domingo, 2 de noviembre de 2025

Gandhi (Romain Rolland)






 Tranquilos ojos melancólicos. Un hombrecito débil, delgado de rostro, de orejas

 grandes y separadas. Tocado con blanco gorro, vestido con rústica tela blanca, lleva los pies desnudos. Se alimenta de arroz y frutas, no bebe más que agua, se acuesta sobre el suelo,duerme poco,trabaja sin cesar. Su cuerpo parece no contar. Al

 principio nada sorprende en él más que una expresión de gran paciencia y grande amor. Pearson, que lo viera en 1913, en Sudáfrica, piensa en San Francisco de Asís.

 Es simple como un niño, dulce y cortés hasta con sus adversarios, de una  inmaculada sinceridad. Se juzga con modestia, y es escrupuloso al punto de dar la impresión de que titubeara a cada paso, como para decir: «Me equivoco»; jamás oculta sus errores, jamás contrae compromisos, carece de toda diplomacia, huye del

 efecto de la oratoria, o mejor sería decir que no piensa en él; aborrece las

 manifestaciones populares que su persona desencadena, y en las que su magro físico

 correría peligro de verse aplastado en ocasiones, de no ser por su amigo Maulana Shaukat Alí, que lo protege con su cuerpo atlético; literalmente enfermo de la

 multitud que lo adora; en el fondo no es más que su desconfianza del número y su aversión a la Mobocracy, al populacho voluble; no se siente a gusto más que entre

 la minoría, feliz más que en la soledad, escuchando la still small voice (la queda vocecita) que manda.

 He aquí al hombre que ha sublevado a trescientos millones de hombres,

 quebrantado al Imperio Británico, e inaugurado en la política humana el movimiento

 más poderoso desde hace más de dos mil años.

 Su verdadero nombre es Mohandas Karamchand Gandhi. Nació en un pequeño

 Estado semiindependiente de la India, en Porbandar, la Ciudad Blanca, sobre el mar

 de Omán, el 2 de octubre de 1869. Raza ardiente, inquieta, hasta ayer agitada por

 guerras civiles. Raza práctica, hábil en los negocios, llegando con su comercio hasta

 Adén y Zanzíbar. El abuelo y el padre habían llegado ambos a primeros ministros, y

 cayeron en desgracia por su espíritu independiente, al punto de verse forzados a huir

 y con amenazas de sus vidas. Emergía, pues, de un medio rico, inteligente, culto, pero

 no de la casta superior. Sus progenitores pertenecían a la escuela de Jain del

 hinduismo, uno de cuyos grandes principios es el Ahimsa, que luego afirmaría él

 victoriosamente en el mundo.

 Para los jainistas es el amor, más que la inteligencia, el camino que conduce a

 Dios. El padre del Mahatma no concedía valor alguno al dinero y dejó muy poco a los

 suyos, pues casi todo lo había dado en obras de caridad. La madre, severamente religiosa, era una Santa Elizabeth hindú; ayudaba, daba limosnas, velaba por los

 enfermos. La familia leía regularmente el Ramayana. Su primera educación fue

 confiada a un brahmán que le hacía repetir los textos de Vishnú. Pero más tarde se

 queja de no haber adquirido nunca versación en el sánscrito: uno de sus rencores para

 con la educación inglesa, por haberle hecho perder los tesoros de su lengua. No

 obstante, conoce ampliamente las Escrituras hindúes, aunque no lea los Vedas y los

 Upanishads más que en traducciones.

 Cursando todavía la escuela atravesó por una grave crisis religiosa. Rebelándose

 contra el hinduismo idólatra y degenerado, fue —o creyó serlo— durante cierto

 tiempo, un ateo. Junto con otros camaradas llegó en su impiedad al punto de comer

 carne secretamente —el más horrendo sacrilegio para un hindú—. ¡Hubiera debido

 morir de horror y repugnancia!

 Casado siendo todavía niño, a los diecinueve años se dirigió a Inglaterra a

 completar sus estudios en la Universidad de Londres y en la Escuela de Derecho. Su

 madre no consintió en dejarlo partir sin antes hacerle tomar los tres votos del Jain,

 que obligan a la abstención del vino, la carne y las relaciones sexuales.

 Llegó a Londres en setiembre de 1888. Luego de los primeros meses de

 incertidumbre y decepciones —había derrochado ingenuamente mucho tiempo y

 dinero para convertirse, según sus palabras, en un gentleman inglés—, atúvose desde

 entonces a una vida estricta y a un trabajo severo. Algunos amigos le hicieron

 conocer la Biblia; mas la hora no le había llegado todavía para comprenderla. Se

 fatigó al cabo de los primeros libros, y no llegó más allá del Éxodo. Por lo contrario,

 fue en Londres donde descubrió la belleza de la Bhagavad Gita. Sintióse

 deslumbrado. Era la luz de que había menester el pequeño exiliado hindú. Le

 devolvió la fe y por ella reconoció que para él, la salvación era posible solamente por

 la religión hindú.

 Regresó a la India en 1891. Triste retorno. Su madre acababa de morir y se le

 había ocultado la noticia. Hízose abogado de la Alta Corte de Bombay. Algunos años

 más tarde debía renunciar a su profesión, por juzgarla inmoral, y aún mientras la

 ejercía, habíase reservado el derecho de abandonar una causa cuando la considerara

 injusta.

 Ya hacia esa época, algunas grandes personalidades hindúes despertaban en su

 ánimo presentimientos de la misión futura que había de corresponderle. «El rey sin

 corona» de Bombay, el parsi Dadabhai, y el profesor Gokhale, ambos encendidos de

 religioso amor a la India; Gokhale, uno de los mejores hombres de Estado de su

 patria y de los primeros en restaurar la educación hindú; Dadabhai, fundador del

 nacionalismo hindú (según testimonio de Gandhi), maestros ambos, asimismo, de

 sabiduría y dulzura. Fue Dadabhai quien, controlando el ardor juvenil de Gandhi,

 dióle en 1892 su primera lección práctica de Ahimsa en la vida pública: la pasividad

 heroica, si es posible reunir estos dos vocablos, el impulso apasionado del alma que

 resiste el mal, no por el mal, sino por amor. Volveremos ahora sobre este mágico vocablo, sublime mensaje que la India dirige al mundo.

 Es en 1893 cuando comienza la acción hindú de Gandhi. Divídase en dos

 períodos. De 1893 a 1914 tiene por campo el África del Sur. Después de 1914 la

 ejerce sobre la India.

 El hecho de que la acción cumplida durante veinte años en África del Sur no haya

 tenido mayor resonancia en Europa, es una prueba de la increíble estrechez del

 horizonte de nuestros hombres políticos, de nuestros historiadores, de nuestros

 pensadores, de cuantos se guían por la fe, ya que constituye una epopeya del espíritu,

 sin igual en nuestro tiempo, no solamente por la fuerza y la constancia del sacrificio,

 sino por la victoria final.

 En 1890 y 91 hallábanse instalados en el África del Sur, principalmente en Natal,

150 000 hindúes. La afluencia de este pueblo extranjero provocaba en la población

 blanca una xenofobia que el gobierno se encargaba de interpretar mediante medidas

 tendientes a mantenerlos en el ostracismo. Propúsose entonces coartar la inmigración

 de los asiáticos y forzar a abandonar el país a aquellos que estaban establecidos en él.

 Persecuciones sistemáticas habíanles hecho la vida intolerable: pesados impuestos,

 humillantes obligaciones policiales, ultrajes públicos cuando no linchamientos,

 pillajes y destrucciones, bajo la égida de la civilización blanca.

 En 1893 Gandhi llegó a Sudáfrica por haber sido llamado a Pretoria en defensa de

 una importante causa, ignorante por completo de la situación de los hindúes en

 África. Desde los primeros pasos en Natal, y sobre todo en el Transvaal holandés,

 recordó crueles experiencias.

 Este hindú bien nacido, que siempre fuera bien tratado en Inglaterra, y quien hasta

 entonces considerara a los europeos como amigos, hallóse objeto de las más groseras

 injurias, arrojado de las puertas de hoteles y trenes, insultado, abofeteado, golpeado a

 puntapiés. De no haber contado con el convenio que lo ligaba por doce meses a sus

 clientes, hubiera sido repatriado instantáneamente, mas durante los doce meses que

 duraba ese contrato aprendió a dominarse. Hubiérase alejado del lugar a toda prisa,

 una vez cumplido ese plazo, de no haberse enterado que el gobierno preparaba un

 proyecto de ley para quitar a los hindúes las últimas franquicias con que contaban.

 Claro está que los hindúes del África no tenían fuerzas para luchar, carecían de

 voluntad, de organización, estaban desmoralizados. Necesitaban de un jefe, de un

 alma. Gandhi se les consagra. Se queda.

 Iníciase entonces la lucha épica de una conciencia contra la fuerza del Estado y de

 la masa bruta. Siendo todavía abogado por esa época, comienza demostrando

 jurídicamente la ilegalidad del Acta de exclusión asiática, y contra la más virulenta

 oposición, gana su causa en derecho, si no de hecho, ante la opinión de Natal y de

 Londres. Hace firmar peticiones, organiza el Congreso hindú de Natal, forma una

 Asociación de Educación hindú; poco más tarde funda un diario, Indian Opinion,

 publicado en inglés y en tres lenguas hindúes. Luego, deseando asegurar a sus

 compatriotas un régimen honorable en África, a fin de permitirles una mejor defensa,

 se hace uno de ellos. Contaba en Johannesburg con una clientela lucrativa; la

 abandona para desposarse, como Francisco de Asís, con la Pobreza. Junto a los

 hindúes miserables y perseguidos, hace vida en común; comparte sus pruebas y los

 santifica al imponerles la ley de la No-Resistencia.

 En 1904 crea en Phoenix, próxima a Durban, una colonia agrícola sobre los

 planes de Tolstoi, a quien admira. Reúne allí a los hindúes, les administra parcelas

 de tierra y les hace tomar solemnemente el voto de pobreza. Él, por su parte, se

 adjudica las tareas más serviles. Y allí, durante años, ese pueblo silencioso resiste al

 gobierno. Se ha retirado de las ciudades; la vida industrial del país se ha paralizado.

 Trátase de una huelga religiosa, contra la que se estrella toda violencia, del mismo

 modo que la Roma imperial estrellábase contra los primeros cristianos. Y, sin

 embargo, pocos cristianos habrían llevado su doctrina de perdón y amor al punto de

 acudir, como lo hizo Gandhi, en socorro de los propios perseguidores amenazados.

 Cada vez que el Estado de Sudáfrica se encuentra abocado a graves peligros,

 Gandhi suspende la No-Participación de los hindúes en los servicios públicos y

 ofrece rápidamente su ayuda. En 1899, durante la guerra Boer, organiza la Cruz Roja

 hindú, con elogios por su arrojo bajo el fuego. En 1904, habiéndose desatado una

 peste en Johannesburg, Gandhi organiza un hospital. En 1906 hubo un sublevamiento

 indígena en Natal, y Gandhi participa en la guerra, a la cabeza de un cuerpo de

 camilleros, por lo que el gobierno de Natal le agradece públicamente.

 Tales servicios caballerescos no abatían, sin embargo, el furor xenófobo. Arrojado

 a prisión en diversas ocasiones (y bien poco después del reconocimiento oficial

 por la guerra de Natal), condenado a reclusión y a trabajos forzados, golpeado por el

 populacho furioso, dado por muerto en una ocasión, Gandhi conoció todos los

 sufrimientos y todas las humillaciones. Nada alteraba su fe, sino que se agrandaba en

 la prueba. Fue en 1908 que escribió, en réplica a la escuela de violencia prohijada en

 el África del Sur, su famoso opúsculo: Hind Swaraj (Home Rule Indien), El

 Evangelio del Amor Heroico.

 Mantúvose la lucha por espacio de veinte años, y alcanzó su máximo de aspereza

 entre 1907 y 1914. El gobierno de Sudáfrica había hecho proclamar en forma

 precipitada una nueva Acta Asiática, a pesar de la oposición de los ingleses más

 esclarecidos. Gandhi organiza entonces la No-Resistencia en toda su amplitud, y en

 setiembre de 1906, en Johannesburg, los hindúes reunidos prestaron solemne

 juramento de «Resistencia Pasiva». Todos los asiáticos, de cualquier raza, de

 cualquier casta, de cualquier religión, ricos y pobres, contribuyeron con la misma

 abnegación; los chinos del África uniéronse al movimiento hindú.

 Se les encarceló por millares, y a falta de prisiones lo bastante amplias, se los

 confinó en minas. Mas la prisión parecía atraerlos. El general Smuts, encargado de

 perseguirlos, habíales dado el nombre de Conscientious Objectors. Gandhi fue

 encarcelado en tres oportunidades. Hubo no pocos muertos, verdaderos mártires.

 El movimiento fue tomando proporciones, y en 1913 habíase extendido desde

Transvaal a Natal. Huelgas gigantescas, mítines apasionados, una marcha en masa de

 hindúes a través de Transvaal, despertaron a la opinión pública de África y Asia. La

 indignación gana la India, y el propio virrey, lord Harding, se hace eco de ella en

 Madrás.

 La indomable tenacidad y la magia de la gran alma, daba sus frutos: la fuerza se

 arrodilla ante la dulzura heroica. El enemigo más encarnizado de la causa hindú, el

 general Smuts, que en 1909 declaraba que no habría de borrar jamás del Libro de

 Estatutos una medida injuriante para los hindúes, cinco años después se confesará

 feliz de poder hacerla desaparecer. Una Comisión Imperial le otorga la razón al

 Gandhi sobre casi todos los puntos. En 1914 un Acta suprime el impuesto de tres

 libras, y acuerda libre residencia en Natal a todos los hindúes que quieran pertenecer

 allí como trabajadores libres. Al cabo de veinte años de sacrificios, la No-Resistencia

 había vencido.




Ilustración: Luis Felipe Noé

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