Mucho antes de llegar al pueblo del Norte,
cuando aún tenía los puños cerrados sobre la lanza con la sangre de su padre,
los hombres del brujo habían venido a buscarlos.
-¡Ya no es de ustedes!- gritó un instante
después de levantar el cuerpo de Zor y arrojarlo a las llamas. Vio derrumbarse
los árboles sobre el viejo, y recién entonces se dio vuelta para gritar. Pero
no para deshacerse de los brazos que querían amarrarlo, sino para calmar el
dolor marcado en sus manos. El llanto de Tol no se dirigía a los hombres fieles
a Reynod, sino a los árboles y los animales que habían sobrevivido, a las voces
que llegaban desde la orilla del río
petrificado, los gemidos de mujeres vírgenes que morían en la hoguera.
Lo ataron de pies y manos y lo envolvieron
en una red de caza colgando de una rama sobre los hombros de seis hombres. Pero
más que el peso, eran sus movimientos incesantes los que retardaron el paso
entre los sitios devastados por el fuego. Tol vio las llamas que se iban
apagando lentamente, mientras el humo le secaba la garganta y el olor de los
cadáveres crecía.
Los cazadores lo azotaron, pero los golpes
parecían darle más energía a su ira mientras gritaba con los labios apretados
contra la red.
El alma de Padre viaja conmigo.
Lo veía a los costados del camino,
aparecía y desaparecía entre el follaje, su cara se asomaba entre los cuerpos
de los hombres. También estaba en sus manos, el alma de Zor vivía en ellas,
lastimadas, duras, rígidamente cerradas todavía como si aún sostuviesen la
lanza. El rostro del espíritu era benévolo, y eso era lo que más le dolía. Si
hubiese visto por lo menos un sesgo de reproche, el remordimiento habría tenido
algún sentido para él. Pero sentir la culpa sin recompensa, - la expiación, por
tratarse de su padre, estaba dada de antemano, y nada había ya más grande por
obtener- lo hizo callarse por fin. Todo esfuerzo y pensamiento, incluso la
pena, era inútil.
Entonces apareció un grupo de hombres
desde un costado del camino. No reconoció las caras pintadas de negro, las dos
anchas líneas grises que descendían por las mejillas para unirse en la boca, ni
vio al principio la otra raya surcando la frente. Tres líneas y tres puntos que
los rebeldes habían adoptado como desafío al brujo.
Los rebeldes atacaron a los primeros
cazadores de la caravana. La red que sostenía a Tol cayó al suelo. Sintió su
espalda lastimada y no pudo moverse, pero alcanzó a contemplar el brillo de las
lanzas cayendo alrededor, la sangre que brotaba entre el polvo de ceniza, los
puñales y las hachas que cortaban las cabezas de los fieles. Un viejo con una
túnica gris salió de entre los árboles y ordenó enterrar las cabezas junto a
los cuerpos. Entonces los guerreros obedecieron
y levantaron los restos que relucían en sus manos con el tenue reflejo
del sol entre de las ramas. El viejo se acercó a Tol con lentitud. La cara era
fina y arrugada, unos largos mechones blancos caían en las mejillas llenas de
pecas de vejez. Sacó un puñal de abajo de sus ropas y cortó las cuerdas.
Tol se liberó, pero no pudo levantarse aún
por el dolor de la espalda. Los labios del viejo sonrieron. Hacía mucho tiempo
que no veía la sonrisa de un hombre, se dijo Tol. Ni siquiera recordaba, en
realidad, haber visto reír a su padre alguna vez. Pero al oír hablar al
anciano, los matices monótonos de la voz hicieron que el resto del mundo
desapareciese por un instante y los hechos pasados no fuesen más que los
rutinarios cambios que los dioses designan en la vida de los hombres, más fugaces
aún que una gota de rocío.
-Rescaté a tu padre una vez hace tanto que
ya no recuerdo...-dijo el viejo, mientras lo ayudaba a levantar la cabeza y le
daba de beber .- No te preocupes, vamos a sacarte de simulando tu funeral.
-¿Qué debo hacer?- preguntó Tol, y su cara
parecía la de un niño.- El peso de mi padre me está venciendo.
-Tu padre jamás se sentaría en tus
espaldas.
Tol quiso saber sobre su familia.
Obtuvo la certeza de la muerte de Sila y la desaparición de sus hijos. Cuando
comenzó a adormecerse por la bebida que el viejo le había dado, lo acostaron
sobre una manta de piel y curaron sus heridas. Se dejó llevar, pero soñaba con
la cara del que había sacrificado.
Tol no recordaba cómo había llegado al
barco en el que los rebeldes lo habían dejado. Aún estaba demasiado aturdido
por el recuerdo de la muerte de su padre. Recostado en la cubierta, creía ver el rostro de Zor en el
cielo. Al principio no pudo moverse a causa de las heridas, pero él sentía que
esa imagen lo aplastaba. Nadie de la tripulación intentó tampoco sacarlo de
allí. Lo habían abandonado como a cualquier otro vagabundo, y pasaban casi sin
mirarlo.
Al tercer día, se restregó de la cara la
languidez del sueño, y tuvo que apoyarse en la barandilla al levantarse.
Entonces vio la extensión del agua y el cielo, y sintió que el corazón se
agitaba como frente a un vacío. Se dio cuenta de que los hombres lo estaban
observando, suspiró profundo y se mantuvo en pie. Pero hacia donde mirase, no
había más que una límpida superficie reflejando el sol y las nubes con tonos de
azul y verde, como arbustos en una pradera líquida. Muy lejos, donde el azul y
el verde se confundían al final del mundo, el mar era un cielo caído. Ése era
su vértigo, pensó, la confusa idea de no ser nada dentro de un mundo que
lentamente parecía disolverse.
La forma del barco le recordó una hoja de
junco doblada en dos, embestida por las olas en los costados. Los remos lo
impulsaban como a la liviana cáscara de un fruto. El viento hacía volar la
espuma en la cubierta, y la madera estaba penetrada de conchillas. La sal fue
pegándose a sus manos y brazos, sentía el sabor de la sal en la barba y la piel
hastiada de sol.
Vio otro barco cruzarse con ellos, pero
luego la soledad se hizo completa. Con cada día que pasaba se decía que ya no
habría más tierra en el mundo. Por todas partes, no lograba ver más que agua.
Pero no conocía el idioma de los hombres, y pensaba que preguntar era igual que
mostrarse inferior. No sabía por qué los rebeldes habían confiado en ellos, si
siempre había escuchado decir que temían más a los extraños que a la tiranía de
Reynod. Hasta entonces sólo había escuchado rumores de que muy al norte
llegaban hombres de tierras lejanas que por alguna razón no avanzaban al sur,
como si tras los Montes Perdidos no hubiese tierras dignas de explorar, o no
hubiese más que salvajes con los cuales no valía la pena comerciar. Entonces
Tol pensó en las precavidas maniobras de los rebeldes para llevarlo hasta el
barco, y tal vez habían dado a alguien más la tarea de cargarlo toda aquella
distancia hasta la costa. Los rebeldes eran hombres desorganizados, casi como
niños desobedientes todavía, que llevaban en el alma el temor que Reynod les
había enseñado por todo lo extraño.
A veces, se detenía a observar a los
hombres de pieles claras y cabellos rubios mientras él cumplía los trabajos que
le asignaban. Los veía reunidos alrededor de gráficos dibujados sobre gruesos
cueros de gran tersura. Colores y figuras pinceladas con cortos pelos de castor
y tinta aceitosa, que le hablaban de un mundo grande y desconocido. Se
consideró entonces a sí mismo menos que una de las bestias que solía cazar en
los bosques. Su vieja lanza perdida había sido un instrumento antiguo y cruel,
frente a esa delicada fragilidad de los pinceles.
Los avanzados, él así había decidido
llamarlos, estudiaban los esquemas extendidos en grandes tablones en la proa,
dibujando signos con el parsimonioso movimiento de sus manos delgadas, dándose
indicaciones uno al otro, o señalando algo perdido en la distancia, una isla,
un país lejano tal vez. Ellos notaban la mirada inquieta de Tol, sonreían
complacientes y lo incitaban a acercarse. Pero él no se atrevió tampoco
entonces a hablarles, temía ofenderlos, quizá se cansaran de él y lo arrojaran
al mar.
Pero ellos comenzaron a enseñarle palabras
de su idioma, lo sacaron del trabajo de los remos y lo entrenaron para tareas
sobre cubierta. Y un día pisó los escalones que llevaban a la proa, mientras el
sol de la media tarde se recostaba en
sus hombros.
Las caras de los tripulantes estaban
curtidas, sin rasgos de maltratos o señales de lucha. Tol se sintió viejo,
herido y sucio frente a ellos, como un animal rescatado que no mereciera más
que piedad.
-¿Adónde vamos?- preguntó.
Ellos se rieron, pero lo rodearon dándole
palmadas de aprobación. Desde entonces aprendió a pescar en el mar, pero sobre
todo quiso entrenarse en el arte del comercio. Sus intentos en los primeros
puertos fueron fracasos. Terminaba peleando con los comerciantes de vientre
abultado, gruesos brazos y cabezas cubiertas por gorros de piel de zorro.
Gesticulaba ademanes de desacuerdo o consentimiento cuando no comprendía el
dialecto, tratando de hacerse entender entre el bullicio de los que iban a la
costa en busca de provisiones. Chocaba un puño contra su otra mano abierta si
no estaba conforme con el trueque, entonces varios hombres aparecían ante una
orden del comerciante que quería engañarlo. Lo rodeaban y lo empujaban hacia el
centro del círculo. La gente se reunía alrededor para ver esas peleas que
llenaban los largos días del estío. Los niños saltaban y reían, las mujeres
gesticulaban, y los hombres se plegaban a la lucha. Los compañeros de Tol
corrían a ayudarlo.
Y era ya era casi de noche cuando los
ánimos se habían calmado finalmente, y regresaban al barco con las provisiones
cargadas en carretas, abriéndose paso entre los que volvían a sus hogares
tierra adentro.
El sol se ocultaba detrás del mar con el
color de una herida.
*
El día que llegó a la Aldea
del Norte por primera vez, contempló con asombro las fachadas de las cabañas,
sus techos de madera cincelada, las paredes con ladrillos de barro cocidos en
hornos cuyos fuegos no morían ni aún de noche. El humo que brotaba de ellos era
blanco, y las llamas calentaban el suelo
en el que los niños iban a cobijarse. Las carretas pasaban una tras otra desde
antes del amanecer, tiradas por renos de astas cercenadas, entrando y saliendo
del pueblo por las calles de arenisca.
Tol recorrió el pueblo perdido entre el
bullicio de palabras extrañas de los que lo empujaban al pasar. Algunos se
detenían a observar con curiosidad el color de su piel oscurecida por el viaje.
Esas personas tan blancas y de ojos claros le resultaron extrañas. Le
recordaban al único hombre que había conocido con tales cualidades, el viejo
vecino de su padre, llamado Markus, una figura de tambaleante caminar entre los
árboles de su tierra. Había esperado encontrar un sitio donde quedarse a vivir.
Estaba cansado de navegar sin pisar tierra más de dos días seguidos.
Vagó por las calles hasta sentirse
cansado, y decidió regresar al barco. En ese pueblo nada le era reconocible,
nadie siquiera le entendía cuando intentaba obtener un poco de comida a cambio
de trabajo. Todo lo aprendido le había sido inútil, la gente se apartaba de él,
temerosa de su rostro oscuro de barba espesa y cabello largo.
Caminó por la costa mirando el cielo del
fin de la tarde. Las olas le traían la memoria de lo perdido. Sólo le quedaba
volver al mar en la nave que lo había traído, o arrojarse de los riscos. Vivo o
muerto, el mar lo aceptaría, sin duda. Los dioses del agua, los mismos que
hacían naufragar los barcos e inundaban los pueblos, iban a decidir por él.
Pero cuando volvió al puerto, el barco había zarpado y se alejaba en la niebla.
Enfurecido consigo mismo por su indecisión, siguió caminando por la orilla cada
vez más apesadumbrado, ofreciendo su oficio de pescador por algo de comida.
Un hombre viejo, que limpiaba entrañas de
pescado sobre unas piedras, levantó la vista al sentir el arrastrado paso de
Tol.
-¿De dónde viene, extranjero?- le preguntó
en el mismo dialecto de los hombres del barco.
Tol se tomó un tiempo para responder.
Tenía la garganta seca por el frío.
-Del lugar que ustedes llaman el Sur. Vine
en ese barco que ahora me abandona.
El pescador se dedicó a mirar con
curiosidad las quemaduras en el pecho de Tol.
-¿Escapa de la guerra, extranjero?
-No, de la furia de los dioses. De la gran
montaña de fuego que estalló del otro lado del mar.
Quizá el pescador le tuvo piedad al verlo
allí sentado con la mirada perdida en el agua , o fue la única manera que
encontró de darle alguna utilidad a su presencia, y le propuso alimentarlo a
cambio de que lo ayudase a levantar las redes en las mañanas. Su hijo había
muerto poco antes y estaba sin quien lo aliviase de tanto trabajo.
Como Tol no respondía, el viejo se rascó
la barba, pensativo. Luego, con gesto malhumorado, se puso a mirarlo de pies a
cabeza.
-Le daré un lugar para dormir, también-
dijo.
Desde esa tarde, Tol fue su ayudante.
Aprendió a tejer redes y a pescar con ellas. Para el final del invierno, el
pescador decidió dejarlo solo a cargo de la recolección. Como muestra de
confianza le entregó un cuchillo para que iniciara su propio trabajo. Tol probó
el filo sobre los pescados. Sus manos se movieron como si esa tarea hubiese
sido su labor de toda la vida. El viejo había notado la fuerza de sus brazos y
su espalda al verlo trabajar en el mar, pero en los dedos ágiles que brillaban
con las escamas, el cuchillo dejaba de ser sólo un arma para convertirse en una
extensión de sus manos.
-Ahora es tuyo. Parece que fue hecho para
esperarte.
Tol quiso agradecerle, y le habló de lo
que había planeado desde que vigilaba las manadas de bisontes al noreste de la
aldea. Pasaba su tiempo libre explorando tierra adentro, y así había
descubierto la forma de utilizar el cuero de aquellos animales para conservar
la carne. Las bestias no migraban al norte, y los habitantes de las zonas altas
envidiaban la abundancia de esa carne en la aldea.
-Son salvajes- le había dicho el viejo.-
Vienen huyendo de las guerras en otros pueblos, desconfían de todos. Se
esconden y se ocultan en la nieve, pero no saben cómo sobrevivir.
Tol se había puesto a pensar cómo
hallarles otra utilidad a las manadas además de su carne. Un día comenzó a
cortar el cuero y atravesar el cuerpo hasta las entrañas, luego envolvió un
fragmento de carne con un trozo sano de la misma piel. Seis días después, aún
se mantenía fresca como el primer día. Dejó pasaron noventa noches, y la carne
seguía fresca.
Tol se dedicó entonces a construir una
nueva lanza. El cielo estrellado le hacía recordar otras épocas y otros
lugares. La mañana que estuvo listo, salió de cacería, solo.
Venció a una bestia por vez, tranquilo y
sin ansiedad, sabiendo que nunca iba a ser como antes, en los tiempos de su
padre, y por eso su corazón no llegó a agitarse con el oficio recuperado. Cazó
con indiferencia mientras los animales corrían y la manada se dispersaba cuando
él iba tras ellos arrojando su lanza. Dos días más tarde, regresó al pueblo
cubierto de sangre y la lanza partida. La punta de piedra estaba rota, pero Tol
la había revestido con mechones de las testuces. Lo vieron atravesar las calles
arrastrando siete pieles de bisontes, casi enteras y aún con restos de músculos
y grasa brillando al sol.
El viejo pescador se abrió paso entre los
demás, y lo hizo descansar todo el resto del día. Habló del descubrimiento de
Tol mientras éste dormía, y muchos hombres vinieron a ofrecerse para ayudarlos.
Toda esa temporada Tol y el viejo prepararon los cueros y la carne que los
cazadores traían después de perseguir a las manadas hacia el oeste o el sur.
De los pueblos lejanos a orillas de los
ríos congelados del norte, llegaba la gente atraída por el rumor del hallazgo.
Hombres y mujeres venían en trineos buscando aquella carne que podía
conservarse por todo un invierno
Tol comenzó después a construir una
cabaña más grande. Había dejado la tarea en manos de sus hombres y él se
complacía en levantarse y construir las paredes con ladrillos de barro y
troncos.
-Has aprendido más que yo en toda mi
vida-le decía el pescador.- Deberías conseguir mujer, ahora que has dejado de
ser un vagabundo.
Pero Tol no le contestó.
Fue una mañana, mientras trabajaba en el
techo de la cabaña, cuando vio venir a un anciano cojeando por el camino. Tol
puso una mano sobre la frente para defenderse del sol.
Era un viejo de ropas sucias y
malolientes. En lugar de calzado, tenía trapos atados, y le faltaba un pie.
-Déme algo de comer-rogaba el viejo con una
voz mohosa, áspera y gastada, extendiendo una mano llena de ampollas.
-¡No, fuera de aquí!- dijo Tol.
Cuando el otro ya se estaba yendo, recordó
algo, una imagen o una voz perdida desde hacía mucho tiempo. O tal vez fuese lo
que llamaban intuición, un mandato del mundo de los sueños. Algo inesperado que
llegó a su memoria desde las nubes heladas del cielo cubriendo la aldea, del
reflejo de la nieve sobre la madera de su nuevo hogar.
Se dio vuelta y llamó al anciano.
-¡Espere!- gritó.- ¿Cuál es su nombre?
El anciano parecía dudar. Un olor
nauseabundo inundaba el aire a su alrededor.
-¡Vamos, si no quiere que lo tire al agua
para lavarle esa mugre!- Y bajó del techo con gesto amenazador.
Pero en el mismo instante, el hombre, al
mirarlo de frente, abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron. Un
color claro y brillante venía de ellos. Levantó los brazos en señal de espanto,
y se puso a gritar. Retrocedió un paso, pero únicamente logró tropezar con los
movimientos de sus piernas torpes, y cayó al suelo.
Tol fue a ayudarlo, pero el viejo se negó
y volvió a gritar.
-¡Zor! ¡Aquí también me persigue!
-Tranquilo, no es a mi padre a quien ves,
sino a su hijo.
Pero el otro seguía lamentándose,
arrodillado y con los ojos llenos de lágrimas. La suciedad de la cara se había
borrado un poco y mostraba una piel fina y casi tan blanca como la piel de los
nativos de esa aldea.
-¿Cómo se llama?- volvió a preguntar Tol.
-Markus- contestó el anciano, - Vine a
refugiarme en este pueblo que mis ancestros abandonaron.
Tol no pensó en el antiguo pasado, sino en
el inmediato. En sus hijos perdidos. Se acercó al viejo y lo sostuvo de las
ruinosas pieles que lo abrigaban. Insistió en que le dijera si sabía algo de
ellos.
-Solamente vi a uno de tus hijos, al
mayor. Ruego a las divinidades no volver a hallarlo.
-¡¿Dónde estaba, dónde está ahora?!
-Huyó del río después de matar a mi hijo.
Tol se irguió, serio y orgulloso, y miró
hacia el camino por donde había visto llegar al viejo, como si por el mismo
sendero viese venir a su hijo.
-Algo habrá hecho para merecer la muerte.
Yo le enseñé al mío a diferenciar el bien del mal.
-Tu familia no conoce esa diferencia-le
dijo Markus, con la frente de pronto arrugada y tensa, ahora el hambre era
menos importante que el orgullo.
Tol desconfiaba, pero tenía que ayudarlo a
recuperarse. Esa memoria era un tesoro que necesitaba abrir, un alimento para
su propia memoria que buscaba el pasado con desesperada ansiedad.
Markus se quedó con él todo el tiempo que
duró la construcción del barco en el que Tol trabajaba con otros cincuenta
hombres. Había observado ese oficio con admiración al principio, y un día
vinieron a buscarlo.
“Hace tiempo que te vemos pararte frente
al puerto, le dijeron, nos hablaron de tus cacerías y tu fuerza, te
necesitamos. Entonces el accedió y abandonó al viejo pescador. Se despidieron y
el anciano ya no quiso volver a verlo, aunque tuviese que encontrarlo todos los
días en la zona del puerto. Tol lo olvidó más pronto de lo que habría deseado.
El nuevo oficio que comenzaba a aprender
era delicado por la somera exactitud de las líneas de flotación, casi una
proeza que las tablas ensambladas al mantener a flote el peso de los barcos. Un
arte efímero también por lo incierto de su vida, expuestas las naves a las
tempestades, a los monstruos del mar, a la socavación traidora de las ratas
escondidas en las bodegas. A veces encontraba insectos que roían la madera, a
pesar de haber elegido él mismo el material de los árboles más fuertes. Todos
estaban al tanto de que él había venido de los bosques, y eso le daba
privilegios.
-Así eran las larvas en las llagas de mi
padre-contó a Markus una tarde.- Y se convirtieron en gusanos, después llegaron
los cazadores... y tuve que hacerlo.
El anciano permanecía en cama desde su
llegada, mirando a Tol desde allí con la cabeza apoyada sobre un montón de
paja, y los brazos sobre el pecho. El cabello blanco era como un halo apropiado
de vejez.
Tol estaba arrodillado, machacando
semillas con una maza cuadrada de mango oscuro sobre el suelo. Las llamas
apenas iluminaban el interior de la choza, pero la noche avanzaba afuera.
-Quiero que veas mi pierna- le dijo el
viejo, sacando el muñón de abajo de las mantas. - Mi hijo tuvo que cortarla
muchas veces para que los diminutos espectros no me invadieran la sangre y el
corazón.
Tol miró hacia la cama. Aunque lo
intentase, no alcanzaba a distinguir del todo el rostro de Markus, oculto en un
rincón del camastro.
-Pero nadie más que la bestia que te atacó
fue la culpable.
Entonces el viejo irguió el cuerpo con las
últimas fuerzas que aún le quedaban. La luz del fuego giraba en sus cabellos, y
comenzó a hablar esta vez sin aceptar interrupción.
-Voy a decirte algo que tendría que
haberte contado tu padre. Pero era muy suyo eso de ocultarse, el orgullo lo
dominaba, y de ahí su desafío a la ley de Reynod.
Tol seguía preparando la masilla que iba a
poner entre las ranuras del techo a la mañana siguiente. El sonido de la maza
sobre las semillas resinosas servía de fondo al sonido de la voz. Markus
hablaba con furia. Lo oyó relatar con lentitud y entre carraspeos y toses que
entorpecieron el a veces incierto hilo de su narración, lo que había pasado en
el bosque.
-La memoria no siempre tiene exacto
sentido del tiempo. Pero desde ese momento lamento haber subestimado a tu
padre-terminó diciendo.
Tol había dejado que una palabra brotase
de sus labios, casi sin darse cuenta, mientras su atención abandonaba el
trabajo para mirar a Markus. No sabía de qué manera esa palabra llegó a tomar
tan enorme tamaño en la esfera de su mirada.
Era un sonido más que una palabra, nacido
en la oscuridad apenas dominada por la luz del fuego, ansioso por escaparse de
la choza y ascender al cielo nocturno, donde la blancura del hielo aún seguía
brillando.
-Traición- dijo, pero nunca supo si en
realidad la pronunció en voz alta, ni siquiera si el viejo lo había escuchado.
Pero la palabra era claramente nítida en
sus labios, y parecía haber aguardado aquel momento desde el día en que había
sido engendrada en la mente de algún lejano ancestro, porque nunca antes le pareció
tan certera, tan justa como en ese instante.
La palabra surgió madura, letal.
Tol sabía que iba a llorar. Por más que el
viejo fuese el mayor responsable o estuviese del todo libre de culpas, existía
algo que Tol jamás podría dejar de lado. La inquebrantable verdad de que
ya nada volvería a ser como antes, que
era imposible realizar lo no realizado, decir lo que no había sido dicho, matar
lo que debió haber muerto mucho tiempo antes. Ese pensamiento irrumpió en su
cuerpo como si llegase desde el frío de la estepa, del aullido que los lobos
cercanos daban en señal de trágica profecía, de la noche llena de ruidos y olas
golpeando los acantilados. De pronto, una marea de descubrimientos hostiles
llegaba del mar, desde la tierra del
intenso calor que se condensaba en gotas viajando sobre las aguas, hasta formar
aquella montaña de furibunda fuerza disfrazada de templanza. Era esto lo que
debía mostrar su rostro. Serenidad, reteniendo el llanto que amenazaba
delatarlo, mientras la maza seguía trabajando sobre las semillas, en su
disimulada práctica y espera para un material más honroso.
Y el viejo continuaba hablando.
-En tus ojos veo el mismo odio que vi en
los de tu hijo-decía la voz de Markus.- Y en tu padre cuando se quedó a ver
cómo el animal me devoraba.
Tol dejó de machacar.
Con la maza en la mano rígida a un costado
del cuerpo, oculta en la sombra de su ropa, caminó hacia el anciano.
Llevaba los ojos bien abiertos para
distinguirlo en la penumbra del rincón.
Oyó
la respiración entrecortada de Markus, el movimiento de los labios que se
abrían y cerraban ociosamente.
Escuchó las pisadas de las ratas bajo el
camastro.
El olor del viejo, un aroma a secreciones
y heridas no curadas, surgía de las mantas como de un pozo de podredumbre, y le
daba más razones a su acto.
-¿Qué pasa?- escuchó que preguntaba el
viejo.
Pero no era importante la voz o el tono
con que el otro hablase, ni siquiera si venía de esos labios cortajeados o de
las paredes que lo rodeaban, casi exigiéndole una explicación de lo que iba a
hacer.
Él no respondió. No iba a permitir que el
aire obstruyese su camino, ni que el tiempo, aunque durase un parpadeo, lo
disuadiera.
Cuando estuvo tan cerca del otro como el
largo de su brazo extendido al sujetar el mango de la maza, los ojos del viejo
lo miraron, muy claramente abiertos y sin esperanza.
-No te lamentes- le estaba diciendo ahora.
Tol quizá tenía en su expresión, sin darse cuenta, un centelleo hondo y muy profundo
de lamento o de misericordia.-Si el hijo mató al hijo, por qué no va el padre a
matar al padre.
Markus no cerró los ojos al terminar de
habla, pero él sí lo hizo. No se atrevía a hundirse más en la mirada del viejo,
que había comenzado a atraparlo desde antes de levantar la maza
los círculos de los ojos se hacen
profundos. Son dos túneles silenciosos que se unen en un único pozo sin fondo.
Estoy cayendo, sin saber si alguna vez habré de detenerme. Pero el mundo se
ilumina como el agua de un arroyo en un día brillante. El verde de los árboles
me aplasta con el peso del cielo, los rayos queman mi espalda desnuda. Me doy
vuelta. Dos pájaros grises pasan veloces, aleteando en mi cara. El olor de sus
plumas sucias me aturde. Dos círculos negros descienden del cielo, dos columnas
que se detienen en mis ojos. Acostado sobre la tierra, me dejo cegar por el sol
que cayó sobre la cabeza del viejo. Dos
veces, tres, cuatro, y luego tantas como fueron suficientes para que los huesos
se reblandecieran
y ni un solo pensamiento pudiese
sobrevivir,
ni un recuerdo digno de permanecer,
una mente no merecedora de la memoria.
Y una ráfaga fría entró por las aberturas
entre las tablas y arrastró el olor de la vejez, como si nunca hubiese estado
allí.
*
Una noche antes del día en
que los torneos lo llevarían finalmente al último juego, Tol abrió los ojos y
miró el cielo todavía oscuro del Norte. Las luces nocturnas, las brillantes
oleadas de luces blancas, amarillas y rojas giraban como mareas de sangre.
Se sentó en la escarcha y los líquenes que
crecían entre las grietas, pero el hielo ya no le provocaba escalofríos. Su
piel se había adaptado al clima. A veces le agradaba despertar y desperezarse
hasta que sus músculos entumecidos tomaban fuerza. Luego salía a enfrentarse
con el viento filoso que le golpeaba la cara. Algunos pájaros de plumas blancas
y manchas negras alrededor de los ojos, aparecían desde los nidos subterráneos
para buscar comida en la playa.
De ser un cazador en bosques, había
tenido que moldearse a ese vacío del aire y la tierra. Por más que el viento
nunca se detenía y daba forma a las cosas y a los hombres, siempre era más
lento y débil que el mar; y la tierra retrocedía cada tarde frente al mar que
extendía sus lenguas de espuma entre los acantilados. Tol estaba obligado a oír
siempre aquel sonido que llegaba desde más allá de las playas de arcilla sobre
altos riscos: el estruendo de las olas golpeando sobre los muros graníticos.
Desde ese abismo sobre el agua, entre las piedras y los deltas de arena de las
playas venían las voces de Sila y Sigur.
Tol ofrecía un festín a sus vecinos esa
noche. Se habían sentado junto a unos arbustos combados por el viento. Cada uno
de sus amigos bebió en su honor y triunfo el viejo almizcle fermentado durante
cinco veranos. Gritaron y bebieron hasta el alba. Después lo abrazaron y se
despidieron. Únicamente se quedó el sacerdote del pueblo. Entonces aparecieron
las auroras boreales.
La noche que las vio por primera vez,
había creído que el cielo iba a derrumbarse, o que los dioses estaban peleando
con puños de soles. Pero después el asombro se hizo curiosidad. Aquellos
fenómenos se producían antes del amanecer y después de extrañas tormentas sin
lluvias. El viento era intenso y se detenía de un instante a otro, dejando una
sensación de vacío más sofocante que su fuerza. Ni siquiera los nativos a veces
lograban soportarlo, le había dicho el sacerdote. Muchos se arrojaban por los
acantilados, enloquecidos de miedo y con la vista fija en el abismo, justo
antes de que el sol empezara a asomarse sobre las playas.
El dolor del viento, llamaban los hombres
a ese fenómeno de cada otoño. La gente se encerraba en sus cabañas, los hombres
les pedían a sus mujeres que los ataran para no huir de ese vacío de viento.
-¿Cómo llenar el hueco del cielo luego de la tormenta,
soportar el calor que no es calor, sino añoranza del azote constante sobre la
piel quebrada?
El sacerdote recitó esa letanía en la cabaña
de Tol. Era bajo de estatura y de hombros anchos, barba espesa y un vello
oscuro que cubría el dorso de sus manos. Vestía con la piel de un oso blanco, y
llevaba un gorro en forma de corona, con plumas blancas y negras de águilas de
las Grandes Montañas del Sur.
Se taparon la cara con las manos y se
ubicaron de frente a la estrella más brillante de esa noche. Repitieron la
oración para las vísperas de los torneos, cuando el cielo daba sus señales
después de las tormentas, las auroras con las almas de los muertos que volvían.
Tol le pidió consejos para la mañana
siguiente, tenía miedo de lo que podían presagiar los cielos.
-Cada color es un estado del espíritu-
comenzó a explicarle el sacerdote.
Aunque Tol ya lo había oído varias veces
antes, le agradaba escucharlo mientras sus ojos se perdían en el cielo
siguiendo los cambios de las auroras.
-Para los que murieron con la Gracia el
rostro es blanco. Sin han cometido crímenes leves, amarillo, pero si son
imperdonables, será rojo, pardo o negro. Aún en las noches estrelladas, la
oscuridad vence por la multitud de almas en eterna pena. Los niños no deben
salir en esas noches. Sus espíritus inocentes son atrapados por los condenados.
Tol se quedó pensando, con la vista fija
en las centelleantes imágenes nocturnas. Una ola blanca y ocre pasó en ese
momento cambiando de formas, y se fue quebrando en diferentes masas más
pequeñas, alejándose todas hacia la claridad del norte.
-¿De qué color es el alma de mi padre?
-dijo Tol-lVeo su cara, parece una mezcla de muchos tonos.
-Entonces aún debe deambular purgando sus culpas más leves, en espera de
la sentencia por las mayores- le respondió el otro.
Tol no sabía si debía continuar. Su acto
no era confesable ni siquiera al más piadoso de los hombres. La única manera de
olvidar
la
culpa que no puede nombrarse la culpa del asesino culpa que no puede nombrarse la
culpa el nombre del asesino la culpa el asesino sin padre el nombre del hombre
viejo la culpa que no podrá nombrarse hasta que
era encontrar a sus hijos.
-¡¿Cómo redimirme...?!- gritó Tol al
despertar sobresaltado por los sueños, las manos cerradas en temblorosos puños
para golpear su propio cara. El frío de la noche lo rodeaba como paredes de
hielo. Pero justo antes del alba apareció la aurora boreal hecha únicamente
para él. Porque la cara de su padre se asomaba como un alma inquieta e
inquisitiva. El rostro del viejo tomaba formas imprecisas, colores tan claros
que se confundían con el blanco de la nieve y la neblina matutina.
Tol salió de la choza para observar en ese
cielo recién nacido, las grandes olas de luces que llegaban desde algún lugar
del mundo de los dioses. Oyó el sonido de las olas cantando con las voces de
sus hijos.
La única forma de rescatarlos
Puso un trozo de carne sobre el fuego, pensando otra vez en cómo
librarse de ese lugar tan grande, de la llanura de nieve y tundra en la que no
existían sombras donde esconderse.
es lograr los medios para ir en su busca. Debo convertirme en alguien
importante en la aldea
Masticó con lentitud, la atención puesta en los recuerdos, la vista fija
en el movimiento de las llamas. Las caras de sus hijos se le aparecieron
entonces en medio de ellas, y habría deseado correr hasta la playa para
escuchar la llamada de Sila en las olas, ver de nuevo su dulce rostro sobre las
piedras.
sobre todo demostrar mi destreza. Si soy un cazador, uno de los mejores
de mi viejo pueblo, entonces estoy preparado para ser un guerrero.
El
sacerdote se había despertado y comenzaba a alejarse caminando hacia la aldea.
La luz nocturna era intensa, aunque el tiempo y la costumbre habían hecho de la
luz su compañera nocturna más amable, porque le permitía imaginar los tenues
pasos sobre las rocas de los acantilados. Los sonidos del otro lado del mar,
las auroras que continuaban perturbando al cielo y lo adornaban con proféticos
símbolos de proezas y tragedias.
Pero lo que se anunciaba en el cielo, se
convertía en pesadillas en su mente.
Amaneció con el cuerpo sudado, y con temor
a no estar preparado para la primera prueba. Se había entrenado durante casi
todos los veranos desde su llegada. Había aprendido el uso del arco y la flecha
hasta adquirir una destreza que a todos asombró. Porque además de la fuerza de
su cuerpo ganada por el trabajo en el puerto y el astillero, tenía el alimentos
de su voluntad. Un alimento al parecer inagotable hasta que no se cumpliera su
objetivo. Pero ya no se trataba solamente de luchas y demostraciones de
habilidad, sino en hacerles ver a todos que él era el líder que llevaría la
conquista a las tierras del Droinne. Pero los hombres del norte eran pacíficos,
y había conocido enemigos desde su llegada.
Si mi pueblo tuviese esta inteligencia y
sus ideas. Si tuviésemos su paz. Me habían contado alguna vez, hace
mucho tiempo, que los vieron descender de los barcos en las playas al oeste del
Droinne, con sus ropas extrañas y cascos con cuernos, armados con arcos y
flechas que nunca dispararon contra nosotros. Tan cerca estuvieron, y tan
alejados.
Muchos años le llevó aprender las leyes y costumbres de la
Asamblea de Elegidos, el Consejo de Ancianos, la Sociedad Mercante. Todo el
comercio y el trueque del pueblo giraban alrededor del puerto, al que llegaban
los barcos desde lugares que él ni siquiera había soñado. Del otro lado estaba
la ciudad, siempre cubiertas de escarcha las construcciones de madera y barro,
levantándose del hielo y la estepa, refugios para el temple débil de los
hombres altos y delgados. El cabello lacio, claro y largo alcanzaba sus
hombros, les daba la figura de un pájaro encorvado y sin fuerza.
Pero ellos construían barcos para disminuir las distancias que los
separaba del resto del mundo. Algo les había hecho preguntarse varias
generaciones antes, qué había más allá del agua y de la nieve, y la respuesta
había llegado de los árboles de los bosques cercanos al mar. Entonces se
reunieron y hacharon desde antes del alba hasta después del crepúsculo. Las
mujeres traían carne y agua, apareciéndose como espíritus de paso lento entre
la niebla de las mañanas. Algunos hombres cargaban troncos hasta las playas
para los muelles, y más tarde para construir los barcos. Y muchos más, la
mayoría del pueblo, hombres jóvenes y viejos, niños que jugaban alrededor de
los padres llevando ramas y herramientas, todos caminaban con sus cargas tierra
adentro, para levantar la aldea. El
traqueteo de los troncos arrastrados por los renos, el entrechocar de las astas
confundido con el arrastre de la madera sobre el suelo, el vocerío de los niños
saltando. La niebla del invierno, la humedad que los hacía transpirar después
del mediodía, los movimientos de las mujeres bañando a sus hijos en el río. Eso
los impulsaba. La idea de que la tierra, los árboles, las playas, el tenue sol
y hasta la sombra del invierno, les pertenecía.
Tol se metió en la
tinaja con agua cálida, y apoyó los brazos en el borde, pensando en la
competencia. Tenía miedo.
Demasiados habían sido los beneficios que
los dioses, antes siempre tan reticentes a él y su familia, le habían otorgado
a una edad en la que no había esperado iban a llegarle. Todo lo que había
pensado en esos años, cada detalle acorde a un fin común, lo convertía en un estratega que dibujaba esquemas intrincados
sobre las rugosas telas de su memoria.
Mayor que todos los demás en los torneos,
contaba con la experiencia y la capacidad obtenida en el rigor de las peleas
con los animales, la altura y la distinción de su madurez. El viejo
lo llamaban despectivamente sus contrincantes, pero él los había
vencido y llegado a las últimas pruebas.
Aunque no
había salido el sol, el reflejo del alba surgía detrás de las montañas del sur
e iluminaba débilmente sus manos. Se las frotó una y otra vez con hastío. No
lograba quitarse la sensación de que siempre estaban sucias.
-¡Más agua!- gritó, mirando la cara
asustada de su aprendiz, un muchacho no mayor a la edad de sus hijos. El chico
comenzó a volcar el contenido los recipientes que traía desde el fuego en el
interior de la cabaña. Luego salía y llenaba los cubos en la gran fuente donde
se acumulaba el agua de las lluvias.
-Más agua-volvió a decir, mientras
el muchacho le volcaba el último cubo con la preparación que los curanderos le
había entregado para protegerse del solsticio del mediodía. Después el chico
trajo los paños que las mujeres de los jueces tejían para los participantes, y
se dejó secar, mientras miraba el campo al oeste de la cabaña.
Una extensa caravana de
espectadores se dirigía al anfiteatro.
-Mucha gente- dijo.
-Para su mayor gloria- contestó el niño.
Tol terminó de vestirse, ajustándose al
cuerpo una casaca roja que lo protegería del frío. Se cubrió la cabeza con el
gorro reglamentario. A lo largo del tiempo había tenido muchos gorros
diferentes. Primero fue uno de cuero, simple y estrecho, después otros más
vistosos. Finalmente, un día, los ancianos de la aldea le dieron éste que ahora
llevaba, semejante en color al pelo entrecano y largo de su barba. Un sombrero
de piel de los renos de las altas montañas, con dos cortas astas rudimentarias,
que le daban el aspecto de un dios mitad animal y mitad humano.
Hubo veces en que se imaginó a sí mismo
como una antigua divinidad de las estepas, blandiendo su maza sobre las llamas
del sol.
El retumbar de los tambores había comenzado
a invocar a los dioses. Los representantes de la Asamblea vinieron a buscarlo,
pero él ya había salido caminando con lentitud hacia el anfiteatro. Rodeado del
cortejo, miró el cielo despejado. El reflejo del hielo lo irritaba, y se secó
los ojos varias veces. El niño había fijado su mirada en él, y parecía
asustado.
-No tengas miedo- lo tranquilizó Tol, y
apoyó su mano sobre la cabeza del chico.
Las ratas almizcleras se apartaron del
camino y se hundieron en sus madrigueras. La escarcha se quebraba bajo los
pasos del cortejo. Las colinas seguían ocultando el nacimiento completo del
sol.
Cuando llegaron al campo de pruebas, oyó
las fanfarrias en las trompetas de madera. Las mujeres aclamaban a los
participantes a medida que entraban, arrojando flores y salpicándolos con
perfumes de exquisitas especias. Los jueces estaban ya sentados a ambos lados
del campo, y dieron su consentimiento con una señal de las cabezas erguidas.
Eran viejos sabios, él lo sabía, pero su conocimiento giraba alrededor del
comercio.
Yo busco algo más... y aquí empiezo.
Los competidores se ubicaron en los
lugares marcados con el ritmo de los tambores, y se desplazaron con tanta exactitud,
que los presentes no vieron más que un solo movimiento. Ya tenían los arcos
preparados, y las flechas a sus espaldas.
Los ayudantes se sentaron juntos, como si
la inquietud por la muerte de sus señores los uniera más que la rivalidad que
creían sentir.
El aire no estaba frío, el sudor humedecía la ropa de Tol.
Escucharon un grito, el primer movimiento ordenado. El juez más joven se
calentó las manos con su aliento, la túnica color de alga se replegaba y movía
bajo sus brazos levantados. Hizo eco al gritar:
-¡Alkyser!
dios del norte, protege las almas de mis
niños, dame fuerza,.el escudo sobre la piel, el espíritu de la no piedad.
Alguien dio
un paso.
Las cabezas giraron. Buscaron la figura
que se había escapado de las líneas. La sombra de cada uno temblaba como
lombrices sobre el barro. Las sombras los traicionaban.
Se habían dispuesto a una distancia de
cinco cuerpos, alineados con tanta prolijidad, que ninguno podía disparar al
otro sin que un tercero se interpusiese. En eso, además, las leyes del juego
eran precisas, y la eliminación por romperlas, irrevocable.
No sabían con precisión cuántos estaban
allí, tal vez cincuenta, quizá más. El campo era muy extenso. Iban a eliminarse
mutuamente con cautela, y podría llevarles toda la jornada. Las flechas no
debían matar. El reglamento ordenaba sólo heridas en los brazos o las piernas.
No mortales. El que erraba sería eliminado tanto como su víctima.
Las botas de algunos resbalaron sobre la
nieve enlodada, y el temor a moverse por accidente era mayor que cualquier otro
miedo. Uno dependía de la destreza del otro.
inteligencia
paciencia
La voz desde lo alto de la tribuna volvió
a escucharse por sobre el silbido del viento.
-¡Thornmeld!
Desde las gradas se repitió la salmodia habitual. Pero un grito la
interrumpió. El primer hombre cayó herido. Nadie había visto la flecha, dulce y
silenciosa como una mariposa.
en mis manos estarán seguros, abandonen el juego, dejen su lugar para mí
Eso les habría dicho, y se los estaba
diciendo en un murmullo que los jueces no aprobarían sin duda. No supo si
alguien vio el movimiento de sus labios, pero ya no importaba. Sus labios y sus
ojos, los brazos, las manos, eran un solo pensamiento.
una herida pequeña, solamente un
flechazo certero y sin dolor
Los hombres comenzaron a caer uno tras
otro.
Desplazamientos, zumbidos de flechas
invisibles. Primero el sonido, luego la imagen. O primero el grito, o quizá la
caída, el estrépito, el chapoteo de las palmas sobre el barro blanco.
Levantó un brazo con el arco, trabando el codo con firmeza.
quién o qué cosa podrá destruir mi
brazo
Las aves que
cruzaban el cielo en ese momento parecían cantarle a la fuerza inquebrantable
de ese brazo.
Levantó el otro, puso la flecha sobre la cuerda y empezó a tensarla,
doblando el codo derecho tan rígido en su flexión como el izquierdo en su
extensión.
Las dos partes de su mente, complementadas
y armoniosas.
El sol sobre su cuerpo, la luz brillante y
fresca.
El futuro que se concretaba y estaba ahí,
en ese exacto instante, confluyendo desde el porvenir hacia el presente como un
regalo o un anuncio de dicha segura.
El rugido de la multitud.
La cara asombrada de los jueces, sus
rostros satisfechos con la evolución del juego.
La luz ya más clara reflejando la ansiedad
hecha nudos de hielo, gestos congelados en el aire.
Tol tensó aún más la cuerda, y disparó.
Iba a hacer luego muchos otros tiros certeros, resultado de largas
prácticas diarias hasta la caída del sol durante varios veranos. Pero en el
primer disparo sintió iniciarse la competencia con esa imprecisa y bella
sensación de vitalidad. Lo mismo, exactamente, que había sentido en las
cacerías con su padre, cuando Zor le había enseñado a usar la lanza.
Y de esa forma Tol se supo perdonado. Su padre y él eran uno solo otra
vez, como cuando lo llevaba herido y lo había sentido otra vez parte de su
mismo cuerpo. No unidos, sino entrelazados, desarmados y vueltos a concebir
juntos.
padrehijo
hijo único de mi padre
Cuando las
víctimas caían, los ayudantes las sacaban del campo dejando un rastro de sangre
que la nieve absorbía. Pocos quedaban, y la espera entre cada movimiento se
hizo mayor y más difícil de soportar. Si llegaba la noche antes de que hubiese
sólo dos finalistas, los jueces suspenderían el torneo para reiniciarlo al día
siguiente con nuevos competidores.
Era preciso terminar pronto, pero cómo lograrlo sin destruir las reglas,
sin eliminarse a sí mismos intentándolo.
El sol se hundía detrás de las tribunas,
sólo quedaba una parte de su esfera al final de la tarde. El cuerpo de Tol aún
aguantaría un poco más, pero no el sol. Los cortos días del norte, que fundían
la espera y el tiempo de los pescadores, eran hoy una maldición que él no
podría contrarrestar.
Los jueces se levantaron con cansancio y
preocupación en los rostros.
no deben hacerlo. Soles, ustedes que se han
sucedido uno al otro, respetuosos del luminoso mundo otorgado por los dioses,
solamente por hoy les pido que olviden el orden exacto de su paso. Rompan los
senderos que los llevan a las plataformas del cielo, y únanse para atrasar la
llegada de la noche. Si yo, con mi carne débil,
soy capaz de sostener el peso de un día en mis hombros, ustedes, la
semilla del tiempo, denme el perdón de un poco más de tiempo. ¿O deberé
ofrecerles algo a cambio, una parte de mi cuerpo, un fragmento de mi alma, la
vida de mis hijos?
Quedaban tres.
Miró a los otros dos. Uno a su derecha,
apenas a cinco cuerpos, el otro quizá a más de veinte pasos, a su espalda.
La voz de los jueces habló.
-¡Magnusfer!
Las tribunas murmuraron un rezo de
bienvenida a la oscuridad del poniente.
Tol imaginó la cara del dios de la noche, y
elevó el arco sin mover ningún otro músculo más que los de sus brazos. Dirigió
la mirada de un hombre a otro, como si sus ojos se hubiesen escapado del cráneo
para sentarse sobre la punta de la flecha.
Un zumbido le rozó un oído. Ni siquiera lo
había tocado en realidad, pero sabía que el que había disparado debió moverse
en algún instante, porque ahora lo veía caer con una flecha en una pierna.
La multitud gritó y los jueces saludaron a
los competidores.
Los músicos comenzaron a tocar. El viento
del mar se había levantado y esparcía la música a lo largo de las playas y la
aldea. El crepúsculo festivo vencía las antorchas que rodeaban a los finalistas
con una neblina cálida. Las antorchas guiaron a la gente hacia el pueblo, donde
las fogatas echaban humo con olores a carne y especias. Los agasajos estaban
preparados para los ganadores de la primera jornada.
Tol y el otro se saludaron con respeto.
Bebieron de grandes vasos terracotas un fermento de uvas traídas desde las
islas del mar oriental. Los músicos siguieron tocando hasta mucho después de
acabar la ceremonia, y la gente del pueblo comenzó a bailar cuando los jueces
se fueron.
Tol estaba cansado. Después de recibir la
bendición de los jueces, regresó a la cabaña con su ayudante. Detrás de ellos
quedaba el bullicio de los que seguían festejando, la música y los gritos que
se iban apagando.
Se desnudó y se dejó caer en su
camastro. Por los vagos pensamientos del primer sueño, pasó la idea de la
breve, intensa, la bella hembra de ojos jamás igualados. Esa entidad etérea de
perfumes embriagadores que a muchos les agradaba llamar felicidad.
*
Se levantó antes del amanecer.
Hasta esa costumbre le resultaba sorprendente esta vez. El solo hecho de abrir
los ojos y haber arribado al último día de la competencia, era de por sí un
regalo divino que no estaba seguro si alguna vez podría compensar. Si él estaba
haciendo eso por venganza, hasta cuándo, se preguntó, los dioses iban a fingir
no saber la verdad. Si habían destruido la montaña para castigar a su padre,
¿por qué lo beneficiaban a él?
Cuando los
dioses cierran los ojos, los mortales viven. Zor solía decirlo, pero Tol
recién había conocido su significado mucho más tarde. A pesar de no creer más
en los dioses, su padre había dejado que él se criara con la fe común del
pueblo.
Tol repitió esa frase en un murmullo, y le
pareció escuchar la soledad absoluta en la voz de su padre en la tierra de los
sin dioses.
Una
nube blanca de vapor cálido se formó frente a sus labios secos.
-¿Cómo?- preguntó el niño, que lo miraba
parado junto al camastro.
-Nada. Vamos a prepararnos.
Otra vez, el agua se calentó en el fuego,
y los cubos fueron cargados y vertidos sobre su cuerpo, hasta que sus músculos
estuvieron relajados, lúcidos como la mente que los regía.
Estuvo un rato mirando por la ventana,
mientras el niño lo ayudaba a vestirse. Había amanecido, aunque la luz nunca
hubiese desaparecido por completo. Siempre quedaba por las noches un manto
blancuzco, un gran lago claro asomado desde las llanuras de roca calcárea.
Salieron al aire fresco de la mañana y
caminaron hacia el edificio del torneo acompañados por la escolta que le habían
designado la noche anterior. Ya desde lejos se veían las banderas batidas por
el viento sobre las paredes exteriores. Las aves que formaban nidos en el
techo, levantaron vuelo ante los hombres y mujeres que llegaban vestidos con
sus mejores ropas.
La construcción era mucho mayor que su
cabaña. Los muros de ladrillos tenían la altura de quizá cinco hombres, había
pilares de troncos lisos o fenestrados sujetando el techo. De los bordes
exteriores caían hojas de ramas secas, y la escarcha había formado una cortina de
hielo.
Pero al verse tan cerca de la entrada, Tol
sintió el repentino temor de quien es descubierto en una mentira.
Hasta cuándo los engañaré sobre mi fuerza, de la que yo mismo no me
convenzo. Hoy me descubrirán, mi verdadero cuerpo se revelará ante todos. Mi
esqueleto débil, mi alma penosa.
Le abrieron paso entre la música de las
flautas y las palmadas de sus vecinos, que llegaron a él como ecos lejanos.
Estaban allí, tocándolo, pero él los veía desde un distante sitio de su mente. Atravesó la entrada y le llegó el
vaho caluroso de la gran hoguera en el centro, bajo la plataforma de pelea
levantada como un altar. Los jueces se habían sentado en las tribunas, rodeado
por pilares que se perdían en la altura más allá de las antorchas. La gente se
acomodó en todo el espacio libre alrededor de la base, pero a los niños no se
les había permitido entrar. Las mujeres se enlazaban las manos con ansiedad,
mirando a lo alto, mientras algunos hombres se habían sentado sobre las vigas
cerca del techo y sostenían antorchas para dar más claridad a la plataforma.
Abajo está el fuego, la seguridad y el conocimiento, la protección de
los hombres.
Arriba, el frío y las sombras, el llanto, el miedo de los niños.
Y el único contacto entre los mundos es la tibieza del fuego en las
plantas de mis pies. Un consolador alivio de cobardes.
Subió la escalera y dos mujeres se
acercaron a quitarle la ropa. Le entregaron una vasija con aceite oliendo a
almizcle y leche fermentada, que preparaban las viudas del pueblo para los
festivales y ponían al fuego durante los cuatro días previos. Se dejó untar el
bálsamo sobre el cuerpo por las manos cálidas de las mujeres.
Cerró los ojos. Se sentía liviano y
pesado al mismo tiempo, como si habitara una nube de árboles suspendidos del
cielo. Levantó los brazos y entrelazó las manos.
-¡Estoy listo!- gritó hacia los jueces.
Sólo su mano derecha temblaba un poco, y recordó que esa mano había matado a
Markus y a su padre.
La sombra del contrincante era tan alta y
fuerte como la suya. Lo vio acercarse sobre la sombra imprecisa de los que
miraban desde abajo, y arremetieron uno contra el otro. Tol lo agarró de la
cabeza mientras el otro le golpeaba los costados. Comenzó a sacudirlo, pero el
otro se liberó y lo sujetaba de los brazos para hacerlo caer al fuego.
Y Tol daba vueltas en sus pensamientos.
Las embarcaciones de comercio y
exploración, las pacíficas naves llenas de mercancías, de seres delgados e
inteligentes que dibujan gráficos inútiles, se convertirán en grandes barcos
guerreros. Dispuestos a la conquista de nuevos territorios para la extensión
del dominio. Pero sobre todo, para la venganza y la redención. Los únicos
sentimientos que podrán movilizar barcos aún no creados a través de aguas
tormentosas, hacia bosques incendiados, animales muertos y volcanes en
extinción. Hasta esa figura solitaria e inconfundible, que con su cornetilla
llama a la muerte y la hace actuar con el ritmo y la forma por ella dispuesta.
Puedo verlo más allá del mar, su figura, sus brazos dirigiendo las llamas en
que las vírgenes arden. Asesinatos, no expiación. Ceremonia de crímenes
humanos, no divinos. Y mientras tanto, los dioses permanecen mudos.
Tol logró soltarse justo cuando uno de sus
pies se balanceaba encima del fuego, y golpeó al otro haciéndole caer y
resbalar en la resina hasta el otro extremo del tablado.
El otro volvió a correr hacia él y lo
golpeó otra vez en el costado. Tol se estremeció por un instante pero alcanzó a
aferrarlo de un brazo. El vello del antebrazo se había secado y ya no pudo
retenerlo. Sintió el ruido de los huesos al romperse, y el otro se quedó
inmóvil durante un rato, sin dejar de mirar a Tol. Los labios le sangraban. El
sudor le había borrado la pintura y varios hilos de colores caían por su
barbilla.
cómo vencer si no puedo sujetarlo por
mucho tiempo. Sus ojos se han cruzado en mi camino, y
aunque evite verlos, la mirada se queda en la memoria. La mirada del que tiene miedo. Como la primera vez que
cacé, el mismo escalofrío, el ardor en la piel
Estaba en el bosque otra vez. La gente
murmuraba desde las sombras como los pájaros que siempre miraban desde los
árboles. La luz de la hoguera huía por los bordes de la plataforma igual que el
sol del anochecer entre los troncos, y Tol pudo guiarse para calcular los
pasos.
Empezó a retroceder, como si tomase
impulso.
Vio en los ojos del otro la mirada de
sospecha.
Un murmullo surgió del silencio, y lo
convenció de la eficacia del plan. El rumor venía del rozar de las manos de las
mujeres, de los pies de los hombres que se agitaban. Los sentía expectantes de
cada movimiento, percibía la espera por la muerte de los que allí peleaban.
Ya había llegado al borde y estaba palpando la última tabla con los
talones. Resbaló pero cerró los dedos, afirmándolos en las astillas. El otro
debió comprender que Tol iba a abalanzarse sobre él, y con la mano herida
pegada al pecho comenzó a retroceder.
Los cazadores saben que el miedo de la
víctima es el mayor aliado.
El temor crea la grieta en la
inteligencia.
Las lecciones de mi padre se repiten sin
que pueda obligarlas a callar. Veo el miedo en los pliegues de la cara, en las
manos que tiemblan, en los músculos de las piernas.
Atrás, amigo mío, no hay más camino que
atrás.
No sé que hay en mis ojos, ya no me
conozco. No sé qué hay en mi cara. Temo ver mi rostro en las lenguas del fuego.
Pero no lo borraré si así gano mi batalla de hoy, por más que los monstruos
estén ahí.
El otro siguió retrocediendo, dudando,
pero la superficie resbaladiza lo traicionó y ya no tuvo a qué sujetarse. Los
brazos se movieron en el aire y los cabellos largos se agitaron en la luz.
Parecía bailar, se dijo Tol. Por un instante se sostuvo del borde. Los dedos
del hombre parecían raíces delgadas que se rompían con facilidad. Luego cayó a
la hoguera, pero no gritó.
Tol se quedó mirando el lugar en el que
el otro había estado un instante antes, mientras la gente comenzaba a
aclamarlo. Los músicos estaban tocando con estridentes y trinos de las flautas
entre los gritos de la multitud que coreaba su nombre. Muchos corrieron hacia
las escaleras llevando antorchas. Le arrojaban flores que se acumularon a su
alrededor. Algunas antorchas se apagaron con el aliento del vocerío, y
volvieron a encenderlas en la hoguera, en las llamas un poco más fuerte ahora
por la carne nueva que ya nadie recordaba.
El niño se abrazó a una pierna de Tol y
se había puesto a llorar. Él iba a levantarlo para que mirase a la muchedumbre,
pero la confusión y el entrechocar de la gente se convirtieron en descontrol.
Los guardias debieron subir para protegerlo. Dejaron pasar solamente a las
mujeres que llevaban flores y collares
de piedras. Se dejó uncir con especias y cubrir de flores.
Los jueces bajaron de las tribunas e
intentaban abrirse paso entre la gente. Cuando subieron a la plataforma, le
mojaron la cabeza con agua salada, el agua donde los dioses del norte habían
nacido. Entonces todo el pueblo levantó las antorchas y vociferó un único y
estridente grito de triunfo. Y Tol se abandonó al llanto largamente retenido,
pero escondió la cara para que el reflejo de las llamas no lo delatara.
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