Desde hacía varios años la señora H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro del señor H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río solo dejaba sentir su filo en las esquinas. La señora Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). La señora Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo la señora Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Solo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo la señora Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, la señora Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
La señora Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
—Solo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
La señora Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí —cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam— no había venido nunca.
El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. La señora Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, solo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. La señora Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué…?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh…, vaya, hola —la señora Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña.
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
—Ya que he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
—Es tardísimo…
Miriam la miró inexpresivamente:
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda —con un gracioso ademán hizo a un lado a la señora Miller y entró en el apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo— me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul —tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó La señora Miller.
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. La señora Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía?
Miriam frunció el entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbó bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar —y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque solo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
—Mira —la señora Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
La señora Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, la señora Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; solo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro… Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a la señora Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto —su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio…? —de pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
—Por favor, niña… es un regalo de mi marido…
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quién recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora solo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
La señora Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
La señora Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de la señora Miller y murmuró:
—Deme un beso de buenas noches.
—Por favor… prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó una ceja:
—Como guste —fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Pisoteó el ramo después de que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia la señora Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
La señora Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada… tan blanca y deslumbrante?»
El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
Tomó un autobús que iba por la avenida Lexington hasta la calle 86. Había decidido ir de compras.
No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta solo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, solo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle 86? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
La Segunda avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando la señora Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro —la palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
—Vete —dijo la señora Miller.
—Dese prisa, por favor… que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. La señora Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a la señora Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
La señora Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
—Solo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
—¿… y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz —hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas…
La cara de la señora Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguió el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor? —una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. La señora Miller se dirigió a ella:
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero… bueno, soy la señora Miller y vivo arriba y… —se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo…
La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo… va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. La señora Miller negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5 A.
El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa…
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
La señora Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto… —se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —la señora Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido…
La señora Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: La señora H. T. Miller.
En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. La señora Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.
Ilustración: Georges de La Tour
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