Walter le dijo a su mujer que se acercara, y le extendió la mano mientras sus ojos seguían fijos en un punto lejano e impreciso. Griselda miraba hacia todos lados buscando el objeto que lo atraía, algo muy alto a juzgar por su mirada, absorta, clavada en el cielo.
Ella saltó la cerca con cuidado; el embarazo le provocaba náuseas repentinas. Walter la tomó de los hombros y le acarició la nuca de cabellos rojos. El frío de ese otoño ya se había asentado definitivamente a las seis de la tarde, y la luz iba decreciendo.
-¡Mirá, mirá allá!- Dijo él de pronto, señalando hacia arriba, detrás de las casas bajas, los edificios de tres pisos y los árboles frondosos. La brisa movía las ramas y las hojas volaban hasta aquel terreno. El lote enorme y desierto, un baldío desolado vecino al almacén de Costa.
-¿Qué ves?- Preguntó ella.
-La catedral. Ponete en puntas de pie.
Entonces Griselda se apoyó en los hombros de su esposo y él la alzó de la cintura.
-¡Qué vista, por Dios!- Dijo sonriendo extasiado, con una alegría que ella había visto pocas veces.-¿No es hermosa? El triunfo de la arquitectura, la fusión perfecta de arte y técnica.
Ella le golpeó el pecho con suavidad, golpecitos bruscos e inocentes que siempre le daba cuando no quería soltarla.
-Bajame, que estoy mareada. ¿Mañana vienen los obreros?
Walter los esperaba con ansia, ya no podía perder más tiempo. La construcción de la casa iba a llevarle por lo menos seis meses. Hablaron de los planos aún inconclusos, de cuántos cuartos iban a tener, del color que ella refería las paredes, de qué árboles plantarían en el jardín. A veces Griselda se callaba, abrumada o sobrepasada por el ímpetu y los conocimientos de su esposo.
Salieron del terreno cubierto por pasto espeso, tréboles y arbustos salvajes crecidos en el abandono. Era de noche y en toda la cuadra había sólo una casa, el local del “Nuevo almacén”, con su farol iluminando la esquina, balanceándose en la brisa nocturna.
Se acostaron al llegar al departamento, pero Walter no durmió. Las ideas llegaban sin pausa, su mente no era capaz de detenerse. Algo o alguien le enviaba esas imágenes, esos planos que sí o sí tenía que dibujar. Por eso se levantaba todas las noches para sentarse frente al tablero y hacer, bajo una lámpara débil, aquellos bosquejos indescifrables, caóticos, que muchas veces lo habían asombrado al verlos con la exquisita crueldad de la luz de la mañana.
Esa noche revisó los planos, comparando los distintos esbozos hechos meses antes, y vio que las medidas y proporciones no coincidían. Era necesario utilizar el patrón universal propuesto por Le Corbusier hacía mucho tiempo.
Eran las seis de la mañana. Abrió las cortinas pensando en el camión que en ese momento debía salir del corralón de materiales.
-¡Griselda, levantate!- Gritó desde el baño. El sonido del agua, del cepillo de dientes y el rechinar de la puerta la despertaron.
-Haceme un café, tengo mil cosas que preparar antes de irme.- Después de abrocharse la camisa y el pantalón, enrolló los planos. Se calzó los mocasines escondidos bajo la cama y fue a la cocina.
Griselda servía las tazas con los ojos entrecerrados y una lentitud exasperante.
-¡El plexo solar, mi amor, el plexo solar!- Decía él mientras tomaba su café con leche.
Después agarró las cosas con mucho apuro y salió de la casa con expresión de euforia, como un nuevo Arquímedes en el umbral de la gran revelación.
-¿Pero qué es eso, querido?- Le preguntó ella desde la puerta, mientras lo veía subir al coche.
-La mitad de la altura de un hombre con los brazos extendidos.- Y se paró bajo el sol de la mañana estirando los brazos al cielo, el casco en la cabeza, los anteojos ocultando el color de sus ojos, y una barba que lo protegía del frío.
-¿Me entiende?- Le preguntó más tarde al capataz, tratando de explicarle las nuevas normas para la construcción.
-Diga, nomás, y nosotros lo hacemos. La casa la paga usted.- Contestó el hombre.
Así fue cómo se inició la jornada en que comenzaron a fijar los cimientos en el foso. La máquina excavadora cortó el tránsito por dos horas, demoliendo la cerca que separaba la vereda del baldío. Los vecinos observaron toda la tarde, y los chicos, al volver de la escuela, se sentaron a mirar el trabajo de la topadora.
Cuando Griselda llegó a las cuatro, vio a Walter conduciendo la máquina. Ignoraba, como tantas otras cosas que había descubierto últimamente, que él era capaz de manejarla. La saludó agitando un brazo, sonriendo emocionado como un niño al volante. Se había quitado el casco; el cabello encrespado estaba revuelto y sucio. Se detuvo y bajó de la máquina. Tenía olor a sudor en la camisa, un olor a tierra seca y a cal.
-Soy un dios, Griselda, soy el dios de este barrio.- Los planos se les cayeron de las manos.
Una semana después los pilares y el piso estaban terminados. Era un sábado. La mitad de los albañiles tenía franco. A las once de la mañana la gente rodeaba el perímetro de la construcción. Los obreros parecían hombres-máquinas creando un mundo nuevo, que Walter dirigía desde la cima. Ahora que la obra avanzaba, ya podía ver la catedral sin esforzarse para levantar la mirada.
-¿Cómo va todo?- Le preguntó Costa, el almacenero, una tarde, cuando ya se habían ido casi todos. Tenía una mano sobre la frente a manera de visera, y con la otra sujetaba del brazo a su hijo de seis años.
-¡Perfectamente!- Contestó Walter.
-¡Parece Hércules, amigo mío! ¡Hércules en el Olimpo!- Gritó Costa.
Walter se arremangó la camisa mostrando sus músculos, y entonces algo ocurrió. Nadie supo cómo se inició, ninguno estaba prestando atención. Todavía brillaba el sol, y nada parecía anunciar preocupación o desgracia. De pronto, la plataforma se vino abajo. El piso nuevo y cuatro pilares se derrumbaron, destruyendo el sótano. Una polvareda se levantó junto al estruendo ensordecedor y los gritos. Los vecinos se dispersaron con espanto. Algunos se atrevieron a entrar al terreno, mientras otros apartaban a los niños hacia la vereda de enfrente. Un hormiguero de gente nueva salió de sus casas. El polvo seguía subiendo, hasta detenerse en una nube suspendida, que fue asentándose otra vez con mucha lentitud. Sólo el rumor de gritos aislados pudo escucharse durante un largo rato. Los bomberos llegaron, la policía y las ambulancias empezaron a rodear lo que hasta ese instante había sido la cuadra más apacible de la ciudad.
Entre los escombros oyeron un llamado, la voz del arquitecto hablándoles a los bomberos como salvadores del infierno.
-¡Rápido, puedo verlos desde acá, debajo de esta columna!- Decía Walter con un gemido débil.
Griselda lo encontró en el hospital con una pierna enyesada y una sonrisa extraña. Se abrazaron estrechamente, sin decirse nada.
La construcción se había retrasado casi tres meses, y decidió abandonar el hospital sin permiso.
-He sobrevivido.- Fue lo único que le dijo a su mujer y a los médicos.
Al regresar a la obra, revisó los destrozos y pidió lápiz y papel para hacer nuevos bosquejos. En la mañana vinieron los albañiles, y fue con cada uno a todos los sectores de la obra, para explicarles en detalle el retiro de los escombros y las modificaciones.
-Hola Costa, aquí estoy de nuevo.- Le dijo al ver a su vecino que abría el negocio a las nueve de la mañana. Los chicos de la escuela cruzaron la calle, asustados por el recuerdo del desastre.
-Está loco, Walter. Arquitecto o no, está loco al seguir con esto.
-Puede ser, pero los dioses deben estarlo para ser dioses. Sino, nada podría ser creado.- Costa le hizo entonces un gesto obsceno, y Walter se rió.
Cuando habían ya pasado dos meses más y la planta baja y el primer piso estaban casi terminados, Griselda fue a ver la obra, caminando entre los montones de ladrillos y maderas.
-Subí, mirá la vista desde acá.
-Ya voy, Walter.- Pero a ella le costaba subir la escalera estrecha y frágil, aunque los andamios no le causaban temor, como si la voluntad vertiginosa de su marido se le hubiese contagiado.
-Somos dos creadores, mi amor. Vos tenés al niño, lo estás haciendo día a día. ¿Y yo? Mirá esto.
Puso los planos contra el sol del atardecer, frente a la pared aún inconclusa del primer piso abierta a la calle y los tejados de las otras cuadras. El papel se transparentó, y ella pudo ver la forma de la casona que su marido se había propuesto construir. Siguió con la mirada la mano de Walter, que señalaba al sol, su halo rojizo ocultándose detrás del mundo, y vio la catedral. Escuchó las piedras de la iglesia, olió el incienso, saboreando el aroma en su garganta como una hostia.
-Estirá los brazos.- Le dijo, y cuando lo hizo, él se arrodilló, para medir el alto de su cuerpo desde el piso hasta por debajo de sus pechos.
-La medida exacta. La casa estará construida con la medida de tu cuerpo.
Dos días después, se sintió preocupado por extraños sueños, sin relación alguna con sus proyectos. Había visto dos pequeñas alas, y se le ocurrió que la casa necesitaba dos salones simétricos a cada lado. El primer lunes hizo derribar las paredes externas. El capataz se opuso al principio a aquellos cambios.
-Esto no es la catedral de La Plata , arquitecto.
Entonces Walter lo golpeó. No supo por qué lo hizo. El tipo era viejo y habría cedido fácilmente con dos palabras amables. Pero le dio un puñetazo que lo derribó aturdido, mientras Walter lo miraba sereno y omnipotente. Los pilares del segundo piso se alzaban a su lado como espigas florecientes, rodeados por las bocinas de los autos y el frío del invierno. Ya nadie se atrevió a negarle algo.
-Tiren las paredes. Vamos a construir las alas periféricas.- Ordenó.
A partir de aquella mañana, el martilleo pudo escucharse cada día por todo el barrio, hasta casi las diez de la noche. Retumbaba por las calles desde aquel centro iluminado por lámparas lúgubres, ese esqueleto que cada vez que se movía provocaba el pánico. Y una noche, a las nueve y cincuenta minutos, se oyó un nuevo estruendo que trajo a la memoria el anterior, como un recuerdo recreándose en la realidad. Por eso algunos no se asustaron enseguida. Luego, al ver la polvareda rojiza en el aire de la noche, el olor a cal y ladrillos inundando la calle y las ventanas de las casas, salieron a maldecir al arquitecto, creador de ese monstruo que él llamaba su futuro hogar.
A las nueve y cuarenta y ocho, el hijo de Costa había salido con su bicicleta. Un minuto después, atravesaba el baldío que siempre le evitó hacer dos cuadras de más. El derrumbe de los costados de la casa no tomó en cuenta la corrida del niño, el hijo de seis años del almacenero de la esquina. Las paredes cayeron sin piedad sobre todo lo que estaba en su camino.
Una sirena sonó de pronto, pero las ambulancias llegaron tarde. Los vecinos, como sombras en piyamas, poblaron la calle con palabras de castigo y deshonor. Los focos del autobomba iluminaron la zona. Por todas partes había polvo rojo y blanco, obstruyendo la boca y la nariz de la gente. Buscaron a Walter y a los cinco obreros.
Costa apareció en la puerta del negocio en calzoncillos, agitado, sujetándose al marco como si lo necesitase para mantenerse en pie. El pecho hirsuto se balanceaba como el de un asmático en el límite de la vida.
-¡Guille!- Gritó, corriendo por la vereda, mientras miraba el desastre y la casona iluminada por los faroles de los autos.
-¡Acá hay otro!- Se avisaban los bomberos unos a otros, y cada diez o quince minutos rescataban a un hombre. Pero no hallaron a Walter.
-Estaba en el otro lado del edificio.- Dijeron los que creían haberlo visto correr en el último instante hacia ese sector sin motivo. Entonces fueron hasta el ala izquierda, la más cercana al almacén.
-¡Guille!- Costa entró al terreno, al escenario del derrumbe y la sangre de cuerpos mutilados. La gente lo miraba ir de un lado a otro como loco.
Los escombros fueron retirados ladrillo por ladrillo durante toda la noche. Las últimas vigas fueron removidas cerca de las seis de la mañana, cuando el sol comenzó a asomarse lenta y vergonzosamente. Griselda esperaba en la vereda, rodeada de miradas de extrema pena y rencor. A las cinco y media tuvieron que llevarla al hospital, el bebé parecía haberse adelantado.
A las seis y cinco encontraron a Walter. Tenía aplastada la misma pierna que la vez anterior, pero estaba vivo y lúcido, aunque silencioso. Al subirlo a la ambulancia sólo dijo:
-El chico, el hijo de Costa...lo vi pasar y quise avisarle, gritarle...
Cerraron la puerta. Costa se detuvo sudoroso y desesperado frente a la ambulancia. Intentaron detenerlo, pero golpeó con impotente furia sobre la chapa del vehículo. Al abrir se arrodilló junto a la camilla.
-¡Arquitecto! ¿Dónde vio a mi hijo?
-Le grité.- Contestó Walter.- Le advertí que no pasara, y de repente, por Dios, diez segundos antes, se lo juro, vi las alas de mi sueño. Las alas de un ángel en la espalda del chico.
Ilustración: Ricardo Carpani
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