domingo, 30 de noviembre de 2025

El hombre que parecía un caballo (Rafael Arévalo Martínez)








En el momento en que nos presentaron, estaba en un extremo de la habitación, con la cabeza ladeada, como acostumbraban a estar los caballos, y con aire de no fijarse en lo que pasaba a su  alrededor. Tenía los miembros duros, largos y enjutos, extrañamente recogidos, tal como los de  uno de los protagonistas en una ilustración inglesa del libro de Gulliver. Pero mi impresión de  que aquel hombre se asemejaba por misterioso modo a un caballo no fue obtenida entonces sino  de una manera subconsciente, que acaso nunca surgiese a la vida plena del conocimiento, si mi anormal contacto con el héroe de esta historia no se hubiese prolongado.


En esa misma prístina escena de nuestra presentación, empezó el señor de Aretal a desprenderse, para obsequiarnos, de los traslúcidos collares de ópalos, de amatistas, de  esmeraldas y de carbunclos, que constituían su íntimo tesoro. En un principio de  deslumbramiento, yo me tendí todo, yo me extendí todo, como una gran sábana blanca, para  hacer mayor mi superficie de contacto con el generoso donante. Las antenas de mi alma se  dilataban, lo palpaban y volvían trémulas y conmovidas y regocijadas a darme la buena nueva: “Éste es el hombre que esperabas; éste es el hombre por el que te asomabas a todas las almas  desconocidas, porque ya tu intuición te había afirmado que un día serías enriquecido por el  advenimiento de un ser único. La avidez con que tomaste, percibiste y arrojaste tantas almas que se hicieron desear y defraudaron tu esperanza, hoy será ampliamente satisfecha: inclínate y bebe de esta agua.”


Y cuando se levantó para marcharse, lo seguí, aherrojado y preso como el cordero que la zagala ató con lazos de rosas. Ya en el cuarto de habitación de mi nuevo amigo, éste, apenas traspuestos los umbrales que le daban paso a un medio propicio y habitual, se encendió todo él. Se volvió deslumbrador y escénico como el caballo de un emperador en una parada militar. Las solapas de su levita tenían vaga semejanza con la túnica interior de un corcel de la Edad Media, enjaezado para un torneo. Le caían bajo las nalgas enjutas, acariciando los remos finos y elegantes. Y empezó su actuación teatral.


Después de un ritual de preparación cuidadosamente observado, caballero iniciado de un antiquísimo culto, cuando ya nuestras almas se habían vuelto cóncavas, sacó el cartapacio de sus  versos con la misma mesura unciosa con que se acerca el sacerdote al ara. Estaba tan grave que imponía respeto. Una risa hubiera sido acuchillada en el instante de nacer.


Sacó su primer collar de topacios o, mejor dicho, su primera serie de collares de topacios, traslúcidos y brillantes. Sus manos se alzaron con tanta cadencia que el ritmo se extendió a tres mundos. Por el poder del ritmo, nuestra estancia se conmovió toda en el segundo piso, como un globo prisionero, hasta desasirse de sus lazos terrenos y llevarnos en un silencioso viaje aéreo. Pero a mí no me conmovieron sus versos, porque eran versos inorgánicos. Eran el alma traslúcida y radiante de los minerales; eran el alma simétrica y dura de los minerales.


Y entonces el oficiante de las cosas minerales sacó su segundo collar. ¡Oh esmeraldas, divinas esmeraldas! Y sacó el tercero. ¡Oh diamantes, claros diamantes! Y sacó el cuarto y el quinto, que fueron de nuevo topacios, con gotas de luz, con acumulamientos de sol, con partes opacamente radiosas. Y luego el séptimo: sus carbunclos. Sus carbunclos eran casi tibios; casi me conmovieron como granos de granada o como sangre de héroes; pero los toqué y los sentí duros. De todas maneras, el alma de los minerales me invadía; aquella aristocracia inorgánica me seducía raramente, sin comprenderla por completo. Tan fue esto así, que no pude traducir las palabras de mi Señor interno, que estaba confuso y hacía un vano esfuerzo por volverse duro y simétrico y limitado y brillante, y permanecí mudo. Y entonces, en imprevista explosión de dignidad ofendida, creyéndose engañado, el Oficiante me quitó su collar de carbunclos, con movimiento tan lleno de violencia, pero tan justo, que me quedé más perplejo que dolorido. Si hubiera sido el Oficiante de las Rosas, no hubiera procedido así.


Y entonces, como a la rotura de un conjuro, por aquel acto de violencia, se deshizo el encanto del ritmo; y la blanca navecilla en que voláramos por el azul del cielo, se encontró sólidamente aferrada al primer piso de una casa.


Después, nuestro común presentante, el señor de Aretal y yo, almorzamos en los bajos del hotel.


Y yo, en aquellos instantes, me asomé al pozo del alma del Señor de los Topacios. Vi reflejadas muchas cosas. Al asomarme, instintivamente, había formado mi cola de pavo real; pero la había formado sin ninguna sensualidad interior, simplemente solicitado por tanta belleza percibida y deseando mostrar mi mejor aspecto, para ponerme a tono con ella.


¡Oh, las cosas que vi en aquel pozo! Ese pozo fue para mí el pozo mismo del misterio. Asomarse a un alma humana, tan abierta como un pozo, que es un ojo de la sierra, es lo mismo que asomarse a Dios. Nunca podemos ver el fondo. Pero nos saturamos de la humedad del agua, el gran vehículo del amor; y nos deslumbramos de luz reflejada.


Este pozo reflejaba el múltiple aspecto exterior en la personal manera del señor de Aretal. Algunas figuras estaban más vivas en la superficie del agua: se reflejaban los clásicos, ese tesoro de ternura y de sabiduría de los clásicos; pero sobre todo se reflejaba la imagen de un amigo ausente, con tal pureza de líneas y tan exacto colorido, que no fue uno de los menos interesantes atractivos que tuvo para mi el alma del señor de Aretal, este paralelo darme el conocimiento del alma del señor de la Rosa, el ausente amigo tan admirado y tan amado. Por encima de todo se reflejaba Dios. Dios, de quien nunca estuve menos lejos. La gran alma que a veces se enfoca temporalmente. Yo comprendí, asomándome al pozo del señor de Aretal, que éste era un mensajero divino. Traía un mensaje a la humanidad: el mensaje humano, que es el más valioso de todos. Pero era un mensajero inconsciente. Prodigaba el bien y no lo tenía consigo.


Pronto interesé sobremanera a mi noble huésped. Me asomaba con tanta avidez al agua clara de su espíritu, que pudo tener una imagen exacta de mí. Me había aproximado lo suficiente, y además, yo también era una cosa clara que no interceptaba la luz. Acaso lo ofusqué tanto como él a mí. Es una cualidad de las cosas alucinadas el ser a su vez alucinadoras. Esta mutua atracción nos llevó al acercamiento y estrechez de relaciones. Frecuenté el divino templo de aquella alma hermosa. Y a su contacto empecé a encenderme. El señor de Aretal era una lámpara encendida y yo era una cosa combustible. Nuestras almas se comunicaban. Yo tenía las manos extendidas y el alma de cada uno de mis diez dedos era una antena por la que recibía el conocimiento del alma del señor de Aretal. Así supe de muchas cosas antes no conocidas. Por raíces aéreas, ¿qué otra cosa son los dedos?, u hojas aterciopeladas, ¿qué otra cosa que raíces aéreas son las hojas?, yo recibía de aquel hombre algo que me había faltado antes. Había sido un arbusto desmedrado que prolonga sus filamentos hasta encontrar el humus necesario en una tierra nueva. ¡Y cómo me nutría! Me nutría con la beatitud con que las hojas trémulas de clorofila se extienden al sol; con la beatitud con que una raíz encuentra un cadáver en descomposición; con la beatitud con que los convalecientes dan sus pasos vacilantes en las mañanas de primavera, bañadas de luz; con la beatitud con que el niño se pega al seno nutricio y después, ya lleno, sonríe en sueños a la visión de una ubre nívea. ¡Bah! Todas las cosas que se completan tienen beatitud así. Dios, un día, no será otra cosa que un alimento para nosotros: algo necesario para nuestra vida. Así sonríen los niños y los jóvenes, cuando se sienten beneficiados por la nutrición.


Además me encendí. La nutrición es una combustión. Quién sabe qué niño divino regó en mi espíritu un reguero de pólvora, de nafta, de algo fácilmente inflamable, y el señor de Aretal, que había sabido aproximarse hasta mí, le había dado fuego. Yo tuve el placer de arder; es decir, de llenar mi destino. Comprendí que era una cosa esencialmente inflamable. ¡Oh padre fuego, bendito seáis! Mi destino es arder. El fuego es también un mensaje. ¿Qué otras almas arderían por mí? ¿A quién comunicaría mi llama? ¡Bah! ¿Quién puede predecir el porvenir de una chispa?


Yo ardí y el señor de Aretal me vio arder. En una maravillosa armonía, nuestros dos átomos de hidrógeno y de oxígeno habían llegado tan cerca, que prolongándose, emanando porciones de sí, casi llegaron a juntarse en alguna cosa viva. A veces revolaban como dos mariposas que se buscan y tejen maravillosos lazos sobre el río y en el aire. Otras se elevaban por la virtud de su propio ritmo y de su armoniosa consonancia, como se elevan las dos alas de un dístico. Una estaba fecundando a la otra. Hasta que…


¿Habéis oído de esos carámbanos de hielo que, arrastrados a aguas tibias por una corriente submarina, se desintegran en su base, hasta que perdido un maravilloso equilibrio, giran sobre sí mismos en una apocalíptica vuelta, rápidos, inesperados, presentando a la fe del sol lo que antes estaba oculto entre las aguas? Así, invertidos, parecen inconscientes de los navíos que, al hundirse su parte superior, hicieron descender al abismo. Inconscientes de la pérdida de los nidos que ya se habían formado en su parte vuelta hasta entonces a la luz, en la relativa estabilidad de esas dos cosas frágiles: los huevos y los hielos.


Así de pronto, en el ángel transparente del señor de Aretal, empezó a formarse una casi inconsciente nubecilla obscura. Era la sombra proyectada por el caballo que se acercaba.


¿Quién podría expresar mi dolor cuando en el ángel del señor de Aretal apareció aquella cosa obscura, vaga e inconsistente? Había mi noble amigo bajado a la cantina del hotel en que habitaba. ¿Quién pasaba? ¡Bah! Un obscuro ser, poseedor de unas horribles narices aplastadas y de unos labios delgados. ¿Comprendéis? Si la línea de su nariz hubiese sido recta, también en su alma se hubiese enderezado algo. Si sus labios hubiesen sido gruesos, también su sinceridad se hubiese acrecentado. Pero no. El señor de Aretal le había hecho un llamamiento. Ahí estaba… Y mi alma, que en aquel instante tenía el poder de discernir, comprendió claramente que aquel homecillo, a quien hasta entonces había creído un hombre, porque un día vi arrebolarse sus mejillas de vergüenza, no era sino un homúnculo. Con aquellas narices no se podía ser sincero.


Invitados por el señor de los topacios, nos sentamos a una mesa. Nos sirvieron coñac y refrescos, a elección. Y aquí se rompió la armonía. La rompió el alcohol. Yo no tomé. Pero tomó él. Pero estuvo el alcohol próximo a mí, sobre la mesa de mármol blanco. Y medió entre nosotros y nos interceptó las almas. Además, el alma del señor de Aretal ya no era azul como la mía. Era roja y chata como la del compañero que nos separaba. Entonces comprendí que lo que yo había amado más en el señor de Aretal era mi propio azul.


Pronto el alma chata del señor de Aretal empezó a hablar de cosas bajas. Todos sus pensamientos tuvieron la nariz torcida. Todos sus pensamientos bebían alcohol y se materializaban groseramente. Nos contó de una legión de negras de Jamaica, lúbricas y semidesnudas, corriendo tras él en la oferta de su odiosa mercancía por cinco centavos. Me hacía daño su palabra y pronto me hizo daño su voluntad. Me pidió insistentemente que bebiera alcohol. Cedí. Pero apenas consumado mi sacrificio sentí claramente que algo se rompía entre nosotros. Que nuestros señores internos se alejaban y que venía abajo, en silencio, un divino equilibrio de cristales. Y se lo dije: -Señor de Aretal, usted ha roto nuestras divinas relaciones en este mismo instante. Mañana usted verá en mí llegar a su aposento sólo un hombre y yo sólo encontraré un hombre en usted. En este mismo instante usted me ha teñido de rojo.


El día siguiente, en efecto, no sé qué hicimos el señor de Aretal y yo. Creo que marchamos por la calle en vía de cierto negocio. Él iba de nuevo encendido. Yo marchaba a su vera apagado ¡y lejos de él! Iba pensando en que jamás el misterio me había abierto tan ancha rasgadura para asomarme, como en mis relaciones con mi extraño acompañante. Jamás había sentido tan bien las posibilidades del hombre; jamás había entendido tanto al dios íntimo como en mis relaciones con el señor de Aretal.


Llegamos a su cuarto. Nos esperaban sus formas de pensamiento. Y yo siempre me sentía lejos del señor de Aretal. Me sentí lejos muchos días, en muchas sucesivas visitas. Iba a él obedeciendo leyes inexorables. Porque era preciso aquel contacto para quemar una parte en mí, hasta entonces tan seca, como que se estaba preparando para arder mejor. Todo el dolor de mi sequedad hasta entonces, ahora se regocijaba de arder; todo el dolor de mi vacío hasta entonces, ahora se regocijaba de plenitud. Salí de la noche de mi alma en una aurora encendida. Bien está. Bien está. Seamos valientes. Cuanto más secos estemos arderemos mejor. Y así iba a aquel hombre y nuestros señores se regocijaban. ¡Ah! Pero el encanto de los primeros días, ¿en dónde estaba?


Cuando me resigné a encontrar un hombre en el señor de Aretal, volvió de nuevo el encanto de su maravillosa presencia. Amaba a mi amigo. Pero me era imposible desechar la melancolía del dios ido. ¡Traslúcidas, diamantinas alas perdidas! ¿Cómo encontraros los dos y volver a donde estuvimos?


Un día el señor de Aretal encontró propicio el medio. Eramos varios sus oyentes; en el cuarto encantado por sus creaciones habituales, se recitaron versos. Y de pronto, ante unos más hermosos que los demás, como ante una clarinada, se levantó nuestro noble huésped, piafante y elástico. Y allí, y entonces, tuve la primera visión: el señor de Aretal estiraba el cuello como un caballo.


Le llamé la atención: -Excelso huésped, os suplico que adoptéis esta y esta actitud. Sí, era cierto: estiraba el cuello como un caballo.


Después, la segunda visión; el mismo día. Salimos a andar. Y de pronto percibí, lo percibí: el señor de Aretal caía como un caballo. Le faltaba de pronto el pie izquierdo y entonces sus ancas casi tocaban tierra, como un caballo claudicante. Se erguía luego con rapidez; pero ya me había dejado la sensación. ¿Habéis visto caer a un caballo?


Luego la tercera visión, a los pocos días. Accionaba el señor de Aretal sentado frente a sus monedas de oro, y de pronto lo vi mover los brazos como mueven las manos los caballos de pura sangre sacando las extremidades de sus miembros delanteros hacia los lados, en esa bella serie de movimientos que tantas veces habréis observado cuando un jinete hábil, en un paseo concurrido, reprime el paso de un corcel caracoleante y espléndido.


Después, otra visión: el señor de Aretal veía como un caballo. Cuando lo embriagaba su propia palabra, como embriaga al corcel noble su propia sangre generosa, trémulo como una hoja, trémulo como un corcel montado y reprimido, trémulo como todas esas formas vivas de raigambres nerviosas y finas, inclinaba la cabeza, ladeaba la cabeza, y así veía, mientras sus brazos desataban algo en el aire, como las manos de un caballo. -¡Qué cosa más hermosa es un caballo! ¡Casi se está sobre dos pies!- Y entonces yo sentía que lo cabalgaba el espíritu.


Y luego cien visiones más. El señor de Aretal se acercaba a las mujeres como un caballo. En las salas suntuosas no se podía estar quieto. Se acercaba a la hermosa señora recién presentada, con movimientos fáciles y elásticos, baja y ladeada la cabeza, y daba una vuelta en torno de ella y daba una vuelta en torno de la sala.


Veía así de lado. Pude observar que sus ojos se mantenían inyectados de sangre. Un día se rompió uno de los vasillos que los coloreaban con trama sutil; se rompió el vasillo y una manchita roja había coloreado su córnea. Se lo hice observar.


-Bah-me dijo -, es cosa vieja. Hace tres días que sufro de ello. Pero no tengo tiempo para ver a un doctor.


Marchó al espejo y se quedó mirando fijamente. Cuando al día siguiente volví, encontré que una virtud más lo ennoblecía. Le pregunté: “¿Qué lo embellece en esta hora?” Y él respondió: “Un matiz.” Y me contó que se había puesto una corbata roja para que armonizara con su ojo rojo. Y entonces yo comprendí que en su espíritu había una tercera coloración roja y que estas tres rojeces juntas eran las que me habían llamado la atención al saludarlo. Porque el espíritu de cristales del señor de Aretal se teñía de las cosas ambientes. Y eso eran sus versos: una maravillosa cristalería teñida de las cosas ambientes: esmeraldas, rubíes, ópalos…


Pero esto era triste a veces porque a veces las cosas ambientes eran obscuras o de colores mancillados: verdes de estercolero, palideces verdes de plantas enfermas. Llegué a deplorar elencontrarlo acompañado, y cuando esto sucedía, me separaba con cualquier pretexto del señor de Aretal, si su acompañante no era una persona de colores claros.


Porque indefectiblemente el señor de Aretal reflejaba el espíritu de su acompañante. Un día lo encontré, ¡a él, el noble corcel!, enano y meloso. Y como en un espejo, vi en la estancia a una persona enana y melosa. En efecto, allí estaba; me la presentó. Era una mujer como de cuarenta años, chata, gorda y baja. Su espíritu también era una cosa baja. Algo rastreante y humilde; pero inofensivo y deseoso de agradar. Aquella persona era el espíritu de la adulación. Y Aretal también sentía en aquellos momentos una pequeña alma servil y obsequiosa. ¿Qué espejo cóncavo ha hecho esta horrorosa transmutación?, me pregunté yo, aterrorizado. Y de pronto todo el aire transparente de la estancia me pareció un transparente vidrio cóncavo que deformaba los objetos. ¡Qué chatas eran las sillas…! Todo invitaba a sentarse sobre ello. Aretal era un caballo de alquiler más.


Otra ocasión, y a la mesa de un bullanguero grupo que reía y bebía, Aretal fue un ser humano más, uno más del montón. Me acerqué a él y lo vi catalogado y con precio fijo. Hacía chistes y los blandía como armas defensivas. Era un caballo de circo. Todos en aquel grupo se exhibían. Otra vez fue un jayán. Se enredó en palabras ofensivas con un hombre brutal. Parecía una vendedora de verduras. Me hubiera dado asco; pero lo amaba tanto que me dio tristeza. Era un caballo que daba coces.


Y entonces, al fin, apareció en el plano físico una pregunta que hacía tiempo formulaba: ¿Cuál es el verdadero espíritu del señor de Aretal? Y la respondí pronto. El señor de Aretal, que tenía una elevada mentalidad, no tenía espíritu: era amoral. Era amoral como un caballo y se dejaba montar por cualquier espíritu. A veces sus jinetes tenían miedo o eran mezquinos y entonces el señor de Aretal los arrojaba lejos de sí, con un soberbio bote. Aquel vacío moral de su ser se llenaba, como todos los vacíos, con facilidad. Tendía a llenarse.


Propuse el problema a la elevadísima mente de mi amigo y ésta lo aceptó en el acto. Me hizo una confesión: -Sí, es cierto. Yo, a usted que me ama, le muestro la mejor parte de mí mismo. Le muestro a mi dios interno. Pero, es doloroso decirlo, entre dos seres humanos que me rodean, yo tiendo a colorearme del color del más bajo. Huya de mí cuando esté en una mala compañía.


Sobre la base de esta percepción, me interné más en su espíritu. Me confesó un día, dolorido, que ninguna mujer lo había amado. Y sangraba todo él al decir esto. Yo le expliqué que ninguna mujer lo podía amar, porque él no era un hombre, y la unión hubiera sido monstruosa. El señor de Aretal no conocía el pudor, y era indelicado en sus relaciones con las damas; como un animal. Y él:


-Pero yo las colmo de dinero.


-También se lo da una valiosa finca en arrendamiento.


Y él:


-Pero yo las acaricio con pasión.


-También las lamen las manos sus perritos de lanas.


Y él:


-Pero yo las soy fiel y generoso; yo las soy humilde; yo las soy abnegado.


-Bien: el hombre es más que eso. Pero ¿las ama usted?


-Sí, las amo.


-Pero ¿las ama usted como un hombre? No, amigo, no. Usted rompe en esos delicados y divinos seres mil hilos tenues que constituyen toda una vida. Esa última ramera que le ha negado su amor y ha desdeñado su dinero, defendió su única parte inviolada: su señor interno; lo que no se vende. Usted no tiene pudor. Y ahora oiga mi profecía: una mujer lo redimirá. Usted, obsequioso y humilde hasta la bajeza con las damas; usted, orgulloso de llevar sobre sus lomos una mujer bella, con el orgullo de la hacanea favorita, que se complace en su preciosa carga, cuando esta mujer bella lo ame, se redimirá: conquistará el pudor.


Y otra hora propicia a las confidencias:


-Yo no he tenido nunca un amigo.


Y sangraba todo él al decir esto. Yo le expliqué que ningún hombre le podría dar su amistad, porque él no era un hombre, y la amistad hubiese sido monstruosa. El señor de Aretal no conocía la amistad y era indelicado en sus relaciones con los hombres como un animal. Conocía sólo el camaraderismo. Galopaba alegre y generoso en los llanos, con sus compañeros; gustaba de ir en manadas con ellos; galopaba primitivo y matinal, sintiendo arder su sangre generosa que lo incitaba a la acción, embriagándose de aire, y de verde, y de sol; pero luego se separaba indiferente de su compañero de una hora lo mismo que de su compañero de un año. El caballo, su hermano, muerto a su lado, se descomponía bajo el dombo del cielo, sin hacer asomar una lágrima a sus ojos… Y el señor de Aretal, cuando concluí de expresar mi último concepto, radiante:


-Ésta es la gloria de la naturaleza. La materia inmortal no muere. ¿Por qué llorar a un caballo cuando queda una rosa? ¿Por qué llorar a una rosa cuando queda un ave? ¿Por qué lamentar a un amigo cuando queda un prado? Yo siento la radiante luz del sol que nos posee a todos, que nos redime a todos. Llorar es pecar contra el sol. Los hombres, cobardes, miserables y bajos, pecan contra la Naturaleza, que es Dios.


Y yo, reverente, de rodillas ante aquella hermosa alma animal, que me llenaba de la unción de Dios:


-Sí, es cierto; pero el hombre es una parte de la naturaleza; es la naturaleza evolucionada. ¡Respeto a la evolución! Hay fuerza y hay materia: ¡respeto a las dos! Todo no es más que uno.


-Yo estoy más allá de la moral.


-Usted está más acá de la moral: usted está bajo la moral. Pero el caballo y el ángel se tocan, y por eso usted a veces me parece divino. San Francisco de Asís amaba a todos los seres y a todas las cosas, como usted; pero además, las amaba de un modo diferente; pero las amaba después del círculo, no antes del círculo, como usted.


Y él entonces:


-Soy generoso con mis amigos, los cubro de oro.


-También se lo da una valiosa finca en arrendamiento, o un pozo de petróleo, o una mina en explotación.


Y él:


-Pero yo les presto mil pequeños cuidados. Yo he sido enfermero del amigo enfermo y buen compañero de orgía del amigo sano.


Y yo:


-El hombre es más que eso: el hombre es la solidaridad. Usted ama a sus amigos, pero ¿los ama con amor hu mano? No, usted ofende en nosotros mil cosas impalpables. Yo, que soy el primer hombre que ha amado a usted, he sembrado los gérmenes de su redención. Ese amigo egoísta que se separó, al separarse de usted, de un bienhechor, no se sintió unido a usted por ningún lazo humano. Usted no tiene solidaridad con los hombres.


-………….


-Usted no tiene pudor con las mujeres, ni solidaridad con los hombres, ni respeto a la fe. Usted miente, y encuentra en su elevada mentalidad, excusa para su mentira, aunque es por naturaleza verídico como un caballo. Usted adula y engaña y encuentra en su elevada mentalidad, excusa para su adulación y su engaño, aunque es por naturaleza noble como un caballo. Nunca he amado tanto a los caballos como al amarlos en usted. Comprendo la nobleza del caballo: es casi humano. Usted ha llevado siempre sobre el lomo una carga humana: una mujer, un amigo… ¡Qué hubiera sido de esa mujer y de ese amigo en los pasos difíciles sin usted, el noble, el fuerte, que los llevó sobre sí, con una generosidad que será su redención! El que lleva una carga, más pronto hace el camino. Pero usted las ha llevado como un caballo. Fiel a su naturaleza, empiece a llevarlas como un hombre.


* * *


Me separé del señor de los topacios, y a los pocos días fue el hecho final de nuestras relaciones. Sintió de pronto el señor de Aretal que mi mano era poco firme, que llegaba a él mezquino y cobarde, y su nobleza de bruto se sublevó. De un bote rápido me lanzó lejos de sí. Sentí sus cascos en mi frente. Luego un veloz galope rítmico y marcial, aventando las arenas del desierto. Volví los ojos hacia donde estaba la Esfinge en su eterno reposo de misterio, y ya no la vi. ¡La Esfinge era el señor de Aretal que me había revelado su secreto, que era el mismo del Centauro!


Era el señor de Aretal que se alejaba en su veloz galope, con rostro humano y cuerpo de bestia.





Ilustración: Francisco Toledo

sábado, 29 de noviembre de 2025

El horno viejo (José María Arguedas)







Dormía bien en la batea grande que había pertenecido al horno viejo. A su lado, sobre pellejos, dormía la sirvienta Facunda. Cerca del fogón, en una tarima hecha de adobes que en el día era utilizada como apoyo para los peones, dormía la cocinera, doña Cayetana.


—Apesta a indio y cebolla —dijo el caballero, en la puerta de la cocina.


Prendió un fósforo y llegó hasta la batea. Vio las ollas de barro y leña en el suelo, y agua sucia. No había obstáculo alguno para llegar a la batea:


—¡Ah, candelas! Al diablo este le ponen buenos pellejos sobre la batea. El condenado siempre es condenado; como éste es blanquito, aunque esté de sirviente, aquí le sirven.


Despertó al muchacho punzándolo con el bastón en la garganta. El bastón tenía punta de metal. Alumbraba aún el fósforo.


—Levántate; acompáñame.


El muchacho se levantó. Estaba vestido. Siguió al caballero.


En el patio preguntó:


—¿Adónde?


—Adonde has de ser hombre esta noche. ¿Cuántos años tienes?


—El 17 de febrero cumplí nueve.


—Temprano hay que ser hombre. Duermes bien.


—Duermo bonito.


—Yo también voy a dormir bonito. Ya verás.


Atravesaron el patio grande de la casa. Las blanquísimas lajas del piso flotaban en la noche; se veían sus irregulares formas. La oscuridad solo llegaba hasta cierta altura de las piedras, y el muchacho caminó en el patio como sobre barro de niebla. Pero en la plaza, inmensa, el silencio cubría el vacío; toda la tierra. Sopló un viento y los dos eucaliptos gigantes del cementerio cantaron.


—¿Adónde me llevas? —preguntó el muchacho.


—Adonde has de aprender lo que es ser lo que sea. ¡Sígueme!


Lo siguió por varias calles. Sobre los techos de las casas abandonadas y en los muros de las huertas lograban destacarse los troncos de algunos espinos feroces.


Subieron a un muro. El caballero dejó caer una piedra sobre la rodilla del chico:


—¿Te dolió? —dijo.


—No. Cayó debajo.


—¡Sígueme!


El muchacho comprobó que habían cortado los espinos a lo largo de la cima de un muro; luego saltaron a un corral. Allí vivía un chancho muy gordo; pero había también una pequeña mancha, seguramente de romaza verde. Cantaban los grillos en ese sitio: oyó el chico, con toda claridad, el contraste del ronquido del cerdo y la voz de los grillos. “Uno de esos grillitos está llorando —pensó—. Quizá no ha muerto. Aquí, el Jonás atraviesa grillos con una espina, por parejas, y les amarra un yugo de trigo, para que aren. No habrá muerto, pues, gracias a Dios”.


—¡Si es la casa de doña Gabriela, tu tía! —dijo el muchacho, al saltar de otro muro hacia un patio donde florecía un pequeño árbol de cedrón.


—¡Sígueme! —dijo el hombre.


Abrió con bastante cuidado la puerta que daba al interior de la casa. Hizo que el muchacho entrara. Estaba todo muy a oscuras.


—Agárrate de mi poncho —le dijo.


 


El caballero se dirigió, claramente y sin vacilaciones, hacia el dormitorio de doña Gabriela. No separaba el dormitorio de la llamada sala, por donde los dos caminaban a oscuras, sino una división de madera.


—No vienes solo. ¡No vienes solo! ¿A quién has traído? —preguntó doña Gabriela.


—A Santiago; para que aprenda lo más grande de Dios. ¡Háblale, muchacho; que vea que ya eres hombre!


—Yo soy —dijo él, en voz muy baja; el grillo herido y el eucalipto estaban en su voz.


—¡Anticristo! ¿Crees que te voy a dejar? ¿Crees? —habló la señora.


Santiago sintió un ruido en la cabeza.


—Me desvisto —dijo el hombre.


Prendió un fósforo.


—Mira, Santiago —dijo.


Solo un calzoncillo largo le cubría las piernas.


—Ahora me acuesto. Ahora oyes. Si quieres ver, ves. Aquí tienes el fósforo.


Y empezó el forcejeo. Sobre la cama de madera, bien ancha, el hombre y la mujer peleaban. El esposo de doña Gabriela había ido de viaje a una ciudad muy lejana de la costa. Ella tenía ojos pequeños y quemantes en el rostro enflaquecido pero lleno de anhelos. Sus dos hijos dormían en otra “división”, al extremo opuesto de la sala. Eran amigos de Santiago.


—¿No es tu tío carnal, don Pablo, el que ha ido de viaje? —habló, sin darse cuenta el chico.


—Calla, cacanuza; esta mujer se resiste como una vaca de esas que saben que las van a degollar, cuando otras veces era paloma caliente. ¡Calla, perro!


Santiago empezó a tragar la oscuridad como si fuera candela. Se tocó las rodillas que estaban temblando. No estaban calientes.


—Si no te quitas esa sábana, voy a gritar para que tus hijos vean que estoy en tu cama. ¡Que vean! A la de seis grito. El hombre no se embarra con estas cosas, al contrario. Yo más todavía. Cuento…, una…, dos…, tres…, cuatro…


Hablaba despacio; también tragaba fuego.


Al cantar el cinco, todo se detuvo, nunca recordará el muchacho por cuánto tiempo.


El hombre empezó a babear, a gloglotear palabras sucias, mientras ella lloraba mucho y rezaba. Entonces el chico sintió que se le empapaba el rostro. Casi al mismo tiempo, su mano derecha resbaló hacia su propio vientre helado. No pudo seguir de pie; empezó a rezar desde el suelo, el cuerpo helado sobre la tierra: “Perdón, Mamacita, Virgen del cielo, Virgencita linda, perdón…”.


—Tu voz es de que estás gozando, oye, aunque estás rezando; oye… —habló el hombre.


El llanto de la mujer se hizo más claro, como el de esos escondidos hilos de agua que a veces bajan millares de metros de altura entre precipicios negros, de roca sin yerbas. De repente, se acrecentó, como un repunte. Asustó al chico: “¡Me voy, me voy!”, decía, cantaba; pero no podía irse.


No oyó la voz del eucalipto tan grande del cementerio, en el camino de regreso. Tenía las manos metidas en los bolsillos; seguía a cierta distancia al caballero. El hombre ya no fue al zaguán que estaba a la vuelta de la esquina. “Mañana o pasado será mejor. En el horno viejo”, le dijo, al tiempo de cerrar la puerta.


En la esquina estuvo. Las montañas de la gran quebrada hervían, porque la luna alumbró aún antes de aparecer. Alumbró de ese modo con que lo hace. El chico se fue al zaguán. “Lloraba más grande que estos cerros, doña Gabriela. Así dicen que la lágrima se puede llevar los cerros. Se pueden llevar, es cierto; a mí también”. Fue hablando el muchacho.


Encontró la batea, fácil. Se recostó de espaldas. Sintió que la luz le calentaba muy fuerte.


—¡Facunda! —dijo—. Dame agüita.


 


El Jerónimo soltó al hechor en el corral cuando la joven hija del hacendado estaba en el corredor. La acompañaba Santiago. La joven cantaba mejor que la calandria; plateaba al fangoso y encabritado río grande, acercaba las cumbres filudas que los ojos apenas alcanzaban pero que el corazón sentía, los acercaba con el canto hasta que tocaran con sus dientes las flores de la alfalfa de esa hacienda que, según contaban los viejos, un español bruto había cercado donde ni los incas pudieron llegar. El español bruto hizo que los “antiguos” construyeran acueductos con túneles y regó una falda del cerro, a orillas del río más bruto aún, y tuvo que hacer otros túneles para que la gente pudiera llegar a la tierra regada. Ahora daba alfalfa, la mejor de toda la provincia. El garañón se lanzó a la carrera, rebuznando con un júbilo que dejó rígido el rostro de la joven. Porque el burro enorme iba con su miembro viril aún más enorme a embestir a una yegua que estaba al otro lado del muro del corral, a pocos metros de la señorita, que apenas tenía diecisiete años. La yegua sintió la carrera del burro y empezó a retroceder, abriendo la boca, mostrando los dientes, echando a un lado el rabo. El garañón le hundió el miembro; mordió en el lomo a la yegua.


Los dos animales se movían, y el río fangoso se convirtió en sangre pura y terrible que empezó a subir desde los pies hasta la frente de la jovencita. Santiago miraba; tenía diez años. Se había escapado de la casa de su guardador, el más caballero del pueblo, el más decente, que a él, al chico, lo había convertido en sirviente muy maltratado. El dueño de esa hacienda profunda lo cobijó por un tiempecito; lo recibió como a un hijo de señor que era. Sí, ella, la hija del hacendado, cantaba mejor que las calandrias, pero en ese instante, viendo el asalto y los movimientos del garañón, su rostro enrojeció desde dentro, como lirio blanco que se transformara, de repente, por quemazón, en un trozo de crepúsculo que es la luz roja de uno mismo más que del sol y del cielo. “Así es, así es, así es, perdón, Diosito”, dijo la niña, sin darse cuenta. Y volvió la cara para observar a Santiago. Él había preferido mirar a ella que al burro, apenas se encendieron sus mejillas, apenas el río se trasladó a las venas de su cuello para apretar allí toda su fuerza; el chico sintió lo que pasaba en la cara de la señorita y se volvió hacia ella. “Y tú me miras, bestia —le dijo—. ¿Por qué me miras, botado, muerto de hambre…? ¡Estoy asquerosienta! Tú eres…”.


—No, pues, señorita linda. Adiós.


Santiago se fue corriendo hacia el puente amarillo que cruzaba ese río que solo el español bruto y los “antiguos” pudieron alcanzar. Al otro lado del puente empezaba la cuesta, famosa en cientos de pueblos, por lo empinada y por sus túneles (cuatro); uno de ellos requería vela para pasar. En los zig-zag que escalaban el abismo, también amarillo, el movimiento del garañón empezó a perturbar la imagen del encendido rostro de la niña en la memoria de Santiago. Felizmente se asustó. Si no se apuraba, no le alcanzaría el día para subir la cuesta y llegar a la puna. De allí se iría, asustado, pero por camino seguro donde su señor. Nadie sabe qué hizo más sombra en su alma, si el miembro espantoso del garañón o el color rojo, que nunca creyó fuera sucio, del rostro de aquella niña que era blanca, linda, demasiado vigilada. La jovencita vio correr a Santiago, cuesta abajo, por el callejón empedrado de la hacienda. Ya el chico, entonces, estaba descalzo.


—¡Hermanito, ven! —creyó gritar—. Tú eres ángel; yo soy peor que yegua.


Y como el muchacho se perdió a los pocos minutos en el recodo del callejón, cerca del río, ella también corrió, pero hacia la capilla de la hacienda. Subió al coro. Abrió una alacena donde guardaban los látigos para los “martirios” del Viernes Santo. Se alzó el traje y, llorando, empezó a flagelarse con furia.


El altar dorado, las pinturas de los muros y del techo ardían como entre humaredas. Pero al décimo o duodécimo latigazo empezó a ceder el llanto; pudo ver bien el rostro de la Virgen en el altar mayor. “Estás perdonada —oyó que le decían—, Santiago pasa los túneles; lo que le pusiste de pecado está limpio. Descansa, hijita”. Se recostó en un escaño antiguo y sintió frío. “La madre superiora… el burrito —habló—, ya no más”.


Al día siguiente galopaba en un caballo feliz por el camino tendido, muy corto, el único que había al borde de los alfalfares. Pisaba firmemente en el estribo de plata. Bandadas de loros gritaban en el aire angosto de la quebrada, a gran altura. Los alcanzó y acalló cantando un harahui aprendido a escondidas en una comunidad donde cosechaban maíz. Al término del camino derecho, empezaba una especie de abismo donde su caballo bajaba con mucho cuidado. Allí, en el abismo, entre arbustos, vivían unos zorzales raros que entonaban largas melodías. “Santiaguito, Santiago… ¿adónde estarás? —dijo la muchacha al oír cantar a un zorzal—. Te asustaste de mí para siempre”. El caballo orejeaba. “Cuida más de mi vida que la suya”. Se santiguó y procurando mantenerse serena, se puso a escuchar los cantos de los pájaros que en ese abismo se entusiasmaban. “Así dicen las novelas, los cuentos también que en quechua cuentan… Los animales saben”.


Se aburrió de la bajada, hizo volver al caballo y lo espoleó para que alcanzara los alfalfares a paso más ligero, por la difícil cuesta. El olor del caballo es el olor del mundo.


 


El horno viejo mantenía aún su techo y estaba cerrado con un viejo candado.


—¡Levántate! Vamos al horno viejo; acompáñame.


Era la misma orden. Lo despertó con la misma punta de metal del bastón.


—¿Tú sabías que la doña Gudelia le tiene asco a su marido? —le preguntó el señor, en la esquina—. ¿Sabías que tiene baticola floja?


Las hojas del eucalipto reverberaban; todo el árbol estaba como solo en la noche, como si la luna no hubiera aparecido sino para él; sin embargo, muchas de sus hojas reverberaban, cada una por su cuenta.


—¿Te dije? —volvió a preguntar el caballero.


—No he oído. ¿Por qué reverbera?


—Te he dicho que doña Gudelia es un poco de mala vida. Y ahora te aumento que Faustino, ese que espanta a los gatos diciendo: “¡misée!”, es alcahuete y putañero. Ha traído desde Santa Cruz a una chola bonita, para que caliente a doña Gudelia.


—Nada he sabido.


Vio que la sombra de la torre cubría la sombra del otro eucalipto; que por eso el árbol no tenía sombra. Un gorrión cantó con gran aliento desde un bajo sauce del cementerio.


—Ese gorrioncito sabe. Ha hecho mover la torre con su canto.


—Ha malogrado mi… Cuando ese animal canta de noche, puede suceder que un chico de tu edad…, ocho o diez años…, se muera. Eso sabrás seguro.


—Yo he conocido a la muerte. Es de otra forma, pues. El gorrión, dicen, nace del agua, de los manantiales; por eso cuando canta en falso así, en la noche, su voz tiene fuerza…


—“Yo he conocido ya a la muerte…”. Así se sabe que necesitas aprender de mí. Ahora aprenderás aún mejor. He visto que doña Gudelia te alegra los ojos, también las piernas.


Al salir de la plaza, y entrar a una calle muy angosta el mundo se dividió en suelo y cielo. Así, por el suelo, en toda la sombra, caminaron hasta el horno viejo.


 


—A que no se quita usted el monillo, señora Gudelia. ¡A que no lo hace! ¡A que no lo hace!


El señor le gritaba de cerca mientras la mujer del ganadero bailaba con Faustino, algo retorciéndose. Una lámpara de gasolina alumbraba desde la boca del horno.


—¡A que no lo hace!


Ella lo hizo. Se detuvo, mientras Faustino seguía zapateando con sus botas muy largas en que el metal amarillo de los broches chispeaba. Se quitó el monillo; se lo sacó por encima de la cabeza; lo tiró sobre el arpa. Sus senos quedaron al aire. Eran blanquísimos, más que la luna, más que la loza en que almorzaba el caballero; también porque se le deshizo el moño y las trenzas de pelo negro cayeron en medio de los dos pechos.


—¡Yo hago lo mismo! ¡Hago el honor! —gritó el caballero.


Se bajó los pantalones, mientras Faustino seguía bailando sin mirar, tranquilo, con los ojos hacia la tierra. Quedó desnudo desde la cintura para abajo, el señor. “¡Haga el honor, Santiaguito!”. Se acercó a doña Gudelia.


Le levantó el traje.


—¡Eso no! ¡Soy casada y sacramentada! ¡Sacramentada!


—Yo no. Yo chuchumeca no más, don Faustino. No me emborracho con nada —dijo la chola, que estaba recostada en el poyo carcomido del horno viejo.


—Tumbar y abrirle las piernas —ordenó el caballero; les ordenó a Faustino y a un hombre que permaneció sentado en el mismo poyo, bebiendo aguardiente. “Señorita”, dijo en voz baja Santiago y se echó a andar hacia la puerta. “Señorita”, siguió diciendo. La puerta estaba con llave.


Pero el horno viejo era enorme. Sirvió, cuando allí se hacía pan, a doce pueblos, años de años. Apoyado en la puerta humienta, el chico vio que tumbaron a la señora blanca. “Mejor si se queja, Faustino. Más gusto al gusto”, oyó decir al señor, ya echado sobre la esposa del pequeño ganadero. El arpa seguía tocando sonoramente. Era ciego el arpista; era famoso. Su cabeza aparecía inclinada hacia la caja del instrumento. Doña Gudelia empezó a llorar fuerte. Y la otra, la que decía ser “chuchumeca”, también. Entonces, desde el suelo, el señor dijo: “Pon a Santiago encima de la santanina. Le he ofrecido. Oye, Faustino”.


A Faustino lo alcanzó la santanina cuando había pasado el sitio en que el techo, negro de humo, del horno viejo, hacía bastante sombra en el suelo. Lo atacó con una kurpa, que es un trozo de adobe como fosilizado. “Me rompiste la frente. Cómete mi sangre”, dijo Faustino, alzando los puños.


—¡Por qué no, pues! ¡Siendo de ti que eso obedeces! Que el Anticristo mande, mandará. ¡La criaturita! No lo había visto. ¡La criaturita! Trompéame en la vista, Faustino. Tú me has traído de lejos, de lo que estaba tranquila.


Faustino llegó a la puerta, mientras la mujer se sentaba en el suelo y empezaba a rezar levantando los brazos. El hombre tenía en la cara un chorro de sangre que apareció ancha a la luz de la luna, cuando abrió la puerta del horno viejo.


—Ándate, mejor. Yo le voy a hacer comer mi sangre a esa “chuchu”.


Lo empujó, porque el muchacho se resistió a salir. “Mentira, mentira. Yo también me voy a ir —le dijo en voz baja—. Iba a pisar a la chola, pero será por tu causa que ella me ha pisado en la frente, con fuerza. Ya estoy fregado, merecidamente, eso sí. Anda, vete, hijito”.


Pero no se fue. Se quedó afuera. Oyó que la santanina gritaba, insultaba, decía palabras inmundas, rezaba en quechua. Sentado en la puerta, Santiago estuvo mirando la luz. El arpista seguía tocando, pero ya mezclaba las tonadas. En la puerta del horno viejo había una grada de piedras; allí llegaba, sobre la laja, toda la luz. Sin embargo, no alcanzaba para nada. Los montes, los ríos… ¿qué no estaba tranquilo con esa luna llena viniendo del centro del cielo? Menos él, el chico, pues. “No es nadie ése”, decía el señor. Lo hicieron caer al abrir la puerta del horno viejo.





Ilustración: Andrea Schuh

viernes, 28 de noviembre de 2025

El racista (Isaac Asimov)

 





El cirujano alzó la cabeza; su rostro era inexpresivo.


―¿Está preparado? ―preguntó.


―Preparado es un término relativo ―dijo el ingeniero médico―. Nosotros estamos preparados. Él está quieto.


―Bueno, siempre lo están… Al fin y al cabo se trata de una operación importante.


―Importante o no, el paciente debe estar agradecido. Ha sido elegido entre una enorme cantidad de candidatos y, francamente, no creo que…


―No lo diga ―interrumpió el cirujano―. No nos corresponde a nosotros tomar la decisión.


―La aceptamos; pero, ¿acaso tenemos que mostrarnos de acuerdo?


―Sí ―repuso vivamente el cirujano―. Tenemos que aceptarla totalmente y de buen grado. Es una intervención tan enormemente complicada que no podemos realizarla con ninguna clase de reservas mentales. Este hombre ha demostrado sus méritos en numerosos aspectos, y sus características resultan adecuadas para la Junta de Mortalidad.


―Está bien ―dijo el ingeniero médico.


―Lo veré aquí mismo ―declaró el cirujano―. Me parece que la ocasión no se presta demasiado a palabras de aliento.


―Tampoco servirían de mucho. Está bastante nervioso, y ya ha tomado una decisión.


―¿Lo ha hecho?


―Sí. Quiere metal, como todos.


El semblante del cirujano continuó imperturbable. Se miró las manos y dijo:


―A veces se puede tratar con ellos acerca de ese asunto.


―¿Para qué preocuparse? Si quiere metal, que sea metal.


―¿A usted no le importa?


― ¿Por qué habría de importarme? ―manifestó el ingeniero médico casi con brutalidad―. Al fin y al cabo, se trata de un problema de ingeniería médica, y yo soy ingeniero médico. Sea como sea, tengo que resolver el problema. No veo motivos para inquietarme por nada más.


No obstante, el cirujano declaró con firmeza:


―Para mí es un asunto de correcto proceder.


―No puede usted utilizar ese argumento. ¿Qué le importa al paciente el correcto proceder?


―A mí si me importa.


―Usted integra una minoría. La tendencia general va en contra suya. No tiene ninguna posibilidad.


―Debo intentarlo.


El cirujano hizo un ademán al ingeniero médico para que guardase silencio. No era un gesto impaciente, sino simplemente apresurado. Ya había informado previamente a la enfermera, y le indicaron que esta se acercaba al quirófano. El cirujano oprimió un botón y las dos hojas de la puerta se corrieron. El paciente entró en su silla de motor acompañado por la enfermera, que avanzaba ágilmente a su lado.


―Puede retirarse, enfermera ―dijo el cirujano―. Pero aguarde fuera. La llamaré más tarde.


Luego hizo una seña con la cabeza al ingeniero médico, que salió con la enfermera, y la puerta se cerró detrás de ellos.


El hombre de la silla miró por encima de un hombro y los vio marcharse. Tenía el cuello muy delgado y unas finas arrugas en torno a los ojos. Estaba recién afeitado, y los dedos, que aferraban con fuerza los brazos de la silla, mostraban uñas manicuradas. Era un paciente de alta categoría, y en su rostro se apreciaba un gesto displicente.


―¿Vamos a empezar hoy? ―preguntó.


―Esta misma tarde, senador ―repuso el cirujano asintiendo con la cabeza.


―Tengo entendido que esto llevará varias semanas.


―La operación en sí misma no, pero existe una serie de asuntos secundarios que deben tenerse en cuenta. Habrá que realizar una transfusión de sangre y ciertos ajustes hormonales. Se trata de cuestiones delicadas.


―¿Es peligroso…? ―inquirió el enfermo, y luego, como si sintiera la necesidad de establecer una relación amistosa, pero evidentemente en contra de su voluntad, añadió―: ¿doctor?


Al cirujano le pasaron desapercibidos aquellos matices expresivos, y dijo escuetamente:


―Todo resulta peligroso. Le dedicamos suficiente tiempo para que sea lo menos arriesgado posible. Ese tiempo, junto con la capacidad de muchos especialistas agrupados y el instrumental adecuado, hacen que tales operaciones solo estén al alcance de muy pocos.


―Lo sé ―afirmó el paciente, algo inquieto―. Y me niego a sentirme culpable por eso. ¿O es que insinúa que lo estoy presionando?


―En absoluto, senador. Las decisiones de la Junta nunca han sido discutidas. Solo menciono la dificultad y complejidad de la intervención con el fin de poner de manifiesto mi deseo de llevarla a cabo del mejor modo posible.


―Bien, hágalo así, entonces. Ese es también mi deseo.


―En tal caso, debo pedirle que tome una decisión. Es posible aplicarle un cibercorazón de una de estas dos clases: de metal, o bien…


―¡O de plástico! ―interrumpió, irritado, el paciente―. ¿No es esa la alternativa que me ofrece, doctor? Plástico barato. Yo no quiero eso. Ya he hecho mi elección, y quiero que sea de metal.


―Pero…


―Escúcheme. Me han dicho que la elección tengo que tomarla yo solo. ¿Es eso cierto?


El cirujano asintió, y dijo:


―Cuando dos posibilidades son del mismo valor desde el punto de vista médico, la elección recae en el enfermo, aún cuando las posibilidades no sean iguales, como ocurre en este caso.


Los ojos del paciente brillaron.


―¿Pretende usted decirme que el corazón de plástico es superior? ―inquirió.


―Eso depende del paciente. En mi opinión, a usted no le conviene el metal. Y preferimos no utilizar la palabra plástico. Se trata de un cibercorazón fibroso.


―Por lo que a mí respecta, es plástico.


―Senador ―dijo el cirujano con infinita paciencia―, el material no es plástico en el sentido ordinario de la palabra. Es un polímero, ciertamente, pero mucho más complejo que el plástico corriente. El material es una fibra proteínica compuesta, con la que se ha conseguido imitar hasta donde ha sido posible el tejido natural del corazón humano, el mismo que tiene usted dentro del pecho en este momento.


―Exactamente; y el corazón humano que tengo en el pecho ya está gastado a pesar de que no he cumplido todavía los sesenta años. Yo no quiero nada parecido a esto, muchas gracias. Yo quiero algo mejor.


―Todos queremos algo mejor para usted, senador. El cibercorazón fibroso será mejor. Posee una vida potencial de varios siglos. Es totalmente antialérgico…


―¿No lo es el corazón metálico, acaso?


―Sí, lo es ―repuso el cirujano―. El cibercorazón metálico está formado por una aleación de titanio que…


―¿Y no es cierto que no se desgasta y que es más fuerte que el plástico, o la fibra, o como usted quiera llamarle?


―El metal resulta físicamente más resistente, en efecto; pero la fortaleza mecánica no es lo único que debe tenerse en cuenta. Dicha resistencia no es indispensable mientras el corazón esté bien protegido. Cualquier agente capaz de llegar a su corazón podrá matarlo por otras razones, aunque sea un corazón metálico.


El paciente se encogió de hombros y manifestó:


―Entonces, cuando me rompa una costilla, haré que también me la pongan de titanio. La sustitución de huesos resulta fácil. Todo el mundo puede conseguir que le hagan eso en cualquier momento. Yo seré todo lo metálico que quiera, doctor.


―Está usted en su derecho, si así lo prefiere. Sin embargo debo hablarle con franqueza y decirle que si bien ningún cibercorazón metálico ha fallado mecánicamente, sí han fallado algunos electrónicamente.


―¿Qué significa eso?


―Eso significa que todo cibercorazón posee un pulsarregulador como parte integrante de su estructura. En el caso de la variedad metálica se trata de un mecanismo electrónico que mantiene el ritmo cardíaco. Ello implica que hay que colocar todo un equipo en miniatura que altere el ritmo del corazón de acuerdo con el estado emotivo y físico del individuo. En ocasiones, esto ha fracasado, y la persona ha muerto antes de que se pudiera corregir el defecto.


―Nunca he oído hablar de tales casos.


―Yo le aseguro que han ocurrido.


―¿Y sucede a menudo?


―De ningún modo. Solo muy raras veces.


―Bien, entonces correré ese riesgo. ¿Y qué me dice del corazón de plástico? ¿No lleva también un pulsarregulador?


―En efecto, senador. Pero la estructura química del cibercorazón fibroso es mucho más parecida a la del tejido cardíaco del hombre. Puede responder mejor a los estímulos iónicos y hormonales del organismo. El elemento a insertar es, en este caso, mucho más sencillo que en el del cibercorazón metálico.


―¿No escapa nunca al control hormonal el corazón de plástico?


―Hasta ahora nunca ha ocurrido.


―Porque no han trabajado con él un tiempo lo bastante largo, ¿no es así?


El cirujano vaciló un momento, y luego respondió:


―Bueno, es cierto que el corazón fibroso lleva en uso menos tiempo que el metálico…


―¿Lo ve usted? ¿Qué teme, doctor, que quiera convertirme en un robot, en un metalo, como los llaman desde que se les otorgó la ciudadanía?


―No tiene nada de malo el metalo. Como bien dice usted; se trata de ciudadanos. Pero usted no es un metalo, sino un ser humano. ¿Por qué no seguir siendo un ser humano?


―Porque deseo lo mejor, y eso es el corazón metálico, entiéndalo bien.


―Perfectamente ―contestó el cirujano―. Se le pedirá que firme los correspondientes permisos, y luego le colocaremos un corazón de metal.


―¿Y quién será el cirujano que me intervenga? Me han dicho que usted es el mejor.


―Seré yo mismo. Haré lo posible para que el trasplante tenga éxito.


Se abrió la puerta, y el paciente salió en su silla acompañado por la enfermera. Luego entró el ingeniero médico, que permaneció mirando hasta que la puerta se hubo cerrado a espaldas del paciente. Entonces se volvió al cirujano y dijo:


―Bueno, no puedo adivinar lo que ocurrió. Dígame, ¿cuál fue su decisión?


El cirujano se inclinó sobre su escritorio y perforó las instrucciones finales para los registros.


―La que usted predijo. Quiere un cibercorazón metálico.


―Después de todo, son los mejores.


―No siempre. Llevan más tiempo usándose, eso es todo. Es la manía que tiene la humanidad, desde que los metalos han adquirido la ciudadanía. El hombre tiene el singular anhelo de hacer de sí mismo un metalo. Suspira por la fuerza física y por la resistencia que se les atribuye.


―Ellos no son los únicos, doctor. Usted no trabaja con metalos, pero yo sí, de modo que sé lo que ocurre. Los dos últimos que ingresaron para someterse a reparaciones me pidieron elementos fibrosos.


―¿Se los proporcionó?


―En un caso, sí; se trataba tan solo de colocar tendones. No había demasiada diferencia entre insertar metal o fibra. El otro, en cambio, deseaba un aparato circulatorio o su equivalente. Yo le dije que no podía hacerlo. Para ello se hubiera tenido que modificar totalmente la estructura de su organismo, aplicando material fibroso… Es de suponer que algún día llegaremos también a eso. Habrá metalos que no sean totalmente de metal, sino una especie de combinación metálica de carne y sangre.


―¿No le preocupa esa idea?


―¿Por qué? Análogamente, habrá seres humanos metalizados. Hoy poseemos dos variedades de seres inteligentes en la Tierra, y es absurdo que nos estemos preocupando por las dos. Dejemos que se acerquen la una a la otra, y al fin no existirá diferencia alguna. ¿Para qué queremos que la haya? Entonces tendremos lo mejor de ambas formas de vida: las ventajas del hombre combinadas con las del robot.


―El resultado entonces sería un ser híbrido ―contestó el cirujano, con un tono que se acercaba a la agresividad―. Se habría llegado a una criatura que no sería ambas cosas, sino ninguna de las dos. ¿Es lógico suponer que un individuo no esté lo bastante orgulloso de su estructura orgánica y de su identidad como para desear transformarse en algo extraño? ¿Sería deseable ese mestizaje?


―Así hablan los racistas.


―Pues no me importa ―dijo el cirujano, con sereno énfasis―. Yo creo que uno debe ser lo que es. No cambiaría ni una partícula de mi organismo por ninguna razón. Si se requiere forzosamente hacerme algún cambio, exigiría que el material fuera lo más parecido posible a mis propios órganos. Yo soy “yo mismo”. Y estoy muy satisfecho con ser quien soy, y no pretendo ser ninguna otra cosa.


El cirujano, terminado su alegato, se preparó para iniciar la operación. Introdujo sus fuertes manos en el horno y las dejó para que se calentaran al rojo hasta que se esterilizasen completamente. A pesar de ser la primera vez que levantaba la voz y se apasionaba de tal modo, en su bruñido rostro metálico, como siempre, no existía el menor vestigio de expresión.





Ilustración: Walton Ford

jueves, 27 de noviembre de 2025

La pierna (William Faulkner)

 






I


 


La embarcación —una yola con una vela remendada y ajada de tanto faenar a la intemperie— enfiló la entrada encajonada dos niveles más allá y por debajo de nosotros mientras esperaba yo con los remos en alto, mirando por encima del hombro, y George se sujetaba con fuerza al pilote, largándole sin descanso versos de Milton a Everbe Corinthia. Cuando dio el último bordo la yola me volví a mirar a George. Pero ya iba bien entrado en su recital del segundo discurso de Comus, su rostro avieso y bien levantado, brillante la tarde en su tez rubicunda.


—Déjalo ya, George —dije. Pero nos mantenía inmóviles, sujeto como estaba al pilote, con la gorra reluciente en la mano, barbotando aquellas necedades espléndidas en sus cadencias como si la esclusa, el Támesis, el tiempo y todo lo demás le pertenecieran a él por entero, mientras Sabrina (o Hebe, o Chloe, o el nombre por el cual estuviera interpelando a Corinthia en ese momento), con su fina piel de lechera y su cabello como aguamiel vertida a la luz del sol, esperaba por encima de nosotros con uno de los vestidos de la interminable sucesión de vestidos bellamente estampados que lucía, la mano presta en la palanca y un ojo atento a George, el otro a la yola, diciendo «Sí, milord» cuando era oportuno, cuando George hacía una pausa para recuperar el resuello.


Orzó la yola y se alejó del muelle; el timonel dio una voz para que se enterasen en la esclusa.


—Ya basta, George —dije. Pero él seguía sujeto al pilote con todo su espléndido e incongruente abandono. Everbe Corinthia se encontraba por encima de nosotros, la mano presta en la palanca, ladeando un tanto la cabeza y empezando a dar muestras de cierta preocupación, y mirándolas alternativamente a ella y a la yola y vuelta a empezar pensé en el mucho tiempo que habíamos pasado así los dos desde aquel día, tres años antes, en que, acobardada, pero con la cabeza bien alta, ella nos abrió la esclusa por vez primera, mientras George retenía inmóvil el esquife al tiempo que la apostrofaba recitando metáforas tomadas de Keats y Spenser.


La tripulación de la yola nos volvió a dar voces, retenida la yola y con las velas aplanadas contra el mástil, aproada.


—¡Suelta de una vez, idiota! —dije, y clavé los remos—. ¡La esclusa, Corinthia!


George me miró. Corinthia estaba mirando a la yola con los dos ojos.


—¿Qué pasa, Davy? —dijo George—. ¿También tú has de empujar a los cerdos de Circe al mar? En tal caso, ¡ábrenos, super-gadarena!


Y de un empujón nos alejó del pilote. Yo no había tenido la intención de apartarnos. Aun cuando la hubiera tenido, podría haber contrarrestado el brusco movimiento si Everbe Corinthia no hubiese abierto la esclusa. Pero en efecto la abrió, y se volvió a mirarnos y se sentó en tierra, a pesar del vestido limpio que llevaba. El esquife salió despedido debajo de mí; tuve una fugaz imagen de George, que seguía sujeto con un brazo alrededor del pilote, las rodillas casi pegadas al mentón y la gorra en la mano en alto, y también vi un instante una sombra alargada y veloz que se llevaba la sombra de un bichero al pasar sobre la esclusa. Luego bastante ajetreo tuve, atento sobre todo a la mejor manera de guiar el esquife. Pasé disparado entre las compuertas, llevándome conmigo esa imagen de George, la gorra reluciente aún galantemente en alto, como el gallardete de proa en un barco de guerra, al tiempo que desaparecía bajo la superficie. Me quedé flotando entonces, casi del todo quieto, en el agua encalmada, mientras los ojos redondos de dos hombres me miraban en silencio desde la yola.


—Ha perdido al compañero, señor —dijo uno de ellos en tono civilizado.


Sin que me diera cuenta, me habían arrastrado hasta la amura por medio de un bichero, y de pie en el esquife pude ver a George. Estaba de pie en el camino de sirga, y allí estaba también Simon, el padre de Everbe Corinthia, junto con otro hombre; él era el del bichero, cuya sombra había visto yo en la esclusa. Pero solo vi a George, con su aviesa fealdad y su cabeza redonda y muy oscura a la luz del sol. Uno de los tripulantes de la yola seguía hablando.


—Aguante, señor. Échale una mano, Samuel. Eso es. Ahora ya puede. Dale una vuelta, a ver si el compañero…


—¡Idiota, idiota, eres idiota de remate! —dije. George se plantó a mi lado, escurriéndose la ropa empapada, mientras nos miraban Simon y el otro, Simon con un rostro gris y ceniciento como el hierro y un bigote gris y ceniciento como el hierro, que le daba el aire de un toro envejecido que otease con malhumor y estulticia el campo por encima de un seto en invierno, y el otro, más joven, con un rostro colorado y capaz, vestido con un traje de ciudad, duro y curtido como un tablón. Corinthia seguía sentada en el suelo, llorando sin poder contenerse, aunque en silencio—. Eres idiota de remate. Eres un idiota sin remedio.


—Estos caballeretes de Oxford… —dijo Simon con una voz áspera, asqueado—. Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver.


—Bueno, bueno —dijo George—. Yo diría que no he causado estragos muy graves en su esclusa —se puso en pie y vio a Corinthia—. ¡Cómo, Circe! —dijo—. ¿Son las lágrimas culminación del destino que en ti se ha cumplido?


Se dirigió hacia ella dejando un reguero de agua sobre la tierra apisonada y la tomó del brazo. Se dejó sujetar y el brazo se movió, aunque ella siguió sentada en el suelo, mirándole con ojos arrasados en lágrimas, sin poder contenerse. Tenía la boca entreabierta y permanecía sentada en una actitud de paciente desesperación, derramando lágrimas puras como el cristal. Simon la miró con el bichero en el puño enorme, nudoso; lo había tomado de manos del otro, que estaba en ese momento afanado en el mecanismo de la esclusa, y comprendí que tenía que ser el hermano que trabajaba en Londres, del cual nos había hablado Corinthia una vez. La yola se encontraba en ese momento en la esclusa, los dos rostros nos observaban por encima del pretil como dos cabezas cortadas y en fila, en silencio.


—Vamos, vamos —dijo George—. Te vas a manchar el vestido si sigues ahí sentada.


—Arriba, muchacha —dijo Simon con esa voz áspera y tan suya, en la que en cambio no había asomo de mala voluntad, como si la aspereza fuese tan solo el medio a través del cual se expresaba. Corinthia se puso obedientemente en pie sin dejar de llorar y se dirigió al aseado palomarcito de la casa en la que vivían. El sol se inclinaba sesgado sobre la casa y sobre la ridícula estampa de George, que me estaba mirando.


—Bueno, Davy —dijo—. Si no te conociera bien, diría que… por la cara que se te ha puesto, estás muerto de envidia.


—No me digas… —dije—. Serás idiota. Estás más loco que una cabra.


Simon se había ido a la esclusa. Las dos cabezas calladas asomaron despacio, como si algo las empujase poco a poco y las alejase del suelo, y Simon por fin se agachó con el bichero sobre la esclusa. Se incorporó con el inerte anonimato de lo que había sido la gorra galante de George en el extremo de la herramienta, y se lo alargó. George la tomó con la misma seriedad.


—Gracias —dijo.


Metió la mano en el bolsillo y dio a Simon una moneda.


—Por el uso y desgaste del bichero —dijo—. Y acaso como bálsamo para curar su justificada decepción, ¿eh, Simon? —Simon resopló y se volvió a la esclusa. El hermano no nos quitaba ojo de encima—. Le estoy muy agradecido —dijo George—. Espero no tener que devolverle el favor en especie —el hermano dijo algo, breve y serio, con una voz lenta y agradable de oír. George me volvió a mirar—. En fin, Davy.


—Venga, vámonos.


—Bien dicho. ¿Dónde está el esquife? —dijo, y me quedé mirándolo de nuevo fijamente, y él durante un momento me miró del mismo modo. Entonces dio un grito, una sonora carcajada, mientras las dos cabezas nos miraban desde la yola, más allá de la granítica y despectiva espalda de Simon. Poco me faltó para oír a Simon pensar: «Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver»—. Davy, ¿es que has perdido el esquife?


—Está amarrado un poco más abajo, señor —dijo la voz bien educada desde la yola—. Los caballeros se han bajado en marcha como si fuera un taxi, sin mirar atrás.


 


Caía la tarde de junio sesgada sobre mi hombro y daba de lleno en el rostro de George. No quiso aceptar mi chaqueta.


—Seguro que remando entro en calor —dijo. La gorra antes reluciente descansaba entre sus pies.


—¿Por qué no tiras eso al agua? —le dije. Remaba de firme, mirándome. El sol le daba de lleno en los ojos, prestando a las manchas amarillas de los iris el aire de fugaces chispas, refulgentes como la mica—. Esa gorra —dije—. ¿Para qué la vas a conservar?


—Ah, ya. ¿Y despojarme del símbolo de mi alma? —retiró un remo del tolete, alcanzó la gorra, la recuperó y la colgó en la proa, donde quedó encajada con una especie de arrogancia galante y disoluta—. El símbolo de mi alma, de las profundidades rescatado por…


—Querrás decir rescatado de un lugar en el que no debía estar, gracias a un empleado público que no quiso ver el lugar de su pública ocupación así ensuciado.


—Al menos reconoces la simbología —dijo—. Y que fue el imperio quien la salvó. Así que algo le ha de importar al imperio. Demasiado vale para que uno se deshaga de ella. Aquello que salva uno de la muerte o del desastre le será por siempre muy querido, Davy; eso no me irás a decir que no lo sabes. Además, no te lo permitiré. ¿Cómo es eso que decís los americanos?


—Pamplinas, eso es lo que decimos. ¿Y por qué no servirnos del río un rato? Lo tenemos ya pagado.


Me miró.


—Ah. Eso es… Bueno, qué diantre, eso es americano, ¿verdad? Es una forma de ver las cosas.


Pero al final se dejó llevar por la corriente. Se acercaba una barcaza remolcada desde el camino de sirga. Nos quitamos del medio y la vimos pasar, carente de todo signo de vida, con solemne implacabilidad, como un descomunal y estéril catafalco, los caballos de anchas ancas seguidos por un muchacho con la chaqueta remendada y con un palo pelado para azuzarlos, avanzando con estolidez por el camino. Nos dejamos ir hacia atrás. Sobre la obra muerta de la barcaza, un rostro inmóvil con una pipa apagada entre los dientes nos contempló con ojos desprovistos de todo pensamiento.


—De haber podido elegir —dijo George—, me hubiera gustado más que me rescatara del agua ese individuo. ¿No te lo imaginas empuñando el bichero sin ninguna prisa y pescándote sin haberse quitado la pipa de los labios?


—Entonces tendrías que haber elegido mejor tu sitio. Pero a mí me parece que no estás en situación de quejarte.


—Pero Simon dio muestras de estar molesto. No de sorpresa, ni de preocupación: solo de estar molesto. No me hace ninguna gracia que me devuelva a la vida un hombre que maneja con tanto fastidio el bichero.


—Haberlo dicho en su momento. Simon no tenía la obligación de rescatarte. Podría haber cerrado las compuertas hasta acumular una buena cantidad de agua y haberte alejado de sus predios como quien tira de la cisterna sin haber tenido que tocarte, ahorrándose las molestias y la ingratitud. Aparte de las lágrimas de Corinthia.


—Las lágrimas, es cierto. Corinthia cuando menos me tendrá de ahora en adelante una ternura especial.


—Sí, pero si al menos no hubieras salido, o si al menos no te hubiera dado por caerte en esa sucia esclusa solo por completar un simple gesto. Pienso…


—Tú no pienses, mi buen David. Cuando tuve la posibilidad de agarrarme al esquife y dejarme transportar sano y salvo y con mansedumbre, al tiempo que tuve la posibilidad de denunciar a los estúpidos diosecillos, a cambio de un precio tan exiguo como es una pasajera inmersión en esta… —soltó un remo y sumergió la mano en el agua, sacudiéndola luego y alzándola con burlesca grandilocuencia—. ¡Oh, Támesis! —dijo—. ¡Oh, poderosa cloaca de todo un imperio!


—Endereza el rumbo —le dije—. He vivido en América lo suficiente para conocer un poco cómo es el orgullo de los ingleses.


—Y por tanto consideras que un chapuzón en esta cloaca repugnante que ha regado estas tierras desde mucho antes de que quien las hizo tuviera necesidad ninguna de inventarse a Dios… una roca en torno a la cual el hombre y todo su quejumbroso clamor se revuelven hasta enfangarse en la inmundicia…


Veintiún años teníamos entonces; así hablábamos cuando vagabundeábamos por esas tierras apacibles en las que se adormecen en la verde petrificación las antiguas y espléndidas hazañas de la sangre, los espíritus de los valerosos que se perdieron, aletargados en cada árbol y en cada piedra. Y es que aquello era en 1914, y en los parques las bandas de música tocaban «Valse Septembre», y las chicas y los jóvenes paseaban en las barcas por los ríos, a la luz de la luna, y cantaban «Mister Moon» y «There’s a Bit of Heaven», y nos sentábamos ante uno de los ventanales de Christ Church, con el susurro de las cortinas al caer la tarde, y hablábamos de la valentía y del honor y de Napier y del amor y de Ben Jonson y de la muerte. Al año siguiente, en 1915, las bandas tocaban «God Save the King», y el resto de los jóvenes y otros que no lo eran tanto cantaban «Mademoiselle d’Armentières» metidos hasta las rodillas en el fango, y George había muerto.


Se marchó en octubre, suboficial en el regimiento del que sus familiares eran coroneles por herencia. Diez meses después lo vi sentado con un ordenanza tras una chimenea en ruinas, en las afueras de Givenchy. Llevaba los auriculares de un teléfono pegados a las orejas y comía algo que agitó al saludarme cuando nosotros pasamos a la carrera y nos refugiamos en el sótano que estábamos buscando.


 


II


 


Le dije que esperase hasta que terminaran de administrarme el éter; eran demasiados los que se movían de un lado a otro, tanto que me dio miedo que alguno lo rozase y lo encontrase.


—Y entonces tendrás que volver —dije.


—Tendré cuidado —dijo George.


—Te lo digo porque vas a tener que hacerme un favor —le dije—. Tendrás que hacerlo.


—De acuerdo. ¿De qué se trata?


—Espera hasta que se marchen, luego te lo cuento. Tendrás que hacerlo tú, porque yo no puedo. Prométeme que lo harás.


—De acuerdo. Te lo prometo.


Así esperamos hasta que terminaron y siguieron más abajo, pasando a ocuparse de mi pierna. George se me acercó entonces.


—¿De qué se trata? —dijo.


—De mi pierna —le dije—. Quiero que te asegures de que está bien muerta. A lo mejor me la amputan a toda prisa y se olvidan.


—De acuerdo. Yo me ocupo de eso.


—No lo podría tolerar, date cuenta. Eso no me gustaría nada. A lo mejor la entierran y no descansa en paz. Y así la habríamos perdido y no podríamos localizarla para poner remedio.


—De acuerdo. Yo estoy al tanto —me miró—. Solo que no tengo que volver.


—¿No? ¿Cómo es que no tienes que volver?


—Yo ya estoy fuera de todo esto. Tú todavía no. Tú sí tendrás que volver.


—¿De veras? —dije—. Pues entonces sí que será difícil de encontrar. Por eso quiero que te encargues tú… Y eso que no tienes que volver. Has tenido suerte, ¿eh?


—Sí. He tenido suerte. Siempre tengo suerte. Denunciar a los estúpidos diosecillos, a cambio de un precio tan exiguo como es una pasajera inmersión en esta…


—Y hubo lágrimas —dije—. Se sentó en tierra a derramar sus puras lágrimas.


—Las lágrimas, es cierto —dijo—. El derramarse de las lágrimas de todos los hombres bajo el cielo. El horror y el desprecio y el odio y el miedo y la indignación, y el mundo que se revuelve hasta enfangarse en la inmundicia ante nuestros propios ojos.


—No, qué va. Se sentó en tierra, en el verde de aquella tarde, y lloró por el símbolo de tu alma.


—No por el símbolo, sino porque el imperio lo salvó, lo atesoró. Si derramó lágrimas, fue porque es sabia.


—Pero hubo lágrimas… ¿Seguro que te ocuparás de esto? ¿No te vas a marchar?


—Las lágrimas —dijo George—, es cierto.


 


En el hospital se estaba mejor. Estaba en una sala alargada y con movimiento constante, y no tuve por qué temer a todas horas que lo encontrasen y se lo llevasen, aunque de vez en cuando sí aparecía una monja o un ordenanza que se entrometían en nuestra conversación con sus manos ubicuas y sus voces animadas y asépticas:


—Ya, ya. Tranquilo, que no se va a marchar. Sí, descuide, que volverá. Ahora descanse y procure no moverse.


Allí tuve que permanecer tendido en cama, rodeando, encapsulando la sensación de oquedad que se me quedó por debajo del muslo, allí donde las terminaciones nerviosas y musculares daban tirones y sacudidas, hasta que por fin volvió.


—¿No la puedes encontrar? —dije—. ¿Seguro que has buscado bien?


—Sí. He buscado por todas partes. Volví hasta allá y busqué a fondo. Pero seguro que no hay problema. Ellos le habrán dado muerte.


—No, no lo han hecho. Ya te dije que se les iba a olvidar.


—¿Cómo sabes que se les olvidó?


—Eso lo sé bien. Lo noto. Se burla de mí. No está muerta.


—Pero si solo se burla de ti…


—Ya lo sé. Pero no me basta con eso. ¿No te das cuenta de que eso no basta?


—De acuerdo, como quieras. Volveré a buscarla.


—Tienes que ir. Tienes que encontrarla. Esto no me gusta nada.


Y volvió a buscarla. Volvió y se sentó en la cama y me miró con ojos luminosos y alerta.


—No tienes por qué sentirte mal —dije—. Algún día la encontrarás. No pasa nada, no es más que una pierna. Ni siquiera tiene otra pierna con la que echar a andar —él seguía sin decir nada, limitándose a mirarme—. ¿Dónde vives ahora?


—Allá arriba —dijo.


Lo estuve mirando un rato.


—Ah —dije—. ¿En Oxford?


—Sí.


—Ah —dije—. ¿Y por qué no te has marchado a casa?


—No lo sé.


Seguía mirándome.


—¿Se está bien allí? Seguro que sí, en esta época del año… ¿Sigue habiendo barcas en el río? ¿Siguen cantando en las barcas, como hacían en aquel verano los hombres y las chicas?


Me miraba con los ojos muy abiertos, alerta, tal vez demasiado serio.


—Anoche me abandonaste —dijo.


—¿De veras?


—Subiste a bordo del esquife y te marchaste. Por eso he vuelto.


—¿Eso hice? ¿Y adónde iba?


—No lo sé. Remabas con prisa, contracorriente. Si querías estar solo, no tenías más que habérmelo dicho. No hacía falta que te dieras a la fuga.


—No lo volveré a hacer —nos miramos el uno al otro. Hablábamos con voces quedas—. Ahora es preciso que la encuentres.


—Sí. ¿No me sabes decir qué está haciendo?


—Es que no lo sé. Eso es lo malo.


—¿Tienes la sensación de que esté haciendo algo que tú preferirías que no hiciera?


—No lo sé. Tú encuéntrala. Encuéntrala pronto. Encuéntrala y asegúrate de que se queda bien muerta.


Pero no la pudo encontrar. Hablamos de ello con voces quedas, entre silencios, mirándonos el uno al otro.


—¿No me sabes dar ninguna indicación de su paradero? —dijo. Yo estaba incorporado, practicando para acostumbrarme a la de madera y cuero. La oquedad seguía estando ahí, pero habíamos firmado una especie de hosco armisticio—. A lo mejor es eso lo que estaba esperando —dijo—. Tal vez ahora…


—Puede ser. Eso espero. Pero es que no tendrían que haberse olvidado de… ¿Me he vuelto a fugar más veces después de aquella noche?


—No lo sé.


—¿No lo sabes? —me miraba con sus ojos luminosos, atentos, difuminados—. George —le dije—. ¡Espera, George!


Pero ya se había marchado.


No lo volví a ver hasta pasado mucho tiempo. Yo estaba en la Escuela Militar de Observadores —no hacen falta dos piernas para manejar una ametralladora y un interruptor de radio, ni para orientar los mapas desde el taburete de pianista del artillero a bordo de un R. E. 8 en vuelo de reconocimiento, o de un avión de combate todavía experimental—, y ya casi había terminado el curso de adiestramiento. Tenía bastante ocupado todo mi tiempo en aquellos días, como es natural entre mis ocupaciones y esa certidumbre que tienen los jóvenes, y que tan arbitrariamente distingue entre lo veraz y las ilusiones, estableciendo con toda convicción la línea que separa la verdad del delirio, ante la que los sabios siempre fruncen el ceño. Y también tenía ocupadas las noches, con las terminaciones nerviosas y musculares rozadas e irritadas por una causa inmediata: la pierna de madera y cuero. Pero la oquedad seguía estando ahí, y a veces, de noche, aislada por la invisibilidad, se iba colmando de la inmensidad de las tinieblas y del silencio muy a mi pesar. Después, en vilo, al borde mismo del sueño, me daba por creer que por fin la había encontrado él, que por fin se había encargado de que estuviera bien muerta, y creía que algún día regresaría a contármelo. Entonces tuve el sueño.


 


De súbito supe que estaba a punto de dar con ella. Palpaba a oscuras las paredes oscuras del pasillo y del recodo invisible, y supe que tenía que estar justo a la vuelta. Me llegaba un olor a podrido, un olor animal. Era un olor que antes nunca había percibido, pero que reconocí en el acto, llegado de pronto por el pasillo desde las viejas, fétidas cavernas en las que tiene comienzo la experiencia. Me invadió el temor y la repugnancia y la determinación, como cuando uno percibe de pronto una serpiente en un sendero en el jardín. Y de pronto estuve despierto, envarado, tenso, sudoroso; la oscuridad fluía en un suspiro alargado y presuroso. Permanecí tendido con el olor aún difuso en la nariz, contemplando las tinieblas, sin atreverme a cerrar los ojos. Me tumbé boca arriba, abrazado al agujero abierto de la oquedad como si fuese una rosquilla, a la vez que se iba extinguiendo el olor. Por fin se esfumó del todo, y me encontré con que George me estaba mirando.


—¿Qué sucede, Davy? —dijo—. ¿No sabes decir qué es?


—No es nada —tenía en los labios el sabor del sudor—. No es nada. No volverá a suceder. Te juro que nunca más.


Me estaba mirando.


—Dijiste que tenías que volver a la ciudad. Y luego te vi en el río. Me viste y te escondiste, Davy. Te pusiste a cubierto cerca de la orilla, entre las sombras. Y contigo estaba una muchacha.


Me miraba con los ojos brillantes, serio.


—¿Había luna? —pregunté.


—Sí. Había luna.


—Ay, Dios; ay, Dios —dije—. No lo volveré a hacer, George, pero tienes que encontrarla, ¡tienes que encontrarla como sea!


—Sí, Davy —dijo. Su rostro empezó a desdibujarse.


—¡Te juro que no! ¡No volverá a suceder! —dije—. ¡George! ¡George!


Se encendió una cerilla; apareció un rostro en la oscuridad, justo encima de mí.


—Despierte —me dijo. Me quedé tendido mirándolo, sudoroso. Se apagó la cerilla por sí sola, el rostro retornó a las tinieblas, de donde llegó una voz incorpórea—: ¿Se encuentra bien?


—Sí, gracias. Solo era un sueño. Lamento haberle despertado.


 


Durante unas cuantas noches no me atreví a dejarme llevar de nuevo al sueño. Pero era joven, mi cuerpo volvía a estar fuerte, pasaba el día entero al aire libre; una noche el sueño me tomó por sorpresa, y a la mañana siguiente descubrí que lo había eludido, fuera lo que fuese. Encontré así algo de paz. Fueron pasando los días; aprendí el manejo de las armas y la radio y los mapas, y sobre todo aprendí a no observar lo que no se debe observar.


El muslo se me había reconciliado casi del todo con la pierna ortopédica, y libre ya de las actividades de la pierna amputada pude dedicar todo mi tiempo a buscar a George. Pero no lo encontré; en algún punto de los laberínticos pasillos en que habita la madre de los sueños los había perdido a los dos.


Por eso no reparé en él al principio, cuando me lo encontré al lado, en el pasillo, a la vuelta del recodo en el que me tenía que esperar la pierna. El hedor a azufre me envolvía por completo; me invadía el espanto, el temor, y algo inexpresable: el deleite. Creo que sentí lo que sienten las mujeres en el parto. Y de pronto allí estaba George y me miraba fijamente. Siempre se había sentado junto a la almohada, para poder hablar, pero esta vez se hallaba al pie de la cama y no se había sentado, y me miraba muy atento, y supe que era el momento de la despedida.


—¡No te vayas, George! —dije—. ¡No lo volveré a hacer, no lo haré nunca más! ¡George! —pero su mirada firme, grave, se fue esfumando poco a poco, implacable, entristecida, pero sin reproches—. ¡Pues márchate entonces! —dije. Noté los dientes secos en el labio, como el papel de lija—. ¡Márchate!


Y así acabó la cosa. No volvió nunca más, como tampoco volvió el sueño. Supe que ya no volvería, tal como sabe el enfermo que despierta con el cuerpo exhausto y en paz que la enfermedad ya no ha de volver. Supe que había desaparecido; lo supe cuando me di cuenta de que pensaba en ello solo con compasión. Pobre diablo, me puse a pensar. Pobre diablo.


Pero se llevó consigo a George. A veces, cuando la oscuridad y el aislamiento me robaban todo mi yo, me ponía a pensar que tal vez al darle muerte había acabado con su vida: mueren los muertos para acabar con los muertos. Lo busqué alguna vez por los pasillos del sueño, pero sin éxito; pasé una semana con su familia en Devon, en una casa destartalada, donde tras cada viga y cada piedra me eludían su rostro feo y avieso y su cabeza redonda y rubicunda y su creencia de que Marlowe era mejor poeta lírico que Shakespeare y Thomas Campion mejor que los dos, y que el aliento no era una bagatela que se da al hombre para que disfrute. Pero ya nunca más lo volví a ver.


 


III


 


El capellán militar llegó desde Poperinghe, en Bélgica, en el sidecar de una motocicleta en el que viajó en plena noche. Se sentó junto a la mesa hablando de Jotham Rust, hermano de Everbe Corinthia e hijo de Simon, al que había visto yo tres veces en toda la vida. El día anterior vi a Jotham por tercera y última vez, procesado ante un consejo de guerra por haber desertado: el espantapájaros de aquella estampa en otra época tan robusta, con su rostro colorado y capaz, que sacó a George de la esclusa con ayuda de un bichero, una tarde desde la cual habían pasado tres años, afrontaba una acusación que comportaba la pena capital, sin ofrecer por su parte atenuantes ni explicaciones, sin esperar clemencia y sin pedirla.


—No desea clemencia —dijo el capellán. El capellán era un buen hombre, honrado, que tenía un modesto empleo parroquial en algún lugar de las Midlands, y que había acudido con la afable y honrada estupidez de sus convicciones al último lugar de la tierra en que podía quedar sitio para tales minucias—. No desea seguir viviendo —en el rostro se le notaban las cavilaciones y el abatimiento, el desconcierto y la incredulidad—. Llega un momento en la vida de todos los hombres en que el mundo les vuelve su lado más siniestro y hasta la sombra del hombre es su enemigo mortal. Debe entonces recurrir a Dios o bien perecer. Pese a todo, no acierto a entender… —tenían sus ojos el sordo desconcierto de los bueyes; por encima del alzacuello, el mentón afeitado era la viva imagen del abatimiento, aunque aún no se diera por vencido—. ¿Y dice usted que no sabe por qué motivo pudo querer atacarle?


—Yo a ese hombre lo he visto solamente dos veces —dije—. Una vez fue anteanoche. La otra… hace dos o tres años, cuando pasé por la esclusa de su padre a bordo de un esquife, cuando era estudiante en Oxford. Él estaba presente cuando su hermana nos abrió las compuertas. Y si no me hubiera dicho usted el nombre de su hermana, ni siquiera me hubiese acordado de él.


Pareció meditar.


—El padre también ha muerto.


—¿Cómo? ¿Ha muerto el viejo Simon?


—Sí. Murió poco después de… del otro fallecimiento. Dice Rust que dejó a su padre tras el entierro de la hermana, que lo dejó hablando con el sacristán del cementerio de Abingdon, y que una semana después se le notificó, estando ya en Londres, que su padre había muerto. Dice que el sacristán le dijo que su padre le había dado indicaciones sobre su propio entierro. El sacristán dijo que todos los días iba Simon a visitarle para hablar de la cuestión, para tomar todas las disposiciones pertinentes, y que el sacristán bromeaba con él, porque el viejo parecía sanísimo, creyendo que tan solo estaba momentáneamente alterado por la pérdida, tan reciente. Y pasó una semana y murió.


—El viejo Simon, muerto —dije—. Primero Corinthia, luego Simon, ahora Jotham —la llama de la vela ardía sin oscilaciones sobre la mesa.


—¿Cómo se llamaba la muchacha? —dijo—. ¿Everbe Corinthia?


Estaba sentado en la única silla, la perplejidad y el pasmo dibujados en la forma misma de su sombra, en la pared, a su espalda. La luz le daba en una de las mejillas, brillaba apagada la insignia de capitán en el hombro. Me levanté del catre, el arnés de la pierna ortopédica restalló con una violencia explosiva, y me incliné por encima de su hombro para tomar un cigarrillo de la funda de mi magneto, tratando de encender una cerilla con mi única mano. Alzó la vista.


—Permítame —dijo. Tomó la caja de cerillas y prendió una—. Tiene suerte de haberse librado solo con eso —y señaló mi brazo en cabestrillo.


—Sí, señor. De no haber sido por la pierna ortopédica, me hubiera clavado el cuchillo en las costillas, y no en el brazo.


—¿La pierna ortopédica?


—La suelo dejar apoyada en una silla junto a la cama, para poder alcanzarla con toda facilidad. Tropezó con ella y me despertó. De lo contrario, me habría degollado como a un cerdo.


—Ah —dijo. Dejó caer la cerilla y se sumió de nuevo en su terco y meditabundo desconcierto—. Y, sin embargo, no es la suya la cara de un asesino alevoso. Se le nota en la cara que es sincero, llano, que tiene… ¿cómo decirlo? Un claro concepto de la responsabilidad social, de la integridad, que… Y usted dice que usted… Le pido disculpas, no pongo en duda su palabra, pero es que… La muchacha está indudablemente muerta; fue él quien se la encontró, él estuvo con ella hasta que murió, él se ocupó de su entierro. Oyó al hombre reír una vez en la oscuridad.


—Pero no se le puede pegar una puñalada a un desconocido solo porque uno le ha oído reír en la oscuridad, señor. El pobre diablo ha enloquecido por culpa de sus propios infortunios.


—Es posible —dijo el capellán—. Él me dijo que existía otra prueba, algo por lo visto incontrovertible, pero se negó a decirme de qué se trata.


—Pues que la aporte. Si yo me encontrase ahora en su lugar…


Volvió a meditar, cabizbajo, con las manos unidas sobre la mesa.


—Existe una especie de justicia en el transcurso natural de los acontecimientos… Mi querido señor, ¿acusa usted a la Providencia de haber cometido una broma horrible y sin sentido? No, no; de ninguna manera. A quien haya pecado, el pecado se le volverá en contra y lo ha de perseguir. De lo contrario… Dios cuando menos es un caballero. Perdóneme usted, creo que no estoy… Sin duda entenderá usted que todo esto me afecta de manera especial, y más en esta época de infortunio en la que ya tantas cosas debemos reprocharnos. Somos responsables de esto —se tocó la pequeña cruz de metal que llevaba sobre la guerrera, y luego trazó con el brazo un gesto circular con el que dio forma, en el cuarto en silencio, a la aquietada y siniestra oscuridad en la que las espléndidas y cadenciosas palabras que formulan los hombres con tanta labia eran los colmillos del vampiro, con los que el vampiro se alimentaba—. La voz de Dios que despierta a Sus siervos para que salgan de la desidia en que se han precipitado…


—¿Cómo es esto, padre? —dije—. ¿Es que toda esta maldita historia va a hacer de usted un hereje?


Volvió a meditar con pesadumbre en el rostro a la luz del candil.


—¿Va a ser ésa la cara de alguien que derrama la sangre de otro con toda intención, la cara de un asesino alevoso, que mata con nocturnidad? No, no; eso no me lo puede decir así.


Tampoco lo intenté. No le dije nada de mi creencia en que solo la necesidad, la necesidad de obrar de forma expeditiva y en silencio, había obligado a Jotham a servirse de un cuchillo, de un instrumento; no le dije que lo que en el fondo quería era tenerme sujeto por el cuello con ambas manos.


Había llegado a su tierra de permiso, a aquel aseado palomarcito de la casa en la que vivían junto a la esclusa, y nada más llegar notó algo tenso en el ambiente, algo que no encajaba. Eso fue el verano pasado, más o menos cuando terminaba yo mi curso en la Escuela Militar de Observadores.


Simon parecía no haber reparado en lo que sucedía bajo la superficie de las cosas, pero en cambio Jotham no tuvo que pasar mucho tiempo en casa hasta darse cuenta de que todas las tardes, cuando caía el sol, Corinthia abandonaba la casa por espacio de una hora más o menos, y algo que detectó en su manera de estar, o tal vez en el ambiente de la propia casa, lo llevó a interrogarla. Ella le contestó con evasivas, se puso de pronto colorada hasta la raíz del cabello, presa de la ira de una manera completamente impropia de ella, y acto seguido se mostró pasiva y dócil. Él comprendió entonces que esa pasividad respondía al sigilo y la docilidad al disimulo; una de aquellas tardes la sorprendió al escabullirse y salir. La obligó a volver a la casa, en donde ella se refugió en su cuarto y cerró con llave, y por una de las ventanas creyó él ver a un hombre que desaparecía por el fondo de un prado. Emprendió la persecución, pero no encontró a nadie. Pasó una hora después de atardecer tendido en una arboleda cercana, vigilando la casa, y regresó después. Corinthia aún tenía cerrada la puerta de su cuarto, y los ronquidos apacibles del viejo Simon se oían por toda la casa.


Más tarde algo le despertó. Se incorporó en la cama, se levantó de un brinco, voló hacia la ventana. Había luna, y a la luz de la luna vio que algo blanco aleteaba por el camino de sirga. Allá que fue veloz y sorprendió a Corinthia, que de pronto se convirtió en un animal rabioso, en la linde de la misma arboleda en la que estuvo él agazapado, vigilando. Más allá del camino de sirga vio una barca en la orilla. Estaba vacía. Sujetó a Corinthia por el brazo. Ella se revolvió furiosa contra él; aquello no pudo ser muy edificante. Ella se desmoronó entonces, justo cuando entre la espesura de la arboleda resonó la risa de un hombre, una carcajada burlona que se propagó en un eco sobre el río que bañaba la luna antes de extinguirse. Corinthia estaba acuclillada en el suelo, mirándolo con una cara como una máscara a la luz de la luna. Él se precipitó hacia la arboleda y batió a fondo la espesura, pero no encontró nada. Cuando regresó, la barca ya no estaba en la orilla. Fue corriendo al río, a mirar en un sentido y otro. Allí estaba cuando volvió a resonar la risa desde las sombras que envolvían la orilla opuesta.


Regresó a donde estaba Corinthia. Estaba acuclillada tal como la dejó, con el cabello suelto sobre la cara, escrutando el río. Habló con ella, pero ella no respondió. La obligó a ponerse en pie. Ella cedió dócilmente y volvió a la casita. Intentó de nuevo hablar con ella, pero ella se movía como un peso muerto a su lado, el cabello suelto y enmarañado sobre el rostro impávido. La acompañó entonces a su cuarto y él mismo cerró con llave y se llevó la llave a la cama. Simon no había despertado. A la mañana siguiente, la muchacha ya no estaba allí. La puerta seguía cerrada.


Se lo dijo entonces a Simon y a lo largo de todo el día la buscaron con la ayuda de los vecinos. Ninguno tenía la menor intención de dar parte a la policía, pero con la caída de la tarde, aquel mismo día, apareció un detective con su libreta en la mano y hubo que dragar la esclusa, aunque sin hallar nada. A la mañana siguiente, nada más amanecer, Jotham la encontró tendida en el camino de sirga, delante de la puerta. Estaba inconsciente, pero sin muestras de haber sufrido agresiones o heridas. La metieron en la casa y le aplicaron sus remedios espartanos, caseros, y al cabo de un tiempo revivió entre alaridos. Se pasó el día entero chillando, hasta que se puso el sol. Chillaba boca arriba en la cama, con los ojos muy abiertos y perfectamente inanimados, y así hasta que se quedó sin voz y sus alaridos fueron solo el espectro de un alarido, del que ningún sonido salía. Murió cuando se puso el sol.


Él llevaba en ese momento ciento doce días ausente del batallón, de permiso. Sabe Dios cómo lo hizo; tenía que haber subsistido como un animal, escondido, comiendo cualquier cosa cuando pudiera, al acecho en las sombras, todos contra él, al tiempo que buscaba por todos los acuartelamientos de la Fuerza Expedicionaria Británica a un hombre cuya risa había oído una vez, a sabiendas de que lo único que podía contar con encontrar había de ser su propia muerte, y encima para pifiarla cuando a punto estaba de salir con bien por culpa de una pierna ortopédica apoyada en una silla, en la oscuridad.


Desconozco cuánto tiempo había pasado. La vela volvía a estar prendida, pero el hombre que me despertó estaba inclinado sobre el catre, interponiéndose entre la luz y yo. Pero a pesar de la luz la cosa se pareció demasiado a lo ocurrido dos noches antes; desperté esta vez incorporado, con la automática en la mano.


—Alto ahí —dije—. Ni se le ocurra —retrocedió y reconocí al capellán. Estaba junto a la mesa, con la luz en la mejilla, en un lado del pecho. Bajé la pistola—. ¿Qué sucede, padre? ¿Me requieren de nuevo?


—Él no requiere ya nada —dijo el capellán—. Ya no hay quien le pueda hacer daño —permaneció en pie, una figura oronda que debiera haber estado paseando con aire benigno, con su sombrero de teja, por verdes senderos, en los campos, en verano. Introdujo entonces la mano en la guerrera y extrajo un objeto plano que dejó sobre la mesa—. He encontrado esto entre los efectos personales de Jotham Rust, que me entregó para proceder a su destrucción hace una hora —dijo. Me miró, y se dio la vuelta y fue a la puerta y allí se volvió a mirarme.


—¿Ya le…? Pensé que sería al alba.


—Sí —dijo—. He de darme prisa en volver —no es que me mirase, pero tampoco es que no me mirase. La llama ardía sin oscilaciones en la vela—. Que Dios se apiade de su alma —dijo, y se fue.


Me senté entre las mantas y lo oí salir tropezando en la oscuridad, y luego oí el petardeo con que arrancó la motocicleta, que enseguida se apagó. Bajé la pierna al suelo y me puse en pie, sujetándome a la silla sobre la que descansaba la pierna ortopédica. Hacía frío; fue como si sintiera los dedos del pie ausente curvarse para alejarse del suelo, así que apoyé la cadera en la silla y alcancé el objeto plano que esperaba sobre la mesa y regresé a la cama y me eché la manta sobre los hombros. El reloj de pulsera indicaba las tres en punto.


Era una fotografía, uno de esos objetos baratos que suelen hacer los fotógrafos itinerantes en las ferias. Estaba fechada en Abingdon, en junio del verano pasado. En esa época estaba yo ingresado en el hospital hablando con George, y me quedé muy quieto entre las manos, observando la fotografía, porque fue mi propia cara la que me miraba desde el papel. Tenía un deje que no era mío: algo malicioso, insultante, indómito, y debajo vi escrito, con una caligrafía desmañada y redonda, como la de un niño, «A Everbe Corinthia», a lo cual seguía una frase que no es posible reproducir por escrito, si bien era mi propia cara, y así seguí sentado, con la fotografía en la mano, mientras la llama crecía en el pábilo y en la pared mi sombra abrigada sostenía inmóvil la fotografía. En una lenta y gradual merma de las lágrimas heladas pareció que la vela se apagase, como si se enterrase en su propia pesadumbre. Pero antes de que eso sucediera comenzó a palidecer y a esfumarse, hasta que solo quedó la cáscara callada de la llama sin fuerza, como una pluma sobre la cera, dejando en la pared la cáscara inmóvil de mi sombra. Vi la grisura en la ventana y eso fue todo. También amanecería en Poperinghe, pero algún tiempo tenía que haber pasado, y el capellán seguramente regresó a tiempo.


Yo le dije que la encontrase y le diese muerte. Fue frío el amanecer; en esas ocasiones, el muñón de la pierna parecía que fuese de hielo. Yo se lo dije. Se lo dije.






Ilustración: Safwan Dahoul

El gigante (Leónidas Andreiev)

Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan bobo ese gigante! Tiene manazas enormes, con dedos muy grue...