PROLOGO
por
Walter Iannelli
Cuando nació mi primera hija,
ese día, al salir a la calle, sentí que el mundo colgaba de un hilo. Que era
frágil y violentamente pequeño, y que esa fragilidad se ocultaba casi siempre
como un cazador al acecho a falta de la luz que en ese momento lo alumbraba.
Algunos otros episodios en mi vida me llevaron y me llevarían a repetir la
experiencia. El primer libro de Ricardo Curci, y este segundo, por ejemplo. Y
no es raro que haya comenzado hablando de mi hija, dado que en este segundo
libro en buena parte son los chicos los encargados de alumbrar ese esqueleto
último, que a cambio de imaginarse sólido y estable como uno a veces supone a
las creaciones divinas, se entrevé en la escritura como mutante pero
paradójicamente indefectible.
A mitad de camino entre la
tragedia griega y la imposibilidad kafkiana, Ricardo Curci, médico para más
datos, acostumbrado seguramente a los humores y a los tumores, a la
arbitrariedad del cuerpo en relación con la naturaleza, a lidiar con Dios más
de lo que convendría, nos pone en el lugar de sus miedos, pero no los nombra.
Está ahí, considero, su arte literario y su ontología para ponerlo en práctica.
Aquello que no se nombra aparece, como
por ejemplo aparece la muerte en nuestra conciencia, y al hacerse real vamos a
negarlo como negaremos a la muerte hasta el día en que algo que subyace lo real
nos diga que vamos a morir. Por eso aquí en “Los seres intermedios” no hay nada
para aceptar, y es así como los centauros, los niños y la muerte se convierten
en un vacío que apenas se puede tocar y es tan efímero como la rémora de un
sueño. De este modo, es casi imposible contar los argumentos de estos relatos:
aquello que los funda está tan entremezclado con las palabras que alterarlo o
aliterarlo sería creer que el mundo y la realidad están hechos de palabras;
aquello que escribe estos argumentos está tan mezclado con el universo que
enunciarlo sería creer que el universo está hecho sólo de acciones.
Nos queda el hambre, que satisface
estéticamente la unidad de estos relatos, pero como el catoblepas, aquel
personaje mítico que se come a sí mismo en una novela de Flaubert, este libro
nos devorará y se devorará a si mismo y nos quedarán las preguntas que jamás
podremos formular con palabras, ni con gestos.
DEDICATORIA
A Andrés Pascual Curci
(1924-1999)
EPIGRAFE
"Ciertas cosas son a veces lo que son
otras: ese teléfono que llama en un cuarto vacío es el rostro del invierno, o
el olor de unos guantes donde hubo manos que hoy muelen su polvo.”
Julio
Cortazar
DOS NIÑOS PELEANDO
Al salir de la clínica, sólo sabía que el vértigo de mi vida
se había terminado. Subí al auto y aceleré hasta encontrar el primer objeto que
se interpuso en mi camino. No sé cómo me rescataron; sí recuerdo, antes de
verme en cama, haber tenido un sueño que se repitió más adelante. Era sobre
alguien huyendo de una habitación hasta llegar a la puerta de un sanatorio y
enfrentarse a la calle. Luego, abrí los ojos, y el cuarto estaba oscuro. Al
tocarme, sentí las suturas en la frente y la vía del suero en el brazo.
En la mañana, no
quise mirar a mi mujer. Ella sabía lo que había intentado hacer, por eso se
acercó a mi oído mientras aún estaba la enfermera en la habitación, y me
insultó como nunca antes lo había hecho. Fue suficiente para darme cuenta de
que ella también habría intentado matarse; no por nada era la esposa de un
hombre que una vez al año dejaba a su familia y su empleo en el banco para ir de
cacería. Entonces pude mirarla ya sin vergüenza, y noté en su cara las secuelas
de todos aquellos días pasados en la clínica cuidando a Martín.
Mi hijo había
estado en una cama dos pisos más arriba. Allí pasamos casi tres meses,
turnándonos por las noches. Gabriela había perdido peso, y su cabello estaba
despeinado la mayor parte del tiempo. Algunas veces la encontraba recostada
junto a Martín, tan dormida que nuestro propio hijo pedía silencio a los que
entraban. Pero los médicos ya no pudieron hacer nada. Y era esa misma palabra la
que pronuncié tantas veces frente al cadáver de una presa junto al río, al
empujarla con el cañón del rifle para asegurarme de su muerte. Yo sabía que
nada, en todo aquel delta desbordante de vida, la haría revivir.
Gabriela no quiso
ir al funeral. Le rogué que tampoco permaneciera conmigo en la habitación.
Durante toda la mañana sentí una quemazón intensa en las piernas. Escuché la
voz del médico desde el pasillo, indicando algo para mantenerme sedado. En la
tarde, Gabriela no quiso decirme dónde había estado.
-Caminando por
ahí- me contestó.
Pero noté una
renovada actitud protectora en su voz, y desde entonces descubrí cambios en ella.
Almorzaba en el comedor del sanatorio, cuando antes no lo hacía por no dejar
solo a Martín. En otra ocasión llegó con un peinado nuevo, y más arreglada que
de costumbre. Era evidente que se sentía tranquila porque yo estaba mejorando. Juan,
en cambio, había sufrido siempre a pesar de haberle rogado una y mil veces,
sentados junto a su cama, que no se diera por vencido, que luchara como si
tuviese un rifle entre sus manos.
Ella ahora sonreía
al hablarme, y pasaba mucho tiempo conversando con los otros enfermos. A la
tarde se iba sola a algún sitio del que no se animaba a contarme. Cuando
finalmente lo hizo, la enfermera que estaba en el cuarto se dio vuelta para
mirarla, después se fue rápido, como si hubiese oído algo que no debía.
-No entiendo-le
dije a mi mujer.
-Lo veo todas las
tardes en el parque.
A pesar de mi incredulidad y mi pena, pensé también que
se veía tan hermosa como quince años antes. Llevaba el pelo atado y unos aros
de perlas. No se había maquillado, pero así me agradaba.
-No sé qué
decir...
-No digas nada,
Luis.- Se levantó para taparme los labios.- Yo te voy a contar lo que Martín me
diga. Te manda un beso.
Durante los días
siguientes, me desperté asustado por el mismo sueño que había tenido la primera
noche. Alguien corriendo por los pasillos de un lugar diferente a éste, que se
detenía en la puerta y se quedaba parado frente a la calle, decidiendo hacia
dónde continuar. Entonces reconocí la cara de un niño, pero no era el rostro de
Martín.
Gabriela no dejó
de hablarme de nuestro hijo ni una sola tarde. Me contaba que él no podía
entrar a verme, aunque no mencionaba el motivo. Le pregunté sobre su aspecto, y
me decía que yo iba a verlo muy pronto. Sólo describió su cara algo demacrada.
Yo no sabía qué hacer, pero finalmente
no me atreví a destruir aquello a lo que mi mujer se había aferrado.
Dos días después,
noté que una de las enfermeras miraba por la ventana con mucha curiosidad.
-¿Qué pasa?- le
pregunté.
Ella dudó antes de contestar.
-No quiero meterme
en asuntos de familia, pero me parece que debe saber que su esposa, pobre, se
pasea por el jardín con un niño que encontró en la calle. Todos lo comentan y
le tienen lástima.
Se calló,
avergonzada, y se fue. Esa semana no tuve deseos de comer y perdí más peso que
a causa del choque. Un día los médicos entraron a quitarme los puntos de las suturas.
Me sentí como acostado en la hojarasca del delta, mirando el cielo entre los
árboles, mientras las bestias me arrancaban la piel con sus dientes de metal. Si
hubiese tenido un rifle en ese momento, me habría levantado para defenderme.
Mi mujer estuvo
tan extrañamente despreocupada en los últimos días que pasé en la clínica, que no
encontré el valor para exponerle de frente su locura. Ella nunca había
intentado convencerme tampoco. Relataba sus reuniones con Martín de una manera
sencilla, como si nada peculiar hubiese en esos encuentros, como si no hubiese
existido el pasado ni sus hechos.
Una tarde me dijo
que él le había contado sobre nuestros campamentos antes de enfermar. Ella se
quedaba en casa, no le gustaban el campo ni las armas, así que no era posible
que supiera describirme con tanta precisión lo que habíamos cazado y de qué
manera lo habíamos hecho.
-Martín extraña
tus excursiones, Luis, la estrategia que le enseñaste para agarrar desprevenida
a las presas. Es por eso que decidió pelear.-Luego sus ojos se fijaron en la
luz de la ventana.
Esa noche entré en
mi sueño sin resistencia. Volví a ver al niño, por las calles que ahora
reconocí: eran las que llevaban a esta clínica. Él tenía la expresión de alivio
de quien descubre un camino familiar después de haberse extraviado.
Me dieron el alta
en la tercera semana. Un enfermero me llevó en silla de ruedas hasta la puerta,
donde mi mujer me esperaba en un taxi. Había ido a comprar ropa nueva para
Martín, me contó. Cuando llegamos a casa, un niño salió a saludarme. Se abrazó
a mis piernas, y levanté su mentón para verle la cara. Tenía una cicatriz
reciente en la frente y otra bajo el labio inferior.
No era mi hijo. Creo que en ese momento sentí
que mi cordura regresaba a su sitio, y que mi escepticismo no era infundado. Pero
me sentía débil, y dejé que la rutina tomara el orden de la casa hasta que pudiese
recuperar mis fuerzas. El chico tenía doce años, uno menos que Martín, y sabía
todo sobre nosotros. Me trataba de manera afectuosa a pesar de mostrarme
indiferente. La gente que nos veía juntos nada preguntaba; Gabriela les había
dicho que lo habíamos adoptado.
-No entenderían la
verdad- dijo. De todos modos, nunca tuvimos amigos en el barrio.
Cada día que
pasaba, el niño me describía un pequeño detalle sobre la vida con Martín, cosas
que nadie podría haberle contado, ni siquiera mi mujer, porque nos habían
ocurrido en los campamentos.
Una mañana me
levanté para hacer mis ejercicios, el niño estaba en la escuela y Gabriela en
el mercado. Recorrí la casa observando las cosas que desde hacía varios meses había
descuidado. Encontré el rifle de Martín apoyado en una esquina de su
habitación, en la misma posición en la que él lo había dejado antes de ingresar
al hospital. Lo tomé entre mis manos. El fresco del delta y el zumbido de los
insectos volvieron, como si me encontrara en esos parajes. Pensé en Martín a mi
lado, mirándome, ávido por recibir el rifle.
Recordé la tarde
que le enseñé a disparar. Ya sabía cómo manejar el seguro y el percutor con una
facilidad que no me sorprendió conociendo su inteligencia, pero él me siguió
mirando durante un rato, como si esperase algo más que la técnica. Entonces le
hablé de lo único que yo había aprendido en todos esos años además de afinar la
puntería.
-El miedo es
debilidad-le dije.-Es el sentimiento que debemos hacer brotar en el otro.
Recorriendo el
cuarto, encontré un cuaderno escolar estaba olvidado sobre el escritorio. En la
primera página había un nombre tachado y corregido. Un nombre ahora ilegible,
pero a un costado decía: Martín. Entonces recordé lo que Gabriela me había
dicho sobre una pelea, e imaginé a mi hijo luchando con otro niño por escribir
su nombre.
Dos intentando
controlar la mano que escribía.
Me sentí confundido
y decidí arreglar los papeles de mi trabajo para distraerme. Pensé en mi
oficina, en la rutina abandonada por tanto tiempo. Entre diarios viejos encontré
el ejemplar del mismo día de la muerte de Martín. Gabriela lo había guardado.
Un tren había atropellado
un micro escolar en un paso a nivel. Cuando no esperaban hallar sobrevivientes,
encontraron a un niño al que hicieron maniobras de reanimación. Dos minutos más
tarde se había despertado, y lo llevaron al hospital del otro lado de la ciudad.
Pero luego el chico se había levantado y huido entre la confusión de padres,
policías y periodistas en los pasillos.
Tal vez fue entonces
cuando comenzó a correr hacia mí. Leí la hora del accidente. Era la misma en
que mi hijo había iniciado su agonía.
Me quedé pensando
toda la tarde, con el diario en la mano y la vista fija en el cuaderno con su
nombre.
Antes del
anochecer, se abrió la puerta de calle y los escuché entrar. Mi mujer se fue a
la cocina y él entró a la habitación.
Creo que al verme
no necesitó preguntarme nada. Se me acercó. No puedo decir que lo escuché con
mis oídos, sino que las palabras sonaron directamente en mi cerebro. Me pidió
que no me extrañase si se veía diferente, su cuerpo ya era inútil después de la
enfermedad, y le había costado acostumbrarse a uno nuevo.
Era la voz de
Martín, la misma tibia entonación perdida el día de su muerte. Tenía otros ojos
y otra piel, y un año más para vivir de nuevo, pero su voz, ahora me daba
cuenta, seguía intacta.
-Entonces encontré a ese niño- me dijo.-Su
cuerpo estaba entero y me servía. Y olí su miedo, papá. Éramos dos, pero yo
tenía que vivir.
La gente se movía como un cuerpo
místico a lo largo de la ruta, hacia la plaza principal frente a la catedral,
bajo el reflejo incandescente del sol que atravesaba las nubes de tormenta. Un
reflejo tan intenso, que enceguecía y agotaba la vista de los peregrinos.
La mayoría eran jóvenes, cansados pero aún firmes en los pasos finales
de su caminata. Los viejos iban lentamente, arrastrando sus bastones sobre el
asfalto. Algunos autos intentaban adelantarse tocando bocina con insistencia,
como si eso fuese a acelerar el paso de los caminantes.
-Un paso que ni el mismo Dios podría apurar-comentó Mariela.
Casi nos daba vergüenza no ser parte de aquellos hombres piadosos, por
eso seguí conduciendo por la banquina, despacio para no levantar polvo sobre
ellos. Todos parecían inquietos. Habíamos visto varias veces, a lo largo del
camino, que los peregrinos se acercaban a los coches y gritaban a los
automovilistas una serie de insultos propios de poseídos.
Los comentarios de la radio también mencionaban esos hechos, pero los
adjudicaban a la suma del cansancio y el malestar social de los meses previos.
El mismo descontento que había provocado aquella manifestación, más grande que
cualquiera de los últimos años.
-No creo que sea eso-dijo mi cuñado Ariel desde el asiento trasero, entre
mis dos hijos.- La gente está fanatizada por una ira no tanto social como
religiosa.
-¿Se dieron cuenta de cómo nos miran?- les hice notar, y cerré las
ventanillas. Algunos hombres llevaban piedras en las manos.
-Tengo miedo- Mariela me tomó del brazo con fuerza, luego puso el
inhalador para mi asma en el bolsillo de mi camisa.
-Nos odian porque tenemos auto…- dijo uno de mis chicos.
-No, Agustín-lo interrumpió Ariel.- Me parece que nos odian porque no
hacemos lo que ellos hacen.
Estábamos muy lejos aún de la catedral, pero ya se veía la aguja de la torre
mayor, que se elevaba hacia el cielo como una flecha destinada a Dios. Los
hombres y mujeres de la gran caravana no se apartaban del camino, dirigiendo miradas
recelosas a los autos. Parecían ser los dueños de la ruta.
-Son los dueños de la idea de Dios- comenté.
-Pero es sólo el concepto lo que amamos- contestó mi cuñado.- La idea,
nada más.
Los periodistas lograban abrirse paso entre los caminantes a fuerza de
empujones con los equipos y las cámaras. Hacían de vez en cuando una entrevista
breve, que escuchábamos por la radio en directo, pero el tono de las voces y
los comentarios de los peregrinos había cambiado durante el día. A la mañana los
comentarios eran largos y serenos, llenos de un optimismo idealista, pero el
sol brillaba entonces, y la sombra de Dios parecía proteger a la multitud. La caravana
había recorrido las calles y los pueblos vecinos hasta llegar al campo,
caminando luego por la orilla del río hasta la ruta provincial. Pero en la
tarde se produjeron los primeros incidentes. Gritos casi histéricos de las
mujeres hacia los periodistas, a los que acusaban de escépticos y propagadores
del ateísmo.
-¡Heresiarcas!- gritaban.
La gente se llevaba agua y alimentos de los puestos de comida sin pagar.
Si alguien se atrevía a detenerlos o siquiera decirles algo, regresaban en
grupos y lo golpeaban. Hubo autos atacados con piedras arrojadas desde los
pastizales. Los heridos habían sido recogidos por las ambulancias, pero éstas
también fueron violentadas.
-¡Nada de Cruz Roja!- proclamaban los fanáticos.- ¡La cruz de Cristo es
la única verdadera!
-¡Los heridos en la cruzada de Dios son sagrados, deben morir para
llegar a Él!-gritaban otros.
Al principio no sabíamos si creer en lo que decían las noticias.
Estábamos acostumbrados a que exageraran los ya habituales signos de violencia
que habían comenzado cinco años antes. Mientras avanzábamos entre miradas
resentidas de hombres y mujeres que venían de nuestra misma ciudad, vimos un
grupo, cincuenta metros adelante, que atacaba a varios periodistas. Las cámaras
de televisión se estrellaron en el asfalto, los reporteros cayeron al suelo bajo
los palos y las patadas. Cuando la gente se fue dispersando, vimos los cuerpos
sobre la línea amarilla de la carretera, inmóviles y con manchas de sangre.
Ya no pude seguir manejando y detuve el auto. La radio hizo una
estridente intermitencia y la transmisión cesó. Mariela quiso sintonizarla de
nuevo, pero vi sus torpes intentos por controlar sus dedos al ver que unos hombres
se apoyaban sobre el baúl del coche. Me hicieron gestos obscenos cuando me di
vuelta, y luego continuaron su camino.
-¿Todavía querés ir a misa?-preguntó
Ariel a su hermana. Intentaba calmar a los chicos con su tono de broma, pero
noté el miedo en sus ojos.
Mariela se veía asustada, aunque no iba a demostrarlo delante de los niños.
Los miró, tratando de sonreír, y dijo que estos eran hechos inevitables en las
grandes muchedumbres.
-Los hombres se vuelven animales en la multitud.
-¡Ahí está el asunto!- la interrumpí.- Esta gente perdió, en algún
momento, el razonamiento lógico que le da a la conducta humana la idea de la
individualidad.
-San Agustín dijo eso- intervino Ariel.- Él creía que la doctrina
judeocristiana aportó el individualismo, la salvación de cada alma como si
fuese la única y más importante. Pero esto trajo una contradicción: los hombres,
cuando creen en un solo Dios, unifican también sus mentes.
Dábamos miradas de soslayo hacia los que nos observaban desde afuera.
Los niños tenían las narices pegadas a las ventanillas.
-Y sabemos que muchas mentes juntas anulan el pensamiento moral de cada
una.
-Pero el individuo del que hablo...-me defendí-...es el que después del
primer impulso unificador, se plantea las falencias, los errores. “La razón nos
salva”, creo que dijo Kant, y él admiraba a San Agustín, ¿no es cierto?
Agustín, mi hijo menor, nos miraba con atención. Giraba la vista a la gente por momentos, preguntándose quizá la
razón de tan extraños sucesos. Si allí estaba la catedral, pensaría, por qué
tanto retraso para llegar, cuál era la causa de detenerse en el camino a pelear
con los peregrinos.
De pronto, comenzaron a atacarnos con piedras, que resonaron como
truenos sobre la chapa del auto. Nos agachamos contra los asientos lo más que
pudimos, cubrimos a los niños, que se habían puesto a llorar a gritos. Pero los
vidrios estallaron sobre nuestras espaldas.
Brazos y manos penetraban el auto. Intenté apartarlos, herirlos con la
navaja que guardaba en la guantera. Pero las manos no dejaban de entrar, cada
vez más numerosas, y empezaron a acariciar con brutalidad la espalda de
Mariela. Luego, se dedicaron a golpearnos a Ariel y a mí.
Después abrieron la puerta.
Primero trataron de levantar a mi hijo mayor, pero desistieron. No
porque yo hubiese podido detenerlos, ya otros me tenían sujeto de los brazos,
sino porque al mirarlo supieron, por alguna causa aún desconocida para mí, que
no era él a quien buscaban.
Entonces agarraron a Agustín, que tenía el rostro lleno de pánico y
lloraba con toda su fuerza. Se lo llevaron arrastrando. Y antes de que pudiese
reaccionar, recordé, como en un sueño, lo que me había parecido raro mientras
hablábamos detenidos en la banquina, alumbrados por la luz escasa de las siete
de la tarde escabulléndose detrás de la catedral. Recién ahora me daba cuenta
de cómo la gente nos había estado observando demasiado atentamente desde que
habíamos entrado a la ruta, pero entonces no me llamaron la atención porque hacían
lo mismo con los otros autos. Como si buscasen algo. La víctima apropiada, tal
vez. El niño cuya sangre virgen era garantía de inocencia.
Aún a través de los vidrios sucios de un auto lleno del polvo en una
carretera provincial, los peregrinos habían descubierto la pureza en los ojos
de Agustín, la invaluable ingenuidad necesaria para honrar a los dioses.
El pequeño cuerpo de mi hijo fue alzado como un trofeo entre manos
viscosas y nerviosas, mientras el resto los seguía, extendiendo los brazos y
gritando hacia la presa atesorada.
Mi mujer lloraba. Ariel se quedó a consolarla, y yo salí corriendo hacia
el grupo que escapaba hacia la plaza. Decenas de personas detrás me
interrumpieron el paso, mirándome con odio aunque sin tocarme. Había perdido de
vista a mi hijo, pero el llanto de Agustín seguía resonando en mis oídos a
pesar del bullicio. Lo escuchaba lejano, triste, sin poder alcanzarlo. Lo único
que se me ocurrió, desesperado, fue continuar por el mismo camino que conducía
a la plaza, donde el altar estaba preparado para la misa.
Hacía calor. El cielo de tormenta había arrastrado ráfagas que traían
más escalofrío que frescor. Un viento sofocante levantaba el polvo de la ruta
de tanto en tanto y nos enceguecía. Me quité la camisa y los anteojos, los tiré
al suelo. Escuché el crujir de los lentes bajo los pies de los hombres que me
seguían, como un ejército de máquinas antiguas.
Me arremangué los pantalones, me pesaban; los zapatos habían empezado a
lastimarme; mi espalda sudaba, como si estuviese cargando rocas. Los otros me
miraban, me decían algo que no lograba entender. Tenían también las espaldas
encorvadas y arrastraban los pies. Sus torsos estaban desnudos, y una línea
ancha les cruzaba la espalda como la marca de un madero.
Las nubes comenzaron a formar cúmulos indefinidos, a veces monstruosos,
sobre la torre de la catedral. El sol se veía intensamente rojo, como sangre
coagulada que hubiese sido vertida sobre el fondo del cielo crepuscular.
Los que estaban delante se
fueron deteniendo a medida que llegaban a la plaza. Los periodistas habían
desaparecido. Los helicópteros de la policía sobrevolaban la zona. De pronto,
se escucharon varios tiros. Alguien había disparado hacia uno de ellos, y salía
humo negro del motor. El aparato empezó a girar como un trompo, hasta caer en
el campo junto a la ruta en medio de llamaradas y explosiones.
Pero el altoparlante anunció, con voz calma, el comienzo de la misa.
-Hermanos, en quince minutos se iniciará la ceremonia.
No había vestigios de policías, quizá vendrían luego, pensé, con tanques
y pelotones armados. Tal vez esperaban vernos a todos juntos y fusilarnos
frente al altar. Nunca llegaría a saberlo.
Sólo me daba cuenta con pavorosa
certeza, que la multitud tenía ahora el poder absoluto. Eran los dueños del
mundo, por lo menos de aquel instante del mundo, hasta el punto de tener a Dios
en sus puños para mostrarlo a quien no quisiera creerles.
Me abrí paso lentamente, empezaba a serme difícil respirar, pero había
perdido el inhalador en el camino. Sentía llevar en la carne el cansancio de
muchos años. El sudor y los olores de la gente me daban náuseas. Los hombres parecían
bestias paradas en sus patas traseras contemplando el altar.
¿Dónde está el obispo?, pensé, porque era uno diferente al que conocíamos
el que surgió desde el presbiterio. Me pregunté si el otro estaría amordazado,
muerto quizá.
Entonces noté la blancura del mantel sobre el altar, que resaltaba
únicamente por la presencia del cuerpo del niño para el sacrificio.
Agustín estaba desnudo, abierto de brazos y piernas sobre la tela
virgen, el primoroso encaje que las tejedoras de algún convento habían
confeccionado como ofrenda para Dios. El reflejo del puñal refulgió y recorrió
como una luz, un parpadeo brillante, la muchedumbre en la plaza.
El puñal iluminó el rostro de mi hijo, balanceándose sobre su cuerpo.
Los ojos de Agustín lloraban, pero se mantenían abiertos mirando la mano que
descendía hacia él como si viniese del cielo.
-¡No!- grité.
Corrí, golpeando a los hombres que intentaron detenerme. Esquivé las
piedras que me arrojaron. Pero por sobre todo, intenté vencer la distancia
interminable que me separaba del altar.
Porque el aire era mi enemigo ahora. No los fanáticos, ni las rígidas
piedras de la catedral con su impiadosa imagen de inmortalidad. Sino el aire
que Dios hacía, y que sin embargo no alcanzaba para que un hombre pudiese
salvar a su hijo.
Nicolás Dávila llegó con su hijo de la mano, caminando entre
los puestos de comida y de juegos. Las hamacas mecánicas sacudían a la gente en
las alturas. Los niños corrían entre la multitud, perdidos o simplemente
agitados y felices. El suelo, prácticamente cubierto con restos de helados,
caramelos y papeles, resplandecía, sin embargo, con el sol justo encima de la
montaña rusa.
La mano del niño se
fue desprendiendo de la mano de su padre. Los dedos de ocho años se aflojaron
despacio, sin violencia, mientras el niño dirigía su mirada asombrada hacia los
puestos de tiro al blanco, los carritos que vendían manzanas acarameladas y la
calesita que giraba una y otra vez. Dávila sintió un olor extraño en el
ambiente, un aroma a humedad que contrastaba con el clima seco del aquel
verano. Quizá fuera el sudor de la gente acumulado durante todos aquellos días.
Pero no era eso, se dijo él, sino algo que daba la impresión a viejo, a
remotamente antiguo salido de los desvanes de la memoria.
Recorrieron el sendero
estrecho y empedrado que llevaba a la boletería, y el vendedor los sorprendió
con un grito jubiloso.
-¡Felicitaciones!- dijo detrás de la
ventanilla enrejada, y un payaso apareció junto a ellos entregándoles un boleto
dorado.
-Ustedes son nuestros
clientes aniversario, recibirán muchísimas sorpresas-siguió diciendo el
empleado, mientras el payaso levantaba al hijo de Dávila y empezaba a bailar con
él en brazos. La gente se acercó, formando un semicírculo a su alrededor.
-¿Será para su hijo
el boleto sorpresa, señor?
La voz del
vendedor sacó a Dávila de su abstracción. Parecía distraído, pero estaba concentrado,
en realidad, en la curiosa y abrupta necesidad de llevarse al chico lo más
rápido posible de ese lugar. El imperioso deseo de compensar al niño por la
pérdida de su madre, de consolarlo y consentirlo, había sido reemplazado ahora
por un miedo incierto.
Pero Javier estaba
riendo como pocas veces lo había hecho antes, y la remera se le salía de los pantalones
al dar vueltas entre los brazos del payaso.
-Sí, por supuesto-
contestó Dávila.-¿Qué tenemos que hacer?
-Nada, señor, las
sorpresas irán apareciendo a su debido tiempo. Tienen todos los juegos libres.
¡Absolutamente gratis!
El niño regresó a
su lado, agitado aún y de la mano del payaso.
-Papi, ¿a dónde
vamos primero? Mirá esa carpa, ¿qué es?
Los tres
observaron la tienda de colores estridentes.
-La carpa de la Bruja , la más mala de toda
la provincia-les dijo el payaso.- Tengan cuidado con ella, y nunca la miren a
los ojos.
Dávila recordó el folleto que le habían
entregado en la calle unos días antes. La foto de una bruja resaltaba en el
papel, cavernosa y triste, pero muy hermosa. Y al mirar la carpa, supo qué era
lo que había sentido al ver esa cara: lo mismo que lo hizo detenerse en la calle
para observar con atención aquel rostro nuevo y antiguo al mismo tiempo. La
cara de una mujer es la cara de todas ellas, pensó él en ese momento.
En cuanto entraron a la tienda, el
bullicio de la multitud se apagó, y la mujer los estaba mirando, sentada frente
a una mesa con un mantel de pana roja. Dávila se sintió atraído por los senos
blancos que asomaban del escote de la bruja, por el cabello negro que le caía
sobre los hombros apenas cubiertos por un chal con encajes. Notó que Javier
también la miraba extasiado, sin quitar la vista de los ojos grandes y violetas.
-Así que éste es
el pequeño ganador del boleto de la suerte. Muy bien, caballerito, acérquese a
mí.-La voz era más sensual aún que su aspecto, y parecía llegar no de sus
labios, sino como un gemido gutural. Dávila la miraba, y a pesar de tener en
mente la advertencia del payaso, se dejó llevar por la voz y los ojos de la
bruja. No era un hombre, ni siquiera un niño ahora, era un elemento frágil en
las manos de ella. Sólo recordaría, después, que la había visto agarrar al niño
y sentarlo en su falda.
-¿Querés saber tu
futuro?- había preguntado ella, y Javier asintió con la cabeza.
-Bueno. Había una
vez un chico que llegó a la feria un domingo al mediodía, y fue directamente
hasta donde un oso gigante de trapo lo estaba esperando. Era un oso como el que
siempre quiso y nunca le regalaron.
Dávila despertó
del ensueño en el que se había sumido, y su hijo ya no estaba. No lo había
visto salir de la carpa. Cuando le preguntó a la bruja, ella sólo hizo un gesto
de hastío con los ojos.
-Búsquelo, o se
perderá el resto de las sorpresas.
Salió de la tienda
y una pesadumbre lo abrumó igual que el ruido y la luz enceguecedora de la
tarde. Había perdido al niño y era su culpa.
-¡Ay, Dios mío, me
robaron la cartera!- gritó una mujer, mientras él intentaba decidir dónde
buscar. La gente la rodeaba, mirando hacia el ladrón que huía entre la
muchedumbre. Algunos hombres intentaron perseguirlo, pero se dieron por
vencidos a los pocos metros.
-Un chico, ¿podés
creerlo?- dijeron dos viejas a su lado.
Entonces vio, a lo
lejos, la figura de un oso sobre el techo de un stand.
-¡Javier!- gritó, abriéndose
paso hasta el oso de juguete, gigante y hermoso, colocado encima del puesto de
tiro, y que era el premio principal. Pero la gente amontonada alrededor no lo
dejaba avanzar. Se puso en puntas de pie para ver mejor.
-¿Qué pasa?-preguntó.
-Un chico está acertando todos los tiros, es
increíble- le dijeron.
Escuchó los
disparos, infalibles, certeros, uno tras otro, y los aplausos que los
festejaban. Alcanzó a ver, junto al mostrador, un grupo de más de veinte
personas rodeando un espacio que parecía vacío, pero del que asomaba una cabeza
pelirroja sobre la mira de un rifle. Las manos pecosas de Javier sostenían el
arma, y con un dedo en el gatillo disparaba una y otra vez en un alarde de
habilidad incomprensible.
-¡Javier, Javier!
Pero la gente había vuelto a interponerse y
cuando la vista se despejó, el oso ya no estaba. Una mano debió agarrarlo de
una pata para entregarlo al niño. Y entonces vio al muñeco tambalearse entre la
gente, ocultando la cabeza pelirroja de su hijo. Dávila intentó seguirlo, pero
el niño corrió escabulléndose por las piernas de los paseantes.
Eran las dos de la
tarde, el sol continuaba alto, incansable. Recorrió las calles del parque dando
vueltas muchas veces por los mismos lugares y puestos. El chico nunca se había
comportado así, se dijo él. Sólo aquella vez en el campo, cuando había
desaparecido toda una tarde, y lo encontraron dormido junto a un arroyo con el
gato muerto sobre su pecho. El animal tenía las entrañas abiertas, y las manos
de Javier estaban llenas de sangre. Pero eso había pasado casi dos años antes,
y Dávila intentaba olvidarlo.
Los guardias de
seguridad aparecían y desaparecían entre los puestos, buscando quizá al carterista,
que había vuelto a actuar durante aquella hora. La gente hablaba de él como si
se tratara de diferentes hombres, porque los testigos no coincidían sobre la
edad.
-Disculpe,
oficial, busco a mi hijo que se perdió. Tiene ocho años y es así de alto..., a
lo mejor lleva un oso de juguete todavía.
El policía y su
compañero se miraron como si sus pensamientos de pronto chocaran y fuesen uno
solo.
-¿Cómo iba
vestido?-preguntaron.
-Con pantalón
corto azul y una remera blanca. Tiene el cabello rojo, muy brillante.
Los agentes
volvieron a mirarse.
-¿De qué edad me
dijo?
Repitió la edad, y
dijeron que le avisarían por los altavoces si lo hallaban. Cuando él comenzó a
alejarse, vio que los policías lo seguían.
Pasó por la carpa
de la adivina, por si acaso Javier había regresado. La entrada estaba cerrada,
e intentó probar en el puesto de tiro al blanco, ya casi vacío.
-¿Vio volver al
chico del oso?- preguntó al hombre del mameluco verde. Pero el otro lo miró con
ira.
-El ladroncito ése
no va a venir otra vez, y si lo hace lo agarro de una oreja y se la corto. Pero
antes lo hago devolverme el rifle que me robó.
-Está equivocado,
mi hijo no roba-dijo él sin pensar siquiera, como un reflejo natural,
defensivo.
-¿Su hijo?- El
tipo lo sujetó del cuello de la camisa.-Tu hijito es un ladrón de mierda,
¿entendés?
La punta del cañón
de un rifle apareció en el espejo del costado. Ambos se dieron vuelta y
escucharon el disparo. Vieron el cabello rojo y largo de un muchacho quizá de
veinte años. No demasiado alto pero delgado, que vestía una remera blanca.
Entonces la gente comenzó a correr hacia el cuerpo que se derrumbaba sobre el
polvo y el pasto aplastado alrededor de la quermese. Los policías llegaron y
apartaron a la muchedumbre.
El hombre había
soltado a Dávila y corría hacia donde estaban los demás. Él se quedó quieto,
mirando el espejo en donde había visto al muchacho que se parecía a su hijo de ocho
años.
-¡Apuntó directamente
a la mujer!- decía la gente. Los helados y manzanas caídos al suelo eran pisoteados
y se mezclaban con el barro. La música de la calesita siguió sonando
discordante y solitaria. Pero sólo Dávila había visto la cara del asesino, que había
huido hacia los límites de la feria, rápido y ágil como un atleta.
Recordó las
carreras de Javier en el campo de la escuela. Su hijo siempre ganaba, y los trofeos
se fueron acumulando en su habitación hasta saturar los estantes del armario. Ese
afán por las carreras comenzó un día cuando el niño tenía seis años, y su madre
los había dejado. Antes de irse, ella le regaló aquel gato como obsequio de
despedida. Javier corrió detrás del micro que se la llevaba hacia un lugar
desde el que jamás recibiría una carta.
Lo único que conservaba
de ella era una foto que había encontrado en un cajón del dormitorio. Cuando
Dávila se deshizo de lo que había pertenecido a su esposa, incluso los retratos
de la familia de ella, cuyos padres eran tan jóvenes, Dávila creyó desprenderse
de todo. Pero el niño a veces mencionaba aquella foto que él no recordaba haber
tomado a su mujer.
-Es en blanco y
negro, en un puerto- decía Javier.
-No puede ser, todas las fotos que le tomé a
tu madre son en color. A ver, mostrámela...
-No, si te la doy
la vas a tirar como a las otras, y yo no me acuerdo más cómo era mamá.
Ahora un asesino
andaba suelto por la feria, y debía hallar a su hijo lo más pronto posible.
Notó que la policía había dejado de seguirlo. Dos médicos llegaron en una
ambulancia y se llevaron el cuerpo en una bolsa negra.
-Se le solicita al
público permanecer en su sitio. Las puertas del parque serán cerradas- anunciaron
los altavoces.
Eran las cinco de la tarde. El sol comenzaba
a ocultarse detrás de unas precoces nubes de tormenta.
Dávila ya no sabía
dónde buscar.
-¿Un chico de ocho
años? Déjeme pensar...Lo vi en la calesita a eso de las dos, creo.
-¿Pelirrojo? Uno
así, pero de quince años más o menos me tiró al suelo para robarme la cartera.
Eran las cuatro, sí, un rato antes del crimen.
-¿Quince?-dijo otra
mujer- ¡No! El que me atacó era un adulto, y lo vi entrar recién nomás en el
salón de los espejos. Estaba desesperado, si hasta me dio lástima. Tenía la
cara del que busca su casa.
Dávila corrió
hasta la entrada, pero la mitad de las luces estaban apagadas y no había nadie cuidando
el lugar. Atravesó el pasillo cubierto de cristales, y entró al salón de los
espejos deformantes. A medida que avanzaba veía su cuerpo hacerse alto o bajo,
joven o viejo, con dos cabezas o una sola pierna.
La imagen de
cabellos rojos se le apareció de nuevo, duplicada cientos de veces, pero no logró
hallar la figura original en la penumbra. No debía tener más de veinte años,
era pecoso, de cabello rojo revuelto, parecido a un niño que ha crecido
demasiado rápido. Luego, lo observó moverse unos pasos, y en los espejos su
figura se iba transformando. Primero alto y degado, después bajo y gordo. Dos
espejos más allá, el rostro del hombre se hizo joven y viejo al mismo tiempo,
pero un nuevo espejo volvió a separarlos. Entonces vio la cara y el cuerpo
inconfundibles de Javier en el espejo junto al que reflejaba al asesino.
Dávila gritó:
-¡Hijo!
Pero el chico y el
hombre huían ahora hacia la puerta, reflejándose en los sucesivos espejos en un
absurdo encadenamiento de imágenes de niños y adultos, de inocentes y malvados.
Una y otra vez hasta desaparecer del todo en la oscuridad de la noche.
Dávila salió a la
calle, saturada por el perfume que llegaba desde la carpa de la bruja. Después
escuchó un disparo, y otros dos unos pocos segundos más tarde. Llegó hasta donde
las luces fugaces de las armas habían iluminado la calle.
Tres policías apuntaban hacia el cuerpo caído
sobre el suelo de arena. Tenía los brazos extendidos hacia la carpa de la
adivina.
Entonces se arrodilló junto el asesino muerto.
La cara era de su hijo, pero la expresión era la de un hombre hundido. Y
mientras Dávila lloraba, vio un papel que sobresalía del bolsillo del pantalón
azul. Era la foto que Javier había encontrado entre las cosas de su madre. El
retrato de la abuela tomada en su juventud en el puerto un día domingo. Tan
parecida a su hija, que muchos otros antes habían llegado a confundirlas.
A Leticia le gustaba cazar insectos en la playa. Todos los
veranos morían entre sus dedos las hormigas, mariposas o escarabajos que
alcanzaba a atrapar. Pero eran las libélulas, que ella llamaba aeroplanos de
cuatro alas, a las que ofrecía su especial atención.
Aguardando en la
orilla, cuando las nubes oscuras se formaban hacia el sur sobre el mar y la
playa, las veía llegar huyendo de la tormenta para resguardarse entre los
arbustos. Entonces dejaba que las libélulas le rozaran la cara con sus suaves
alas, y luego las perseguía hasta los médanos para cazarlas.
Las atrapaba de la
cola, contemplando su inútil esfuerzo por escapar, y las ponía en frascos con otros
insectos, porque le agradaba ver cómo se devoraban entre ellos. Pero si aún
seguían vivos, en su casa los pinchaba con un alfiler sobre una lámina de
corcho, y contemplaba su muerte, la agitación de las alas o el suave crepitar
de la costra que los recubría.
Pero hubo un
verano sin ni sola tarde de lluvia. Leticia y sus padres habían pasado diez
días en la playa con un sol inconmovible sobre sus cabezas, y una mañana decidieron
alejarse de las zonas concurridas. La avenida costanera era un camino estrecho
en esa zona, abierto entre los médanos, por donde apenas pasaba un colectivo tres
veces por día. El calor era propicio para que los insectos salieran de sus
escondites. Leticia había visto grandes colmenas colgando de las ramas de los
pinos a los costados del camino.
La calidez del sol
penetraba entre las plantas, atravesaba la tela de la sombrilla y los gorros.
Se habían recostado a la sombra del auto. Leticia sacó su colección de tortugas
marinas y las liberó sobre la arena. Con una piedra rompió los caparazones,
dejando los cuerpos desnudos, y los cubrió con sal para verlos hincharse mientras
supuraban una espuma que se iba secando hasta dejar los restos encogidos.
El padre la miraba
desde la reposera. Leticia sabía que él iba a retarla como lo había hecho en el
auto, cuando ella jugaba con la ventanilla rompiendo los caracoles que había
encontrado el día anterior. Los vidrios estaban sucios con hilillos de un
líquido espeso y verde. Su padre había detenido el auto, y después de bajarse se
paró frente a la puerta de atrás, pero sin decir nada, porque ya muchas veces
antes había comprobado la inutilidad de las palabras cuando ella hacía tales
cosas. Leticia lo miró con odio, esperando que su
madre saliera a defenderla, pero ella no lo hizo. Entonces no pudo aguantar más
los ojos del padre, y empezó a gritar, subiendo y bajando la ventanilla hasta
que la manija finalmente se había roto.
-Ponete la gorra…-le
dijo su madre en la playa. Pero esta vez no parecía atenta al juego de su hija
con las tortugas muertas, sino que miraba hacia el sur, con una mano en la
frente protegiéndose del sol.
Una gran nube
negra se acercaba. Leticia también miró hacia allí, y pensó: libélulas, y fue
corriendo hacia la orilla.
-¡Leti, tené
cuidado!- gritó la madre, pero ella no le hizo caso y continuó hasta detenerse
al borde del agua, viendo cómo la nube se aproximaba con una rapidez inusitada.
El creciente zumbido superaba el sonido del
mar. La gran nube era cada vez más grande, hasta que cubrió la silueta del sol,
y todo el cielo se convirtió en una sombra tornasolada sobre la playa.
Leticia escuchó
que su madre la llamaba con un tono asustado en la voz. Se dio vuelta y vio su expresión
llena de pánico.
-¡Avispas!
¡Escondete, Leti, metete en el agua!
Miró otra vez
hacia allí. Una montaña negra viajaba por el aire, sostenida por hilos
invisibles. El zumbido se había hecho ensordecedor, se tapó los oídos y corrió
hasta el agua. Se hundió hasta por debajo de la nariz, pero no quiso cerrar lo
ojos al ver el enjambre que pasaba por encima de ella. La nube de avispas, compacta
y negra, comenzó a cubrir el auto de sus padres.
Ellos habían
entrado, pero en vano intentaron cerrar todas las ventanillas. Leticia recordó
que esa mañana había roto una de las manijas. Las manos y los brazos de sus
padres se agitaban dentro.
Gritaban, ella pudo
escucharlos, y escondió la cabeza en el agua.
Después se
disolvió la lánguida luminosidad y volvió la clara estridencia del sol. Se
asomó a la superficie. Esperó un largo rato, hasta asegurarse que no había un
solo insecto. El mar estaba sucio, miles de avispas muertas enturbiaban el agua
como negras manchas que cambiaban de forma.
Caminó hacia el
auto con lentitud, tiritando. El aire se había enrarecido, un olor a polvo y humedad
estaba estancado en la playa.
Había más avispas
muertas en la arena, y otras aún vivas que levantaron vuelo al verla llegar.
Apoyó la frente en el parabrisas. La ropa de sus padres estaba cubierta de
pequeñas manchas de sangre. La madre tenía la cara enrojecida e hinchada. Varias
aguijones permanecían clavados aún en el centro de cada picadura. Las manos de su
padre rodeaban el cuerpo de su mujer, cubiertas de ampollas, destilando un
líquido purulento. Pero las manos todavía se movían con irregulares espasmos, y
sus ojos se abrieron, de pronto.
¿Me está mirando?,
se preguntó Leticia, pero los párpados volvieron a caer definitivamente. Sus
padres habían muerto, pensó en ese instante, de la misma forma que los insectos
encerrados en sus frascos.
Miró alrededor. Ni
un poco de brisa aliviaba el insoportable calor. Sólo el rumor de las olas,
como un residuo de la plaga. Y comenzó a gritar. Y en medio de su grito escuchó
un motor, un signo de vida artificial en esa playa solitaria. El colectivo de las
cinco de la tarde, el último que pasaría por allí ese día, se acercaba.
Leticia corrió
hacia la calle a través de los médanos ardientes que le quemaban los pies. El
colectivo venía demasiado rápido, levantando el polvo y la arena por encima de
los arbustos igual que la cola de un cometa.
Llegó casi
sofocada y agitando los brazos. El colectivo frenó justo frente a ella. Se
abrió la puerta y Leticia se puso a llorar recostada en el estribo.
-¿Por Dios, hija,
que te pasó?- preguntó el chofer.
Pero ella siguió
llorando, con su piel indemne, sana, como una sobreviviente.
A los veinte años,
Leticia dejó la casa de su abuela para mudarse a la costa.
-Allá está el
asesino-le dijo a la vieja.-Es tiempo de que vuelva para advertir a la gente de
su presencia.-Y se fue con una valija casi vacía de ropa, pero llena de recortes
de periódicos que comentaban la plaga de avispas que había azotado la costa más
de diez años antes.
Su abuela no le
dijo nada, sabía que era inútil retenerla cuando Leticia se había propuesto
algo. Todos aquellos años de portarse como una adolescente obediente habían
sido un remanso, una transición, quizá. La vio partir con su cuaderno de
recortes bajo el brazo, como si fuese un libro de actos en donde asentar las
buenas y malas acciones. El resultado estaba en rojo, le había dicho su nieta
muchas veces.
Durante los
inviernos permanecía en su casa pequeña, de paredes musgosas, con las persianas
siempre cerradas. Los meses y su frío llegaban y se iban sin que casi asomara
el rostro por la puerta.
Era rubia, tenía
el pelo largo y revuelto. A veces los vecinos la veían sentarse bajo un árbol
en el jardín oscuro, sometida al viento y las agujas de pino que caían en sus
hombros. Se adentraba en los bosques de la zona con su ropa ancha y algo sucia,
siempre buscando nidos de avispas.
En los veranos iba
a la playa, pero lejos de los turistas, apartada entre las dunas, sin
desvestirse jamás, transpirando bajo el sol. A las cinco de la tarde tomaba el
colectivo, con el mismo chofer que la había rescatado, ahora en un vehículo más
nuevo.
Pero un día otro
era el hombre que lo conducía.
-¿Dónde está
Raúl?- preguntó ella.
-Murió la semana
pasada. De una gripe fuerte, creo, además, estaba enfermo.-Y el hombre se tocó
el pecho.
Leticia se ubicó en el primer asiento, el de
siempre, y no habló durante un largo rato hasta que preguntó el nombre al nuevo
chofer.
-Cristian-dijo
él.-Me contaron de usted en la empresa, dicen que me acostumbre a verla...
-¡Si vivo aquí!- le
contestó, enojada. No era habitual aquel tono descortés, pero la muerte de su
amigo la había sobresaltado. -Raúl me salvó la vida, ¿sabe?
-Así me dijeron- asintió
el muchacho, sin apartar la mirada del camino.
El mar se asomaba
en cada una de las esquinas, por las entradas a la playa. Las nubes crecían
rápidamente, y las libélulas se cruzaban frente al colectivo y morían contra el
parabrisas.
-¡Pobrecitas!
Ellas son inofensivas. Trate de no matarlas, por favor.
El chofer la miró, sin ocultar la burla en
sus ojos.
-No tiene que ser
insolente- dijo Leticia. Ella se había labrado una reputación que cuidar, y una
tarea que cumplir. Una y otra eran parte de la misma misión. Todos la creían
una loca inofensiva, estaba al tanto de eso, y por tal razón la dejaron en paz a
lo largo de todos esos veranos.
-¿Sabe por que me
llaman la “guardiana”?- comenzó a contar. -¿Se acuerda del naufragio del
pesquero hace dos años? Yo les advertí que no zarparan esa noche, y no me
hicieron caso. El guardacostas después fue a preguntarme cómo lo había sabido,
si ni siquiera los meteorólogos pudieron preverlo. Me miraron como a una bruja,
y no pude contestarles.
Durante los
siguientes viajes a la terminal de colectivos, Leticia le habló también de la
vez que había adivinado dónde hallar el cuerpo de una mujer ahogada, de cuando adelantó
el asesinato de una familia en una casita de la playa, y de las tantas veces
que advirtió a la gente la llegada de las avispas.
-Esta ropa me
protege de ellas. Es tan gruesa porque la tejí yo misma con un punto muy
cerrado que inventé.
Leticia se daba
cuenta de la mirada desinteresada y esquiva del muchacho. Si por lo menos se hubiese
reído, lo habría tolerado, pero no esa indiferencia, como si ella no fuese nada
y su presencia no cumpliese con la misión que le había sido encomendada. Nunca
supo cómo adivinaba tales cosas, pero era algo que había nacido en ella en esa
misma playa mucho tiempo antes.
-Los salvo… -dijo
apoyando una mano sobre el hombro del chofer.- Lo que está en el mar estuvo en
mí, aún lo está y debo continuar sacándolo, célula por célula, como un quiste
que vuelve a crecer con el tiempo. Tiene mil formas, incontables en realidad, y
está ahí afuera en la playa. Yo he visto algunos de sus disfraces. Esa sombra
negra en el cielo, que vi cuando tenía nueve años, es la que más debe parecerse
a su verdadera cara.
-Ya llegamos, señora-
la interrumpió él, apagando el motor.
-Hasta mañana- saludó
ella, y se alejó con los brazos cruzados bajo el chal grueso, mientras el
viento revolvía su cabellera rubia.
Caminó con
lentitud a través de las calles pobladas de turistas bronceados, pensando en la
familia que había visto llegar dos días antes, y a quienes iba a proteger.
Ellos bajaban a la playa a las diez de la mañana, y se quedaban hasta el
anochecer. Los chicos corrían incansablemente, y luego se acostaban a la sombra
de la carpa durante la siesta. La esposa era muy bella, y el marido un hombre
de poco más de treinta años, que a las cinco de la tarde comenzaba a preparar
la caña para la pesca. Enterrando el soporte en la arena húmeda, se metía en el
mar con el agua hasta el pecho. Lanzaba entonces el anzuelo con el gesto enorme
y poderoso de sus brazos, venciendo a las olas turbulentas como si llevara un
mástil que un héroe legendario moviese en señal de victoria.
El hombre regresaba
a la playa cediendo la línea, un poco floja primero y más tensa después. Dejaba
la caña en el soporte y se sentaba en la arena junto a su mujer, vigilando, pendiente
de esa sola tarea, la más importante que debía ocupar en ese instante el
universo de su mente.
Leticia, al principio
no sabía por qué se había fijado tanto en aquella familia. Pero al día
siguiente de verlos por primera vez, se había cruzado con el hombre en la
entrada a la playa, y vio sus ojos, tan parecidos los de su padre. A esa mirada
última que él le había ofrecido desde el auto. Entonces ya no pudo evitar
seguirlo para observar cada movimiento o gesto de su rostro bajo el sol que lo
bronceaba. Si el hombre permanecía quieto o acostado en la arena, ella seguía
pendiente de su parpadeo y la expresión de sublime ansiedad con él que vigilaba
la caña.
Leticia estaba
decidida a protegerlo de todo lo que pudiese hacerle daño.
A la tercera
tarde, nada había cambiado. Eran las siete, y comenzaba a oscurecer. El hombre
y su esposa estaban sentados mirando el mar, mientras los chicos jugaban en la
orilla.
De pronto, la
línea se tensó y él comenzó a enrollarla con la pausada calma de un experto. La
mujer también se puso de pie mientras lo miraba, y los niños se reunieron con
ella. La caña se doblaba mientras el hombre intentaba tirar hacia atrás. Quizá
el pez era más grande de lo que esperaba.
Debe estar
pensando en la cena que preparará a sus hijos esta noche, se decía Leticia
admirándolo de lejos.
El hombre había
comenzado a adentrarse en el mar. Las olas ya le llegaban al pecho, luego hasta
el cuello, mientras alzaba la caña para que las olas no se la arrebatasen. Pero
las olas empezaron a cubrirlo por instantes. La cara del hombre giró hacia la
playa por una única vez, y en el rostro, antes que una ola lo tapase
completamente, Leticia descubrió lo que ella había visto tanto tiempo antes.
El hombre
desapareció bajo el agua, mientras la caña flotaba.
-¡Papá!-gritaron
los niños. La mujer se había quedado quieta, su labio inferior temblaba.
Pasaron diez,
treinta segundos, tal vez un minuto, pero la cabeza no volvió a emerger. Luego
unos brazos se movieron con gestos desesperados en la superficie, y Leticia
supo que lo mismo que se había llevado a sus padres, se lo estaba llevando al
fondo del mar. Ya de nada servirían las advertencias o los presagios, porque
estaba de regreso para esquivar las endebles barreras que Leticia había logrado
construir en esos años.
Por eso corrió, sin prestar atención a la
mujer y los hijos que la miraban asombrados. Se metió en el agua con aquella
ropa gruesa, pesada como un ancla al mojarse. Nadó como pudo, precariamente,
tragando y escupiendo la salobre espuma. Los cabellos largos flotaban en las
olas, envolviéndole la cara como una trampa de algas, de seda marina.
Vio los brazos del
hombre que continuaban moviéndose, ya débiles. Estaba a pocos metros de él, pero
la distancia se acrecentaba con cada ola interpuesta, con el agua que la
empujaba hacia atrás, siempre un poco más hacia atrás.
El
cielo se había oscurecido, parecía mojado por las olas. Un grito aislado la
estimuló a seguir. Era la voz del hombre, y oyó después el sonido atronador del
oleaje profundo. El ruido de una inmensa cantidad de agua que se arremolinaba,
como nubes formadas por innumerables columnas de avispas, columnas de agua
ascendiendo desde el lecho del mar. Las nubes eran grises como las olas.
Nada había
alrededor. Sólo la playa lejana con personas que los observaban, como si los
dos estuviesen metidos en un enorme frasco con agua y aire.
Una ola empezó a nacer
a pocos metros. El agua se estaba levantando y formando un cilindro, un gran
rizo de espuma, y un hueco en el centro. Como un puño inmenso de sal y espuma.
-¡A él no!-gritó Leticia.
Pero la ola se
derrumbó sobre el hombre y su guardiana.
EL INVENTOR
Supe de Gregorio Ansaldi al leer un viejo texto sobre el
Renacimiento italiano. Era un hombre importante en Florencia, dueño de un
aserradero que abastecía a casi toda la región. Fue constructor y arquitecto, y
sus tratados sobre nuevos materiales estuvieron entre los más respetados de la
época.
Cuando le
encargaron el diseño de un palazzo en Milán, debía tener alrededor de
veinticinco años. Ya en ese entonces poseía una fortuna suficiente para el
resto de su vida. Sin embargo, apenas su inteligencia comenzó a ser valorada,
se hundió en la vergüenza para permanecer escondida por varios siglos. Y todo se
inició a su llegada a la ciudad, cuando conoció a Alicia de Trieste, que lo
sedujo con la peculiar belleza de sus diecinueve años.
Buscando su retrato,
hallé una reproducción que la muestra con la mirada hacia la derecha del
cuadro, con un vestido rojo aterciopelado, un collar de perlas blancas y
negras, y una esmeralda sobre la frente. El cabello recogido en la nuca, de un
color castaño claro, y en el rostro una expresión de excitante ternura. La
reputación de su hermosura y desapego por las costumbres había llegado a
Ansaldi a través de sus amigos. Le habían dicho que era una mujer muy poco
común, demasiado inquieta y de hábitos extraños. Se vieron por primera vez,
quizá, en alguna fiesta en Milán, y desde entonces no pudieron separarse.
Pero aquí se me
acaban las referencias, y me veo obligado a recurrir a un texto no reconocido,
aunque ciertamente alumbrador. Un autor anónimo, en su libro sobre las ciencias
en Europa, abre un capítulo extenso sobre Ansaldi. Según este relato, se casó
con Alicia pocos meses después de conocerla, y quizá no necesitaran demasiado
tiempo para convertirse en el matrimonio más admirado de la ciudad. Una pareja
de irresistible atracción que entraba a los salones con los brazos enlazados,
recibiendo los saludos reverentes y admirados entre el ruido crepitante de los
vestidos amplios y la música monótona del cuarteto de cuerdas.
Fue en esa misma
época cuando comenzaron a esparcirse rumores que los describían como
arrebatados y violentos en la cama, dando gritos que los sirvientes no podían
dejar de escuchar. Uno de éstos debió iniciar también aquel otro comentario aún
más perturbador. Se decía que todas las noches, a las tres de la madrugada,
Ansaldi se levantaba luego de los juegos incansables con su mujer, y casi
desnudo iba a su taller al fondo de la casa. Invariablemente permanecía allí
hasta el mediodía.
Sus amigos lo
visitaban en las tardes, ansiosos por ver los inventos diseñados durante la
noche. Planos y maquetas que colgaban de las paredes y el techo, como ideas
suspendidas en el espacio.
-No le va a
alcanzar la vida para construir todo esto- le decían, halagadores y escépticos
a la vez. Pero para él no era eso lo importante, sino la manera en que las
cosas brotaban de su mente como de la nada.
Los rumores se
acrecentaron sin que nadie pudiese precisar dónde o por qué surgían. Se
hicieron cada vez más crueles, hasta llegó a comentarse que cuando él trabajaba
en su taller, su mujer salía de la casa para encontrarse con sus amantes. La
ciudad entonces no dejó pasar un día sin que se relatasen nuevas noticias sobre
ellos, y la gente comenzó a perderles el respeto, riéndose a sus espaldas al
verlos pasar en su carruaje. Pero cada vez que asistían a una fiesta tomados
del brazo, reconciliados real o aparentemente, todos callaban y los miraban con
disimulada envidia.
Una noche los
gemidos habituales de sus juegos amorosos se transformaron en gritos parecidos
al de animales enfurecidos.
-¡Bestia enferma!-escucharon
gritar a Ansaldi, golpeando la puerta de la habitación y corriendo hacia el
taller, donde se encerró el resto de la noche.
A la mañana
siguiente, el médico llegó muy temprano, fue hasta el cuarto de Alicia y salió
dos horas más tarde. Ansaldi y el doctor hablaron en el salón bajo llave. Se
oyeron golpes y frases entrecortadas.
-¡Maldita bestia sin
alma!- se lo oía gritar a través de la gruesa puerta.
Cuando el médico
se fue esa mañana, los sirvientes estaban seguros de haberlo visto llevar
consigo un recipiente con la tapa manchada de sangre.
Alicia permaneció
dos semanas en cama, y para entonces todos en la ciudad sabían que se había
contagiado un mal incurable, tal vez alguna enfermedad venérea de la que ella
iba a arrepentirse el resto de su vida. Porque el médico regresó
frecuentemente, a veces cada dos o tres meses, y más adelante cada semana. Pero
esto fue al final.
Ansaldi siguió
trabajando todas las noches. Durante las tardes recibía a sus empleados,
controlando la construcción del palazzo que nunca fue terminado. En ocasiones
lo vieron salir a la mañana y regresar al final del día con grandes bolsas
blancas que despedían, al dejarlas caer, un polvo gris semejante al de huesos
deshechos. Cuando los sirvientes le llevaban el almuerzo o la cena, los
despedía a gritos exigiendo que lo dejaran en paz.
Se acostumbraron a
la idea de que su patrón estaba obsesionado o poseído por un trabajo del que no
se separaría hasta que estuviese cumplido. Por la ventana del taller se veía la
luminosidad de las velas, y a él agachado sobre el escritorio, con la barba crecida
y el oscuro cabello sucio, haciendo cálculos indescifrables en sus papeles.
De este período datan los dibujos que el
autor reproduce en el texto. Su nombre figura al pie y la letra concuerda con
los archivos de Milán, pero por favor, que se me permita la razonable duda, sin
que esto represente subestimar su hallazgo.
Se tratan de
estudios preparatorios para una figura humana. Lo curioso es que detrás de los
esbozos hay una serie de números y fórmulas, supongo que medidas para otro
dibujo definitivo o para un modelo experimental. Más extraño aún es que desde
los brazos y piernas de esta figura, hay puntos trazados siguiendo el posible
trayecto a seguir por un hombre en movimiento. Todo esto se halló recién luego
de su muerte y fueron archivados sin que nadie los estudiara. La muerte indigna
de su esposa tal vez favoreció el olvido, la necesaria dosis de indiferencia y
escarnio que era habitual.
Alicia continuó
entrando y saliendo de la convalecencia. Nadie ya los visitaba, la casa se
parecía demasiado a un hospital. No se los escuchó discutir nunca más desde
aquella noche, pero él la trataba como quien cuida a un animal que se aborrece.
La resguardaba del peligro, le concedía sus deseos, pero el rencor iba
acrecentándose. Algunas noches él cedía a sus ruegos y se acostaba en el mismo
cuarto, porque ella decía tener miedo a morir sola.
Una mañana salió
del taller muy temprano. Había trabajado toda la noche, y cruzó el patio con
pasos lentos, la ropa suelta y sudada sobre un cuerpo un poco más gordo,
despeinado y con la barba encanecida. Caminaba con dificultad, arrastrando un
muñeco hacia la casa. Durante la noche había escuchado a su esposa gritar más
de lo habitual, y ni siquiera la llegada del médico con nuevas dosis de opio
había podido disminuir su dolor. Entonces Ansaldi decidió que era tiempo de
poner en marcha su proyecto. Ahora que su criatura estaba lista se la
entregaría a ella, a los restos casi desconocidos de la Alicia de Trieste que había
amado en una época ya también irreconocible.
Colocó el muñeco,
pesado, del tamaño y forma de un hombre, de figura esquelética y algo graciosa,
frente a la cama. Alicia no pudo contener la risa, porque lo más curioso era
que la cabeza del títere se parecía a la de un niño sobre el cuerpo de un
hombre.
-¿De qué está
hecho?- le preguntó, incorporándose en la cama por primera vez en muchas
semanas. Sin contestarle, él acercó la lámpara de aceite a la espalda del
muñeco y vertió el combustible. El títere de rostro infantil comenzó a moverse
convulsivamente, después un poco más lento, hasta que sus piernas se desplazaron
con armonía alrededor de la cama. Los brazos hicieron gestos de payaso y la
cara se contrajo en muecas que provocaron la risa incontenible de Alicia.
-¡Es una belleza,
un juguete maravilloso!- decía ella con ingenuidad renovada.
Ansaldi permaneció
de pie y en silencio. Tal vez pensara en que había logrado lo que esperaba, o
sólo el primer paso. No sabemos si fue satisfacción o cierto rencor disimulado.
La verdad es que el muñeco de material tan extraño hizo que ella prolongara su
vida. El títere danzaba al ritmo de las palmas que Alicia batía con entusiasmo,
pero también con debilidad. Cada día ella le rogaba que trajera al muñeco, y él
vertía el aceite, sin olvidar ver todas las mañanas que en los depósitos
siempre hubiese un resto.
Echó al médico
del cuarto de su esposa, mientras el doctor le advertía que ella no iba a vivir
mucho más de una semana. Ella pasó esas noches gritando de dolor, esperando con
ansiedad que a la mañana le trajeran al títere. Pero quedó atrás el plazo que
las sirvientas habían aguardado con esperanza de alivio.
Un mes después, Alicia
ya no disfrutaba del muñeco al pensar en la agonía que sufriría en su ausencia,
así que le pidió a su esposo que lo llevase también de noche. Entonces se quedaba
dormida mirando al títere dar vueltas a su alrededor.
-¡Que baile, que
baile!- pedía a cada hora, y él seguía renovando el aceite con la voluntad
incansable del que espera algo más.
Dos o tres meses
pasaron luego de aquella semana en que se esperó su muerte.
Una noche, Ansaldi se había dormido
vigilando los movimientos de su criatura en el cuarto de Alicia, y se despertó
sobresaltado por el llanto de una de las viejas sirvientas. La vio a dos
centímetros de su rostro, insultándolo hasta terminar escupiéndole en la
mejilla.
-¡Déjela en paz,
libérela!- la escuchó decir mientras escapaba corriendo de la furia de su
patrón. Él cerró la puerta, y maldijo en voz baja a la mujer. Oyó los pasos de
la sirvienta al alejarse de la casa por los senderos de hojas secas,
seguramente en busca de ayuda. Ya no había tiempo, lo sabía.
Alicia seguía mirando
el movimiento del muñeco, como si consumiese opio por los ojos. Como si en
aquella cabeza de niño viese algo que su marido había olvidado decirle.
Debió ser una
noche muy parecida a aquella otra de años atrás, cuando el doctor vino a
llevarse al niño deforme que ella había expulsado en la cama ensangrentada;
cuando tuvo que escuchar también el patético relato del médico sobre el mal
infame de su esposa, la enfermedad costrosa y purulenta que entraba por el sexo
destruyendo lo engendrado. Por eso fue inevitable que surgiera la ira
nuevamente, el recuerdo intolerable de saber que esa mañana el doctor se había
llevado, con exquisita frialdad, el cadáver del niño muerto que era su hijo.
Después, el sueño y
el agotamiento de las horas pasadas despierto los últimos meses lo vencieron,
aún contra la necesidad de vigilar al muñeco para que continuara desvelando la
tortura punzante de su mujer. En el sueño frágil en el que se fue hundiendo
otra vez, pensó quizá en palas y cementerios, en la furia desesperada con que había
tenido que cavar en busca del cráneo de su hijo.
La pequeña cabeza
que coronaría su creación.
El títere siguió
bailando mientras él dormitaba. Ansaldi no pudo ver al muñeco agitar los torpes
brazos y estirarlos hacia Alicia, como si quisiese acariciarla. Ella, tal vez,
haya intentado abrazarlo también, irguiéndose un poco para acercarlo a la cama.
Pero Ansaldi continuaba dormido.
Sólo sabemos con
certeza que al despertar, allí estaban el doctor y la sirvienta, que gritaba
histérica.
-¡La mató!-decía, señalando la cama.
Entonces él
descubrió que la criatura había destruido sus planes. Alicia estaba ahora lejos
de su furia, con la mitad del cuerpo fuera de la cama, y las manos del muñeco,
como pinzas de tres dedos, aún cerradas sobre el cuello.
LOS OSCUROS
Cuando llegué a la casa, un grupo de chicos salía cargando
cajas de témperas y carpetas de dibujo. Era una casona vieja en el barrio de
Quilmes, con un balcón sobre la arcada de la puerta principal y un tejado muy
corto que le daba sombra al pórtico.
Los niños se
alejaron por la vereda, y en el umbral, extremadamente bella mientras el sol
del mediodía daba en su cara de tenues pecas, estaba Graciela, sola, mirándome
como distraída. Luego pareció recordar para qué me había llamado, y abrió un
poco más la puerta. La campanilla sonó con cada uno de sus movimientos
indecisos.
-¿Usted es el
colocador de alfombras?- preguntó, tímida.
-Sí, señorita.
Vengo a tomar las medidas.
Me hizo pasar a un
salón pequeño, lleno de objetos y muebles, casi sin espacios libres ni nada que
a primera vista pareciera inútil. Pero al habituarme al lugar, fui descubriendo
cuántos adornos absurdos ocupaban espacios que habrían gritado de desolación de
hallarse vacíos. Muñecos de porcelana y de estopa, platos y tacitas de cerámica, flores de
plástico, antigüedades de madera y bronce, animales de cristal.
Subimos a la
habitación de la planta alta, que tenía el balcón al frente. Era el único
cuarto desordenado.
-Hasta ahora lo
uso como depósito para el material de trabajo.
-¿Usted es
pintora?
-Bueno, soy
profesora de dibujo y pintura. Pero quiero decorar este cuarto para poner mis
cuadros.
Tropecé varias
veces con maderas, restos de marcos, telas, latas de pintura. Junto al ventanal,
había cuadros apoyados sobre la pared. Después la miré a ella, iluminada por el
sol del mediodía, y su cabello rojizo parecía una llama a punto de apagarse. No
debía tener más de treinta años. Llevaba un solero de verano de color azul, el
pelo arreglado con unas trenzas sujetas sobre la nuca.
Conversamos un
rato de todo un poco, no hablaba demasiado, pero fue venciendo de a poco su
desconfianza. Me apoyé de espaldas en el marco del ventanal con los brazos
cruzados. Tuve ganas de besarla.
-Son muy bonitos-
me animé a decirle, mirando sus pinturas.- Si quiere puedo colgarlos en cuanto
el revestimiento esté listo.
-Es lo que iba a
pedirle...- dijo ella entusiasmada, y parecía más feliz de lo que tal vez había
estado en mucho tiempo.
Al día siguiente
traje las alfombras. Graciela mantenía la puerta abierta mientras yo llevaba los
rollos desde la camioneta. Esta vez tenía el cabello suelto, y sus cejas rojas
brillaban con el sol de la mañana. Los mismos chicos del día anterior entraron
haciendo un bullicio al que la casa ya estaba acostumbrada. Un ruido vital de
voces que aparecían para desaparecer luego a horas prefijadas.
Recuerdo que esa
fue la primera vez que me di cuenta de que faltaba algo en el saloncito, alguno
de los cientos de objetos ya no estaba y hacía diferente la decoración, pero
era imposible precisar cuál, y lo pasé por alto. Después de sus clases, subió a
acompañarme.
-¿Necesitás algo,
Ricardo?
-No, gracias.
-Sí, te preparo un
café- insistió.
Graciela siempre encontraba un trabajo nuevo
para encargarme. Tres semanas más tarde, las alfombras habían sido colocadas y
el revestimiento casi terminado.
-Decime cómo
querés que ponga los cuadros- le sugerí entonces.
Eligió la
ubicación de cada uno, mientras yo, parado sobre la escalera, los apoyaba sobre
la pared. Ella observaba de lejos cómo lucían. Trabajamos en esto una tarde
tras otra, y los almuerzos y los cafés se sucedieron con un ritmo que ninguno
de los dos se atrevió a detener. Recién después de colgar varios cuadros me di
cuenta que un dibujo se repetía en todos ellos.
-¿Qué quieren
decir? Me refiero a estas figuras- le pregunté.
Miró lo que le
señalaba, dudando antes de contestarme.
-Son los Oscuros.
Seres de otro mundo muy lejano. Vienen todas las noches a visitarme, y me
contaron que nos vigilan, nos controlan. De alguna manera vivimos gracias a
ellos. Si quisieran, podrían matarnos.
Creí que era una
broma o una especie de fantasía artística que utilizaba como inspiración. Tres
sombras masculinas se repetían en cada pintura, con fondos o paisajes distintos,
pero siempre siluetas oscuras e indescifrables de hombres robustos caminando
por el centro del cuadro. Por delante iba la figura principal, detrás y a los lados
lo seguían otras dos sombras iguales.
-Es verdad- siguió
diciéndome.- Ellos me visitan. Sos la primera persona a la que se lo cuento, y
podrían matarme por eso. Así que no se lo digas a nadie, por favor.
Sonó el timbre y
sus alumnos nos interrumpieron. Durante las horas que estuvo abajo dando sus
clases, no dejé de pensar en lo que me había contado. Miré por la ventana, y vi
a dos vecinas que me observaban desde la vereda, murmurando.
Hoy me voy
temprano, pensé, y no sé si vuelvo.
Dos días después,
supe que me había llamado al negocio para que fuera a terminar el trabajo.
Esperaba con total sinceridad, y casi con desesperación, que me dijera que todo
había sido una broma. Pero no era de esa clase de personas. Graciela hablaba
siempre en serio, con una seguridad que rozaba la petulancia o la inseguridad
extrema, no lo sé.
-¡Qué te vas a
meter con esa loca!- me aconsejaron mis amigos cuando les conté. Tenían razón.
Por más hermosa que fuese, no necesitaba complicarme la vida.
Pero tenía que
cumplir con mi trabajo. Cuando volví, no hablamos por un buen rato. Era sábado,
y ella se quedó en la cocina, haciendo ruidos con los platos y las cacerolas,
golpeando las cosas para mostrarme su resentimiento. Yo le contestaba de la
misma manera, dejando caer con brusquedad las herramientas sobre el piso. Luego
subió y se puso a mirarme desde la puerta.
-Los Oscuros
estarían orgullosos del cuarto que les tengo preparado.
No podía creerlo
de mí mismo, pero sentí celos.
-¿Y ellos son mejores
amantes que los hombres?
No me contestó,
pero tampoco esperé que lo hiciera. Todas aquellas tardes en que fui incubando
un sentimiento indefinido, explotaron en una bronca que parecía nacer de mis
pantalones y perturbarme la cabeza hasta volverme loco. Fui hacia ella,
tropezando con la escalera, me levanté y la vi riéndose con una risa angelical.
La abracé y nos besamos con la desesperación de dos seres que han estado solos
e incomunicados por mucho tiempo.
-Así son los Oscuros-
me contó la primera mañana que despertamos juntos.- Seres sombríos y estériles,
brutales también. La hacen sentir a una agotada y sin esperanza. Van a terminar
con el mundo, ¿sabías? Yo lo sé, aunque digan que no lo harán si somos
obedientes. Van a matarme al final de todo.
Dios mío, pensé,
cuánta locura tiene esta mujer. Pero le di la razón y dejé que continuara
hablando de ellos.
Graciela ya no
pintaba, sin embargo las imágenes que había plasmado de sus visitantes se
fueron prendiendo en mi memoria hasta ya no poder deshacerme de su influencia.
Llevamos la cama al cuarto nuevo. La luz de mercurio entrando por el ventanal
iluminó las paredes cubiertas por los cuadros de los oscuros. A veces quería
que me fuese a dormir a mi casa.
-Por la
independencia de cada uno-decía ella.
Esas noches iba
con mis amigos y les hablaba de todo esto.
-Escuchen, ¿será
posible que también me esté volviendo loco?
Les conté entonces
que la primera noche que dormí con ella, alguien había golpeado la puerta varias
veces con un ruido ensordecedor. Cuando me asomé por el balcón, unas sombras
desaparecieron con rapidez por la vereda. Tan rápido se fueron, que no estuve
seguro de haberlas visto realmente. Pero sí oí los pasos alejándose, como si
las sombras usaran zapatos.
-Los Oscuros, son
ellos, y están celosos-la escuché decir, acurrucada entre las sábanas,
temblando de miedo.
-Te lo dije, esa
mina va a hacerte terminar mal.-Pero no quise escuchar más a mis amigos. Me fui
a casa pensando en esos ruidos de zapatos, y en el chasquido de revólver que
también había oído y no me atreví a confesarles.
Dos meses más
tarde, la habitación estaba terminada. No encontramos mucho más con qué
adornarla, y fue cuando nos dimos cuenta de la cantidad de objetos que faltaban
del saloncito.
-Ellos se los
llevan- me contestó, señalando las figuras de los cuadros, con calma y resignación.
Nuestra cama quedó
finalmente en el centro del cuarto, rodeada de sus pinturas, y de la sombra de
los Oscuros. Entramos a esa habitación como a un túnel en el que no veíamos más
que aquel sitio de encierro, parecido a un templo preparado para nuestra
expiación o nuestra condena.
Una mañana el
noticiero de la televisión anunció que un tren había atropellado a un micro escolar
en un paso a nivel, y dos de sus alumnos estaban muertos. Se puso a llorar
sobre el mantel, y mientras yo le acariciaba el pelo, sin saber cómo consolarla,
comenzó a decir que los Oscuros los habían matado.
Esa tarde fuimos
al velorio, y la vi abrazarse con los padres de los chicos tan desesperadamente
como si ella hubiese sido la responsable. Nos despedimos con gestos mudos de
pesar y desconsuelo. Había oscurecido, y el fresco de la noche me alivió de la
pesada angustia de aquel lugar.
Graciela temblaba,
y me pidió que me quedara. Ella creía que los Oscuros estaban enfurecidos.
Esa noche me asomé al balcón antes de acostarnos. La luz de
la calle frente a la casa se había apagado, y la otra, media cuadra más allá,
enviaba una luminosidad precaria. Volví a escuchar los pasos que se acercaban,
y tres sombras paralelas crecían hacia nosotros. Graciela se levantó y se paró
detrás de mí. Sentí sus uñas clavándose en mis hombros al verlos pasar.
-¡Me van a matar,
se van a vengar de mi felicidad con vos!-decía, llorando.
Las sombras dieron
vuelta sus cabezas irreconocibles, pasaron justo frente al balcón, pero
protegidos siempre por la penumbra. Su taconeo disminuyó por unos instantes, y
continuaron después sin detenerse.
-Borrachos- dije.-
Este barrio está empeorando cada vez más.- E intenté consolarla.
-¿No me creés?
-Creo que la
policía debería vigilar más el barrio-le contesté, simplemente.
Al final de
nuestros tres meses juntos, ella estaba nerviosa e irritable. No la dejé sola
durante las últimas semanas, y creo que llegó a aborrecerme, a pesar de que me
rogaba cada noche que no me fuese. Continuaba insistiendo en su locura, sin
perder sin embargo su tibia e ingenua belleza.
El último día de
noviembre tuve que hacer un trabajo lejos de la ciudad, y le dije que dormiría
afuera. Pero esa mañana Graciela había leído la noticia de varias mujeres
asesinadas en La Boca
y arrojadas al Riachuelo, e insistió en que esa noche vendrían los Oscuros a
buscarla. Yo no esperé esta vez a que siguiera hablando y me conmoviera con su
llanto y sus ojos claros.
-¡Estás loca!- le
grité sin pensar, sin darme cuenta de que nunca antes la había llamado así.
Entonces cerró la puerta sin mirarme, como una despedida.
Estuve todo el día
recriminándome mi actitud, y decidí pasar a verla. Regresé a las tres de la
mañana. A pocos metros de la entrada vi dos sombras que huían hacia la esquina.
Corrí detrás de ese taconeo familiar, pero no los alcancé. Fui hasta la casa
gritando el nombre de Graciela. Ella estaba en nuestro cuarto, sentada en el
piso con la espalda apoyada contra la cama, alumbrada sólo por la luz que
entraba de la calle.
Tenía la ropa interior
desgarrada, sucia de saliva y cenizas de cigarrillos. La piel llena de
quemaduras, y el cabello recortado y pegajoso. Gimiendo, con la mano izquierda
formó la figura de un revólver encañonado sobre su cabeza.
-Te matamos, me
dijeron, si no te quedás quieta te matamos. Están celosos de vos, querido...- Se
limpió la sangre que le caía de la nariz y con la otra mano me acarició una
mejilla.
En ese momento
escuché el chasquido de un percutor desde el fondo de la habitación. Algo se
movía con pasos muy lentos.
Sólo dos hombres
huyeron, pensé. El tercero aún estaba allí. De pronto, antes siquiera de poder
levantarme, sentí un impacto fuerte y suave al mismo tiempo, como sólo un hombre
y su sombra podrían hacer simultáneamente, derribándome al suelo junto a la
cama. El ventanal del balcón se abrió, y la luz de mercurio se movió de un lado
a otro del cuarto interrumpida por la sombra fugitiva. Luego saltó del balcón y
las ramas del árbol se sacudieron.
Cuando me levanté,
prendí la luz. Pero no me fijé por mucho tiempo en la habitación, la sangre
sobre la cama, el cuerpo de Graciela, su corpiño negro rasgado y sucio, ni en
ese panorama desolador tan parecido al de sus pinturas, sino en la gran
ausencia.
De los cuadros faltaban
las tres figuras de los Oscuros. En su lugar había un espacio blanco, un vacío
incomprensible. Como si alguien las hubiese recortado de la tela.
Pero la tela
estaba intacta.
Farías despertó sobresaltado. Su mujer lo sacudía del hombro.
Vio su rostro fruncido y el cuerpo hinchado retorciéndose de dolor. Un
sufrimiento especialmente concentrado en el vientre crecido por el embarazo,
asomándose por debajo de las sábanas blancas como un monte tembloroso de tierra
oscura. No esperaba que sucediera esa noche, justo la madrugada previa al día
en que recibiría la confirmación del decreto. Desde tres semanas antes
aguardaba la llegada del papel con el sello presidencial.
Se vistió,
tropezando con los pantalones, mientras sus gritos atravesaban la casa para
llamar a los custodios. Ella casi no podía moverse, las contracciones eran
demasiado frecuentes y dolorosas. La cubrió con un abrigo y la llevó hasta el
auto. Los dos hombres de la custodia oficial esperaban con las puertas abiertas
y el motor encendido, tenían los ojos somnolientos y un aroma a cigarrillos en
los trajes arrugados. Eran las cinco de la mañana, recorrieron las calles
desiertas hacia la clínica.
Se llevaron a su esposa en una camilla, por
los pasillos estériles del edificio, bajo la luz blanca de los tubos
fluorescentes. Necesitaban tiempo para saber si era o no falsa alarma, le
dijeron los médicos. Completó los formularios e hizo algunas llamadas a la
oficina.
-¿Alguna novedad?
-Lo mismo, señor Ministro, el Secretario viene
hoy, seguramente.
-Está bien, voy en
cuanto pueda.
Fue hasta el
kiosco de diarios y buscó con impaciencia la misma noticia que había esperado desde
tres semanas atrás. La prensa ya estaba enterada de los rumores sobre el
decreto, pero él quería deshacerse de la responsabilidad de anunciarlo públicamente.
Le fue imposible evadir el llamado de Casa de Gobierno la tarde anterior, menos
aún discutir con aquel servidor insobornable que ni siquiera le dejó hablar con
el presidente.
-Permítame que le
envíe al Señor Presidente mis asesores, la situación del ministerio es
desesperada y el decreto va a arruinarnos...-había rogado él, sin respuesta.
A las ocho de la
mañana le avisaron que había sido falsa alarma, pero su mujer necesitaba seguir
internada. Fue a la habitación a despedirse.
-¿No podés
quedarte un rato más?- le pidió ella.
-Tengo reunión- contestó,
pero se daba cuenta de que en realidad otro tipo de inquietud lo hacía huir de
allí.
Esa clínica le recordaba la vez que entró,
cuando tenía doce años, para internar a su padre. La familia completa esperaba
en el pasillo, cerca de la puerta de la habitación. Hasta estaba el abuelo
paterno, aunque un poco alejado en el hall de entrada, rodeado por empleados
del gobierno. El abuelo era un anciano en esa época, pero conservaba a los
amigos políticos de su etapa como ministro. La abuela era la única ausente.
Nunca los había visto juntos. Estaban separados desde que había nacido su hijo,
ese niño extraño que vino al mundo con una herida inexplicable en la piel. Un
orificio circular de varios centímetros de diámetro, siempre oculto por la
ropa, creciendo persistentemente a lo largo de los años.
-Ese viejo tiene
la culpa...-decía la abuela cada vez que se refería a su ex-esposo.
El niño, sin
embargo, más adelante se casó y tuvo su propio hijo, aunque sólo fuera para
darle un heredero político al abuelo.
Farías ordenó a
uno de los custodios que se quedara en la clínica, y el otro lo llevó al
Ministerio. En el estacionamiento, su lugar estaba ocupado por los periodistas.
Las luces se encendieron y las cámaras rodearon el auto.
-En cuanto tenga
confirmación se los haré saber, señores...por favor, permítanme pasar-les dijo por
la ventanilla abierta.
Todas las mañanas
debía decir lo mismo, y los reporteros lo anotaban en sus libretas como la
primera vez. Alguien lo golpeó con un micrófono en el labio inferior al salir del
auto, sintió un hilillo de sangre en la barbilla. En medio del bullicio hizo
torpes intentos por abrirse paso hasta el ascensor. Se cerró la puerta y
apareció un nuevo silencio que no le exigía nada más que la inmovilidad y más
silencio. La sangre le provocó cosquillas sobre la barba recortada. Le vino a
la memoria la imagen breve e ilógica de la herida en la piel de su padre.
Al llegar al piso
de su despacho, siguió caminando por el corredor del viejo edificio tantas
veces salvado de la demolición. La oficina estaba al final del pasillo, donde
los techos mohosos y la pintura desprendida le daban un aspecto de peculiar
tristeza a las tardes, y lo hacía pensar en esos años en que el abuelo la
ocupaba. Su padre muy pocas veces había visitado el lugar, y las ocasiones en
que lo hizo fue al atardecer, para ver el ocaso del sol sobre las paredes
húmedas.
El día que el
abuelo, que había sobrevivido a su propio hijo casi veinte años, le dio a su
nieto la bienvenida al partido oficial, se levantó de su silla, corpulento, ya
canoso y algo calvo, y puso una de sus inmensas manos sobre sus hombros.
Entonces le habló:
-Tu abuela siempre
me ha acusado de la muerte de tu padre. ¿Pero tengo yo la culpa de lo que estoy
condenado a hacer desde que nací? Esta forma de vida que a ella no le gusta,
está impregnada aquí.-Y llevó una de las manos a un punto más abajo de su
pecho.
No había remordimiento en las palabras,
sino una absoluta seguridad en el deber y en su inevitabilidad. Tal vez se
refería a aquella época en que se había visto obligado a cerrar casi la mitad
de los hospitales públicos, y las obras sociales habían quebrado. Fueron nada
más que seis meses, sólo medio año en que la situación del país tuvo que
reajustarse, pero para el abuelo fue una condena política, y también el
comienzo de su expiación. Porque después de ese tiempo, los opositores y los reporteros lo asediaron hasta casi
llevarlo al suicidio. Aquel mismo año, su esposa tuvo un parto prematuro, y
cuando ella vio la herida informe del niño, abandonó a su marido para siempre.
Farías podía oler
aún el aroma del cigarrillo del día anterior, encerrado en el despacho por los
revestimientos de roble, la puerta de madera y cristal esfumado. Mientras en el
baño se limpiaba el labio herido, sonó el teléfono.
-Llegó el Secretario
Presidencial, señor Ministro.
No respondió. La
voz repitió el mensaje. Él pidió que pasara y colgó. Le sorprendía su torpeza,
tan lejana a la calma habitual, a la seguridad que lo había puesto en ese cargo
tan joven aún, haciendo siempre lo que su abuelo le había enseñado. Pero ahora
algo fallaba, como si ese sitio fuese una concesión, un favor.
-Buenos días,
doctor. Aquí le traigo la confirmación del decreto-le dijo el Secretario.
-Señor Secretario,
con todo respeto le informo mi desacuerdo....
El hombre lo
escuchó pero no parecía prestarle atención.
-Doctor, sabe que
la tragedia de la peregrinación el verano pasado puso al presidente de un humor
poco complaciente. El disenso siempre abunda, pero no la obediencia.
Farías asintió sin
responder. Cuando el otro se fue, casi de inmediato los gritos de la calle comenzaron
a acrecentarse. Desde la ventana vio a los manifestantes frente a la puerta
principal, portando carteles contra el decreto. Había mujeres delgadas, de
voces agudas, estridentes, que mostraban los signos inconfundibles de la enfermedad.
Reconoció a algunos periodistas de renombre que buscaban a los voceros del
grupo. Eran más de cien personas impidiendo la entrada y salida del edificio.
Giraban en círculos con los cartelones en alto, gente simple y pasiva en su
vida diaria, que ahora se movía torpemente. Sobre todos ellos estaba el cielo
limpio e indiferente, imparcial, del viernes a la mañana.
Justo un viernes,
pensó él, todo el fin de semana por delante para pensar. El abuelo decía que no
era propio de la familia dudar tanto. Su padre, en cambio, había reflexionado siempre
con detenimiento cada acto, hasta el punto de la inacción. Quizá pensara sólo y
nada más que en su herida, creciendo con los años, traída desde un lugar
incierto de la herencia.
-Con ese agujero
en el cuerpo no se llega a nada-había dicho el abuelo al nacer su hijo, según
contaba siempre la abuela.
Farías recordaba a
su padre así, sumiso, subordinado a los deseos del viejo, y muy joven todavía
al morir. La abuela había fallecido más de treinta años después, y con ella se
fueron también los reproches. El viejo tal vez comenzó a sentirse culpable
recién entonces, cuando ya no hubo quien pudiese acusarlo. Como si en ese
momento aparecieran los fantasmas de aquellos seis meses en que decenas de
enfermos escribieron leyendas obscenas sobre los muros de su casa, amenazándolo
y destruyendo sus bienes.
Era la una de la
tarde. Llamó a la clínica.
-Todavía no hay
novedades, señor Ministro, su señora está descansando.
Luego ordenó a la
secretaria que preparara la conferencia de prensa para las siete. No tenía
deseos de hacer nada hasta esa hora, así que puso la cabeza entre los brazos,
apartando la fila de documentos pendientes, y se recostó sobre el escritorio.
Mordiéndose el labio herido, recordó el último día que vio a su padre.
Había sentido el olor de las vendas, un aroma a
putrefacción, aún antes de entrar al cuarto.
-Acercate- le
había dicho, tapándose el cuerpo con las sábanas.
Se veía
extremadamente delgado. Los bigotes oscuros resaltaban demasiado en el rostro
demacrado. Le pidió que apoyara la cabeza sobre su pecho de vello encrespado.
El olor era nauseabundo, pero el pequeño Farías hizo el esfuerzo por aguantar,
no quería apartarse.
Su padre no habló,
sólo lo retuvo contra su cuerpo hasta el último gemido.
La voz de la
secretaria lo sobresaltó.
-No recibiré a
nadie hasta la conferencia-respondió con firmeza.
Lo llamaron varias
veces más, pero sólo prestó atención a los gritos de la gente que continuaba
manifestando en las calles. Volvió a dormirse. Al despertar, había dos
secretarias a su lado.
-Doctor Farías,
¿cómo se siente?
-Recuerde su cita
con la prensa.
Miró el reloj. Eran
las seis de la tarde. Fue al baño después de ordenar que prepararan todo para
salir. En el espejo se notó pálido, despeinado y con la camisa arrugada. Como
cada vez que se cambiaba de ropa, la imagen de la herida del padre regresó a su
memoria y ya no quiso abandonarlo.
Cuando llegó a la
sala de conferencias, las luces lastimaron sus ojos soñolientos. Luego vio,
tras los reflectores, las sombras de los periodistas con los brazos en alto
esperando su turno para preguntar. No tenía idea de lo que iba a decir. Todos
los años que lo habían conducido a ese instante le parecieron una sucesión de
momentos que nunca había controlado, como la caída de una cascada, o quizá la
repetición desesperante de los genes humanos. Y sin entender de dónde podía
haber surgido, sintió en el aire de aquel salón hastiado de humo de tabaco, un
olor familiar y viejo, un aroma ancestral de cuerpos descompuestos.
-Señores, tengo la
desagradable tarea... - no quiero decirlo,
por Dios, no quiero hacerlo o me
condenaré- ...de anunciarles el decreto que el Señor Presidente ha firmado
el día de la fecha. Por medio de este instrumento legal, y por razones
presupuestarias, se suspende por tiempo indeterminado la entrega de medicamentos.
Se levantó sin
esperar la respuesta del público. Alguien lo retuvo del brazo, le dijeron al
oído que lo habían llamado de la clínica.
Los grupos de
manifestantes furiosos lo esperaban en el estacionamiento. Los hombres de
seguridad lo ayudaron a abrirse paso hacia el auto. Farías no quiso esperar al
chofer, y arrancó lo más rápido que pudo, pero temblaba, y le era difícil
mantener el pie firme sobre el acelerador. Mientras ascendía la rampa hacia la
calle, escuchó los últimos gritos y los golpes de las piedras sobre la chapa
del auto.
Cuando llegó a la
clínica, el custodio lo recibió en la puerta. Recorrieron los pasillos hasta la
sala de maternidad. Un médico los detuvo.
-Señor Ministro,
hay algo que debe saber antes...
Pero no le hizo
caso, y siguió hasta pararse frente a la nursery. Los niños descansaban en sus
cunas blancas, colocados en fila como objetos numerados. El médico señaló una
incubadora solitaria en el fondo de la habitación, donde un bebé, demasiado
silencioso junto al llanto vital de los otros niños, estaba rodeado de cables y
sondas. El pequeño cuerpo carecía de piel, y los intestinos brillaban, como
víboras inquietas.
Papá y yo vimos la última bandada de
palomas un día de verano de hace muchos años. No puedo olvidarlo porque en ese momento,
lo sabría más tarde, se decidió su destino, si no es que el fin de cada uno no
está escrito ya desde el principio del mundo. Fuimos con el auto a las afueras
de la ciudad por la autopista del noroeste, hacia unos campos inundados la mayor
parte del año, excepto en verano. Los caminos eran casi inservibles y sólo se
pisaba lodo. Habíamos tratado de vender esos terrenos sin resultado, y ahora
papá iba a intentarlo nuevamente.
Nos estacionamos a varios metros del bosque vecino, que esta vez nos
pareció más frondoso e impenetrable; en el invierno anterior había llovido
tanto como en los últimos cinco años. El camino de lodo continuaba hasta allí y
detuvimos el auto. Clavamos el cartel de venta en la tierra blanda. Me puse a
chapotear en los charcos, yo aún tenía diez años, y recuerdo la sonrisa de mi
padre al mirarme. Cuando encendió el motor para irnos, vimos a las palomas
salir espantadas desde el bosque, volando hasta perderse de vista hacia el
norte.
-Ya quedan pocas- dijo él, y me comentó la innumerable cantidad que
podía verse tan sólo diez años antes.
En ese momento debió nacer su idea, aunque creo que recién fue conciente
de ella al leer el artículo en el diario un año después, donde anunciaban que
el último centenar de palomas se había extinguido. Entonces nos miramos, y
pensé que pocas veces algo une tanto a los hombres como los recuerdos comunes que
llegan en el instante exacto.
Papá trabajaba vendiendo herramientas, y acostumbraba quedarse con
muestras para su propio taller. En su época de recién casado, había empezado a
inventar cosas imitando objetos conocidos, lámparas o armazones para relojes de
pared. Años más tarde, ya había alcanzado a darle movimiento a sus trabajos, y
así fabricó lavarropas, máquinas de relojería para sus marcos inertes hasta
entonces, ventiladores y muchas otras cosas. No es que no tuviésemos nada de
todo esto, sino que desarmaba los comprados, ponía los restos en el sótano y
los reemplazaba por los suyos. Al principio eran desprolijos, pero algún tiempo
después había aprendido a pulir el exterior de cada aparato, y no pudimos
entonces, mi madre y yo, encontrar alguna diferencia.
Más adelante empezó a construir sus propias ideas. Primero las dibujaba
en un papel cualquiera, a veces mientras cenábamos, apartando una servilleta
para escribir con el lápiz que siempre llevaba encima. No sé en cuántas
ocasiones vi surgir ese lápiz del bolsillo de la camisa, abultado por las llaves,
los cigarrillos o papeles doblados. Recuerdo el acto inconfundible de la mano
derecha tanteando el pecho, mientras su mirada permanecía fija sobre el papel
en blanco.
Mi madre a veces discutía con él, porque no entendía bien todo eso. Las
herramientas se amontonaban en el depósito sin venderse, y las cosas que
construía resultaban inútiles después de un tiempo. Pero finalmente ya él no
necesitó convencerla; un día ella se encontró rodeada de objetos extraños, algunos
inservibles pero fascinantes en su originalidad. Descubrí en mi madre a partir
de ese día una mirada nueva, como la que tienen las mujeres cuando reconocen
algo que las asombra.
Una tarde al volver de la escuela, escuché ruidos desde el galpón, y al
entrar al patio vi a mi padre arrastrando una lámina de metal. Sobre la pared
había apoyadas muchas más. Dijo que las había comprado para un nuevo proyecto,
pero no me contó cuál, creo que se consideraba incapaz de describirme con
exactitud la imagen que tenía en mente. Era como distorsionarla si intentaba
ponerla en palabras. Por eso me senté a su lado, en la silla en la que desde
mis primeros años me sentaba para observarlo trabajar, y me pidió que le fuese
alcanzando las herramientas que colgaban de las paredes del taller. También
había objetos desparramados por el piso, cosas sin forma o inventos a medio
fabricar, que a él le gustaba llamar fracasos transitorios.
Muchos en su familia habían inventado cosas. Decía que nosotros los
Ansaldi veníamos de familia de inventores, que el abuelo de su abuelo había
creado el primer autómata de que se tuviera noticia. Entonces yo imaginaba
aquellos tiempos, mientras lo observaba cortar las delgadas láminas de acero,
brillantes y recalentadas por el sol de la tarde. Cada una tenía cuatro metros
de lado, y él las reducía a fragmentos de treinta centímetros. Su rostro estaba
detrás de la máscara de metal, las chispas de la sierra eléctrica saltaban
alrededor. Luego escuché ladrar a Brown, y mamá nos llamó para cenar.
Al día siguiente, se dedicó a un trabajo más delicado. Desenrolló los
planos y los puso sobre el escritorio. Intenté acercarme varias veces, pero me
pedía una herramienta tras otra y yo no dejaba de ir y venir del galpón. Cuando
después de algunas horas el diminuto motor estuvo listo, me acerqué al
escritorio. Allí estaba, finalmente, la paloma eléctrica.
La tarde del primer vuelo, cinco meses después, papá se veía nervioso.
Había construido veinticinco palomas. Tuve la oportunidad de sujetarlas entre
mis dedos cuando aún carecían de vida, y también fui el primero en presionar el
control remoto para otorgársela. Entonces, una tarde de no sé cuánto tiempo
luego de aquella en la que vimos las palomas de la última bandada, nosotros hicimos
volar el primer grupo de palomas eléctricas. Las colocamos en el suelo enlodado
de nuestros campos, a escasos centímetros una de otra y nos alejamos hacia el
auto, donde mamá nos esperaba. Al darme vuelta, ya habían remontado vuelo,
girando en un círculo amplio. Eran más hermosas de lo que habíamos imaginado.
Mi madre había pulido el metal color de plata. Cuando un día ella entró al taller
y las vio por primera vez, se quedó quieta y temimos su desaprobación, pero
sólo dijo que eran feas y opacas. Un día después supimos que las había limpiado
durante la noche.
Con el largavistas comprobamos el movimiento de sus alas, sólo un
artificio estético que en nada participaba de su funcionamiento, pero las hacía
más bellas. En el lugar de los ojos colocamos vidrios de botellas de varios
colores. Estábamos sentados sobre el baúl del auto, observándolas, y noté que papá
no estaba tan contento como pocos minutos antes.
-Las reemplazamos- le dije con entusiasmo.
-No- me contestó.- Creamos otra cosa diferente, sólo un objeto curioso.
Dos horas estuvimos en el lugar. Muchas personas se habían acercado
desde el camino, y a pedido de ellos hicimos volar a las palomas sobre el
bosque, el sitio más peligroso por la altura de los árboles. Los motores se
recalentaron, chocaron con las ramas y cayeron con un sonido hueco entre los
troncos.
En el viaje de regreso papá no habló más que de su fracaso. Pero a la
noche, mientras cenábamos, se puso a hablar de nuevas ideas para mejorar a las
palomas, y nos resignamos a la certeza de que hasta no resolver ese problema,
no se sentiría tranquilo. Una venda parecía taparle los ojos cada vez que
proyectaba algo, y se apartaba como un animal asustado para instalarse en la
sombra. Cuando regresaba de esos sitios oscuros de su mente y volvía a
prestarnos atención, una parte de él había desaparecido, un gesto, una actitud
o una palabra que jamás usaba nuevamente. Era de aquellos hombres que pasan su
vida, a simple vista, sin hacer nada más que sobrevivir. Pero había otro hombre
dentro suyo, o muchos otros, muy parecidos a un dolor o a una tristeza, no
estoy seguro.
Una semana después del primer vuelo, empezó a trabajar con un motor
grande, y me di cuenta que era el de nuestro auto. Afuera estaba el esqueleto
del coche, y no se me ocurrió otra palabra más que “muerto” para nombrarlo. Brown
se había sentado al lado, aullando igual que cuando mi abuelo falleció y no
habíamos podido apartarlo del lado de la cama.
A la noche, escuché discutir a mis padres. Él decía que lo del auto era
temporal, una simple prueba para su proyecto. Sé que mamá estaba cansada; mi
padre cada vez perdía más clientes y el dinero que ganaba era insuficiente.
Entonces fue cuando presentí que él proyectaba algo mucho más importante,
porque a pesar de tanta ensoñación siempre había tenido sus límites prácticos,
y este desprenderse de todo poco a poco parecía una señal de partida
irreversible.
El motor fue sólo un modelo de la primera de las tres máquinas. Construyó
todas con repuestos que iba consiguiendo de viejos compañeros de trabajo. Sus
invenciones anteriores habían sido siempre una transformación de otros objetos,
pero esta vez había creado algo nuevo, así como uno imagina que Dios hizo el
mundo.
Una mañana entré al galpón y vi los motores casi terminados. Él tenía
esa sonrisa tan bella que desde entonces nunca me atreví a olvidar. Era la de
un hombre que ha unido a todos sus hombres internos en uno solo. El cielo
despejado dejaba entrar la luz por el portón abierto, tiñendo el aire en el que
bailaban partículas de polvo y aserrín. Papá se lavó las manos y fuimos a
buscar a la ciudad nuevas láminas de acero. Nos habían suspendido el teléfono,
pero mamá ya ni siquiera se mostraba preocupada ahora. El tiempo nos había
puesto en equilibrio, pienso. Como un triángulo, como un número tres.
Mi padre era un genio, la gente lo dijo cuando su trabajo estuvo
terminado. Los vecinos, los antiguos clientes y amigos vinieron a visitarnos
para ver las máquinas. Lo atractivo era el exterior de las palomas gigantes.
Tres aves de un tamaño cincuenta veces mayor al de una normal, suficiente para
transportar el tamaño y el peso de un hombre. Las láminas metálicas eran
livianas pero resistentes, hechas con una aleación recién salida al mercado que
había acabado con nuestros ahorros. La única solución, nos aconsejaron, era
registrar el invento, y no dudamos del éxito.
-Imaginen el día…- les decía papá a sus amigos, mientras acariciaba el
metal brillante de las palomas. -…en que cada uno pueda ir de un lugar a otro
sin verse limitado a un solo plano geométrico. La superficie terrestre será
liberada de tanto caos.
Las máquinas eran cortas, no mayores a tres metros, y eso les daba el
aspecto de seres gordos, como los antiguos dirigibles. A la noche, mientras
cenábamos, supe que su obsesión se había borrado por fin, porque el objetivo
estaba concretado en esos aparatos en el patio de casa. Fue como si se quitara
la venda que le cubría los ojos y nos mirara atentamente luego de mucho tiempo.
Después, como un presagio, esa misma noche perdimos a Brown. Oímos sus
ladridos desde afuera, pero nunca le abríamos hasta terminar la cena. Media
hora más tarde ya no ladraba, y escuchamos un auto frenar con estridencia en la
calle. Al salir, vimos el cuerpo cubierto de sangre, y con dos quejidos finales
expiró. El conductor nos ofreció disculpas que no supimos responder. Mientras
enterrábamos a Brown, papá perdió su entusiasmo y dijo que nunca se llega
invicto al lugar que elegimos, si es que entramos allí alguna vez. Yo sólo pude
pensar en qué mundo tan extraño, tan desconocido iba a ser éste sin mi perro.
Alquilamos el aeródromo por una tarde con el dinero que nos habían
prestado. Cargamos una de las máquinas en el camión y fuimos hasta allí. Había
un grupo de diez o quince personas entre amigos y curiosos. Papá llevaba puesto
el equipo que mamá le había confeccionado para esa ocasión, un diseño festivo y
clásico. Botas altas y pantalones anchos, una campera de cuero, una bufanda de
seda y un gorro negro. Luego, se colocó las antiparras y subió al aparato.
Le saqué fotos desde todos los ángulos posibles. Sentí que no podía
detenerme, que tenía la necesidad de retrasar la salida de alguna manera. El
brazo de mamá me apartó de la pista, y me dijo al oído que teníamos que dejarlo
ir. La paloma casi no hacía ruido, sólo un suave sonido mientras daba vueltas por
la pista. Resultaba graciosa su figura corta y abultada, la cabeza en alto,
justo delante de la cabina del piloto. Papá sonreía y nos saludaba agitando un
brazo mientras levantaba vuelo.
Tal vez mi viejo era también un ave en ese momento. Se veía pequeño en
la altura, silencioso en su camino al punto enceguecedor del sol. Pasó por
encima de nosotros, y volvió a girar dos o tres veces. Lo observé con el
largavistas y lo sorprendí riendo mientras parecía contemplar el cielo que lo
rodeaba. Pensé en los instantes inesperados y escasos en que somos como dioses,
en los que los hombres son dioses porque ríen.
Quince minutos después, vimos la columna de humo saliendo del motor. Una
franja negra envolvía a la paloma, ocultándola. Cuando resurgió de la nube
oscura, estaba cayendo a tierra. Papá intentó planear, las alas comenzaron a
moverse inútilmente. No quise mirar más, aunque podría haberlo hecho muchas
veces antes del fin. Es extraño cómo se prolonga el tiempo en el último segundo,
es curiosa la crueldad, o quizá la piedad, con que el tiempo retarda la muerte
anunciada. Cayó en unos campos despoblados, muy parecidos a los terrenos donde
vimos las últimas palomas casi dos años antes. Lo que quedó del cuerpo de mi
padre tuvo que aguardar en la funeraria el entierro del día siguiente.
Regresamos a casa y mamá se acostó llorando. Nunca fui bueno en dar
consuelos, papá sí lo era. Soy la mitad de lo que él fue.
Salí al patio, donde esperaban las otras dos palomas, las que había
diseñado para mamá y para mí. Las acaricié, temblando, y el metal me dio
escalofríos. El mundo que me aguardaba, de pronto se me ocurrió rígido y helado
como el material de esas máquinas. Tan semejante a éste en el que ahora vivo, que
no me parece extraño pensar, a veces, que los niños también son profetas.
LOS
SERES INTERMEDIOS
Practicaba la medicina desde hacía
largo tiempo, y su nombre había llegado hasta cada pueblo. Pero cuando ya no
pudo ir a todos los lugares de donde lo llamaban, comenzó a enviar a sus
alumnos. Ellos se habían hecho tan sabios como su maestro, y se dispersaron
para ejercer su arte fundando templos hospitales por el mundo hasta entonces
explorado.
Si le preguntaban por su origen, él respondía que jamás había conocido a
sus verdaderos padres. Los dioses lo abandonaron al cuidado de una pareja
humana. Tuvo luego como maestro al centauro Quirón, a quien le debía su sabiduría.
De niño iba hasta el lago a esperarlo, aún antes de que amaneciera. Y mientras
la oscuridad y la niebla se despejaban, Quirón aparecía atravesando las aguas
desde la orilla opuesta. La gente del pueblo pensaba que no vivía solo, pero nunca
nadie pudo saber con quién. Pasaba su vida en los bosques, en busca de las
plantas medicinales. No había hombre o animal en esa época que conociese mejor
las enfermedades o los remedios que el bosque guardaba.
Se vieron por primera vez, una mañana en que el centauro recorría las
praderas alrededor del lago. Como todos los seres intermedios entre los dioses
y los hombres, Quirón se enfurecía fácilmente cuando un humano se atrevía a
hablarle sin que le concediese antes la palabra. Pero cuando vio al joven,
tímido, mirándolo con ansiedad entre los árboles, le permitió acercarse. El
niño empezó a contar lo que sus padres le habían relatado sobre sus ancestros.
Aunque al principio se mostró incrédulo, el centauro se dio cuenta que el joven
era diferente a los otros humanos. Los hábitos vulgares lo deslucían, pero eran
parte inevitable de su convivencia con los hombres. Desde aquel día decidió
tomarlo como aprendiz y enseñarle los secretos de la medicina.
El niño llegaba temprano a la playa del lago para repasar las lecciones
del día anterior. Su maestro emergía de
la niebla con el torso humano descubierto, el pelo encrespado en la espalda y
el pecho, espeso y confundido con el pelaje equino, intensamente negro, siempre
mojado. Él notaba que Quirón lo miraba con lástima al verlo tan delgado y
descalzo, con esa túnica blanca y sucia que su madre le había hecho. Pero como
él se esforzaba por aprender, sintió que iba ganándose su afecto.
El centauro le hizo pasar cada vez más tiempo a su lado, y él se fue
alejando de la casa paterna casi sin darse cuenta. Cada año vivía menos tiempo
allí, a veces sólo durante el verano, hasta que un día sus padres murieron y se
encontró frente a sus cuerpos rígidos. Seres ordinarios e irreconocibles como
los cadáveres que hallaba al caminar en los bosques.
Luego salió al campo a cavar las fosas, y mientras lo hacía, miraba la
tierra cultivada y ahora solitaria a su alrededor. Tuvo la sensación de que ese
lugar ya no le pertenecía, un lugar del que se había alejado y al que ya no
amaba. Envolvió los cuerpos en sus mortajas, y los enterró, devolviendo la tierra
excavada a las tumbas. No estaba seguro si era su deber llorar.
Abandonó el campo y regresó al lago. El pensamiento de que la enfermedad
de sus padres quizá podría haber sido curada, lo atormentó todo el camino.
Quirón le había dicho una vez que la vida tenía su curso natural. Nada era
capaz de impedir el deterioro progresivo. Sólo era necesario curar los males
que la apartaban de ese camino, los que detenían las tareas humanas o llevaban
a la muerte precoz. Al reunirse con su maestro le contó lo sucedido, y Quirón
estuvo de acuerdo en que los enterrara lejos del lago.
-Ellos son podredumbre-le dijo.-En
vida te alimentaron, pero nada más hicieron.
Él creyó en su maestro y puso a un lado el recuerdo de sus padres.
Años después se hizo alto, una
barba rojiza cubría su rostro de mirada reflexiva. Fue ganando renombre entre
los humanos, y Quirón parecía sentirse satisfecho. El maestro seguía sin
revelarle nada sobre su vida, por eso él fue preguntando en cada casa que visitaba.
Le contaron que siglos antes Quirón había sido el favorito de los dioses, pero luego
se había apartado para permanecer solo en el bosque. Todos pensaban que debía
serle imposible soportar la soledad, y el orgullo por su pasado estaba
creciendo otra vez en él. Pero esto ya lo sabía, en los últimos tiempos era
fácil ver el cambio brusco de su ánimo, como si una indefinible impaciencia lo
estuviese dominando.
Quirón lo interrogaba sobre sus progresos, pero sobre todo pretendía
saber si los hombres eran agradecidos para con los dioses. En escasas ocasiones
le hablaba de cuando era parte del Olimpo y había conocido los favores divinos.
Doblaba el torso para acercarse al oído de su alumno, y con el pelo erizado, relataba
historias libidinosas. Luego, su mirada parecía perderse en el recuerdo, y se
quedaba en silencio hasta la llegada de la noche.
Era ya un hombre que había entrado en la segunda mitad de su vida, y
enseñaba a sus propios alumnos. Un día le hablaron de un hombre cuya existencia
no se aseguraba con certeza, pero que muchos afirmaban haber visto. Fue hacia
la isla donde supuestamente vivía, porque si era verdad, se trataba de un ser
excepcional. Debió recorrer también varias montañas, desde cuya altura
alcanzaba a ver el mar y la costa continental de la que había partido.
El hombre que buscaba se le apareció detrás de un árbol, casi desnudo
excepto por una tela oscura envolviendo su pelvis flaca, con los puntiagudos
huesos que parecían querer escaparse del cuerpo.
-¿Qué busca?-le preguntó, con una voz débil, semejante a la brisa que
barría la montaña.
Conversaron hasta el anochecer y durante todo el día siguiente, y antes
de partir, sintió en la boca y la nariz un sabor, un olor extraño, como la
sensación de estar hablando con un muerto. Porque alguien de más de trescientos
años de edad debía haber vuelto de la muerte para justificar su presencia. Pero
no había sido así. El anciano contaba hechos ocurridos hacía mucho tiempo,
anécdotas que nadie más podría conocer de no haberlas presenciado. Había
realizado todo tipo de trabajos, formado una familia de diez hijos y
sobrevivido a ellos y sus descendientes. Tenía la piel bronceada con
intensidad, las plantas de sus pies duras como rocas. Cuando las manos del
maestro palparon aquel cuerpo tres veces centenario, no encontró nada malo en
el viejo, sólo dolores leves y esperables a su edad. Luego se despidieron,
mientras el sol calcinante seguía alumbrando la cima desprotegida.
Al abandonar la isla, pensó en las palabras que el viejo le había dicho
cuando él quiso saber cómo sobrevivir al
cansancio mortal del trabajo diario, a las enfermedades cotidianas, tan
frecuentes que era imposible expulsarlas, como visitas indeseadas más fuertes
que nosotros. El anciano no supo responderle, solamente se dejaba llevar, le
dijo, por el impulso desconocido de la vida.
Por eso iba preguntárselo a Quirón.
Cuando el centauro escuchó todo esto, comenzó a correr y corcovear de un
lado a otro de la playa, furioso. Nunca lo había visto así, menos aún en los
últimos tiempos, inmerso en un estado de íntima melancolía. Se protegió entre
las plantas mientras lo escuchaba gritar en el idioma de los centauros.
Después, Quirón se detuvo ante él, agitado todavía, gritando con ira que la
vida de ese anciano era inconcebible. Así como una vez le había dicho que era
su deber combatir los males que apartaban a la vida de su curso natural,
también era imprescindible hacerlo con los que la prolongaban innecesariamente.
-Les está prohibido a los hombres imitar a los inmortales-dijo
finalmente.
El joven había aprendido esto al morir sus padres, pero ahora se daba
cuenta de lo que desde entonces lo inquietaba: la idea de que aún podrían estar
vivos si él los hubiese cuidado con su conocimiento. Pero ya nada era posible
hacer, y le resultaba doloroso.
Le habló a Quirón como jamás se había atrevido a hacerlo antes.
-Si es un mal acercarse a la inmortalidad, también lo es para los
semidioses. Ustedes no son dioses, ni hombres, ni animales, sino una parte de
cada uno.
Quirón escuchó el desafío de su discípulo, pero nada contestó. Se dio
vuelta para regresar al lago, y se hundió en las aguas hacia la orilla oscura
del bosque.
Los seres intermedios estaban extinguiéndose. Los hombres tampoco tenían
confianza ya en el poder divino. Eran tiempos diferentes a los de la época
dorada. Él sabía que a pesar de los beneficios de su arte, los hombres habían
dejado de adorar a los dioses. Vivían atentos a su propia vida, y se aislaban
con sus familias luego de ser curados. Eran agradecidos con él y sus alumnos,
pero rara vez iban a los templos.
Algún tiempo después, durante el que no volvió a ver a Quirón, lo
llamaron desde la isla del anciano. Los mensajeros le dijeron que el viejo
estaba muy enfermo y lo mandaba buscar. Cuando llegó, lo encontró con una
herida en el pecho.
-Se me va el alma por este hueco en el cuerpo- gimió el anciano cuando
él llegó. Apoyó la cabeza en su brazo y dijo que Quirón lo había herido. Por la
lealtad que unía al médico con el centauro, había querido decírselo él mismo.
Quirón subió una noche a la montaña, con el lomo cubierto de sudor y una
mirada de odio. Se había erguido en sus patas traseras, desbocado y gritando
con un aire inconfundible de ira exacerbada. Luego sacó un puñal que llevaba
atado a la espalda, y lo arrojó contra el anciano. El viejo aseguró no haber
sentido dolor al principio, mientras veía la expresión desolada del centauro, y
escuchándolo decir, antes de irse, que nadie podía desafiar a los inmortales.
-Parece tener la necesidad de recuperar el favor divino desesperadamente-dijo
el viejo, justo antes de morir.
Aunque intentó curar la herida, con todos los métodos que conocía, ese
cuerpo, a pesar de sus incontables años,
había resultado también ser mortal.
Dejó que sus ayudantes se encargaran del anciano y regresó al valle.
Estaba anocheciendo, y fue directamente hacia el bosque donde vivía el centauro.
La niebla se había hecho densa a la mitad del lago, pero siguió remando sin
temblor hasta llegar a la otra orilla. Nunca había estado allí. El bosque
parecía más impenetrable cuando la luna se ocultaba. Había ojos centelleantes
en las sombras, una helada brisa movía las hojas y rozaba su cuello. Mirando
hacia arriba en busca de la luna, pudo verla filtrándose entre las ramas altas.
Poco después descubrió la choza. Le resultó extraño que Quirón viviese
en una construcción humana, en la que podía verse luz de cebo y percibirse el
aroma de la comida reciente. Acercándose con precaución, se asomó a una de las
ventanas.
No tuvo tiempo de preguntarse qué era lo que estaba viendo antes de
sentir los brazos del centauro alrededor del cuello. Creyó perder el sentido
por un instante, pero en seguida se vio liberado. Quirón no gritaba ni parecía
enfurecido. Solamente fijó su mirada condenatoria en él, preguntando la causa
de que estuviese en sus dominios sin permiso.
El maestro le dijo con aspereza que el anciano había muerto. Entonces el
centauro, como única respuesta, miró hacia la ventana, y otra vez la antigua
expresión de tristeza ensombreció su rostro. Las patas delanteras comenzaron a
cojear, y su torso humano se dobló sobre el cuerpo equino. La cola se escondía
entre las ancas, el pelo brillaba con la luz de la luna.
-Hice todo por complacer a los Dioses, pero no me han devuelto a la que
yo más deseaba.
Su voz se deshizo como el viento contra los árboles. Hizo sentar a su
discípulo sobre una roca, y comenzó a hablarle de su amante, de su belleza, de
cómo ella, en los lejanos tiempos, lo acompañaba en el bosque buscando especias.
Entre ambos habían curado las enfermedades de los seres inferiores. Los dioses se
habían mostrado satisfechos al verse más adorados por los humanos. Pero fue en
esa época cuando hallaron una sustancia extraña en la savia de viejos árboles
extintos en otros bosques, que tenía un efecto reversible sobre la muerte.
Había logrado que algunos hombres volviesen a la vida. Cuando los dioses lo
supieron, destruyeron los antiguos árboles y mataron a su amante para castigar
el desafío de Quirón. La ahogaron en el lago, de donde él rescató su cuerpo.
Y aún entonces no pudo hacer otra cosa más que continuar desafiándolos.
-Ellos le quitaron la vida- dijo Quirón.-Pero yo interrumpí el proceso
de su muerte.
Durante días intentó reanimarla, y cuando finalmente ella comenzó a
moverse, el cuerpo se detuvo para repetir los mismos gestos una y otra vez.
Pero nada nuevo había aprendido ella desde aquel día, algo diferente que por lo
menos le ofreciese a él la sensación de que no todo estaba acabado. Esto era lo
único que Quirón seguía esperando.
El viejo centauro entró a la choza. Él miró por la ventana una última
vez, y vio el cadáver de una humana, carcomido por insectos que zumbaban a su
alrededor, llevando entre sus manos de hueso una fuente de frutas frescas para
Quirón.
MARA EN LA
PLAZA
Mara abre la ventanilla. Ve correr a
su hijo detrás del micro durante tres cuadras, casi al mismo ritmo porque el
tráfico del centro y los semáforos demoran la salida de la ciudad.
Está fumando, nerviosa. La mujer a su lado la observa con una mirada
escrutadora. Ella se da vuelta para evitarla. Ve de nuevo al niño, que ahora se
va rezagando en el camino. Por fin ha quedado atrás, y Mara se siente aliviada.
Los problemas la persiguen siempre, piensa, mientras más rápido escapa la
buscan hasta alcanzarla. Así había pasado cuando conoció a Nicolás. Un día supo
que estaba embarazada, y no deseaba eso, aborrecía el hecho de verse atada a
alguien por el resto de su vida. A su novio iba a dejarlo pronto. El problema
era el bebé, y todos se habían enterado. Su familia había comenzado a vigilarla
día y noche, mientras ella seguía pensando, sin decidirse, qué hacer.
-Conozco a un médico…-le había dicho una amiga.-Si no te apurás, va a
ser muy tarde.-Y Mara fue a verlo.
Cuando llegó a esa casa en las afueras de la ciudad, tuvo miedo. Era una
casita baja, con tejas sobre el alero cubriendo la puerta de madera despintada,
con un jardín repleto de cosas viejas.
El
médico abrió la puerta.
-Vos sos Mara, ¿no es cierto? Me dieron tu mensaje. Pasá.
Tenía barba, el pelo un poco largo y sus manos-Dios mío, pensó ella al
verlas-tenían pequeñas manchas de sangre seca.
Dos chicas más esperaban en una salita. Se sentó junto a ellas, pero ni
siquiera la miraron. El techo tenía goteras en las esquinas, de las paredes
colgaban fotos de paisajes, ya amarillentas y rasgadas. En el aire había un
olor a medicinas, alcohol y fermentos. El aroma de la sangre, Mara lo sabía.
Aunque si escapaba ahora, su futuro no iba a ser mejor. De esa forma intentó
consolarse, juntando fuerzas para quedarse junto a las otras pobres tontas que
habían cometido el mismo error. Por lo menos no estaba sola.
El hombre apareció de nuevo desde la habitación del fondo acompañando a
otra chica, que salía con las manos sobre el bajo vientre y una expresión de
dolor en los ojos. Después entró la siguiente.
Mara esperó casi dos horas, y no recordaría después cómo había podido
soportar todo ese tiempo. En una ocasión se levantó y fue hasta la puerta,
intentó abrirla pero estaba cerrada con llave. Oyó un gritito suave que venía
del cuarto.
Podré aguantarlo, se dijo, soy más valiente que las otras.
Entonces le tocó entrar a ella. La habitación era simple. Una camilla
alta, como la del ginecólogo de su madre, pero vieja, con hierros oxidados y
tornillos flojos. Se acostó y abrió las piernas.
-Va ser un poco más doloroso para vos, ya tenés casi dos meses, pero no
te preocupés-le decía el médico mientras colocaba sus manos desnudas sobre
ella.
Sintió el frío del instrumental.
Un frío que le llegó a los huesos, brutal, rápido. Después, un leve
desvanecimiento que le alivió el dolor. Fue ésa la primera vez que tuvo aquel
sueño que ya no la abandonaría. Veía una calesita dando vueltas muy lentamente,
como si le costara arrancar, en medio de una plaza vacía y envuelta por la
bruma.
Cuando despertó, la cara oscura del hombre estaba junto a ella.
-Ya está- le dijo.
Mara se levantó con su ayuda, y un torrente de sangre pareció caerle de pronto
desde la cabeza hasta los pies. Pero ella estaba seca. Se puso los pantalones y
salió. Sus manos rozaron los dedos de él al darle el dinero. Había tocado
muchos objetos en esa casa, pero aquellos dedos fueron lo único que le
produjeron náuseas.
Mara se revisa las manos. La derecha sostiene el cigarrillo casi
apagado, la otra está cubierta por un guante de lana. Pasaron casi seis años,
piensa, mientras mira por la ventanilla las casas pobres al costado de la ruta.
Sitios parecidos al que ella había ido para deshacerse de su hijo.
Y dos horas después de haber abandonado esa casa, se había acostado en
su habitación.
-No estoy bien, mamá-dijo al regresar. Pero no quiso que nadie entrara a
verla, ni siquiera José, que había vuelto varias veces durante la tarde
preguntando por ella.
El calor la sofocaba. Si levantaba un poco la cabeza, el vértigo la
hundía en el abismo abierto junto a la cama. Se miró las manos pálidas, sin
sangre casi, y de pronto descubrió que su cuerpo estaba deforme, hinchado como
a punto de estallar. Se estaba muriendo, lo sabía, y gritó.
Tuvo que quedarse tres semanas en el hospital, en medio de la fiebre que
no quería ceder y soportando inyecciones todos los días. A su alrededor pasaban
sombras, escuchaba los cuchicheos de su familia comentando que la policía había
hecho preguntas. Mara recordó en sueños el discurso del ministro Farías por
televisión condenando los abortos. Pero ella estaba libre de todo eso ahora, lo
presentía, porque algo continuaba creciendo dentro de ella. Esa misma
pesadilla, la de la calesita que daba vueltas y vueltas hasta marearla, entre la
bruma de la plaza dispersándose de a poco. Nadie habitaba, sin embargo, aquel
sitio de su sueño.
Nicolás estaba a su lado en la
habitación, agarrándola de la mano mientras ella, dormida, tarareaba la melodía
de la calesita.
-Andate, no quiero verte, vos tenés la culpa-le dijo al despertar. Pero
él no se fue.
Cuando la llevaron a casa, vio un pasacalle justo frente a la puerta. Ellos
tenían todo preparado. La boda iba a ser un mes después, y había que darle un
apellido al niño, que después de todo había logrado sobrevivir.
-¿Se siente bien?-le pregunta la mujer de al lado.-Está tan distraída
que se va a olvidar de bajarse en su pueblo.
-No se preocupe- contesta.
El chofer anuncia la llegada a Junín. Mara agarra su valija y desciende
sobre el barro de la estación de ómnibus. El sol ya ha salido después de la
lluvia nocturna.
Recuerda a Javier corriendo detrás del micro. Basta, se dice, ahora soy
libre. El chico la había atado fuertemente, al fin de cuentas, y por eso lo
detesta. Y él también a ella, había podido verlo cientos de veces en esos ojos pequeños
y oscuros como los del padre. Cada vez que la abrazaba, era como si le pusiera
cadenas alrededor del cuello.
La ciudad parece tranquila. Pocos autos, edificios bajos en veredas amplias.
A lo lejos se escucha el repiqueteo del tren; el aroma del campo cercano,
poblado de eucaliptos, le produce un delicioso ardor en la nariz.
Respira profundo y se dispone a buscar la peluquería que va a
contratarla.
-¿Conoce este lugar?- pregunta a alguien en la calle, mostrando el papel
con la dirección. Una anciana le indica el sitio. La voz de la mujer se le pega
a los oídos como una promesa de bienestar incondicional. Se siente otra, una
desconocida sin ataduras ni pasado, en medio de esa tarde dormida. El sol cae
sobre los almacenes y la plaza. Mara oye un tintineo, igual que en sus sueños.
Sabe ahora que en la plaza cercana hay una calesita, y debe evitarla. En
los últimos cuatro años el sueño la había preocupado. La calesita había adquirido
detalles cada vez más perfectos. Las figuras de los caballos e hipocampos con su
propia y peculiar distinción de formas y colores, subiendo y bajando al ritmo
de la música tintineante, desentonada, dando vueltas en el vacío. Pero nunca
hubo niños en la calesita de sus pesadillas.
Por eso jamás quiso llevar a Javier al parque de diversiones.
-¡No!- le decía, y terminaba la discusión con una bofetada en la mejilla
del chico. Él no lloraba. En el rostro enrojecido por el golpe, parecía crecer
un odio que a ella le aliviaba la vieja culpa.
Mala suerte, piensa. La peluquería está frente a la plaza. La música
entra con ella al abrir la puerta.
-Buen día- saluda.- Hablé con usted desde Buenos Aires.
-Sí, me acuerdo- contesta el dueño con tono levemente afeminado.- Sentate,
en un ratito hablamos.- Y sigue atendiendo a una clienta.
El sitio es lindo, piensa ella. Mira los espejos, las plantas
artificiales y los objetos de tocador en los estantes. Voy a ser feliz acá por un
tiempo, si no me canso antes, insiste en convencerse. Mira de soslayo hacia la
calle, a la plaza que esconde, entre bancos y árboles, el objeto del sueño.
-A mis clientas les gustan las chicas rubias y bien peinadas- le dice su
jefe un rato después.-Así que te voy a teñir un poco, si me permitís.
-No hay problema, me gusta cambiar.
Al día siguiente se para en la puerta de la peluquería, con su nuevo
color en el cabello lacio, recogido en una trenza sobre el hombro derecho, y un
delantal blanco con el rótulo de “Coiffeur”. Se siente contenta, y como es de
mañana ni siquiera recuerda que existe una calesita en la plaza. Los niños van
a la escuela, pero no les hace caso al verlos caminar por la vereda.
Intencionalmente evita mirarlos.
A Javier lo llevaba el padre al jardín de infantes, pero ella una vez
tuvo que ir a buscarlo. El bullicio de los niños y las madres la mareaba. No
podía evitarlo, era su cuerpo el que rechazaba esas cosas. Aquel día tomó a
Javier de la mano y se lo llevó bruscamente, para salir lo más pronto posible
de la escuela. Odiaba las miradas descalificadoras de las otras madres.
Ahora, sin embargo, mujeres como aquellas- esas madres perfectas-dejan a
los chicos en la plaza y entran a peinarse. Ella debe atenderlas sin recelos,
escuchar sus conversaciones sobre pañales y problemas escolares sin inmutarse.
-¿Tenés chicos?- le preguntan, y se siente amenazada. Pero una vieja la
salva de contestar.
-¡Qué va a tener, si es una nena todavía!-Mara sonríe angelicalmente,
como si sus pensamientos nunca hubiesen existido.
Escuchándolas hora tras hora, viendo sus ojos alegres en medio de la
desilusión cotidiana, siente que la culpan. Lo saben, estoy segura. Las mujeres
lo adivinamos todo sobre las demás. Le dan ganas de cortarles el pelo hasta la
raíz, estropearles la cabeza por un tiempo a esas engreídas, pero se contiene.
Tonterías como ésa fueron las que tantos problemas le han causado.
Al abrirse la puerta, oye la música de la calesita.
-¡Mamá, dame plata!- gritan los chicos, mientras entran corriendo al
salón. Las mujeres buscan monedas en sus carteras y se ríen.
-No gasten en golosinas-les gritan cuando ellos salen.
Dejan la puerta abierta. La música sigue haciendo doler los oídos de
Mara. Ella recuerda su sueño. Intenta imaginar una calesita llena de niños. Tal
vez así formada, completa, la imagen llegaría a desaparecer. Pero no puede. Se
da vuelta para mirar afuera.
El mediodía ya ha pasado. El sol de la tarde brilla espléndido. Sigue
con la mirada las carreras de los niños que cruzan la calle hasta más allá de
los arbustos. Ve únicamente el techo de la calesita. Sabe que esa tarde irá a
la plaza.
A las siete y media se despide y deja la peluquería. Cruza la calle. Las
luces de los faroles se han encendido, iluminando los juegos y los carritos de
golosinas. La gente pasea con sus hijos y camina bajo las guirnaldas de papel
crepé. La música suena estridente desde los altoparlantes. Los vendedores
ambulantes gritan sus ofertas.
Mara se sienta en un banco, sobresaltada por su valentía, asombrada
quizá de no sentir las típicas náuseas. La calesita arranca. Está llena de
niños alegres corriendo encima y alrededor de la casi eterna rueda giratoria.
Todos ansiosos por robar la sortija al hombre que la sujeta como un tesoro
invalorable en manos débiles.
La luz de la tarde ya ha dejado paso a la luminosidad artificial y
centelleante de la calesita. Es ésta la que parece dar sentido a la plaza. El
centro sobre el que rigen sus vidas los niños y sus madres, los abuelos con las
manos detrás de la espalda, los padres saludando a sus hijos, los vendedores y
los cuidadores de la plaza. Todo confluye en esa música envolvente que balancea
el alma de los habitantes como un vals.
Ve a una mujer cargando a un niño con un brazo y las bolsas del almacén
con el otro, aparentemente cansada pero con una expresión de inefable
satisfacción. Detesto esa suficiencia, piensa Mara. Ojalá se le borrara de
pronto esa sonrisa.
Mara tararea, y se queda dormida sobre el banco. Ha sido un día
cansador, el primero en su trabajo. La calesita gira sin detenerse, sin embargo
esta vez hay niños. El tiempo pasa, las vueltas siguen, y ella se hunde más
profundamente.
Un niño agarra la sortija, pero se escapa de sus manos y rueda por el
suelo hasta debajo de la plataforma. El chico asoma el cuerpo y estira el brazo
para recogerla.
-¡No!- grita la mujer con las bolsas, que se rompen al dejarlas caer.
Otras mujeres también gritan y van hacia ella.
El niño ha puesto su brazo bajo la rueda, entre el piso de cemento y el
hierro. La fuerza de una cadena, quizá una soga atrapada en el mecanismo interno
lo arrastra hacia su centro. Al corazón de la máquina que nadie más que algunos
hombres de rostros engrasados conocen a fondo. Son ellos los que ahora corren,
los que gritan.
-¡Paren la máquina!
Los padres se les unen, algunas mujeres se quedan quietas y estallan en
llantos. La calesita sigue girando.
-¡Se trabó, el cuerpo se metió entre los rieles!- dicen los mecánicos.
La madre del niño ha escuchado.
La calesita se estremece un poco en su estructura. Luego vence el
obstáculo, se oye el crujir de la madera, de los huesos, y un grito apagado.
La música tampoco se detiene. Es el fondo musical de la pesadilla de
Mara.
La calesita sigue girando con los niños encima. Algunos saltan, y al
caer, el impulso y la inercia de los giros los hace rodar hacia el mismo hueco
por el que el otro ha desaparecido. La calesita da bruscos saltos, descarrila y
se incrusta en el suelo.
Mara despierta. Pero se pregunta si ha despertado en realidad, porque
todo sigue igual. La máquina inclinada y los niños yaciendo inmóviles
alrededor. Las madres que corren y pasan de largo junto a ella, sin mirarla. Las
madres que levantan los cuerpos y lloran.
EL DESPRENDIMIENTO
Marcos entró a trabajar en el banco a
comienzos del año, y fue acercándose a nosotros no con timidez, sino con
indiferencia. Cuando vio que éramos un grupo tranquilo y melancólico, nos
acompañó más frecuentemente al bar de la esquina de Paraguay y Esmeralda. Un
día decidimos invitarlo a una salida de pesca en la costa.
Era alto, muy delgado, con el cabello canoso y bigotes como manchas de
ceniza. Tenía tal vez cuarenta años o un poco menos. Nos contó que era soltero,
y que había manejado un taxi por casi diez años para ganarse la vida, hasta
aquel accidente con un camión que lo chocó de frente. Estuvo varios meses en el
hospital, con las costillas rotas y un respirador artificial. Nos describió el
estado del auto después del impacto, reducido a la mitad, contraído como una
araña muerta, y él adentro, incrustado en el asiento con el volante metido en
el pecho. Resultaba difícil creer en su supervivencia, aún viéndolo algo
encorvado y con fuertes y frecuentes accesos de tos. Pero nunca encontré
señales de tristeza en su rostro, sólo una serena, inclaudicable confianza en
sus gestos, sus palabras, en ese cuerpo que parecía haber desafiado las leyes
de la lógica.
Manejaba por General Paz después de llevar a un pasajero. Estaba anocheciendo.
De repente un camión bajó del puente a más de ochenta kilómetros por hora, y al
entrar en el cruce de caminos dobló en la dirección contraria, justo hacia mí.
El chofer agitaba los brazos y me di cuenta de que el freno ni el volante le
respondían. Todo pasó en un instante. El dolor vino más tarde, al despertar en
el hospital. Fue recién ahí donde sentí mis huesos rotos. Los médicos me
rodeaban con caras nerviosas. Entonces levanté la cabeza y vi la sangre, las
costillas salientes en mi pecho, y un enorme agujero que parecía conducir a un
abismo.
Teníamos que encontrarnos en lo de Marcos a las nueve de la noche del
viernes. Cuando llegamos, estaba colocando las cañas en el portaequipajes, y
vimos salir de la casa a un niño de alrededor de cinco años. Al acercarse a las
luces del auto, noté que era exactamente igual a Marcos. Un parecido que me
sorprendió al principio, porque me daba la sensación de estar viendo a la misma
persona. El niño, sin embargo, tenía unos ojos más oscuros, de mirada temerosa.
Creo que me impresionó sobre todo su apariencia delgada y pálida, casi lúgubre,
quizá irreal. Le pregunté a Marcos por qué había ocultado a su hijo todo ese
tiempo.
-No me lo preguntaron- dijo riéndose. Tan simple y ofensiva fue su
respuesta, que me sentí burlado, pero al mirarlo de frente tuve miedo de sus
ojos.
Se ubicó frente al volante y puso al chico en el asiento entre él y yo.
Atrás estaban Nicolás y Luis, con mantas y ropa suelta sobre las rodillas, ambos
habían perdido a sus hijos y no les molestó llevar al niño. Marcos quiso tomar
el primer turno para conducir.
Cuando desperté, no tenía idea del tiempo que había pasado. Estaba
envuelto en vendas, dolorido, obnubilado. Me habían puesto una mascarilla de
oxígeno conectada a un tubo parado al lado de la cama como un guardia de metal.
Las enfermeras me pinchaban los brazos cada dos días, buscando las venas que
aún tenía sanas. No podía hablar, y no me atrevía a intentarlo por temor a
destruir los parches que me habían cosido en el pecho y alrededor de la boca.
Siempre tuve la certidumbre de que la voz es vida, y escucharme habría sido
como reconocerme vivo. Por eso no hablé. Aquel estado de semi-muerte me
conformaba. Y fue entonces que vi al niño en una silla en el rincón junto a la
puerta. Me dijeron que había estado ahí desde el primer día.
-No se quiso separar de usted desde que llegó- me contó una enfermera.-
No sé cómo se enteró, porque en su casa nadie contestaba el teléfono.
Lo miré con tanta curiosidad y confusión, que sentí mi cara lastimada
contraerse de dolor por las suturas. Pero no fui capaz de decirles que era un
error, una equivocación lamentable.
Llevábamos dos horas de viaje cuando el niño se pasó al asiento trasero.
Las luces de la ruta y los faros de los autos nos encandilaban. Marcos conducía
bien, aunque rápido en las curvas y se adelantaba con mucho riesgo. Le dije que
tuviera cuidado.
-Sos un cagón, Ricardo- me respondió, sin dejar de reírse al verme
asustado.
Cuando ya me estaba acostumbrando a su destreza, vimos que un camión a
más o menos cincuenta metros entraba en nuestro carril. Los faros me
enceguecieron y desvié la vista, sentí que doblábamos a la derecha y de pronto
todo quedó a oscuras. Nos salimos del camino, el barro y el agua de la banquina
salpicaron el parabrisas, y atravesamos el pastizal que desaparecía bajo el
paso del coche. Creo haber dicho Dios mío
y varias puteadas hasta que nos detuvimos. Entonces Marcos, mirando al
camión que se esfumaba en la neblina, salió del auto e hizo un gesto obsceno
del que no pudimos evitar reírnos durante un largo rato como locos. Era
preferible eso, pensé, dejarse llevar por los nervios y no por la muerte.
Nadie se había acordado del chico, y recién pensamos en él cuando
escuchamos, entre el canto de los grillos que se habían metido al auto, un
gemido. El niño estaba llorando con la cara en las rodillas y las piernas
encogidas, con un temblor que no cesó sino hasta media hora después. Para ese
momento, ya habíamos retomado el viaje, sin convencer a Marcos de que nos
dejara conducir y lo calmara.
-Dejá de llorar de una vez, no seás maricón- fue lo único que le dijo, y
nosotros lo cuidamos el resto de la noche.
Está mal que yo lo diga, lo sé, pero Marcos se veía feliz, como si aquel
episodio hubiese sido una especie de revancha para él. Su risa extraña, casi
incontrolable durante las siguientes horas del viaje, me resultó irritante. Llegamos
a la ruta interbalnearia y contemplamos el reflejo del mar en el cielo recién
nacido de ese sábado. Me pidió que despertara al niño por si quería orinar. Lo
dijo con una expresión menos sarcástica que la de esa noche; lo que había
surgido en él, parecía haberse aplacado.
El chico aún seguía durmiendo. Con
la luz de la mañana pude ver mejor su rostro delgado y la nariz enrojecida. Era
un niño como cualquier otro, excepto por el hecho de no haber dicho una palabra
ni sonreído en toda la noche. Sólo lloró, como si su cuerpo estuviese constituido
por un irrevocable estado de ánimo.
Venían a curarme las heridas una vez al día. Sacaban al chico del cuarto
y retiraban las vendas. Un día les pedí que me dejaran ver la herida. Creo que
ninguna palabra limpia salió de mi boca desde entonces. Intentaron calmarme,
dijeron que era necesario enfrentar los hechos con serenidad porque no deseaban
mantenerme siempre sedado.
El volante se había incrustado en mi tórax y partido el esternón en
tantos pedazos que había resultado imposible reconstruirlo. Iban a operarme
para colocar una prótesis, pero yo no los escuchaba. Mi mente sólo tenía ojos
para el hueco en el que una membrana roja y gris se movía con el ritmo del
corazón. Volvieron a taparme y salieron del cuarto. Entonces sentí una furia
que necesitaba depositar en algo o en alguien. El chico abrió la puerta y se
acercó.
-No podés perderte al fenómeno de circo-le dije, y despegué otra vez las
vendas. Se puso a llorar y quiso escaparse, pero lo retuve del brazo, lo hice
oler las heridas recién desinfectadas, casi bellas de tan extrañas. Cuando lo
solté, no huyó. Se quedó a mi lado agarrándome de la mano, como si ya se
hubiese acostumbrado, y contemplaba mi pecho con algo de nostalgia, quizá.
La casa de Nicolás estaba en Aguas Verdes. Llegamos a las seis de la
mañana y nos acostamos. A eso de las doce del mediodía comimos algo y fuimos a
pasar la tarde en la playa casi desierta. El niño se mostró más confiado esa
tarde, pero con Marcos siempre se comportaba tímido y miedoso. Lo raro era que
muy pocas veces se separaba de él.
Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de los médanos, teníamos los
ojos enrojecidos por tantas horas de calor. Miré hacia el agua, Marcos se daba una
zambullida. Su torso desnudo parecía una cicatriz única, la espalda estaba
encorvada, cubierta por una piel blanca y lechosa que resaltaba las costillas
con bordes irregulares, como huesos anómalamente soldados. En el frente, tenía
una prótesis adherida o suturada no mucho tiempo antes, se notaban todavía las
rugosidades de las suturas. Sentí lástima, pero también desconcierto, porque
esa tarde se había quitado la camisa sin siquiera mirarnos para ver si lo
observábamos. Como si su cuerpo fuese igual al de cualquiera y la deformidad
estuviese sólo en nuestra mirada.
Comenzó a llegar más gente. Leticia, la extraña loca a quien veíamos
todos los años, saludó de lejos y se fue. Nos acercamos a un par de mujeres
solas, hermosas pero tristemente antipáticas. Yo estaba harto de las mujeres
distantes después de mi experiencia con mi novia, así que nos apartamos para
preparar nuestro campamento. Algunos otros pescadores llegaron con sus redes y
se instalaron lejos. El niño había estado casi toda la tarde en el agua o
revolcándose en la arena. Le cambiamos los calzoncillos dos o tres veces, y la
mayor parte del tiempo Marcos o Luis lo cuidaban. Nunca lo vi jugar con
entusiasmo, sino con una extraña lentitud en sus movimientos. Hablaba solo, y cuando
alguien intentaba acercarse se callaba. El viento arrastró algunas nubes sobre
el mar al final de la tarde, tan calmo como una criatura enferma que nos estaba
mirando.
Se sentaba a mi lado con la misma expresión que siempre enterneció a las
enfermeras. Cuando estábamos solos, le hacía preguntas que jamás se dignó a
responder a pesar de mis muchos y vanos intentos. Verlo era como observarme en
un espejo, casi como una parte de mí mismo que ahora estaba allí enfrente, contemplándome.
-Tiene que hacer algo con su hijo- me pidió el médico.- Viene a la
mañana temprano, se queda todo el día acá y se pone a llorar. ¿No tiene a
alguien más que lo cuide? ¿Vive solo?
-No, doctor, en realidad...- Intenté ensayar una explicación, saber por
qué decía eso si yo veía al chico todas las noches en el mismo rincón del
cuarto. Una parte de mí decía que debía deshacerme de ese niño. Pero la misma
molestia que me producía verlo siempre triste, me llenaba el pecho de una extraña
satisfacción.
Durante todo ese tiempo en el hospital no me aburrí, porque Ramiro, así
lo llamé cuando dijo que no tenía nombre, me entretuvo con su miedo. Por
ejemplo, el temor que tenía a las manos de los médicos, a mis accesos de tos o
a la idea de mi posible muerte. Entonces yo me sentía liberado y comenzaba a
hablar como nunca antes lo había hecho. Dije obscenidades a las enfermeras
mientras las manoseaba, e insulté a todos con los que había hecho amistad en el
hospital. Ya no quisieron hablarme más que para lo estrictamente necesario, y
me trataron con temeroso respeto.
Los peces picaron esa noche, y
tuve que meterme al agua fría para arrojar de nuevo los anzuelos. Los demás
prepararon el fuego y una gran jarra de café. Regresé a la playa y puse los
pescados en la canasta. Me abrigué con la campera de cuero. Cerca nuestro
apareció una luz de linterna y vimos a las mujeres de esa misma tarde. Tenían
frío, nos dijeron, y las invitamos a acercarse. Eran las once de la noche. Los
seis estábamos hablando y contando chistes cuando vi a Ramiro jugar en la arena
un poco más lejos del círculo de luz de la fogata. Le advertí que no se alejara
demasiado. Me resultaba grotesco ver en el niño la absoluta carencia de esa parte,
tan indefinible como humana, que hace de los hombres un fragmento del tiempo.
En la cara de Ramiro no pude hallar ni un solo rasgo de herencia de mujer.
Tuvimos que insistir varias veces en que no se apartara del grupo. Pero cada
vez lo veía más cerca de la orilla, prácticamente indistinguible en medio de la
oscuridad. Marcos iba a buscarlo y lo traía agarrándolo de un brazo, sin que
los temblorosos pies del chico tocaran la arena. Ellas se reían, pero evitaban
acercarse a Marcos desde que habían visto su cuerpo deforme al bañarse esa
tarde. Él, sin embargo, se sentó con el niño sobre las piernas, indiferente a
sus miradas.
Después fui yo el que tuvo que buscar al chico, y traté de retenerlo
hablándole de cualquier cosa. Sin contestarme, él miraba la oscuridad del mar con
insistencia. Cuando era más de medianoche, Marcos se sentó a mi lado a tomar
café frente al fuego, y se puso a contarme, en voz baja, la historia del
accidente.
Unos meses más tarde me operaron. Ahora soy mitad hombre y mitad muñeco.
Como esos juguetes de trapo que teníamos de niños. Recuerdo haber perdido el
mío un día en que me metí en el mar y la corriente me arrastró hacia lo profundo.
Las olas me cubrieron una tras otra, sin darme tiempo a respirar. Yo me
hundía, el agua me inundaba la nariz y la boca. Entonces pensé en mi vida, en
que ya no vería más todo lo que amaba: mi casa, mi habitación, la cara de mi
padre. El mundo estaba tan lejos que parecía un punto oscuro esfumándose en el
fondo del agua. Supe que no podría desprenderme jamás de aquella opresión en el
pecho. Porque a pesar del brazo salvador de mi padre al rescatarme, no dejé de
sentir ese peso hasta el día en que choqué.
Cuando me dieron el alta, tuve que llevarme a Ramiro. Cómo iba a
explicarles a todos que ese niño no era mi hijo.
Al principio la historia me pareció absurda, casi una broma de mal
gusto.
-Tenemos que cuidarlo- me dijo al terminar su relato, tan serio como
nunca lo había visto.-Creo que quiere volver.
-¿A dónde?- le pregunté.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Ramiro ya no estaba, y lo vi en
el agua, demasiado lejos para llamarlo. Grité a los demás, mientras trataba de
distinguir al chico en la oscuridad entre las olas. Marcos corrió enseguida
hacia él, y lo seguí. Me costó avanzar contra la marea, las piernas se me
endurecieron y por un momento dejé de sentirlas. Tuve frío y una enorme
desolación al verme arrastrado por la negra masa de agua que ni siquiera podía
ver, bajo ese cielo nublado y oscuro.
Por momentos alcanzaba a verlos a ambos. Sus cabezas sobresalían de la
superficie, o quizá fuese solamente la espuma de las olas. Pero luego sí pude a
ver a Marcos acercarse al chico, y hasta creo que logró sostenerlo de los brazos
por un instante. Después, los gestos desesperados del niño se hundieron y no
volví a verlo surgir. La oscuridad se hizo completa al ocultarse otra vez la
luna. No podría decir cuánto tiempo pasó. Ya me estaba dando vuelta para
regresar a la playa, cuando Marcos me agarró de un brazo.
Nadamos unos metros, sin soltarnos. Cuando hicimos pie, tuvieron que
ayudarnos el resto del camino hasta la arena. Las mujeres nos esperaban,
nerviosas, con las toallas. Yo temblaba de frío, pero Marcos tenía un temblor
diferente. En su cara había miedo otra vez.
Intentó taparse el cuerpo con la ropa mojada, pero cuando quise
consolarlo y acercarme, vi al niño bajo la camisa abierta. Me estaba mirando desde
el pecho hueco de su padre.
Creo que fue Herófilo quien dijo que
el alma está contenida en algún sitio del cerebro, un área tal vez inaccesible
para cualquier técnica de trepanación. Esto lo leí cuando tenía doce años en un
libro de anatomía en la biblioteca de mi padre, y ya no pude olvidarlo.
A la edad de quince, comprobé aquella hipótesis: pude ver la liberación
del alma. La ruptura de los muros biológicos que la retienen y oprimen. Y todo
sucedió en aquel verano, en una ruta solitaria, junto a un paraje de comidas y
estación de servicio. Llegamos allí a las tres de la tarde de un sábado, en
nuestro Fiat rural del sesenta y dos.
Era un restaurante empobrecido, donde las parrillas enormes sólo se
usaban los fines de semana. Mis padres y yo terminábamos de comer el asado
hecho por el tipo amable del comedor.
-¿Un cafecito, patrones?- nos ofreció su esposa, una viejita de acento
norteño, muy oscura y de cabello trenzado, largo y blanco.
Después nos fuimos a sentar bajo la sombra de un ombú centenario.
Dormitamos, y al salir aún nos sentíamos somnolientos. Fue eso y el sol
traicionero de la tarde. El silencio engañador de la desolada ruta. El sonido
de los pájaros y del surtidor de nafta. Ruidos inocentes y de magistral y
pacífica belleza.
Luego, el motor prendiéndose, el embrague y la primera marcha.
Sé que mi viejo llevaba todavía el aroma de la cerveza rondándole la
sangre en un interminable círculo de sol y paz. Entramos al camino, y el micro,
salido de ninguna parte, de una curva inexistente u olvidada, a cien o ciento
veinte kilómetros por hora, ya no importa, embistió primero la trompa del auto.
Después empezamos a girar y la parte trasera golpeó al micro, que comenzaba a
detenerse. Seguimos girando dos o tres veces más, y casi volcamos. Caímos en la
banquina, el coche hecho un bollo horrible de hierro caliente y cuero
destrozado. Yo tenía vidrios entre el pelo y la ropa, y las puertas estaban
pegadas a mis brazos. Escuché la voz de mamá y sentí alivio.
Papá, pensé después.
-Pa...pá- le dije, tartamudeando
por primera vez en mi vida, a la sombra de su cabeza delante de mí, a su remera
celeste manchada de sangre. La puerta se le había clavado en el vientre, y él
estaba recostado sobre el volante. La cabeza, más allá del parabrisas, sobre la
tapa del motor. Su cráneo hecho añicos y astillas, abierto como un libro de
conocimientos varios.
Entonces vi su alma, si eso era aquella luz, o niebla, o bruma indócil y
perturbadora que salió de su cabeza mientras la sangre corría sobre la chapa
del auto. Un algo impreciso e intocable que se condensaba en el aire hasta evadir
el techo por las ventanillas.
Desde ese día el alma tuvo para
mí la forma y el tamaño de un auto, de una rural verde, vieja y entrañable.
Fue Herófilo quien creyó descubrir el centro del alma en la base del
cráneo, cercano a la salida de la médula. Una región cuadrangular, o romboidal
más precisamente. Un lugar bañado por el líquido de la vida, los efluvios
desbordantes de la excitación o la serenidad.
A los dieciocho años la obsesión por comprobar el origen del alma me
apartó de todos. De mi madre, del mundo, y me sumergió en los libros más
antiguos que llegaron a mis manos. Por eso la única profesión que debía
llevarme a ese sitio era la medicina, y estudié hasta ser aborrecido por los
que me conocían. Porque al que habla sólo de lo esencial, nadie puede llegar a
comprenderlo.
Me quedaba hasta muy tarde en la sala de disecciones de la facultad. La
luz etérea de los focos sobre la mesa de mármol dañó mis ojos de un modo
irreparable. El contacto con el formol creó asperezas en mis dedos, pero su
aroma funesto ya no me molestaba.
El celador nocturno permanecía conmigo para conversar, y juntos
mirábamos por los ventanales el tráfico de la calle. Aquella otra vida
diferente que transcurría paralela a nuestro trato cotidiano con los muertos,
con los especimenes fragmentados de seres que ahora eran únicamente eso,
pedazos de anatomía humana. Luego se iba y me dejaba solo. En ocasiones me
dormía sobre las mesas; el cuidador de la mañana me despertaba enojado.
-Doctor, dejó las puertas abiertas toda la noche...- Pero yo no le
contestaba.
Llegué a disecar casi doscientos cráneos en aquellos años, conservé
apenas veinticinco. No sé si aún los guardan en el museo de la facultad.
Únicamente dos de ellos me interesaron, me enorgullecieron porque fueron pasos
imborrables en mi acercamiento a la teoría del maestro.
En esa región romboidal encontré un órgano muy pequeño, casi un
corpúsculo de grasa. Lo abrí y estaba vacío. Hueco como si hubiese contenido
líquido. Se sabe que los espacios virtuales no existen como tales, entonces me
pregunté qué elemento interno mantenía su forma exterior de un diminuto globo
inflado.
En el segundo cadáver vi algo parecido, pero abierto de manera semejante
a lo que sucede luego de un estallido. Las paredes del órgano eran elásticas y
débiles, los bordes de la abertura estaban rotos. En ambos casos eran hombres
ancianos. El primero había muerto por causas naturales, el segundo se había
suicidado. Me planteé entonces la hipótesis de que solamente las muertes
violentas, las almas arrancadas destrozaban los límites de su espacio.
La lógica evolución de mis estudios me incentivó a continuar, pero nunca
logré hallar el alma como aquella primera vez. Me di cuenta de que estaba en un
campo de estudio erróneo, porque a los muertos el alma ya los había abandonado.
Herófilo habló de la ubicación del alma, sin embargo fue Levi-Strauss
quien nos enseñó sobre el trabajo de campo. Por eso decidí comprobar mi teoría
en la calle, en la vida de los hombres que simplemente viven.
Tenía treinta años cuando dejé mi trabajo y me puse a observar los
accidentes. Busqué la terraza de un edificio bajo, desde el que pudiese ver con
claridad las seis esquinas en las que se cruzaban dos calles y una diagonal
peligrosas. “La esquina mortal”, la llamaban los vecinos.
Todas las mañanas llevaba comida para el día, y a veces el portero venía
a visitarme.
-Debe ser un laburo interesante el suyo, doctor- me dijo una mañana.
-Sí, un trabajo para el ministerio- fue lo que inventé. Todo aquel
equipo instalado en la terraza, cámaras y trípodes, carpetas de apuntes, rollos
de películas y un paraguas para dar sombra, debieron impresionarlo.
Al tercer día tomó más confianza, estaba amable y le pedí si era posible
dejar el equipo también durante la noche.
-Sí doctor, Dios me valga. En este edificio de mierda es lo primero
importante que nos pasa.
Me apoyé contra la baranda y le convidé mis sandwiches.
-¿Ja…jamón o salame?- le ofrecí, y se puso a reír.
-Sí que viene preparado. Si me permite preguntarle, ¿por qué tartamudea?
Me quedé mirándolo. Era la primera vez en mucho tiempo que me pasaba y
no me había dado cuenta.
-La gente me pone nerviosa. Este trabajo me gusta porque estoy solo.
El tipo masticaba casi babeándose, después se puso medio pensativo. Al
verlo allí, con su camisa de trabajo marrón y las manos sucias, tuve una
sensación muy similar a la que me producían los muertos.
-Así como me ve, vivo solo- comenzó a contarme.-Pero la gente del
edificio me mantiene ocupado. Mi mujer se murió de cáncer, ¿sabe?, de pecho le
dicen. Y para qué le voy a mentir, yo tenía miedo de hacer alguna locura, ¿me
entiende? Agarrar la pistola y pegarme un tiro.
A las dos semanas tuve suficiente material fotográfico para catalogar.
Dos accidentes graves y quince insignificantes. Hubo un solo muerto y no vi
nada de lo que esperaba. Presencié la llegada de la ambulancia, el rescate de
los heridos.
-Mire- me dijo el portero señalando la camilla de la ambulancia. Los
enfermeros se habían detenido porque una mujer estaba sufriendo convulsiones,
pero luego se quedó quieta abruptamente. Un médico le golpeó el tórax para
reanimarla. Fueron minutos de esfuerzos inútiles. La mujer murió ante mi vista,
y nada sucedió. Ni una sombra o luz que me revelara la liberación del alma. Las
cámaras tampoco captaron nada.
A la otra mañana, el portero me habló de un accidente en un paso a
nivel. Habían muerto varios niños, me contó, sacando el diario enrollado bajo
el brazo. Leí la noticia y vi las fotos del micro escolar destrozado y los
cuerpos esparcidos alrededor, pero no pensé más que en lamentarme por no haber
estado ahí.
Dos días más tarde volví a la terraza. Mi lugar estaba limpio y pintado.
-Sabía que iba a volver, doctor- Mientras me saludaba efusivamente,
carraspeó aclarándose la garganta.- ¿Le molesta una pregunta? Me hicieron una
radiografía, me sacaron sangre, y bueno...- Se rascó la cabeza, como dudando en
contarme todo-...me dicen que tengo cáncer, hasta los huesos están tomados.
¿Puede ser, doc? Justo después de lo de mi mujer...
Sus ojos y la forma de hablar se parecían mucho a los que imaginé que mi
viejo tendría si hubiese llegado a esa edad.
-Su alma...-murmuré sin pensar.
-¿Mi alma?, se va al infierno. Sería demasiado pedir que se fuera con la
buena de mi señora. Si quiere le traigo los estudios. Pero prepare sus cosas.
Mire, ¿le gusta el lugarcito que le hice?
Me instalé en el sitio ahora ordenado y prolijo cuando me dejó solo.
Puse la cámara a grabar, recostándome en el piso, viendo el cielo despejado y
los otros edificios con sus balcones llenos de plantas. La terraza no era
grande, apenas entraban el foso de la escalera, las antenas de televisión, la
salida del incinerador y las sogas para la ropa. Abajo, los autos continuaban
chocando o siendo salvados por el toque impredecible de la providencia.
Seguí pensando en el portero y su alma, y tuve el mismo desbordante
entusiasmo de varios años antes. La obsesión por descubrir otra vez aquella luz
al liberarse. Caminé sobre las baldosas gastadas de una baranda a otra,
intentando resistirme a lo que sabía iba a terminar haciendo tarde o temprano.
El portero subió al anochecer. Me trajo un sobre con los análisis.
-Después los revisa- me dijo.- Primero tómese unos vasitos de esto. Lo
hizo mi finada un día antes de morirse, enferma como estaba y todo...
Era una vieja botella de Coca-Cola rellena con licor casero. Sirvió dos
vasos y tomamos. Él bebía dos por cada uno de los míos. La noche se nos vino
encima, fresca, rodeados por las luces de la ciudad y las bocinas de los autos.
El repiquetear del tren a lo lejos llegaba como una vibración intermitente. Él
estaba algo ebrio y levantó la voz, abrazándome.
-¡Mi doctorcito!- decía. El pobre tipo debía sentirse demasiado solo, se
puso a llorar. Después se abrió la camisa y me mostró el revolver.
-¿Sabe para qué lo traje?
Pensaba matarme esta misma noche si usted me confirmaba lo que dijeron los
otros médicos. Pero no se preocupe, no voy a hacerlo porque hoy estoy feliz.-
Se sentó sobre el muro, dando la espalda al vacío.
Pensé entonces en mi teoría. Ésta era la única y excepcional oportunidad
de corroborarla.
Él tenía la mirada puesta en su botellita de licor, y lo empujé con
movimiento rápido, pero el viejo agitó los brazos para mantener el equilibrio y
logró sujetarse de mi camisa.
Transpiraba mientras hacía esfuerzos por no caer. Olí el aroma del
sudor, el mismo que había brotado de la piel de mi padre bajo el sol de la ruta.
Pero la tela se rompió, y cayó con los puños aún cerrados hacia el asfalto
impiadoso.
Cinco pisos y un solo grito ahogado.
Miré, no debía olvidar hacerlo porque ése era el objetivo de mi estudio.
La investigación que me llevó toda la vida.
Un retumbar fue lo primero que escuché.
Luego vi la sombra, naciendo desde la vereda trizada por el peso del
cuerpo hasta abarcar todas las esquinas. La vi entrar por las puertas y
ventanas, por las rendijas más pequeñas del edificio. Tomó la forma exacta de
la construcción, como un monstruo que crecía cada vez más alto.
Y cuando la sombra llegó a la terraza por la fosa de la escalera, se
detuvo ante mí, como si estuviese esperando algo, una respuesta quizá. Pero yo miré
hacia atrás, y de pronto las luces de la calle me parecieron tan blancas, tan
hermosas, que tuve que ir hacia ellas.
LA PLAYA
Era invierno. El sol entibiaba la brisa que llegaba del mar.
Cristian había cumplido la mitad de su recorrido, y a esa hora, las cinco de la
tarde, los chicos de la escuela eran mayoría en el colectivo. El bullicio de
sus voces le daba a la tarde una acariciadora y tenue placidez.
La costanera
dejaba ver en cada equina la salida a la playa, solitaria en esa época del año.
Las aguas frías únicamente eran toleradas por los pescadores y los turistas de
fin de semana.
-Hasta mañana- les
dijo, y los niños bajaron.
Pero esta vez él
no arrancó. Su pie derecho seguía pisando el acelerador, sin haber hecho el
cambio, y el colectivo parecía bufar como un buey. Los pasajeros comenzaron a
mirar alrededor, donde sólo había arena volando con el viento, libélulas y
moscas entre los arbustos.
Cristian miraba
atento hacia la playa. Sus cejas se fruncieron, y abruptamente se levantó, tan
rápido como si su alma estuviese en peligro. Lo vieron bajar del vehículo,
gritando:
-¡Un ahogado!
Todos se asomaron por las ventanillas.
Cristian corrió hasta la playa. Estaba casi desierta, con excepción de un
hombre que jugaba con un perro al que llamaba Max. Al llegar adonde había visto
el cuerpo, no pudo hallarlo. Caminó varios metros con las manos en la frente
para cubrirse del sol.
Lo había visto, estaba casi seguro. Siempre se jactaba ante
sus compañeros de haber obtenido el mejor puntaje de visión en los exámenes.
Por eso le había sido fácil descubrir el
cuerpo sacudido por las pequeñas olas de la orilla.
La gente lo estaba
llamando desde el colectivo.
-¡Ya voy!- gritó.
No sabiendo dónde
buscar, decidió volver. Tal vez el mar se lo había llevado en algún instante
entre su corrida desde la calle, aunque estaba seguro de no haberlo perdido de
vista.
-Me equivoqué- les
dijo a los pasajeros.- Creo que era un montón de ramas secas.
Al llegar a la
terminal, entró al galpón para entregar la recaudación. Saludó y se fue
caminando a casa. Eran casi las nueve de la noche. Probablemente Roxana ya se
había acostado, sin olvidar dejarle antes la comida caliente en el horno. Ella
se levantaba muy temprano para ir a la escuela. El nuevo puesto de maestra la
tenía entusiasmada.
Todo iba tan bien,
pensaba Cristian, caminando bajo las luces de mercurio. Pateaba de vez en
cuando los montoncitos de arena acumulada en las veredas de los baldíos.
-Y ahora
esto-murmuró en voz baja.
Buscó la carta en
el bolsillo del jean.
Hacía frío, el
chaleco de la empresa no le abrigaba lo suficiente, y sintió temblar sus manos
al sacarlas de los bolsillos. Pero la carta lo llamaba. Era una molestia
rozándole el muslo, haciéndole cosquillas. Volvió a leerla, como lo había hecho
esa mañana al salir del correo.
Fijó la vista
sobre el papel blanco con logos y tipografía de máquina eléctrica, tan seria y
formal, tan gubernamental, que le daba una irremediable certeza al contenido.
Nada decía en concreto, al fin de cuentas, sólo postulaba conjeturas y la muy
remota posibilidad de hallar a sus padres.
Cuando llegó a
casa, se puso a comer, mirando distraído la televisión. Eran casi las diez y
media. Roxi debía estar dormida. Fue al cuarto y se desvistió. La carta se cayó
del pantalón, y al querer levantarla, golpeó una pata de la cama con un pie. Su
mujer, al despertar, lo vio con el papel en la mano.
-¿Qué es eso?-
preguntó, con los ojos medio cerrados.
-Carta de la
Comisión.
Se metió entre
las sábanas, apoyó la almohada sobre el respaldo de la cama, y comenzó a
releerla como si hallase una palabra nueva cada vez, una frase que antes no
estaba allí. Ella lo seguía mirando, en silencio.
-Encontraron una
fosa común en Madariaga, Roxi. Dicen que a lo mejor allí están los cuerpos de
mis viejos.
Roxana lo agarró
del brazo, apretándose a él, y siguió callada. Lo conocía bien. Una sola
palabra de más habría sido suficiente para destruir aquella armonía casi
perfecta que él había logrado durante todo el día, y hacerlo llorar.
-Apagá la luz-le
dijo solamente.
Cristian dejó la
carta sobre la mesita del velador.
Al mediodía, los
empleados del banco poblaron las calles camino a los restaurantes o pizzerías.
La gente, al subir al colectivo, saludaba a Cristian como a un viejo y
entrañable conocido.
-¿Qué tal el
ahogado?- le preguntaron, y él decidió reírse también. Pero cuando estaban
acercándose al mismo lugar y miró hacia los pinos que separaban el bosque y la
playa, le pareció ver entre los troncos otro cuerpo arrojado por las olas a la
arena húmeda. Sintió que se sonrojaba, que el corazón le latía más rápido, y se
dijo que era una estupidez comportarse así.
Ya estaba muy
cerca de la siguiente bajada cuando vio el cuerpo con claridad. Era una mujer
rubia, de cabello largo pegado a los hombros por el agua. Su cuerpo se sacudía
con el vaivén de las olas que morían en la costa.
Se detuvo sin
decir nada, simulando un desperfecto. Levantó la tapa del motor y demoró
algunos minutos por si los pasajeros se daban cuenta, pero ellos conversaban
tranquilamente sin mirar la playa. Otro error, pensó. Subió al colectivo y
continuó el recorrido.
Esa noche, sin
embargo, mientras miraba a Roxana ponerse el camisón y acostarse, recordó de
pronto a la mujer de la playa. No habría sabido decir qué lo impulsó a dejar la
cama en medio de la noche y salir sin dar explicaciones. Ni siquiera le hizo
caso a su mujer, que lo llamó dos, tres veces, para luego darse por vencida.
El cielo había
comenzado a nublarse esa tarde, y ahora era una noche sin luna ni estrellas. La
playa lucía como un páramo oscuro. Sólo tenía una linterna pequeña, con la que
apenas alcanzaba a distinguir la espuma de las olas. Se sacó los zapatos, el
contacto con la arena lo hacía sentirse un poco más seguro. Qué esperaba
descubrir, se preguntó, y se recriminó la forma en que había dejado a Roxana.
Tropezó con algo.
Eran ropas viejas, sueltas, y se puso a revisarlas. Al lado vio una larga
cabellera negra. El cuerpo de la mujer debía estar a escasos centímetros, pero
después de buscar inútilmente por dos horas, la batería se había agotado y tuvo
que regresar a casa.
Al día siguiente,
vio el cuerpo de un niño tendido en la arena y golpeado por las olas. Tenía la
piel desgarrada, quizá por la sal y los peces.
Cristian detuvo el
colectivo, vacío, deliberadamente había ignorado a la gente en las paradas.
Sabía que ese día iba a encontrar algo, y no quería obstáculos esta vez. Ya no
había sol esa tarde, sólo una espesa masa de nubes cubriendo el mar gris.
Corrió hacia la
playa. Estaba a cinco metros, a un metro, luego a escasos veinte centímetros, y
el cadáver del niño desapareció. Literalmente se esfumó frente a sus ojos. El
resto del mundo allí seguía en pie, el mar y la arena, el cielo lluvioso, el
frío, los árboles y su colectivo aún aguardándolo con el motor encendido.
Entonces se puso de cuclillas y comenzó a arrojar puñados de arena hacia el
agua
-Me estoy
volviendo loco- les dijo a sus amigos en el bar en que se reunían los viernes a
la noche.
Todos se rieron, y
se dio cuenta de que ninguno lo había tomado en serio. Roxana entró a buscarlo,
y se fueron juntos. Caminaron del brazo, y ella le entregó otra carta.
-La tengo desde
esta mañana, pero no quise que te preocuparas en el trabajo.
Cristian la abrió,
apoyado en un semáforo.
-Otra puta
citación para el tribunal.- Y la arrojó a la calle.- ¿Sabés que hoy vi a un
chico ahogado en la playa? Desapareció de repente, ni siquiera alcancé a
tocarlo. Me quedé llorando como un estúpido.
Roxana lo miró
asustada.
-¿Estás seguro de
que no querés ver al doctor de la obra social?- le preguntó.
Cristian se rehusó
a mirarla o a responderle.
Lo castigaron con
una semana de suspensión. Sabía que no podía permitirse arriesgar su trabajo,
pero se dio cuenta que ya no le importaba demasiado.
Se levantó tarde,
y sin desayunar se fue a la playa después de ver a Roxana salir hacia la
escuela.
-¿Qué tal,
Cristian?- lo saludaron los hombres que venían del muelle con baldes llenos de
pescados.
Esos peces muertos
se parecían a sus visiones. Así las llamó, ilusiones de un hombre que estaba
pasando por una crisis. No era tanto, pensaba, para alguien cuyos padres habían
sido secuestrados y desaparecidos cuando él tenía doce años.
Podía permitirse
ese gesto, esos arrebatos algunas veces. Como cuando una noche se enfrentó a un
policía a la salida de un baile, y casi se había hecho matar. Pero ahora eran
visones, y a nadie lastimaban más que a él.
La playa estaba
vacía. El cielo y el agua estaban grises, confundidos en el horizonte. Algunas
gaviotas planeaban sobre la superficie del mar, otras descendían a la playa y
revoloteaban sobre unos bultos en la arena. Y vio que eran los cuerpos de dos
hombres y una niña. El cadáver pequeño se balanceaba con las olas de la orilla,
hasta que finalmente se detenía por el peso del agua en la ropa. Los tres
llevaban telas antiguas, elegantes, a pesar de estar sucias y rasgadas. No se
acercó a verlos mejor, temía que desaparecieran. Esperó varias horas, pero los
cuerpos permanecieron allí.
A las dos de la
tarde los cadáveres de una pareja de ancianos aparecieron entre las olas.
Rodaron a merced de la marea una y otra vez, hasta que se quedaron quietos.
Las nubes
continuaban su lento peregrinaje desde el sudoeste.
Al caer la tarde,
una mujer vieja se sumó al grupo. Los brazos parecían moverse, pesados por las
anchas mangas de un vestido de encajes delicados y ahora rotos. Luego, quedó
boca abajo, con los brazos doblados junto a la cabeza.
Cristian no los
tocó. Se dio vuelta y salió de la playa, dejando que la oscuridad los cubriera.
En casa soportó la
recriminación y el llanto de su esposa. Pero él solamente podía pensar en sus
muertos abandonados sobre la arena.
Dos días después,
su mujer le trajo otra carta.
-La semana que
viene tenés que ir la Capital-le dijo con sequedad.- Parece que tienen los
resultados de la identificación dental.
Cristian se acercó
a Roxana, y le habló al oído con una voz que logró desarmar su enojo.
-Tengo miedo,
Roxi. ¿Y si no son ellos?
Durante toda la
semana regresó a la playa. Los cadáveres del día anterior siempre desaparecían.
El mar los traía al bajar la marea y se los volvía a llevar por la noche. Vio,
arrojados en la arena, cuerpos de náufragos, de mujeres suicidas, de ancianos
con marcas en las caras. Niños robados por el agua. Deformes.
Cuerpos muy
viejos, como si el mar estuviese contabilizando los muertos de todos los
siglos, y esa playa fuese el registro final. La playa de Cristian parecía un
baile de disfraces, un gran salón donde los muertos bailaban sobre la arena y
la espuma.
Y el domingo
anterior al lunes en que debía viajar a Buenos Aires, los cadáveres no desaparecieron como era su costumbre. Allí
seguían en la tarde, y Cristian estaba seguro que esta vez iba a tocarlos. Si
su vista, siempre tan certera, había sido engañada, no permitiría que sucediera
lo mismo con su tacto.
Los pulpejos de
sus dedos eran los únicos capaces de distinguir la verdad, la más sensible arma
de verosimilitud. Se fue acercando a pasos indecisos, hasta que estuvo a una
distancia no mayor que el largo de sus brazos.
Los tocó.
Un escalofrío le
recorrió la espalda al palpar las ropas mojadas, la piel helada. Apartó los
cabellos de los rostros morados. Levantó los cuerpos para separarlos unos de
otros, alineándolos, arreglando sus ropas, el pelo, y cubrió a los que estaban
desnudos. Cerró los párpados de los que habían muerto mirando la cara del agua.
La lluvia caía ahora sobre todos ellos, suavemente, considerada, piadosa.
Cristian volvió a
la casa y tomó una pala. De regreso en la playa, se apoyó en el mango y se puso
a mirar el mar. Esperando como un sepulturero que aguarda su trabajo.
GREGORIO EL MAGO
Lorenzo creía que su arte estaba en
decadencia. La obra que había escrito para aquel compositor mediocre no era
digna de su talento. Pero había tenido éxito, el teatro se llenaba desde hacía
semanas. Él, sin embargo, seguía soñando en los viejos tiempos, cuando estrenaba
óperas para el Emperador y su corte. Recordaba
las noches en que el teatro se cubría de aplausos y de júbilo, con la música y
las letras resonando en las mentes de los nobles; las fiestas en los salones
del palacio imperial, donde las faldas de las damas danzaban a la luz de las
velas.
Ahora el público era vulgar, se contentaba con escenas burdas y
explícitamente obscenas. Ése era el nuevo dogma del teatro, por eso Lorenzo
Pintos escribía tan poco últimamente. Sólo cuando la historia a contar valía la
pena, les decía a sus amigos en las noches que jugaban a los naipes, bajo las
luces amarillentas de las velas y el rapé sobrevolando las narices empolvadas.
Pero todos sabían que eran obras mediocres que pagaban las noches como ésa, y
las mujeres.
A sus reuniones a veces llegaba gente que Lorenzo apenas conocía, y que
a la mañana siguiente ya no recordaba. Los jóvenes venían a pedirle ayuda,
buscaban nombres y manos que estrechar en aquellas veladas donde los artistas
excelsos se reunían. Lorenzo escuchaba sus halagos, pero luego raramente hacía
algo por ellos. Se sentía viejo, y no veía muy lejos el tiempo en que sería
apartado como un libro pasado de moda, para quedarse solo en su cuarto junto al
fuego, esperando morir. Y todo porque no había dedicado tiempo a buscar otra
cosa más que sueños, rechazando la realidad que nunca sería tan bella como los
mundos que él imaginaba.
Después de recitar fragmentos de nuevas obras, se sentaba a recibir las
alabanzas en labios que disimulaban la sorna. Pero aún si hubiese tenido que
verse expuesto a la miseria, el recuerdo de los viejos tiempos y aquellas
palabras lo habría alimentado como la frugal cena de cualquiera de esas
veladas.
Una noche, un extraño lo llevó aparte, lejos del cuarteto de cuerdas que
tocaba un scherzo.
-No he escuchado palabras más hermosas en más de cuarenta años de
teatro, maestro.
-¿Y quién es usted?- preguntó Lorenzo.
-Gregorio Ansaldi, maestro Pintos. Decorador y escenografista.-Y le
extendió su mano.- Esta nueva obra suya me deja perplejo. Es magia pura. ¿Cómo
ha planeado presentarla?
En realidad, Lorenzo no había pensado en eso. La nueva historia lo
entusiasmaba más que las últimas que había escrito, pero no se sentía seguro de
haber logrado lo que buscaba: la representación de un sueño dentro del teatro
mismo, que expiara las culpas de los hombres que viven apartados de la
realidad. Pero aquel desconocido parecía extasiado con la historia, por el
fluir de los protagonistas hacia un estado de misticismo redentor.
-Mis personajes-explicó Lorenzo- son condenados por buscar la felicidad
en falacias, en panaceas imposibles, y son redimidos recién al final de la
vida, cuando ya no pueden disfrutarla
-Sublime y triste- dijo Ansaldi.- Creo que conozco la manera de hacerlo.
Sus personajes prueban todo tipo de magias, y están en un continuo estado
onírico. Usted necesita que el público imagine más de lo que podemos ofrecerle.
El manejo de las luces es lo mejor para eso.
Mientras hablaba, movía sus manos
grandes como abanicos desplegados. Era corpulento, de barba espesa y vestía
despreocupadamente. Contrastaba mucho con la exquisita levedad de las camisas,
los volados de seda de los otros invitados. Sobre todo aquella pesada capa
oscura que no se quitaba de encima, parecía contener un cuerpo que de ser
dejado libre, inundaría el salón.
Desde esa noche, Lorenzo comenzó a venir a cualquier hora del día o de
la noche. La delgada palidez de Pintos se acentuaba bajo la luz escasa y el
efecto etéreo del rapé sobre sus movimientos. Leía una y otra vez cada
fragmento, porque Gregorio necesitaba oír los tonos desgarrados y las
inflexiones de su voz para imaginar lo que los personajes estaban viviendo.
-¡Ya lo tengo!- gritaba entonces, y se ponía a hacer nuevos bocetos,
varios de ellos para cada escena. Hasta que fueron cientos los dibujos
esparcidos por toda la casa de Lorenzo.
-¡Quiero más carne!- exigía Ansaldi, y la sirvienta y la cocinera de
Pintos seguían complaciéndolo, resignadas a ver a su maestro gastando el dinero
en aquel hombre extraño.
Gregorio engordaba cada vez un poco más con el tiempo. Por lo menos así
parecía cuando se aflojaba la capa, liberando parte de su cuerpo robusto y el
olor a sudor de la ropa vieja.
Pero los dibujos eran magistrales. Su
imaginación exaltada creaba escenas que Lorenzo había juzgado inconcebibles,
eventos donde lo mágico armaba fantasías más hermosas o más horrendas a cada
nuevo esbozo.
-¿Pero cómo haremos para que el teatro nos financie todo esto?-se
lamentaba.
-Usted los convencerá, maestro, estoy seguro- contestaba Gregorio,
mientras seguía creando imágenes.
El viejo deseo de gloria de Lorenzo se acrecentaba, su hambre por lograr
la obra más perfecta. Pero en otras ocasiones se sentía incrédulo. Se daba
cuenta de la vulgaridad exasperante de las obras en cartel, de la tendencia de
los empresarios teatrales por la diversión obscena y fútil. Recorriendo las
calles de la ciudad, pensaba que ni en cien años podría convencerlos de
financiar su obra.
-Debe darme una muestra de su arte, Gregorio, una muestra de lo que me
prometió- le rogó un día.
Entonces alquilaron la sala de la Comedia por una noche. Gregorio salió tres horas
antes para instalar sus aparatos. Cuando llegó Lorenzo, la sala estaba casi a
oscuras y preparada para el ensayo. Le pareció extraño ver que los dibujos no habían
sido pintados sobre los telones. Sólo había un cortinado extendido en el fondo,
con poleas y sogas colgando descuidadamente. Había también muchas cajas de
madera de diversos tamaños, con tapas que se abrían y mostraban ruedas dentadas
que giraban a diferentes velocidades. Un olor peculiar llegaba del extraño mobiliario.
Entonces Gregorio salió de la oscuridad tras las cajas, y pareció entender la
pregunta en el rostro de Pintos.
-Es aceite para el engranaje, lo fabrican los indígenas de Sudamérica con
una planta semejante al caucho- le dijo Ansaldi. Era un aroma dulce, no
desagradable, pero al acercarse lo sentía penetrar en su cabeza como pequeñas
agujas punzando las membranas del olfato. Un dolor, al principio muy tenue, fue
creciendo en el lado derecho de su cerebro.
Ansaldi acercó una vela a la
mecha principal de los instrumentos, y una llama se extendió a lo largo del
aparato. Dos minutos más tarde, el engranaje comenzó a elevar una serie de
espejos sobre diferentes paneles. La luz ya no era una sola, sino multicolor,
creando al confluir sobre el telón blanco una imagen limpia y clara. Luego pasó
sus dibujos, transcriptos sobre un papel transparente, por delante de las
luces. Cada hoja caía de un panel a otro a una velocidad mayor a la que la
vista de Lorenzo podía seguir. Los personajes allí estaban, moviéndose sin
ayuda de actores, sin sus caprichos y cuerpos infectos de vanidad, sólo sus
voces se escucharían después recitando el texto. Personajes en estado puro,
viviendo los extraños sueños que Pintos había imaginado para ellos.
Estaba tan asombrado, que olvidó por un momento el dolor que aún lo aquejaba.
-¿Qué le ha parecido, maestro?- preguntó Ansaldi.
-Divino, como si estuviera en el cielo presenciando los actos de los
ángeles.-No pudo evitar llevarse luego las manos a la cabeza.- Pero este dolor
me está matando.
-Es que cuesta acostumbrarse a este aceite- le dijo Gregorio mientras
desamblaba sus aparatos.
Lorenzo se sentó en una butaca, tratando de concentrarse en la
entrevista con el director del teatro al día siguiente.
-Le daremos una muestra mañana.
-No, maestro. Esta demostración fue para usted solamente. Nadie lo verá
hasta el estreno. Me han robado tantas veces mis invenciones, que no voy a
permitirlo esta vez.-El rostro de Ansaldi se ensombreció, y con la peculiar
agilidad de su pesado cuerpo siguió desarmando y guardando en las cajas las
diversas partes de su juguete mágico.
A la tarde siguiente, Lorenzo salió de las oficinas del teatro pensando
cómo iba a decirle a su amigo que había fracasado.
-Su obra no nos interesa, Pintos-le había dicho el director.-Es pura
fantasía imposible de representar. No sé quién le puso en la cabeza esas ideas.
-Pero Gregorio Ansaldi tiene una máquina especial...
-Ese hombre es un farsante, y cuídese de él. Desde que volvió de Sudamérica
no ha dejado de dar problemas. Varios hombres murieron en los ensayos de sus
obras. Nadie quiere contratarlo.-Y acercándose al oído de Pintos, dijo: -Dicen que
mató a su mujer hace algunos años y por eso huyó.
Pintos hizo un gesto de ofendida superioridad.
-¡No necesito de ustedes! ¡Haremos la función en las plazas públicas!- dijo
gritando desde la puerta del despacho.
La verdad era que no sentía deseos de convertirse en un artista
callejero. Pero la idea le fue agradando mientras recorría las calles hacia la
casa, mirando a los niños y a las mujeres simples sentadas en los bancos de las
plazas. Si logro que mi espectáculo tenga éxito, habré obtenido el favor del pueblo
que hasta ahora me faltaba, se dijo.
-Seremos un gran teatro ambulante, Gregorio- le anunció al llegar,
desbordado por su pasión nueva.- Sin paredes, la grandeza de nuestra compañía
será inabarcable. Tendremos al mundo rogando que lo entretengamos.- Y lo abrazó
con un entusiasmo que pocas veces había mostrado antes.
Ansaldi se apartó de él bruscamente, como protegiendo su capa y su
cuerpo.
-¿Y yo que obtengo de todo esto?-se limitó a preguntar.
-Dinero, amigo mío, y mucha gente a tus pies. Sobre todo mi eterno
agradecimiento.
-Es curioso que lo diga, maestro. Oí de una costumbre en mi visita a los
indios, que dice que una deuda jamás termina de pagarse del todo, porque
entonces ya no habría sentido para esa relación.
Lorenzo estaba demasiado exaltado como para pensar en las extrañas ideas
de aquel hombre. El tipo era así, un excéntrico. Cerrado y apático siempre, a
veces impulsivo o violento.
Al otro día comenzaron los ensayos en la plaza. Ansaldi protegió sus
cajas de luces con un celoso pudor, pero decidió acompañar a Lorenzo y su grupo
a repartir los carteles anunciadores de la primera función en las calles y
negocios.
La noche del estreno, Lorenzo corrió de un lado a otro dando
indicaciones, subiendo escaleras y plataformas, organizando al público. Hasta
último momento la gente llegaba con sus familias completas, ubicándose en los
pocos lugares que quedaban vacíos. Después, las luces de apagaron, y como la
luna estaba oculta por las nubes, la oscuridad se hizo casi completa.
Una chispa estalló, y la llama del aparato mágico comenzó a arder. Las
voces de los actores recitaron el preámbulo. Los espejos salieron de sus cajas
y reflejaron la llama original en múltiples luces que confluyeron sobre el
escenario.
El olor del aceite se hizo más fuerte. El dolor de cabeza de Lorenzo fue
creciendo otra vez, lentamente, hasta que ya no pudo seguir los diálogos de la
obra.
-¿Y la gente, ellos no lo sienten?-preguntó en voz baja al oído de Ansaldi.
-Sus propios cuerpos son aún más nauseabundos, amigo mío- le contestó
riendo.- Allá en América, los nativos dicen que los que van a morir lo sienten
con más intensidad, se dejan llevar por el aroma y no luchan.
-¡Pero ya no puedo más, no puedo aguantarlo!- Lorenzo se agarró la
cabeza entre la manos.
La obra continuaba representándose con la música que la orquesta tocaba
con estridentes sonidos de bronce, imitando los agudos gritos de los personajes.
Estaban sufriendo el último de sus castigos.
La orquesta luego comenzó a tocar marcialmente. Los dibujos de Ansaldi
flotaban en el aire como los demonios que atormentaban a los protagonistas de
la obra.
-Calma, maestro. Usted, que tanto ha buscado la perfección y la grandeza
en su arte, que ha sufrido como sus personajes en busca de utopías y mundos de
ficción, disfrute del éxito. Los tenemos en nuestras manos, los manejamos como
títeres.
Pintos lo miraba, pero no parecía escucharlo. Un zumbido ensordecedor
había invadido su mente. Sólo podía observar a las mujeres llorando, a los
niños del público hundidos en el llanto y la tristeza. Los hombres se levantaban
de sus asientos, nerviosos, dispuestos a salvar a esos pobres seres de ficción.
Nunca una obra suya había logrado tanta adhesión, tal compromiso de la
gente. No parecía una función de teatro, sino la vida sobrenatural transportada
al mundo cotidiano. Como si las personas viesen en el escenario los fantasmas
que habían estado vigilando sus sueños toda la vida.
Lorenzo sintió de pronto que algo se rompía en su cabeza. El aroma ahora
atravesaba libre las membranas y las venas de su cerebro agotado. Algo se
desprendía de él, quizá su vida, no estaba seguro. Un muro transparente se iba
formando con lentitud a su alrededor. Se sentía aislado y flotando en el vaho
incandescente del aceite nauseabundo.
Gritó, pero nadie parecía prestarle atención. Su propio cuerpo ya no
tenía peso, y estaba girando sobre el escenario. Abrió la boca para gritar,
pero sus gritos fueron inaudibles. Su rostro se deformaba en un clamor de ayuda.
Pudo ver su propio cuerpo aún sentado frente al escenario, agarrándose la
cabeza con desesperación. Pero no era él, sino la otra parte de su alma que exhalaba vanidad. Su mente ya no le
pertenecía, era menos que papel y tinta, menos que música perdida en el viento,
era sólo aire encerrado en cápsulas de gas.
Miró a Ansaldi.
Pero el rostro de Gregorio el mago era sólo una máscara rígida.
LOS DIRIGIBLES
Me quedé parado un largo rato mirando la flota de dirigibles.
Cubrían el cielo hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar, viajando a
una velocidad muy lenta, casi imperceptible. De noche formaban columnas sin fin
de luces blancas, parecidos a enormes escarabajos voladores. Y entre ellos
volaban las palomas eléctricas, naves individuales entre esos inmensos
conglomerados de hidrógeno y helio, cargando a la gente que huía hacia regiones
seguras.
Debajo,
inundándome los pies, estaba el agua. Líquidos herrumbrosos que fluían de los
desagües saturados. Ésta era la amenaza de la que huíamos, el anunciado fin de
la ciudad. Diez centímetros de agua nauseabunda ocupaban las calles más altas,
porque las otras ya no existían.
Caminé hasta la
esquina, chapoteando, acostumbrado a la humedad incesante. La sombra de los
dirigibles ocultaba aún más el sol, que podría haber amortiguado un poco el
dolor de cuerpos con reumatismo.
Miré, desde la
esquina, el final de la fila para conseguir asientos en las naves. Siempre
habían sido caros, pero ahora los precios habían aumentado a una cifra
inaccesible. Las peleas por conseguir boletos eran rutina de todos los días, y
varias muertes interrumpían las largas filas por muchas horas, hasta que el
proceso policial finalizaba.
Mi padre había
decidido hacer la fila a pesar de no tener dinero.
-No pueden
dejarnos- decía él.- Moriremos con el agua en las narices si no nos vamos, así
que están obligados a llevarnos.
Pero nunca supimos
que alguien viajara gratis. La gente colmaba los aeropuertos, invadía las
pistas buscando un lugar en las máquinas, y entonces los soldados aparecían con
su trote rápido y las armas para reprimirlos. Las naves despegaban día y noche
hacia tierras más altas. Los que se quedaban, las veían ascender con una mirada
rencorosa que parecía crecer en proporción a la altura que iban tomando al
elevarse.
Papá me saludó
desde su puesto, del que nadie habría podido convencerlo de salir ni por un
instante.
-Mamá te manda
esto-le dije, entregándole el paquete con comida.- ¿Por qué no vas a casa por
unas horas?
-Si tomás mi
lugar...
-Ya te dije que no
voy a rogarles.
Tuve vergüenza, como
siempre que me encontraba con mi padre. Vergüenza de sentirme joven y dejar que
el viejo se humillase por tres pasajes. Me quedé a su lado algunos minutos, con
las manos en los bolsillos mientras lo observaba masticar con lentitud. Era tan
diferente a cómo lo recordaba de joven, con su cuerpo fuerte y alto, caminando
siempre erguido con su paso elegante, que me gustaba comparar, o imaginar, con
el de un centauro. Ahora estaba delgado, los músculos de los brazos fláccidos, y
cada vez más encorvado.
-Mamá sigue
preparando las valijas.
Pero él me miró
sin decir nada. Ella hacía lo mismo todos los fines de semana, y volvía a
desarmarlas dos días después. Ésta era su rutina, la tarea necesaria para
salvarla de la ansiedad que nos llevaba a todos, en la ciudad inundada, a la
locura o el suicidio.
La había visto
muchas veces asomada a la ventana, contemplando los dirigibles, pronunciando
una palabra obscena para los que tenían la suerte de irse.
-Si te escucharan...-le
dije un día, riéndome.
Ella me miró con
dureza.
-Andá a conseguir
boletos, en lugar de estar vagando...
Trabajo no había
en ninguna parte, tampoco dinero. El papel moneda se iba con la gente en los
dirigibles. Y aunque hubiese conseguido trabajo, no sé si a esa altura de las
circunstancias me habría tomado el esfuerzo de esperar tantos meses el primer
sueldo. El mundo conocido estaba desapareciendo bajo el agua, y qué podía haber
más allá de las murallas. Sólo el cementerio de la playa, después el mar, y muy
lejos las tierras de las montañas.
Escuché que mis
amigos me llamaban. Me despedí del viejo.
-Te tenemos un
negocio- me dijeron. Nos juntamos en una esquina y comenzamos a dibujar con
carbones húmedos sobre una pared. Hicimos varios planes, abortados algunos y
otros que nacieron para morir más tarde. Hasta que por encima del polvo de
granito desprendido, apareció el proyecto definitivo.
-Cada uno hace lo
suyo, así distraemos a la policía con asaltos menores, después nos encontramos
en esta esquina.
Éramos cuatro amigos
que habíamos crecido en el mismo barrio, mirando a las mismas mujeres, rodeados
por los límites insobornables de la ciudad. Bajo ese cielo que, como una
cárcel, nos aplastaba sobre el pavimento, y parecía querer meternos la cabeza
en el agua hasta ahogarnos. El peso y la sombra de los dirigibles nos abrumaba.
-Éste es el futuro
que imaginamos- escuché decir a mi madre una vez.
Ella era así,
resignada y apocalíptica. Demasiado áspera en sus conclusiones. Y pensando en
mi madre regresé a casa y fui a mi cuarto a preparar las cosas. Mamá me miraba
desde la cocina. Puse el revólver sujeto al cinto, ese día no iba aburrirme
caminando por las calles hasta el hartazgo.
-Nos vemos a la
noche-me despedí, sin mirarla. No me contestó, o tal vez sí. El ruido de las
máquinas allá arriba era un zumbido que nos había vuelto casi sordos.
-¿Creen que vamos
a morir ahogados?- les pregunté a mis amigos al reunirnos en la plaza.
Nos sentábamos en
el muro para mirar la ciudad que se iba hundiendo de a poco, los árboles y los
monumentos carcomidos por los ácidos cloacales, y las ruinas del viejo asilo
asomándose como mástiles de un barco hundido. El cielo siempre oscuro nos daba
la respuesta.
-Se van, nos
abandonan. Eso es lo que tu padre no quiere entender, y tu vieja sabe demasiado
bien-me dijo un amigo.
No le contesté, no
le hablé del miedo que tenía al momento en que las naves se agotaran, y el
único sonido perceptible fuese el rumor del agua brotando a borbotones desde la
entrañas de la ciudad.
Después nos
separamos y corrí hasta el depósito de víveres. El dueño había puesto las latas
en los estantes más altos, casi tocando el techo. Bolsas de harina y hormas de
jamones colgaban de los ganchos. Tomé mi pistola y apunté.
-¡No dispare!- me
rogó el dueño.
-¡La plata o te
mato!
El tipo abrió la
caja con una lentitud exasperante, y se resignó a entregarme los escasos y
humedecidos billetes. Luego huí corriendo, mientras escuchaba las sirenas de
los patrulleros que levantaban olas sobre las aceras y las fachadas de las
casas. Me encontré con los demás en la esquina. La sombra de los dirigibles
seguía pasando, era fría y húmeda, y sentí un escozor en la piel mientras
pensaba en el plano ya borrado sobre la pared.
Entonces uno de
mis amigos se metió entre dos muros, donde habitualmente arrojaban basura y
perros muertos. Sacó la chapa que cubría
la entrada y salió un vaho nauseabundo a cadáveres. Lo vimos desaparecer por un
minuto, y tapamos la abertura con nuestros cuerpos. Después salió con la
carabina envuelta en su estuche de cuero. Formamos un círculo, prendimos
cigarrillos uno tras otro para ocultar nuestros rostros con el humo, hicimos
ruido con botellas rotas y algunos gritos que distrajeron la atención de los
que pasaban. Sólo un patrullero cruzó la avenida, ese arroyo ancho que los
autos transitaban como botes, pero iba directo hacia uno de los negocios
asaltados.
Mi amigo sacó el
arma, dejó caer el envoltorio, arrastrado luego por la corriente. Preparó el
percutor, unas balas cayeron con un chapoteo en el agua. Luego alzó la carabina
y la apoyó en su hombro. El humo de los cigarrillos ocultó como una niebla el
cañón del arma. Pero de pronto vi alzarse el angosto y largo cañón de la
carabina con la mira circular en en el extremo, proyectándose hacia el cielo,
directo a los dirigibles.
-Yo me encargo-dije, sin pensarlo siquiera,
seguro de mi puntería de ex soldado, de la sangre fría que me habían enseñado
durante la instrucción militar. Los demás me miraron desconfiados.
-Yo me
encargo-repetí, pensando en mi viejo en alguna parte de esas calles, haciendo
una larga fila por salvar su vida y la nuestra. Siempre sin concesiones en su
honradez, orgulloso y severo como un centauro.
Apreté el gatillo. Tal vez mis dedos tuviesen
un pequeño cerebro y un alma propia que de pronto sintieron miedo. Porque nunca
recordé el momento exacto de la decisión, el reflexivo pensamiento que supuse
siempre debía tenerse al matar. El cielo pareció estallar de pronto, caerse
como un pedazo del sol caería de ser posible. El agua de las calles se cubrió
de pedazos de tela quemada, de hierros que seguían cayendo cuando por fin
levanté los ojos al cielo. Dos aparatos estaban muriendo, desinflándose en
llamas, oblicuamente e inclinándose cada vez más hacia la vertical, hasta tocar
el suelo de la ciudad más allá de donde estábamos. Primero uno, después el otro
se derrumbaron con un ruido ensordecedor que se unió a los gritos y las
sirenas.
Mi amigos me
miraron, más bien nuestros ojos se cruzaron mientras me agarraban del brazo
para hacerme huir. Yo estaba vivo, me dije, los míos estaban vivos también. Me
escondí en una calle cortada y me agaché para lavarme las manos en el agua, la
misma que ocultaba otros crímenes o simples muertes de hombres abandonados.
Como mi padre, parado en la fila a muchas cuadras, rogando por un pasaje hacia
el futuro.
El agua tenía el
olor de los cuerpos quemados que habían caído. La policía y los médicos
asistían al desastre, que mis amigos y yo presenciábamos muy de lejos, casi sin
verlo en realidad, salvo las columnas de humo, las luces rojas confundidas con
las llamas, y los restos muertos de los dirigibles que yacían clavados en las
calles, sobre las casas aplastadas. Los chorros de agua de los bomberos estaban
casi secos, las fuentes de agua a presión habían sido descomprimidas luego de
la inundación. La gente corría, vimos a varios de los pasajeros todavía vivos
pasar con la ropa y la cara chamuscada.
Pero yo tenía el dinero
en mis manos para comprar boletos para mi familia. Fue lo único que pensé en
ese momento. Regresé a casa y encontré a mamá asomada a la ventana,
contemplando la gran semiesfera de los dos aparatos caídos.
-¡Prepará las valijas!-le dije.- Tengo la
plata, nos vamos mañana.
No esperé
respuesta. Salí corriendo en busca de papá. Lo encontré sentado en la vereda,
con los párpados cerrados. La gente, que sin salir de su lugar en la fila,
miraba extasiada hacia la zona del desastre, volvió la atención a nosotros y me
hicieron callar.
-Está muy cansado.Tu
mamá vino hoy a molestarlo con no sé que tontería.
No les presté
atención, y lo sacudí de los hombros.
-¡Papá, papá!
Tengo el dinero-le murmuré al oído.- Tengo la plata para los boletos. Vamos...
Lo ayudé a
levantarse. No sé si comprendió, parecía dormido y con los ojos llorosos. Lo
saqué de allí. Todos nos miraban.
-Perderá el
lugar...- decía la gente.
Lo agarré de un
brazo y caminamos hacia la boletería. Yo tenía la necesidad de mostrarles mi
dinero y pagarles el triple o diez veces el valor del pasaje si era necesario.
Pero papá se detuvo de repente y me preguntó qué sucedía. Le mostré mi
billetera.
-¿De dónde lo
sacaste?
-No importa. ¿No
te das cuenta de que ya no somos perdedores? No vamos a quedarnos en esta ciudad
para morir.
-¿Pero de dónde los
sacaste?- insistió.
-¡Basta, viejo!
-Si no querés
decirme, no importa.
Mirando por un
segundo el cielo, como si quisiese comprobar que los dirigibles no habían
desaparecido, volvió nuevamente a la fila. Pasó de largo su lugar, la gente lo
llamaba, pero él quiso comenzar desde el último puesto una vez más.
-No, no. Salí de
mi sitio y perdí el derecho. No quiero privilegios.
-Por Dios,
papá...-Le apreté la muñeca, muy fuerte, y me miró con dolor en los ojos. Me di
cuenta que mis manos temblaban, y sentí en mis dedos el calor de la carabina.
Tenía las palmas negras y quemadas. Aflojé un poco, sin soltarlo, mientras lo
obligaba a acompañarme.
Caminamos
lentamente a través de las calles, hundiendo las botas en el agua sucia. En el
fondo, me pareció ver, por un momento, pedazos de cuerpos que se dispersaban a
mi paso, mientras las pequeñas olas golpeaban las paredes de las casas. Llegamos
a las murallas de la ciudad y nos sentamos sobre el borde. Desde allí podía ver
mejor los esqueletos de los dirigibles muertos. Se alzaban como dos grandes
edificios a medio construir, abandonados mucho tiempo antes. Y por las decenas
de arroyos que ocupaban las calles, alrededor de los muros caídos, estaban los
que debían haber estado ya lejos, en regiones seguras más allá del alto cielo,
si no hubiese sido por mis manos.
Mi padre se veía
desconsolado, abatido por esa vejez obstinada y particular. Esa bella testarudez
de las almas limpias e inmaculadas. Débil como estaba, pasó su brazo sobre mi
espalda, y comenzó a hablarme del futuro.
Me señaló el
cementerio con sus cruces y lápidas bajo el agua. El mar a lo lejos, siempre
creciendo hasta inundar los túneles, y que tarde o temprano también desbordaría
las murallas. Me señaló el vuelo inconmovible de los dirigibles que continuaban
pasando por encima de nuestras cabezas, ignorándonos. El tránsito sin fin de
las antiguas máquinas.
-¿Creés que
encontrarán algo, que allá no se matarán?-me preguntó.
Entonces lo miré. Siempre supo en lo que yo
había convertido mi vida, pero esta vez en sus ojos estaban las caras de los
que había visto pasar, ciegos y en silencio. Y deseé, con desesperación, como
si así salvara mi alma, como si de esa forma él me rescatara del fondo del
agua, que mi padre levantase su mano contra mí por primera y única vez.
Pero se limitó a decir,
con su dulce voz de anciano en su cara de piedra:
-Tu mamá vino a
verme a la fila, asustada, porque te vio llevarte el revólver de casa. Después
oí las sirenas, el desastre. Y me senté a esperarte.
Fue en ese momento
cuando decidí quedarme. Abandonarme, en realidad, a la crueldad del clima y el
hundimiento de la ciudad. Agarré la mano de mi padre, y me puse a llorar con la
cabeza sobre sus piernas.
La primera vez que Nicanor Espinoza vio claramente al animal,
fue el día en que su mujer abandonó la casa para irse con otro hombre.
-¡Andá al carajo!- le gritó él, después de
empujarla y arrojar las valijas al patio delantero. Entonces la agarró del
pelo, y la tuvo así sujeta un rato que le pareció tan largo como todos los años
en que habían vivido juntos, porque en ese momento vio a la bestia entre los
otros animales del corral.
Pequeño aún, tenía
la cabeza parecida a la de un conejo, las patas cortas, y un largo hocico que
se movía al olfatear el estiércol del chiquero. Las orejas se balanceaban como
veletas en una tormenta. El cuerpo era flaco, casi con la forma de un perro, lo
mismo que la cola sin pelo. Era todo blanco, y sorprendentemente limpio en
aquel desierto de polvo y barro fundiéndose
en una sola masa sobre sus tierras.
Él, que estaba
castigando a su mujer por el desparpajo con que se había atrevido a engañarlo,
la soltó de una vez sobre el suelo, mientras ella lo insultaba. Una mujer
engañar a Nicanor, pensó con desprecio, como si no la hubiese atendido todos
esos años como a una reina. Si hasta no había olvidado traerle flores de cuando
en cuando, aún después de que Gonzalo muriera.
Después de llorar
por tres meses la muerte de su hijo, una noche le regaló los primeros claveles
que a ella le gustaban tanto, y se pusieron a lloriquear juntos, con los codos
sobre el mantel de hule cuadriculado de azul y blanco. No recordaba haber
llorado nunca antes de esa manera, excepto cuando él y sus hermanos enterraron
a su padre. Pero la noche era confusa, la luna salía y se ocultaba con el paso
enloquecido de nubes sumisas al capricho de la sudestada. Estaba frío afuera.
La sombra del roble se mecía como una amenaza latente sobre el techo de la
casa. El polvo se levantaba del camino formando una cortina opaca. La ruta,
mucho más lejos, se veía desierta de luces y autos.
Fue esa noche que
creyó ver, porque no estaba seguro de nada entre la polvareda y la oscuridad,
un movimiento blanco. Un gesto de la tierra, o de la noche, que en sí mismo
implicaba un color. Algo que surgió para desaparecer al instante. Pero aún sin
verlo, Nicanor sabía que ese algo no era común. Si abandonar la ventana, le
había dicho a su mujer:
-¡Mirá, mirá!- Sin embargo, no podía atinar a
señalar nada con certeza.
Ahora, ella estaba con las manos apoyadas sobre la
tierra frente a la entrada, la espalda torcida, y mirándolo con compasión.
-No te va a
devolver a tu hijo el tratarme así.
-Y vos no tenés
vergüenza- gritó él, adelantando un pie para patearla, pero se arrepintió.
-Yo ya no tengo
marido hace más de un año, así que no me vengás a contar de culpas. Sabés muy
bien lo que hiciste...
Y estas palabras
le clavaron a Nicanor un cuchillo. Pero el dolor se alivió al contemplar al
animal aparecido a pleno día, tan tranquilo como si siempre hubiese estado
allí. Se movía entre los demás con serenidad. Iba de un lado a otro, del corral
de los cerdos a la charca de los patos o al gallinero. Ninguno parecía temerle,
ni darse cuenta de su presencia.
Se quedó observándolo,
parado bajo el sol del mediodía, que daba de lleno sobre el umbral. Los
camiones pasaban por la ruta, dejando su cola de polvo y gas en el aire.
-¿Qué te pasa? Ayudame a levantarme-le dijo
su mujer.
Pero no le hizo
caso, dejó que ella levantara sola su cuerpo débil. El vestido rosa que se
había comprado para gustarle más a él o al otro, estaba roto en las mangas.
Pero luego agarró las valijas y la ayudó a llevarlas a la ruta, silencioso, dándose
vuelta para mirar el patio a cada rato.
-No viste al
animal nuevo, ¿no?
-¿Cuál nuevo? No
me digás que te trajiste otro del pueblo, porque ya no me importa.
Sabía que ella
estaba cansada de cuidar tantos animales que él y Gonzalo criaban. Nicanor
había transmitido a su hijo esa misma pasión, y hasta que el chico murió, esa
afinidad se había ido acrecentando con el tiempo. A veces, el chico les hablaba
a los animales, y lo curioso era que ellos lo obedecían silenciosa y fielmente.
El colectivo llegó
diez minutos después, la mujer subió con
esfuerzo al estribo, y desapareció entre los pasajeros. Se llevaba una parte de
la vida de Nicanor, también, aunque no el recuerdo de Gonzalo.
Volvió a la casa.
La criatura seguía allí. Esa tarde no fue a trabajar al campo. Sacó una silla
al patio, preparó una mesa, y puso a calentar agua para el mate. Nada había
dejado ella en el horno, pero no tenía hambre.
El animal se movía
dejando pequeñas huellas, sin inquietarle el sol fuerte de las dos de la tarde.
Nicanor se levantó para acercarse. El bicho lo miró fijo por primera vez.
Esos ojos, pensó,
no son los de una bestia. Cuando estaba a menos de treinta centímetros- si lo
agarro, me lo llevo al pueblo y me hago famoso, se decía- el animal saltó sobre
su cara. Nicanor se llevó las manos a los ojos, asustado. Los párpados le ardieron,
pero sólo tenía algunos rasguños. La
criatura se había alejado hasta la orilla de la laguna, y estaba persiguiendo
serpientes en los pastizales. Nicanor la siguió. Los dientes del animal
brillaban con el sol, y se dio cuenta de que eran demasiado grandes para el
tamaño del cuerpo. Devoraba a las serpientes con más facilidad que cualquier
ave de rapiña que él hubiese visto alguna vez. Entonces regresó al patio y se
lavó las heridas en una palangana.
Al final del día,
los rasguños todavía eran dolorosos, y la cara continuaba hinchada. El animal
no se detuvo más a mirarlo, y siguió con su rutinaria tarea de olfateo y
reconocimiento del lugar. Al salir la luna, se ocultó en un gallinero vacío, y
Nicanor se quedó dormido en una silla, en el patio, bajo las estrellas.
-¡Nicanor,
despertá, viejo!
-Era Gonzalo…-
dijo entre sueños. Cuando abrió los ojos, vio al vecino que lo venía a buscar
para el trabajo.
-Ya voy-contestó.
Metió la cabeza en la pileta de agua fría, tomó unos mates tibios y se fueron
juntos en la camioneta. Él había tenido un vehículo como ese antes del
accidente, y mejor aún, porque era más nuevo, y hasta con una radio. Cada vez
que su amigo lo pasaba a buscar, le venía a la memoria el día en que Gonzalo y
él salieron para el pueblo a recoger la heladera.
Nicanor había
visto los avisos en las revistas en el consultorio del médico o en los carteles
a los lados de la ruta: “Heladeras Frigidaire”, y pensaba en las ventajas de
tener comida fresca y bebidas frías todo el año. Ahora que tenían electricidad
en la zona, no era posible que vivieran sin una heladera. Entonces se había decidido
a gastar los ahorros de casi seis meses, y el aparato ya estaba en el pueblo,
esperándolos. Gonzalo saltó entusiasmado al enterarse, corriendo una y otra vez
desde la puerta de casa a la camioneta. A cada salto decía:
-¡Vamos, pá,
vamos!
Hasta su mujer, tan
fiel en ese entonces, los había despedido con un beso y una sonrisa que jamás volvió
a tener, como una joya irrepetible.
La sensación de
las ruedas sobre el camino de tierra era la misma que hoy. Un dejarse andar
sobre nubes de polvo hacia la luminosa era de la modernidad.
-¡Che! ¿Qué te
pasa?- le preguntó su amigo.
-La mandé a la
mierda, ¿sabés? Y estoy solo.
Pasó casi todo el
día trabajando en el campo, y pensando en el animal. Con el cuerpo sudado, regresó
a casa al final de la tarde. Al cruzar el patio notó que había demasiado silencio
para esa hora, cuando el gallo siempre cantaba y los patos chapoteaban en la
laguna. Los perros fueron los únicos que se acercaron a recibirlo, pero se
veían cansados. A lo lejos, el silencio de la laguna lo angustió. Un olor a
sangre llegaba del gallinero. Entonces, al entrar, vio las gallinas y los patos
carcomidos o destrozados.
La criatura seguía en un rincón del establo.
Más grande y más alta. Con la boca y el
hocico cubiertos de sangre, la lengua relamiéndose el pelaje sucio. Los
ojos lo miraban, y él salió, atrancando la puerta.
Fue a la casa,
agarró la escopeta y regresó en busca del animal. Buscó por todos los rincones,
pero ya no estaba, había muchas ratoneras y aberturas entre las tablas de las
paredes. Se resignó a desistir, esperando que se hubiese ido para siempre. Comenzó
a palear y amontonar los cuerpos. El olor de la sangre había exacerbado el
ánimo de los perros y caballos. Pronto iban a llegar los zorros de la región,
si no los enterraba rápido, y cavó una fosa.
A la noche, un
estruendo de gritos y ladridos lo despertó. Los perros ladraban hacia el corral
del chiquero. Nicanor se colocó los pantalones a prisa, y salió descalzo.
Apuntó la escopeta hacia la sombra blanca en que la bestia parecía convertirse
durante la noche. Pero aquella sombra le cubrió la cara, sintiendo otra vez
brevemente el calor de su pelaje extraño sobre los párpados.
El arma cayó al fango, y se arrodilló a
buscarla. No era sólo barro lo que tocaba, sino fango mezclado con sangre. Los
puercos que le había costado tanto criar, listos y gordos para la venta,
estaban tirados con las entrañas abiertas.
-¡Voy a matarte,
hijo de puta, te lo juro!- murmuró Nicanor entre dientes.
Dos días después, pasó
por el consultorio del veterinario antes de volver a casa. Era un francés que
se había instalado en el pueblo casi veinte años antes. Nadie supo nunca si
estaba titulado o no. Desde la mañana que había llegado de Buenos Aires, se había
puesto a curar animales, y a partir de entonces todos lo consultaban.
-Hay una bestia,
doc, que me está matando a los otros-le dijo Nicanor.
-Me contaron…- Y
puso sus manos sobre los hombros de Nicanor, como consolándolo.- Pero también
sé por experiencia, que a veces nosotros, los hombres, nos enojamos mucho
cuando una mujer nos abandona...
-Nada de eso. La
bestia ronda la casa, y cada vez es más grande.
-Vamos- dijo el
francés, mientras cerraba su consultorio.-Le
invito algo en el bar.
Salieron a la calle,
y el veterinario tomó de un brazo a Nicanor. En el bar, se encontraron con el
joven Valverde, que sabía de animales extraños, según contaban.
-Sabés-empezó a
decir el francés- en mi país tenemos leyendas de bestias con las que asustamos
a los niños. Algunos dicen que son almas errabundas, con el aspecto verdadero
que todos tenemos una vez despojados del cuerpo.
-Acá también- intervino
Valverde. -Tenemos al Yaracusá, una especie de víbora con cara de lechuza, y al
Curasán, un perro mitad hombre, pero ésta es una leyenda que trajeron del
Brasil.
El doctor asintió,
bebió otro vaso de vino, y siguió contando.
-Se les da muchos
nombres según el pueblo. En mi ciudad lo llamábamos “le Barble”. En las vísperas
del día de los muertos, salíamos en su busca, gritando: “¡Barble, Barble!”
La voz del doctor
resonó en el bar como si llegara desde kilómetros de distancia, en medio de la
llanura desolada en una noche sin luna.
-¿Y cómo es?-
preguntó Valverde.
-Tiene patas de
chivo, cola y cuerpo de perro, cabeza de conejo. Pero qué importa. En lo único
que todos coinciden es que los ojos son humanos...
El francés se
quedó callado. Nicanor estaba abstraído en sus propios pensamientos. Luego se
despidió, oyendo que el doctor le decía:
-Límpiese esas
heridas.
Nicanor estaba
borracho, pero con una tenue, lánguida sensación de felicidad. Pensaba dormir
bien esa noche en su cama caliente. Al
llegar a casa, el caballo comenzó a corcovear sin poder contenerlo. Mientras
más lo sujetaba de las riendas, más intentaba correr. Tuvo que bajarse para
evitar que lo tirase.
-Acá pasa algo- se dijo.
Fue al establo, y
descubrió al otro caballo muerto y masticado por los dientes inconfundibles de
la bestia. El caballo de Gonzalo, el potrillo que él le había regalado y
crecido con el niño. Recordó la alegría de su hijo cuando se lo trajo, saltando
de contento igual que cuando fueron en la camioneta a buscar la heladera.
Habían dejado a su
madre ya lejos, mientras recorrían el camino de tierra hacia la carretera
principal. Cuando llegaron al río, vieron que el torrente estaba agitado y
arrastraba montículos de barro duro y raíces enlazadas. Conocía la profundidad
por haberlo cruzado cientos de veces, la mayoría siempre seco o sirviendo de
lecho a un angosto hilo de agua. Sentados en la camioneta sin saber qué hacer, miraban
cómo el agua sucia formaba torbellinos en los bordes.
-¡A la mierda, vamos a cruzar!- dijo
Nicanor, decidido. Sabían que tendrían que esperar tres meses más para recibir la
heladera en el siguiente pedido, y el verano ya habría pasado. Se sentía
demasiado feliz, demasiado hombre frente a su hijo como para asustarse por el
río que lo había traicionado poniéndole aquel obstáculo.
Arrancó, y las
ruedas se metieron en el agua a toda velocidad. Mientras más rápido, mejor,
pensó. Pero la camioneta se atascó a mitad de camino. El agua golpeaba la
puerta, mientras el paso de las piedras resonaba bajo el chasis.
-Yo me bajo a empujar,
vos agarrá el volante y mantenelo firme-le indicó a Gonzalo.
El agua era más
fuerte de lo que parecía. Alrededor de la camioneta se había formado un
torbellino envolvente, y le resultó difícil avanzar para ubicarse detrás y
empujar. Pero la camioneta no se movió. Tal vez, si hacía girar las ruedas
delanteras, el barro en que estaban enterradas cedería.
-¡Girá el volante!-
gritó a su hijo.
El vehículo empezó
a desplazarse un poco, pero de pronto oyó un estruendo, un estallido opaco de
chapas bajo el agua, y vio que un tronco a la deriva había golpeado la
delantera de la camioneta hasta hacerla torcer en la dirección de la
correntada.
-¡Pará, frená!-
Pero se daba cuenta que era absurdo que los frenos sirvieran de algo. El agua siguió
golpeando el costado de la camioneta, y comenzaba a arrastrarla. Nicanor se
agarró del paragolpes, pero las manos le sangraron con múltiples cortes de la
chapa, y sin querer se había soltado. Lo último que vio, mientras se sujetaba a
las largas raíces de los juncos, fue la cara de su hijo asomándose por la
ventanilla, su mirada desgarrada clamando por auxilio.
-Yo lo maté- murmuró
en el funeral muchas veces a todo el que se acercaba a darle el pésame, hasta
que esta muletilla se repitió por meses.
Nicanor lloraba ahora,
un año después, sobre el cuerpo del caballo de su hijo, que la bestia había
destrozado. A la mañana siguiente, lo despertaron los gritos de su vecino.
-¡La siembra está
destruida!- le decía.
Nicanor abrió los
ojos como si hubiese despertado de una pesadilla. Antes de darse cuenta, ya
estaban camino al campo. Y a medida que se acercaban, pudo ver el color gris
del maíz seco, percibir el olor nauseabundo a saliva y excrementos. Los tallos
estaban cortados desde la raíz.
-Las langostas,
viejo, mala suerte-le dijo el hombre.
-No. Fue él, el
animal que me está persiguiendo. Va a destruirlo todo.
Desde entonces
esparció en el pueblo la advertencia sobre la bestia, que nadie había visto, y
lo creyeron loco. Las viejas chismosas comenzaron a hablar en el almacén sobre
Nicanor y su delirio. Lo vieron recorrer de noche las calles, anunciando la
invasión de aquel animal desconcertante. Cuando le preguntaban cómo era, la
descripción de su forma extraña e inverosímil provocaba las risas de sus
vecinos.
-Pobre Nicanor- le
decían, palmeándole la espalda.
Entonces él regresaba
a casa. Ya sin animales, porque todos estaban enterrados, incluso sus perros.
El Barble, así
había decidido llamarlo, era ahora del tamaño y la altura de un hombre. De
noche escuchaba los pasos de sus pezuñas sobre la tierra, merodeando la casa y
acechándolo.
Una mañana lo
despertó el crujido de la madera. El sol apenas se asomaba. Al levantarse de la
cama, alcanzó a ver por la ventana la silueta de la bestia destruyendo la
vegetación alrededor de la casa. Todos los arbustos y el pasto hasta la ruta
habían desaparecido. El animal estaba devorando con ahínco el último árbol que
daba sombra al patio, el mismo bajo el que su familia y él habían descansado, y
de cuyas ramas pendía la hamaca en que Gonzalo se columpiaba todas las tardes.
El árbol cayó con un estruendo sobre los restos del corral vacío. La mirada de
la bestia se dirigió a Nicanor.
Los ojos del Barble eran tan parecidos a los
suyos, que creyó estar viendo algo familiar y entrañable. Un fugaz deseo de
piedad lo detuvo por un instante, y luego corrió en busca del arma, la escopeta
que presentía iba a serle inútil. Disparó muchas veces desde la puerta, recargó
el arma otras tantas, hasta que el error y la falla sobre el objetivo le
parecieron inconcebibles. El Barble esquivaba los tiros, y parecía reírse de su
impotencia.
Nicanor tiró la
escopeta a un lado y agarró un hacha. Fue tras el animal, que escapaba demasiado
rápido. Lo persiguió durante casi todo el día, deteniéndose a descansar cuando
veía que el Barble también se detenía a beber en la laguna. Ni siquiera
esperaba que alguien viniese a ayudarlo, ya pocos lo visitaban.
Él arrojaba
piedras y golpes de hacha, pero el animal se escabullía tras las nubes de polvo
que levantaban sus patas. La persecución se interrumpía por momentos para que
Nicanor descansara, tomara agua o remojara la cabeza en la laguna, alrededor de
la cual el Barble daba vueltas, girando la cabeza de tanto en tanto hacia él,
como burlándose.
Y la noche llegó, sin que Nicanor pudiese
dominarlo.
Se metió en la
casa y cerró la puerta. Se recostó en la cama después de una larga, tediosa
hora de tregua y silencio. La luna parecía haber calmado al Barble. Se sacó la
ropa y la colgó en la silla, tan prolijamente como no lo hacía desde que su
mujer se había ido. Tomó un trago para reponer el sudor perdido, y limpiar su
garganta reseca por el polvo. Al dejar la botella en la mesa, sintió un dolor
en el pecho, como si el Barble lo hubiese atacado en aquel instante,
aprovechándose de su descanso. Sin embargo, la casa y la noche estaban vacías.
Después sintió un alivio acogedor y sereno, el sueño y la suave piel del
murmullo estival entrando por las rendijas de la puerta le acariciaron la cara.
Y de pronto despertó
sobresaltado. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero a su alrededor la casa
había desaparecido, devorada o destruida por el Barble. El establo y el corral,
el árbol y los montones de tierra señalando las tumbas de los animales tampoco
existían. El cielo era casi blanco, y su antigua tierra estaba gris y desolada.
Un gran páramo, un
espacio de vacío inquebrantable, lo separaba de la ruta de asfalto. Desde allí,
alguien lo saludaba levantando los brazos.
-¡Gonzalo,
esperame!- gritó Nicanor
Se quiso levantar
de la cama rechinante, lo único que le quedaba de su vieja vida. Pero cuando se
llevó las manos a la cara, no pudo verlas.
El BOSQUE
-¡No apuntes tus flechas contra los
hombres!- dijo Quirón a la
Cazadora.
-No son flechas asesinas, sino justicieras- contestó ella.- Los hombres
son crueles, provocan el dolor con cada uno de sus actos.
Dicen que así comenzó la última y más oscura etapa de su batalla.
Durante siglos los hombres temieron acercarse al bosque. Detrás de algún árbol,
entre la espesura verdosa o amarronada de los arbustos, escondida bajo la
sombra perenne de las ramas secas, se escondía la Cazadora.
La oscuridad imperturbable a la que el sol no penetraba a través del
techo de los árboles frondosos, era su hogar. Ella entonces se convertía en
sombra. Su cuerpo ágil y delgado le daba el aspecto de una gacela maliciosa,
llevando sobre la espalda el arco y las flechas. Levantaba su brazo derecho
como un ave delicada que se toca el lomo con las alas, y elegía una flecha para
su futura víctima. Luego se iba corriendo, escabulléndose entre los gritos de
los pájaros asustados por otro grito más amargo, el del llanto del hombre
herido sobre el colchón de hojas muertas.
Los más fuertes a veces se arrancaban las puntas envenenadas, pero
siempre algún fragmento persistía hasta matarlos poco después. Cuando ni
siquiera la pálida luz del sol era capaz de salvarlos, porque la noche llegaba
con su soledad y el silencio absoluto. Algunos, sin embargo, eran rescatados
por Quirón en sus cabalgatas antes de que los devorasen los animales.
Quienes lo conocieron, han hablado de la belleza del centauro, del
aspecto soberbio con que recorría el bosque en esa época temprana. Su barba
rojiza se atenuaba en el cuello, y volvía a crecer sobre el torso desnudo y
humano. Luego se hacía de un color más oscuro, apelmazado y liso sobre el lomo
equino.
Al encontrarse con alguna víctima de la Cazadora , la cargaba hasta
su choza. Y allí le daba la vida con su medicina redentora. Quirón conocía
todas las especias del bosque, el secreto escondido en cada planta de su hogar
ancestral. Inundaba la boca del campesino con el líquido salvador, y cubría
luego el cuerpo desgastado con el mismo fluido. Hasta que el hombre revivía, y
se iba caminando al encuentro de su familia, sin recordar que había estado
muerto.
Así fue cómo los pastores, los campesinos o los hombres del pueblo no
volvieron a acercarse al bosque. Mandaban a sus mujeres en busca de lo que
necesitaban, porque ellas salían indemnes.
-La Cazadora
protege a las hembras- decía la gente.
En ocasiones, los niños escapaban hacia el corazón del bosque mientras
jugaban, y a ninguno habían visto regresar con vida.
Pero uno de ellos sí lo hizo.
La noche en que sucedió, la gente había rodeado los primeros árboles,
esperando que las enviadas volviesen con
el cuerpo del niño. Los enterradores aguardaban no muy lejos, con el pequeño
cajón abierto junto a ellos. Podían escucharse los llamados de las mujeres que
recorrían el bosque, viejas que caminaban lentamente, jóvenes y madres con
vestidos sucios, que habían dejado sus quehaceres para ir en busca del niño perdido.
Los hombres miraban los árboles en silencio, sentados en el suelo,
rompiendo ramas delgadas con sus manos para tratar de serenarse. Otros
sostenían antorchas que despejaban débilmente la negrura de la noche que caía.
-¡Hijo!- decían los gritos lejanos.
-¡Cazadora, que el niño viva!- rogaban las ancianas en su peregrinar
intranquilo entre los troncos.
Entonces los que aguardaban vieron aparecer a un grupo de mujeres
rodeando a otra que cargaba algo en sus brazos. Habían encontrado al niño, tembloroso
de frío y miedo, pero vivo.
Al día siguiente, el muchacho ya no tenía signos de pesadumbre ni temor.
Se convirtió en el centro de atención de todo el pueblo. Relató su aventura de
una manera distinta cada vez, más complicada y adornada de detalles. Y durante los
siguientes años se instaló a la entrada del bosque, describiendo su interior
escabroso a los hombres que jamás se atreverían a entrar.
-Fui hasta allí, caminando entre los arbustos un largo rato, y de pronto
una flecha me alcanzó en el pecho.- Y se señalaba la cicatriz en el centro del
cuerpo.
-Después casi no recuerdo nada más, sólo el rostro de Quirón cuando
desperté. Su sonrisa salvadora, el beso que me dio en la mejilla, y el dulce
sabor del líquido que me devolvió la vida.
-¿Cómo es el Reino de la
Muerte ?- le preguntaban, pero él no podía recordarlo.
Tal vez por eso un día, mucho tiempo más tarde, decidió regresar, o
quizá fue el miedo perdido para siempre lo que lo impulsó a encontrar algo que
lo hiciese temblar otra vez. Nada pudo detenerlo ni hubo alguien que lograse
convencerlo desde aquel momento.
El joven se creía inmortal.
La tarde que entró nuevamente al bosque, no reconoció nada al principio.
Buscaba lugares, sitios o árboles sin hallarlos. Sin saber si existían o él los
había imaginado.
La luz era escasa, la niebla ocultaba los caminos entre los troncos. El
canto aislado de un ave nacía para apagarse un rato después. Escuchó el galopar
inconfundible de Quirón, y el centauro se detuvo delante de él por un instante,
luego desapareció con la misma rapidez.
-¡No juegues con tu suerte!- lo oyó decir al alejarse.
Pero el muchacho conoció el arrepentimiento demasiado tarde. Una flecha
se clavó en el mismo sitio que cuando era un niño, tan exactamente igual como un
peculiar recuerdo físico de lo que había sufrido. La sangre brotaba de nuevo, y
supo que la vida se le iba escapando mientras cerraba los ojos.
Al abrirlos otra vez, estaba en otro lugar, en una choza calentada por
el fuego y habitada por un olor animal. Un relincho y unos pasos le llamaron la
atención. La sombra larga de Quirón comenzó a cubrirlo.
-Esta es la segunda vez. No tientes a la Cazadora , los desafíos la
enfurecen.
El joven estaba confundido. Una
vaga sensación de pesadumbre lo mantenía somnoliento.
-La primera vez me sentí feliz-dijo.- Ahora no sé, algo que no recuerdo
me angustia.
El centauro lo miró sin responderle. Fueron juntos hasta la salida del
bosque, presintiendo la sombra vigilante de la Cazadora.
Los sueños comenzaron a molestar al joven años después. Veía rostros y
figuras de seres desconocidos, amigos y vecinos de su pueblo, inmóviles y
recostados sobre la tierra. Él les contaba todo esto, y empezaron a temerle. Su
historia había trascendido en toda la región y llegaba gente desde muy lejos
para escucharlo. Pero en cuanto les decía lo único que era capaz de adivinar,
se iban irritados, vociferando insultos. El joven sólo podía anunciarles el día
en que iban a morir.
Los padres lo echaron de su hogar y le prohibieron el regreso. Tuvo que
irse del pueblo, alejarse a un sitio a medio camino entre el bosque y su aldea
natal. El sendero que iba hasta él únicamente se atrevieron a recorrerlo los
desesperados, los hombres que deseaban la muerte de sus vecinos, los
vengativos.
El hombre siguió sufriendo durante muchos años. Bajo la lluvia incesante
del invierno, con el techo inclemente de un gris triste y profético, su choza se
erguía solitaria como el hogar de un brujo. Todas las mañanas se asomaba a la
puerta para mirar hacia el bosque, y su regreso se le hacía inevitable.
La noche en que decidió hacerlo, caminó por el sendero de barro, hasta
pasar entre los mismos árboles que la primera vez. Los troncos eran viejos,
habían visto la muerte de muchos hombres que ahora, desde la corteza y las
hojas, parecían estar observándolo.
-¡Quirón!- gritó.
No pudo ver más que la figura fugaz de la Cazadora corriendo entre
las ramas. Se dio cuenta de que la había extrañado. Esta vez no sintió dolor,
sólo el tacto de una flecha de nuevo clavada en el pecho, y el fluir casi
insensible de la sangre. Después todo fue olvido e inconciencia.
Cuando despertó, Quirón ya lo había cubierto con el aroma empalagoso del
líquido de la vida. El hombre sabía que otra vez había traído, desde aquel
sitio oscuro y desconocido en que había estado, una sensación de extremo
desasosiego. Pero esta vez tomaba la forma de la ira. Se puso de pie.
El centauro levantó sus manos en un alto hacia ella. Pero la Cazadora había preparado
su arco, y la flecha salió disparada. El hombre cayó muerto una vez más. Los
semidioses se miraron con furia, deseosos quizá por destruirse mutuamente. Pero
la lucha que venían sosteniendo desde hacía siglos le daba motivos a sus
extensas vidas. Terminar el juego era morir.
Entonces escucharon la voz del hombre. Aunque el hombre seguía muerto.
-Conocerán la ira que han provocado-lo oyeron decir.
El muerto se levantó de su lecho junto al fuego. Se fue caminando con el
pecho tres veces herido y ensangrentado, tambaleándose desnudo hacia la oscuridad.
Lo escucharon pronunciar palabras malditas.
Desde el silencio más allá del centro del bosque, fuera de las llamas
consoladoras de la choza del centauro, llegaron sonidos extraños, como quejidos
guardados bajo la tierra. Vieron luces centelleantes, puntos pequeños parecidos
a ojos que hubiesen esperado mucho tiempo para abrirse de nuevo. Innumerables
ojos que continuaban creciendo.
Las ramas se sacudieron con un viento fuerte que no era viento. Los
pájaros nocturnos gritaron con una exhalación de espanto, porque sintieron la
presencia de los otros.
Sombras de figuras humanas. Despojos que se arrastraban entre los
árboles.
LAS
ANCIANAS
Mi amigo César había decidido cada
detalle de su funeral, y quienes lo habíamos conocido estábamos en su casa de
Belgrano, a las diez de una fría mañana de mayo.
Al llegar, atravesé el jardín y saludé al custodio que vigilaba la casa.
César nunca tuvo preocupaciones de dinero. Su familia le había dejado el
apellido Gonzaga como herencia de alta y
respetada burguesía porteña. Creo que él no salió de aquel barrio más que para
pasar sus vacaciones en Europa. Tal vez por eso, o a pesar de ello, un leve
toque de excentricidad aparecía de cuando en cuando en sus actitudes. Un gesto
o una frase, pero nada más.
Un día, sin embargo, me llamó por teléfono para decirme:
-Me estoy muriendo.
Así, como un comentario banal entre sus discursos sobre teatro o
política, me anunció su sentencia de muerte, otorgada por una enfermedad con la
que había luchado por casi tres meses, empeorando en las últimas dos semanas.
Sólo permitió que lo visitara un médico de la familia de su madre, y no quiso
que lo internaran.
Pocos días antes de su muerte, me había dicho que deseaba algo grande
para su velorio. Algo que la gente recordase y supiese cómo era morir a los
treinta y nueve años. Más tarde lo olvidé hasta el momento en que vi al grupo
de familiares y amigos, todos de riguroso negro, reunidos en el jardín de
invierno con vasos de vino blanco o agua mineral en sus manos, conversando.
En ese instante, mientras el sol brillaba sobre el tejado de la casa,
noté bajo la sombra de la galería, un movimiento rápido entre mis pies, sobre las
lajas grises del sendero. No le presté mucha atención, aunque me pareció
descubrir a un ratón que corría hacia la escalinata de la casa y entraba por la
puerta abierta.
-¡Mario!- me saludaron cuando me acerqué.
Nos abrazamos con gestos fútiles de un pesar resignado y sereno. Di mi
pésame a la madre, una vieja inválida que había permanecido encerrada en el
cuarto de arriba desde la enfermedad de su hijo. No sé si me escuchó en su
desvariada conciencia. Sólo me miró cuando le di el pésame, y se puso a llorar.
La enfermera que la atendía le alcanzó un pañuelo. A ella la había visto varias
veces antes, pero con aquel vestido negro en lugar del delantal y la cofia
almidonada, parecía más hermosa. Sus ojos me observaron con lástima.
-La epidemia, Mario. El señor César estuvo en los barrios bajos hace un
mes, usted sabe...-me dijo ella.
No lo sabía en realidad, pero debí imaginar que algún gesto de mundana
debilidad iba a surgir en él tarde o temprano.
-Fue como si una virgen visitara un antro de perdición- le dije. Ella
asintió con su mirada. Se me ocurrió en ese momento que tal vez ellos habían
sido amantes.
Dios mío... ¿es que no limpian en esta casa?, pensé al ver otra rata, o
tal vez la misma, cruzar rápidamente por debajo de la silla de ruedas. Estaba
por llamar a la mucama cuando el custodio anunció la llegada del cortejo.
Entraron cinco hombres, serios y con rostros más parecidos a una piedra
que la piedra misma. Nos pidieron que nos reuniéramos en la biblioteca, donde
César había querido que colocaran su ataúd. El hogar estaba encendido, las
ventanas cerradas, y las innumerables filas de libros nos rodeaban como
amenazando caer sobre el cadáver. El escritorio estaba limpio. César lo había
ordenado fría y maquinalmente la noche antes de morir. La enfermera se me
acercó, y murmuró a mi oído:
-Después quiero hablarle, no se olvide.- Y volvió a su rigidez habitual,
mirando, como todos nosotros, hacia el cortejo extraño de ancianas que hacía su
entrada por la puerta doble de la biblioteca.
Las cuatro viejas, pequeñas y bajas, enjutas, de cuerpos delgados y
pieles trigueñas, entraron en dos filas, formando un cuadro de perfecta armonía
en sus movimientos pausados hacia el ataúd. Los pasos eran cortos y estudiados.
Vestían trajes largos que les llegaban a los tobillos. Encima llevaban chales
con preciosos encajes, los cabellos recogidos en un prolijo rodete. Los ojos,
descubiertos, parecían pequeñas bolitas de color gris, parpadeando ligeramente.
Sus rostros, la forma y estructura de aquellas fisonomías, me hicieron recordar
algo familiar, pero no pude descubrir qué en ese momento.
Me extasiaba ahora el oscuro ritual que se estaba produciendo. Era
difícil pensar que afuera brillaba el sol en pleno mediodía. En aquel cuarto
era de noche, y la penumbra propicia para un escenario de cementerio. Me
imaginé estar dentro de una bóveda, más aún cuando ellas se acercaron al
féretro, y con una fuerza sacada no sé cómo de sus brazos débiles, entre las
cuatro colocaron la tapa.
Volví a sorprenderme, al punto de acercarme para decir lo que había
visto, cuando todos de pronto me miraron con ojos desaprobadores. Un ratón se
metió en el ataúd antes de cerrarlo, quería avisarles. Pero cómo iba a
pronunciar semejante insensatez, me dije. Me equivocaba, el whisky que había
bebido anoche al enterarme de la muerte de César me estaba provocando estas visiones.
En una casa tan aristocrática no podía haber ratas.
Los hombres que acompañaban a las ancianas cargaron el féretro sobre sus
hombros. Salimos de la casa, el sol nos lastimó los ojos. Las viejas se
ubicaron delante del coche fúnebre, comenzando a caminar en dirección al
cementerio.
-No van a caminar todo el trayecto, ¿no?- le pregunté a la enfermera,
que había decidido no separarse de mi lado durante aquellos últimos minutos.
-Creo que sí- me contestó.
Como eso iba para todo el día, la distancia era de varios kilómetros,
subimos a los autos y las seguimos. Después de dos horas, los motores se
recalentaron por la lenta velocidad a la que nos veíamos obligados a marchar.
La gente nos miraba curiosa y asombrada, los chicos de las escuelas se reían. Pero
las viejas continuaron caminando con sus espaldas encorvadas, las manos
entrelazadas sobre el pecho, y las miradas bajas pero firmes. Tuvimos que
detenernos varias veces en los semáforos, y el espectáculo de aquella caravana
extraña en medio de los signos de la modernidad, resultaba patético. Así me
sentí, y se lo dije a mi compañera.
-César nos está haciendo esto para reírse de nosotros, el hijo de
puta...
Ella me miró como reprendiéndome por hablar mal de los muertos. Luego sacó
de su bolsillo un recorte de diario. “Cortejos fúnebres con la calidad de los
antiguos tiempos”, leí. Sólo una dirección figuraba al pie del anuncio.
-Así que esto fue lo que atrajo a César. ¿Sabe Mónica? Mañana voy a
averiguar un poco sobre estas viejas.
Me agarró del brazo, y al sentir su calidez, la estreché contra mí. Así
continuamos al ritmo lento de una carreta. El sol estaba en lo más alto del
cielo. El cuerpo de César comenzaba a descomponerse dentro del ataúd,
acompañado quizá por aquel ratón que había visto. En mi auto, Mónica y yo
íbamos despreocupados, con la radio encendida pero las ventanillas cerradas,
para que los demás no se escandalizaran.
Dicen que la muerte, o los rituales que la rodean, suele provocar ánimos
contradictorios en las personas. En mi caso, una rara alegría de estar vivo me
llevó a acostarme con Mónica esa misma noche, en la casa de César, que ya se
había ido para siempre. Y no sentí remordimiento.
Al levantarme, vi el recorte del diario sobre la mesa de luz, puesto
allí deliberadamente por ella, acostada desnuda a mi lado. Me vestí y la besé
sin despertarla. La madre de César aún dormía en su cuarto del altillo. Encontré
a la cocinera preparando el desayuno mientras escuchaba la televisión.
-El ministro Farías dice que llevará mucho tiempo combatir las ratas-
comentó mientras servía el desayuno.-Va a venir más a menudo, ¿no es cierto,
señor?- preguntó después, con una sonrisa no exenta de picardía.
Al salir a la calle, hasta el custodio me saludó con un apretón de
manos, como si fuese ahora su nuevo patrón. Afuera el mundo seguía igual,
fríamente indiferente, pero lo prefería, no sé por qué, al ambiente tan lleno
de empalagosa pomposidad de esa casa.
La dirección que figuraba en el anuncio era la de un negocio de
vidrieras oscuras, con cuatro nombres escritos en letras doradas: “Martins,
Gonçalves, Aranguren y Arriaga”.
Abrí la puerta y una campanilla sonó quedamente. La anciana de la
recepción, una de las que habían formado el cortejo, me recibió con sus “buenos
días”.
-Me gustaría informarme sobre sus servicios.- Como no me contestó,
supuse que esperaba alguna referencia.- Un amigo recientemente fallecido...
Entonces la vieja hizo una leve sonrisa, un movimiento casi
imperceptible de sus labios sobre la piel apergaminada de la cara.
-Comprendo. Siéntese, por favor.
La señorita Martins me mostró un pequeño living detrás del mostrador de
caoba, en el que figuraba el apellido del servicio para esa tarde, un tal Casas
de La Plata. Sirvió
dos tazas de café, y comenzó a hablar.
-Disculpe si no puedo jactarme de mostrarle folletos, pero ésa no es
nuestra filosofía de trabajo. La muerte, señor, es un problema que se resuelve
conversando, sin firmas ni papeles de por medio.
Fue así que comenzó su discurso sobre los fines humanitarios de la
empresa que ella lideraba, y me convenció de contratar sus servicios para el
día - ojalá muy lejano, se encargó de resaltar- en que yo muriese.
-Hay que tener todo preparado, y el mundo nos recordará quizá más
justicieramente por cómo hemos muerto que cómo vivimos.
Su voz era tan tenue, que me adormecí por segundos sobre el mullido
sofá. El aroma del café irlandés, con un leve sabor a canela y vodka, ayudó a envolverme
en un estado de leve embriaguez. En el fondo del cuarto, un ruido percusivo y
agudo aumentaba de a ratos. Ella miraba de vez en cuando hacia allí, observando
la hora en el reloj de pared, y comenzó a acortar mi visita.
-Espero que esté conforme con todo, señor...- Su voz, interrumpida por
una tos actuada y vergonzosa, se tornó chillona, parecida al sonido que llegaba
desde la puerta del fondo.
Entonces, coincidiendo con aquel tono, el rostro de aquella mujer me
recordó lo que no había podido descifrar el día que la vi por primera vez. Los
ojos, la forma del cuerpo y la cara tenían la fisonomía de una rata. Se levantó
para despedirme. Sus mismos cortos pasos se asemejaban al percutir tenue de
patitas pequeñas sobre un piso de madera. Miré hacia el suelo, en los rincones,
casi sin querer.
-¿Perdió algo?- me preguntó.
-Nada, es que últimamente la epidemia y las ratas en la ciudad me tienen
algo paranoico.
-Así estamos- dijo como quien lamenta el descuido actual del mundo, y me
dio la mano.
Me fui pensando, con sorna, en que detrás de aquel negocio había un
laboratorio lleno de ratas de experimentación. Me dejé llevar por la
imaginación, es verdad, pero la cara obtusa de aquella vieja me resultaba
cómica y adecuada para la burla.
Con Mónica nos reímos de mi visita a ese lugar.
-Ojalá te hubiese acompañado- me dijo.
Me mudé a la casa de César para vivir con Mónica. Tres semanas más
tarde, en el estudio del abogado, recibí la noticia de que César me había
legado sus propiedades. Empecé a acostumbrarme a esa forma de vida, y fue como
si reemplazara a César, o que él me hubiese elegido para hacerlo. Fui feliz
durante un tiempo, hasta que volví a ver a las ratas.
La primera apareció en la cocina, durante el desayuno. La perseguí con
una escoba, golpeando las cosas que se interponían en mi camino.
-¡Basta, Mario!- gritó Mónica al ver la cocina hecha un desastre.
-¡Voy a matar a la maldita!
No sé por qué me exalté tanto. Me enrojecí de furia, las manos me
temblaban. Dos veces más aquel día vi ratas en el jardín trasero y en la
biblioteca. Especialmente aquí, los libros que fueron de mi amigo, y el aroma
funesto de las flores marchitas, que Mónica había dejado desde el funeral, me
hundían en un desasosiego del que me no me recuperaba hasta salir del cuarto.
Por eso nunca tuve fuerzas para perseguirlas hasta allí, y comenzaron a
aparecer cada vez más seguido.
Me mantuve lejos de la biblioteca. Cerraba la puerta con llave,
escuchando con inquietud el repiqueteo de las ratas sobre los estantes.
Carcomían el tapiz del escritorio y el papel de las paredes, destrozaban los
libros y las alfombras.
-Voy a llamar al exterminador- le dije a Mónica una mañana.-Voy a acabar
con ellas.
Pero al día siguiente debo haberlo olvidado, porque al mediodía fui a la Municipalidad. Le
pedí a un amigo informes sobre la habilitación del local de servicios fúnebres.
Los papeles estaban en orden, me dijeron. El único hecho que había alterado la
sociedad, era la salida de una de las mujeres ese año. La quinta societaria se
llamaba Eva Larriere, y recordé que ése era el nombre de la madre de César.
Busqué más allá en el tiempo, decidí averiguar quiénes eran ellas y sus
familias. En la hemeroteca del Congreso hallé los cinco apellidos. Busqué los
antepasados de cada uno, hasta ubicarme cerca de comienzos del mil ochocientos.
La familia Martins se había mudado de Irlanda a un pueblo pequeño en Francia,
vecino a donde vivían los Larriere.
Aquella aldea era puritana y religiosa en extremo. Un pueblo rústico y
campesino con ideas estrechas. Celebraban sus rituales y misas de la misma
forma que diez siglos antes. Busqué más libros y documentos, hasta encontrar
sólo referencias emparentadas más con la ficción que con la realidad histórica.
Leí con entusiasmo, en un éxtasis del que mi ánimo no quiso deshacerse,
porque era semejante al que sentía al acostarme con Mónica, un capítulo que se
refería al cortejo de las ancianas. Fue como si no hubiesen transcurrido casi
doscientos años. Según la descripción minuciosa y levemente fantástica de aquel
autor, era igual al que yo había presenciado en el funeral de César.
En los años de la peste bubónica, las ratas caminaban entre el gentío
diezmado de las calles. Los hombres caían en las esquinas bajo el peso de la
lluvia en sus pulmones. Los perros perseguían a las ratas, y morían dispersando
la peste al pudrirse sus cuerpos en las cunetas y desagües.
Un grupo de viejas comenzó a llevarse a los muertos de cada casa de la
aldea, poniendo más respeto en esa tarea que los enterradores a sueldo. El
pueblo las conocía de mucho antes por su comportamiento extraño. Decían que las
habían visto reunirse todas las noches en el bosque para practicar ritos,
rezando en dialectos desconocidos. Por eso las llamaban “brujas”, y se
apartaban de su camino al cruzarse con ellas. Sin embargo, fueron, finalmente,
las únicas que se atrevieron a exponerse sin miedo a la peste, y las toleraban
con un temeroso y servil respeto.
Llegaban a media mañana para recoger los cuerpos de la noche anterior. Los
cargaban en la carreta, cubriéndolos con cal y tierra, y se alejaban en
silencio, enfrentando el hálito fétido del viento sobre sus rostros como rocas.
Volví a casa con la mente llena de imágenes del pasado. En todas las calles
me parecía ver de nuevo el cortejo de ancianas en el funeral de mi amigo. Tan
fascinante me resultó esa sociedad que rescataba rituales antiguos, que le
conté a Mónica, cuando nos acostamos, lo que había descubierto.
-Es una pena que la vieja no pueda hablar para contarme por qué abandonó
la empresa.
Ella
se quedó mirándome.
-No creí que fueras tan curioso- me dijo.- La gente en general es tan
perezosa para pensar...
Un minuto después vi una rata atravesando la habitación. Me levanté y la
perseguí con un zapato hasta verla desaparecer bajo la cama. Traté de meterme
debajo, levantando el colchón sobre el que Mónica continuaba impávida.
-No vas a matarla nunca, ni vos ni ningún exterminador- dijo, y fue la
primera vez que escuché algo horrible en su tono. La lucha contra las ratas
había llegado a convertirse en un asunto obsesivo para mí; por eso, cuando
presentí por primera vez en su voz que ella tenía razón, sentí deseos de
llorar.
-¡Andá a mirar la biblioteca!-le grité.-¡Nos van a matar!
Pero
una parte de mí, la aún sensata, me decía que me estaba volviendo loco. El
deseo de la supervivencia me decía que luchase, pero Mónica no parecía apoyarme
en nada.
Unos días después, fui al
despacho del abogado de César. Le pregunté sobre la madre y esa sociedad a la
que había pertenecido en forma casi secreta.
-Mire, Mario. Cuando César supo que estaba enfermo, la madre dejó el
negocio el mismo día. Es fácil suponer que no quería saber nada con la muerte,
teniendo a su hijo con una enfermedad terminal.
Razonable, pensé. Eso lo explicaba, pero no estaba del todo convencido. Regresé
a la biblioteca pública y seguí buscando. Los empleados, los porteros, la gente
en la calle se aparecía a mis ojos con los rasgos de pequeñas ratitas fisgonas,
y mi mal humor se acrecentaba.
Los siguientes hallazgos fueron
en libros sobre asuntos policiales de la época. Alguien había abierto un día
los establos junto a la casa de las viejas. Allí encontraron cientos de ratas
encerradas en jaulas, y otras libres corriendo por las paredes y los techos. El
que abrió la puerta por primera vez debió ser aplastado por una avalancha de
animales infectados, que se dispersaron por la ciudad. Sólo quedaron en los
galpones los huesos de los cadáveres que habían recogido, desnudos y secos. Las
ancianas no regresaron por largo tiempo, pero la epidemia fue cediendo
lentamente. Algunos aseguraron haberlas visto pocos meses después en pueblos
vecinos, cuando la peste se trasladó hacia esas zonas.
-María-le pregunté a la vieja cocinera que trabajaba en la casa desde
antes que naciera César.- ¿Sé acuerda cuándo empezaron a aparecer ratas aquí?
-Usted venía muy de vez en cuando, señor, por eso no las vio, pero las
hubo por lo menos desde que el señor César se enfermó.
La gente del barrio me negó haber hallado alguna en sus casas.
-Debió ser cuando los camioneros entraron-me dijo una de las
vecinas.-Usted no estaba, pero un día un camión se estacionó en la puerta todo
el día, y me pareció raro en este barrio. Pensé que eran los recolectores de
residuos, pero César les abrió la puerta como si los conociera, y le dieron una
bolsa negra. Me acuerdo bien porque ese día César volvió borracho
escandalizando a todos con sus gritos.
El día en que se enteró de su enfermedad, me dije.
-¿De qué empresa era el camión?- pregunté.
-¡Por Dios, cómo me voy a acordar! Pero sí, déjeme pensar...era un
nombre portugués...de eso me acuerdo.
-¿Gonçalvez?
-Sí, puede ser, pero no puedo asegurarlo- contestó.
Pensé en las viejas de la antigua historia. En sus pasos vacilantes al
llevar los cuerpos a su desvencijada carreta, mientras sus cabellos blancos
atados en la nuca se soltaban con el viento y el esfuerzo. Las flacas manos arrastrando
los cadáveres, las mismas manos que daban de comer a las ratas al descargar los
cuerpos y dejarlos caer en el interior del viejo establo. Y las puertas seguían
abriéndose cada tanto, y las ratas repartiendo la peste de casa en casa.
-Mensajeras-murmuré. Me di cuenta de la razón de la ira de la madre de
César. Sus propias compañeras habían condenado a su hijo.
Me quedé mirando las bolsas negras junto a los árboles, frente a cada
puerta. Estaba anocheciendo. La luz decrecía y el sol formaba reflejos sobre la
superficie de las bolsas. Creí ver que
se movían, pero nunca tendría el valor suficiente para tocarlas.
Mónica abrió la puerta de nuestra casa en ese momento.
-¿Ya lo averiguaste, querido?-me
dijo, asomándose. Todo su cuerpo delgado se parecía a una enorme rata que me miraba
con ojos ávidos.
-Lo sabías desde el principio…
-Soy la sobrina-nieta de la señorita Martins, mi amor.- Y puso su mano
sobre mi brazo.- Pensá en nosotros ahora, en nuestra fuerza, querido. Acordate
de la biblioteca.
Entramos. La puerta de la habitación ya no era suficiente para detener
el ruido de las ratas. Miré a Mónica y asintió con la cabeza.
-No me hagas hacerlo, por favor- le rogué. Pero vi en su rostro tanta
antigüedad, las marcas del cansancio de la rutinaria tarea de entregar y
recoger alientos muertos, que aparté los ojos otra vez hacia la puerta.
Apenas la entreabrí, sentí el intenso olor nauseabundo de las ratas. Los
cientos de criaturas cubrían cada sector de la biblioteca, procreándose y
luchando por un espacio, unas sobre otras hasta formar montones que se
desplazaban como dunas con el viento. Pero no era viento, sino el olor y la
fuerza de la peste.
Cerré de golpe, y la puerta comenzó a moverse desde adentro, empujada por
la avalancha de las ratas que habían descubierto la salida.
Miré de nuevo a Mónica, que me observaba con ansiedad, con un brillo que
hasta entonces nunca había visto. En sus
ojos leí no un pedido ni un ruego, sino una orden que no concebía la desobediencia.
Entonces volví a abrir la puerta de la habitación.
LAS TORRES
Alejandro miró los campos de pastoreo a los lados de la ruta,
casi secos por el sol ardiente del verano. Sólo algunas vacas parecían
obstinadas en buscar la hierba escasa. Las torres eran aún nada más que eso,
estructuras brillantes y aceradas sosteniendo los cables de alta tensión. El
viento corría con un hálito sofocante, caluroso.
Pensaba en los
planos de la casa, que pronto iba a estar terminada. Habían sido demasiados
viajes por esas rutas de provincia, destruidas, a veces inconclusas. Al
principio, cuando Mara iba con él, conversaban y la noche los detenía en algún
hotel. Pero cuando ella de pronto regresó a Buenos Aires, como si estuviese
enferma o hubiera descubierto que él lo estaba, se vio dueño único de aquella
casa a medio construir en San Juan, alejada de todo pueblo, rodeada por el
desierto e invadida de ese olor que el viento seco traía del oeste.
La razón de la
partida de Mara nunca fue clara, sólo tal vez predecible si recordaba ciertos
signos. Como la manera en que ella lo había seducido en la clase de Historia
Antigua a la que ambos asistían. Siendo aún una extraña, lo había llevado en
poco tiempo de las charlas en los cafés a su departamento y a su cama. Era la
primera mujer que así lo arrastraba de un sitio a otro, mudando sentimientos
abruptamente y sin compromisos con el pasado inmediato, que a ella no le
agradaba mencionar. No olvidaba tampoco su propia vida somnolienta antes de
conocerla, como si los que lo rodearan hasta entonces lo hubiesen tenido sujeto
al mundo circundante, oscuro y rutinario. Al encontrar a Mara, había comenzado
a imaginar otras vidas más temerarias, y surgía entonces otro hombre más
parecido a la vitalidad de la carne que a la infértil mente que siempre había
estado alimentando.
Pero en uno de los
últimos viajes a la obra, Mara estaba nerviosa, mirando hacia el campo. Luego había
cerrado la ventanilla de su lado y se puso a fumar, porque dijo que ya no
aguantaba el olor nauseabundo que había en toda esa zona. Alejandro sólo
alcanzaba a oler la nafta y el aroma de los neumáticos recalentados en el
asfalto, por eso se rió de ella con una jactancia que no había pretendido
demostrar. Esa fue la primera ocasión que Mara lo miró asombrada.
-Rey...- dijo ella
en voz alta, y en su mirada había un estremecimiento, un miedo a estar cerca
suyo, como si viese en su cara algo que él no creía estar expresando. Quizá era
aquel brillo retórico y despectivo de sus ojos que a veces no podía evitar.
Ella lo comparó entonces con los rostros de los jefes de hordas brutales que
habían azotado los desiertos asiáticos veinte siglos antes. Mara huyó al día
siguiente, con esas palabras que ambos consideraron fugaces, pero que
perduraron en su mente casi con un sentido de eternidad.
Cuando llegó a la
construcción, los peones ya se habían ido y la noche recién empezaba. Fue a la
terraza y observó las torres a lo largo de la ruta, iluminadas, brillantes por
la humedad del rocío nocturno. Desde hacía algunas semanas apenas lograba
liquidar las deudas de la obra, y hasta había tenido que escribirle a Mara para
agradecerle que renunciara a su parte de la inversión. Era extraño todo esto,
más aún cuando recordaba el entusiasmo que ella había tenido por esa casa y su
vida juntos, y se sintió convencido de que su abandono era en realidad una
huida.
Alejandro se quedó
en la terraza, acostado entre el polvo y las baldosas a medio colocar.
El sábado al
mediodía, el calor se levantaba del asfalto y parecía hacer que las torres
languidecieran. Sin embargo, ellas resistían. Un aroma rancio inundaba la zona.
Supuso que había animales muertos en las banquinas profundas. Se detuvo en la
hostería en la que acostumbraba almorzar antes de seguir camino. Le preguntó al
mozo de dónde llegaba ese olor. El muchacho dudó antes de contestar.
-El perro del
patrón se cayó al viejo aljibe, hace tres noches. Los chicos le tiran piedras
para taparlo.
Un niño apareció
corriendo y se acercó al joven. Cuando ambos se alejaron de la mesa, Alejandro
vio que el muchacho manoseaba al chico junto al mostrador. No dijo nada, sólo
se dedicó a observar con más atención desde entonces.
El olor continuó
durante toda la tarde y a kilómetros de aquel lugar. Entonces recordó que Mara una
vez le había hablado de ese mismo olor, como si hubiese tenido la capacidad de
adelantarse a los hechos y huir.
Aún después de
llegar a la casa podía sentirlo, y los techos inconclusos, así como daban paso
a la oscuridad naciente del cielo, eran incapaces de detener el olor. Recostado
en la terraza, calculaba que al terminar los cielorrasos, la casa estaría lista
para ser habitada. Sin Mara, era verdad, pero ya no la extrañaba demasiado. Se
había acostumbrado a la sensación de tranquila soledad de la misma manera en
que ahora se habituaba al vaho nauseabundo y creciente.
Una semana después,
ya casi no lo fastidiaba, cansado además de que otras personas negaran sentirlo
cuando les preguntaba de dónde provenía. Por eso el sábado siguiente abrió las
ventanillas del auto y las mantuvo así todo el camino. En la hostería, el
muchacho de siempre lo recibió vestido con sus habituales botas y pantalones de
campo.
Alejandro quiso comer
afuera, a la sombra del alero, donde podía percibir el aroma sin que se
mezclara con los olores de la cocina. Necesitaba pensar por qué le resultaba
tan familiar.
-¿Y el perro muerto?- preguntó.
-Ahí sigue en el
pozo. El olor todavía va a durar unos cuantos días. ¿No quiere sentarse en el
comedor?
-No, acá estoy
bien-dijo.
Cuando el chico se
había alejado, Alejandro se acercó al aljibe. Las moscas salían y entraban por
la abertura. Con un pañuelo se secó el sudor de la nuca y la barba crecida.
Miró hacia el fondo, pero no vio más que oscuridad.
Llegó a la casa más temprano de lo habitual, y
dejando el auto en la cochera, buscó los planos. Se puso a recorrer los
cuartos, insultando a los obreros, con una voz algo diferente, con el tono de
siempre pero gastada y ronca, por los errores que habían cometido. Dos horas
después, los hombres se fueron protestando por haber recibido la mitad de su
sueldo semanal. Cuando estuvo solo, escuchando las últimas protestas desde la
parada del micro nocturno en la ruta, Alejandro dejó los papeles a un lado y
les hizo un gesto obsceno a la distancia.
Ahora más
tranquilo, miró la casa desde el exterior. Harían falta otras dos o tres
semanas, sin embargo estaba conforme, y pensó en las palabras de Mara antes de
irse. Ya no resultaba extraño imaginar ese sitio como un reino, y a la casa
como una fortaleza. Era una idea peculiar, dolorosa en cierto modo, pero también
consoladora, porque al estar solo, únicamente sintiéndose como un rey, un ser
autónomo y poderoso, podría sobrevivir.
Al otro sábado,
mientras manejaba, una picazón en la cabeza le molestó durante todo el viaje.
Era la sensación de que algo se posaba en su cabello, e intentó espantarlo como
a un insecto. En la hostería, el muchacho sacó la mesa al verlo llegar,
saludándolo con un respeto que se asemejaba mucho al miedo. El muchacho sudaba
al hablarle, y dirigía la mirada permanentemente hacia el aljibe.
-¿Cuánto ganás?- preguntó
Alejandro.
-Lo suficiente, señor.
-¿Te gustaría
trabajar para mí como ayudante?
-Sí, señor. Cuando
mande.
Alejandro empezó a
comer la pata de cordero que había pedido apenas cocida.
Llegó a la obra con
las manos y la barba aún sucias con grasa. Volvió a gritar a los obreros que quedaban, con esa voz ya definitivamente
seca, con la mirada furiosa y triste a la vez. Su aliento tenía a olor carne fermentada,
y de su boca salía un resoplido como un viento moribundo. Después se dio un
baño para quitarse el sudor, pero la molestia en su cabeza continuaba.
Salió a la terraza
en ese sábado de verano. Habían pasado algunos meses desde la ida de Mara. Se
sentía excitado y la extrañaba, recordando cuántas veces fue ella quien había
tendido que convencerlo para que se acostaran juntos, mientras le relataba
historias asombrosas de héroes legendarios.
Y mientras pensaba
en esto, Alejandro descubrió la transformación de la torre, la más cercana a la
casa. Siempre estaban iluminadas durante la noche, pero al final de esta tarde,
cuando las demás habían encendido sus luces y recortaban su figura en el cielo
pálido, la primera torre permaneció a oscuras, y ya no era igual.
Parecía un cáliz,
una copa de tallo ancho con un recipiente nacido en el extremo, como aquellas
vasijas de madera de veinte o treinta siglos atrás. Algunos camiones pasaban,
pero no se detenían o siquiera disminuían la marcha para mirar. Fue a buscar
los binoculares. Apoyó un pie en la baranda. Al ubicar la torre, alzó las cejas
con sorpresa, porque vio que ya no sostenía los cables de electricidad. Ahora
era de barro y troncos, pero tan alta como las demás. La observó durante toda la
noche, parado en la terraza, con los binoculares como una extensión casi infinita
de sus ojos.
Al amanecer,
saliendo de la casa entre los montones de arena, cal y ladrillos, caminó hacia
la ruta. La mañana estaba deshabitada, con la carretera como una franja de
asfalto inútil en el desierto. Mientras se acercaba, notó que no sólo una torre
se había transformado en esa especie de copa gigante, sino también las otras.
Eran exactamente iguales en forma y altura, pero diferentes en la construcción,
la posición de los troncos y los dibujos del barro seco en la superficie. Daba
la sensación de que los constructores habían estado allí pocos minutos antes,
necesitando solamente de las horas de la noche para reemplazar las viejas por
las nuevas. Pero contra esta idea, las torres se empecinaban en sugerir una
vejez de siglos. Palpó la aspereza del barro resquebrajado y la madera
petrificada.
El olor había
regresado. La fetidez venía del extremo de las torres. Era aquella la razón de
que durante todo el camino lo sintiera, aún cuando antes tuviesen otra forma.
Tal vez fuese esto lo que Mara había visto el día en que discutieron, cuando
observaba hacia el campo con temor.
Volvió a la casa,
mirando los dos o tres kilómetros de torres que se destacaban a lo largo de la
ruta bajo la luminosidad estridente del sol. El cielo seguía limpio y el polvo
del camino comenzaba a levantarse. No tuvo deseos de regresar a la ciudad, los
altos edificios y las calles lo asfixiaban. El auto permaneció en la cochera
para ser olvidado.
En la tarde,
contempló la extensión del desierto, e imaginó someterlo a su voluntad. Si las
torres se habían transformado a su llegada, si le dieron la bienvenida de esa
manera, era obvio que la tierra tenía que ser suya. Este pensamiento parecía
estar formado con la misma sustancia de la carne, y querer escaparse con dolor
de su cabeza para instalarse en el mundo.
El lunes controló
a los peones todo el día. Los insultaba al verlos cometer el más pequeño error,
y dos de los hombres se fueron con amenazas de volver para matarlo. Los demás
aceptaron seguir si les aumentaba el sueldo.
Estaba cansado y
decidió pedir ayuda al muchacho de la hostería. El martes a la mañana fue hasta
allí muy temprano. Lo encontró adormecido, más delgado y débil, pero sólo era
necesario mirar sus ojos para reconocer esa
oscuridad que había descubierto cuando hablaba del aljibe y del perro muerto.
-Te vengo a buscar
para el trabajo.
-Pero...
-Vestite y vamos,
si no querés que le diga a tu patrón lo que le hacés a su hijo.
El chico lo miró
como quien implora a un dios, y dijo que su nombre era José.
-¿Y su auto,
señor?-preguntó.
-Desde ahora no
habrá autos. Quiero que esta noche vengas a buscar dos caballos.
Alejandro iba a
encender un cigarrillo pero lo arrojó al suelo. Su rostro se veía más grueso,
los músculos del cuello se habían endurecido. Estaba bronceado con un tinte
cobrizo, y la ropa había comenzado a rasgarse por el trabajo en la
construcción.
José se convirtió
en su ayudante personal. Fue además el conciliador entre Alejandro y el furor
de los obreros. El miércoles perdieron a otros dos hombres. El polvo que
levantaban los autos ocultaba sus figuras al caminar por la banquina. Alejandro
no escuchaba los motores, se quedó mirándolos, con las manos en la cintura y
desafiándolos con la mirada. Bajo el perfil de las torres y el aroma a muerte
en su nariz, ellos eran la presa perfecta. Los habitantes que serían dominados
o exterminados.
Después se dio vuelta
y levantó la vista hacia la casa. Miró una vez más los planos. El arquitecto
había diseñado un estilo colonial americano, pero allí se levantaba el castillo
para refutarlo. Aunque los obreros se hubiesen empecinado en no entender las
órdenes e insistieran en que la casa no era lo que Alejandro les decía que iba
a ser, la fortaleza finalmente estaba terminada. Tenía contornos cuadrados, con
paredes altas y cuatro torres en los extremos. Vio a José que caminaba
confundido alrededor de la obra, y supo que también veía el castillo.
-Pero todavía no veo
las torres, señor-le dijo, preocupado. Alejandro apoyó sus manos sobre los hombros
del muchacho, consolándolo. Él también aún veía restos del otro mundo, pero pronto
iban a desaparecer. Lo sabía porque el dolor en su cabeza continuaba. Construir
un reino producía esfuerzos a su mente, a los brazos y piernas de su mente,
capaces también de sudar.
En la noche del
viernes, los últimos cinco obreros fueron obligados a quedarse hasta tarde,
recibiendo órdenes confusas de dos hombres que parecían locos. Se limitaron a
obedecer, pero antes de irse los amenazaron. Esa noche Alejandro se quedó
despierto haciendo guardia, mientras José dormía.
Mirando hacia el
desierto oscuro desde la terraza, junto a una fogata, le resultaba curioso
pensar que todo había sucedido en un verano. El sol con su excesiva intensidad,
el desierto que había levantado más polvo que otros años. Añoraba esas noches con
Mara, cuando una parte de él había comenzado a despertar, una a la que no le
importaba la discreción ni el intelecto. Le era inevitable extrañar la manera
en que ella hacía el amor y luego se acostaba a su lado hablando de la historia
y de sus líderes. Admiraba a aquellos hombres antiguos sobre cuya vida leía
incansablemente. Le hablaba de los conquistadores asiáticos, y él los imaginaba
cabalgar por distancias tan enormes que jamás recorrerían otra vez en el tiempo
de sus vidas. Todo por la insobornable necesidad de la conquista, el imperioso
fin que justificaba su venida al mundo.
Podría haber sido
mi reina, pensó Alejandro.
A la medianoche,
los peones llegaron. José se levantó para preparar la trampa. En los planos no
figuraba, y tampoco los hombres recordaban haberlo construido, pero el foso
allí estaba, rodeando el castillo. Los hombres caminaron en la oscuridad
guiados por el fuego de la chimenea, seguro de que iban hacia la sala donde
Alejandro dormía. Pero cayeron en el foso y sobre las estacas clavadas en el
fondo. Sus gritos se escucharon como un eco en medio del desierto. Sus gemidos
persistieron confundidos con el aullido de los perros lejanos.
Cuando José se
acercó al borde con la antorcha, cayó de rodillas, y las llamas se agitaron.
Miró hacia el camino. Luego se acercó a Alejandro y le besó los pies.
Él también podía
ver ahora, le dijo, las torres de madera y barro.
Cargaron los
cadáveres al amanecer. José trepó a las torres. Ataron a los muertos y los
subieron con sogas hasta depositarlos en los cálices de barro. El sol se veía
diferente, como si hubiese rejuvenecido veinte siglos. Se alejaron de las
torres silenciosas, mirando hacia la cima. Los cuervos habían comenzado a
llegar, posándose uno después del otro en los bordes de las torres. Luego
oyeron el crepitar del tejido muerto entre los picos, el sonido de los huesos
al quebrarse, y el sordo burbujeo de la sangre bajo el sol ardiente.
La memoria de
Alejandro tuvo breves recuerdos extraños de una ruta, de una hostería que ya no
era posible hallar, y ni siquiera estaba seguro de que estos nombres significaran
algo. Sólo podía ver, a lo lejos, más allá de la sabana de polvo y arena, la
pálida franja de un ancho río, de donde llegaba el bullicio de un pueblo
lavando sus ropas en las orillas.
Castelar, diciembre 1995- diciembre
2004
Ilustración: Jean Cocteau (1889-1963), Testament of Orpheus
(ISBN 978-987-23656-0-8)
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