jueves, 21 de diciembre de 2023

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 10-12)

 






 LA EXPLORACIÓN EN LOS RÍOS DE LA MENTE

 

 

10




La fuerza de un cuerpo que no conoce todo aquello de lo que es capaz. Y el hierro de una pala que no se quebranta frente al hueso humano, que no se acobarda ni se amedrenta ante el peso de la carne y la piedad y la blandura que impone con su intensidad bullente de sangre. Y además, una pala que posee un filo, lo más letal de esa cadena de elementos que conforman un crimen. En el fondo, en el origen, la oscuridad donde se esconde el motivo. 

     Maximiliano iba y venía de esas grutas imprecisas, de la luz a la sombra y luego de vuelta, consciente de ese pasaje y de sus motivos, dispuesto al silencio del pensamiento, que es un silencio poblado de voces imposibles de callar con ninguna clase de muerte.

      Miró el cuerpo del hermano Aurelio tirado en el piso, las piernas abiertas, la derecha doblada, el torso a medias apoyada en una de las paredes, los brazos colgando con las palmas hacia arriba, los dedos crispados, la cabeza reclinada hacia la izquierda, la boca abierta y los párpados levantados. Era casi exactamente igual a una estampa religiosa, como la de los mártires semidesnudos que yacen en posiciones extrañas mientras agonizan, con la mirada en éxtasis, recibiendo en su seno al Espíritu Santo.

      Arriba, en el hueco que llevaba hacia el aire libre, un hueco invertido, le parecía ahora, porque tenía la sensación de que habitaba allí en el pozo desde siempre, el sol había desaparecido encaminándose hacia la noche, perdido y extraviado. Y sintió piedad y tristeza, y una enorme conmiseración por el sol perdido como un niño, ese pequeño astro en medio de tantos millones de astros más grandes. Entonces se puso a llorar por el sol y la luz que desaparecía del mundo esa noche como todas, pero que era también la última noche para alguien. Y se dio cuenta de que ni siquiera eso le había dado al hermano Aurelio, porque había muerto antes de la llegada de la oscuridad. ¿Era esa mirada que ahora veía en los ojos del muerto un misticismo cruelmente elaborado para castigar a su ejecutor, o una real simbiosis del alma de aquel hombre con su Dios? ¿Acaso Dios estaba en ese pozo, arrastrando el alma de Aurelio e ignorando el cuerpo vivo de Maximiliano, como si lo visible fuese lo invisible, y el alma algo más concreto que la piedra?

      Escuchó la voz del padre Silvestre y el padre Esteban llamándolo. La jornada de trabajo había terminado. Una cabeza se asomó por el borde del pozo, intentando ver en la oscuridad.

     -Hermano Maximiliano, ¿está ahí?

     Maximiliano golpeó la pared con la pala, como si siguiese paleando.

     -Sí, padre, aquí estoy.

     -Deje el trabajo, terminamos por hoy, lávese para la misa. Avise al hermano Aurelio, también. ¿Está con usted, no es cierto?

     Maximiliano se dio cuenta de que el padre Esteban ni siquiera los veía. Respondió con la verdad.

     -Así es, padre.

     El otro se alejó, y su voz se perdió llamando a los otros hermanos, inmersos en los pozos, y los imaginó saliendo como escarabajos al comenzar la noche, en busca de comida. Cientos de escarabajos negros que se reunirían en torno a un altar mayor frente a un líder, para escuchar la palabra del dios escarabajo.

     ¿Notarían la ausencia del hermano Aurelio esa noche en misa o en el refectorio? Podría decir que el hermano no estaba bien, que se había acostado, que el trabajo del día había sido demasiado agotador. Ninguno de tales argumentos sería una mentira, sólo una de las miles ramificaciones de la verdad.

      Dejó la pala y se acercó al cuerpo. Se dio cuenta de que lo que había visto no era del todo cierto. Sólo tenía el ojo derecho abierto, el izquierdo estaba perdido, cubierto de sangre, y todo ese lado de la cara y el cráneo hundido por el golpe. No se detuvo a pensar por qué había visto antes algo diferente, como si por un momento la cara de Aurelio hubiese sido la de un ángel hermoso penetrado por primera vez por el Espíritu, como una virgen. Hizo la señal de la cruz frente a esa cara lacerada, el rostro cuya deformidad consideró una liberación, una expiación para aquella alma atormentada por el orgullo, que blasfemaba la figura de Jesucristo con sus intenciones mundanas y su obscenidad escondida. La obscenidad que guardaba para los pozos oscuros y profundos, como si la muerte y el sexo fuesen una única criatura bestial que la luz del sol dividía en dos para quitarle poder. 

     -Rexit in pace – recitó, haciendo la señal de la cruz sobre la cara destrozada, sin temor de tocarla, manchándose la mano con sangre, limpiándose luego en la sotana ya sucia de barro. Y así, con las manos llenas del barro que limpió la sangre, que la absorbió hasta hacerla desaparecer, comenzó a palear tierra para cubrir el cuerpo.

     Oscurecía con rapidez, y cuando hubo dados cinco minutos de paleadas lentas y costosas para su cuerpo ya cansado, dejó la herramienta a un lado y subió la escalera. Afuera, el convento había encendido sus luces, y llamaban a misa nocturna. Él era el único que faltaba unirse a la procesión que ya se veía avanzar desde las celdas  hacia el templo. Las campanas sonaban  a muerto. Por qué, se preguntó, y al prestar mayor atención, se dio de cuenta que sólo había sido su imaginación. Ahora las campanas llamaban con sus ocho campanadas habituales para la misa nocturna. Se cantaría el angelus, se rogaría por el alma de los muertos, se pediría la bendición del Santo Padre, se leería un fragmento de las escrituras, tal vez la parábola del hijo pródigo. Pero si era el padre Roberto el que leería esa noche, más  probablemente elegiría el episodio del sacrifico del hijo de Abraham. Algo que dejara dudas en la mente de los seminaristas, algo que sembrara la discordia en el alma de cada joven ya aquejado por la incertidumbre entre la fe, la vocación y el conocimiento. 

     Miró al fondo del pozo y no vio más que oscuridad. Nada había, más que la intensidad propia del vacío, o era tierra tan oscura que se asemejaba al abismo de la nada. Fuera cual fuese la posibilidad, se contentó con haber creado aquel esquema, aquel esbozo que pretendía imitar la nada, un sitio donde quien pusiese la vista no encontrara más que la indiferencia propia hacia lo que no existe. Tanto fue así, que el padre Silvestre apareció de entre las sombras junto a las paredes del convento, y Maximiliano escuchó que lo llamaba. No sabía si lo estaba viendo sobre el montículo de tierra, aún sentado. Escuchó otra vez sus nombres, y esta vez respondió.

     -Sí, padre, acabo de salir y recojo mi ropa.

     -Dos minutos, hermano, sólo le doy dos minutos para asearse y asistir a misa.

    Lo vio adentrarse en el convento. No había preguntado por el hermano Aurelio. Fuese suerte o no, no quiso tentar a la providencia que se la facilitaba, y caminó rápido hacia su celda. Se desvistió y se lavó con el agua de la palangana, la misma que había usado esa mañana al levantarse. Estaba tibia y sucia, pero a él le pareció fresca comparada con el calor que le había provocado la agitación y el temor dentro del pozo. Se restregó la cara, y aunque no tenía espejo sintió las costas de barro en la barba y el cuello. Se lavó las manos, y bajo la tierra encontró la sangre pegada. Se restregó esta vez con más fuerza, y las manchas se fueron licuando. La sangre lucía como nueva, como si él mismo se hubiese lastimado al frotarse, pero luego que la sangre quedó en la palangana, tiñendo el agua sucia de un turbio color rosa morado, vio que sus manos estaban indemnes. No solamente limpias, sino que hasta se veían hermosas.

     Entonces se dijo que había cumplido con su deber, que se había purificado a sí mismo al tiempo que purificada el espíritu de alguien más. Había liberado el alma pecaminosa de Aurelio, su inaceptable orgullo de creer ver a Dios, y eso lo redimió a él también. Como el alma de Cristo a través de la comunión. Se dio cuenta de que ahora era él quien se creía tan importante como Cristo. El orgullo del hermano Aurelio, en lugar de desaparecer, había pasado a él.

      Sabía que la misa estaría terminando, y que vendrían a buscarlo para llevarlo a la celda de aislamiento, pero ahora no le importaba más que deshacerse de su propio cuerpo blasfemo, de ese cuerpo que agraviaba a Jesús sólo por el hecho de vivir. Incluso muerto su cuerpo iba a seguir ofendiendo a Dios. Agarró el rebenque del tío José y comenzó a castigarse la espalda, luego siguió con sus muslos, sus hombros, su cara. Se desnudó y castigó sus genitales. Se puso de pie y lastimó sus pies. Y a pesar del dolor no gritó ni lloró, sólo hizo muecas silenciosas, y ése era su regalo para Dios, el silencio que todo lo perdona y todo lo limpia, el eterno silencio donde la nada, en lugar de oscuridad, es blanca como el vientre de la Virgen. 

     Escuchando los pasos de los seminaristas saliendo del templo y yendo a sus celdas, adivinando los pasos de las sandalias del padre Esteban que se acercarían tarde o temprano, o quizá no fuese él, sino otro de los celadores, menos condescendiente, menos flojo para imponer castigos, porque ya era la segunda vez que Maximiliano transgredía las reglas. Se acercaban a su puerta. Abrió los ojos y vio al padre Esteban y a dos curas más mirándolo con los ceños fruncidos y una expresión ofuscada. Maximiliano no pudo levantarse, y tampoco quería hacerlo. No lo obligarían a dejar esa postura de sumisión, nunca más se permitiría estar a la misma altura de un hombre, la misma altura a la que Cristo había estado alguna vez. Y volvió a darse cuenta de que la obstinación en mantener su autocastigo era también una forma de orgullo: todo olía a orgullo y vanidad en el hombre, hasta la modestia, hasta la entrega de todo. Si se estaba castigando el cuerpo era porque valoraba tanto su cuerpo que lo consideraba digno de recibir un castigo, y digno también de redimirse alguna vez. El cuerpo es el templo del alma, había aprendido, y la iglesia un edificio donde los artificios se jactan de representar a Dios. 

     Nuestros ojos son vanidosos, se decía él, nuestras manos hieden a orgullo, nuestras espaldas erguidas avasallan el mundo con jactancia. Y un cadáver quizá fuese el más poderoso signo del orgullo. Sin moverse ni hablar, imponía con su silencio el aroma supremo de la vanidad: el cuerpo hedía entonces más que en cualquier momento mientras estuvo vivo, un olor que no podía detenerse, que viajaba con el viento y continuaba en las narices de quienes alguna vez lo habían percibido. Un olor cuya presencia persistía más que el silencio, porque se disfrazaba utilizando las mismas maniobras usadas para combatirlo: era así como el aroma de las flores recordaban el olor de la muerte. Los cementerios eran jardines de cadáveres florecientes.

     ¿Serán, entonces, la primavera y el verano, épocas de mayor muerte porque también hay más vida? ¿Son el otoño y el invierno simples reyes herederos que gobiernan porque su verdadero rey, la vida, estará ausente por un tiempo? 

     Olió el aroma de la piel de los curas, el áspero matiz de sus barbas en el cuello, y el imaginario perfume de la sangre. A veces veía un corte en lugar del cuello blanco de los curas, una raya roja que tanto lo atraía, que él necesitaba sentir, alguna vez, el calor de algún filo. Ni las uñas de las putas, ni el puñal de algunos de sus amigos, ni siquiera el frío aliento del tío José cerca de su cuello se había acercado a esa necesidad, esa imperiosa necesidad física. Tal vez Cristo habría sentido eso mismo desde mucho antes de ser clavado en la cruz, el dolor como premonición, el dolor como expiación porque deshacía el cuerpo en miles de fragmentos al mismo tiempo que lo juntaba en un solo sentir. Las múltiples partes del cuerpo, conformando una unidad, se disociaban y congregaban sucesivamente en una acumulación simultánea de vida y muerte, de construcción y destrucción de una espiral cuyas vueltas se iban rompiendo para dejar círculos cerrados y permanentes alrededor del alma encerrada en el débil cuerpo de un seminarista, de un joven de mente obtusa y cuerpo excitado.

      Olió el aroma del padre Esteban y se abrazó a él, y sintió las manos del cura abrazarlo, subiéndolo hasta su altura para ayudarlo a caminar fuera de la celda. No lo llevaban hacia el sector de aislamiento, sino hacia la enfermería. El padre Rogelio comenzó a revisarlo con sus instrumentos médicos: el estetoscopio rozó su pecho y le dio escalofríos, el bajalenguas de metal se metió en su boca y lo hizo toser, la pinza con algodón y desinfectante pasó pos sus heridas para provocarle un ardor muy parecido al mismo fuego.

     -Agua –pidió.

     Le alcanzaron un vaso, y al levantar la cabeza vio que estaba cubierto con una sábana limpia, impecablemente blanca. Escuchó, de pronto, un trueno, y se sobresaltó. Los otros debieron creer que despertaba de alguna pesadilla o mal sueño que había tenido en ese medio sueño de los estados febriles. 

      -Tranquilo, hermano –dijo alguno a su alrededor, pero no supo quién. 

      Sintió que de inmediato alguien abría una ventana para dejar entrar el olor de la lluvia, pero ese aroma trajo consigo no el recuerdo del pasto mojado, sino el de la tierra removida de los pozos de drenaje. Escuchó que conversaban a su lado, sin seguir la lógica de la conversación.

     -Es un pecado que llueva justo hoy…

     -…no debe lamentarse…

     -…el agua limpiará los pozos…

     -….ablandará la tierra…

     -…lo que se hizo es suficiente…

     -…ya no nos inundaremos…

     -….el agua se llevará todo.

     Si allí terminó la conversación fue únicamente por estruendo que el trueno trajo con la lluvia, que cayó a cántaros, y escuchó entre risas la palabra diluvio, y percibió los efluvios del vino en el ambiente junto al fuego, y el aroma de los libros que no era precisamente la biblia, porque el papel era menos santo y estaba impregnado de olores non-sanctos. Aroma a orina y a semen, a transpiración bajo la sábanas. Pero de dónde llegaba ese aroma, se preguntó Maximiliano, mientras abría los ojos e intentaba ver lo que los demás hacían muy cerca de él, en el salón pequeño que servía de enfermería, pero que, como todos ya sabían, era utilizado para beber alcohol y tener conversaciones no permitidas. Sin embargo, no vio más que sombras y figuras sentadas alrededor de una mesa, algunas levantándose y otras sentándose, casi siguiendo el ritmo de los truenos y la lluvia, como si hubiese una danza escondida, una coreografía quizá, que los curas estaban ensayando sin saberlo, títeres de los dioses paganos que, según dicen, surgen cuando las fuerzas de la naturaleza superan la voluntad del Dios supremo. 

      Maximiliano vio los relámpagos iluminar la serie de figuras y estampas que se dibujaban en la sala, unas veces como congregaciones de hombres santos, otras como campesinos y pescadores arracimados alrededor de una figura capital, Cristo probablemente, pero intercaladas con estas imágenes, vio hombres desnudos alrededor de mujeres también desnudas, vio botellas de alcohol y mucho humo, contempló figuras de arte maya dedicadas a representar orgías, violaciones y asesinatos. Vio niños muertos, fetos muertos colgando de sogas atadas a las vigas del techo, hachas sobre las mesas, bisturís médicos y pinzas, fórceps, cuchillos y tijeras. Vio telas blancas manchadas de rojo, camas con colchones rotos, elásticos, huesos, muchos huesos largos. Cabellos cortados de todos los colores posibles, lacios y rizados, mechones enteros arrancados con partes de piel humana. Y también sabía que el agua arrastraría todo aquello con su piedad, su misericordia inabarcable, su perdón extremadamente benévolo, demasiado para el objeto al que se dirigía: el hombre, ese tallado inacabado por Dios, engendro que debió ser abortado por su conducta aún antes de serle otorgada la vida, ese pedazo de tierra formada con heces y barro. 

     Miró hacia la ventana abierta, y sin verlo, adivinó el torrente que fluía junto a las paredes del convento, formado y alimentado por la lluvia que sí podía ver caer intensamente entre relámpago y relámpago, y que oía aún con más claridad en la densa oscuridad de la avanzada noche. Ignoró las imágenes reales o imaginadas de los curas en la sala, y siguió el camino de la piadosa lluvia a través de recovecos y pasillos, de túneles y desagües. Enumeró mentalmente los tejados del convento, las caídas de agua, los sectores que siempre se atascaban, las grietas en las paredes. Y cuando todos y cada uno de estos caminos y obstrucciones fueron superados, pensó en aquel torrente bajando hacia el primer pozo que ellos habían cavado durante el día. El agua fluyó con su propio peso dentro de la zona más honda, arrastrando tierra y pedruscos, incluso las palas que algunos de los seminaristas habían dejado olvidadas. Podía escuchar, ahora sí, aquel torrente por encima del ruido de la lluvia, pero era un sonido que no podría confundirse con nada más, porque tenía la característica de lo profundo, como una oquedad de pronto ocupada, repercutiendo el sonido del agua con un eco inicial que pronto, imperceptiblemente, fugazmente, desaparecía, para volver a formarse en el siguiente túnel. 

     Hasta que en uno de esos tantos túneles el agua iba a encontrarse con un obstáculo muy débil, un montón de tierra interpuesta en su camino y también un cuerpo. Y para el agua este cuerpo no era más pesado ni muy diferente en condición y naturaleza a esa misma tierra que llevaba arrastrando desde unos metros antes. Acostumbrada a arrasar con todo desde el principio de los tiempos, la corriente se deshizo de los obstáculos y se llevó consigo al cuerpo del hermano Aurelio, lo envolvió en su torbellino de pequeños remolinos interiores, coágulos de barro que cubrieron el cuerpo como si quisiesen curarlo o detener heridas ya muertas. Como un médico ignorante que desconoce los signos de la muerte, el agua se considera a sí misma más poderosa que su propia ignorancia, cura lo que no necesita ser curado y mata lo que aún puede estar vivo todavía. Sin embargo, es como el tiempo, lo que arrastra lo deshace y lo devuelve al fango, lo disuelve, se introduce y lo introduce en su misma sustancia. Por eso el agua es piadosa como Dios, todo lo perdona porque nada le es ajeno.

     Imaginó el cadáver de Aurelio siendo arrastrado por la corriente a través de los diversos túneles, hasta el último que desembocaba en el arroyo. Y la fuerza de la corriente se hizo entonces mayor, y el cuerpo dio vueltas y vueltas, giró y golpeó contra las paredes, se dobló como un muñeco de trapo y finalmente fue arrojado en el arroyo, sin oportunidad de descanso porque allí la corriente era más intensa debido a la lluvia, y muy pronto fluyó más rápido pero con menos brusquedad, porque el lecho era más ancho y diversas corrientes paralelas lo envolvían como si ahora sí supiesen que ya estaba muerto definitivamente, y decidieran hacerle una mortaja de agua. 

      Entonces Maximiliano supo que esos huesos nunca de desharían, nunca se pudrirían lo suficiente como para no dejar rastros en alguna parte. Hasta los cabellos del hermano Aurelio seguirían flotando y balanceándose, parecidos a las algas, formando parte de la naturaleza del fondo del mar. El cuerpo blasfemo y la mente enferma del hermano persistirían en el agua durante incontables siglos, alimentado por el agua para convertirse en un vegetal marino, en algas, en carne que alimentaría a los peces. Y los fragmentos de aquel ojo izquierdo seguirían viendo a Dios aún después de muerto, en el fondo del mar, oculto el ojo en todas las cosas, en millones de peces que alimentarían a otros tantos cuerpos. Los huesos de Aurelio se convertirían en rocas donde el mal podría asentarse, o quizá esas rocas eran altares de huesos petrificados de muchos otros cuerpos degradados por el mal.

      Si la tierra era el origen del hombre, que nacía inocente, era ella misma el destino del hombre bueno. Pero el agua, alimento de la vida, engendraba el deseo y la perversión. Todo líquido, como la sangre y las secreciones del cuerpo, eran un remolino de caos. Vida y muerte, alternadas, inestabilidad y perturbación. Sólo Dios era serenidad y paz, muerte permanente. Una roca, también. Y por eso los demonios se camuflaban, se transformaban para imitarlo, envidiosos de la paz eterna de las piedras.

     Los huesos del hombre eran lo más parecido a Dios. 

     Los anhelados tesoros que los demonios querían arrebatar a un Dios que ya estaba muerto, robando sus huesos desde su sepultura en la luna.

     El cementerio de la luna tenía una sola tumba, desde siempre abierta porque nunca fue cerrada. 

     Los huesos de Dios estaban indefensos como los de un anciano solo y ciego.



11

 

El cielo de Buenos Aires era diferente a cualquier otro que hubiese conocido. Era verdad que jamás en su vida había salido de la península, ni siquiera del ámbito de su terruño, del territorio de la provincia de Cádiz, así que no era probable que su mente pudiera correlacionar y su ánimo asombrarse por contraste alguno. El asombro llegaba, tal vez, del aire, y pensó ingenuamente que quizá a todos les pasaba, como les había ocurrido a los primeros exploradores de la zona, o a los primeros visitantes de la antigua ciudad recién fundada, que el aire extraño, frío y extremadamente húmedo, y sin embargo trepidante para el alma- no sabía por qué ahora pensaba en esta expresión-, hubiese penetrado en ellos como estaba penetrando en su cuerpo. No dijo alma, no. Dijo cuerpo en voz muy baja, más allá de la voz del pensamiento y muy por debajo de una voz externamente audible.

     Miró a su derecha, donde Elsa se agachaba levantando fardos de telas y comida, llevándolos uno por uno apenas unos metros, con la única finalidad de hacer tiempo mientras el barco atracaba. Sabían que la espera sería mucha, hasta quizá no podrían desembarcar sino al día siguiente, y eso que habían llegado al puerto a la diez de la mañana del domingo.

     Ahora era el mediodía en los márgenes de una ciudad cubierta de una tenue niebla veraniega, una ciudad que se ocultaba con deliberación de los ojos de los inmigrantes, celosa de sus tesoros, orgullosa de antemano por lo que ellos descubrirían cuando ella decidiera abrirles las puertas. Recibir el barco entre sus dársenas como brazos dispuestos a amar o machacar. El puerto de Buenos Aires era un filtro, y en esa espera de dos horas vio la más ínfima pero clara muestra de que no serían bien recibidos.

     Ni Elsa ni nadie más, parecían darse cuenta de lo enrarecido del aire, de esa peculiaridad que lenta y parsimoniosamente se iba develando, desenmascarando, como si el mismo aire estuviese envenenado con la crueldad y el mal modo de los habitantes. Aún sin haberlos escuchado, aún siquiera haberlos visto más cerca que a cien metros a través de la superficie del río, moviéndose como hormigas a lo largo de las escolleras, sí había escuchado la voz de los trabajadores del puerto, la voz de los hombres con su peculiar acento sudamericano. Y por más que gritasen las mismas indicaciones y dijesen las mismas cosas que cualquier obrero del puerto de Cádiz, el acento era hosco y las blasfemias sonaban no con entonaciones amenas o suavizadas por la familiaridad. Ni siquiera había gracia en los leves ritmos que parecían intuirse en las voces.

     La voz humana es un canto, pensaba Maximiliano, siempre hay un ritmo determinado, una música afín al significado de las palabras que se pronuncian. Esa música era del hombre que la emitía, pero germinada en una tierra determinada, de una familia en particular, de una historia en común. La diferencia, se dijo -mientras continuaba asomado al barandal, observando la ciudad que crecía cada minuto ante su vista, a pesar de que ya estaban quietos, como si entre la bruma que no era bruma sino una especie de polen veraniego que servía de máscara diáfana a la ciudad, la ciudad se fuese descubriendo deliberadamente, sin mostrarse del todo, como una actriz que observa la platea a través de un trozo de telón rasgado-, era que la música que Maximiliano escuchaba desde el puerto era arrítmica, violenta y sórdida.

      Elsa se acercó a él y lo llamó varias veces tocándole el brazo. Maximiliano salió de sus ensimismamiento, y se asombró del bullicio a su alrededor, de la agitación, de las voces castizas y los gritos porteños, entremezclados por encima del río, cuyas aguas hedían a muerte.

     -¿Vas a ayudarme, por favor?

    Él asintió, aunque no veía la utilidad de cambiar fardos de un lugar a otro si no bajarían del barco en largo tiempo. Pronto, sin embargo, vio que había muchos pasajeros rondando alrededor de las pertenencias entremezcladas de todos ellos. Había que precaverse de los ladrones, si durante el viaje no les era posible escapar, ahora ya en el puerto sólo necesitaban confundirse entre el gentío y huir hacia el puerto. Elsa lo miró con cansancio, como preguntándole con la mirada qué le sucedía. Luego, cuando eran las tres de la tarde, se sentaron finalmente sobre los fardos a que habían reducido sus escasas pertenencias, cada uno sobre el suyo. Don Roberto vestido con la ropa que había llevado la mayor parte del viaje, ahora lavada, porque no quería entrar al nuevo continente como un mendigo sucio y harapiento. Fumaba su pipa, contemplando el horizonte de Buenos Aires, como si estuviese más lejos de lo que en realidad estaba, pero no había signos de miopía ni ceguera en su expresión. Elsa se había lavado el cabello, ahora recogida en la nuca, con unos mechones que le caían sobre la frente y las mejillas enrojecidas por el calor y el esfuerzo. Maximiliano había tenido la suerte de recibir de regalo un traje nuevo que el médico de a bordo le obsequió cuando estaban a dos días de su arribo.

     -Le agradezco mucho su ayuda, caballero –le había dicho el doctor, palmeándole la espalda y desmintiendo con reluciente hipocresía todo el desprecio con que lo había tratado durante el viaje. Había reconocido en él al único hombre de estudios de toda la zona en cuarentena del barco, y su regalo era una concesión a una vieja y anticuada educación a la cual no podía contrariar sino a expensas de la paz de su espíritu social. Maximiliano recibió el traje, luego de unos segundos en que dudó si tirarlo por la borda o devolverlo con educación pero arrogantemente.  Lo aceptó, sin pensar, porque no hubo tiempo ni de un breve pensamiento que fuese más corto que el estallido de su memoria. El traje le recordaba la sotana que se había quitado definitivamente un  día no mucho tiempo atrás, y se dijo que nada era tan definitivo, que las cosas volvían en otra forma pero con la misma sustancia.

      Qué significaba ese traje, se preguntó, cuando lo tuvo en sus manos y miró al doctor irse junto a su enfermera del brazo, alejándose de la epidemia hacia el puerto, hecho y cumplido ya con su trabajo, en paz en mente y espíritu, lleno de anécdotas para contar en las tertulias de café de la ciudad en largas noche de ocio y esparcimiento, luego de las también largas jornadas en el hospital donde contaría los mismos incidentes a sus colegas e intercalaría en sus conferencias y expondría como enseñanzas de vida a sus apesadumbrados pacientes. No cabía duda que iba a ser uno más entre los contadores de historias durante la próxima década en una ciudad joven que progresaba a pasos acelerados y gigantescos. Pero a Maximiliano de quedaba un traje usado, evidentemente inadecuado para pasearse como un caballero por cualquier calle de la vibrante ciudad, pero apto para sentirse distinto entre los otros que descenderían del barco. Un signo de distinción, que no haría más que demostrar la diferencia con que ya lo trataban los demás.

     Era verdad que había ayudado a salvar ciertas vidas, o quizá no hubiese hecho más que consolar con palabras vacías los cuerpos que no querían dejar que sus almas escapasen en medio de la nada, en una superficie sin tierra. El cuerpo exigía morir sobre tierra, sintiéndose huérfano sobre el agua o en el aire. Eso lo sabía Maximiliano con suma claridad. El agua transportaba los cuerpos, como había hecho con el hermano Aurelio; el aire acarreaba los gérmenes de enfermedades invisibles a los ojos humanos; la tierra, en cambio, recibía y abrigaba las fronteras del cuerpo, daba paz al alma, tranquila ya de dejar en buenas manos el recipiente que le había dado cobijo. ¿El alma, adónde va, entonces?, se preguntó Maximiliano. Miró al cielo diurno como respuesta, buscando la luna blanca como una nube perforada, deshilachada, un algodón usado y abandonado por una enfermera cansada apenas terminado su turno nocturno. Una enfermera que viera asomarse el sol por la ventana del cuarto donde ha estado cuidando a un paciente, y aún antes de que llegue su relevo, coloca la última inyección y arroja el algodón en alguna parte, sin darse cuenta. Y ese pedazo de algodón se escapaba por la ventana y subí al cielo, confundiéndose con la luna que se apagaba, la luna muerta del día, la mortaja de telarañas que la cubría mientras el sol empezaba a cumplir con su deber.

      La luna sobre la tarde de Buenos Aires no le respondió, porque apenas pudo hallarla. La desconocía así como ella aparentaba desconocerlo a él. Otra tierra es otro mundo. La memoria podía cambiarse, el pasado era tan poco importante, tan trivial que se volaba como el algodón ante un viento próspero. La ciudad era una evidente muestra del progreso, lo que dejaba detrás era polvo y humo. Maximiliano esperaba con ansia que así fuese, pero la futilidad de este concepto, de esta concepción de la vida le producía un dolor semejante a un pozo vacío que exigía ser llenado. Lo negro exigía lo blanco, lo hondo reclamaba lo alto. Todo volumen hueco debía ser completado. La física de los cuerpos respondía a la lógica positivista. Dios se hundía en los abismos, el cuerpo de Dios no flotaba como los barcos. Se hundía en el mar hasta el fondo de las simas a que llevaban sus huesos en torbellinos.

     Pronto, abandonaría la endeble superficie del mar, donde cada día y noche escuchó los llamados de los demonios. Entonces miró al viejo Roberto, tratando de ver la turbiedad de su ojo izquierdo, pero lo único que encontró fue una exquisita claridad, casi como si el sol de la media tarde refulgiese esplendorosamente en la pupila.

 

     Entre las tres y las seis de la tarde, los pasajeros de las cubiertas inferiores, los pasajeros sanos que nunca estuvieron en contacto con el tifus, desembarcaron en una larga y lenta fila, junto con valijas y baúles. Era tan evidente la deferencia entre ellos y aquellos hombres y mujeres, que no pudo más que pensar una blasfemia silenciosa en contra de Dios. Mientras los veía descender por la escalerilla con sus ropas cuidadas y limpias, sus valijas cargadas por sirvientes, las mujeres con sus peinados prolijos y sus joyas, los hombres con sus bastones y sus trajes, los perros llevados de la correa, los niños sonrientes y juguetones, aislados de la mísera mirada con que los enfermos de la popa los contemplaban, asomados al barandal. Buenos Aires no era ninguna utopía, simplemente otro mundo donde las mismas diferencias se conservarían intactas, los mismos crímenes y falsedades. El hombre no era capaz de inventar nada nuevo, se dijo Maximiliano, o más bien, se corrigió: no era capaz de tolerar cambios. La humanidad era una especie que únicamente sobrevivía al ver a mano los parangones de siempre.

     Buscó complicidad y comprensión en la cara de Elsa, pero ella continuaba sentada sobre su fardo, indiferente a lo que sucedía en el puerto. Sólo lo miraba de tanto en tanto, echándole una mirada ofuscada, o quizá fuese sólo agotamiento. Él sabía que ella estaba enojada porque había aceptado el traje de manos del doctor. Para ella era como una traición hacia la gente a la que había dedicado tiempo y cuidados. Desde entonces apenas le había dirigido la palabra. Ahora la miraba como un chico avergonzado, pero no era esa la palabra exacta. Se sentía orgulloso de lo que había hecho, y ningún traje podría quitarle lo logrado. Eso era lo que ella no comprendía. El vestirse bien y verse prolijo y limpio era casi una necesidad de su espíritu. No renegaba del barro ni del sudor, sólo valoraba lo bueno de la vida cuando llegaba a sus manos. Entonces se reconoció, por primera vez en mucho tiempo, parte de la familia del tío José. Cuánta diferencia podía ver en el orgullo del uniforme de marino y el traje que él ahora llevaba. Nada más que matices, sólo importaba la estampa que el traje le aportaba. Atrás había dejado la renuncia a los bienes y lujos terrenales. Cuando había tenido a Dios, éste lo era todo, alimento, ropa y plenitud espiritual, pero al perderlo, un vacío enorme se había creado a su alrededor, como si Dios fuese un pedazo de tela que de pronto se hubiese desgarrado y quedado prendido entre las ramas de un matorral, y él hubiese emergido desnudo y hambriento.

       Aspiró profundo el extraño aroma del río, orgulloso de soportar la hediondez de la superficie cubierta de pescados muertos. Se dio cuenta que había sido la llegada de ellos la causa de tal olor, al drenar las aguas residuales del barco. Desde los muelles echaban chorros de agua para limpiar el casco de la proa, cubierto de mugre. Era la suciedad de los enfermos la que invadía el puerto y quizá provocado la muerte de los peces. Y como una afirmación a sus pensamientos, vio ascender por otras escalerillas a varios soldados y policías, custodiando a hombres con guardapolvos.

      -¡Elsa! –gritó, pero cuando ella lo miró asustada, ya los hombres estaban en la cubierta, empujando y golpeando sin distinción a los que se les acercaban preguntando cuándo los dejarían desembarcar.

      Los soldados se abrieron paso entre la multitud de hombres y mujeres que se dieron cuenta que sólo atacando podrían defenderse de ellos. Alguien gritaba:

     -¡Alto, deténganse! –pero nadie sabía quién ni a quiénes se le ordenaba.

      Maximiliano agarró a Elsa de un brazo y la llevó hasta donde estaba su padre. Don Roberto se había parado y estaba siendo empujado hacia los policías que aparentemente pretendía juntarlos a todos contra la barandilla.

     -¡Papá! –llamaba Elsa, pero Maximiliano no la dejó ir sola en busca del viejo. Ambos se abrieron paso entre la gente que empujaba y los soldados que golpeaban. Todos iban en cualquier dirección, o por lo menos así parecía porque Maximiliano empujaba y retrocedía, era embestido de un lado y de otro. Escuchó que lo llamaban algunas mujeres que él había cuidado, sintió que lo agarraban de un brazo y de otro, pero él únicamente intentaba no perder de vista al viejo. Por un momento lo vio hundirse en la marea de gente, hasta creyó ver una mancha de sangre en su cabeza luego del golpe de un fusil. Entonces se dijo que no se perdonaría el dejar morir a Don Roberto. La vergüenza ante la mirada de Elsa sería insoportable, pero aún más lo era la idea de no saber qué sucedía en los ojos del viejo. Es verdad que era otro más que decía ver a Jesús, como el hermano Aurelio, otro loco visionario que se creía privilegiado, pero esta vez estaba Elsa y su amor, Elsa y su cuerpo. Y sobre este mundo de sentimientos y vergüenzas, estaba la lógica irrefutable de su razonamiento: si había más personas capaces de ver, con un ojo enfermo, a Dios personificado, por qué no él. No era que desease quedarse ciego para vislumbrar a Dios en la insondable oscuridad, sino el comprender, como un científico armado con las herramientas de la teología, las causas y los motivos de tal privilegio. Esto lo sabía desde el día que escapó del convento y fue a explorar, como en una selva en la que siempre hubiese vivido y en la que leyese por primera vez el significado de cada planta y animal, la enorme biblioteca del tío José.

 

 

 

12

 

 


Cuando todavía la tormenta no había amenguado, Maximiliano escapó del convento sin que nadie se diese cuenta de su huida. Como si la lluvia en lugar de amedrentarlo le hubiese servido de manto protector, de cortina velada, de muro irrompible tras el cual él escondía su corazón abierto, exponiéndolo a la lluvia para que se apagase el ardor que aún sentía luego de saber que el hermano Aurelio no era más que un esqueleto arrastrado por las aguas en camino al mar.

      ¿Por qué causa le dolía el corazón?, se preguntaba mientras corría bajo la lluvia, resbalando en el barro entre los montículos de tierra que él y sus compañeros habían levantado. Si no había hecho más que justicia por mano propia, no existía razón para sentirse apesadumbrado. Sin embargo, aboliendo la vida de aquel muchacho jactancioso que se creía privilegiado por Dios había creído a la vez apagar una luz, cerrar un párpado más grande que el de un ojo de un hombre normal. El hermano Aurelio se había atrevido a morir casi en la misma posición de Jesucristo, pero en una cruz que yacía sobre la tierra. ¿Quería decir esto que él había matado, como un soldado romano, a Cristo una vez más?

      Si Dios estaba dispuesto a servirse de un cuerpo y una mente enferma como la del hermano Aurelio, quería decir que Dios estaba comenzando a mostrar sus harapos. Sexo y Dios, hombres y mujeres, hombres entre hombres mostrando su lascivia, restregándose los cuerpos en camas con crucifijos y rosarios junto a espejos y aroma a incienso.

      Maximiliano sentía ardor en el corazón, pero su boca estaba seca y su garganta sedienta. Se paró en medio de la lluvia y abrió la boca, dejando que el agua entrase y lo ahogara. Pero como siempre, tuvo miedo de morir, tosió y se arrodilló en el barro, se arrancó la sotana y comenzó a masturbarse. Y cuando acabó sintió la viscosidad de su semen mezclado con sangre. Supo que se había lastimado, y así estaba bien, era lo correcto. Si alguna vez se había castigado la espalda, resultaba razonable que ahora castigara el órgano que ardía casi tanto como su corazón. Se dejó caer en el suelo, sintiendo la lluvia en su espalda, la tierra en la boca con un sabor extrañamente semejante al del jardín del tío José en los días previos a la primavera. Lluvia y sol se mezclaban con una curiosa perspectiva de reconciliación, como si el recuerdo atenuara las diferencias, con el solo fin de hacerlo ver, descubrir, revelar a su propia mente acontecimientos que habría deseado mantener en las sombras del olvido.

      El olor a semen le traía recuerdos de prostíbulos visitados por él con el tío, que lo empujaba y lo aporreaba con el rebenque para que se animase de una vez con las putas. Las dos primeras veces había entrado con él en cuarto, y le había dicho a la puta cómo tenía que estimular al muchacho, incluso él mismo lo había hecho. Maximiliano sentía la mano del tío tocándolo, frotándolo hasta que estaba preparado para penetrar a la mujer que esperaba en la cama, con las piernas abiertas y su abismo caliente dispuesto a recibirlo como si del último camino del mundo se tratase. El mejor y último camino que cualquier hombre estaría dispuesto a recorrer antes de morir. Y recordaba el rebenque del tío José golpeándole las nalgas mientras él la penetraba, dándose cuenta que los golpes lo excitaban aún más. El tío sabía lo que hacía, y cada vez que Maximiliano acababa, sentí dolor y agradecimiento, sonriendo al tío José que lo miraba y acariciaba las tetas de la puta, tocándose con inútil fuerza su entrepierna.

    Y cuando se iban juntos, el tío lo abrazaba, ebrio, inestable su marcha por las calles de Cádiz, hasta la casa. Entonces Maximiliano lo ayudaba a desnudarse y lo dejaba en su cama, cubierto con una sábana, para irse después a su propia habitación. Allí se sacaba la ropa, tocaba el semen seco en su piel, y se dormía, pensando en el placer que había ayudado a dar al tío José, el bondadoso tío José que había estado dispuesto a cobijarlo y criarlo como a un hijo cuando sus padres murieron.

     El tío José como padre y madre al mismo tiempo. El viejo tío, como un Dios impotente, yacía en el barro junto a él, compartiendo su crimen contra con los curas afeminados, pero recriminándole la huida, llamándolo marica de mierda. Maximiliano sabía que todo era cuerpo y fluidos, que el hombre estaba hecho de huesos y carne que se pudre. Que el mismo Jesucristo era un esqueleto cuyo cráneo posee dos órbitas huecas, capaz de reflotar si el agua de lluvia, como esta noche, inundaba su tumba. Por eso Dios tuvo la inteligencia suficiente para llevar al cuerpo de su hijo hacia el mar, para protegerlo de los gusanos de la muerte.

      La tumba de Cristo es el mar.

      Entonces Maximiliano levantó la cabeza del barro, como si de pronto hubiese visto o sabido algo tan evidente que lo sorprendía no haberse dado cuenta antes. Un hijo sepultaba a su padre, no un padre a su hijo. Cuando éste moría antes, la vida del padre era una muerte en vida. Por eso Dios se deshacía de sus propios huesos y los arrojaba al mar, a la tumba del hijo atrapado en torbellinos, en simas profundas inundadas de agua, agujeros negros que absorbían toda luz y sonido, tiempo y espacio. Oscuridad, silencio, y una risa estentórea fluyendo desde alguna parte o desde ninguna. Tal vez desde la memoria, el infierno de los hombres.

     

     Por eso no recordaba, como una bendición distorsionada y cruel de un dios menor y burlón, cómo era que llegó a la casa. No tenía memoria de haberse levantado por sus propias fuerzas ni que alguien más lo encontrara y lo recogiera, reconociéndolo y llevándolo hasta la casa donde no hacía mucho tiempo había vivido con el tío José. Tampoco sabía cuántos días pasaron, ni cuánto duraron los lapsos de conciencia que le llegaban como breves estallidos brumosos entre esa niebla espesa llamada olvido. La imagen de la fachada de la casa en medio de la noche, iluminada por relámpagos, las ventanas iluminadas desde adentro, dejando entrever las figuras de las sirvientas del tío. A esas horas ellas debían estar durmiendo, así que no era posible que su recuerdo fuese real. Pero Maximiliano ya sabía que los sueños a veces también podían ser tan reales como la como vigilia, porque son parte de ella.

      ¿Pero quién lo rescató y lo cargó hasta el frente de la casa? O quizá ni siquiera fue llevado en andas, sino en brazos, y su cabeza se balanceara sobre el brazo de algún hombre fuerte. Y fue entonces que recordó aquel olor, el aroma a tabaco del tío. Era éste tan penetrante, que perduraba en la ropa a pesar de los continuos lavados, en los muebles y alfombras, hasta su piel olía eternamente a tabaco. Era frecuente que le preguntaran dónde lo conseguía, pero él siempre prefería evadir una respuesta concreta, fuera por hacerse el misterioso o porque no veía razón para dar una contestación inútil para quien preguntaba. Sólo quien hubiese visitado los mismos lugares del mundo que el tío José habría sabido de qué sitio, calle, esquina y tabaquería él hablaba. Así que se limitaba a decir que en Cuba, Puerto Rico o en las Filipinas, cualquier lugar exótico, relacionado siempre con noches sórdidas, mujeres de la calle y el aroma inconfundible de la humedad y de la sangre.

      Ahora sabía quién lo había encontrado. El tío José debía estar por allí, quizá él mismo había llegado hasta cerca de la casa en medio de la fiebre, desnudo como estaba y empapado de lluvia y sudor. La cabeza le palpitaba y los ojos le ardían, y fue el tío el que lo levantó en brazos- estaba seguro, podía oler el aroma del tabaco aún ahora, en cama y cubierto con sábanas y mantas cálidas-, y lo llevó hasta su cuarto, mientras las sirvientas preguntaban qué le había pasado al pequeño Maximiliano, para las que nunca dejaría de ser un niño.

       Ellas iban y venían desde la cocina y el baño, trayendo toallas secas y calientes, palanganas de agua cálida para lavar el barro que se había metido entre los dedos de sus manos y pies, en las orejas, impregnando de suciedad la blanca piel del consentido.

      Recordaba ya, gracias a la piedad con que la memoria se honra a sí misma de vez en cuando, que fueron los rostros de las dos viejas sirvientas las que lo calmaron cuando él abrió los ojos y no veía más que el cielo raso frío y muerto, donde las lámparas colgantes eran soles nocturnos sin calor, y cuando giraba la cabeza allí veía las mesitas de luz llenas de frascos de remedios, vasos de agua y recipientes con sales y especias. Habían recurrido a toda posible artimaña casera para aliviarlo a él y a su fiebre, pero no pensó la causa por la cual no habían llamado a un médico.

      Fueron, entonces, las caras de las sirvientas las que lo consolaron al principio, y el aroma a tabaco del tío, que representaba su presencia por más que él no viera su rostro.

     -Tío…-recuerda haber dicho entre gemidos de su garganta seca. Aquel a quien llamaba se mantenía fuera de su visión, no así su voz, que daba órdenes con un tono carente de ofuscación o enojo. La voz del tío era dulce, por lo menos él así lo escuchaba en su estado febril, suave pero firme, diciendo cosas que no entendía, pero que sonaban como consuelos dirigidos especialmente a él, únicamente a su sobrino Maximiliano.

     Y cuando habían pasado muchos minutos o muchas horas, quizá días con soles que no había visto o confundió con los soles nocturnos de las intensas lámparas colgantes, las sirvientas dejaron de hacer sombras a su alrededor, abandonaron su cuchicheo y sus lágrimas en la habitación, -apagándose uno, secándose las otras,- y se retiraron a sus dormitorios para descansar.

     -Vayan a dormir, yo lo cuidaré.

     Esto lo había escuchado claramente, y ya no tuvo miedo a que el tío José lo golpeara ni le reprochara su conducta. El viejo tenía miedo, él lo sabía y se daba cuenta en el temblor de las callosas manos cálidas que comenzaron a tocarlo cuando las mujeres cerraron la puerta de la habitación. Las manos se apoyaron en el pecho de Maximiliano, y él abrió los párpados y vio por primera vez desde que se habían separado en el convento, la cara cetrina, más delgada ahora, de barba más larga, sin anteojos, despeinado y sudoroso cuando le tocaba el pecho para retirar, lentamente, las sábanas humedecidas.

     -Creí que estabas muerto allá afuera…-dijo el viejo.

      Siguió acariciándolo como a un chico, Maximiliano se sentía bien, bendecido por el tiempo y su constancia, dispuesto a  disfrutar de los resultados de sus largas plegarias rogando por el cariño del tío José, del cual no dudaba, pero menguado y ensombrecido desde que era pequeño por sus maneras rígidas. El viejo lo acariciaba como no lo había hecho en todos esos años, tal vez se apiadara de él y sus sufrimientos, no sabía la razón pero era agradable abandonarse a la noche en manos del descanso que el tío le ofrecía.

      Muy lentamente se adormeció, y por ello el sobresalto se le hizo mayor al despertar con un escalofrío. Se sintió sin sábanas ni mantas, pero alguien le frotaba la piel para calentarlo. Levantó un poco la cabeza y vio al tío con la boca en su entrepierna, y Maximiliano se dio cuenta de su erección, pero nada hizo ni se dispuso a hacer. El viejo sólo se dio cuenta cuando él puso su mano derecha sobre la cabeza del tío, tirándole del cabello, intentando apartarlo sin demasiada convicción. Quién sabe cuánto tiempo llevaba haciendo eso, porque se dio cuenta que su placer llegaba al clímax muy pronto y su semen se escurría en la boca del tío.

      El viejo levantó la mirada, se apartó un poco y se limpió los labios con una mano. Con esa misma mano, se acercó a la cara de su sobrino y le cerró los párpados. Dijo algo que Maximiliano no entendió,  algo que sonó como una obscenidad parecida a la que le había enseñado a decir a las prostitutas. Luego sintió el cuerpo pesado y de ropas mojadas acostarse junto a él, agitado, vencido.

      Maximiliano lo miró de costado por un segundo, y vio más en ese instante que en todos aquellos años de convivencia: la deplorable arruga de la ira en su mentón, la cicatriz del desvelo en sus ojos, el barro de su tristeza manchándole la cara.

 

 

 




Ilustración: Georges de La tour


La luna sobre el Atlántico (Capítulos 4-6)

 






 MAXIMILIANO DESPUÉS DE PERDER A DIOS

 


4


Ya no había más Inquisición, pero quedaban los resabios de aquella mala costumbre arraigada en el alma de los hombres. El alma humana es un ente colectivo. Maximiliano pensaba así cuando leía los libros de teología. No existían en realidad almas individuales, ni siquiera podían considerarse éstas como números que conformaban una suma mayor y que los teólogos, -mediante misteriosos códigos cuyas llaves encuentran y extravían a voluntad, como niños siguiendo un caprichoso y a la vez rígido juego bajo la mirada del padre-, transformaban en letras para formar una palabra muy corta en casi todos los idiomas del mundo. Dios era la palabra más simple, más exquisitamente breve del vocabulario humano. Una palabra que hasta los afásicos y los tartamudos no tenían dificultad para pronunciar. La letra “d” era la primera que un niño aprendía a decir cuando aún apenas tenía los esbozos de sus futuros dientes.  La lengua, cuya simbología de muerte, sexo y lenguaje, anatomía pura del hombre, era el primer instrumento de la fe.

     Pero si Maximiliano hubiese dicho esto a sus maestros en el seminario, lo habrían castigado con siete días de aislamiento completo en su celda, con menor ración de comida y sin el privilegio de asistir a las tres misas diarias. Fue lo que sucedió a dos meses de su llegada. Estaban en el refectorio, desayunando en sus escudillas, escuchando la lectura del padre Juan mientras ellos, sentados frente a las largas mesas de madera desnuda, donde antiguas rayas habían perforado apenas la superficie, donde sólo las migas del pan se atrevían a yacer sin ser despreciadas o sus dueños castigados. Era curiosa esa ambivalencia en la concepción de la higiene. El refectorio y las salas comunes debían mantenerse estrictamente limpias, desnudas hasta lo inconcebible, hasta donde la oscuridad brillara con su opaca presencia. Pero en sus celdas se los dejaba casi al libre albedrío. La ropa de cama se cambiaba cuando ellos querían, y quien lo olvidaba no era reprendido ni sermoneado. La ropa interior, de la cual todos no tenían más de uno o dos juegos, era usada hasta que su dueño decidía lavarla. La sotana de cada uno de ellos había pertenecido ya a algún cura ya muerto, y su superficie gastada en los codos, y rodillas, incluso en el cuello, les daba una imagen de velada vejez a hombres que en su mayoría no tenían más de veinte años.

      Maximiliano dejó la cuchara sobre la mesa, y sus compañeros lo miraron. Sin hacerles caso, levantó la mirada hacia el padre Juan, y preguntó:

     -Disculpe, padre, pero quisiera hacer una pregunta sobre el capítulo que está leyendo.

     El cura levantó la mirada del la Biblia, se sacó los lentes de armazón plateada con una mano temblorosa. Buscó en el salón la voz del que había hablado, y encontró el brazo alzado de uno de los seminaristas. Decidió ignorarlo antes que imponer una penitencia. Volvió a bajar la mirada, pero la pregunta le llegó clara, y más claro aún era el tono de impertinencia.

     -Padre, quisiera saber si usted piensa que lo que nosotros denominamos “el llamado de Dios” debe manifestarse de la misma manera por cada uno para ser considerado real, o cada cual debe interpretarlo, o sentirlo según su conciencia.

     El cura lo miraba con asombro mientras escuchaba. Él se daba cuenta que transgredía las reglas, pero no habría sabido decir por qué lo hacía de todos modos. Tal vez fuese el recuerdo latente, aún no digerido de la entrega del rebenque de su tío, y la devolución de la lleve de la biblioteca. Maximiliano estaba dispuesto a decir a todos que no necesitaba de una llave para pensar.

     -¿Cuál es su nombre,  hermano? –preguntó el cura.

     -Maximiliano Menéndez Iribarne, padre.

     El cura pareció hacer memoria, asintió con la cabeza, y dijo:

    -Primero la contestación: cuando el Señor nos habla, lo hace en silencio. No hacen falta palabras, sino el más extremo silencio. Cuando lo escuches, no será más que el rumor del viento pasando entre las hojas de un árbol, o el ladrido de un perro, o el paso de una carreta una tarde de domingo. ¿Cómo diferenciar “el llamado” entonces? No con la conciencia, eso es en lo que te equivocas. Ni siquiera con el espíritu, porque muy pocos son lo suficientemente maduros en este mundo como para saber escuchar de esa forma. Tu cuerpo lo sabe, hijo mío, cuando sucede. Y si no lo sabe es porque no sucedió.

     Hizo una pausa, carraspeó, se limpió los labios con un pañuelo.

    -Ahora el castigo.

    Y fue así que Maximiliano fue sentenciado a siete días de aislamiento, con media ración diaria y la obligación de permanecer desnudo hasta que cada una de esas siete noches, el padre Miguel abría la puerta y comprobaba el número de laceraciones con las que debía autocastigarse. Luego le devolvía la sotana y cerraba la puerta. El eco de la cerradura resonaba en los claustros, acentuado por el frío y la humedad, que excavaban las paredes formando laberintos en los que su mente se perdía cada noche, buscando la cara de Dios mientras rezaba, mientras intentaba conciliar el sueño cubierto por una sotana gastada. El viento penetraba por las grietas de las ventanas, por debajo de las puertas así como el dolor penetraba su cuerpo, porque aún no sabía lo que podía ser el alma.

     En la última mañana de castigo, no vinieron a quitarle la ropa. La sentencia se había cumplido y él era uno más de los otros. Tenía el doble de latigazos en la espalda y el pecho, en los muslos y en las plantas de los pies. Se miró las manos antes de abrir por sí mismo la puerta.

    -Dios sea alabado –murmuró antes de dejar que el mínimo fragmento de luz penetrara en la celda, y salió caminando hacia la primera misa del día. Había comenzado la Cuaresma. Se olían las ramas quemadas en el huerto del convento, y se escuchaban el canto y las salmodias que llamaban a misa, las campanas fúnebres repiqueteando a desgana. Sentía la piel tirante y ardiente, el sudor le caía por la cara, y se olía si mismo como un pútrido pedazo de carne cubierto de una costa negra, caminando hacia la nave del convento.

     Cuando llegó frente al altar, y mientras unos pocos se atrevieron a levantar la vista de sus biblias para mirarlo, se santiguó consiguiendo arrodillarse lentamente. A todos se les tenía prohibido ayudarlo si se caía, así que fue un pequeño triunfo sentir que estaba de nuevo de ahí, aspirando el incienso y contemplando a Cristo en su cruz con un orgullo ciertamente irreverente, pero que no podía evitar. ¿Acaso la felicidad es un pecado, o debemos avergonzarnos de nuestra propia fuerza o alegría? Cristo no sonreía, la Iglesia se dilataba en su propio ego vacío, en su aire de completa vacuidad. Como el cántico que ahora resonaba desde las filas de asientos, no triste sino meditativo. Dios no es la imitación de una palabra, sino un sonido gutural.

     Sentir a Dios en el cuerpo es lo único que podemos hacer, se decía Maximiliano mientras iba hacia su lugar junto a los demás. Conciencia y pensamiento habían creado a Dios desde el principio de los tiempos. Sin hombres no había Dios. Los campos de batallas se construían con cuerpos, y el cuerpo era el más grande campo de batalla. El tiempo y los dioses jugaban sus torneos ancestrales en los cuerpos de los hombres. Cuerpos estériles o fértiles, sanos o enfermos, fuertes, débiles, viejos, hermosos o feos. Los huesos era el premio, porque en ellos perduraba la sustancia con que estaban hechos los grandes progenitores del mundo. La piedra persistía. Los dioses, padres de demonios y hombres, persistían.

     -¿Me estarán escuchando? –dijo en voz muy baja, y los que estaban más cerca lo miraron. No le hizo caso. Sintió que alguien ponía una mano en su hombro derecho, pero el ardor se parecía demasiado a una anestesia, y apenas se dio cuenta cuando la mano ya no estaba. Se dio vuelta y vio que había sido uno de sus compañeros. No sabía su nombre, como el de ninguno de los demás. No habría sabido decir cuándo lo vio por primera vez, o si se sentaba cerca o lejos en el refectorio, o dónde estaba su celda. Ni siquiera si había entrado con él o estaba desde antes. Era rubio, aunque como todos, estaba casi rapado. La barba, signo obligatorio de la orden, era espesa pero crecía en mechones que lentamente iban cubriendo las partes lampiñas.

     Maximiliano imaginó que debió entrar al mismo tiempo que él, porque la barba no estaba muy crecida, y además era extremadamente joven. No debía tener más de quince años. Era alto y delgado. Su mirada melancólica, pero no triste, sino pensativa, más bien serena. 

     Lo estaba mirando con complicidad, y le guiño un ojo. Movió los labios con una palabra que entendió perfectamente: “Fuerza”. Él le devolvió el favor con una sonrisa que sabía forzada pero que intentaba ser sincera a pesar del dolor y el cansancio. Cuando la campanilla llamó a arrodillarse, Maximiliano cayó dormido, y nadie se dio cuenta hasta que su compañero de la derecha, el mismo que había intentado consolarlo unos minutos antes, lo levantó y lo ayudó a caminar hacia su celda.

       Cuando recobró la conciencia, estaba acostado en ella. El padre Esteban estaba sentado en una silla junto a su cama, secándole el sudor con un paño que ya estaba muy húmedo, pero que el cura seguía pasando por la frente, la cara y las manos de Maximiliano. Gota sobre gota de transpiración, embebiendo la tela hasta agotar su capacidad de absorber todo el líquido humano que se despide cuando manifiesta la fiebre. Como ahora sucedía: un frío intenso en la celda, por lo cual él temblaba, y sin embargo sentía un calor tan intenso que hizo el inútil esfuerzo de levantarse para quitarse la ropa. Esa sotana vieja y delgada por el desgaste era peor aún que si fuese nueva y gruesa. Era el olor antiguo, el aroma a la transpiración de aquel que la había vestido antes. Su anterior dueño yacía muerto mucho tiempo antes, y sus huesos debían estar secos ya, pero el viejo sudor revivía en la tela gracias al calor de otro hombre. Y era sí, se dijo Maximiliano, la forma en que generación tras generación el conocimiento subyace, sobrevive, se abre camino entre los senderos de la carne muerta.

     -Quédese quiete, hijo.

     La voz del padre Esteban eran ronca, y del fondo de su garganta salía un soplido como de viento tanto tiempo retenido, que ahora sonaba como un chiflido atenuado, escondido, dilatado hasta el último extremo de su paciencia, esa paciencia que todo gemido soporta en silencio hasta que estalla y se libera. La voz del padre Esteban correspondía con su aspecto: fornido y bajo, de barba entrecana, de no más de cuarenta años, ojos marrones y piel curtida por el sol. Era uno de los jardineros y cultivadores del huerto del convento. Aunque no era éste su puesto de siempre, lo había elegido lo mismo que se dedicaba a limpiar los pisos o los retretes, preparar la comida, leer en el refectorio o cuidar enfermos. Era uno de los pocos que salía sin permiso alguno del convento para hacer compras, y hacía reparaciones o intercedía en los conflictos entre el Obispo y sus muchos opositores.

     Maximiliano lo miró con ojos febriles, y preguntó:

     -¿Qué me pasó, padre?

     -Te desmayaste, hijo. El hermano Aurelio te levantó y te trajo hasta aquí.

    - ¿Y dónde está él?

    El padre Esteban le desabrochó la sotana y le secó el pecho. Maximiliano jadeaba y su aliento era rancio.

     -Ya lo sabes. Transgredió las reglas…

    Maximiliano sabía que no era justo. Si él había sido castigado era por su propia arrogancia al atreverse a hablar en el refectorio, pero el hermano Aurelio había actuado por piedad.

    -Pero no es justo… -dijo, sabiendo que aún ahora estaba transgrediendo las reglas, no sólo las del silencio, sino imponiendo un desafío a quien era un superior.

    El padre Esteban le ordenó callarse con un dedo en sus labios. Comenzó a tararear una canción no religiosa. Maximiliano no la reconoció, pero sabía que no era ninguna de las permitidas. Sonaba como una canción de cuna, o una vieja balada. No tenía letras, sólo era el sonido escondido en la boca cerrada del padre Esteban. Cerró los ojos, abandonándose al cántico más cercano que el repiqueteo de las campanas que volvían a llamar para la misa vespertina. Se fue adormeciendo, mientras recuerdos no vividos regresaban a su memoria olvidada. Tiempos en que su madre caminaba de la mano de su padre por las playas de Cádiz, en las noches de verano, a la orilla de un mar alumbrado por una luna blanca que ya entonces arrojaba huesos. Pero él no podía verlos todavía, ni siquiera los imaginaba, porque aún no había nacido. Sólo ahora se daba cuenta que desde la luna caían huesos como lluvia alrededor de esa pareja que algún día lo engendraría. Y esos huesos eran como gotas blancas de semen endurecido que la luna, macho y hembra simultáneamente, arrojaba sobre la playa. Más allá, en la superficie del mar, otros fragmentos de Dios caían para ser devorados por el infierno de las profundidades. 

     Su padre y su madre harían el amor en esa playa esa y muchas otras noches, inquietos y nerviosos, sin desvestirse del todo, sólo excitados y satisfechos, desilusionados y felices al mismo tiempo, rodeados de la oscura luz de la luna, rodeados de los huesos de dioses muertos en cuyas médulas volverían a crecen los gusanos de la vida. Ellos, hombre y mujer, se estaban encargando de eso mientras se abrazaban, mientras sus besos se guarecían en la cóncava oscuridad de la boca de la noche.

 

 

 5



Durante los siguientes días le dieron de comer, mientras recuperaba fuerzas y sentía que sus piernas ya no temblaban. El sol continuaba enloqueciéndolo, los perros pasaban y le lamían la cara enrojecida. Don Roberto se encargaba de arreglar la manta que le daba sombra, pero Maximiliano le dijo:

    -No se moleste, hoy me levanto para ayudarlos.

    -¿Ayudar a qué? –preguntó el viejo, con los brazos alzados al intentar corregir la manta corrida por el viento. En ese momento llegaba su hija, con gesto preocupado al ver lo que sucedía.

    -¡Qué pasa, papá?

    -Don Maximiliano quiere levantarse –dijo el padre, el ceño levantado, como demostrando su no complicidad con el atrevimiento de aquel joven dispuesto a oponerse al deseo de su hija.

     -¿Cómo es eso, señor mío? Todavía está débil.

     Pero Maximiliano le levantó, para demostrar con acciones en lugar de palabras que ya estaba listo para retomar su vida y comenzar lo que había decidido hacer el día que atravesó la guardia que separaba a los enfermos.

    -Ya me ve –dijo, abriendo los brazos como para mostrarse, señalando su cuerpo más delgado y su rostro ojeroso, el cabello despeinado y la piel quemada, descalzo y solamente con pantalones de lana viejos y demasiado chicos para él, dejando ver las pantorrillas y el nacimiento de la raya del culo. Don Roberto se rió, y su hija no pudo evitarlo tampoco, tapándose la boca con una mano y señalando a Maximiliano con la otra.

     -¿Qué tengo? –preguntó, mirándose en busca de algo gracioso. Entonces vio al chico que lo había llamado aquel día en cubierta, riéndose también al tironear otra vez del pantalón. Se dio cuenta de lo que hacía reír a los demás e intentó levantarse el pantalón, con lo cual no hizo más que llevar las puntas hasta las rodillas y ajustarlo todavía más por delante. Las mujeres rieron o se taparon los ojos de vergüenza, los hombres padecían espasmos de carcajadas. Don Roberto se le acercó y le palmeó la espalda.

     -No se preocupe, Don Maximiliano, le daré uno de los míos.

     Media hora después llevaba un pantalón dos medidas más grande, atado a la cintura con una, y una camisa que también era del viejo.

     -Gracias, Don Roberto –pero el hombre no quiso aceptarlas, viendo que su hija era feliz al contemplarlos a ambos.

     -Usted hace reír a mi Elsa…  -dijo solamente, con la escueta mirada y la cortedad de palabra que los hombres de montaña acostumbran a usar. Luego se alejó hacia un grupo de hombres que lo esperaban, murmurando luego al mirar de tanto en tanto a la pareja.

     Elsa se había acercado a Maximiliano.

     -¿Ahora luzco mejor?

     -Luce muy bien, Don Maximiliano.

     -¿Me va a enseñar cómo ayudar a los enfermos?

     Ella lo miró con rudeza primero, luego con condescendencia.

     -¿Por qué entró acá, si me permite saber?

     -Porque así lo quise. Fui seminarista, querida Elsa...

     Ella se sonrojó con aquel trato.

     -Perdone si la ofendí, fue algo espontáneo, una forma de gratitud. ¿Acaso usted no me salvó la vida?

    -No hice más que cuidarlo, y también fue un acto de espontaneidad, de caridad entre nosotros…Quién sino va a ayudarnos hasta que lleguemos a América, tenemos suerte de que no nos tiren por la borda.

     El viento corría por cubierta, aliviando el calor y la piel irritada. El peinado de Elsa, atado en la nuca, dejaba suelto algunos mechones que se agitaban, como bailando, alrededor de la cara. Él los acomodó tras la orejas de ella, y vio sus ojos cerrarse por un momento, con placer, como descansando. Ninguno de ellos notó cómo los demás los miraban.

     -Usted también está muy cansada, debería tomase un día completo para dormir.

     Ella movió los hombros y dijo:

    -¿Para qué? Sería un día perdido y al siguiente estaría cansada igual que antes. Si me duermo creo que no despertaría más, así que sigo y me parece que no estoy cansada.

    -¿Pero usted estuvo enferma?

    -Creo que no, pero mi padre sí. Con fiebre, y se salvó por milagro. Así como lo ve hoy, es la mitad de lo que fue. Parece un anciano débil, y cuando subió a este barco era un hombre gordo y robusto, rebosante de salud.

    -Entiendo, por eso cuida a los demás, cree que no va a enfermarse si hasta ahora no lo hizo.

    -Así es.

     Una pausa de silencio entre ellos fue rodeada por la sirena del barco anunciando el almuerzo para los pasajeros sanos. Sabían que dos horas después llegaría la comida para ellos, envuelta en trapos y en platos que luego serían arrojados al mar. Un murmullo y gritos de protesta acompañaron, como era habitual desde el comienzo del aislamiento, a esa sirena que ahora era un símbolo de segregación.

     -Tenemos tiempo para que conozca a los enfermos, venga.

     La siguió hacia el sector de la popa donde estaban acostados los moribundos. Ya los había escuchado cuando estaba fuera de esa zona, especialmente durante las noches. Gemidos y algunos gritos que parecían aullidos, llantos que se asemejaban al ulular de los búhos en un bosque. Nada más que éste era un bosque de agua y el barco una nave de metal que arrasaba con los árboles. El mar era lo que dejaba atrás, un desierto donde los búhos se lamentaban porque ya no había donde asentarse, dónde descansar, ni un sitio en el que sus grandes ojos pudiesen acechar la noche, vigilarla como policías que controlaban a los fantasmas, sus desmedidas ambiciones de liderazgo, sus excesivas pretensiones de juegos y maldades. El mar como un desierto habitado por cantos ya muertos, iluminados éstos por estrellas tan lejanas como ignorantes e indiferentes de todo, del mal y del mar que los hombres recorren sobre una nave, un acorazado, un rompehielos abriéndose paso por el gélido bosque de la humanidad que está muriendo desde el comienzo de los tiempos. Y él había visto, mientras perseguía el itinerario y las estaciones de la luna, los huesos caer sobre el mar acompañados por el ritmo de esos gemidos previos a la muerte.

     Ahora que se acercaba a ellos en pleno día, el sol hacía el efecto contrario, pero el resultado era tan parecido como si fuese de noche. Los haces de luz eran caminos en el aire, iluminaban, como lo hacen en una habitación vacía las motas de polvo o los más diminutos insectos, esos huesos, o las sombras, los residuos, las estelas de polvo, quizá, que esos huesos dejaron luego de su larga y prolongada caída nocturna, justo hasta el amanecer, o tal vez incluso en las primeras horas del alba. Y al mediodía, cuando no debería existir sombra alguna, Maximiliano descubrió que ésta seguía viviendo, metamorfoseada, oculta en los haces de luz, protegida por lo que consideramos su enemiga y probablemente sea su amante. Como si la luz fuese la prostituta, la amante, la protectora, la madre de la sombra.

     Se agachó junto a cada hombre, mujer o niño, mientras Elsa le decía su nombre, cuánto tiempo llevaba enfermo, y luego, cuando se alejaban, las posibilidades de vida de cada uno, según el médico del barco.

     -Pero el doctor viene con sus enfermeras y ayudantes y los trata como ganado. No tiene el más mínimo recato por su dignidad. Ni siquiera los toca. Aparta las mantas con los pies, les hace tomar el pulso o la fiebre a sus ayudantes con guantes y barbijos, ni siquiera deja que la enfermera los toque. Me pasa el informe porque sabe que yo fui enfermera en mi pueblo, por lo menos un tiempo…

    -No lo sabía, me parece muy elogiable…

    -Nada de eso, apenas un par de años en el hospital más cercano, pero espero ganarme la vida con mi trabajo en América. ¿Y usted qué va a hacer, Maximiliano?

     -Todavía no lo sé, supongo que trabajar de lo primero que se presente.

    -¿Pero por qué viaja?

    Maximiliano no pudo evitar una sonrisa.

    -No tengo un motivo, Elsa. Ahora pienso que para estar aquí, ayudando en este barco, y mañana será por otra causa. El presente es la única razón de todo, suficiente para toda explicación.

    Ella se quedó pensando, con la vista fija en los ojos de él, o quizá en la frente colorada y el cabello revuelto por el viento.

    -¿En qué piensa?

    -En nada en especial, sólo en que en mi pueblo hay una vieja que va a misa todos los días. Todos la conocen y la evitan porque no hace más que hablar de castigos y dar advertencias. Ve nada más que lo malo en cada uno con quien se cruza en la calle. Un día se me apareció al dar la vuelta una esquina y me dijo algo antes de que pudiera escaparle. El futuro no se arregla, dijo, y el hoy ya se fue.

     -Es interesante la idea, si me permite decirlo. Hay teólogos que hablan de lo mismo, claro que necesitan muchas más palabras y páginas…

     Ambos se rieron, y sus cuerpos se acercaron sin darse cuenta, y sus manos quisieron tomar las del otro pero no se atrevieron, y no tuvieron que hablar de ello porque en ese momento llegaron los empleados de la cocina con la comida. Eran cinco hombres vestidos con delantales, guantes y barbijos, como cirujanos que ofrecieran de alimento parte de los cuerpos que acababan de operar. Era curioso que a Maximiliano le viniese esa imagen a la mente. Cristo había sido también un cirujano de su propio cuerpo, había explorado, analizado y extirpado sus partes, purificándolo hasta que cada fragmento fuese digno de convertirse en alimento para los otros. Y ahora estos hombres traían lo que eran los restos de la comida que los pasajeros sanos habían dejado, aunque ninguno de la tripulación, y menos el capitán, lo habría reconocido.

      Se acercaron hasta los guardias, y de uno en uno fueron dejando las ollas grandes, los platos envueltos en telas, los botellones de agua. Fueron y vinieron varias veces, hasta que todo el montón fue depositado en la entrada del sector aislado, y luego, en silencio, y sin hacer caso a las protestas habituales de los enfermos, se dieron la vuelta y regresaron hacia la escalera que descendía hacia la cocina. Algunos miraron atrás antes de desaparecer, mientras se sacaban los barbijos o los delantales, y Maximiliano vio en ellos los miraban esa mezcla humana de lástima y desprecio, de tolerancia y miedo.

     Los hombres y mujeres, familiares de los enfermos o expuestos, o los mismos enfermos que podían valerse por sí mismos, corrieron hacia la comida y comenzaron a discutir como todos los días. Maximiliano había escuchado esas peleas mientras yacía con fiebre, pero recién ahora se percataba de la absurda actitud que tenían todos ellos. Le habría gustado interponerse en medio y conminarlos a entrar en razón, a distribuir el alimento con lógica y calma. Pero estaba seguro que lo considerarían un intruso que sólo esperaba obtener ventajas. Tomó a Elsa del codo y la miró, interrogándole sin pronunciar palabra.

    -Ya lo sé, pero qué podemos hacer…

    -¿Y usted y su padre cómo consiguen comida si no pelean?

    -Siempre queda algo al final. Nosotros comemos muy poco…

    El grupo junto a la entrada era numeroso, en su mayoría hombres que se empujaban con gestos que imitaban desafíos que en otro tiempo y lugar habrían significado una deshonra o una invitación a un duelo o pelea. Ahora eran nada más que movimientos pobres y débiles, las voces roncas se gastaban pronto, y esos cuerpos vestidos con ropas sucias, sudadas, dejaban lugar a las mujeres, que aparecían detrás de ellos para reclamar lo que sus maridos no habían tenido la fuerza o la astucia de conseguir: un pedazo de pan, un plato de caldo, un pedazo de carne mal cocida. Ellas llegaban con el pelo atado a la nuca pero suelto cuando las hebillas se desprendían con los manotazos y empujones. Algunas enviaban a sus hijos a escabullirse entre las piernas, y ellos eran los que a veces conseguían lo mejor, porque era mucha la comida que caía al suelo entre tanta pelea. A veces las ollas se volcaban, como ocurrió esta vez, y todos protestaban, mientras los guardias observaban primero con desprecio, luego con sorna, y finalmente con risas, como si viesen a bufones actuando a su servicio. Y Maximiliano debía reconocer que tenían razón, ellos se comportaban peor que bufones, porque al fin de cuentas éstos actuaban, pero los enfermos eran víctimas de su propia humillación, y el ridículo no era deliberado sino una consecuencia de su degradación.

     Era verdad que la situación era desesperante. Sin comida, sin medicamentos, sin ayuda en medio del océano. Y a pesar de que no estaban aislados, de que a pocos pasos había gente sana, disfrutando de la buena comida, bailando quizá al ritmo de una banda de bronces, y había radios con las que comunicarse con el resto del mundo, ellos se sabían desechados. Esa era la palabra, no olvidados ni despojados de derechos, sino simplemente desechados como cadáveres. La popa era un cementerio dentro del mismo barco, y el simple hecho de arrojarlos al mar cuando su corazón se detenía era comparable a cuando las tumbas son desalojadas luego de muchos años y los huesos tirados al osario o al crematorio.

      Sí, se dijo Maximiliano, confirmando lo que venía pensando desde hacía un tiempo. El mar era el infierno donde esperaban los demonios su alimento. Los huesos de los hombres y mujeres, los fragmentos del dios padre que los había engendrado a su imagen y semejanza. Esos eran los huesos primordiales, tanto como los que recibían desde la luna por las noches. Todos ellos incontables, innumerables pedazos de Dios. Cada célula petrificada era un hueso, una roca, una porción del tiempo, una mínima alícuota de piedad y misericordia robada al cadáver de Dios. Falanges extirpadas de la tumba del universo, un pedazo del cráneo partido con un escoplo y un martillo, como la mitad de una concha encontrada en una playa, o un mechón de pelo arrancado, una uña partida y negra. Incluso algún demonio hasta habría entregado la mitad de su eternidad por conseguir un testículo del envidiado Dios. Tener entre sus manos infernales la misma semilla de la creación, y jugar a imaginarse a ser el origen, el futuro y el dueño de un nuevo universo, sabiendo que ese testículo era nada más que un juguete muerto, y la imaginación el único instrumento siempre válido para cualquier acto que incluyera el sexo y la procreación como objetivos. Quizá Dios también fuese impotente la mayoría de la veces, o el gran útero, la concavidad formada por la confluencia del tiempo y el espacio en el momento justo, en el período inmediatamente posterior a la menstruación, al sangrado en el que se reconstruyen las paredes de esa simbiosis espectral, de esa convergencia sideral, estuviese falto de tonicidad, de libido, del suficiente entusiasmo y preparación para recibir el semen divino.

    Dios, como el hombre, sabe que todo depende de un algo incierto y especulativo, incluso su propia mente es nada comparada con la suerte de su propio sino. Expuesto y amedrentado por su misma naturaleza: la debilidad del mal, la ficción de la felicidad, la impotencia del bien y su incurable psicosis. Había leído textos de Freud en la biblioteca del tío José, pero dónde estaba el psicoanalista de Dios, dónde el diván en el que pudiese explicarse y escarbar en los viejos traumas de un dios que es su propio padre y su propio hijo. Si el hombre es imagen suya, es lógico pensar que Dios tiene los mismos problemas que el hombre. Histeria y represión, arrepentimiento y culpa, remordimiento y despiadada crueldad.

    

     Durante las siguientes horas observó la distribución no equitativa ni proporcional de los alimentos, las peleas lentamente apaciguadas por su propio agotamiento, la extenuación creada por el sol de la tarde y el estómago satisfecho, por lo menos parcialmente. Los niños se acostaron, las mujeres se dedicaron a limpiar la cubierta, los hombres se recostaron algunos, otros hacían tareas manuales o reparaban cosas, construían toldos y tejían redes. Muchos pescaban, pero las mujeres los regañaban porque en esas mismas aguas arrojaban los cadáveres.

     Maximiliano recorrió las filas de enfermos. Recordaba los nombres que Elsa le había mencionado, y sino volvía a preguntar a los mismos moribundos. Unos contestaban entre sueños, otros se quedaban en silencio, sudando y tosiendo. Llevaba un balde con agua limpia para limpiar las telas con que intentaba limpiar los esputos para que no se acumularan. Cambió la ropa a cinco que tenían diarrea y alimentó a diez niños enfermos. Elsa lo ayudaba, pero tenía su propia gente a la que estaba dedicada, y de tanto en tanto le dirigía una mirada. Él entonces sonreía y decía algo con los labios, y aunque ella simulaba no entenderlo, estaba seguro que lo hacía.

     Casi al anochecer llegó el médico para hacer su revisión diaria. Era más bien un reconocimiento de los muertos que una recorrida para ver los resultados de algún tratamiento. Por Elsa sabía que no había medicamentos que se estuviesen aplicando. El doctor, cuyo nombre no sabía, se acercó hasta él y le dijo:

    -Me sorprende su recuperación, pero más me sorprendió verlo aquí hace unos días…

    -Ya no tengo alternativa, como ve, pero este es mi lugar…

    El médico miró a su enfermera con suspicacia.

    -No entiendo…

    -He sido cura por unos meses, he estudiado teología. Mi deber es ayudar a los enfermos.

    -Claro, es verdad. Reconocí en usted a un hombre culto la vez que hablamos, pero no sabía de sus antecedentes religiosos. Mire, me gustaría revisarlo y sacarlo de este antro…

    Maximiliano sonrió, sin responder.

    -Vamos –dijo el médico, tomándolo de un brazo e indicando a su enfermera que podía tocarlo sin miedo.

     Maximiliano se resistió.

     -No dejaré el lugar, doctor. Agradezco su intención, pero a cambio de su favor, me gustaría que atendiese con más dedicación a estos enfermos.

    El médico lo miró con enojo. Elsa los estaba escuchando y se acercó, con la mirada alarmada.

Tocó a Maximiliano en un codo y le habló al oído. Ella tenía razón, le respondió él con un susurro, pero a veces había que presionar a la gente.

    -Está bien, por ser usted –contestó el médico. Esa tarde se quedó media hora más de lo habitual. Reconoció a los muertos y constató la mejoría de un par de enfermos. Pero sus indicaciones no fueron más que órdenes referentes a mantener la higiene y sobre todo el aislamiento con los pasajeros no infectados. Los ayudantes comenzaron a levantar  a los muertos para arrojarlos al agua, pero Maximiliano les gritó:

    -Esperen, por favor -. Luego se dirigió al médico: -Doctor, las mujeres me pidieron decir unas palabras por los muertos.

    El médico, de cabello canoso y cortado al rape, de barba espesa y lentes de plata, miró a su alrededor. Frente a él estaba el ex cura, muchas mujeres y varios niños enfermos. El viento desplazaba el humo de las chimeneas del barco hacia el oeste. Faltaba mucho para llegar a América, y la situación se le estaba escapando de las manos. Se sentía cansado y superado, limitado a ser un forense más que un médico. Detestaba dejar los pisos inferiores, donde el calor era menor y la gente estaba sana, donde el cielo no existía y por lo tanto no dejaba ver la mugre y la inmundicia, la vida muerta de esos hombres y mujeres que no podría ayudar jamás. Si ya estaban condenados, los detestaba, así como aborrecía la impotencia y la mediocridad.

     Sin decir nada, sólo haciendo un señal a sus ayudantes, se retiró con su séquito: los hombres vestidos de verde y la enferma alta y limpia, cubierta de blanco y la mitad de la cara tapada como una doncella musulmana. Parecía un jeque árabe retirándose a sus aposentes en las profundidades del barco, abandonando el desierto a su alrededor, el desierto del agua tan imposible de beber como la arena.

 

     Oscurecía cuando todo estuvo listo para la ceremonia. Elsa lo había ayudado a preparar todo: el misal que Maximiliano llevaba en su valija raída, y que ella sostenía frente a la mirada de él, que luego de leer un párrafo, le dirigía una mirada amable, lejana a la tristeza de ese atardecer que atestiguaba por primera vez un responso en el barco. Una despedida a media voz por la garganta gastada y débil de un hombre que alguna vez había deseado ser cura y ya no era más que un resto de aquella ambición: un ex cura. Quien se comprometía con Dios dejaba de ser uno más de la especie para ser un animal de voluntad ajena, una especie de ley ambulante, un juez y un fiscal que representaba a Dios.  El ex cura sentía vergüenza, el hombre remordimiento, pero quien estaba junto a esa mujer era una tercera persona, leyendo en un misal lo tantas veces leído y comprendido, pero hoy dicho como una conjetura, una sospecha, un indicio que hasta llegaba a ser más claro en los colores del crepúsculo y en la esfera del sol que se estaba zambullendo, deshaciéndose en el horizonte del mar. El viento era la voz de Dios soplando en la garganta del hombre que alguna vez deseó ser cura.

     Las mujeres repetían su salmodia, los hombres agachaban la cabeza como si rezaran, pero permanecían en silencio, por desconocer los rezos, por vergüenza o por orgullo. Los perros aullaban a la luna naciente, y los niños insistían en hacerlos callar, pero poco lograban con retos o mimos. La luna ascendía, y Maximiliano podía verla claramente ahora, sin necesidad de perseguirla. Miró los ojos de Elsa, y eran dos reflejos. El número dos, siempre. Dos órganos para engendrar, dos órganos para mamar, dos para ver y oír, dos para tocar y caminar. Dos para amar y procrear.

     Levantó las manos y recitó:

     -Victimae paschali laudes immolent christiani. La muerte y la vida se trabaron en imponente duelo: el autor de la vida, aunque muerto, ahora reina vivo.

     Sabía que estaba haciendo una mezcla irreverente, una versión libre de la misa, pero era verdad que lo hacía ahora como un laico, y el perdón y la condescendencia le serían otorgados como a cualquier otro. Pero también sabía que no era verdad. Había sabido exactamente como dar misa, sin olvidarlo aún, y lo que estaba haciendo era una irreverencia deliberada que sin embargo lo satisfacía y lo hacía sentirse de algún modo más vivo que antes. Un alguien más y diferente a aquel que había subido al barco un mes antes.

     De más lejos, más allá de las barreras de los guardias, veía que algunos de los pasajeros sanos y parte de la tripulación presenciaban la ceremonia con curiosidad y el debido respeto. Quizá el capitán estuviese allí, y también el médico. Probablemente el sacristán del barco mirase con enojo aquella ceremonia improvisada. ¿Pero había sacristán allí?, se preguntó. No lo había visto en toda la travesía, ni lo había buscado. Nunca se presentó a consolar a los enfermos, ni siquiera a calmar la ansiedad espiritual de los sanos. Probablemente no lo hubiera, no era obligación que en un barco de ese tipo hubiese alguno. Era él, quien ahora cumplía con el cargo, quien llevaba encima la atención de todos, los ojos de casi todo el barco, y a través de ellos él había vuelto a ser alguien más importante que un simple hombre. Entonces recitó, orgulloso y desafiante, dirigiendo la mirada hacia el capitán, a quien aún sin ver en la oscuridad de la noche que consumía la cubierta, adivinaba, escuchando con atención.

     -Terra tremuit et quievit, dum resurgeret in judicio Deus.

     Elsa tembló y sus manos casi dejaron caer el misal. Rápidamente se recuperó y lo miró. Él se  limitó a sonreír, haciendo la señal de la cruz en el aire. Los presentes se santiguaron. Luego caminó hacia los cadáveres y comenzó a arrojarles gotas de agua bendita. Caminó junto a ellos seguido por Elsa y dos niños que oficiaban de monaguillos. Algunos le habían conseguido hojas de laurel robadas de la cocina, y luego de deshacerlas con los dedos, las arrojaba también sobre los cuerpos.  Cuando llegó al último, dijo:

     -Pueden entregar los cuerpos al mar.

     Entonces cuatro hombros comenzaron a cargar los cadáveres envueltos en mortajas improvisadas con mantas viejas y los tiraron por sobre la baranda. El golpe de los cuerpos contra la superficie del mar fue un ruido sordo, un chapoteo apagado por la fuerza creciente de las olas contra el casco. Cuando él último fue arrojado, Maximiliano se asomó y contempló cómo se hundían. Y fue entonces que oyó, o sintió por primera vez aquello que luego lo perturbaría en sus sueños.

     Los cuerpos eran absorbidos. No se hundían lentamente, ni siquiera con rapidez, como sucedería si tuviesen un peso que actuara de ancla, que tampoco era ese el caso. Eran literalmente absorbidos, desapareciendo de la superficie del agua no más de dos minutos después de ser arrojados. Elsa se colocó a su lado, apoyada en la baranda, y la miró por si ella estaba viendo lo mismo que él. No vio sorpresa ni asombro, sólo lágrimas y un enorme cansancio.

     -¿Por qué se hunden tan rápido? –preguntó.

     Ella, sin mirarlo, atinó a contestar con un argumento que sin duda había escuchado en bocas de terceros.

     -El tifus consume los bronquios, deja los pulmones vacíos, por eso se llenan de agua enseguida…

    -Pero eso pasaría si aún respiraran…

    -No sé, Maximiliano, ¿por qué me lo pregunta?

    -¿No ve, no escucha? –le preguntaba, extrañado de la ceguera de ella.

     Había empezado a escuchar el canto de alegría, un hosanna desde abajo del agua. Los demonios tenían sus misas de regocijo, sus misales lo mismo que los discípulos de Dios. Levantó la vista hacia la luna, y vio cómo los huesos caían a la superficie del agua, sobre las olas encrespadas. Los huesos largos y las calaveras que eran golpeadas contra el casco del barco. Podía sentir el golpe de esos huesos rotos repercutiendo por toda la estructura de la nave, y tuvo el desesperado impulso de tomar a Elsa de las manos y correr a protegerse, ayudarla a sujetarse de algo mientras pasaba aquel maremoto de huesos.

     -¿Se siente mal, Maximiliano?

     Él la miró. Se sintió empapado en sudor, el corazón agitado y las manos crispadas sujetando los codos de Elsa.

    -Me lastima…-dijo ella.

    La soltó y se tapó la cara. Ella intentó apartarle las manos.

    -Dígame qué le pasa, por favor…

     Entonces sólo pudo decir, como quien se atreve a pronunciar algo por primera y única vez en voz alta, llorando y negándose a la verdad que su propia boca estaba pronunciando:

    -Dios ha muerto, mi querida Elsa. Quién sabe desde cuándo está muerto.

 

 

 

6

 

 

Durante los siguientes siete días, Maximiliano pensó en el hermano Aurelio. Sabía que su aislamiento era más severo aún de lo que había sido el suyo, porque desobedecer las reglas de la Orden a conciencia, era castigado más severamente que simplemente expresar un pensamiento. Lo que él había hecho era discutir principios, debatir sobre dogmas y teología, y por más que esto fuese peligroso para la estabilidad de una institución tan firmemente arraigada como la Iglesia, se le concedía una leve flexibilidad. Aún la madera de un viejo tronco posee  la capacidad de mecerse con un viento fuerte, porque está en su naturaleza saber que si no cede, se partirá en dos, indefectiblemente.

     La Iglesia, entonces, permite ciertas dudas, concede permisos para que algunas preguntas puedan ser planteadas en voz alta. Suficientes para dar la impresión de libertad, pero siempre hasta el límite exacto que la imagen y el miedo de Dios establecen: la barrera que la fe debe sobrepasar y ante la que la esperanza tiene que detenerse, quizá para siempre. Fe y esperanza son dos carros arrastrados por dos caballos viejos y cansados, cuyos ojos miran el muro que la cara de Dios representa, ensimismados, como si fuesen capaces de leer leyes inscriptas a cincel. Una espera, la otra también aguarda. Ambas con el morro caído, levantando los párpados de tanto en tanto, sabiendo que en los carros que arrastran no hay nadie, sólo la sombra del mundo que dejaron atrás.

     Desobedecer las reglas de la Orden era castigado con siete días de aislamiento y una mezquina ración de alimentos. Cada noche, un celador abría la puerta y presenciaba el autoflagelo del hermano castigado. Ambos se miraban uno al otro, sosteniendo la mirada de uno el cuerpo del otro, para que ninguno pudiera caer de cansancio o pena, ni el que se castigaba ni el que debía imponer la disciplina. Probablemente haya sido el padre Esteban que se encargó de la vigilancia, y por más que los superiores supieran de la clara debilidad del padre para con sus discípulos, lo dejaron a cargo del castigo del hermano Aurelio. Al fin de cuentas era un novicio muy joven, demasiado todavía, para desprotegerlo o someterlo a una rigidez tan extrema que rozara el aislamiento absoluto o la absoluta falta de ayuda.

     Maximiliano se preguntaba qué sucedería si su compañero llegaba a gritar. Nadie en aquellos claustros podría acudir a él, no sólo porque les estaba vedado, sino por el silencio que dominaba por encima de todo ruido en aquel lugar. Salvo las campanas y las letanías, lo que sucedía tras las puertas de las celdas era un misterio que sólo quien habitaba en ellas conocía. Generalmente la soledad y la desnudez, y unos cuantos gemidos de lamento. Pocos rezos dentro de la celda, sí mucho cansancio y aburrimiento, mucha pesadumbre y desconsuelo. Pero como toda semilla, ellas germinan y engendran seres invisibles que no pueden vivir en la seca humedad de aquel sitio, y por eso se convierten en preguntas, que como toda pregunta, es estéril y vana en esperanza, sin futuro, a menos que encuentre una respuesta. Y las respuestas que podría hallar tras las puertas se esconden o son asesinadas apenas éstas se abren. La luz del sol entra, pero no la luz de la certeza.

     El autocastigo, entonces, anulaba la capacidad del remordimiento y la conmiseración hacia uno mismo. Es así como Maximiliano debía ver al hermano Aurelio en esos momentos: sentado en su cama, la espalda curvada, los codos apoyados en la rodilla y la cabeza en las manos. Con los ojos cerrados o abiertos, pero de cualquier forma mirando las moscas volando alrededor, posándose en su cabello sucio, merodeando el colchón y saboreando el aroma proveniente de la palangana de porcelana escondida bajo la cama. Tal vez el hermano Aurelio no se atreviese a moverse en todo el día de esa posición, la única que garantizaba la lenta cicatrización de las llagas de la noche anterior. Si pensaba algo, no sabría expresarlo de ningún modo, salvo con el silencio, más expresivo que cualquier otra forma de comunicación. El zumbido de las moscas era música, las campanas marcaban el antes y el después del día, y los lejanos cantos de los hermanos un eco y una sombra del mundo que había dejado atrás, para siempre.

     Cuando lo vio otra vez en la misa vespertina, sentado en el mismo sitio desde donde lo había visto venir para ayudarlo el día que se desmayó, tuvo la intención de llamar su atención de algún modo. Estaba a dos filas adelante, a la derecha. Miró en esa dirección cuando debía estar mirando al suelo, tosió un par de veces, incluso hizo que sonaran sus pies desnudos sobre la madera del piso. Pero algunos ya lo miraban con reprensión, y decidió guardar para otro momento la oportunidad de agradecerle.

    

     Días después, estaban cavando una zanja de drenaje. El parque posterior del convento se inundaba cuando llovía. Los padres superiores habían reclamado al obispado, y el Obispo había hablado con las autoridades de la provincia. Pero estos trámites y conversaciones llevaban dos años, y las inundaciones del parque habían echado a perder tres cosechas completas, además de que las aguas entraban al convento y hacían estragos en los depósitos del sótano. En más de una ocasión, Maximiliano había visto salir a las ratas, escaleras arriba, huyendo del agua hacia otras zonas más secas y oscuras del convento. Sin duda, muchos las encontraron después en sus propias celdas, o en el mismo refectorio o la nave principal donde se ofrecía misa. Luego de cada lluvia, se escuchaba el carcomer de las ratas detrás del altar, pero nadie se atrevía a sonreír, ni siquiera el cura se animaba a protestar. Todos oían, pero nadie hablaba de las ratas. Sólo desde la cocina podían escucharse golpes y escobazos, incluso algunas maldiciones que sonaban como demoníacas blasfemias en medio del silencio. Como si fuese la voz del mismo Lucifer, que luego de aparecerse entre las llamas del horno, sucumbiese él también a la molesta gestación, la inefable permanencia y constancia de las ratas. La voz del demonio en las lenguas de los hermanos que cocinaban.

      Ese día entró en la cocina luego de quitarse las botas viejas que compartían todos los novicios cuando debían atravesar los cuartos inundados. El hermano Sebastián era el único cocinero, pero había dos o tres muchachos que el orfanato de la ciudad enviaba para ayudar en diversas tareas, cocinar, hacer mandados, trabajar en el huerto. Algunos luego entraban como novicios, pero sólo los que habían demostrado constancia. Los demás terminaban huyendo a la menor oportunidad en el camino entre el orfanato y el convento, y no volvían a verse jamás.

     -¡Hostia! –dijo el hermano.- ¡Ratas de mil demonios! ¡Que satanás se las lleve de vuelta al infierno!

     Y así siguió maldiciendo, luego de comprobar que el que entraba no era más que un novicio.

    -¡Qué quiere! –le preguntó de mala gana, viendo una mueca muy pequeña de sonrisa en la boca de Maximiliano.

      Este se disculpó, porque sabía que al otro no le gustaba que entrasen sin permiso en su cocina.

     -Hermano Sebastián, necesitamos agua fresca.

     -¿Y no tienen suficiente en todo el lugar? ¡Agáchense y beban como perros!

     Era la primera vez que lo veía tan furioso, y fue en ese momento que el padre Esteban entró y el hermano Sebastián se calló la boca de inmediato.

     -Perdón, Padre –dijo después.

     El padre Esteban no le hizo caso y agarró a Maximiliano de un codo para hacerlo salir de la cocina.

     -Ya me avisaron que las ratas se comieron todo el maíz que compramos ayer…

    -Lo lamento –dijo Maximiliano, pero sabía que el racionamiento duraría por lo menos toda una semana. Mientras tanto, ellos debían continuar lo que habían empezado esa mañana. El padre Silvestre, que tenía un cuñado ingeniero, hizo venir a su pariente el día anterior. Luego de recorrer el convento casi inundado en un tercio de su extensión, el ingeniero había recomendado hacer un drenaje de urgencia, cavando en el parque un canal de dos metros de profundidad hacia la zona más baja que daba al río.

     -Puedo mandar a mi gente –se había ofrecido, según escucharon algunos de los hermanos que pasaron cerca mientras los cuñados caminaban hacia la puerta.

    -No podremos pagarle…- contestó el padre Silvestre.

    -Déjame hacerlo como una donación…

     Pero a la mañana siguiente, el cuñado se presentó  con los planos del canal de desagüe pero sin los trabajadores. Nadie preguntó nana, pero todos se dieron cuenta que el ofrecimiento de donar tiempo y trabajo no había tenido éxito entre los empleados. Entonces los cuñados se despidieron con un apretón de manos, el ingeniero se marchó en su recién adquirido Ford T, y el padre Silvestre, con los planos enrollados, caminó hacia los hermanos y novicios, diciendo:

    -Vamos a trabajar, y ofreceremos el esfuerzo a Cristo Nuestro Señor.

     Todos se santiguaron, luego caminaron hacia el depósito, y el hermano Andrés, encargado de las herramientas de labranza y mantenimiento, entregó a cada uno una pala, una zapa o un azadón. Unos siguieron al padre Silvestre con la herramienta al hombro, otros arrastrándola, otros al frente como presentado armas.

     Maximiliano llevaba una zapa y estaba dos pasos detrás del padre. Eran las ocho de la mañana, y ya habían escuchado misa dos veces, desayunado en el refectorio y trabajado dos horas sacando la mercadería mojada del sótano bajo la cocina. Estaba cansado, pero el sol recién parecía salir, y estaba tan joven el cielo, que de algún modo, la energía y la firmeza del padre Silvestre se le contagió sin pensarlo. Miró atrás un momento, pensando que tal vez podría compartir una sonrisa cómplice con alguno de sus compañeros, y vio al hermano Aurelio, que arrastraba una pala por el suelo, y hasta sus mismos pies parecían arrastrarse por la tierra despareja. Como no tenía botas, sólo unas sandalias, salpicaba barro adelante y atrás. Algo de ese barro cayó en la cara de Maximiliano y el otro se paró, mirando con expresión de disculpa. Los que lo seguían se detuvieron, lo miraron con desprecio y continuaron su camino detrás del padre Silvestre. Por qué generaba ese sentimiento en los demás, Maximiliano no lo sabía. Era verdad que ahora se veía más enflaquecido, con un aspecto demacrado que no tenía antes del castigo de la semana anterior. Ni siquiera le había crecido la barba o el bigote todavía, y su cara de niño lo alejaba, sin querer, de los otros seminaristas. Los curas tampoco lo consideraban demasiado listo, y era evidente que si estaba allí a pesar de su edad era porque alguno de ellos pagaba un favor a los parientes del muchacho.

     Maximiliano se preguntó si pertenecería a alguna familia de renombre, pero luego se dijo que ya no importaba. Muchos en el convento debían estar en una situación parecida, unos contra su voluntad y por encargo de sus familias, otros por voluntad propia, pero en contra del mandato familiar. Unos y otros eran como exiliados, habitantes en un país extranjero, donde el gobierno lo constituía un ser invisible al que debían rezar, y representado únicamente por un crucifijo colgado con un clavo en la pared de una habitación austera y estrecha. Un crucifijo vacío, o a veces con un hombre tallado o moldeado en cerámica o barro, clavado a su vez en manos y pies.

      Puso una mano sobre el hombro derecho de Aurelio, y sin hablar, le hizo un guiño con un ojo. El otro entendió y sonrió. El “gracias” estaba dicho sin pronunciar, definitivamente y sin necesidad de palabras; sólo el elocuente silencio silbando en el aire de una mañana ajetreada, el silencio insinuante y quejumbroso como el ronroneo de un gato excavando en el barro seco. Palabra ausente que enunciaba la comunión que Jesucristo intentó hacer penetrar en el cuerpo y el alma de los hombres con ritos complicados y cruentos, el sacrifico del cordero y el redimir del hombre, cánones y dogmas que difícilmente podrían calificarse de aceptados para siempre o en forma completa y absoluta. Con sólo el silencio, Dios habría conquistado el mundo en menos tiempo de lo que dura un grito, o el beso de dos amantes.

     Pasó un brazo por encima de los hombros de Aurelio y caminaron juntos hacia la futura zanja de desagüe. El padre Silvestre mandó construir, en un extremo, un pequeño dique que detendría las aguas de la inundación hasta que la zanja estuviese lista. Los hermanos ahora parecían más entusiasmados de lo que había visto desde su llegada. Iban y venían trayendo maderas y baldes, siempre en silencio, pero con risas escondidas y pasos rápidos. Hasta el padre Silvestre parecía más joven, mientras el padre Esteban colaboraba en lo que podía, haciendo, como acostumbraba, cualquier tarea.

      Maximiliano cambió de herramienta con Aurelio, lo veía débil y cansado, y creyó que la zapa sería menos trabajosa para él. Tomó la pala y comenzó a levantar tierra allí donde su compañero ablandaba y removía. La mañana avanzaba con lentitud pero con esmerada y prudente esperanza de ser un día diferente, y por lo tanto memorable en la vida del convento. El olor a tierra húmeda se levantaba del suelo agotado, que producía frutos viejos y desabridos desde ya hacía mucho tiempo. El terreno alrededor del convento estaba viejo, y por más que agregaran abonos, los productos que daba no tenían más que el sabor, casi, del mismo abono con que era alimentada.

      Levantó la vista y vio al hermano Aurelio parado, con la zapa apoyada en el suelo y a él apoyado en le mango, mientras mirara la tierra que acababa de remover.

     -¿Pasa algo, hermano? –preguntó Maximiliano.

     El otro lo observó unos segundos antes de responder.

     -Nada. Descanso un poco.

     A Maximiliano no le pareció que le estuviese diciendo la verdad. La mirada del muchacho había estado fija en ese pedazo de tierra, y se acercó hasta allí. Removió con la pala, y en ese instante Aurelio lo agarró el brazo con fuerza. Temblaba y sudaba ahora más que hasta hace recién por el trabajo que hacían, y miraba con miedo la tierra levantada.

     -Pero a usted le pasa algo, dígame que es.

     Lo agarró de los hombros y lo hizo sentar en el suelo. Estaban lejos de los otros, y aunque los estuviesen mirando, no le importó. Se arremangó la sotana, levantó un poco el ruedo y lo ató con el cinto hasta cerca de las rodillas. Como Aurelio sudaba, le desabrochó el cuello. Vio la horquilla del esternón del muchacho, el pecho blanco y sin vello alguno. Se miró sus propias piernas, velludas y fuertes por el trabajo del campo en la estancia del tío José. ¿Qué era lo que llamaba su atención sobre el hermano Aurelio?, se preguntó. No era simplemente la necesidad de protegerlo como un hermano mayor, tampoco la soledad o el silencio obligado de la orden, que al fin de cuentas él había elegido por su propia voluntad. Y cuando pensó precisamente en esto, se dio cuenta de la pregunta que quería hacer en ese momento: si alguien más, además de él mismo, había escuchado a Dios llamándolo a sus filas, requiriéndolo como un soldado reclutado sin papeles ni órdenes legales de por medio, sólo la palabra y el deber, la obediencia debida al padre y al maestro, al tutor y al jefe, a aquel que, por encima de nosotros, estamos obligados por razones inciertas pero demasiado duras y concretas para ser explicadas, o rotas, que de todos modos llega a ser lo mismo. Un razonamiento desarma argumentos, y por lo tanto los deshace.

     -¡Cómo encontró su vocación, hermano? –preguntó, cuando ambos se sentaron al borde de la fosa recién comenzada, sobre la todavía poco elevada montaña de tierra excavada que se acumulaba a los costados.

     Aurelio lo miró y pareció quedarse pensando. Maximiliano le dio tiempo, era casi mediodía y pronto la campanilla sonaría para llamarlos al refectorio.

     -Vi a Nuestro Señor, hermano.

     Maximiliano continuó esperando. No le sorprendió al principio la respuesta, pensó que era una metáfora, una forma de decir que todos vemos a Dios en las cosas del mundo, su presencia habitando cada ínfima forma de plantas y animales, aún de las casas y los artefactos que el hombre construye.

     -Fue hace seis meses, más o menos. Estaba en mi hogar, con mis padres, sentados a la mesa. Vivimos en una casa de la afueras de Cádiz, rodeados de terrenos inhabitados y calles de tierra. Es una casa señorial, que mi abuelo construyó hace ochenta años. De noche se escuchan a los perros y a los búhos, nunca al mismo tiempo. Primero los búhos, alrededor de la medianoche, anunciando la caída de la noche definitiva, la secuencia irremediable de los espíritus danzando alrededor de los árboles. Cuando ellos callan, los perros ladran asustados durante dos o tres horas, hasta que se agotan y se duermen. Luego viene el viento, suave o fuerte, pero con su constante silbido que se aleja dejando el aire gélido que cada mañana nos recibe al despertarnos. ¿Nunca vio por la mañana, hermano, el patio helado y vacío, como si ni siquiera quedaran árboles, como si lo único presente fuesen sus propios ojos creando una imagen que sabe de antemano que no durará mucho, porque es fantasía, reflejo de la vida, eco del sonido ya ausente, como la luz de estrellas lejanas que han muerto muchísimos años antes? Cosas fantasmas, igual que hombres fantasmas.

     Maximiliano tosió y miró alrededor. Los demás también se habían sentado, no parecían hablar, y aunque lo hubiesen hecho el padre Esteban, ahora el único celador, no los habría reprendido. Aurelio se quedó mirándolo, como si buscase una señal de que entendía de lo que estaba hablando. Luego continuó:

     -Esa noche miré al cielorraso y vi la araña pendiendo sobre nosotros, y vi también a la otra araña, la de verdad, tejiendo su tela entre los candelabros. El calor de las velas no parecía hacerle daño, al contrario, se movía con rapidez y eficiencia. Mis padres me preguntaron qué estaba mirando, y yo solamente iba a contestarles la verdad, pero justo en ese momento sentí un dolor muy fuerte en el ojo izquierdo, como si me estuviesen pinchando con algo filoso. El dolor no me penetró en la cabeza, pero era profundo, hasta el fondo del ojo. Bajé la cabeza y emití un quejido. Mi madre se levantó de la silla y me acarició el pelo, consolándome. Yo me aparté de ella porque el dolor continuaba y me sentía cada vez más nervioso. Me tapé la cara con las manos y me froté el ojo izquierdo con fuerza. Mi padre dijo que me había entrado polvo, y que fuese al lavabo. No sé por qué me negué, tampoco sé la razón de que volviese a mirar hacia el cielorraso, donde la araña continuaba tejiendo su tela, ya más larga, viéndola descender hacia el mantel, y sin que mis padres se diesen cuenta. El ojo me dolía, me pinchaba tremendamente, pero no había perdido mi capacidad de visión. Veía claro y nítido, sin lágrimas siquiera, y me di cuenta entonces que jamás había visto tan nítidamente las cosas del mundo. Cada borde de objetos y elementos de la casa tenía su relieve, su gama de color, su estructura de material, su medida exacta. No sé cómo expresarlo…yo sabía, con sólo ver, cuál era el fin, el mensaje, quizás, la solución y disolución de la sustancia con que estaban conformados, como si sustancia y forma fuesen un conglomerado dispuesto en base a un fin previamente determinado.

     Hizo una pausa y frunció las cejas, sin duda interrogando en silencio si todo eso era comprendido por quien lo escuchaba. Maximiliano entendió la pregunta, y ávido por saber más, cumplió con su deber de interlocutor comprensivo y entusiasta.

    -Dios en el principio de todas las cosas…-dijo.

    Aurelio sonrió, complacido.

    -Así es, hermano. Incluso en esa araña. Porque yo la veía muy claramente, a pesar de su diminuto tamaño. Observé cada una de sus patas, las que usaba para sujetarse a la tela, y las que utilizaba para tejerla. Era como presenciar la construcción una escalera de descenso al mismo tiempo que se descendía. Un milagro, podría decir, y por qué no, si fue en ella donde vi la cara de Dios. En el rostro de esa araña.

 


Ilustración: Georges de La tour

La soledad (Alberto Moravia)

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