entre los árboles con movimientos sigilosos, pisando las hojas
marchitas sin hacer ruido, con pies de aire, con los sentidos atentos a
murmullos o aromas que su hijo no percibía. Varias veces se dio vuelta
recriminándole su lento y torpe caminar.
Tol se sintió entonces como un aprendiz de ese hombre rejuvenecido no
tanto por aquel líquido mágico, sino por el bosque con su aire de nítido
misterio, los colores de la sombra y la luz a través de las ramas, los gritos
ocultos de los animales.
Se sentaron a descansar en unas rocas, junto a helechos de hojas rojas
que crecían al borde del arroyo. Algo se movió al otro lado, de pronto. Se
levantaron con rapidez hacia el agua.
-Nos mojaremos para que no sientan el olor- recomendó Zor.
Entonces comenzó la cacería.
El calor había cedido un poco, y
los animales reaparecieron en la orilla en busca de agua y comida, aislados o
en pequeños grupos, sin la precaución que les era habitual. El fuego quizá
debilitara sus sentidos con los vientos calurosos. Estaban allí, abrevando como
si no los viesen o no les importase su presencia, al alcance de sus lanzas, de
las manos ansiosas de Zor por lograr el perdón de los espíritus.
Arrojaron las lanzas y los animales comenzaron a dispersarse, pero
corrían con debilidad. Las manos de los hombres ya no fueron suficientes para
arrancar las lanzas de los cuerpos y usarlas nuevamente contra otro que se
escabullía entre los arbustos. Las bestias se convirtieron en visiones fugaces
que corrían en todas direcciones a esconderse detrás de los árboles, o chapoteando
en los charcos al borde del río. Pelajes de colores que huían, rozándolos. Los
conejos y los zorros trataban de encontrar las entradas perdidas de sus
madrigueras. Las gamuzas y los ciervos se quedaban parados con una mirada ciega puesta en la profundidad
del bosque. Luego se desplazaban hacia atrás o adelante, cerca del agua a la
que iban a desangrarse, o se golpeaban contra los troncos, y se quedaban allí
parados, esperando.
La sangre había salpicado las caras de Tol y su padre con una máscara
roja. Los dedos resbalaban en los mangos y los limpiaban con hojas secas.
Recién descansaron cuando ya no tuvieron senderos libres por los cuales
regresar. La mayoría esta cubierta de cuervos que habían llegado a escarbar en
los cadáveres.
Se acostaron en un claro al ocultarse el sol, oyendo las pisadas de los
animales que aún quedaban vivos. Vieron el brillo opaco de sus ojos, como si
buscasen protección en los mismos hombres que los cazaban. Pero la noche era
para reposar, y aún Zor lo comprendía.
-¿Ya es suficiente, padre?- preguntó Tol.
Las voces se abrieron paso en la oscuridad, hasta mecerse entre las
ramas, entre la ceniza que seguía cayendo como nieve nocturna. El reflejo
plateado del pelaje de las bestias se interponía entre ellos y el río.
-Ahí están, nos esperan. Se están entregando para que las jóvenes del
pueblo se salven- le contestó.
Tol temía a la fuerza recuperada de su padre. Intentó dormir, pero no
pudo. Sentado, con la cabeza entre las manos, vigilaba el sueño intranquilo del
viejo. Los puños de Zor, duros como rocas, apretaban el polvo.
Llevaba a su padre sobre los
hombros, a través del bosque. Corría casi sin sentir el cansancio, sin
diferenciar qué parte del cuerpo le pertenecía a él o al anciano. Eran un
hombre y un niño otra vez, pero intercambiados. El joven llevando al viejo como
antes el viejo había cargado al otro en brazos. El sol se ocultaba en un
horizonte indefinido, demasiado perfecto para ser real. Así no son los
anocheceres, pensó, algo pasa. Y siguió con el pecho intranquilo y los hombros
moldeados al endeble cuerpo que llevaba, blando como una bolsa de plumas.
Dos hombres salieron del follaje, de las
ramas en sombras que ocultaban a los cazadores. Cada árbol era un enemigo con
el rostro oscuro de la noche sin luna, una noche ciega como si tuviese una
venda sobre sus ojos de aire. Los atacaron y clavaron lanzas en el cuerpo del
viejo. Pero por más fuerza que hiciera, o los gritos y ruegos y golpes con los
que se defendiese, nada pudo hacer para evitar que le quitasen a su padre. El
cuerpo del viejo era una masa casi líquida, un deshilachado paño húmedo de
sangre.
Y él, que se había quedado quieto después
de la pelea, sentado como un inútil frente al dominio del mundo, observaba caer
las bolas de fuego desde el cielo.
-Tuve un sueño triste- dijo Tol a la
mañana siguiente.
El viejo lo miró.
-¿El fuego del bosque?- preguntó.
Tol asintió.
-Son los dioses que quieren darnos miedo. No pienses en eso.
Aún era temprano para salir. El viento se había levantado y se escuchaba
el movimiento de las hojas, el chillido de unos pájaros sobre el rumor del
arroyo. Poco después, el amanecer los encontró otra vez en camino.
En algunos sitios la vegetación era espesa y les costó penetrarla. En
donde el arroyo formaba un claro, los venados se habían refugiado con sus
crías. También las sacrificaron, pero los animales no habían intentado huir,
sólo irguieron un poco las cabezas, lo suficiente para mirarlos.
-Si no somos nosotros, serán los carroñeros-dijo Zor, mientras limpiaba
su lanza.
Tol lo escuchaba como cuando era niño, reverenciando sus palabras. Pero
hacia el atardecer no hallaron más que cuerpos quemados, y un silencio pesado,
como si el cielo estuviese por caérseles encima. Un olor a lluvia venía del
este, aún muy lejos, más allá de la cima del volcán.
-¿Salvaremos a tiempo a las vírgenes?- preguntó Tol.
-Todo depende de cuántas víctimas quieren los dioses.
-¿Y quién lo sabe?
-Creo que nadie, por eso debo seguir hasta que muera.
Tol se detuvo un momento, mientras su padre continuaba delante. Miró los
cuerpos esparcidos sobre la hiedra rastrera, o flotando en las aguas del río.
Imaginó que si estas bestias no eran las víctimas, lo serían las vírgenes del
pueblo. Por eso decidió seguir, a pesar del cansancio y la matanza, que iba en
contra de todo lo que Zor le había enseñado.
Se quitó las pieles que lo abrigaban. Su cuerpo hirsuto, parecido al de
un animal encorvado, se confundió en la tenue luz del mediodía brumoso.
*
Pasaron dos noches, y Tol recordó, como
si la vieja hechicera estuviese allí, las palabras que ella le había dicho.
Mientras más despacio beba, más
durará.
Su padre lo había hecho en largos sorbos, y el efecto aún continuaba.
Pero cuánto más, era lo que necesitaba saber. En el camino, mientras el viejo
se adelantaba, Tol se arrodilló un momento para rezar a los dioses.
De repente tengo miedo del tiempo,
de que las jornadas de caza no sean suficientes para conformar al espíritu de
la montaña. Los días no pueden atraparse ni detenerse, los animales alguna vez
van a agotarse. Entonces será necesario buscar otro bosque, y más brebaje, y
más tiempo para satisfacer un ansia divina que nadie será capaz de cumplir.
Éste es mi miedo, pero mi padre no parece pensar, él avanza en su hambre de
víctimas. Quizá ya no le importa si ustedes
existen o no. Si allí están, algo harán por salvarlas. Si no, lo mismo
da morir en el bosque o en la hoguera. Los cuerpos terminar siendo tierra y
carne quemada.
Oyó un ruido de ramas y un grito. Zor había intentado arrojar una vez
más su lanza y había caído de cara al suelo. Tol corrió a ayudarlo, pero el
viejo se levantó solo. La frente le sangraba, y se puso a caminar con lentitud.
Sus huesos se habían debilitado nuevamente. Las piernas estaban flaqueando otra
vez, la cara había vuelto a cubrirse de manchas marrones. Se fue encorvando un
poco más con cada paso.
-Padre-empezó a decir Tol, pero el sonido y el aroma del fuego lo
interrumpió.
El cielo estaba otra vez habitado por humo y oscuridad. Las llamas no
llegaban esta vez del volcán, sino de este lado del río.
Nos atraparon, los cazadores de Reynod nos
atraparon.
El fuego avanzaba con rapidez. Las ramas se quebraban y caían alrededor
de ellos. Tol ayudó al viejo levantarse y caminar, pero las piernas de Zor ya
no lo sostenían, y tuvo que cargarlo sobre la espalda una vez más.
Miró hacia todos lados, y no tuvo más alternativa que permanecer parado
entre los árboles lamidos por las lenguas del fuego. El olor de los almendros
había invadido todo el bosque, y los adormecía, elevando la memoria de Tol por
encima del fuego hasta llevarlo a su infancia.
El humo lo hacía llorar como un niño.
La mirada del viejo tenía una expresión
de pesadumbre y renunciación. Entre el crepitar de las ramas, Zor decía
percibir ahora los gritos de las vírgenes del sacrifico.
-Son ellas las que gritan, hijo, no pudimos salvarlas-dijo
débilmente.-El llanto de las vírgenes no puede confundirse con ningún otro
grito.
-Los dioses nos vienen a buscar, padre.
Esta vez el viejo no le contestó. Tol lo cargó, buscando un sendero
libre entre el fuego. El cuerpo de Zor se le hizo liviano, tan etéreo y suave,
que era como si el alma lo estuviese abandonando con una imperceptible y
cabizbaja marcha hacia lo alto. Así lo había oído decir al brujo una vez, el
peso del alma es mayor al peso del cuerpo.
Después lo recostó sobre un estrecho sector de tierra seca. Se sentó a
su lado, puso las manos sobre el pecho de su padre para sentirlo respirar, y
comenzó a contemplarlo con pena. Había envejecido mucho más que la edad que en
realidad tenía.
-Sufro- murmuró el viejo, con voz muy baja, con un quejido más parecido
al rumor de un muerto que al llanto.
Esa voz parecía venir de otra parte, por eso Tol miró hacia arriba, a
los esqueletos de los árboles movidos por algo diferente al fuego o al viento,
una especie de vaho incandescente. Los ojos de su padre seguían abiertos, pero
eran ya nada más que la rígida expresión de las llagas del cuerpo.
Entonces aparecieron los cazadores. Primero oyó el retumbar de sus pasos
sobre la tierra arrasada. Luego, vio los cuerpos avanzando entre las ramas, las
caras feroces pintadas de rojo y amarillo, los colores de la guerra en los
rostros de los hijos del sol.
Tol no supo qué hacer al principio, sin embargo ahí cerca estaba el
recuerdo, en su mente confundida pero memoriosa. El día de su iniciación en el
bosque se presentó nítido y claro, como una revelación más fuerte que todo el
resto de sus creencias y del miedo que le habían enseñado.
La imagen piadosa, la bella figura de su padre liberando del sufrimiento
a las crías, era lo único que le había dado un sentido concreto a su infancia,
algo que recordaba sin titubeos ni temor. Algo que podría contar paso a paso
como si hubiese ocurrido sólo unos pocos días antes. El acto que Zor había
realizado, el gesto de piedad y la caricia de muerte que había ofrecido a esos
animales, sería exactamente igual al acto que Tol estaba dispuesto a cumplir.
Por eso levantó lo que quedaba del filo de su lanza rota, y la hundió en el
cuerpo de su padre.
Ilustración: Peter Nikolau Arbo
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